domingo, 24 de enero de 2021

Luigi Luca Cavalli-Sforza La evolución de la cultura

 

I. LA CULTURA Y SU EVOLUCIÓN
    La cultura como acumulación de conocimientos y de innovaciones, hecha posible por el uso del lenguaje. El estudio del pasado nos ayuda a comprender el presente y el futuro. El fraccionamiento de las culturas. El racismo. La evolución cultural y la evolución genética. Las ciencias experimentales y las ciencias históricas.
    La palabra cultura tiene muchos significados. Pretendemos utilizarla aquí en el más general: la acumulación global de conocimientos y de innovaciones derivados de la suma de las contribuciones individuales transmitidas de generación en generación y difundidas en nuestro grupo social, que influye y cambia continuamente nuestra vida. Este desarrollo ha sido posible gracias a la capacidad de comunicación entre los individuos que se debe a la maduración del lenguaje. Esta capacidad, típicamente humana y desarrollada por igual en todos los pueblos vivientes hoy en día, le ha permitido a nuestra sociedad prosperar y expandirse, demográfica y geográficamente, aunque la comprensión recíproca se vea limitada a regiones no demasiado extensas debido a la gran diversificación lingüística local.
    El desarrollo cultural que ha generado nuestra conducta social de la actualidad se ha verificado, en su mayor parte, en los últimos cien mil años, muy probablemente porque en torno a esa fecha la pequeña población que dio origen a todos los hombres que viven hoy en día alcanzó la capacidad actual de comunicación. En los últimos cinco mil años (menos de tres mil, en Italia) la invención de la escritura permitió acumular documentos perdurables que nos han ayudado a reconstruir, aunque sea parcialmente, nuestra historia con una precisión mucho mayor de lo que nos habría permitido la simple tradición oral. La arqueología, además, nos ha ayudado a recoger fragmentos importantes de la historia que precedió a la escritura, la prehistoria.
    Todo cuanto podemos aprender del pasado nos ayuda a comprender nuestro presente. Por lo que sabemos, la prehistoria, y tal vez incluso nuestra historia, en términos generales ha sido turbulenta y cruel. Se ha verificado una mejora en las condiciones de vida a través de los siglos, cuya mejor prueba es el aumento de la esperanza de vida humana, un hecho que, por otra parte, es bastante reciente y todavía bastante limitado a una parte de la humanidad. Es de esperar que el estudio del pasado pueda ayudarnos a orientar nuestras actividades presentes y futuras en direcciones más universales y productivas y, a la vez, menos peligrosas.
    Hoy en día, la cultura de los distintos pueblos está enormemente compartimentada. La existencia de límites nacionales que suelen ser rígidos contribuye a mantener profundamente independientes las culturas de las diversas naciones, cada una de las cuales ha tenido su propio desarrollo y tiene ahora un presente muy distinto. Pero incluso en el seno de cada nación existe una variedad cultural que con frecuencia es muy importante. Es fácil reconocer identidad entre culturas nacionales o locales (es decir, subnacionales, en algunas ocasiones compartidas por naciones distintas, como es el caso de la cultura kurda, dividida entre Irak, Turquía e Irán) unidas a comportamientos característicos que todos nosotros hemos podido comprobar o verificar cuando nos trasladamos al extranjero por periodos bastante largos. Algunos de estos comportamientos cambian rápidamente con el tiempo, otros parecen bastante más constantes, casi inmutables. En todas y cada una de las culturas con las que entramos en contacto podemos descubrir valores o defectos que las diferencian de la nuestra. De todas maneras, la tendencia a la globalización, determinada por el extraordinario y recentísimo aumento de los medios de comunicación, es cada vez mayor. Se trata de un proceso probablemente irreversible, debido al cual gran parte de la variedad cultural todavía existente parece destinada a desaparecer. Esto provoca algunas veces una sensación de alivio, pero más a menudo una sensación de pérdida. Sería deseable evitar muchas de estas pérdidas o, por lo menos, preservar su memoria. El intento de reconstruir y comprender la historia de las culturas puede ser importante mientras exista la presente variedad cultural, pero parece inevitable que muchas de las actuales variaciones estén destinadas a desaparecer por completo.
