«La necesidad de pensar es lo que nos hace pensar», dice Adorno. Su Dialéctica negativa, esa larga y tortuosa exploración de las formas de ser humano en un mundo poco hospitalario para con los humanos, termina con esta frase mordaz, aunque en definitiva vacía: después de cientos de páginas, nada ha sido explicado, ningún misterio se ha revelado, no hemos sido reconfortados. El secreto de ser humano permanece tan impenetrable como lo era al comenzar el viaje. Pensar nos hace humanos, pero ser humanos nos hace pensar. El pensamiento no puede ser explicado, pero necesita una explicación. El pensamiento no necesita justificación, pero no podría ser justificado aunque lo intentáramos.
Adorno nos dice una y otra vez que este atolladero no es ni un signo de la debilidad del pensamiento ni la marca de vergüenza de una persona pensante. Muy por el contrario. En la pluma de Adorno, la desnuda necesidad se transforma en un privilegio. Cuanto menos pueda ser explicado un pensamiento en términos familiares que tengan sentido para los hombres y mujeres inmersos en la tarea diaria de sobrevivir, más se acerca al nivel de humanidad; cuanto menos pueda ser justificado en términos de utilidad y beneficios tangibles o de acuerdo con su precio en el supermercado o la bolsa, más alto es su valor humanizador. La búsqueda activa de su valor de mercado y la urgencia de su consumo inmediato amenazan el valor genuino del pensamiento. Escribe Adorno:
Ningún pensamiento es inmune frente a la comunicación, y manifestarlo en el lugar equivocado o en mala compañía es suficiente para minar su verdad […] Pues el inviolable ostracismo intelectual es hoy la única manera de mostrar algo de solidaridad […] El observador desapegado se halla tan comprometido como el participante activo; la única ventaja del primero es su entendimiento de ese compromiso y la infinitesimal libertad que radica en el conocimiento como tal.
Nos resultará evidente que el entendimiento es el punto de partida de la libertad si recordamos que «para un sujeto que actúa ingenuamente […] su propio condicionamiento no es transparente» y que esa no-transparencia del condicionamiento es en sí misma garantía de eterna ingenuidad. Así como el pensamiento no necesita de nada más que de sí mismo para perpetuarse, también la ingenuidad es autosuficiente; en tanto no sea perturbada por el entendimiento, su condicionamiento permanecerá intacto.
«No sea perturbada»; de hecho, el ingreso del entendimiento pocas veces es bien recibido por aquellos que han crecido sin él y sus promesas de dulce liberación. La inocencia de la ingenuidad hace que la más peligrosa y turbulenta situación resulte familiar y por lo tanto segura, y todo entendimiento que se suba a ese precario andamiaje es un presagio de dudas, inseguridades y desconfianzas, que pocas personas están dispuestas a saludar con alegría anticipada. Para Adorno, según parece, el generalizado resquemor hacia el entendimiento es algo bueno, aunque no afirma que a la larga lo sea. La falta de libertad del ingenuo es la libertad de la persona pensante. Esto facilita enormemente aquel «ostracismo inviolable». «Quien pone en venta algo único que nadie quiere comprar representa, aun contra su voluntad, la libertad de intercambio». Sólo un paso separa ese pensamiento de este otro: que el exilio es el arquetipo de la condición que permite permanecer, al margen del intercambio. Los productos que ofrece el exilio son seguramente del tipo de los que nadie tiene la más mínima intención de comprar. «Todo intelectual emigrado, sin excepción, está mutilado», escribió Adorno durante su propio exilio norteamericano.
«Vive en un entorno que le debe resultar incomprensible». No es de extrañar que esté asegurado contra el riesgo de producir algo de valor para el mercado local. Así, «si en Europa el ademán esotérico era en general simplemente un pretexto para el más ciego interés personal, el concepto de austeridad […] parece, en el exilio, el bote salvavidas más aceptable». El exilio es para el pensador lo que el hogar es para el ingenuo; es en el exilio que el desapego de las personas pensantes, su forma de vida habitual, cobra valor de supervivencia.
