La abrupta afirmación de Heidegger en la entrevista con Der Spiegel de 1976: «Sólo un Dios puede salvarnos» siempre ha causado perplejidad. Para comprenderla, es necesario, ante todo, restituirla a su contexto. Heidegger acaba de hablar del dominio planetario de la técnica, que nada parece capaz de gobernar. La filosofía y las demás potencias espirituales —la poesía, la religión, las artes, la política— han perdido la capacidad de sacudir o, en todo caso, de orientar la vida de los pueblos de Occidente. De ahí su amarga conclusión de que éstas «no pueden producir ningún cambio inmediato en el estado actual del mundo» y la inevitable consecuencia según la cual «sólo un Dios puede salvarnos». Que aquí no esté en juego una profecía milenarista se confirma inmediatamente después con la aclaración de que debemos prepararnos no sólo «para la aparición de un Dios», sino también, y más aún, «para la ausencia de un Dios en su ocaso, para el hecho de que nos hundimos ante el Dios ausente».
Es evidente que el diagnóstico de Heidegger no ha perdido nada de su actualidad y, si acaso, es hoy aún más irrefutable y verdadero. La humanidad ha renunciado al rango decisivo de los problemas espirituales y ha creado una esfera especial para confinarlos: la cultura. El arte, la poesía, la filosofía y las demás potencias espirituales, cuando no están simplemente apagadas y agotadas, han sido relegadas a museos e instituciones culturales de todo tipo, donde sobreviven como entretenimientos y distracciones más o menos interesantes frente al tedio de la existencia (y, a menudo, no menos tediosas que éste).
¿Cómo debemos entonces interpretar el amargo diagnóstico del filósofo? ¿En qué sentido «sólo un Dios puede salvarnos»?
Desde hace casi dos siglos —desde que Hegel y Nietzsche declararon su muerte—, Occidente ha perdido a su dios. Pero lo que hemos perdido es sólo un dios al que sea posible dar un nombre y una identidad. La muerte de Dios es, en realidad, la pérdida de los nombres divinos («faltan los nombres divinos», se lamentaba Hölderlin). Más allá de los nombres, permanece lo más importante: lo divino. Mientras seamos capaces de percibir como divino una flor, un rostro, un pájaro, un gesto o un hilo de hierba, podremos prescindir de un Dios al que podamos nombrar. Nos basta lo divino; el adjetivo nos importa más que el sustantivo. No «un Dios», sino más bien: «sólo lo divino puede salvarnos».
https://bloghemia.com/2025/09/agamben-heidegger-solo-dios-puede-salvarnos.html
Desnudez
El punto de fuga hacia el que convergen todos estos temas es la inactividad, entendida no como ocio o inercia sino como el paradigma de la acción humana y de una nueva política. Esta misma acción ociosa define la tierra de nadie en la que se mueve una escritura que ha quemado sus cartas de identidad y que es, a la vez, pensamiento y literatura, divagación y ficha filológica, tratado de metafísica y artículo de costumbre.
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