Estas canciones cosas que habrían podido ser




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Françoise Hardy - Le temps de l'amour / El tiempo del amor




 Es el tiempo del amor
tiempo de amigos y aventuras
Cuando el tiempo va y viene
no pensamos en nada a pesar de las heridas.

Como el tiempo del amor es largo y corto
dura para siempre, lo recordaremos.

Dicen que a los veinte
somos los reyes del mundo
y que eternamente
el cielo azul vivirá en nuestros ojos.

Es el tiempo del amor
tiempo de amigos y aventuras
Cuando el tiempo va y viene
no pensamos en nada a pesar de las heridas.

El tiempo del amor os dejará en los corazones
mucho calor y felicidad.

El amor en un precioso día
y el corazón late más deprisa
porque ya vida sigue su curso
y nos hace felices estar enamorados.

Es el tiempo del amor
tiempo de amigos y aventuras
Cuando el tiempo va y viene
no pensamos en nada a pesar de las heridas.

Como el tiempo del amor es largo y corto
dura para siempre y lo recordaremos.
Lo recordaremos...






                                       


 ¿Quién soy yo para hablar de lo que puede ser o no normal? 
¿Quién eres tú para ser lo que nos gustaría ser a cualquiera?
¿Quién garantiza el error para volvernos a equivocar?
¿A dónde quieres llegar haciendo de nuestra maldad algo nuevo?

La indiferencia de la araña me parece ideal
La resistencia de la mosca, de lo más natural
Pero lo tuyo, sí que no es normal
La insistencia de la hiena es necesaria y mortal
La inocencia de la cebra un tanto artificial

Pero lo tuyo, sí que no es normal

Si supones que no
Probablemente puede ser que sí
Si pensaras en mi
Harías solo lo que yo pidiera
No sé si tu reacción va a ser del tipo mega nuclear
No hay interés especial en demostrar lo que me importa un bledo

La impertinencia de las grullas me parece fatal
Y la demencia de los loros totalmente casual
Pero lo tuyo, sí que no es normal
La inteligencia de las gambas me resulta genial
Y la eminencia de los pulpos puede ir más allá
Pero lo tuyo, sí que no es normal

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La sempiterna leyenda del encuentro con la Muerte


La palabra "apólogo" proviene del latín "apolŏgus" cuyo significado es "cuento". Según el diccionario de la Real Academia Española se trata de una "composición literaria de carácter narrativo, relativamente breve, de la que se extrae una enseñanza práctica o moral". Uno de los más conocidos sin dudas es el que el escritor francés Jean Cocteau (1889-1963) intercaló sin título a modo de pasaje en su novela "Le grand écart" (La gran separación) en 1923. La versión más difundida y conocida en español llegó a la Argentina de la mano de Jorge Luis Borges (1899-1986), Silvina Ocampo (1903-1993) y Adolfo Bioy Casares  (1914-1999), quienes lo titularon "El gesto de la muerte" y lo incluyeron, primero en la célebre "Antología de la literatura fantástica" en 1940, y luego en "Cuentos breves y extraordinarios" en 1953.

La versión de Cocteau dice así:
Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
- ¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:
- Esta mañana, ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
- No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán.
El origen de este apólogo se remonta, según algunos historiadores, al "Talmud Bávli" (Talmud de Babilonia) del siglo VI y, para otros, a la tradición sufí de Oriente Medio recogida en la obra "Hikayat-i-Naqshia" (Historias con moraleja) a principios del siglo IX. Pero, lo cierto es que la vieja historia de la lucha entre la vida y la muerte sirvió de germen, a lo largo de los años, a múltiples recreaciones literarias -ya sean cuentos, novelas, obras de teatro, ensayos o poemas- con algunas variantes en la trama y distintos títulos y finales.
En el siglo XIII, por ejemplo, el poeta y filósofo persa Yalal ad-Din Muhammad Rumi (1207-1273) incluyó en su "Masnavi-ye Manavi" (Coplas espirituales) -un vastísimo tratado sobre el sufismo- el apólogo llamado "Sulaiman wa Azriel" (Salomón y Azrael):

Un hombre vino muy temprano a presentarse en el palacio del profeta Salomón, con el rostro pálido y los labios descoloridos. Salomón le preguntó:
-     - ¿Por qué estás en ese estado?
Y el hombre le respondió:
- Azrael, el ángel de la muerte, me ha dirigido una mirada impresionante, llena de cólera. ¡Manda al viento, por favor te lo suplico, que me lleve a la India para poner a salvo mi cuerpo y mi alma!
Salomón mandó, pues, al viento que hiciera lo que pedía el hombre. Y, al día siguiente, el profeta preguntó a Azrael:
- ¿Por qué has echado una mirada tan inquietante a ese hombre, que es un fiel? Le has causado tanto miedo que ha abandonado su patria.
Azrael respondió:
- Ha interpretado mal esa mirada. No lo miré con cólera, sino con asombro. Dios, en efecto, me había ordenado que fuese a tomar su vida en la India, y me dije: ¿cómo podría, a menos que tuviese alas, trasladarse a la India?
Muchos años más tarde, en 1926, el filósofo, poeta y ensayista holandés Pieter Nicolaas van Eyck (1887-1954) publicó "De tuinman en de dood" (El jardinero y la muerte), un poema con el que obtuvo una inmensa fama. En él reprodujo casi sin variaciones la vieja historia sin mencionar su origen, por lo que sería muchos años después acusado de plagio. El poema dice así:

