viernes, 24 de julio de 2020

HAROLD BLOOM Shakespeare. La invención de lo humano (1998)



 1 Ha habido casi siempre acuerdo en cuanto a qué obras de Shakespeare son las más grandes, y el consenso general sigue prevaleciendo. Los críticos, el público de teatro y los lectores comunes prefieren todos ellos el Sueño de una noche de verano, Como gustéis y Noche de Reyes entre las comedias puras, y también El mercader de Venecia a pesar de los matices más sombríos que le da Shylock. Las dos partes de Enrique IV tienen algo de esta eminencia entre las historias, mientras que Antonio y Cleopatra compite justificadamente con las cuatro altas tragedias: Hamlet, Otelo, El rey Lear, Macbeth. De las leyendas caballerescas finales, el Sueño de una noche de verano y La tempestad son universalmente preferidas. Muchos críticos, yo entre ellos, exaltan Medida por medida entre las comedias de enredo. Pero todos tenemos favoritas particulares, en la literatura como en la vida, y yo encuentro un gusto más puro en Penas de amor perdidas que en ninguna otra obra de teatro de Shakespeare. No puedo argumentar que como logro estético se compare con los catorce dramas que acabo de mencionar, pero alimento la ilusión de que Shakespeare gozó tal vez de un brío particular y único al componerla. Penas de amor perdidas es un festival de lenguaje, un exuberante despliegue de fuegos artificiales en el que Shakespeare parece buscar los límites de sus recursos verbales y descubre que no existen. Hasta John Milton y James Joyce, los más grandes maestros del sonido y el sentido de la lengua inglesa después de Shakespeare, quedan superados con mucho por la exuberancia lingüística de Penas de amor perdidas. Por desgracia, no he visto nunca una puesta en escena de esta comedia extravagante que pudiera empezar siquiera a estar en el nivel de su magnificencia vocal, pero vivo en la esperanza de que algún director de genio nos la dé algún día. Penas de amor perdidas es en sí misma una ópera más que un libreto que una ópera pudiera realzar, aunque Thomas Mann nos proyecta esa composición ficticia en su Doctor Faustus (1947). Allí Adrian Leverkühn, el demoníaco compositor alemán moderno, pone a Penas de amor perdidas una música que es tan antiwagneriana como sea posible, y lejísimos del demonismo natural y de la cualidad teatral del mito: un resurgimiento de la ópera bufa en un espíritu de la más artificial burla y parodia de lo artificial: algo altamente juguetón y altamente precioso; su meta, la ridiculización del ascetismo afectado y de ese eufuismo que fue el fruto social de los estudios clásicos. Hablaba con entusiasmo del tema, lo cual daba pie a poner lo patán y lo «natural» en el mismo saco que lo sublime cómico y hacer ambas cosas ridículas la una en la otra. Heroísmo arcaico, fanfarronada, etiqueta rimbombante se alzan de épocas remotas en la persona de don Armado, que Adrian pronunciaba con justicia como una consumada figura de ópera. Mann capta gran parte del tono y el modo de Penas de amor perdidas, aunque añade algo de su propia ironía a la obra de Shakespeare. Por gozosa que sea la exuberancia de Shakespeare en el lenguaje de Penas de amor perdidas, hay diferentes maneras de ironía en la comedia, y ninguna es del todo manniana. Birón [Berowne en su ortografía], el protagonista de Shakespeare, es un narcisista viril muy consciente que busca su propio reflejo en los ojos de las mujeres y se topa con su catástrofe en la dama sombría, Rosaline, «con dos azabaches incrustados en su rostro por ojos». Los siglos han conjeturado que Rosaline está emparentada con la Dama Oscura de los Sonetos, suposición que queda avalada por el hecho de que nada justifica en el texto de la obra que Birón esté angustiado con la traición respecto de Rosaline: Birón. ¡Oh, y yo en verdad enamorado! Yo que he sido el azote del amor; Verdadero bedel de cualquier suspiro gozoso; Crítico, o mejor: vigilante nocturno, Severo dómine para ese niño, Más magnífico que ningún mortal. Ese niño con tocas, gimiente, cegatón, caprichoso, Ese signor junior, gigante-enano, don Cupido; Regente de las rimas de amor, señor de los brazos cruzados, Soberano ungido de los suspiros y quejidos, Señor feudal de todos los holgazanes y descontentos, Terrible príncipe de las faltriqueras y las braguetas, Único emperador y generalísimo De los apostadores de las carreras: ¡Oh corazoncito mío! Y yo he de ser cabo de su campo, Y llevar sus colores como el aro de un saltimbanqui. ¿Cómo? ¿Yo amo? ¿Yo hago la corte? Una mujer que es como un reloj alemán, Siempre en compostura, siempre desarreglado Y que nunca anda correctamente, a fuer de reloj, Sino que se le vigila1 para que siga andando bien. Y no hablemos de ser perjuro, que es lo peor de todo; Y entre tres, amar a la peor de todas; Una ebúrnea caprichosa con frente de terciopelo, Con dos azabaches incrustados en su rostro por ojos; Sí, y por los cielos, una que hará la cosa Aunque Argos fuera su eunuco y su guarda: ¡Y yo suspirar por ella! ¡Yo vigilarla! ¡Yo rogarle! Vamos; es una plaga Que Cupido impondrá por mi descuido De su todo poderoso terrible pequeño poder. Bien, amaré, escribiré, suspiraré, imploraré, cortejaré y gruñiré: Algunos deben amar a mi señora, y algunos a Juana. La venganza de Cupido promete los cuernos (como en los Sonetos), y la enigmática y agresiva Rosaline parece una clave para la historia de los Sonetos. Lo que es misterioso en Penas de amor perdidas no es su supuesto hermetismo, sino la relación oculta entre 1 En el original hay un juego de palabras entre watch, «reloj» y el verbo watch, «vigilar». (N del T.) Birón y Rosaline, que parece tener una prehistoria que Shakespeare evita poner en primer plano salvo en unos pocos deliciosos indicios como este, cuando se encuentran por primera vez en la obra: Birón. ¿No bailé con vos en Brabante una vez? Rosaline. ¿No bailé con vos en Brabante una vez? Birón. Sé que así fue. Rosaline. ¡Qué inútil era entonces hacer esa pregunta! Birón. No debéis ser tan temperamental. Rosaline. Es culpa vuestra que me aguijoneáis con esas preguntas. Birón. Vuestro ingenio es demasiado ardiente, va demasiado aprisa, acabará cansando. Rosaline. No mientras deje al jinete en la estacada. Birón. ¿Qué hora es? Rosaline. La hora que preguntarían los tontos. Birón. ¡Pues que le vaya bien a tu máscara! Rosaline. ¡Que le vaya bien al rostro que oculta! Birón. ¡Y muchos