«Emma Zunz», de Jorge Luis Borges
El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer – ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar…”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
El Aleph (1949)
Una mirada sobre el famoso cuento de Jorge Luis Borges Emma Zunz, cuerpo y filiación
"el señor Jorge Luis Borges, en su obra tan armónica con el phylum de nuestro discurso”
Jacques Lacan[1]
Antes de partir hacia la clandestinidad, Emanuel Zunz jura que el responsable del desfalco por el cual su vida se ha malogrado es el gerente de la empresa que hasta entonces lo había empleado. Su hija, que sin reservas decide creerle, guardará el secreto con odio contumaz. Así, a partir de este y otros pormenores, Borges construye Emma Zunz[2], el relato cuya homónima protagonista animará al concebir un temerario plan con que vengar la muerte (para ella suicidio) de su padre, acaecida años después de aquella revelación determinante. En efecto, con el pretexto de brindar detalles sobre una huelga, Emma conviene una entrevista con Aarón Loewenthal, el gerente sindicado como autor del delito, pero ahora devenido dueño de la empresa en que ella misma trabaja. Previamente, y a pesar del “ temor casi patológico” [3] que el sexo le inspira, la joven se vende por unos pesos a un rudo marinero del puerto, para luego con la huella de la ignominia aún en su cuerpo, acudir a la cita previamente concertada.
Desde la madrugada anterior, Emma Zunz ha esperado el momento en que, revolver en mano, le hará confesar al infame el delito que sellara la suerte de su padre. Pero una vez frente al patrón, la muchacha es invadida por el odio que la reciente humillación le ha provocado --esa “cosa horrible”[4] que su papá le hacía a su mamá, tal como coligió durante el sórdido encuentro con el marinero--, y así, omitiendo toda mención a su finado progenitor, descerraja al empresario dos tiros para tumbarlo primero y uno para rematarlo después. Lo demás ya estaba cantado: la muchacha denuncia el extremo proceder al que un presunto abuso del hombre la habría obligado. Emma queda libre de culpa y cargo. El narrador de Borges concluye:
“La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”[5]
No hay cuerpo sin filiación
Ahora bien, al destacar la identificación de Emma con su madre, Beatriz Sarlo[6] conjetura que: “En el momento en que Emma llega a enfrentarse con Loewenthal el cuerpo puede más que la filialidad y es por el ultraje padecido que ella no puede no matarlo” [7] .
Aquí es donde cierto análisis literario y el psicoanálisis dividen sus aguas, ya que para este último se trata exactamente de lo contrario, a saber: Porque no hay cuerpo sin filiación, Emma consuma en ese objeto actualizado y contingente llamado Loewenthal, la venganza de una trama tanto más trágica cuanto más originaria. Ciertamente aquí está convocada la dimensión más oscura y traumática del Edipo: la relación que ambos géneros sostienen con la mujer en tanto alteridad radical. En efecto, la mención del pudor junto con la del nombre propio que aparece en el remate del texto más arriba citado demuestra que Borges --siempre fiel a la letra-- estaba bien orientado. Por lo pronto, la etimología de la palabra que hemos utilizado al mencionar el mancillado cuerpo de Emma --ignominia-- literalmente significa perder el nombre. Y, efectivamente: ¿en qué otro lugar se alberga el honor y el pudor de un sujeto si no es en su buen nombre? De allí que también la maniobra de Emma no sea sin riesgos subjetivos, porque en el enroque patronímico que su coartada fabrica ( Zunz-anónimo marinero-Loewentahl) , se agita la condición de objeto que, por ser hablante, toda mujer soporta: esa dimensión de la femineidad a la que ningún nombre llega y que el padre --en tanto instancia y función que dona el símbolo-- es responsable de velar.
¿De quien se venga Emma entonces? ¿A quién mata?
Es que después del acto sexual, el sujeto femenino pide palabras, dulces y justas palabras para coser el cuerpo que un goce innombrable le fragmentó en pedazos. Palabras que la hagan una. Y palabras que la vistan como única. Palabras tiernas, palabras del pudor. De eso se trata cuando Lacan, en sus fórmulas de la sexuación[8] que tan poco honor rinden a la anatomía, indica que lo femenino apunta al vacío y también al falo. Porque no se trata del pene, sino de esos significantes capaces de humanizar la inquietante satisfacción en que una mujer no se reconoce. Pero los hombres --Borges incluido si algún alivio esto nos supone--, somos torpes por estructura y no siempre estamos a la altura de aquella demanda. Sobre todo si la dama en cuestión, como en el caso de Emma, no pudo oportunamente contar con los significantes que velaran eso que el papá le hacía a la mamá. De nuevo: ¿De quién se venga Emma entonces? ¿A quién mata?
Además, si el pudor es el resguardo de una nada, el diálogo de una mujer con el espejo consiste en la tramitación de “esa cosa horrible” imposible de ver para el sentido común. (No en vano al describir el pasaje por el puerto, Borges dice: “Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada...”[9])
Por eso: ¡ay! del hombre --o de la mujer-- que, refugiándose en la cómoda mezquindad de lo obvio, pronuncia una torpeza en el momento en que la feroz y exigente imagen de la Otra vacila en el cristal. Pocas cosas son tan ofensivas para una mujer: habremos fallado como mediadores. Y aquí aparece el registro que la literatura (a excepción de Borges y algunos otros) no considera en forma positiva y explícita: el resto irreductible de lo real. En efecto, mal que le pese a nuestra frágil impostura machista, el hombre está antes que nada convocado para facilitar a su compañera la relación con esa Otra que toda mujer arrastra en sí misma; tal como Freud coligió cuando, desechando toda complementariedad sexual, ubicó a la madre como el objeto primordial para ambos sexos[10].
