El sentido de la existencia humana Edward O. Wilson

Portada del libro



Edward Osborne Wilson es reconocido como uno de los biólogos más importantes del mundo. Entre los reconocimientos que ha recibido en todo el mundo se encuentran la Medalla nacional de la ciencia de los EE. UU., el premio Crafoord de la Real Academia Sueca de las Ciencias, o el Premio internacional de biología de Japón. En el ámbito de las letras, dos premios Pulitzer, los premios Nonino y Serono en Italia y el premio COSMOS de Japón. Es Honorary Curator en etimología y catedrático emérito de investigación universitaria de la Universidad de Harvard. Es autor de Sobre la naturaleza humana (premio Pulitzer de 1979), Las hormigas (premio Pulitzer de 1991), Consiliencia: la unidad del conocimiento, El futuro de la vida o Cartas a un joven científico, entre otros libros.

“El sentido de la existencia humana”, 2014. Edward O. Wilson

En su uso más habitual, la palabra «sentido» implica intencionalidad; la intencionalidad implica creación; y la creación implica un creador.  (…) La palabra «sentido» puede utilizarse de otra manera, más general, que implica una forma de ver el mundo muy distinta: son los accidentes de la historia, y no los propósitos de un creador, los que generan un sentido. No hay una creación previa; en vez de ello, existen imbricadas redes de causa y efecto material.


  Por lo tanto, hablar del “sentido de la existencia humana”, según el fundador de la “sociobiología”, E. O. Wilson, se refiere a identificar, en cuanto a nuestra especie, una red de causa y efecto en la naturaleza que sea relevante para nuestra visión del mundo (qué consecuencias tenga esto, depende de la importancia que demos al “sentido”) .

La pregunta que más nos interesa es cómo y por qué somos como somos para, a partir de ahí, darle un sentido a nuestras diferentes visiones del futuro.

  La búsqueda del sentido, en apariencia, no es una cuestión que debería preocupar a la ciencia. Si alguna disciplina intelectual aborda, en general, el “sentido” de la vida, ésta sería la que se suele englobar bajo el epígrafe de “humanidades”. Pero E. O. Wilson es un científico que no está de acuerdo con esta convención tan extendida que separa ambos conocimientos.

En las próximas décadas, la mayoría de avances tecnológicos probablemente acontezcan en lo que solemos llamar BNR: biotecnología, nanotecnología y robótica. (…) Dentro de unas décadas el conocimiento de la cultura tecnocientífica será brutal comparado con el de ahora, pero también será el mismo en cualquier parte del mundo. Lo que sí continuará evolucionando y diversificándose eternamente son las humanidades. Si nuestra especie tiene un alma, ésta reside en las humanidades. (…) Si el poder heurístico y analítico de la ciencia pudiera sumarse a la creatividad introspectiva de las humanidades, la existencia humana ganaría un sentido infinitamente más productivo e interesante.

La empresa más grande de todos los tiempos: la unidad de la raza humana. 

El prerrequisito para lograr ese objetivo es lograr una autocomprensión certera. Así pues, ¿cuál es el sentido de la existencia humana? He insinuado que es la epopeya de la especie, que empezó con la evolución y la prehistoria biológicas, continuó en la historia documentada, y ahora es también aquello en lo que elegiremos convertirnos, que avanza más y más rápido, día tras día, hacia un futuro indefinido.

  Es decir, captar el sentido de la existencia humana nos permitiría elegir ante nuestras expectativas de futuro. Eso es una elección moral: elegir, de entre lo posible, qué es lo mejor para el bien común (¿o para el bien de la especie?). Y a la hora de hacer tal cosa, requerimos un punto de vista, un posicionamiento general: el que nos da el sentido para nuestra elección.

Doy mi voto al conservadurismo existencial: nuestro deber sagrado de preservar la naturaleza humana biológica.

  ¿Deber sagrado?

