“
Escritores, escultores, arquitectos, pintores y aficionados apasionados por la belleza hasta aquí intacta de París, queremos protestar con todas nuestras fuerzas, con toda nuestra indignación, en nombre del gusto francés mal apreciado, en nombre del arte y de la historia franceses amenazados, contra la erección, en pleno corazón de nuestra capital, de la inútil y monstruosa Torre Eiffel. ¿La ciudad de París seguirá por más tiempo asociada a las barrocas y mercantiles imaginaciones de un constructor de maquinas para deshonrarse y afearse irreparablemente? Pues la Torre Eiffel, que ni la misma y comercial América querría, es, no lo duden, la deshonra de París. Todos lo sienten, todos lo dicen, todos se afligen profundamente, y no somos más que un débil eco de la opinión universal, tan legítimamente alarmada. Por último, cuando los extranjeros vengan a visitar nuestra Exposición, exclamarán sorprendidos: ‘¿Cómo? ¿Éste es el horror que los franceses han encontrado para darnos una idea del gusto del que tanto presumen?’ Tendrán razón si se burlan de nosotros, porque el París de los góticos sublimes, el París de Puget, de Germain Pilon, de Jean Goujon, de Barye, etc., se habrá convertido en el París del Señor Eiffel.”
Extracto de la “Protesta de los artistas”, firmada entre otros por Ernest Meissonier, Charles Gounod, Charles Gamier, William Bouguereau, Alexandre Dumas hijo, François Coppée, Leconte de Lisle, Sully Prudhomme y Guy de Maupassant.
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Maupassant desayunaba a menudo en el restaurante de la Torre, pero la Torre no le gustaba: “Es -decía- el único lugar de París desde donde no la veo”. En efecto, en París hay que tomar infinitas precauciones para no ver la Torre; en cualquier estación, a través de las brumas, de las primeras luces, de las nubes, de la lluvia, a pleno sol, en cualquier punto en que se encuentren, sea cual sea el paisaje de tejados, cúpulas o frondosidades que les separe de ella, la Torre está ahí, incorporada a la vida cotidiana a tal punto que ya no podemos inventar para ella ningún atributo particular, se empeña simplemente en persistir, como la piedra o el río, y es literal como un fenómeno natural, cuyo sentido podemos interrogar infinitamente, pero cuya existencia no podemos poner en duda. No hay casi ninguna mirada parisina a la que no toque en algún momento del día; cuando, al escribir estas líneas, empiezo a hablar de ella, está ahí, delante de mí, recortada por mi ventana; y en el mismo instante en que la noche de enero la difumina y parece querer que se vuelva invisible y desmentir su presencia, he aquí que dos pequeñas luces se encienden y parpadean suavemente girando en su cima: toda esta noche también estará ahí, ligándome por encima de París a todos aquellos amigos míos que sé que la ven; todos nosotros formamos con ella una figura móvil de la que es el centro estable: la Torre es amistosa.
La Torre también está presente en el mundo entero. Está primero, como símbolo universal de París, en todos los lugares de la tierra donde París ha de ser enunciada en imágenes; del Middlewest a Ausralia, no hay viaje a Francia que no se haga, en cierto modo, en nombre de la Torre, ni manual escolar, cartel o filme sobre Francia que no la muestre como el signo mayor de un pueblo y de un lugar: pertenece a la lengua universal del viaje. Mucho más: independientemente de su enunciado propiamente parisino, afecta al imaginario humano más general; su forma simple, matricial, le confiere la vocación de un número infinito: sucesivamente y según los impulsos de nuestra imaginación, es símbolo de París, de la modernidad, de la comunicación, de la ciencia o del siglo XIX, cohete, tallo, torre de perforación, falo, pararrayos o insecto; frente a los grandes itinerarios del sueño, es el signo inevitable; del mismo modo que no hay una mirada parisina que no se vea obligada a encontrársela, no hay fantasía que no termine hallando en ella tarde o temprano su forma y su alimento; tomen un lápiz y suelten su mano, es decir, su pensamiento, y, con frecuencia, nacerá la Torre, reducida a esa línea simple cuya única función mítica es la de unir, según la expresión del poeta, “la base y la cumbre”, o también “la tierra y el cielo”.