Cuando leen la edición de Deussen de los Upanishads, Adorno y Horkheimer comentan amargamente que los sistemas teóricos y prácticos de los que buscan la unidad entre verdad, belleza y justicia, esos «marginales de la historia», no son «muy rígidos y centralizados; se diferencian de los sistemas exitosos por un componente de anarquía. Les dan más valor a la idea y al individuo que al uso de la idea y a lo colectivo. Por lo tanto, despiertan animadversión». Para que las ideas sean exitosas y lleguen a la imaginación de los habitantes de la caverna, el elegante ritual védico debe hacerse cargo de las divagantes lucubraciones de los Upanishads, los mesurados y obedientes estoicos deben reemplazar a los arrogantes e impetuosos cínicos y el muy práctico San Pablo debe reemplazar al exquisitamente poco práctico San Juan el Bautista. La gran pregunta, sin embargo, es si el potencial emancipador de esas ideas es capaz de sobrevivir a su éxito terrenal. La respuesta de Adorno a esta cuestión destila melancolía: «la historia de las antiguas religiones y escuelas, así como la de los partidos modernos y las revoluciones, nos enseña que el precio de la supervivencia es el compromiso activo, la transformación de las ideas en dominación».
En esta última frase, el dilema estratégico principal que acosó al fundador y más notable escritor de la «escuela crítica» original encuentra su más viva expresión: todo aquel que piensa y se preocupa está condenado a navegar entre la Escila del limpio aunque impotente pensamiento y la Caribdis del efectivo pero contaminado impulso de dominación. Tertium non datur. Ni el impulso hacia la acción ni su rechazo ofrecen una buena solución. El primero tiende inevitablemente a metamorfosearse en dominación —con todos sus horrores accesorios de nuevas restricciones a la libertad, de pragmatismo utilitario que privilegia los efectos por encima de los principios éticos de las razones, y la dilución y subsecuente distorsión de las aspiraciones de la libertad—. El segundo quizá pueda satisfacer un deseo narcisista de pureza sin compromisos, pero dejaría al pensamiento impotente y, a la larga, estéril: la filosofía, como tristemente observara Ludwig Wittgenstein, dejaría todo como estaba; el pensamiento nacido de la revulsión contra la inhumanidad de la situación del hombre haría poco y nada para revertir esa situación. El dilema de vita contemplativa y vitaactiva queda reducido a una elección entre dos opciones igualmente desalentadoras. Cuanto mejor protegidos de la contaminación están los valores preservados en el pensamiento, menos relevancia tienen para la vida de aquellos a quienes deberían ser de utilidad. Cuanto más grandes son sus efectos en esas vidas, menos semejanza tendrán esas vidas transformadas con los valores que impulsaron e inspiraron esa transformación.
La preocupación de Adorno tiene una larga historia que se extiende hasta el problema platónico acerca de la conveniencia y viabilidad del «retorno a la caverna». El problema surgió del llamado de Platón a los filósofos a abandonar la oscura caverna de la cotidianidad y —en nombre de la pureza del pensamiento— rehusarse a cualquier contacto con los habitantes de la caverna durante su estadía en el brillante mundo exterior de ideas claras y luminosas. El problema está en si es deseable que los filósofos compartan sus trofeos de viaje con aquellos que están dentro, y —en caso de que quieran hacerlo— en si los escucharán y les creerán. Fiel a un proverbio de la época, Platón temía que esa brecha en la comunicación resultara en la muerte de los mensajeros…
La versión de Adorno del problema de Platón tomó su forma en el mundo del postiluminismo, cuando quemar a herejes en la hoguera y servir cicuta a los heraldos de una vida mejor ya habían pasado de moda definitivamente. En este nuevo mundo los habitantes de la caverna, reencarnados en burgueses, ya no venían dotados de ese innato entusiasmo por la verdad y por los valores superiores que poseían los originales de Platón; era esperable que se resistieran con uñas y dientes a aceptar un mensaje destinado a perturbar la tranquilidad de su rutina diaria. Fieles a un nuevo proverbio, sin embargo, el resultado de ese intercambio comunicacional fue entrevisto de otra manera. El matrimonio entre el conocimiento y el poder, una mera fantasía en tiempos de Platón, se ha vuelto rutina y es prácticamente el postulado axiomático de la filosofía y un reclamo común y cotidiano de la política. La verdad pasó de ser algo por lo que era posible ser asesinado a ser algo que ofrece buenas razones para matar. (Fue siempre un poco de las dos cosas, pero los porcentajes de la mezcla se han invertido drásticamente). Por lo tanto, era natural y razonable esperar, en tiempos de Adorno, que los apóstoles rechazados de la buena nueva recurrieran a la violencia cada vez que pudieran; buscaban la dominación para romper la resistencia y obligar, impulsar o sobornar a sus oponentes para que se adentraran por un camino que se mostraban reacios a recorrer. Al viejo dilema —cómo transmitir el mensaje a los no iniciados sin desvirtuar su esencia, cómo expresar la verdad en una forma sencilla de comprender a la vez que lo suficientemente atractiva como para que se deseara comprenderla pero sin torcer o diluir su contenido— se agregó una nueva dificultad, especialmente seria y preocupante en el caso de mensajes con aspiraciones emancipadoras y liberadoras: ¿cómo evitar o al menos amortiguar el impacto corruptor del poder y la dominación, vistos entonces como el vehículo principal para transmitir el mensaje a los reacios y empecinados? Ambas preocupaciones se entrecruzaban y, a veces, se mezclaban —como en la dura pero no concluyente disputa entre Leo Strauss y Alexander Kojève—.