Después de haber conseguido que pueda accederse a todo el conocimiento cultural con la pulsación de unas pocas teclas, y tras lograr la construcción de robots que son mejores que nosotros a la hora de pensar y de trabajar —proyectos que ya llevan tiempo en marcha—, ¿qué nos quedará por hacer a los humanos? Sólo es posible una respuesta: optaremos por conservar la mente humana que tenemos hoy; una mente excepcionalmente enrevesada, autocontradictoria, conflictiva consigo misma, infinitamente creativa. Ésa es la verdadera Creación, el don que se nos otorgó antes de que lo reconociéramos como tal, antes de que supiéramos su significado, antes de la invención de la imprenta de tipos móviles, antes de que emprendiéramos viajes espaciales. Seremos conservadores existenciales: decidiremos no inventar un nuevo tipo de mente para injertarla encima de los sueños (desde luego débiles y erráticos) de nuestra vieja mente, ni tampoco optaremos por suplantarla. 
  Pero ¿en base a qué autoridad moral hemos de satisfacernos con ese "don que se nos otorgó” (¿quién lo otorgó?, ¿una voluntad externa al ser humano?), cuando en base a nuestras propias capacidades para la producción de herramientas (la inteligencia artificial también lo es, tanto como el hacha de sílex) es posible ir mucho más allá?

  E. O. Wilson elige ser “conservador existencial”. Tal vez no a todos parezca una buena idea. Si se tiene la opción de ser mejor, de ser diferente pero mejor a partir de la tecnología futura posible, no parecería esto más temible que la situación en la que se halla un niño inteligente de diez años que considera con lucidez los cambios en su vida y en su mente que habrá de afrontar al cabo de sus siguientes y previsibles otros diez años de vida, cuando ya sea un adulto y, no dejando de ser quién es, sin duda se comportará de acuerdo con deseos muy diferentes. El conservadurismo durante la infancia no es recomendable. Y tiene “sentido” considerar que la humanidad está ahora en su infancia.

   No se fundamenta la necesidad de tal “conservadurismo existencial” como no sea por una un tanto narcisista admiración por las peculiaridades del género humano como fruto de un proceso de selección natural en el que nos comparamos con las especies menos desarrolladas.

   A lo largo del libro, se nos muestra cómo se formó probablemente la singularidad “eusocial” de la humanidad. Como científico evolutivo, el autor considera que es esta peculiaridad con respecto a las demás especies la que ha generado todo lo que nos caracteriza, lo que nos une a todos los humanos (aquello que nos hace únicos ante la Naturaleza es lo que nos hace iguales entre nosotros). La “eusocialidad” es una característica muy especial de algunos animales. Y la “eusocialidad” es también la base de nuestras más queridas emociones y sentimentos.

Las formas más complejas de organización social surgen de niveles elevados de cooperación. Las fomentan actos altruistas que desempeñan, por lo menos, algunos de los miembros de la colonia. El grado de cooperación y altruismo más elevado es el de la eusocialidad, en la cual algunos miembros de la colonia renuncian a su reproducción personal, en parte o totalmente, con tal de incrementar la reproducción de la casta «real».

La singularidad humana [parte de] la división altruista del trabajo en un nido protegido (…) Tres de las líneas que llegaron a este nivel preliminar final son mamíferas, en concreto, dos especies de ratas topo y el Homo sapiens, esta última un descendiente extraño de los simios africanos. Catorce de los veinte triunfadores de la organización social son insectos. Tres son camarones marinos que viven en arrecifes de coral. Ninguno de estos animales no-humanos cuenta con un cuerpo ni (por lo tanto) con una capacidad cerebral lo suficientemente grandes como para alcanzar un nivel de inteligencia elevado.

  La “eusocialidad” de unos animales con cerebros tan grandes como los nuestros es la que ha producido este fenómeno extraño en el mundo animal que es la expansión del “Homo Sapiens”. Viene a cuento reflejar cómo E. O. Wilson señala el probable proceso selectivo –ya vislumbrado por Darwin- que llevó a la expansión del altruismo, la “selección de grupo”

Para obtener altruismo, cooperación y división laboral a nivel grupal —en otras palabras, para lograr sociedades organizadas— es necesario un nivel distinto de selección natural. Ese nivel es la selección de grupo.