amantes tengas! Rosaline. Amén, así no seas tú. Birón. No, entonces me voy. La esencia de Birón está en ese verso despreocupado, pronunciado al conocer a una dama de honor francesa en Navarra: «¿No bailé con vos en Brabante una vez?» Penas de amor perdidas es un título soberbio y exacto, pero ¿No bailé con vos en Brabante una vez? hubiera sido casi igual de adecuado, pues expresa el refinamiento escandalosamente extremo de esta comedia. El parlamento inicial, dirigido por el rey de Navarra a sus compañeros «escolares» —Birón, Longaville, Dumain— tiene todos los estigmas del barroco cómico: Rey. Que la fama, que todos persiguen en sus vidas, Viva grabada en nuestras tumbas de bronce, Y después nos congracie en la desgracia de la muerte, Cuando, a pesar del devorante Tiempo, ese cuervo marino, El esfuerzo de este presente aliento pueda comprar Ese honor que ha de menguar el agudo filo de su guadaña, Y hacernos herederos de toda la eternidad. Por lo tanto, bravos conquistadores —pues eso sois, Que combatís contra vuestros propios afectos Y el inmenso ejército de los deseos mundanos— Nuestro último edicto se mantendrá inflexiblemente vigente: Navarra será la maravilla del mundo; Nuestra corte será una pequeña academia, Serena y contemplativa en el arte viviente. La elocuencia en broma, con su grandioso vocabulario de muerte, tiempo, guerra y deseo, no oculta del todo la melodía shakespeareana sumergida que hace de esos catorce versos casi un soneto en verso blanco, emparentado con varios de los Sonetos. Aunque tiene cuidado de distanciarnos de Birón y de todos los demás seres fantásticos de Penas de amor perdidas, Shakespeare parece incapaz o indeseoso de distanciarse él mismo de esa Rosaline encantadoramente negativa. En un nivel emblemático, la obra opone a la visión que tiene Birón —medio prometeica medio narcisista— de los ojos de las mujeres, los empañados «azabaches», incrustados de manera tan fascinante en el rostro de Rosaline. Al protestar contra la proscripción dictada por Navarra contra las mujeres durante el término de tres años de la pequeña academia, Birón nos da su apoteosis inicial del ojo femenino: Birón. Por Dios, todos los deleites son vanos, pero es el más vano El que con dolor comprado hereda dolor: Como absorberse laboriosamente en un libro Para buscar la luz de la verdad; mientras la verdad todo ese tiempo Ciega falsamente la visión de su mirada: La luz buscando luz le finge a la luz luz: Así, antes de que descubras dónde yace la luz en la oscuridad, Tu luz se oscurece por la pérdida de tus ojos. Estúdiame cómo agradar al ojo efectivamente, Fijándolo en un ojo más hermoso, Que deslumbrando así, ese ojo será su atención, Y le dará la luz con la que fue cegado. El estudio es como el glorioso sol del cielo, Que no debe escudriñarse a fondo con miradas descaradas; Poco han ganado nunca los continuos empollones, Salvo vil autoridad de los libros de otros. Esos padrinos terrenales de las luces celestes, Que dan un nombre a cada estrella fija, No sacan más provecho de sus noches lucientes Que los que van por ahí y no saben qué son. Saber demasiado es no saber nada más que la fama; Y todo padrino puede dar un nombre. La esencia de esto es el deslumbrante verso 77: La luz buscando luz le finge a la luz luz Harry Levin lo desenmarañó así: «el intelecto, buscando la sabiduría, le estafa la luz del día a la visión», sensato desciframiento de la polémica de Birón contra el estudio solitario. Buscando «Un ojo más hermoso», Birón es emboscado por Rosaline, que advierte a las otras damas: «Su ojo da ocasión para su ingenio» [«His eye begets occasion far his wit»]. Explotando astutamente la revelación de la obra: que los hombres se enamoran primariamente gracias al estímulo visual, mientras que las mujeres se enamoran de manera más comprensiva y sutil, Shakespeare prosigue la malhadada búsqueda de sus cuatro encandilados jóvenes tras sus cautos y esquivos objetos de deseo. Boyet, consejero de la princesa de Francia, discierne que Navarra, a primera vista, se ha enamorado de ella: Boyet. Vaya, todas sus retenciones tomaron la retirada Hasta la corte de sus ojos, escrutando el deseo: Su corazón, como un ágata con vuestra imagen impresa, Orgulloso de su forma, en sus ojos expresaba orgullo: Su lengua, toda impaciente de hablar y no ver, Se abalanzaba con prisa para estar en su visión; Todos los sentidos a aquel sentido daban su ayuda, Para sentir solo la vista en la más hermosa de las hermosas: Pienso que todos sus sentidos estaban encerrados en su ojo Como las joyas en el cristal para que las compre algún príncipe; Las cuales, ofreciendo su propio valor desde donde se reflejan, Os hacen señas de que las compréis al pasar por allí: El margen de su rostro mismo citaba tales arrobos, Que todos los ojos veían sus ojos hechizados con unas miradas. Os daré Aquitania y todo lo que es suyo, Si le dais en mi nombre un solo beso amoroso. «Todos los sentidos a aquel sentido daban su ayuda» es un enjundioso resumen del despotismo erótico del ojo masculino. Birón, en su soneto mal dirigido a Rosaline, dice que el ojo de ella «lleva el rayo de Jove», triste y masoquista reconocimiento que la agudeza herida de amor esboza en una ensoñación en prosa: Birón. El rey está cazando un venado; yo me estoy maldiciendo: han tendido una trampa; yo estoy entrampado en una loma; loma que ensucia: ¡ensucia!, una sucia palabra. ¡Bueno, aplácate, tristeza!, pues eso dicen que dijo el bobo, y eso digo yo, y yo soy el bobo: ¡bien demostrado, ingenio! Por el Señor, este amor está tan loco como Áyax: mata ovejas, me mata a mí, soy una oveja: ¡bien demostrado una vez más por mi parte! No amaré; si amo, que me ahorquen; por mi fe, no amaré. Ah!, pero sus ojos; a esta luz, si no fuera por sus ojos, no la amaría; sí por sus dos ojos. Bueno, no haga nada en este mundo más que mentir, y mentir desde el fondo. Por los cielos, amo, y me he enseñado a rimar, y a ser melancólico; y aquí está una parte de mis rimas, y aquí mi melancolía. Bueno, ella tiene ya uno de mis sonetos: el payaso lo llevó, el bobo lo envió y la dama lo recibió: ¡dulce payaso, dulce bobo, dulcísima dama! En nombre del mundo, me importaría un rábano si los otros tres estuvieran en las mismas. Aquí viene uno con un papel: Dios le dé vagar para gruñir. Los otros tres reciben la gracia de gruñir líricamente, primero el rey en un soneto a los