Habla un noble persa:/ Esta mañana, el jardinero entró en mi casa, pálido de miedo/ diciéndome: "¡Señor, señor, escuche!/ Allí, en la rosaleda, estaba podando retoño tras retoño/ y entonces miré tras de mí. Allí estaba la Muerte./ Me asusté y corrí hacia el otro lado,/ pero aún así vi de nuevo la amenaza de su mano./ Maestro, solicito su caballo y su permiso para partir a toda velocidad./¡Antes de que caiga la noche llegaré a Ispahán!"./ Esta tarde (mucho después de su apresurada partida)/ me topé con la Muerte en el parque de los cedros./ "¿Por qué -le pregunto, al notar que espera y calla-/ has amenazado esta mañana temprano a mi sirviente?". /Sonriente, me responde: "No fue de mi amenaza/ de lo que huía tu jardinero. Fue de mi sorpresa/ al ver esta mañana que trabajaba aquí, en silencio,/ aquél a quien yo debía encontrar por la noche en Ispahán".
Luego, en 1933, el novelista, dramaturgo y ensayista inglés William Somerset Maugham (1874-1965) estrenó en el Wyndham's Theatre de Londres la que sería su última obra teatral: "Sheppey". En el tercer y último acto de la pieza, el protagonista, un laborioso peluquero llamado precisamente Sheppey, mantiene un diálogo con la Muerte. A diferencia de Van Eyck, el escritor británico aclaró desde un principio que él no había inventado la leyenda incluida en la obra. Su versión pone en boca de la Muerte lo siguiente:

Había en Bagdad un mercader que envió a su criado al mercado a comprar provisiones. Al poco tiempo el criado regresó pálido y tembloroso y dijo: "Señor, hace un momento, mientras estaba en la plaza del mercado, he sido empujado por una mujer que se hallaba entre la multitud y, cuando me volví, vi que era la Muerte. Me miró e hizo un gesto de amenaza. Préstame tu caballo para alejarme de la ciudad y escapar a mi destino. Iré a Samarra y allí la Muerte no me encontrará". El mercader le prestó su caballo y el sirviente montó en él, picó espuelas y huyó a galope tendido. Después el mercader bajó a la plaza del mercado y, descubriéndome entre la multitud, se acercó y me dijo: "¿Por qué esta mañana le has hecho un gesto de amenaza a mi criado?". "No fue un gesto de amenaza -respondí-, sino de sorpresa. Me ha extrañado verlo aquí, en Bagdad, porque esta noche tengo una cita con él en Samarra".
Algo más de medio siglo después, en 1988, la escritora estadounidense Katherine Neville 
(1945) colocó el texto "Legend of the appointment in Samarra" (Leyenda de la cita en Samarra) como cita introductoria al capítulo 2 de su novela "The eight" (El ocho):

Un criado oyó en la plaza del mercado que la Muerte lo estaba buscando. Volvió a casa corriendo y le dijo a su amo que debía huir a la vecina población de Samarra para que la Muerte no lo encontrara. Esa noche, después de la cena, llamaron a la puerta. El amo abrió y vio a la Muerte, con su larga túnica y su capucha negras. La Muerte preguntó por el criado.
- Está enfermo y en cama -se apresuró a mentir el amo-. Está tan enfermo que nadie debe molestarlo.
- ¡Qué raro! -comentó la Muerte-. Seguramente se ha equivocado de sitio, pues hoy, a medianoche, tenía una cita con él en Samarra.