  En la selección de grupo, los humanos actúan por el bien de perfectos extraños, no emparentados (recordemos que los otros animales eusociales, no solo las hormigas, sino también las ratas topo, son parientes entre sí: se sacrifican por sus hermanos, no por perfectos extraños)

Dentro de un grupo, los individuos egoístas se imponían sobre los altruistas; pero los grupos formados por altruistas se imponían sobre aquellos compuestos por egoístas. Es decir, aunque corramos el riesgo de simplificar demasiado, la selección individual fomentaba el pecado, mientras que la selección grupal fomentaba la virtud. Así pues, la selección multinivel de la prehistoria sentencia a los humanos a un conflicto eterno. Oscilan inestables, en constante cambio, entre las dos fuerzas extremas que los crearon.

    Es sorprendente que estos fenómenos de selección de grupo llegaran a darse. Puede parecer fácil que un grupo prospere en un momento dado gracias al sacrificio de los altruistas… pero no lo es tanto que esta situación se mantenga a lo largo de generaciones, porque el sacrificio de los altruistas, lógicamente, haría también desaparecer las características altruistas hereditarias ya que los que tienden a sacrificarse por fuerza dejarán menos descendencia que los que no se sacrifican. En cualquier caso, una vez el fenómeno acabó produciéndose y el grupo que siempre contaba con individuos altruistas logró consolidarse… entonces su progresión resultó imparable.

  Cabe preguntarse entonces si esta peculiaridad seleccionada tan asombrosa no será más bien la que da sentido a la vida, y no tanto nuestra vinculación con el mundo de la naturaleza del que surgimos pero en cuyo desarrollo en su conjunto, como individuos, no participamos (ningún ser humano, ni ningún ser vinculado con el ser humano, ha tomado decisión alguna acerca del surgimiento de los seres vivos). No solo vivimos en sociedades caracterizadas por la eusocialidad y las pulsiones morales que nos llevan a la práctica benéfica del altruismo, sino que experimentamos en nuestras propias vidas las emociones propias de los seres altruistas y que son estas emociones (amistad, amor, afecto) las más valoradas en nuestra vida privada. Las peculiares cualidades cooperativas de nuestra especie conforman nuestra psicología diaria. Nuestra vinculación con la naturaleza y con nuestro origen biológico no. 

No estamos predestinados a alcanzar ninguna meta, ni tampoco podemos responsabilizarnos de cualquier poder que no sea el nuestro. 

[Son] rasgos idiosincrásicos de nuestra especie (…) la curiosidad intensa, incluso obsesiva, que siente la gente por los otros (…) el abrumador deseo instintivo de pertenecer a un grupo ya de entrada, algo que tenemos en común con la mayoría de animales sociales.

  Porque existe el peligro de que pasemos, más allá de las supersticiones tradicionales sobre la existencia del mundo de lo sobrenatural (que en esencia se trata de una conexión ilusoria entre la subjetividad personal y el mundo natural) a una nueva superstición “ecológica” (el “conservadurismo existencial”) como si tuviéramos alguna responsabilidad sobre el mundo natural… olvidándonos de que la mera existencia de tal mundo como un conjunto en sí procede exclusivamente de nuestras mentes.

Cargamos con toda la responsabilidad de sacarnos a nosotros mismos y a cuantos más seres vivos podamos de ese atolladero, y emprender una existencia edénica sostenible. Nuestra decisión será profundamente moral. Para cumplirla dependemos de un conocimiento que aún nos falta y de un sentimiento de decencia común que todavía somos incapaces de sentir. Somos la única especie que ha comprendido la realidad del mundo viviente, que ha visto la belleza de la naturaleza y que le ha dado valor al individuo. Sólo nosotros hemos valorado la cualidad de la misericordia entre los de nuestra clase. Ahora, ¿podríamos preocuparnos también por el mundo viviente que nos dio a luz?
   
  Observemos que eso puede ser más grave de lo que parece a primera vista

Si nos resignáramos a las ansias de la selección grupal nos convertiríamos en robots angelicales —una versión gigantesca de las hormigas—.