    Hasta ahora no han existido intentos serios de comprender los mecanismos de la evolución cultural y de explicar algunos fenómenos característicos como, por ejemplo, las razones por las que algunos rasgos culturales son estables, mientras que otros cambian con rapidez. Durante mucho tiempo la tendencia dominante ha sido, y continúa siendo, la de considerar las diferencias de conducta observadas en naciones o culturas distintas como algo unido a diferencias de herencia biológica. Esta tendencia ha culminado en el «racismo»: la convicción de que las diferencias en el desarrollo económico y la supremacía militar y política entre los pueblos han sido causadas por diferencias innatas e inmutables. La expansión del pensamiento racista se ha producido especialmente en los dos últimos siglos. De todos modos, desde hace ya algunos milenios, el crecimiento demográfico y otros motivos que hicieron necesario aumentar las dimensiones y la complejidad de los grupos sociales, habían creado una rígida estratificación socioeconómica en clases o en castas, consideradas como ejemplos de «superioridad o inferioridad biológica». Todo esto se halla en desacuerdo con los estudios de genética de las poblaciones de los últimos cincuenta años. Las diferencias de oportunidad, creadas por la estratificación socioeconómica y por las barreras de comunicación entre los pueblos, hacen de todas maneras extremadamente difícil llegar a conclusiones satisfactorias. Pero, aunque sea valorando tan sólo la posibilidad de que haya algo de cierto en las conclusiones racistas, uno se queda inevitablemente perplejo al descubrir que lo más frecuente es que el pueblo considerado superior sea siempre el de uno mismo. Este hecho hace que resulte verosímil imaginarse que existen otras explicaciones más realistas que las convicciones racistas, relacionadas por ejemplo simplemente con el deseo de mantener nuestros propios hábitos y relaciones sociales o con una necesidad interior de reforzar la confianza en uno mismo.

    Es obvio que la conducta humana ha sido fundamentalmente aprendida, si tenemos en cuenta que los conocimientos que nos permiten orientarnos en la vida cotidiana y en las relaciones sociales son, ante todo, de naturaleza tecnológica o convencional. A pesar de ello, la estratificación socioeconómica y la necesidad de especialización de los distintos sectores del trabajo crean profundas diferencias en lo que es aprendido. Como es natural, existen también diferencias en la predisposición individual hacia las distintas actividades intelectuales específicas, como demuestran sobre todo casos excepcionales de grandes artistas, literatos, científicos, políticos o inventores; pero no está nada claro hasta qué punto resulta importante el componente genético en el origen de estos pocos grandes hombres de genio. Pasando por alto aquí las diatribas sobre el cociente intelectual, nos parece más interesante señalar nuestra ignorancia sobre las causas del origen de los más grandes hombres de genio del arte o de la literatura, de la ciencia o de la política. Muchos tuvieron un origen humildísimo y tanto sus ascendientes como sus descendientes no han revelado necesariamente dotes que fueran de verdad excepcionales. Esto nos lleva a considerar de manera más crítica la tendencia a invocar explicaciones genéticas simples. Por otra parte, existe un componente genético en casi todos los caracteres, pero siempre resulta difícil demostrarlo con claridad. Por regla general, éste viene siendo sobrevalorado a causa del método normal de análisis seguido hasta ahora para separar los factores genéticos y ambientales de cualquier carácter. Este método, basado en el estudio de la transmisión en familias, encuentra dificultades notables a la hora de separar la herencia biológica de la herencia sociocultural, que resulta muy fuerte en la mayor parte de las familias y que produce efectos que se escapan a una simple valoración cuantitativa. Mozart, sin duda, tenía dotes genéticas excepcionales si podía componer música a los cinco años, pero probablemente nadie se habría dado cuenta de ello si hubiera nacido en una familia de pigmeos Africanos, en vez de en una familia austriaca dedicada a la música. En realidad, estos personajes excepcionales se benefician de extraordinarias y extrañísimas combinaciones de dotes genéticas y factores socioculturales favorables. El desarrollo de la música está unido sobre todo a un pequeño número de personas que han tenido una influencia desproporcionada y que siguen dominando este campo. Lo mismo es válido para casi todas las artes, las ciencias, gran parte de la tecnología, la política y la historia. La Historia del arte de Gombrich es un espléndido ejemplo de evolución del arte visual y de sus estilos a través de las innovaciones que la determinaron, aunque no conozcamos al autor de muchas de estas innovaciones (Gombrich, 2002).