Es imposible huir de este signo puro -vacío, casi-, porque quiere decirlo todo. Para negar la Torre Eiffel (pero esta tentación es excepcional, pues este signo no hiere nada en nosotros), es preciso instalarse en ella como Maupassant y, por así decirlo, identificarse con ella. A semejanza del hombre, que es el único en no conocer su propia mirada, la Torre es el único punto ciego del sistema óptico total del cual es el centro y París la circunferencia. Pero, en este movimiento que parece limitarla, adquiere un nuevo poder: objeto cuando la miramos, se convierte a su vez en mirada cuando la visitamos, y constituye a su vez en objeto, a un tiempo extendido y reunido debajo de ella, a ese París que hace un momento la miraba. La Torre es un objeto que ve, una mirada que es vista; es un verbo completo, a la vez activo y pasivo, en el que ninguna función, ninguna voz(como se dice en gramática, por una sabrosa ambigüedad) es defectiva. Esta dialéctica no es trivial; hace de la Torre un monumento singular, pues el mundo produce ordinariamente o bien organismos puramente funcionales (cámara u ojo) destinados a ver las cosas, pero que, entonces, no se ofrecen en nada a la vista, estando lo que vemíticamente ligado a lo que permanece oculto (es el tema del mirón), o bien espectáculos que son ellos mismos ciegos y que son entregados a la pura pasividad de lo visible. La Torre (y es éste uno de sus poderes míticos) transgrede esta separación, este divorcio ordinario del ver y del ser visto; realiza una circulación soberana entre las dos funciones; es un objeto completo que tiene, por así decirlo, los dos sexos de la mirada. Esta posición radiante en el orden de la percepción le da una propensión prodigiosa al sentido: la Torre atrae al sentido, como un pararrayos atrae al rayo; para todos los aficionados a la significación, desempeña un papel prestigioso, el de un significante puro, es decir, de una forma en la que los hombres no dejan de colocar sentido (que toman a discreción de su saber, sus sueños, su historia), sin que por ello este sentido se termine o se fije: ¿quién puede decir qué será la Torre para los hombres de mañana? Pero, con seguridad, será siempre alguna cosa, y alguna cosa de ellos mismos. Mirada, objeto, símbolo, éste es el infinito circuito de funciones que le permite ser siempre algo muy distinto de la Torre Eiffel y mucho más que la Torre Eiffel.
Para satisfacer esta gran función soñadora que hace de ella una especie de monumento total, es preciso que la Torre se escape de la razón. La primera condición de esta huida victoriosa es que la Torre sea un monumento plenamente inútil. La inutilidad de la Torre siempre se ha percibido oscuramente como un escándalo, es decir, como una verdad, valiosa e inconfesable. Antes incluso de que se construyera, se le reprochaba que fuese inútil, lo cual se pensaba que bastaba para condenarla; no pertenecía al espíritu de una época de ordinario consagrada a la racionalidad y al empirismo de las grandes empresas burguesas el soportar la idea de un objeto inútil (a menos que fuese declarativamente un objeto de arte, lo cual tampoco se podía pensar de la Torre); también Gustave Eiffel, en la defensa que él mismo hace de su proyecto en respuesta a la Protesta de los artistas, enumera cuidadosamente todos los usos futuros de la Torre: todos son, como se puede esperar de parte de un ingeniero, usos científicos: medidas aerodinámicas, estudios sobre la resistencia de los materiales, fisiología del escalador, investigaciones de radioelectricidad, problemas de telecomunicaciones, observaciones meteorológicas, etc. Estas utilidades son sin duda indiscutibles, pero parecen irrisorias al lado del mito formidable de la Torre, del sentido humano que ha tomado en el mundo entero. Y es que en este caso las razones utilitarias, por mucho que el mito de la Ciencia las ennoblezca, no son nada en comparación con la gran función imaginaria, que a los hombres les sirve para ser propiamente humanos. Sin embargo, como siempre, el sentido gratuito de la obra no se declara nunca directamente: se racionaliza con el uso: Eiffel veía su Torre como un objeto serio, razonable, útil; los hombres se lo devuelven como un gran sueño barroco que alcanza naturalmente los límites de lo irracional.