   E. O. Wilson ve aquí un  peligro, cuando lo que ahí tenemos es una posible solución a los problemas humanos. Esa “versión gigantesca de las hormigas” fruto de la selección por el grupo de los instintos más altruistas y prosociales, si bien no sería la forma “natural” de la condición humana sí es a lo que parecen apuntar nuestras tendencias sociales expresadas en la cultura contemporánea (como aspiración, no como realidad, de momento), y son estas tendencias sociales las que marcan nuestra peculiaridad. El “hombre en estado de naturaleza”, el hombre prehistórico, practicaba el altruismo solo bajo ciertas limitaciones impuestas por su historia evolutiva. Los “robots angelicales” practicarían el altruismo de forma masiva, lo que resultaría en comportamientos sociales y desarrollo tecnológico absolutamente imprevisibles hoy pero siempre en el sentido de un ahondamiento aún más profundo de las prácticas prosociales que tanto nos importan como individuos. 

Nos frena la Maldición Paleolítica: las adaptaciones genéticas que tan bien nos funcionaron durante millones de años de existencia cazadora-recolectora cada vez estorban más en una sociedad globalmente urbana y tecnocientífica. Por lo visto, somos incapaces de estabilizar las políticas económicas y cualquier forma de gobernación que esté por encima del nivel de una aldea. Además, gran parte de la gente del mundo todavía se somete a religiones organizadas tribales, dirigidas por hombres que reivindican un poder sobrenatural para ganarse la obediencia y los recursos de los creyentes. Somos adictos al conflicto tribal, algo que es inofensivo y entretenido si lo trasladamos a los deportes de equipo, pero que resulta letal cuando se traduce en luchas étnicas, religiosas e ideológicas.

  La Maldición Paleolítica no nos deja en un callejón sin salida si consideramos que, a lo largo del proceso civilizatorio, hemos construido, y transmitido culturalmente, nuevas estrategias psicosociales en el sentido de la “eusocialidad” universal (es decir, no limitada a las relaciones de parentesco). Estas estrategias (como la filosofía y religión éticas, el humanismo políticamente organizado, las terapias psicológicas…), al readaptar nuestros deseos, nos permiten controlar con creciente eficacia el tribalismo, el sobrenaturalismo, el irracionalismo, la agresividad y el resto de instintos naturales del Paleolítico. El resultado a medio o largo plazo sería precisamente esa versión gigantesca de las hormigas que no solo tiene a su alcance la posesión de unas capacidades inmensas de transformar el entorno gracias a la tecnología, sino que además se puede convertir en una manifestación única de la naturaleza, tan única y original que no se atendría a modelo conservador alguno.

   La idea de que debemos vivir en armonía con la misma naturaleza que nos ha situado en una posición casi imposible supone una contradicción. La Naturaleza, de la que surgimos, es hoy nuestra enemiga (la “Maldición Paleolítica”). O, para decirlo de forma más afín a la psicología evolutiva que apoya el autor de este libro: habiendo surgido la condición existencial del ser humano de una serie de procesos de selección excepcionales pero ya conocidos en la naturaleza (la eusocialidad y la selección de grupo), ahora nos toca inaugurar procesos de selección ya no solo excepcionales, sino únicos… aunque probablemente presentidos a lo largo de las culturas religiosas de la Antigüedad.

  El conservadurismo existencial no tiene sentido en la misma medida en que no tiene sentido la existencia de un ser como el Homo Sapiens. En realidad, la naturaleza no tiene sentido. Somos los humanos los que le damos un sentido y, aunque pueda sonar equívoco, el sentido se limita a nuestra propia peculiaridad como seres biológicos únicos. El ser únicos hace que sea coherente mantener una actitud única que no tiene por qué ser “conservadora”.

El sentido de la existencia humana Edward O. Wilson


Publicado el 6 de marzo de 2017 
Todos los libros de Edward O. Wilson son una gozada. Y este no es menos. Si ya el título atrae, el contenido lo hace más. Os hago el resumen de las ideas que más me han llamado la atención.