    Hoy empezamos a comprender mejor la evolución cultural y esta forma propia de progresar a saltos (lo mismo vale, quizá de una manera menos dramática, también para la biológica, según la hipótesis de los «equilibrios punteados» de Niles Eldredge y Stephen J. Gould). El estudio científico de los fenómenos culturales y de su evolución puede llegar a convertirse en una realidad. Como en toda investigación científica, la primera fase no puede ser más que descriptiva, mientras que la fase sucesiva puede abordar ya la interpretación de los fenómenos observados, formulando hipótesis que puedan servir para comprenderlos y preverlos. En una ciencia experimental, el control de la validez de estas hipótesis se formula mediante nuevos experimentos que permitan compararlos entre sí, según la mayor o menor capacidad de prever los datos experimentales. En la situación ideal, la previsión de los resultados es cuantitativa, es decir, la hipótesis puede ser traducida a una expresión matemática que prevé cuantitativamente el resultado del experimento. Fue ésta la gran innovación metodológica introducida por Galileo con la fundación de la física experimental a principios del siglo  XVII . Sabemos que Galileo tuvo sus problemas con la Inquisición de la época, a la que no le gustaba nada un método para llegar a verdades científicas distinto del que consistía en la búsqueda de la verdad ya escrita en los antiguos textos filosóficos o religiosos. Afortunadamente, el mundo había avanzado ya bastante y la idea de Galileo consiguió sobrevivir a la condena papal: de este modo, el mundo de la ciencia dejó de darle siempre la razón a Aristóteles o a la versión literal de la Biblia, dando inicio a la ciencia moderna. La química fue la primera ciencia, tras la física, que se sirvió del método experimental cuantitativo; su pleno desarrollo empezó en la segunda mitad del siglo  XVIII . A principios del siglo  XIX la biología conoció su primera teoría importante: la de la evolución que viene determinada por la adaptación al medio, formulada por Lamarck. En 1859 apareció la primera explicación teórica de Darwin, con la teoría de la selección natural. La biología tuvo su primera teoría matemática en 1865, con las leyes de la herencia biológica descubiertas por Mendel.
    Los estudios de Mendel eran demasiado avanzados para ser comprendidos o aceptados por la ciencia de su tiempo y hubo que esperar al año 1900 para que varios científicos europeos redescubrieran el artículo que contenía los resultados de aquellos estudios y confirmaran la validez de los mismos. Doce años después, un grupo de genetistas, dirigido por Thomas Hunt Morgan, de la Universidad de Columbia de Nueva York, ofreció la prueba experimental de que los cromosomas —pequeños bastoncillos en el interior de toda célula viviente, cuya presencia en número y forma constante en todo individuo de determinada especie había sido ya señalada— eran los portadores de la herencia biológica. Las leyes de Mendel, y también sus limitaciones, pudieron ser comprendidas en su totalidad a partir de ese momento. Los estudios genéticos fueron inmediata y específicamente de carácter cuantitativo y, en los años veinte, incluso se creó una teoría matemática de la evolución biológica, basada en la selección natural de Darwin como causa primera de la evolución, que fue completada con el estudio experimental de la mutación, llevado a cabo por Herman J. Müller, del grupo de Morgan, y en otros pocos factores evolutivos bien conocidos en la actualidad.
    Las ciencias experimentales tienen la gran ventaja de que las posibilidades de experimentar son infinitas: una hipótesis confirmada por un experimento puede ser perfeccionada por otras, de manera que pueda generarse, al final, una teoría que explique y tenga en cuenta muchos hechos y cuya corrección siga siendo mejorable a medida que aumenten los hechos conocidos. Por otra parte, los conocimientos teóricos suelen ser presagios de aplicaciones prácticas que constituyen su mejor prueba. Otras veces, en cambio, son su consecuencia. Se podía dudar de que la Tierra girase alrededor del Sol y, a lo mejor, seguir creyendo que la Luna era una pieza de queso con agujeros, como pensaba el protagonista de una famosa novela histórica de Cario Ginzburg (Ginzburg, 1976), hasta que fuimos allí. Se podía dudar de que el ADN fuera verdaderamente esa sustancia que se dice que es, hasta que muchos experimentos, más o menos directos, nos lo confirmaron. Hoy en día es posible curar a un individuo portador de determinada enfermedad hereditaria modificando su ADN en el punto exacto previsto por los estudios genéticos. Por desgracia, este método de curación todavía está lejos de alcanzar una aplicación general y el que se utilizó en el primer experimento realizado sobre el hombre ha tenido que ser abandonado debido a los riesgos que comportaba. De todos modos, los experimentos con animales no dejan lugar a dudas. Además, mientras que las primeras transmisiones de radio se llevaban a cabo mediante enormes antenas y se limitaban a tenues bip bip largos o cortos, en la actualidad, sólo cien años después, podemos hablar desde cualquier parte y con cualquiera utilizando un pequeño teléfono de bolsillo.