Al promediar el relato, Borges escribe: “Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra” [11]. Si por un instante consideramos una disimetría en la doble negación que esta última frase enuncia, aceptaremos que un resto de ese padre que Emma mataba en Loewenthal permanece vivo (¿un resto irreductible?)
A su manera, Borges lo corrobora cuando expresa: “...la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo y seguiría sucediendo sin fin”[12]. Ese hueso irreductible que ningún asesinato o negación pueden suprimir constituye el carozo de la diferencia subjetiva, nuestra singularidad; tal como bien Freud señalaba en El Yo y el Ello: “Al comienzo de todo (...) es imposible distinguir entre investidura de objeto e identificación”[13]. (Como si la fusión entre madre y padre estuviera incorporada a la manera de una primordial referencia)
En otros términos: es imposible erradicar la filiación cuando hay un cuerpo. (En este punto, la psicosis es nuestra mejor abogada: seres que por no apropiarse de la demanda del Otro primordial, no alcanzan a negar --léase reprimir-- a través de lo simbólico la negatividad mortificante ínsita en el lenguaje. En efecto, el esquizofrénico sufre la ignominia en la carne: su imagen corporal se deshace, l-i-t-e-r-a-l-m-e-n-t-e.)
Ahora bien, esta singularidad ominosa --lo familiar que se vuelve extraño-- que en el psicótico aparece a cielo abierto, es el mismo objeto que el artificio estético vela en su saber hacer con la tela, la cámara, el sonido o la letra. Freud llamó sublimación a este mecanismo psíquico que diluye el padecimiento al tiempo que respeta la diferencia subjetiva. Por esta misma razón, Lacan afirmó que el psicoanálisis aprende del arte un saber hacer allí con la irreductible singularidad del síntoma. No deja de resultar interesante, entonces, observar que Borges desconfía de los abstractos arquetipos cuando, para situar el dominio específico del arte, expresa: “El arte, siempre, opta por lo individual, lo concreto; el arte no es platónico”[14].
Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología de la Universidad de Buenos Aires.
Publicado originalmente en Aesthethika, Revista Internacional de Estudio e Investigación del Departamento de Ética, Política, y Tecnología, Instituto de Investigaciones, Facultad de Psicología, Universidad de Buenos Aires.
Notas:
[1] Jacques Lacan ( 1966) , “El Seminario sobre La Carta Robada”, en Escritos 1, Buenos Aires, Paidós.
[2] Jorge Luis Borges, Emma Zunz en Obras Completas I, María Kodama y Emecé Editores, Barcelona, 1989, pag. 564.
[3] Op. Cit., pag. 565
[4] Op. cit. pag. 566.
[5] Op. cit. , pag. 568.
[6] Beatriz Sarlo, El saber del cuerpo. A propósito de Emma Zunz Hiperinterpretación, accesible en
http://borges.uiowa.edu/vb7/sarlo.pdf
[7] Beatriz Sarlo, El saber del cuerpo. A propósito de Emma Zunz. Conocimiento del cuerpo. http://borges.uiowa.edu/vb7/sarlo.pdf, pag. 238.
[8] Jacques Lacan, El Seminario: Libro 20, Aún, clase del 13 de marzo de 1973, Una carta de almor.
[9] Borges, Op. cit. pag. 565.
[10] Ver Sigmund Freud, Presentación autobiográfica en A. E. volumen 20.
[11] Borges, Op. cit. pag. 567.
[12] Borges, op. cit. pag. 564.
[13] Sigmund Freud, El Yo y el Ello, A. E. XIX, pag. 31.
[14] Jorge Luis Borges, Discusión, en Obras completas I , op. cit., pag. 180
Sexualidad y violencia.
Un paralelo entre el cuento de Jorge Luis Borges “Emma Zunz”-y la versión del relato biblíco “Judith” en la tragedia de Hebbel
Universidad del Salvador, Argentina
“Emma Zunz” fue publicado en setiembre de 1948 en la Revista Sur, y luego incluido en la edición de El Aleph al año siguiente. Es uno de esos misteriosos objetos de la obra borgeana (utilizando una bella imagen de Ricardo Piglia inspirada en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”) casi microscópicos e invisibles, pero con una riqueza literaria excepcional. Es una pieza rara en la obra borgeana. Escapa a la oscilación entre el mundo de las orillas, los cuentos de compadritos, de duelos, del Buenos Aires de fin de siglo, y las historias fantásticas con esos tópicos tan propiamente borgeanos como la biblioteca infinita, el laberinto, la cábala. La protagonista es una obrera de origen judío, habitante de una ciudad más parecida a la Erik de Lönnrot que a la de Rosendo Juárez, una ciudad asimilable a la gran urbe de la inmigración. La historia narra el ardid que Emma, la protagonista, ideó y llevó a cabo para vengar la muerte de su padre.