En su uso más habitual, la palabra «sentido» implica intencionalidad; la intencionalidad implica creación; y la creación implica un creador. Nuestra especie ha empezado a traspasar el umbral más importante —y sin embargo menos investigado— de la era tecnocientífica: estamos a punto de dejar atrás la selección natural, el proceso que nos creó, y dirigir nuestra propia evolución mediante la selección volitiva: el rediseño a nuestro antojo de la biología y naturaleza humanas. Podríamos generar vidas más largas, una memoria agrandada, una visión mejorada, una conducta menos agresiva, una superioridad atlética, un olor corporal agradable? La lista de la compra es infinita.
La eusocialidad es el nivel más alto de organización social que se da en ciertos animales. Pero es una rareza por dos razones. Una es su extrema singularidad. De entre los centenares de miles de líneas evolutivas de animales que la Tierra ha presenciado estos últimos cuatrocientos millones de años solo sabemos que se ha dado sólo diecinueve veces, dispersa entre insectos, crustáceos marinos y roedores subterráneos. Serían veinte si incluimos a los seres humanos. Quizás sean más, pero su número sigue siendo demasiado pequeño.
Sabemos que las especies eusociales aparecieron en una etapa muy tardía de la historia de la vida. Pero en cuanto aparecieron tuvieron gran éxito ecológico. De las diecinueve líneas independientes que se conocen entre los animales, dos de entre los insectos —las hormigas y las termitas— dominan globalmente al resto de invertebrados de la tierra. Aunque sólo representan apenas veinte mil de entre el millón de especies de insectos que conocemos, las hormigas y las termitas suman más de la mitad de la totalidad de insectos del planeta.
Por muy individualistas que creamos ser, tenemos casi una obsesión compulsiva a pertenecer a grupos o a crearlos cuando se necesitan; grupos que se anidan, solapan o separan de formas diversas, además de oscilar entre muy grandes y muy pequeños. Casi todos los grupos compiten con otros grupos similares de alguna manera u otra. Aunque lo expresemos con delicadeza y en tono desinteresado, tendemos a considerar que nuestro propio grupo es superior, y construimos nuestras identidades personales como integrantes de ese grupo. La existencia de la rivalidad, incluyendo el conflicto militar, ha sido un sello distintivo de todas las sociedades humanas desde la prehistoria, como nos demuestra la evidencia arqueológica.
Aunque nos creamos por encima de otros seres vivos seguimos formando parte de la flora y la fauna de la Tierra. La existencia humana quizás sea más sencilla de lo que pensábamos. No estamos predestinados a nada, y la vida no es un misterio indescifrable. Los demonios y los dioses no luchan por nuestra lealtad. En vez de ello, somos artífices de nuestro éxito, independientes, frágiles y estamos solos; somos una especie biológica que se ha amoldado a un mundo biológico. Nuestra supervivencia a largo plazo radica en que nos comprendamos a nosotros mismos con inteligencia; y en que logremos una independencia de pensamiento más significativa de la que se tolera hoy en día incluso en nuestras sociedades democráticas más avanzadas.
El autor no afirma que nos guiemos por el instinto de la misma forma que los animales. Pero para entendernos a nosotros mismos debemos aceptar que poseemos instintos, y hemos de tener en cuenta que venimos de unos antepasados.
Un rasgo hereditario propio de la conducta humana es el abrumador deseo instintivo de pertenecer a un grupo ya de entrada, algo que tenemos en común con la mayoría de animales sociales. El aislamiento forzado es casi una tortura, y puede inducir a la locura. La pertenencia de una persona a su grupo —su tribu— define gran parte de su identidad. También le concede, hasta cierto punto, un complejo de superioridad. Un grupo de psicólogos dividió un conjunto de voluntarios en equipos de forma aleatoria para que se enfrentaran en una serie de juegos sencillos; los voluntarios no tardaron en opinar que los miembros de los otros equipos eran menos competentes y de poco fiar, incluso a sabiendas que los habían repartido al azar.
Cuando estamos en un grupo tenemos dos tipos de comportamiento: el competitivo con los miembros del propio grupo y el altruista. La historia de la humanidad fomentó ambas selecciones y de aquí, de la competencia y la cooperación, surgió la moral y el honor. Dentro de un grupo, los individuos egoístas se imponían sobre los altruistas; pero los grupos formados por altruistas se imponían sobre aquellos compuestos por egoístas. Es decir, aunque corramos el riesgo de simplificar demasiado, la selección individual fomentaba el pecado, mientras que la selección grupal fomentaba la virtud.