    Existen, no obstante, ciencias en las cuales la posibilidad de realizar experimentos se halla excluida desde su mismo origen: se trata de las ciencias históricas. En la astronomía, las posibilidades de experimentación son muy limitadas; el origen del universo podría seguir siendo, para siempre y al menos en parte, misterioso. También en el estudio de la historia que se ha verificado sobre nuestro planeta nuestras posibilidades cognoscitivas encuentran límites notables. Por lo que respecta a la biología, todavía hay muchos que dudan de que la evolución haya existido realmente. El motivo es de carácter religioso: la interpretación literal de las primeras frases de la Biblia que, al describir el origen del mundo, hablan de siete días. La Biblia incurre en otro error opuesto en la percepción del tiempo cuando, al relatar la vida de numerosos patriarcas, habla de novecientos o mil años (tal vez ha habido una confusión entre meses y años). A pesar de todo esto, algunas sectas cristianas permanecen fieles a la letra de la Biblia y por tanto no creen en la evolución; entre ellas está la religión baptista, bastante extendida, en especial en el sur de Estados Unidos. El presidente del más poderoso y técnicamente más desarrollado país del mundo con frecuencia no se puede permitir opinar sobre la evolución, por miedo a perder votos o, tal vez, debido también a una preparación científica insuficiente, un defecto común entre los políticos. La condena de la evolución prevaleció durante más de cien años incluso en la religión católica, pero por fortuna, gracias a una reciente inversión de las tendencias, la posibilidad de la evolución biológica ha sido aceptada como hipótesis e incluso se han pedido excusas (aunque con casi cuatrocientos años de retraso) por el trato que recibió Galileo.
    Existen también algunos biólogos que no creen en la evolución, por mucho que pueda parecemos imposible. Los motivos tal vez siguen siendo los escrúpulos religiosos, lo que resulta claramente injustificado, por lo menos en Italia, donde las religiones que excluyen la evolución, como la mormona, los testigos de Jehová y otras, son, por regla general, reducidísimas minorías. El islamismo, que está adquiriendo una importancia cada vez mayor, está dividido en sectas que se diferencian también desde este punto de vista.
    En general, la evolución cultural ha sido profundamente independiente de la biológica y, por tanto, podríamos evitar referirnos a esta última. Sin embargo, es necesario hacerlo por dos motivos. El primero es que no podemos excluir del todo la existencia de diferencias genéticas capaces de influir de forma importante sobre la cultura. Esto vale sobre todo para las diferencias entre hombres y animales, que sin duda son, en primer lugar, genéticas. En realidad, el hombre es sobre todo un animal cultural, a pesar de que la cultura se halle también entre los animales, como veremos brevemente más adelante. El segundo motivo es más importante: la genética ha desarrollado la teoría de la evolución biológica, pero dicha teoría tiene un carácter general e incluye también la de la evolución cultural, porque sirve para cualquier clase de «organismo» capaz de autorreproducirse, como explicaremos más adelante. Por lo tanto, expondremos la teoría de la evolución biológica en la sección siguiente a la próxima, mostrando que la teoría es general y que puede ser aplicada a la cultura.