rayos de los ojos de la princesa de Francia, seguido por Longaville en un soneto que celebra la retórica celestial del ojo de su amor, y Dumain en una oda un poco carente de obsesión ocular. Una vez que los cuatro eruditos de la Academia Navarra se han revelado traidores a su ideal ascético, Birón resume su conversión masiva a Eros en el discurso que la mayoría de los estudiosos consideran el más central de la obra: Birón. La instrucción no es más que un añadido a nuestra persona, Y allí donde estamos está igualmente nuestra instrucción: Entonces cuando nos vemos a nosotros mismos en los ojos de nuestras damas, ¿No vemos igualmente allí nuestra instrucción? ¡Ay!, hemos hecho la promesa de estudiar, señores, Y en esa promesa hemos hecho perjurio a nuestros libros: Pues ¿cuándo vos, mi señor, o vos, o vos, En la plúmbea contemplación habríais encontrado Tan ardientes ritmos como esos con que los ojos incitadores De las tutoras de la belleza os han enriquecido? Otras artes morosas ocupan enteramente el seso, Y por consiguiente, encontrando practicantes estériles, Apenas ofrecen una cosecha de su pesado esfuerzo; Pero el amor, aprendido en primer lugar en los ojos de una dama, No vive solo amurallado en la sesera, Sino que con el movimiento de todos los elementos, Transcurre tan veloz como el pensamiento en todas las potencias, Por encima de sus funciones y de sus oficios. Añade una preciosa visión al ojo; Los ojos de un amante cegarían a un águila; El oído de un amante oiría el sonido más débil, Donde no alcanza el sospechoso oído del ladrón El sentir del amor es más suave y sensible Que los tiernos cuernos del enconchado caracol: Frente a la lengua del amor el refinado Baco resulta de grosero paladar. En cuanto al valor, ¿no es Amor un Hércules, Trepando todavía a los árboles en las Hespérides? Sutil como la Esfinge; tan dulce y musical Como el brillante laúd de Apolo, tañido con su cabello; Y cuando Amor habla, la voz de todos los dioses Deja al cielo amodorrado con la armonía. Nunca osó poeta tocar una pluma para escribir Hasta que estuvo su tinta atemperada con los suspiros de Amor; ¡Ah!, entonces sus versos arrobarían los oídos salvajes E implantarían en los tiranos dulce humildad. De los ojos de las mujeres saco esta doctrina: Centellean aún con el recto fuego prometeico; Son los libros, las artes, las academias Que muestran, contienen y alimentan a todo el mundo; Nadie más en absoluto resulta excelente en nada. Así que fuisteis insensatos al ser perjuros a esas mujeres, O, cumpliendo lo que fue jurado, resultaréis insensatos. En nombre de la sabiduría, palabra que aman todos los hombres, O en nombre de los hombres., autores de esas mujeres, O en nombre de las mujeres, por las que los hombres somos hombres, Por una vez perdamos nuestros juramentos para encontrarnos a nosotros mismos, O si no, nos perderemos a nosotros mismos para encontrar nuestros juramentos. Religión es ser perjuro así; Pues cumple la caridad misma la ley; ¿Y quién separará amor y caridad? Este es el triunfo retórico de Birón, y una maravillosa parodia de todo triunfalismo erótico masculino —de entonces, de ahora y de todo tiempo por venir. No se necesita ninguna crítica feminista para destapar el escandaloso narcisismo que Birón celebra con lujo: Entonces cuando nos vemos a nosotros mismos en los ojos de nuestras damas, ¿No vemos igualmente allí nuestra instrucción? Su estudio es de sí mismos, y lo que aprenden a amar es también a sí mismos. De alguna manera, Birón ha visto su propio reflejo, con más verdad que nunca antes, en los ojos negro azabache de Rosaline, y así se ha enamorado más profundamente de sí mismo. La versión de Freud de esta sabiduría shakespeariana fue la sombría observación de que la líbido-objeto empezó como líbido-ego y siempre puede volver a convertirse en líbido-ego. Birón, tan enamorado del lenguaje como de sí mismo, exalta el aumento pragmático de poder sensual que acompaña al hercúleo y prometeico enamoramiento. Su rapsodia es soberbiamente libre de toda preocupación por Rosaline, objeto ostensible de su pasión: el «doble poder» que confiere el amor viene con el robo del «recto fuego prometeico» de los ojos de la mujer, un robo que parodia a Romanos 13:8, «Pues quien ama a otro ha cumplido la ley». La ingeniosa blasfemia de Birón («Religión es ser perjuro así; / Pues cumple la caridad misma la ley; / ¿Y quién separará amor y caridad?»), que concluye el acto IV, da fin a la Academia Navarra y nos lleva a la crisis cómica de la obra, donde las penas de amor se perderán. Pero hay en la obra algo más que la campaña de Birón y sus compañeros para ganarse a las damas de Francia, de modo que vuelvo atrás a los fantásticos comediantes de la alegre invención de Shakespeare: don Adriano de Armado y su ingenioso paje, Moth; Holofernes el pedante y sir Nathaniel el cura; Costard el payaso y el guardia Dull. 2 Penas de amor perdidas comparte con el Sueño de una noche de verano y Como gustéis una amable mezcolanza de clases sociales. El príncipe Hal, en las obras de Enrique IV, es demasiado consciente de que está de vacaciones con el pueblo, mientras que el pobre Malvolio en Noche de Reyes sucumbe por las aspiraciones eróticas que trascienden su estatuto social. Pero en las que C. L. Barber llamó las «comedias festivas» de Shakespeare, hay una especie de idealización pragmática de las relaciones de clase. Barber la atribuía al «sentido que Shakespeare crea de un pueblo que vive en un grupo asentado, donde todo el mundo es conocido y con el que hay que vivir siguiendo el reloj del año». Esto expresa muy bien la serenidad entre las clases de Penas de amor perdidas, donde la única lucha es la competencia entre el elocuente apetito y el sabio desdén. La locura del lenguaje, triunfante en el ingenio protofalstaffiano de Birón, prevalece igualmente en los diálogos entre Armado y Mariposa, Holofernes y Nathaniel, y Costard el payaso y cualquiera con quien se tope. El pequeño Mariposa, un genio infantil de la retórica, es particularmente efectivo en sus carreras de ingenio con el quijotesco Armado, que adora al muchacho: Armado. Confesaré entonces que estoy enamorado; y como es vileza para un soldado amar, resulta que estoy enamorado de una vil muchacha. Si sacar mi espada contra el humor del afecto me librara de su pensamiento, tomaría prisionero al Deseo, y lo canjearía por cualquier cortesano