Estos dos niveles de selección siempre están en conflicto, y no es posible que gane uno de ellos. Si nos entregáramos completamente a las ansias instintivas derivadas de la selección individual acabaríamos desintegrando la sociedad. Y en el otro extremo, si nos resignáramos a las ansias de la selección grupal nos convertiríamos en robots angelicales —una versión gigantesca de las hormigas—.
Hay un paralelismo entre estos dos tipos de selección y los parásitos, tanto los biológicos como los sociales. Por ejemplo, un ladrón eficaz persigue sus propios intereses y los de sus hijos, pero sus acciones perjudican al resto del grupo. Aquellos genes que continúen esa actitud pueden incrementarse de una generación a otra, pero esa actitud, a la vez, debilita el grupo. Pero consideremos el caso contrario: un valiente guerrero conduce a su grupo hacia la victoria, pero muere en el campo de batalla, dejando atrás poca descendencia o ninguna. Sus genes heroicos desaparecen con él, pero el resto de individuos del grupo, y los genes heroicos que comparten, se benefician e incrementan.
Los dos niveles de selección natural (individual y grupal) que demuestran estos extremos, son opuestos. A la larga conllevarán, o bien un equilibrio entre los genes opuestos, o la erradicación definitiva de uno de los dos. Podemos resumir la contienda con esta máxima: los miembros egoístas prosperan dentro de sus grupos, pero los grupos formados por altruistas se sobreponen a los grupos formados por egoístas.
Nuestra especie está basada en la vista y el oído, y no en el olfato ni el gusto. Aunque os creemos que somos buenos en otros sentidos porque podemos distinguir productos químicos con la nariz, la lengua o el paladar. Pero al lado de otros animales tenemos las de perder. Al lado nuestro, son unos genios en ese aspecto. Más de un 99% de las especies de animales, plantas, hongos y microbios dependen exclusivamente o casi exclusivamente de un conjunto de sustancias químicas (feromonas) para comunicarse con miembros de su misma especie. También reconocen otras sustancias químicas (alelomonas) para identificar especies distintas que podrían ser presas, depredadores o simbiontes.
Hay los colores y apariencias relucientes de los insectos, las ranas y las serpientes, cuya función es advertir a los posibles depredadores. Son mensajes urgentes cuyo objetivo no es deleitar a los predadores, sino transmitirles lo siguiente: «si me comes morirás, caerás enfermo o como mínimo mi gusto te será desagradable». Los naturalistas tienen un principio a propósito de estas advertencias. Si un animal es bonito y además no reacciona ante la cercanía de un humano, no sólo será venenoso sino que probablemente sea incluso mortal. Las lentas serpientes coral y las despreocupadas ranas dardo venenosas serían algunos de los ejemplos.
Hay otras muchas especies que no se basan en la vista o el oído, sino en los olores, y los extremos a los que se llega son impresionantes. Una palomilla bandeada (Plodia interpunctella) macho, por ejemplo, puede reaccionar ante sólo 1.3 millones de moléculas por centímetro cúbico. Quizás eso parezcan muchas feromonas, pero de hecho es una cantidad ridícula en comparación con, por ejemplo, un gramo de amoníaco (NH3), que contiene 1023 moléculas (cien mil millones de billones). La molécula de la feromona, aparte de ser lo suficientemente potente como para atraer a los machos adecuados, también debe contar con una estructura relativamente singular, de manera que existan pocas posibilidades de atraer a un macho de la especie equivocada —o lo que es peor, a un depredador que coma polillas—. Algunos de los atractores sexuales de las polillas son tan específicos que los de especies cercanamente emparentadas sólo se diferencian de ellos por un átomo, por la posesión o ubicación de un doble enlace o incluso por sólo un isómero.
No somos la única especies que esclavizamos. Existen cieras hormigas que entran en el nido de las vícimas soltando una pseudoferomona (sic) que las alarma. Para las defensoras es como si oyeran una señal de alarma que viene de todas partes, así que entran en pánico y optan por retirarse. Las invasoras se hacen con las crisálidas y se las llevan a su nido. Al nacer actúan como hermanas de sus captoras y les sirven voluntariamente de esclavas.