Parece que la historia no se le ocurrió a Borges, sino que Cecilia Ingenieros --por entonces, su pretendida-- le propuso el tema, y Borges --para complacerla-- lo escribió (1). El escritor se esmera en negar esta extraña criatura. Bioy Casares en su Diario señala que, refiriéndose a “Emma Zunz”, Borges decía: “Este cuento no es mío: me lo dio Cecilia. Yo lo escribí porque me pareció extraño y dramático. Está basado en la idea de venganza, que yo no entiendo. Si todas mis obras desaparecieran y sólo quedara «Emma Zunz», nada mío habría quedado” (Aguilar y Jelicie, 107).
Asimismo, en el “Epílogo” de El Aleph, Borges hace referencia a “Emma Zunz” para excluirla del género fantástico (2): “Fuera de«Emma Zunz» -afirma- (cuyo argumento espléndido, tan superior a su ejecución temerosa, me fue dado por Cecilia Ingenieros) y de «La historia del guerrero y la cautiva», las piezas de este libro corresponden al género fantástico”.
Según sus declaraciones, “Emma Zunz” sería una historia “no fantástica”, apenas la ejecución temerosa de un argumento que una mujer (Cecilia) le concedió. Sin embargo, si repasamos la “Tesis sobre el cuento” de Ricardo Piglia, veremos que en “Emma Zunz” encontramos la característica fundamental del cuento borgeano (3).
De acuerdo con la primera tesis de Piglia, el cuento siempre narra dos historias: una historia visible y otra que se va construyendo secretamente. Los distintos elementos del cuento funcionan de manera diferente en las dos historias (lo superfluo en una es fundamental en la otra) y cada historia tiene su propia causalidad. Conforme la segunda tesis, la historia secreta es la clave de la forma del cuento.
En el cuento tradicional, la historia secreta se descubre hacia el final provocando un efecto sorpresa. En la versión moderna, se mantiene la tensión entre las dos historias durante todo el cuento; y la historia subterránea se vuelve cada vez más secreta y elusiva.
En Borges, señala Piglia, la historia visible toma la forma de alguno de los géneros literarios (gauchesco, policial, fantástico), pero la historia secreta es siempre la misma: “la duplicidad y condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino”. Esto lo vemos en cuentos como la “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” o en “El Sur”.
Ahora bien, la variante fundamental que Borges inventa e introduce en la historia del cuento es --en palabras de Piglia: “(…) Hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia visible”. Esta forma propia del cuento borgeano, su singular invención, la encontramos en relatos como “El muerto”, “La muerte y la brújula”, “El tema del traidor y del héroe”, etc., y claramente en “Emma Zunz” (4).
En efecto, después de haber asesinado a Aaron Loewenthal, Emma telefonea (a la policía, muy probablemente) y dice: “Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…”. La protagonista del relato se descubre como la autora de una ficción que ella misma presenta como increíble, pero que terminará imponiéndose. “Emma Zunz” es la historia de cómo una mujer construye una estratagema -a través de un entramado secreto y perverso de acciones que se suceden entre la recepción de una carta, el día jueves, y ese fatal sábado; estratagema que le permitirá asesinar a su enemigo y escapar de la justicia.
Ahora bien, eso que hace que una historia increíble sea sustancialmente cierta es algo que sucede antes del asesinato, lejos de la fábrica y muy cerca del Paseo de Julio. En los párrafos en donde se narran esos sucesos, el relato se vuelve vacilante: la voz del narrador se duplica inesperadamente (“nos consta que esa tarde fue al puerto”) y rápidamente vuelve a ser singular (“Yo tengo para mí”); vacila sobre cómo narrar hechos irreales y horrorosos para la protagonista. Son apenas dos párrafos en donde se nos muestra el revés de una trama perversa, el momento en que el perverso plan se trastoca.
En efecto, el pliegue del relato es el cuerpo de la protagonista, que finalmente será la prueba del móvil del asesinato y la garantía del éxito de la venganza (en tanto atenuante), el punto de inscripción de la falsa historia, lo que la convierte en verdadera, la materia de la ficción (dirá Piglia) (Sarlo, El saber: 233). Pero, al mismo tiempo, el pase por el cuerpo de la trama vengadora constituye el momento en que la venganza se trunca, pues se convierte en algo distinto de sí. Mediante un “giro irónico”, la heroína de la justicia divina mata en realidad por el ultraje recibido cerca del Paseo de Julio (Sarlo, El saber: 240). El sacrificio, la “pureza del horror”, termina pervirtiendo su plan original. He aquí el punto de inflexión en donde las dos historias se entrelazan: la ficción exitosa de la que Emma es autora y la que corre subterránea, elíptica, a la que Borges alude hacia el final del cuento cuando nos da a entender que lo que la lleva a Emma a asesinar a Loewenthal es más lo que ella siente en su cuerpo que la muerte de su padre.
Beatriz Sarlo, en “Venganza y conocimiento”, señala que la estratagema se ve perturbada por el conocimiento adquirido en el acto sexual que “desplaza la razón de su venganza del objetivo principal (digamos, fundante de la acción) a uno secundario (digamos, condición necesaria para construcción del móvil y atenuante del crimen)”. Sin embargo, lo que resulta en el cuerpo de Emma no es para nada una “lección de conocimiento” ni tampoco un saber (126).