    Esto no quiere decir, en modo alguno, que los genes controlen la cultura: la determinan sólo en el sentido de que controlan los órganos que la hacen posible y, en particular, permiten el lenguaje, que es una característica prácticamente exclusiva de los hombres y es la base necesaria para la comunicación. Pero la cultura permanece profundamente distanciada y ampliamente independiente de los genes: llega incluso a ser capaz de influir en la evolución genética. Como es natural, en la extensión de la biología a la cultura muchas cosas cambian, empezando por los objetos que evolucionan: el ADN en la biología, las ideas en la cultura. Cambian los nombres que damos a los mecanismos evolutivos particulares, pero no cambian los conceptos teóricos. Permanecen algunas relaciones teóricas subterráneas pero profundas y, por fortuna, los términos científicos que nos resultan necesarios son pocos. Algunos pueden mantenerse incluso sin cambiarlos entre campos distintos como la biología y la cultura porque son extremadamente parecidos.

II. TRANSMISIÓN Y EVOLUCIÓN CULTURAL
    El aprendizaje de la cultura es un fenómeno de transmisión cultural. Su estudio, hasta ahora extremadamente limitado, podría ser útil para la comprensión de la evolución cultural, como el estudio de la transmisión genética lo ha sido para la de la evolución genética. El tabú de la expresión «evolución cultural». Problemas históricos y presentes de la antropología cultural.
    El aspecto que más nos interesa aquí supone resaltar los intercambios culturales: el aprendizaje, la transmisión, la génesis y la aceptación de las innovaciones. Pretendemos concentrarnos en aquello que puede hacernos comprender mejor el mantenimiento y la evolución de la cultura en sus distintos aspectos. La estructura teórica de los mecanismos culturales, que permiten el mantenimiento y la evolución de los conocimientos transmitidos por las generaciones precedentes, puede ser representada de manera muy simple. En el transcurso de nuestra vida, nosotros asimilamos de nuestros padres y de otros parientes, de compañeros y amigos, de la escuela (allí donde existe: las escuelas son un progreso reciente y todavía no universal), de los medios de comunicación de masas, de una gran variedad de sucesos y enseñanzas y, en general, de toda la sociedad, los valores que guiarán nuestras elecciones y las reglas de conducta que podrán ayudarnos a obtener lo que deseamos, a tomar decisiones prácticas en las diversas alternativas que se nos presentan en el curso de nuestra vida, a conocer y disfrutar de los espectáculos, las actividades y las diversiones que la sociedad nos ofrece, a conocer y a evitar los peligros y, en general, a alcanzar la máxima satisfacción de que seamos capaces. Desarrollamos así las preferencias que controlarán nuestra conducta y encontramos soluciones, que tal vez son originales, a nuestros problemas. Por otra parte, la sociedad cambia continuamente: hay muchas innovaciones, es decir, nuevas invenciones, que requieren el aprendizaje de nuevas conductas, hacer nuevas elecciones, tomar decisiones. Podemos reagrupar el conjunto de estos procesos, fuerzas y factores que mantienen y cambian la cultura bajo el título de «transmisión y evolución cultural».
    Como veremos mejor más adelante, la genética pudo desarrollarse porque dio origen a una teoría de la transmisión y de la evolución biológica. Nació precisamente así, gracias al trabajo de Mendel, que formuló leyes muy sólidas sobre la transmisión genética. Sólo cuando ese trabajo fue comprendido y fue posible asimilar las bases físicas y químicas del mismo, la biología empezó a fructificar de manera prodigiosa. Pero hasta ahora la transmisión cultural ha sido estudiada sólo en una mínima parte y el término «evolución cultural» ha sido incluso prohibido en la antropología cultural, por lo menos hasta hace poco tiempo. Conceptos parecidos al de evolución cultural venían siendo utilizados en el siglo  XIX para diferenciar «pueblos evolucionados y no evolucionados», desarrollados y salvajes, para exaltar a los unos y menospreciar a los otros. De ahí surgió un racismo violento que contagió al mundo político. Hemos visto las consecuencias de ello en la triste historia de la primera mitad del siglo  XX . En el siglo que terminó hace poco tiempo, los antropólogos prefirieron evitar la expresión «evolución cultural», creyendo tal vez no incurrir así en los errores de los antropólogos racistas del siglo  XIX y de sus discípulos de la primera mitad del siguiente. Pensaron que bastaba con hablar de «cambio» cultural, en lugar de «evolución», y evitar la palabra «progreso» para diferenciarse claramente de sus padres del siglo  XIX y renegar de su herencia cultural. En realidad, el racismo permaneció vivo en la primera mitad del siglo  XX gracias a la obra de algunos antropólogos físicos americanos, como Carleton Coon, quienes construyeron una escala de valores de las distintas razas, poniendo a los Africanos en el escalón más bajo. Pseudogenetistas americanos, capitaneados por Charles Benedict Davenport, de Cold Spring Harbor (NY), utilizaron como instrumento político investigaciones científicas de nulo valor: unos tests de inteligencia a los que fueron sometidos los emigrantes a los Estados Unidos procedentes de la Europa del sur, que dejaron los formularios en blanco porque eran en su mayor parte analfabetos, fueron considerados como prueba de inteligencia cero. Con esta base, fueron impuestas gravísimas limitaciones numéricas a la inmigración de la Europa del sur. Los genetistas alemanes de la época se prestaron al genocidio de los nazis. En Italia trece profesores universitarios firmaron el «Manifiesto de la raza» de 1938, claramente antisemita, pero ninguno de ellos era genetista. Sólo la genética de las poblaciones, en el curso de su desarrollo durante la segunda mitad del siglo  XX , empezó a ocuparse del racismo y lo declaró inaceptable.