Este doble movimiento es profundo: la arquitectura es siempre sueño y función, expresión de una utopía e instrumento de una comodidad. Antes incluso del nacimiento de la Torre, el siglo XIX (sobre todo en América y en Inglaterra) había soñado a menudo con edificios cuya altura sería sorprendente, pues era un siglo de hazañas técnicas, y la conquista del cielo excitaba otra vez a la humanidad. En 1881, poco antes de la Torre, un arquitecto francés había llevado bastante lejos el proyecto de una torre-sol; ahora bien, este proyecto, técnicamente bastante loco porque recurría a la obra y no al hierro, también se situaba bajo la garantía de una utilidad muy empírica; por una parte, una llama situada en lo alto del edificio tenía que alumbrar por la noche hasta el último rincón de París mediante un sistema de espejos (complejo, no cabe duda), y, por otra parte, la última planta de esta torre-sol (de aproximadamente 1.000 pies como la Torre Eiffel) se reservaría para una especie de sanatorio donde los enfermos podrían gozar de un aire “tan puro como el de la montaña”. Y sin embargo, en este caso como en el de la Torre, el utilitarismo ingenuo de la empresa no se separa de la función onírica, que es infinitamente poderosa y que, en verdad, inspira su nacimiento: el uso no hace más que abrigar el sentido. Así, en el caso de los hombres, podríamos hablar de un verdadero complejo de Babel: Babel tenía que servir para comunicar con Dios, y sin embargo Babel es un sueño que alcanza profundidades muy distintas de la del proyecto teológico; y, de la misma manera que este gran sueño de ascensión, liberado del tutor utilitario, es finalmente lo que queda en las innumerables Babel representadas por los pintores, como si la función del arte fuese revelar la inutilidad profunda de los objetos, del mismo modo la Torre, rápidamente desembarazada de los considerandos científicos que habían autorizado su nacimiento (aquí importa poco que la Torre sea realmente útil), tomó la salida de un gran sueño humano en el que se mezclan sentidos móviles e infinitos: reconquistó la inutilidad fundamental que la hace vivir en la imaginación de los hombres. Al principio, siendo tan paradójica la idea de un monumento vacío, se quiso hacer de ella un “templo de la Ciencia”; pero esto sólo es una metáfora; de hecho, la Torre no es nada, cumple una especie de grado cero del monumento; no participa de nada sagrado, ni siquiera del Arte; la Torre no se puede visitar como un museo: no hay nada que ver en la Torre. Pero este monumento vacío recibe cada año dos veces más visitantes que el museo del Louvre y notablemente más que el mayor cine de París.
¿Por qué se visita la Torre Eiffel? Sin duda, para participar de un sueño del que ella es (y ésta es su originalidad) mucho más el cristalizador que el propio objeto. La Torre no es un espectáculo ordinario; entrar en la Torre, escalarla, correr alrededor de sus cursivas, es, de un modo a la vez más elemental y más profundo, acceder a una vista y explorar el interior de un objeto (aunque calado), transformar el rito turístico en aventura de la mirada y de la inteligencia. Esta doble función -de la que quisiéramos decir unas palabras antes de pasar, para terminar, a la gran función simbólica de la Torre- es su sentido último.