Hay una inscripción en el cuerpo de Emma como mujer, pero sobre todo como virgen y mujer judía, que no opera como saber ni conocimiento de resultas del acto sexual, sino desde el momento mismo en que la protagonista concibe el plan y los pasos a seguir para concretarlo (5). Dicen que Borges hizo de la protagonista una mujer judía para dar verosimilitud al relato. No tenemos esa certeza, pero si así fuera, cabría preguntarnos por qué una mujer judía haría más creíble el relato. ¿Qué aspecto de la historia cobraría mayor fuerza de verdad? ¿Acaso ese aspecto no será el nudo que habremos de desentramar para comprender la historia en su pliegue? (6)
*
Tan extraños y singulares son los hechos que ocurren ese sábado que parecen perturbar incluso al narrador, quien comienza con una inquietante intervención: “¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde?”. Eso que la memoria de la protagonista coloca deliberadamente en la irrealidad, debe ser narrado. ¿Pero cómo? Sería muy difícil, “quizá improcedente”, dice el narrador no sin cierta comicidad. La realidad que Emma le querrá negar, agudiza el carácter infernal y terrorífico de esos hechos. Tranquilizadoras, las frases que siguen restablecen el “realismo” de la narración, apelando a referencias precisas: “Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers”. Aquí el relato nuevamente introduce una extraña fórmula jurídica que no volverá a aparecer: “nos consta que esa tarde fue al puerto”. Inmediatamente, otra referencia real y precisa: “Acaso en el infame Paseo de Julio” (7). Y nuevamente el narrador duda sobre cómo referirse a aquellos hechos: si conferirles un carácter luminoso (imaginar a Emma “multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos”) o sostener una razonable sordidez (“al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova”). El color del relato se impone: después de entrar en dos o tres bares, da con los hombres del Nordstjärman (el barco que zarparía esa noche del Dique 3) y elige uno.
Cuando entra en escena el marinero, la constelación masculina queda ya conformada. Ha muerto el padre de Emma, y para vengarlo es necesario dar muerte a Aaron Loewenthal (quien --en la fantasía de Emma-- es el responsable último de la muerte del padre). Sin embargo, entre la noticia de la muerte del padre y el acto de venganza, Emma interpone un sacrificio, un acto horrendo. Para evitar la justicia humana, Emma (todavía virgen) debe dejarse poseer por un hombre extranjero, bajo y grosero. El marinero está en las antípodas de Milton Sills, la estrella del cine mudo –cuya foto está guardada en la cómoda junto a la carta. El padre y Milton Sills (ausentes, mudos) corresponden al orden del ideal masculino, mientras que Aaron Loewenthal y el marinero del Nordstjärman constituyen los hombres reales (groseros y que hablan idiomas extraños). Lo infernal es la mediación necesaria que Emma deberá atravesar para que la venganza se cumpla. Virgen como es, debe dejarse desflorar para engañar a la justicia. Sin embargo, hay un plus que Emma agrega al sacrificio: debe ser un hombre por el que no siente más que desagrado “para que la pureza del horror no fuera mitigada”. Se trata de un descenso al infierno para garantizar el cumplimiento de la justicia divina y la venganza del padre. Ese descenso tiene la forma de un laberinto: “El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (…) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró” (subrayado nuestro). Ese laberinto, donde reaparecen los simétricos losanges amarillos (“idénticos a los de la casa en Lanús”), llevará a Emma a vivir hechos graves: “Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman”.
Los sucesos del Paseo de Julio --precisamente para separar lo que separan-- infringen un corte en el tiempo y la historia. Borges introduce entonces una reflexión sobre la representación del tiempo. El tiempo es representado o bien según la imagen de la flecha o la vara, y los hechos graves en este caso producirían una ruptura violenta entre el pasado y el porvenir; o bien según el concepto de causalidad (sucesión entre el antecedente y consecuente), y entonces producirían una inexplicable discontinuidad. Como el haz de luz que se refracta al pasar de un medio a otro, algo irrumpe y disloca los hechos. Ya no habrá consecución entre el pasado y el presente, a tal punto que casi peligra el macabro plan de la protagonista.
En el relato, el tiempo queda detenido y el narrador se adentra en los pensamientos de Emma, mientras sucede ese “desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces”. Hay un ahora perturbador que Borges expresa así: “la cosa horrible que a ella ahora le hacían” (el subrayado es nuestro). Esa referencia al presente es la que precisamente opera la eternización del suceso, trastornando al lector en el momento preciso en que lee la palabra ahora. Cada vez que el cuento es leído se produce el mágico efecto de la repetición del suceso, al mismo tiempo que convierte al lector en testigo de algo que es contemporáneo con la lectura misma. Detrás de una puerta, en algún lugar de esta ciudad, hay una mujer que ahora, como Emma, está viviendo alguna experiencia sexual horrible y todo lo que puede suceder después. Efecto inquietante y, al mismo tiempo, amedrentante (8).