francés como una cortesía de nuevo cuño. Me parece despreciable suspirar: creo que seré perjuro a Cupido. Consuélame, muchacho. ¿Qué grandes hombres han estado enamorados? Mariposa. Hércules, amo. Armado. ¡Delicioso Hércules! Más autoridad, querido muchacho, nombra más; y, buen muchachito mío, que sean hombres de reputación y buen porte. Mariposa. Sansón, amo: era un hombre de buen porte, gran porte, pues portaba las puertas de la ciudad a su espalda como un cargador; y estaba enamorado. Armado. ¡Ah fornido Sansón! ¡Membrudo Sansón! Yo te supero con mi estoque tanto como tú a mí en cargar puertas. Yo también estoy enamorado. ¿De quién estaba enamorado Sansón, mi querido Mariposa? Mariposa. De una mujer, amo. Armado. ¿De qué clase de tez? Mariposa. De las cuatro, o las tres, o las dos, o una de las cuatro. Armado. Dime exactamente de qué clase. Mariposa. De la verde agua. Armado. ¿Es esa una de las cuatro clases de tez? ariposa. Por lo que he leído, señor; y la mejor además. Armado. El verde en efecto es el color de los amantes; pero para tener un amor de ese color, me parece, Sansón no tenía mucho motivo. Seguramente le tenía cariño por su ingenio. Mariposa. Así era, señor, porque tenía un ingenio verde. Armado. Mi amor es del blanco más inmaculado y rojo. Mariposa. Los más sucios pensamientos, amo, se enmascaran bajo esos colores. Armado. Define, define, niño bieneducado. Mariposa. ¡Que el ingenio de mi padre y la lengua de mi madre me asistan! Armado. Dulce invocación de un niño; ¡muy bonita y patética! «Define, define, niño bieneducado», debe de ser el más encantador alegato en favor de la educación en todo Shakespeare, con su maravillosa mezcla de afecto e incomprensión. La seca réplica de Mariposa: «Los más sucios pensamientos, amo, se enmascaran bajo esos colores» esconde, en parte gracias a su aliteración, la demolición por el paje del idealismo erótico de Armado. El rimbombante Armado (cuyo nombre alude jovialmente a la derrotada Armada española) y el incisivo Mariposa son un magnífico dúo cómico, y sus chanzas un anuncio de los diálogos de Falstaff y Hal. Un orden de comedia muy diferente hace su entrada con el obsesionado Holofernes (cuyo nombre se inspira en el tutor de latín de Gargantúa en Rabelais), que roza la apoteosis en la jactancia de sus propios talentos retóricos: Holofernes. Es un don que poseo, simple, simple; un loco espíritu extravagante, lleno de formas, figuras, contornos, objetos, ideas, aprehensiones, movimientos, revoluciones: estos se engendran en el ventrículo de la memoria, se alimentan en el vientre de la pia mater y son paridos en la maduración de la ocasión. Pero el don es bueno en aquellos en los que es agudo, y doy las gracias por ello. La piamadre, la fina membrana que cubre el cerebro, es aquí una entidad lingüística más que anatómica. Los descendientes de Holofernes, conmovedoramente absurdos, se encontraban profusamente antaño en las facultades académicas, y tengo alguna nostalgia de ellos, pues no hacían ningún daño. La alta comedia de fantástico lenguaje alcanza un crescendo en el acto V, escena 1, la más divertida de la comedia, y claramente favorita de James Joyce, que alude a ella, y en cierto sentido está inventada por Shakespeare en lo que yo llamo la música cognitiva que surge del encuentro de Armado, Mariposa, Holofernes, sir Nathaniel, Dull y Costard. Los seis bobos nos ofrecen un Finnegans Wake en miniatura, perfectamente resumido por el pequeño Mariposa: «Han estado en una fiesta de lenguajes, y han robado las sobras» [«They have been at a great feast of languages, and stolen the scraps»], de lo cual Costard da esta otra versión: «Oh, han vivido largamente de la cesta de limosnas de las palabras» [«O, they have lived long on the alms-basket of words»] (se refiere a las sobras de los banquetes aristocráticos y mercantiles, colocadas en una fuente para los pobres). Aquí tenemos a Holofernes comentando a Armado, un loco de palabras censurando a otro, mientras él mismo vocifera en un buen arrebato: Holofernes. Saca la hebra de su verbosidad más fina que la tela de su argumento. Aborrezco a esos fantasiosos retóricos, esos compañeros insociables y quisquillosos; esos saqueadores de la ortografía, capaces de decir dout, muy bien, cuando deberían decir doubt [«deber»]; det cuando deberían pronunciar debt [«deuda»] —d, e, b, t, no d, e, t; llama a un calf [«ternero»], cauf; half [«medio»], hauf; neighbour [«vecino»] vocatur nebour; neigh [«relincho»] abreviado en ne. Esto es abhominable, lo que él llamaría abominable, insinúa que yo soy insensato: ¿ne intellegis domine? queriendo decir frenético, lunático. Arriesgándose a despertar la ira de su amigo y rival Ben Jonson, Shakespeare se permite deliciosamente subrayar lo que Samuel Johnson llamaba «la palabra más larga conocida»: honorificabilitudinitatibus, o sea «el estado de estar cargado de honores». Costard tiene el honor de usar esa palabra para burlarse de Moth: Costard. Me maravilla que tu amo no te haya comido tomándote por una palabra; pues no eres tan largo desde la cabeza como honorificabilitudinitatibus: eres tan fácil de tragar como un flapdragon. El flapdragon, una uva pasa que flota en una bebida de Navidad, es después de todo un premio, como lo es Moth. Todos los chiflados reunidos resuelven escenificar un desfile de bufonadas sobre los Nueve Dignatarios para entretener al príncipe y a sus damas. El espectáculo, memorable desastre, es central para la larga escena II (más de 900 versos) que termina el acto V y la obra de Shakespeare, una escena en que se pierden ciertamente las penas de amor. Antes de examinar la debacle de Birón y sus compañeros, quiero apartarme de la gran fiesta de lenguaje de Shakespeare, para lograr alguna perspectiva sobre los personajes de esta comedia y sobre el lugar de la comedia en el desarrollo de Shakespeare. 