La Torre mira a París. Visitar la Torre es salir al balcón para percibir, comprender y saborear cierta esencia de París. Una vez más, la Torre es un monumento original. Habitualmente, los miradores son puntos de vista sobre la naturaleza que reúnen a sus pies sus elementos, aguas, valles, bosques, de suerte que el turismo de la “bella vista” implica infaliblemente una mitología naturista. La Torre, por su parte, no da sobre la naturaleza, sino sobre la ciudad; y sin embargo, por su posición misma de punto de vista visitado, la Torre hace de la ciudad una especie de naturaleza; convierte el hormigueo de los hombres en paisaje, añade al mito urbano, a menudo sombrío, una dimensión romántica, una armonía, un alivio; por ella, a partir de ella, la ciudad se incorpora a los grandes temas naturales que se ofrecen a la curiosidad de los hombres: el océano, la tempestad, la montaña, la nieve, los ríos. Por lo tanto, visitar la Torre no es entrar en contacto con lo sagrado histórico, como es el caso de la mayoría de monumentos, sino más bien con una nueva naturaleza, la del espacio humano: la Torre no es rastro, recuerdo ni, en suma, cultura, sino más bien consumo inmediato de una humanidad que se vuelve natural a través de la mirada que la transforma en espacio.
Podemos decir que la Torre materializa con ello una imaginación que tuvo su primera expresión en la literatura (la función de los grandes libros es a menudo realizar por anticipado lo que la técnica no hará más que ejecutar). EI siglo XIX, unos cincuenta años antes de la Torre, produjo efectivamente dos obras en las que la fantasía (quizá muy vieja) de la visión panorámica recibe el aval de una gran escritura poética: son, por una parte, el capítulo de Notre-Dame de Paris dedicado a París a vista de pájaro, y, por otra parte, elTableau de La France de Michelet. Ahora bien, lo que hay de admirable en estas dos grandes perspectivas caballeras, una de París y otra de Francia, es que Hugo y Michelet comprendieron muy bien que, al maravilloso alivio de la altura, la visión panorámica le añadía un poder incomparable de intelección: la vista de pájaro, que todo visitante de la Torre puede adoptar por un instante, ofrece un mundo legible, y no solamente perceptible; por eso corresponde a una sensibilidad nueva de la visión; viajar, en otro tiempo (pensemos en algunos paseos, por lo demás admirables, de Rousseau), suponía estar enterrado en la sensación y no percibir más que una especie de ras de las cosas; al contrario, la vista de pájaro figurada por nuestros escritores románticos, como si hubiesen presentido a la vez la edificación de la Torre y el nacimiento de la aviación, permite superar la sensación y ver las cosas en su estructura. Por lo tanto, lo que señalan estas literaturas y estos arquitectos de la vista (nacidos en el mismo siglo y probablemente de la misma historia) es el advenimiento de una percepción nueva, de modo intelectualista: París y Francia se convierten, bajo las plumas de Hugo y de Michelet (y bajo la mirada de la Torre), en objetos inteligibles, sin perder por ello -y esto es lo nuevo- un ápice de su materialidad; aparece una nueva categoría, la de la abstracción concreta: este es además el sentido que podemos darle hoy a la palabra estructura: un cuerpo de formas inteligentes.
Igual que M. Jourdain ante la prosa, todo visitante de la Torre hace así estructuralismo sin saberlo (lo cual no impide que la prosa y la estructura existan completamente); en el París que se extiende debajo de él, distingue espontáneamente puntos discretos -porque conocidos- y sin embargo no deja de relacionarlos, de percibirlos en el interior de un gran espacio funcional; en suma, separa y armoniza; París se le ofrece como un objeto virtualmente preparado, dispuesto para la inteligencia, pero que él mismo ha de construir mediante una última actividad de la mente: nada menos pasivo que la ojeada que la Torre da a París. Esta actividad de la mente, encarnada en la modesta mirada del turista, tiene un nombre: es el desciframiento.