«La filosofía», insistía Strauss, «es la búsqueda del orden eterno e inmutable dentro del cual tiene lugar la historia y que permanece absolutamente inmune a ella». Aquello que es eterno e inmutable está dotado también de universalidad; sin embargo, la aceptación universal de ese «orden eterno e inmutable» sólo puede ser alcanzada sobre la base de «un conocimiento genuino o de la sabiduría» —y no a través de la reconciliación y el acuerdo entre opiniones diversas—.
El acuerdo basado en la opinión nunca puede convertirse en un acuerdo universal. Toda fe que reclama universalidad, por ejemplo, ser universalmente aceptada, genera necesariamente una fe contraria que reclama lo mismo. La difusión entre los insensatos del conocimiento adquirido por los sensatos no sirve para nada, pues a través de su difusión o su disolución, el conocimiento se transforma inevitablemente en opinión, prejuicio o mera creencia.
Tanto para Strauss como para Kojève, esa brecha entre sabiduría y «mera creencia» y la dificultad de comunicación entre ellas apuntaban inmediata y automáticamente al tema del poder y la política. La incompatibilidad entre los dos tipos de conocimiento tomó, para ambos polemistas, la forma de la pregunta por las reglas, la coerción, y el compromiso político de los «portadores de la sabiduría» tomó la forma, por decirlo más abiertamente, del problema de la relación entre la filosofía y el Estado, considerado este como sede y foco principal de la política. El problema se reduce a la tajante opción entre compromiso político y distanciamiento radical de la actividad política, y a sopesar cuidadosamente los potenciales beneficios, riesgos y desventajas de cada uno.
Dado que el orden eterno, la verdadera preocupación de los filósofos, es «absolutamente inmune a la historia», ¿de qué manera podría contribuir a la causa de la filosofía el contacto con los poderosos y los dueños de la historia? Para Strauss, se trataba mayormente de una pregunta retórica, ya que «de ninguna manera» es la única respuesta razonable y evidente por sí sola. Es posible que la verdad de la filosofía sea inmune a la historia, responde Kojève, pero ello no implica que pueda mantenerse al margen de ella: el punto central de esa verdad es ingresar a la historia para reformarla—de allí que el intercambio con quienes ostentan el poder, guardianes naturales que custodian el ingreso, permitiendo o impidiendo el paso, sea una tarea que forma parte vital e integral de las ocupaciones del filósofo—. La historia es la consumación de la filosofía; la verdad de la filosofía encuentra su última prueba y confirmación en su aceptación y reconocimiento, en las palabras de filósofos que se transforman en carne del sistema. El reconocimiento es el telos último y verificación de la filosofía; y por lo tanto el objeto del accionar de los filósofos no son los filósofos mismos, su pensamiento ni su «ocupación interna de filosofar», sino el mundo como tal, y finalmente la armonía entre ambos, o más bien una nueva creación del mundo a imagen de la verdad de la que los filósofos son guardianes. «No tener contacto» con la política no es, por consiguiente, la respuesta; es una puñalada trapera no sólo contra el «mundo exterior» sino también contra la filosofía.