¿Qué pensamientos le sobrevinieron a Emma mientras le hacían esa cosa horrible? Emma pensó en el muerto (nótese que ahora es “el muerto”, y no “el padre”), no pudo no pensar (subraya Borges, con un paréntesis). Pensó una sola vez, subraya con itálica y aclara -presentificándose en el relato en la forma chocante del yo: “Yo tengo para mí que pensó una vez”. Insiste el narrador en una única vez, pues de haberse reiterado, de haber persistido ese pensamiento débil pero terrible, de no dejarlo ir con el vértigo de las sensaciones, hubiera peligrado el desesperado propósito. Emma podía empezar a sentir (ahora) lo que otra mujer, su madre (cuyo recuerdo con dificultad trataba de evocar, en contraste con la memoria devota del padre amado), había sentido alguna vez. Ahora, su padre se develaba como hombre, quizá tan abominable como el extranjero y como Aaron. Eso solo podría haber convertido a Emmanuel Zunz en indigno de ser vengado.
El relato lentamente recupera su ritmo. Se restablece el mecanismo policial, la linealidad del tiempo, y las partes que lo forman recuperan su consecutividad. El narrador presenta entonces a la víctima: Aaron Loewenthal, un hombre con una existencia calculada, temerosa y mezquina. A esa hora, está esperando el informe confidencial de Zunz, la delación. Pero Emma reza en voz baja la sentencia que oiría antes de morir. Ahora sabemos lo que no supimos al comienzo, eso que Emma había previsto, los motivos que la llevaron al Paseo de julio para encontrarse con el marinero: todo ello no era más que una estratagema, una astucia para eludir el castigo, no por temor, sino porque así ella sería instrumento de la Justicia de Dios (y no el objeto de la justicia humana).
Sin embargo, las cosas no fueron como Emma las había planeado: “Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido”. Detrás de aquella puerta, y sin que Emma lo hubiera previsto, se había producido una extraña alquimia. El plan de Emma ya no era suyo, y en el cuerpo de Aarón Loewenthal no se operará la venganza del padre. Es así que la escenificación que tan cuidadosa y detalladamente había soñado, resulta una insensata teatralería. “No tenía tiempo que perder en teatralerías”. Fríamente, Emma consuma el plan sin ni siquiera poder terminar de decir la acusación que tenía preparada.
Ahora bien, ¿cómo comprender la misteriosa transmutación de un móvil en otro? ¿Cómo comprender ese desplazamiento? Beatriz Sarlo, en su lectura spinoziana del cuento, se refiere a un “saber” del cuerpo, a una independencia y un potencial que se inscribe mal en el diseño intelectual y consciente de Emma: “El cuerpo se ha resistido a ser instrumento ciego de la venganza. Emma quiso usarlo como si su conciencia pudiera imponerse sobre esa materialidad, pero el cuerpo impuso los cambios en la venganza de Emma: lo que puede un cuerpo” (Sarlo, Venganza: 127). Sin embargo, habría algo asociado a la identidad, algo que atraviesa el cuerpo de Emma en tanto mujer y en tanto judía que va más allá de la verosimilitud del relato, pues –como veremos- echa luz sobre esa historia misteriosa que corre por debajo del mecanismo policial del relato, y que tiene como eje la cuestión de la sexualidad y la violencia. “Mujer judía” en hebreo se dice Judith, y la historia de Judith es también una historia de venganza (9).
*
En el relato bíblico, Judith era viuda y hacía tres años que guardaba ayuno y castidad. Betulia, su ciudad, estaba sitiada por Holofernes, un guerrero asirio y Judith concibió un extraño plan para liberarla (10). Se quitó sus vestidos de viudez, se ungió con ungüentos, aderezó sus cabellos y se vistió con traje de fiesta. Pidió a los jóvenes que le abrieran las puertas de la ciudad, y se presentó ante Holofernes para ofrecerle ayuda en contra de los suyos. Holofernes quedó prendado de su belleza y organizó un banquete, pero extraviado por la bebida quedó tendido sobre su lecho. Judith lo contempló, y mientras elevaba una plegaria al Señor, tomó el alfanje y se acercó silenciosa hasta el lecho mientras decía: “Dame fuerzas, Dios de Israel, en esta hora”, tomó a Holofernes de los cabellos y le cortó la cabeza.
En 1944, la editorial Emecé publicó en Buenos Aires la traducción de Ricardo Baeza de la tragedia de Friedrich Hebbel, Judith. El libro cuenta con un prólogo del traductor en donde se introduce a los lectores en la vida y obra del dramaturgo alemán, además de un estudio preliminar de Jacinto Grau. En los últimos párrafos de dicho prólogo, Baeza explica cómo Hebbel concibió la tragedia, inspirado en la reseña que el poeta Heine hizo sobre el conocido cuadro de Vernet sobre Judith. Reseñando la pintura en 1831, Heine decía: “Criatura encantadora, virgen ayer todavía, pura delante de Dios, mancillada a los ojos del mundo, hostia profanada… El rostro es de una dulce ferocidad, de una ternura sombría; una cólera sentimental se transparenta en él. En sus ojos centellean una divinidad cruel y la alegría de la venganza; pues también ella tiene su injuria que vengar, la profanación de su cuerpo” (Baeza 39). Hebbel recogerá entonces esta sugerencia de Heine: “Judith tiene que ser una virgen para tener el valor necesario a la ejecución del acto. La historia lo demuestra, y es una creencia común a todos los pueblos. La virginidad, por un fenómeno misterioso, conserva intacta en la mujer una fuerza moral que le permite en un momento dado elevarse por encima de la humanidad” (Ibídem).