¿Qué es, en efecto, un panorama? Es una imagen que tratamos de descifrar, en la que intentamos reconocer lugares conocidos, identificar señales. Tomemos algunas vistas de París desde la Torre Eiffel; distinguimos aquí la colina de Chaillot, allá el Bois de Boulogne; pero ¿dónde está el Arco de Triunfo? No lo vemos, y esta ausencia nos obliga a inspeccionar de nuevo el panorama, a buscar ese punto que falta en nuestra estructura; nuestro saber (el que podamos tener de la topografía parisina) lucha con nuestra percepción, y, en cierto sentido, la inteligencia es esto: reconstruir, hacer que la memoria y la sensación cooperen para producir en nuestra mente un simulacro de París, cuyos elementos están delante de nosotros, reales, ancestrales y, sin embargo, desorientados por el espacio global en el que se nos ofrecen, pues este espacio nos es desconocido. Nos acercamos así a la naturaleza compleja, dialéctica, de toda visión panorámica; por una parte, es una visión eufórica, pues puede deslizarse lentamente, levemente, a lo largo de una imagen continua de París, y en un primer momento ningún “accidente” viene a romper esta gran capa de planos minerales y vegetales que, en la felicidad de la altura, se percibe a lo lejos; pero, por otra parte, este continuo mismo compromete la mente en cierta lucha, quiere ser descifrado, hay que volver a encontrar signos en él, una familiaridad que provenga de la historia y del mito; un panorama no se puede consumir nunca como una obra de arte, ya que el interés estético de un cuadro cesa en cuanto tratamos de reconocer en él puntos particulares surgidos del saber; decir que hay una belleza de París que se extiende a los pies de la Torre es sin duda confesar esa euforia de la visión aérea que solamente reconoce un espacio bien enlazado; pero también es enmascarar el esfuerzo intelectual de la mirada ante un objeto que pide ser dividido, identificado, atado a la memoria; pues la felicidad de la sensación (nada más feliz que una mirada desde la altura) no basta para eludir la naturaleza preguntona de la mente ante toda imagen.
Este carácter en resumidas cuentas intelectual de la mirada panorámica lo atestigua también el fenómeno siguiente, del que Hugo y Michelet hicieron el motor principal de sus perspectivas caballeras: percibir París a vista de pájaro es inevitablemente imaginar una historia; desde lo alto de la Torre, la mente se pone a soñar con la mutación del paisaje que tiene bajo sus ojos; a través del asombro del espacio, se sumerge en el misterio del tiempo, se deja tocar por una especie de anamnesia espontánea: la duración misma se vuelve panorámica. Volvamos a situarnos (no es difícil) en el nivel de un saber medio, de una pregunta ordinaria que le hacemos al panorama de París; cuatro grandes momentos saltan inmediatamente a la vista, es decir, a la conciencia. EI primero es el de la prehistoria; París estaba entonces sepultada bajo una capa de agua de la que emergían apenas algunos puntos sólidos; el visitante, situado en la primera planta de la Torre, habría tenido la nariz al nivel de las aguas y habría visto solamente unas pocas islas bajas, l’Etoile, el Panteón, un islote arbolado, Montmartre y dos jalones azules a lo lejos, las torres de Notre-Dame, y, a su izquierda, bordeando ese gran lago, la orilla del monte Valérien; inversamente, el viajero que quisiera situarse hoy en las alturas de ese monte vería, a pesar de la niebla, emerger de un fondo líquido las dos últimas plantas de la Torre; esta relación prehistórica de la Torre con el agua se ha mantenido, por así decirlo, simbólicamente hasta nuestros días, pues la Torre está parcialmente construida sobre un delgado brazo cegado del Sena (a la altura de la rue de l’Université) y parece surgir todavía de un gesto del río cuyos puentes vigila. La segunda historia que surge al mirar la Torre es la Edad Media; Cocteau decía de la Torre que era la Notre-Dame de la orilla izquierda; aunque la catedral de París no sea su monumento más alto (los Invalides, el Panteón y el Sacre-Coeur la superan), forma con la Torre una pareja simbólica, reconocida, por así decirlo, por el folklore turístico, que reduce de buen grado París a su Torre y a su catedral, un símbolo articulado sobre la oposición del pasado (la Edad Media sigue figurando un tiempo cargado) y el presente, de la piedra, vieja como el mundo, y el metal, signo de modernidad. EI tercer momento que la Torre da a leer es el de una larga historia, indistinta, puesto que va de la Monarquía hasta el Imperio, de los Invalides hasta el Arco de Triunfo: es propiamente la Historia de Francia, tal como la viven en la escuela los niños franceses, y de la que muchos episodios, presentes en toda memoria de alumno, conciernen a París. Finalmente, la Torre vigila una cuarta historia de París, la que se hace; monumentos modernos (el edificio de la Unesco, el de la Radio) empiezan a colocar en su espacio signos de futuro; la Torre permite armonizar estos materiales inéditos (el vidrio, el metal), estas formas nuevas, con las piedras y las cúpulas del pasado; París, en su duración, bajo la mirada de la Torre, se compone como una tela abstracta en la que unos cuadrados oscuros (venidos de un pasado muy antiguo) se codean con los rectángulos blancos de la arquitectura moderna.