3 C. L. Barber llamó a Penas de amor perdidas «un comienzo impresionantemente fresco, una ruptura más completa con lo que [Shakespeare] había estado haciendo antes» que cualquier otra parte de su carrera excepto la transición de las tragedias a las últimas historias caballerescas. El descubrimiento de que sus recursos verbales eran ilimitados alimentó a Shakespeare para el crescendo lírico de 1595-1597 que incluye a Ricardo III, Romeo y julieta, Sueño de una noche de verano y el sorprendente acto V de El mercader de Venecia. En cuanto a mí, yo interpretaría este movimiento hacia el drama lírico como parte de la final emancipación de Shakespeare respecto de Marlowe, puesto que fue seguido por el gran acto de capacitación que fue la creación de Falstaff, el antiMaquiavelo y por ende anti-Marlowe. Hay una continuidad entre Faulconbridge el Bastardo de El rey Juan (probablemente de 1595), un primer anti-Maquiavelo en Shakespeare, y Falstaff, y un nexo más profundo entre el ingenio de Birón y el de Falstaff, aunque la conexión es puramente lingüística. Si Birón tiene intereses que trascienden su lenguaje es discutible, puesto que su pasión por Rosaline tal vez es solo un juego con las palabras, a pesar de sus propias convicciones ulteriores. Aunque es el ingenio más eminente de los cuatro varones aspirantes a amantes, la pasión de Birón solo está individualizada por su arrepentimiento, lo cual es coherente, pues su Rosaline es la más espinosa de las cuatro damas resistentes. Sin embargo Birón es también el teórico del narcisismo masculino en la obra; entiende y de hecho celebra lo que sus amigos solo pueden ejercer. Barber comenta con elocuencia que los cuatro manifiestan «la locura de actuar el amor y hablar de amor sin estar enamorados», pero pienso que eso no es bastante para describir el desdichado enamoramiento de Birón, probablemente la única forma de amor que podría conocer: apetito del ojo fundido en ingenio autocomplaciente. La borrachera lingüística de Birón presagia el brillo metafísico de Ricardo II como poeta lírico, fatalmente inadecuado para una cabeza reinante, pero asombroso en el despliegue de los fuegos artificiales de invención lingüística. La ironía de Shakespeare frente a Ricardo II es agudamente palpable: se trata de un modo de ingenio peligroso, del que hay que distanciarnos. Birón es muy diferente; encantador y lleno de recursos, aunque enamorado de la mujer indebida, ¿representa quizá algún aspecto del propio elusivo Shakespeare, presa de la Dama Oscura de los Sonetos? Algunos comentadores lo han creído, pero faltan los indicios profusos que necesitaríamos para hacer la identificación, por conjetural que fuese. Con Falstaff, la empatía de Shakespeare es más convincente, y Birón es ciertamente uno de los papeles que parecen retrospectivamente prefigurar a Falstaff. Algo se sustrae en el papel de Birón; se sugiere una reserva, pero no podemos participar de ella: En Navidad no deseo más una rosa Que deseo una nevada en el espectáculo novelero de mayo; Sino que me gusta cada cosa que crece en su estación. Este es Birón, y es también el yo de los Sonetos. Harold Goddard, personalizador siempre refrescante de Shakespeare (¡son tan pocos los que lo intentan!), daba a Birón «precisamente la capacidad de Shakespeare de catar sin tragar, de coquetear con el tentador hasta estar íntimamente familiarizado con él, para resistir a la tentación solo al final». Es una encantadora idealización tanto de Birón como del yo de los Sonetos, que tragaban ambos y sucumbían ambos a las tentaciones. Con todo, más que cualquier otro crítico de todo Shakespeare desde Johnson y Hazlitt, Goddard es siempre interesante, y las más de las veces tiene razón. El genio cómico de Falstaff parece el del propio Shakespeare tanto como los poderes cognitivos de Hamlet, y las imaginaciones prolépticas de Macbeth son los dones de su autor llevados al límite. Birón es un soberbio ingenio, y no un genio cómico: no se encuentra nada en Birón que lleve a una meditación sin fin, como lo hay abundantemente en el malfamado Falstaff. Birón no escapa de Shakespeare, como escapa tal vez Falstaff. No podemos imaginar a Birón fuera del mundo de Penas de amor perdidas. Los críticos sin imaginación se burlan de la idea, pero Falstaff es más grande que las obras de Enrique IV, aun siendo soberbias, del mismo modo que Hamlet parece necesitar una esfera más grande que la que le proporciona Shakespeare. Birón se enamora de la mujer indebida, y su sueño de amor prometeico, robar el fuego de una mujer, es una proyección consciente del narcisismo masculino, y sin embargo hay algo legítimamente prometeico en su extática celebración de los ojos de una mujer. Su brío, como su ingenio, lo señala como dotado de un impulso hazlittiano, aunque a Hazlitt le interesaba poco Penas de amor perdidas. Birón tiene una resonancia que excede en cierto modo las necesidades de la obra, y es digno de un ingenio heroico, quien es no obstante uno de los locos de amor. Como ingenio, Birón da un paso atrás y observa la obra casi desde fuera, pero como amante es una catástrofe, y Rosaline es su locura. 4 El acto V, escena II, de Penas de amor perdidas es el primer triunfo de Shakespeare en el telón final, la primera de esas piezas elaboradas que nos sorprenden por su estupendo exceso. En cuanto a longitud, esa sola escena constituye casi un tercio del texto de la obra, y da a Shakespeare un campo asombroso para sus dones, mientras que en cuanto acción apenas sucede algo más que el anuncio de la muerte del rey de Francia y la subsecuente pérdida de las penas de amor en el cortejo de Birón, Navarra y sus amigos. La elocuencia sostenida y la fuerza verbal de esta escena final compiten con todo el brillo shakespeareano por venir, y con el telón final de Como gustéis, Medida por medida y las leyendas caballerescas. La construcción de la escena II del acto V de Penas de amor perdidas está hecha muy hábilmente. Empieza con las cuatro mujeres que analizan fríamente las tácticas de sus pretendidos amantes, después de lo cual su viejo consejero, Boyet, les avisa que se preparen para una visita de sus admiradores disfrazados de moscovitas. La invasión moscovita es derrotada con ingeniosidades y evasivas defensivas, y le sigue la Mascarada2 de los Nueve Dignatarios, representada por la plebe, diversión interrumpida por la rudeza de los nobles frustrados, que olvidan así la cortesía que deben a sus inferiores en rango y status. Interviene entonces un excelente golpe de teatro, cuando un mensajero anuncia la muerte del rey de Francia. La despedida ceremonial de las damas a sus derrotados pretendientes suscita las esperadas protestas masculinas, a las que responden las severas condiciones de un año de servicios y penitencia para cada cortesano, después de lo cual presumiblemente sus pretensiones podrían encontrar alguna aceptación. El escepticismo de Birón en cuanto al