Es posible que las hormigas sean las criaturas feromónicas más avanzadas de la Tierra. En sus antenas tienen más receptores olfativos y sensoriales que cualquier otro insecto que conozcamos. También son baterías andantes de glándulas exocrinas, cada una de las cuales se especializa en la producción de diferentes tipos de feromonas. A la hora de regular sus vidas sociales utilizan entre diez y veinte tipos de feromonas, número que varía según la especie. Cada tipo transmite un significado distinto. Y eso es sólo el principio del sistema de información. Varias feromonas pueden emitirse al mismo tiempo para crear señales más complejas. Cuando se desprenden en momentos diferentes o en lugares distintos, transmiten un significado alternativo. Incluso es posible difundir más información modificando la concentración de moléculas. Por ejemplo, existe al menos una especie de hormiga cosechadora americana —que investigué en su momento— que si desprende una cantidad de feromonas apenas detectable incita a las obreras a prestarle atención y acudir a ella. Una concentración un poco más fuerte provoca que las hormigas busquen con excitación de un lado para otro. La concentración más elevada de la sustancia, si se produce cerca de la hormiga objetivo, la incita a un ataque enloquecido contra cualquier objeto orgánico externo que esté a su alrededor.
¿Por qué los seres humanos no nos comunicamos por feromonas como las hormigas? Una de las razones es que, aunque esté muy bien, dicha comunicación es demasiado lenta.
El altruisomo tampoco es sólo cosa del ser humano. Las hormigas también tienen rasgos, como mínimo, parecidos. Y mejor que nosotros si nos paramos a pensarlo un poco.
A medida que las hormigas envejecen, pasan más tiempo en las cámaras y túneles más externas de su hormiguero, y son más proclives a emprender exploraciones peligrosas en el exterior. También son las primeras que salen a luchar contra las hormigas enemigas y otros intrusos que invadan sus territorios y aparezcan en las entradas del hormiguero. Ésta es una diferencia significativa entre humanos y hormigas: nosotros enviamos a nuestros hombres jóvenes al campo de batalla, las hormigas mandan a sus señoras mayores. Aquí no aprenderemos ninguna lección moral, a no ser que nos interese dar con una fórmula barata para lidiar con las personas de la tercera edad.
Las hormigas enfermas siguen a las viejas hasta el perímetro del hormiguero, e incluso salen al exterior. Considerando que no hay hormigas médicas, no salen del nido para encontrar una clínica, sino principalmente para proteger al resto de la colonia de una posible enfermedad contagiosa. Algunas hormigas mueren fuera del hormiguero víctimas de infecciones de hongos y gusanos trematodos, lo que les permite a estos organismos esparcir sus propias crías. Este comportamiento puede malinterpretarse fácilmente. Si el lector ha visto demasiadas películas de Hollywood —como yo— sobre alienígenas invasores y zombis, quizás se pregunte si el parásito controla el cerebro de su anfitrión. La realidad es mucho más sencilla. La hormiga enferma tiene una tendencia hereditaria a proteger a sus compañeras abandonando el hormiguero. El parásito, por su parte, ha evolucionado para poder aprovecharse de estas hormigas tan socialmente responsables.
Hace una previsión de cómo serían los extraterrestres en caso de que los encontráramos. La única vez que había leído algo serio antes de este autor fue de Isaac Asimov en la que tenía en cuenta muchos detalles físicos. Los que maneja este autor son más a nivel sociológico que no físico.
Los filósofos llevan más de dos mil años intentando explicar la conciencia. Aunque por supuesto, ése es su trabajo. Al no tener grandes conocimientos de biología, sin embargo, la mayoría no han llegado a ninguna parte, lo cual es comprensible. No creo que sea demasiado duro afirmar que la historia de la filosofía, si la resumimos, está principalmente constituida por intentos fallidos de explicar el cerebro.
Me dejo montones de ideas y conceptos de este libro. Es curioso, pero es muy corto para la cantidad de información que da. Uno de aquellos libros imprescindibles que da pena que se terminen. Recomendado para todos los públicos.


Portada del libro
Título: El sentido de la existencia humana
Autor: Edward O. Wilson
Traducción: Xavier Gaillard Pla

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