No sabemos si Borges conoció esta edición, si leyó el drama de Hebbel. Aunque no es poco probable que así haya sido, por su gran erudición así como su admiración por Heine y sus conocimientos de la literatura alemana. De cualquier modo una comprobación al respecto, en literatura, no tiene ningún sentido. Sin embargo, el paralelo entre Emma y la Judith de Hebbel es sorprendente al mismo tiempo que fundamenta el esbozo de una particular línea de lectura que muestra un revés “universal” del relato: la singularísima iteración de aquel ritual femenino del desfloramiento ligado al tabú de la virginidad y a la violencia asociada a la sexualidad, que en la Judith de Hebbel es vengado por el asesinato de Holofernes y redimido por la consecuente salvación de Betulia, y en “Emma Zunz” vengado por la muerte de Aaron Loewenthal y redimido por la secreta venganza del Padre (justicia divina).
La tragedia consta de cinco actos. Holofernes, un poderoso guerrero a las órdenes de Nabucodonosor, se dispone a aniquilar a los hebreos, ese pueblo de insensatos que “adoran a un dios que no pueden ver ni oír, cuya persona no se sabe dónde habita, y al que ofrecen, sin embargo, sacrificios, lo mismo que si les estuviese mirando desde el altar, feroz y amenazador”. Como el dios que Judith adora, Emmanuel (que significa en hebreo dios con nosotros) no se sabe bien dónde vive ni se lo puede ver ni oír. Sin embargo, Emma lo adora.
En el acto segundo, Judith está en su aposento, lamentándose de su suerte y confesándole a Mirza --su criada, una suerte de “conciencia” de la protagonista-- que los hombres le dan terror. Ante la pregunta de Mirza (“¿acaso no has tenido esposo?”), Judith narra el triste suceso de la noche de bodas. Como Judith, Emma se lamenta de su suerte al momento de recibir la noticia de la muerte de su padre. También es virgen y siente terror por los hombres.
Cuando Judith se entera de la existencia de Holofernes quien “mata a las mujeres con sus abrazos y sus besos”, siente una irresistible atracción. Como Emma Zunz para el marinero extranjero, Judith será para Holofernes objeto de goce, y él será para ella una herramienta para la justicia.
En el tercer acto, Judith se ha entregado a la oración y al ayuno. Está asustada por esa atracción que siente, y mientras el pueblo resiste el sitio del invasor, Dios le revela el camino: se entregará a Holofernes, pero una vez que el acto se consuma, en nombre de su pueblo, lo matará. La hora del ayuno y oración suceden en la habitación de Emma hasta que la primera luz definió el rectángulo de la ventana: sumida en el llanto, los recuerdos y el insomnio, Emma ya era la que sería, “ya estaba perfecto su plan”.
Ahora bien, en Emma existe un desplazamiento que no está en Judith. En efecto, Judith será poseída por Holofernes, a quien asesinará convirtiéndose en heroína de Betulia. En cambio, para Emma, Holofernes tiene dos cuerpos: el del marinero (quien realiza la cosa horrenda) y Aaron Loewenthal (el asesinado) (11).
En el quinto acto, Judith ya ha sido desflorada y quiere vengarse. Mirza --incapaz de comprender lo ocurrido-- le pide que huyan, pero Judith necesita vengarse. Insiste en ello. Holofernes duerme apaciblemente y ese sueño es, para Judith, el peor ultraje. Entonces, desenvaina la espada y en un gesto bestial le corta la cabeza. En el fervor del crimen cometido, y ante la mirada azorada de Mirza, dice haber cometido un acto heroico. Pero Mirza acusa a su señora, diciéndole que no era en su pueblo en quien pensaba cuando alzaba la espada. Al final, ambas huyen, llevando a Betulia la cabeza de Holofernes.
Freud ha leído la tragedia de Hebbel, y sostiene que Judith es una de esas mujeres cuya virginidad aparece protegida por el tabú, y encuentra en Holofernes un motivo patriótico para encubrir el motivo sexual. “Desflorada por el poderoso Holofernes … su indignación le da fuerzas para decapitarle, convirtiéndola en libertadora de su pueblo”. Hay una confusión entre el motivo patriótico y el motivo sexual. Ambos están mezclados: uno moviliza al otro. “Hebbel sexualizó intencionalmente el relato patriótico --dice Freud-- tomado de los libros apócrifos del Antiguo Testamento, en los cuales Judith se vanagloria a su regreso de no haber sido violada… Pero nuestro autor, con su fina sensibilidad de poeta, sospechó, sin duda, el motivo primitivo, desvanecido en aquel relato tendencioso y devolvió al tema todo su contenido original” (12)
Ahora bien René Girard añade un aspecto interesante al tabú de la virginidad, a saber: la violencia a la que el acto sexual está ligado. En su estudio sobre la violencia y lo sagrado, Girard afirma que “La sexualidad forma parte del conjunto de fuerzas que se juegan en el hombre con una soberanía tanto mayor cuanto pretende burlarse de ellas” (Girard: 41). Tanto así que la impureza que, en las religiones primitivas, se vinculaba a la sexualidad se explica porque la sexualidad estaba directamente asociada a la violencia (13).
Este plus sexual que Freud señala en la Judith de Hebbel y la asociación entre sexualidad y violencia, nos permite penetrar la historia subterránea de “Emma Zunz”. Al referirse al relato, Borges quiso separarse del horroroso mundo de la venganza diciendo que no lo entendía. Sin embargo, habría una profunda comprensión de esa misteriosa y violenta fuerza de la que el personaje femenino del relato quedará investido luego del “horror” del sacrificio para potenciar la venganza al mismo tiempo que la trastoca.