Una vez que la mirada ha colocado, desde lo alto de la Torre, estos puntos de historia y de espacio, la imaginación sigue llenando el panorama parisino y dándole su estructura; pero lo que entonces interviene son funciones humanas; del mismo modo que el genio Asmodeo se eleva por encima de París, el visitante de la Torre tiene la ilusión de levantar la inmensa tapadera que cubre la vida privada de millones de seres humanos; la ciudad se convierte entonces en una intimidad de la que descifra sus funciones, es decir, sus conexiones; sobre el gran eje polar, perpendicular a la curva horizontal del río, tres zonas escalonadas, como a lo largo de un cuerpo invertido, tres funciones de la vida humana: arriba, al pie de Montmartre, el placer; en el centro, alrededor de la Opera, la materialidad, los negocios, el comercio; hacia abajo, al pie del Panteón, el saber, el estudio; luego, a derecha e izquierda, envolviendo este eje vital como dos manguitos protectores, dos grandes zonas de habitación, residencial aquí, populosa allí; más lejos aún, dos bandas arboladas, Boulogne y Vincennes. Se ha creído observar que una especie de ley muy antigua empuja a las ciudades a desarrollarse hacia el oeste, hacia poniente; hacia ese lado va la riqueza de los buenos barrios, quedando el este como el lugar de la pobreza; la Torre, por su implantación, parece seguir discretamente este movimiento; se diría que acompaña a París en este apartamiento occidental, del que nuestra capital no se escapa, y que cita incluso a la ciudad en su polo de desarrollo, al sur y a poniente, allí donde el sol más calienta, participando así de esa gran función mítica que hace de toda ciudad un ser vivo: ni cerebro ni órgano, la Torre, situada un poco a la zaga de sus zonas vitales, solamente es el testigo, la mirada que fija discretamente, con su delgada señal, la estructura completa, geográfica, histórica y social del espacio parisino. Producido por la mirada desde la Torre, este desciframiento de París no es solamente un acto de la mente, sino también una iniciación. Subir a la Torre para contemplar París es el equivalente de aquel primer viaje por el que el provinciano “subía” a París para conquistarla. A los doce años, el mismo Eiffel tomó la diligencia de Dijon con su madre y descubrió la “magia” de París. La ciudad, una especie de capital superlativa, destina ese movimiento de accesión a un orden superior de placeres, de valores, de artes y de riquezas; es una especie de mundo precioso cuyo conocimiento hace hombre, marca la entrada en la vida verdadera de las pasiones y de las responsabilidades; este es el mito, sin duda muy antiguo, que el viaje a la Torre aún permite sugerir; para el turista que sube a la Torre, por muy apacible que sea, el París reunido bajo su mirada por un acto voluntario e individual de contemplación es todavía un poco el París afrontado, desafiado, poseído por Rastignac. Asimismo, de todos los lugares visitados por el extranjero o el provinciano, la Torre es el primer monumento obligatorio; es una Puerta, marca el paso a un conocimiento: hay que ofrecer un sacrificio a la Torre mediante un rito de inclusión, del cual, precisamente, sólo el parisino puede eximirse; la Torre es ciertamente el lugar que permite incorporarse a una raza, y cuando mira a París, es la esencia misma de la capital lo que recoge y tiende al extranjero que le ha pagado su tributo de iniciación.
(1964).
Publicado originalmente en Roland Barthes (2011), La Torre Eiffel: textos sobre la imagen. Madrid: Paidós Comunicación 124, traducción de Enrique Folch González. Agradecemos a los editores de la obra original por autorizar esta republicación enbifurcaciones.
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