realismo de estas esperanzas preludia una diversión final, en la que el búho del invierno y el cuco de la primavera debaten sobre versiones rivales de cómo están las cosas. Esto nos da una elaborada secuencia quíntuple, que es más un desfile que el desarrollo de una trama, y que eleva la guerra erótica entre hombres y mujeres hasta nuevos niveles de refinamiento y arrepentimiento. La obra deja de centrarse en Birón y amenaza cada vez más intensamente su sentido de la identidad, pues se convierte en un loco de amor más, víctima de Rosaline. Ninguna otra comedia de Shakespeare termina con semejante derrota erótica, pues podemos dudar, con Birón, de que esos Fulanos y Menganas lleguen a juntarse algún día. Esta conciencia da a los rituales festivos de la escena final una resonancia hueca, que emerge con vigoroso eco en el debate final entre el cuco y el búho. Oímos todo el tiempo una contracelebración, pues ha quedado vencido algo más que la vanidad masculina. En la guerra de ingenios, el refinamiento de las mujeres expone y supera la universal torpeza de los hombres jóvenes para diferenciar plenamente los objetos de su deseo, rasgo que marca lo desventurado de su apetito. La abundancia florida del lenguaje de Shakespeare se modula a habla llana (pero extremadamente ingeniosa) entre las damas al comenzar la escena II del acto V: PRINCESA. Somos chicas sabias cuando nos burlamos así de nuestros amantes. ROSALINE. Ellos son más bobos al comprar esas burlas nuestras. 2 Se trata de un masque, género musical y escénico inglés que no tiene equivalente en español. (N del T.) A ese mismo Birón lo torturaré antes de irme. ¡Oh! Si supiera yo que está solo a mi servicio. Cómo le haría adularme, e implorar, y buscar, Y esperar la ocasión, y observar los tiempos, Y despilfarrar su pródigo ingenio en rimas inútiles, Y arreglar su servicio enteramente a mis mandatos Y hacerle estar orgulloso de hacerme sentir orgullosa de esas bromas. Si es la Dama Oscura de los Sonetos la que habla, entonces Shakespeare sufrió tal vez más aún de lo que deja entrever. La relación de Birón y Rosaline tiene resonancias sadomasoquistas que nos hacen dudar de que la mujer someta nunca los placeres más grandes de su ambivalencia a los más simples de la aceptación. Disfrazadas, las mujeres descubren que son intercambiables para los hombres; Birón corteja a la princesa y Navarra hace la corte a Rosaline, bajo la guía del coro de Boyet que hace de monitor para todos los perplejos varones: BOYET. Las lenguas de las chicas burlonas son tan afiladas Como el filo invisible de la navaja de barbero, Que corta un pelo más delgado de lo que puede verse; Más allá del sentido del sentido; tan sensible Parece su consejo; sus conceptos tienen alas Más raudas que las flechas, las balas, el viento, el pensamiento, cosas más veloces. Boyet es el profeta de la obra; estando él mismo más allá del amor, da voz al tema de un antiingenio femenino que es a su vez tan vigorosamente ingenioso como para destruir toda posibilidad de cumplimiento erótico. Hay un maravilloso humor y encanto, pero también un auténticos pathos cuando Birón se rinde en la guerra de ingenios, solo para encontrar que Rosaline no toma prisioneros: BIRÓN. Así vierten las estrellas plagas por el perjurio. ¿Puede un rostro de bronce resistir más tiempo? Aquí estoy yo, señora; lánzame el dardo de tu destreza; Magúllame con burlas, confúndeme con una mofa; Lanza tu afilado ingenio a través de mi ignorancia; Córtame en pedazos con punzante agudeza; Y yo nunca más te invitaré a bailar, Ni nunca más te serviré en traje ruso. ¡Ah!, nunca confiaré en discursos escritos Ni en los movimientos de una lengua de escolar, Ni me acercaré con visera a mi amigo, Ni haré la corte en verso, como la canción de un arpa de ciego, Frases de tafetán, precisos términos de seda, Hipérboles de tres pisos, atildados afectos, Figuras pedantescas; estas moscas de verano Me han hinchado a reventar de ostentación fantástica: Las repudio; y protesto aquí, Por este guante blanco (cuán blanca sea la mano, Dios lo sabe), Desde ahora mi espíritu cortejador se expresará En bermejos síes y honestos noes de dril. Al cambiar «frases de tafetán» por «bermejos síes y honestos noes de dril», Birón se alía con la ropa inglesa hecha en el lugar, alianza que inspira a Birón una declaración semirreformada que es inmediatamente aplastada sin ningún remordimiento por Rosaline: BIRÓN. Y, para empezar: niña —¡Dios me ampare, oh ley!— Mi amor por ti es sano, sans fisura o defecto. ROSALÍNE. Sans «sans», por favor. Todavía irreprimible, Birón irrumpe con la peligrosa ingeniosidad de comparar la pasión de su amigo por la compañera de Rosaline con la plaga del Londres en tiempos de Shakespeare. Esta metáfora conceptista es tan extrema que se pregunta uno si la amargura de Shakespeare ante su propia Dama Oscura no está contaminando una vez más al exuberante Birón: BIRÓN. ¡Calma!, veamos: Escribe «El Señor se apiade de nosotros» en esos tres; Están infectados, está en su corazón; Tienen la peste, y la contrajeron de vuestros ojos: Esos señores están visitados; vos no sois libre, Pues las prendas de Dios veo en vos. La princesa y Rosaline niegan esas «prendas» [tokens] o síntomas de la plaga y proceden a demostrar la incapacidad de los moscovitas para distinguir a una amada de la otra. Desconfortados, Birón y sus compañeros proceden a rebajarse convirtiendo su frustración en una mofa bastante maligna de la Mascarada de los Nueve Dignatarios, tal como la representan «el pedante, el fanfarrón, el cura analfabeto, el loco y el chico». Pero son los señores los que se portan como chicos pedantes y regañados, despedazando a sus inferiores sociales con vil falso ingenio. En respuesta, el pedante Holofernes los desaprueba con auténtica dignidad: «Esto no es generoso, no es amable, no es humilde» [«This is not generous, not gentle, not humble»]. El pobre Armado, ridiculizado de manera más salvaje aún, defiende encantadoramente al héroe troyano Héctor, al que personifica: El dulce guerrero está muerto y podrido; dulces niñas, no revolváis los huesos del que está enamorado; cuando respiraba, era un hombre. Shakespeare destaca el amable pathos de Armado cuando el elocuente español revela su extrema pobreza, dando así pie a Boyet para una maldad particularmente vil. Interviene un maravilloso golpe de teatro con Marcade, un mensajero de la