El paralelo que realizamos entre la versión hebbeliana de la historia de Judith y “Emma Zunz” nos permitió echar cierta luz sobre ese sutil y misterioso giro del cuento a través del cual, después de sucedida la cosa horrible, se trastoca el móvil original del crimen. Para Sarlo, el cuerpo de Emma se ha resistido a ser el instrumento ciego de la venganza, pero entonces deberíamos sostener que tanto la violencia como la venganza fueron sólo el resultado de un plan intelectual. Sin embargo, para nosotros, el cuerpo está presente de entrada, y la violencia y venganza nunca son del orden de las ideas, sino que hay un sustrato del cuerpo que ya se juega en ellas. El malestar en el vientre y en las rodillas, la culpa, el frío, la irrealidad, el temor a los hombres, ya están presentes en el relato antes de vivir la cosa horrenda. Ciertamente, lo que ocurre con el marinero profundiza el deseo de violencia, el deseo de venganza, trascendiendo incluso el amor a su padre y todo el cariz religioso con el que Emma quería barnizar los hechos. Mientras Emma es virgen, idealiza a su padre muerto, teme a los hombres y se declara contra toda violencia. Una vez que ha sido ultrajada, hasta el padre ideal zozobra (en el relato pasa a ser el muerto) y no solamente ya no teme a los hombres, sino que quiere y puede matarlos sin apelar a ningún ritual imaginario (no hay tiempo para teatralerías). El cuerpo de Aaron Loewenthal sustituye al del marinero, pero es al mismo tiempo el de cualquier hombre. El acto sexual es el punto de apoyo de la violencia prometida. No se trata de mitigar la pureza del horror, porque allí encontrará ese plus de violencia que despertará las fuerzas necesarias para llevar a cabo el asesinato. El acto sexual es, entonces, al mismo tiempo la coartada perfecta para la justicia y el punto de apoyo del ejercicio de la violencia. Sin el acto sexual no habrá crimen exculpable, y quizás tampoco fuerzas para asesinar, aunque el motivo resultó pervertido.
La vida de Emma, gris y opaca, transida de barrios decrecientes, el patio sombrío de la fábrica, el zaguán solitario y una ajada foto de Milton Sills, es apenas la punta del iceberg donde el terror a los hombres, el amor desmedido al padre ausente, la primera experiencia sexual, conforman el undercurrent de una historia que, aunque increíble, precisamente por ello resulta cierta. Más allá de las falsas circunstancias, el cuerpo de Emma, su virginidad y su articulación con el asesinato son el fundamento de verdad del tono de la denuncia, del pudor y del odio. Por eso la historia se impone a los otros, como el cuento sigue imponiéndose. Borges nos ha sorprendido contándonos cómo una mujer inventa e inscribe en la realidad una historia para vengar la muerte de su padre e imponer su verdad sobre la justicia de los hombres. Su cuerpo fue el medium, el núcleo por donde pasan las dos historias: la que Emma Zunz narra a los demás, y la que corre subterránea, elíptica, de una mujer, virgen y judía, que en un barrio perdido de la ciudad fue Judith.
Borges mismo nos ha contado una historia increíble, esa en la que niega ser el autor de “Emma Zunz” y dice no entender lo que es la venganza, al mismo tiempo que reconoce el don del espléndido argumento por parte de una mujer a la que pretendió, Cecilia Ingenieros. Esa historia terminó imponiéndose en algunos críticos que sostienen que “Emma Zunz” carece de aquellos aspectos simbólicos y filosóficos que enriquecen la mayoría de sus ficciones. Secreta venganza borgeana.
Notas
(1). También “El evangelio según San Marcos” fue inspirado en un sueño de Hugo R. Moroni o Historia Universal de la Infamia en donde Borges se reconoce como simple traductor o lector de relatos recogidos de diversas fuentes. Cf. Lira Coronado 70.
(2). Exclusión que, como señala Lira Coronado, es tan arbitraria como el hecho de incluir “La intrusa” entre las narraciones fantásticas de El Aleph, y poner como narración realista en El informe de Brodie. Cf. Lira Coronado 72.
(3). Muchos críticos se han hecho eco de esa negación sobre la que Borges insistió y deliberadamente quiso imponer cuando repiten que “Emma Zunz” no es más que una historia lineal que carece de aquellos aspectos simbólicos y filosóficos que enriquecen la mayoría de las ficciones de Borges (E. Aizenberg 223).
(4). En la conclusión de su trabajo, Lira Coronado afirma que “No importa que el argumento no sea original del autor. El hecho es que este queda internalizado por el autor de tal modo que lo sentimos por sus rasgos estilísticos, por sus elementos estructurales, por sus niveles de dicción, por su dialéctica como completamente borgeano…”. Cf. Lira Coronado 91.
(5). “Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería”.
(6). En esto seguimos a Edna Aizenberg, cuando se pregunta por qué dada la escasez de heroínas femeninas en su ficción, Borges decidió hacer de la protagonista de “Emma Zunz”, una mujer y especialmente una mujer judía. E. Aizenberg 223.