    Llegados a este punto, el tabú de la expresión «evolución cultural» debería haber sido superado también en la antropología. Pero en realidad, y especialmente entre algunos antropólogos americanos, en los últimos años se han ido perfilando otras tendencias peligrosas. Han recibido la influencia de los filósofos posmodernos, algunos de los cuales se han inclinado a proclamar que la ciencia estaba supeditada a la política y que, por tanto, era incapaz de llegar a las verdades a las que debería aspirar. La confianza en la ciencia ha sido superada para ellos por la confianza en la palabra: en la práctica, la idea es que aquel que sabe servirse de ella para sus propios fines seguirá siendo el amo (por desgracia, ¡hay bastante verdad en esta afirmación! Sería necesario, en consecuencia, enseñar el espíritu crítico necesario para no dejarse encandilar por las palabras). Los filósofos posmodernos prosperan difundiendo el terrorífico pensamiento que identifica el Verbo con la divinidad. Acerca de la importancia del lenguaje no hay ninguna duda; de todos modos, también es verdad que está lleno de ambigüedad y que la ambigüedad aumenta con el grado de abstracción de una palabra, lo que tendría que infundirles a los filósofos mayor prudencia y humildad.
    La evolución cultural, en su conjunto, viene determinada por la suma de las innovaciones y de las elecciones o, más exactamente, por la aceptación o no de estas innovaciones por parte de la sociedad y de qué innovaciones son aceptadas. Existe, por tanto, un cambio continuo que siempre es de naturaleza estadística, dado que resulta muy improbable que todos acepten las mismas opciones: algunas innovaciones son más afortunadas que otras. La historia de la cultura es, en consecuencia, la historia de las innovaciones: de cuáles han sido propuestas, cuáles han tenido suerte y por qué. La motivación que lleva a crear o a aceptar una innovación es más o menos siempre la misma: se observa una necesidad y se intenta satisfacerla. El inventor es con frecuencia un personaje particular, dotado de creatividad y de independencia intelectual; pero todos y cada uno de nosotros somos en potencia un inventor capaz de crear alguna novedad. Este inventor ocasional puede que acabe siendo el único que utiliza su creación; más a menudo, la novedad tiene suerte y se difunde y, en ocasiones, puede convertirse en algo verdaderamente importante, que determine nuevos desarrollos sociales.
    En la tentativa de reconstruir la historia de la cultura es importante también considerar las motivaciones que empujan de cuando en cuando a aceptar o a rechazar una invención. Los estudiosos de las innovaciones han descubierto que existe gran variedad individual dentro de la tendencia general a aceptar las novedades: de un lado, están los ansiosos de novedades, los «pioneros»; mientras que en el extremo opuesto están los más gandules, los últimos en aceptar. La tendencia y la velocidad de aceptación varían de un individuo a otro entre ambos extremos, según las leyes comunes de variabilidad individual. Pero, naturalmente, la intensidad de la motivación varía también dependiendo del objeto de la novedad, de la necesidad que exista de la misma y de lo que guste, y por tanto resulta profundamente influenciada también por los gustos y las preferencias personales. Bastantes invenciones son de naturaleza tecnológica, pero muchas, quizás en mayor número, son de naturaleza socioeconómica. Todas las novedades, sean del tipo que sean, tienen que proporcionar alguna clase de beneficio, al menos en apariencia, para tener alguna probabilidad remota de ser aceptadas (a veces, el único beneficio es ése, precisamente: el de ser una novedad). No obstante, todas las innovaciones no tienen exclusivamente un beneficio, sino que también tienen siempre un coste que puede ser, al principio, de difícil valoración. Esto crea en algunos un sentimiento de desconfianza general hacia las novedades, que tiende a ralentizar o a impedir la aceptación de las mismas. También existe, no obstante, una tendencia opuesta, que se manifiesta como una atracción por las novedades en cuanto nuevas. Entre los que poseen una tendencia de estas características encontramos también a los pioneros.