corte de Francia, que anuncia a la princesa la súbita muerte del rey, su padre. Como Birón y sus amigos, y Boyet, están a punto de malbaratar toda nuestra simpatía humorística, Shakespeare no podía haber pospuesto más el golpe de teatro sin desfigurar Penas de amor perdidas. La muerte está también en Navarra, como está en Arcadia, y la guerra de ingenios termina no demasiado pronto, con la derrota de los pretendientes que amenaza con convertirse en una reyerta nada ingeniosa. En una maravillosa recuperación, Shakespeare salva la dignidad de todos los que están en el escenario, aunque a expensas de lo que Birón y sus compañeros insisten en seguir llamando «amor». La princesa inicia el movimiento final con una graciosa apología que no acaba de explicar del todo la amargura de Rosaline: PRINCESA. Prepárate, digo. Os doy las gracias, amables señores, Por todos vuestros bellos esfuerzos, y os suplico, Por un alma nuevamente triste, que concedáis En vuestra rica sabiduría excusar o esconder La oposición liberal de nuestros espíritus, Si nos hemos dejado ir con demasiada audacia En el intercambio de palabras; vuestra gentileza Tuvo la culpa de ello. ¡Adiós, digno señor! Un corazón pesaroso no soporta una lengua humilde. Excusadme pues si quedo escasa de gratitud Por mi pretensión tan fácilmente conseguida. Decir que la «gentileza» de Birón ha provocado la desenvoltura de Rosaline es diplomático y un poco torcido. Pero el ruego del propio Birón no muestra precisamente que acepte el castigo de la princesa: BIRÓN. Las honradas palabras llanas penetran mejor los oídos del pesar; Y por esas muestras comprended al rey. En vuestro bello honor hemos descuidado el tiempo, Jugado un juego sucio con nuestros juramentos. Vuestra belleza, señoras, Nos ha deformado mucho, modelando nuestro humor Incluso hasta el fin opuesto a nuestras intenciones; Y lo que en nosotros había parecido ridículo Ya que el amor está lleno de tendencias inconvenientes; Todo capricho como un niño, descuidado y vano; Formado por el ojo, y por ello, como el ojo, Lleno de formas engañosas, de hábitos y de conformaciones, Cambiante de temas, así como el ojo rueda Hacia cada diverso objeto en su mirada: Con cuya presencia del desenfadado amor con librea partidaria Puesta por nosotros, si, a vuestros ojos celestiales, Ha hecho agravio a nuestros juramentos y dignidad, Esos ojos celestiales, que miran esas faltas, Nos sugirieron cometerlas. Por tanto, señoras, Siendo vuestro nuestro amor, el error que el amor comete Es igualmente vuestro: nos mostramos falsos con nosotros mismos Al ser una vez falsos para ser leales siempre A las que nos hacen ser las dos cosas: hermosas damas, vosotras: Y esa misma falsedad, que en sí misma es pecado, Se purifica de este modo a sí misma y se vuelve gracia. Las «honradas palabras llanas» se transforman rápidamente aquí en el estilo barroco de Birón, y ya se sabe que el estilo es el hombre. De manera bastante espléndida, no ha aprendido nada (o muy poco), como conviene a un héroe de una comedia extravagante. Volvemos a su exaltada rapsodia de «el recto fuego prometeico», que los hombres han de robar de sus propias imágenes reflejadas en los ojos de las mujeres. La fe de Eros llega aquí a una parodia de la gracia cristiana en los versos finales del discurso. Pero el himno de Birón, aunque pueda alarmar al público, queda descartado por la princesa, que niega hábilmente la analogía de la devoción: PRINCESA. Hemos recibido vuestras cartas llenas de amor, Vuestros favores, los embajadores del amor; Y en nuestro consejo de doncellas, hemos estimado Que son cortejo, amable broma y cortesía, altisonancia y relleno del tiempo. Pero más devotas que eso, en cuanto a nosotras, No lo hemos sido; y por consiguiente recibimos vuestros amores A la manera de ellos mismos, como una diversión. Hay una nota de fina desesperación en la respuesta de Navarra: Ahora, en el último minuto de esta hora, Otorgadnos vuestros amores. La respuesta de la princesa es uno de esos apotegemas shakesperianos perpetuamente invaluables para las mujeres que resisten a todo hechizo prematuro: Un tiempo, creo, demasiado corto Para regatear en él un mundo-sin-fin. Sobre el matrimonio del propio Shakespeare tenemos justo bastante información como para inferir que debe haber sido más o menos tan amable como el de Sócrates. Como he observado, en el cosmos de las obras los matrimonios más felices son sin duda el de los Macbeth, antes de sus crímenes, y el de Claudio y Gertrudis, antes de las intervenciones de Hamlet. Tal como yo leo a Shakespeare, antes-y-después es una inferencia legítima, un aspecto vital del arte supremo del dramaturgo. Los futuros maritales de Helena y Bertram en Bien está lo que bien acaba, y del duque e Isabella en Medida por medida, dan pie a que torzamos el gesto, y tampoco contemplamos con regocijo los años de Beatriz y Benedick en sus peloteras en lo que sigue después del final de Mucho ruido y pocas nueces. Todos los matrimonios de Shakespeare, cómicos o no, son bobalicones o grotescos, puesto que esencialmente las mujeres tienen que casarse por debajo de su nivel, en particular la sin par Rosalinda de Como gustéis. Shakespeare, y su público, pueden encontrar un curioso deleite en Penas de amor perdidas, donde nadie se casa, y donde nos sentimos más que libres para dudar de que un año de servicio o de penitencia de los hombres (que no es probable que se lleve a cabo) acarree ninguna unión. La princesa envía a Navarra a pasar un año en una ermita, mientras que Rosaline, con diabólico regocijo, asigna a Birón un año como consuelo cómico en un hospital: «Para ayudar a los dolorosos tullidos a sonreír». No tenemos sin embargo que contemplar necesariamente la vida casada entre Birón y Rosaline, como lo deja claro un diálogo final entre Navarra y Birón: BIRÓN. Nuestro cortejo no termina como una vieja obra de teatro; Juan no obtuvo a Juana: la cortesía de estas señoras Bien podría haber hecho de nuestro entretenimiento una comedia. REY. Venid, señor, se necesitan doce meses y un día, entonces terminará. BIRÓN. Es demasiado tiempo para una comedia. Birón destruye desliadamente dos ilusiones: erótica y de representación. La obra en efecto ha terminado, excepto por las canciones del cuco y del búho. Permaneciendo en el escenario, pero fuera del artificio del actor, Birón habla más que nunca en nombre del propio