(7). El joven Borges, en los Cuadernos de San Martín (1929), le había dedicado un poema al Paseo de Julio, donde lo describe así: “(…) Eres la perdición fraguándose un mundo/ con los reflejos y las deformaciones del nuestro;/sufres de caos, adoleces de realidad/te empeñas en jugar con naipes raspados la vida;/tu alcohol mueve peleas,/tus adivinas interrogan envidiosos libros de magia (…) Tienes la inocencia terrible/ de la resignación, del amanecer, del conocimiento,/ la del espíritu no purificado, borrado/ por los días del destino/ y que ya blanco de muchas luces, ya nadie,/ sólo codicia lo presente, lo actual, como los hombres viejos (…)”.
(8). Vivimos en una época que se quiere “educada sexualmente”, creencia que pretende borrar la diferencia sexual al mismo tiempo que la experiencia singular y difícil (sea traumático o no) que es, para la mujer, la primera relación sexual. Pareciera que eso no existe, que el saber puede abolir la experiencia singular del cuerpo (femenino o masculino) o librarnos de ese sustrato misterioso y real, el cuerpo, inabordable por cualquier discurso y cualquier saber y al que la mirada estética de Borges alude.
(9). En este sentido, como veremos a continuación, más que la Electra griega, Emma Zunz tiene una predecesora que quiere vengar la forma más ideal del padre, es decir, la Patria agonizante, y hace pasar la venganza a través de su cuerpo. Para un análisis de la tragedia de Hebbel, ver Pagnoni Berns, Fernando Gabriel.
(10). Miguel Rivera hace una lectura del cuento en función del relato bíblico de Judith.
(11). Dice Girard que tanto en la sexualidad como en la violencia existen objetos de recambio: “Al igual que la violencia, el deseo sexual tiende a proyectarse sobre unos objetos de recambio cuando el objeto que lo atrae permanece inaccesible” (Girard 42). En este caso, se produce una tergiversación del ritual del sacrificio así como del ritual de la desfloración. Ni Loewenthal es el hombre que la desfloró ni el marinero es el hombre sobre el que cae toda la violencia que despierta la violencia padecida.
(12). Para Freud, la virginidad constituye un verdadero tabú en la medida en que el primer acto sexual genera en algunas mujeres una fuerte hostilidad hacia el hombre que ejecuta el desfloramiento. Por varios motivos. En primer lugar, dice Freud, habrá más hostilidad cuanto más fuertemente conservados hayan sido los deseos sexuales infantiles, cuanto mayor sea la fijación a la libido paterna, “De la intensidad y del arraigo de esta fijación depende que el sustituto sea o no rechazado como insatisfactorio… Cuanto más poderoso es el elemento psíquico en la vida de la mujer, mayor resistencia habrá de oponer la distribución de su libido a la conmoción provocada por el primer acto sexual y menos poderosos resultarán los efectos de su posesión física” (S. Freud 2452). En segundo lugar, porque el primer coito constituye una ofensa narcisista porque siempre va acompañado de la destrucción de un órgano, cuando no de la representación racional de saberse disminuida en el valor sexual de mujer desflorada (ya no posee esa dote que significaba en el mundo de Emma Zunz el hecho de ser virgen). Eso explica que en los pueblos primitivos se trataba de eximir al futuro esposo del primer acto sexual. “La insatisfacción sexual de la mujer –dice Freud- descarga sus reacciones sobre el hombre que la inicia en el acto sexual. El tabú de la virginidad recibe así un preciso sentido, pues nos explica muy bien la existencia de un precepto encaminado a librar precisamente de tales peligros al hombre que va a iniciar una larga convivencia con la mujer. En grados superiores de cultura, la valoración de estos peligros ha desaparecido ante la promesa de la servidumbre y seguramente ante otros diversos motivos y atractivos; la virginidad es considerada como una dote a la cual no debe renunciar el hombre. Pero el análisis de las perturbaciones del matrimonio nos enseña que los motivos que impulsan a la mujer a tomar venganza de su desfloramiento no se han extinguido tampoco por completo en el alma de la mujer civilizada” (S. Freud 2452).
(13). “La estrecha relación entre sexualidad y violencia, herencia común de todas las religiones, se apoya en un conjunto de convergencias bastante impresionante. Con mucha frecuencia la sexualidad tiene que ver con la violencia, tanto en sus manifestaciones inmediatas –rapto, violación, desfloración, sadismo, etc.- como en sus consecuencias más lejanas. Ocasiona diferentes enfermedades reales o imaginarias; lleva a los sangrientos dolores de parto, siempre susceptibles de provocar la muerte de la madre, del hijo o incluso de ambos al mismo tiempo. Hasta en el interior de un marco ritual, cuando se respetan todas las prescripciones matrimoniales y las demás interdicciones, la sexualidad va acompañada de violencia: tan pronto como escapa a este marco, en los amores ilegítimos, el adulterio, el incesto, etc., esta violencia y la impureza que resulta de ella se hacen extremas. La sexualidad provoca innumerables querellas, celos, rencores y batallas; es una permanente ocasión de desorden, hasta en las comunidades más armoniosas” (René Girard 42).
Bibliografía
Aguilar, Gonzalo y Jelicie, Emiliano. Borges va al cine, Buenos Aires: Libraria, 2010. Print
Freud, Sigmund, “El tabú de la virginidad”, Obras completas, Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2013. 2444-2453. Print
https://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v32/schaer.htm
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