No hay modo de evitar el problema del «puente político» hacia el mundo. Y en tanto ese puente no puede sino ser manejado por empleados del Estado, el problema de cómo utilizarlos para facilitar el ingreso de la filosofía al mundo no se desvanecerá y deberá ser enfrentado. Y tampoco hay manera de desconocer el hecho brutal de que al menos al principio —y mientras la brecha entre la verdad de la filosofía y la realidad del mundo permanezca abierta— el Estado toma la forma de una tiranía. La tiranía (Kojève afirma categóricamente que esta forma de gobierno puede ser definida en términos moralmenteneutros) sobreviene cada vez que una fracción de los ciudadanos (poco importa si son mayoría o minoría) impone a todos los demás sus propias ideas y acciones, ideas y acciones que están guiadas por una autoridad que esta fracción reconoce espontáneamente, pero que no ha logrado que los demás reconozcan como tal; esta fracción impone a los otros dicha autoridad sin «ponerse de acuerdo» con ellos, sin tratar de lograr un «compromiso» con ellos, y sin tomar en cuenta sus ideas y deseos (determinados por otra autoridad, que esos otros reconocen espontáneamente).
Ya que es el desprecio por las ideas y los deseos de los «otros» lo que hace que la tiranía sea tiránica, la tarea consiste en cortar la cadena cismogenética (como diría Gregory Bateson) de desprecio altanero de un lado y de débil protesta por el otro, y hallar un terreno donde ambos bandos puedan encontrarse y debatir provechosamente. Ese terreno (en esto Kojève y Strauss estaban de acuerdo) sólo puede ofrecerlo la verdad de la filosofía, que se ocupa —necesariamente— de cosas eternas y absoluta y universalmente válidas. (Todos aquellos terrenos que puedan ofrecer las «meras creencias» servirán solamente de campos de batalla y no como salas de conferencias). Kojève creía que esto era posible, pero Strauss no: «no creo que sea posible una conversación de Sócrates con la gente». Sea quien sea que toma parte en tales conversaciones, no es un filósofo sino «alguna clase de retórico», más preocupado por lograr obediencia a aquello que el poder necesite o quiera ordenar que por allanar el camino que conduzca la verdad hasta la gente. Los filósofos no pueden hacer más que intentar aconsejar a los retóricos, y sus posibilidades de éxito son así y todo mínimas. La posibilidad de que la filosofía y la sociedad alguna vez se reconcilien y unifiquen es escasa Strauss y Kojève estaban de acuerdo en que la política era el nexo entre los valores universales y la realidad de la vida social a la que da forma la historia; como escribieron durante la modernidad pesada, dieron por sentado que la política y las acciones del Estado se superponen. Y de ello se desprendía sin más que el dilema al que se enfrentaban los filósofos se reducía a una simple elección del tipo «tómalo o déjalo»: o utilizar ese nexo, a pesar de los riesgos que su uso pudiera implicar, o (en nombre de la pureza del pensamiento) mantenerse al margen y guardar distancia del poder y de quienes lo ostentan. En pocas palabras, la opción era entre una verdad condenada a ser impotente o un poder condenado a no ser fiel a la verdad.
La modernidad pesada fue, después de todo, una época en la que se daba forma a la realidad a la manera de la arquitectura o la jardinería; para que la realidad se ajustara a los dictámenes de la razón, debía ser «construida» bajo estrictas normas de control de calidad y de acuerdo con estrictas reglas de procedimiento, y por sobre todo diseñadaantes de dar comienzo a los trabajos de construcción. Era una época de planos y tableros de dibujo —no tanto para hacer un relevamiento del terreno social como para elevar ese terreno a los niveles de lógica y de racionalidad de los que sólo los mapas pueden jactarse—. Era una época que soñaba con legislar para hacer de la razón una norma de la realidad, con barajar y repartir de nuevo para impulsar las conductas racionales y hacer que todo comportamiento contrario a la razón resultara demasiado costoso como para ser siquiera considerado. Para la razón legislativa, descuidar a los legisladores y a las instituciones a cargo del cumplimiento de la ley no constituía, obviamente, una opción. La cuestión de la relación con el Estado, cooperativa o antagónica, representaba su dilema fundacional: un verdadero asunto de vida o muerte.
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