Shakespeare, que revisó Penas de amor perdidas en 1597 después de haber logrado Falstaff, y por tanto después del pleno logro de sí mismo. Hay dos voces en Birón, tal como lo oigo yo, una prefalstaffiana y la otra en el espíritu de sir John, que destruye ilusiones. Es también, a mi entender, el espíritu de los veintiocho Sonetos finales, a partir del 127 «En los viejos tiempos el negro no se consideraba hermoso», que nos devuelve al misterioso rencor de Rosaline, y al miedo aparentemente infundado de que le ponga los cuernos. Una de las rarezas encantadoras de Penas de amor perdidas es la fingida disputa sobre la belleza de Rosaline en el acto V, escena III, vv. 228-73, habida entre Birón y sus amigos, en la que Birón es bastante claramente el autor del Soneto 127, al que hace eco o bien prefigura. Me inclino a estar de acuerdo con Stephen Booth en que no aprendemos nada más seguro sobre Shakespeare de los Sonetos que de las obras de teatro. No sé si Shakespeare era heterosexual, homosexual o bisexual (presumiblemente esto último), ni conozco la identidad de la Dama Oscura o del Hombre Joven (aunque ella me parece mucho más que una ficción, y él es muy probablemente el duque de Southampton). Pero escucho la pasión reticente de Birón cuando leo el Soneto 127: En los viejos tiempos el negro no se consideraba hermoso, O si no era así, no llevaba el nombre de la belleza; Pero ahora el negro es el heredero directo de la belleza, Y la belleza es calumniada con el oprobio de un bastardo: Pues desde que cada mano se ha apoderado del poder de la naturaleza, Embelleciendo lo feo con la falsa cara prestada del arte, La dulce belleza no tiene nombre, ni refugio sagrado, Sino que es profanada, si es que no vive en desgracia. Por eso los ojos de mi amada son de un negro de cuervo, Sus ojos así dispuestos, y parecen de luto A quienes, no habiendo nacido bellos, no necesitan belleza, Calumniando a la creación con una falsa estima; Pero son tal de luto, adecuados a su pena, Que todas las lenguas dicen que así debería lucir la belleza. Birón no roza nunca las agonías de los últimos sonetos oscuros, como las de «el deseo es muerte» del 147, pero sus equívocas variaciones sobre los ojos negros de Rosaline son incesantes a todo lo largo de la obra. Rosaline parece a veces estar en una obra equivocada, puesto que su actitud ante Birón es tremendamente severa y vengativa, a diferencia de toda su actitud frente a Navarra, o de la de las demás mujeres frente a sus amantes. Cuando Rosaline ordena a Birón que entre en el servicio del hospital, para «ayudar a los tullidos dolorosos a sonreír», el ingenio replica con lo que es tal vez la conciencia del propio Shakespeare de los límites de la comedia: ¿Provocar una risa loca en las fauces de la muerte? No puede ser; es imposible: La dicha no puede conmover a un alma en agonía. Impresionantes como son, estos versos no conmueven para nada a la implacable Rosaline, cuya única preocupación es «ahogar un espíritu burlón». Como el público de la obra, no tenemos ningún deseo de ver ahogado el ingenio de Birón, y nos sentimos por lo tanto aliviados con sus últimas palabras en Penas de amor perdidas: «Es demasiado tiempo para una comedia». Ha sido la comedia de Birón, pero Shakespeare escoge terminar con dos canciones rivales, Primavera contra Invierno, con las que parte Birón, y nos encontramos claramente en el mundo de la juventud campestre del propio Shakespeare. La tierra de Navarra se ha esfumado mientras escuchamos cantar al cuco y al búho, y oímos hablar de «Dick el pastor» y «la obesa Juana». Barber observó con finura que, en ausencia de matrimonios, las canciones ofrecen «una expresión del poder continuado de la vida»; yo añadiría que para nuestra satisfacción de vernos devueltos a la vida común después de una temporada con los ingenios cortesanos de Navarra. Y este es un momento adecuado para decir que Shakespeare, que escribió el mejor verso blanco y la mejor prosa de la lengua inglesa, es también el más eminente de los escritores de canciones de esa lengua: PRIMAVERA. Cuando las margaritas multicolores y las violetas azules y las cardaminas todas de un blanco de plata Y los cucos en capullo de color amarillo pintan los prados con deleite. El cuco entonces, en cada árbol, Se burla de los casados, pues así canta: Cucú; Cucú, cucú: ¡Oh mundo de miedo, Desagradable para un oído casado! Cuando los pastores hacen música en pajas de avena, Y las alegres alondras son las campanas del labrador, Cuando las tortugas caminan, y los grajos, y las grajillas, Y las mozas lavan sus blusas de verano El cuco entonces, en cada árbol, Se burla de los casados, pues así canta: Cucú; Cucú, cucú: ¡Oh mundo de miedo, Desagradable para un oído casado! INVIERNO. Cuando los carámbanos cuelgan por la pared, Y Dick el pastor sopla en su caracol, Y Tom trae leños a la sala, Y la leche llega helada a la casa en cubetas, Y la sangre pica, y los caminos están embarrados, Entonces cada noche canta el búho de mirada fija, Tu-uit; Tu-jú, alegre nota, Cuando la obesa Juana vuelca el puchero. Cuando el viento sopla con fuerte sonido, Y la tos ahoga la sierra del cura, Y los pájaros se están empollando en la nieve, Y la nariz de Mariana se ve roja y escoriada, Cuando los cangrejos cocidos silban en la olla, Entonces cada noche canta el búho de mirada fija, Tu-uit; Tu-jú, alegre nota, Cuando la obesa Juana vuelca el puchero. El miedo vívido pero extrañamente desplazado de Birón de que su Dama Oscura le ponga los cuernos, como a Shakespeare en los Sonetos, encuentra una soberbia trasmutación en la canción de la Primavera. Casados o no, nos sentimos alarmados por el retorno de la fuerza de la naturaleza, y estamos abiertos a la burla en la canción de la inmemorial angustia masculina de los cuernos. Aunque la primera canción es encantadora, la del Invierno es más grandiosa, con su celebración de una vida comunal llevada alrededor de un fuego y una olla hirviente. La nota del búho es alegre solo porque la oyen desde el tibio interior unos hombres y mujeres enlazados por las necesidades, por las realidades y por los valores compartidos representados por la sierra del cura, ahogado de tos campesina. La comedia artificial más elaborada de Shakespeare, su gran fiesta de lenguaje se somete antitéticamente a la sencillez natural en frases campesinas.

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