    La historia de la cultura tiene como objeto, en consecuencia, la identificación de las innovaciones más importantes de cada época, lugar y situación en que han aparecido, las motivaciones que han impulsado su propuesta y su aceptación o imposición y la satisfacción que han proporcionado. Naturalmente, casi siempre hay factores externos a la propia innovación, como economía, política, religión, modas y otros factores, que imponen límites, frenos o estímulos. La influencia de la sociedad es en cualquier caso un factor dominante siempre, por cuanto el proceso cultural es un proceso antes que nada social, es decir, de intercambio de informaciones entre Individuos. Nuestros conocimientos y actividades son el resultado de experiencias de millones de individuos que nos han precedido, que nos han transmitido un bagaje que nos condiciona y que nos proporciona una serie de respuestas posibles a cierto número de problemas, deseos, necesidades e intereses. La reconstrucción de la historia de la cultura no es una empresa cuya realización resulte fácil. La Historia del arte de Gombrich, que analiza la historia del arte visual a través de las innovaciones de técnicas, estilos, intereses y contenidos a lo largo de los siglos, me parece un magnífico ejemplo de historia sociocultural. Por desgracia, se trata de un trabajo difícil de reproducir en otros campos: a menudo faltan el material y la documentación que nos permitan una tarea de este tipo, es muy difícil encontrar a un autor capaz de llevarla a cabo y falta el espacio editorial necesario para cubrir todos los aspectos de la cultura merecedores de dicho tratamiento.
    Un problema ulterior consiste en la especialización de los diversos campos del saber, lo que obstaculiza el trabajo interdisciplinario y su comunicación al gran público. Esto podrá disgustar a algunos especialistas de algunas materias, pero estamos profundamente convencidos de que casi todas las ciencias son poco leídas y están poco difundidas porque los especialistas hacen un uso excesivo de una terminología que no resulta estrictamente necesaria y que tendría que servir sólo para comunicarse con mayor precisión y concisión con otros especialistas. No creo en la existencia de una verdadera barrera entre humanistas y científicos, a la manera de Charles Percy Snow: unos y otros utilizan los mismos métodos de análisis intelectual, pero lenguajes profundamente distintos. Creo, en cambio, en la incapacidad de la mayor parte de los intelectuales, humanistas o científicos para utilizar un lenguaje sencillo y que sea ampliamente comprensible, como si la calidad de una obra tuviera que juzgarse sobre todo según la dificultad de los términos de los que se hace gala.
    Además, nunca ha habido mucho tiempo o interés para un análisis de fenómenos considerados algunas veces como demasiado modestos, pero en realidad bastante interesantes, aunque parezcan poco científicos o de escaso relieve intelectual. El análisis tendrá que quedarse muchas veces en el nivel descriptivo. Un análisis de este tipo requiere un paciente trabajo inicial de descripción, a la espera de que se lleven a cabo ulteriores estudios que propongan hipótesis de interés explicativo e investigaciones posteriores que puedan validar o invalidar estas hipótesis. Como siempre, el valor de una hipótesis no es necesariamente el de ser o no acertada —es probable que no existan hipótesis absolutamente acertadas—, sino el de ser falsable o, para usar un término menos popular pero más optimista, mejorable.
    Para finalizar, es importante intentar llevar a cabo síntesis parciales de fenómenos muy distintos, como ha sucedido con algunas investigaciones que han relacionado, por ejemplo, la variación lingüística con algunos hechos arqueológicos o antropológicos, o con la variación genética, hallando factores comunes que han influido de manera paralela en dos o más de estos aspectos o fenómenos profundamente distintos. El principio guía es que se puede suplir la imposibilidad de poder repetir, con una finalidad experimental, un proceso histórico —que de todas maneras seguirá siendo único—, si se estudian en paralelo aspectos distintos de ese mismo proceso. De manera muy distinta a la ciencia experimental, la ciencia histórica no cuenta con la posibilidad de poder repetir el experimento. A pesar de ello, es posible estudiar la misma historia desde aspectos muy distintos, que pueden resultar complementarios, como las piezas multidimensionales de un jigsaw puzzle , en la reconstrucción de un proceso complicado. Además, siempre se dan complejas influencias recíprocas entre fuerzas distintas, como política, religión, economía, y sólo un estudio comprensivo de ese mosaico puede ayudarnos a entender y resolver estas interacciones.
    Sería muy interesante, por ejemplo, estudiar el proceso de desarrollo de la población italiana desde los tiempos más remotos de los que se disponga de algún documento. Dicho estudio resultaría sobre todo un estímulo para nuevas investigaciones que nos ayuden a los italianos a comprendernos mejor, no sólo como italianos, sino también como una muestra casi casual de la humanidad, la primera en ser sometida a este tipo de examen. Sabemos que la economía depende de la demografía y viceversa, que los progresos intelectuales están profundamente influenciados por los educativos y viceversa, que las diversas actividades sociales son ampliamente independientes, pero que también están inevitablemente influenciadas, de manera recíproca, por la economía, la política, la religión; y sabemos que todos estos procesos se interaccionan. Resulta complicadísimo y dificilísimo estudiar de manera exhaustiva la red causal que conecta fenómenos tan distintos. Sin embargo, es posible intentar aprehender algunas relaciones interesantes debidas a una causalidad directa, en una u otra dirección, o causas comunes que interactúen de manera compleja, y esperar a que emerjan nuevos descubrimientos a partir de la acumulación escrupulosa de tales observaciones.
    Aunque sea un difícil cometido, la reconstrucción de la historia de la cultura puede ser un instrumento muy importante para la comprensión del mundo en que vivimos y de las diferencias que lo caracterizan. Como resulta cierto para todas las diversidades genéticas, culturales, históricas, las diferencias entre las personas tienden a aumentar a medida que la distancia geográfica entre los lugares de origen y de residencia es mayor. Pero no sólo la geografía, sino también la estratificación socioeconómica y, sobre todo, la historia crean diferenciaciones que pueden llegar a ser enormes y que, de buenas a primeras, pueden parecer inexplicables. La historia de la cultura puede ayudarnos a comprenderlas, y comprenderlas permite, con frecuencia, disminuir la desconfianza y la resistencia que por regla general acompañan a la observación de una diferencia.
    Otra historia de la cultura italiana les permitiría a los italianos conocerse mejor a sí mismos, aprender más acerca de las numerosas diferencias que a veces también existen entre personas bastante cercanas, dentro y fuera del país. Además, un gran número de descendientes de italianos, no inferior en su conjunto al de italianos que se quedaron en su patria, se encuentran en muchos países del mundo. Su número es probablemente superior al de los cincuenta y ocho millones que estamos hoy en Italia, si contamos también a los que ya no tienen un apellido italiano, cuyo número puede ser calculado sólo de manera aproximada. La mayoría de los emigrantes partió empujada por la desesperación provocada por la pobreza, por el hambre, por la falta de trabajo y de oportunidades; afrontó dificultades gravísimas de integración en una cultura desconocida y a menudo hostil y, en consecuencia, prefirió olvidar su propio país de origen con frecuencia. Ésta es al menos la impresión que uno recibe en Estados Unidos. Pero aun cuando se intente perder los contactos con los propios antecesores, algo permanece (además, inevitablemente, de los genes): mucha cultura originaria puede permanecer enraizada a pesar de la integración en otra cultura profundamente distinta. Por fortuna, la cultura italiana es lo suficientemente rica como para poder seguir haciendo todavía contribuciones muy valiosas. Además, hoy en día se está difundiendo, también entre los más humildes, un profundo interés por conocer mejor los propios orígenes, genéticos y culturales, y por ello muchos italianos que abandonaron Italia hace tiempo y que hicieron fortuna en otros países podrían estar interesados en aprender algo sobre sus propias raíces.

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