Ese mismo año, en España, el escritor vasco Bernardo Atxaga (1951) incluyó en su libro de cuentos "Obabakoak" su versión del antiguo apólogo bajo el título de "Dayoub, el criado del rico mercader":
Érase una vez, en la ciudad de Bagdad, un criado que servía a un rico mercader. Un día, muy de mañana, el criado se dirigió al mercado para hacer la compra. Pero esa mañana no fue como todas las demás, porque esa mañana vio allí a la Muerte y porque la Muerte le hizo un gesto. Aterrado, el criado volvió a la casa del mercader,
- Amo -le dijo-, déjame el caballo más veloz de la casa. Esta noche quiero estar muy lejos de Bagdad. Esta noche quiero estar en la remota ciudad de Ispahán.
- Pero, ¿por qué quieres huir? -le preguntó el mercader.
- Porque he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho un gesto de amenaza.
El mercader se compadeció de él y le dejó el caballo, y el criado partió con la esperanza de estar esa noche en Ispahán. El caballo era fuerte y rápido, y, como esperaba, el criado llegó a Ispahán con las primeras estrellas. Comenzó a llamar de casa en casa, pidiendo amparo.
- Estoy escapando de la Muerte y os pido asilo -decía a los que le escuchaban.
Pero aquella gente se atemorizaba al oír mencionar a la Muerte y le cerraban las puertas. El criado recorrió durante tres, cuatro, cinco horas las calles de Ispahán, llamando a las puertas y fatigándose en vano. Poco antes del amanecer llegó a la casa de un hombre que se llamaba Kalbum Dahabin.
- La Muerte me ha hecho un gesto de amenaza esta mañana, en el mercado de Bagdad, y vengo huyendo de allí. Te lo ruego, dame refugio.
- Si la Muerte te ha amenazado en Bagdad -le dijo Kalbum Dahabin-, no se habrá quedado allí. Te ha seguido a Ispahán, tenlo por seguro. Estará ya dentro de nuestras murallas, porque la noche toca a su fin.
- Entonces, ¡estoy perdido! -exclamó el criado.
- No desesperes todavía -contestó Kalbum-. Si puedes seguir vivo hasta que salga el sol, te habrás salvado. Si la Muerte ha decidido llevarte esta noche y no consigue su propósito, nunca más podrá arrebatarte. Esa es la ley.
- Pero ¿qué debo hacer? -preguntó el criado.
- Vamos cuanto antes a la tienda que tengo en la plaza -le ordenó Kalbum, cerrando tras de sí la puerta de la casa.

Mientras tanto, la Muerte se acercaba a las puertas de la muralla de Ispahán. El cielo de la ciudad comenzaba a clarear. "La aurora llegará de un momento a otro -pensó-. Tengo que darme prisa. De lo contrario, perderé al criado". Entró por fin a Ispahán, y husmeó entre los miles de olores de la ciudad buscando el del criado que había huido de Bagdad. Enseguida descubrió su escondite: se hallaba en la tienda de Kalbum Dahabin. Un instante después, ya corría hacia el lugar. En el horizonte empezó a levantarse una débil neblina. El sol comenzaba a adueñarse del mundo. La Muerte llegó a la tienda de Kalbum. Abrió la puerta de golpe y... sus ojos se llenaron de desconcierto. Porque en aquella tienda no vio a un solo criado, sino a cinco, siete, diez criados iguales al que buscaba. Miró de soslayo hacia la ventana. Los primeros rayos del sol brillaban ya en la cortina blanca. ¿Qué sucedía allí? ¿Por qué había tantos criados en la tienda? No le quedaba tiempo para averiguaciones. Agarró a uno de los criados que estaba en la sala y salió a la calle. La luz inundaba todo el cielo. Aquel día, el vecino que vivía frente a la tienda de la plaza anduvo furioso y maldiciendo.
- Esta mañana -decía- cuando me he levantado de la cama y he mirado por la ventana, he visto a un ladrón que huía con un espejo bajo el brazo. ¡Maldito sea mil veces! ¡Debía haber dejado en paz a un hombre tan bueno como Kalbum Dahabin, el fabricante de espejos!
Más recientemente, el escritor británico Jeffrey Archer (1940) inició su libro de cuentos "To cut a long story short" (En pocas palabras), publicado en 2000, con una versión puesta también en boca de la propia Muerte titulada "Death speaks" (La Muerte habla):

Érase una vez un mercader de Bagdad que envió a su criado al mercado para comprar provisiones, y el criado regresó al poco rato, pálido y tembloroso, y dijo: "Amo, cuando estaba en el mercado, una mujer me empujó en medio de la multitud, y cuando me volví, vi que era la muerte quien me había empujado. Me miró e hizo un gesto amenazador. Prestadme vuestro caballo, huiré de esta ciudad y burlaré a mi destino. Iré a Samarra, y allí la muerte no me encontrará". El mercader le prestó el caballo, el criado lo montó, hundió las espuelas en sus flancos y el caballó partió a galope tendido. Después, el mercader fue al mercado, me vio entre la multitud, se acercó a mí y dijo: "¿Por qué hiciste un gesto amenazador a mi criado cuando te vio esta mañana?". "No fue un gesto amenazador, dije, sólo de sorpresa. Me sorprendió verlo aquí en Bagdad, porque tenía una cita con él esta noche en Samarra".
He aquí sólo una pequeña muestra de las diferentes versiones de una leyenda que ha perdurado a lo largo de los siglos. Ha habido más, muchas más. Algunas de ellas: la del dramaturgo francés Jacques Deval (1895-1972), que la incluyó en su drama "Ce soir a Samarcande" (Esta noche en Samarcanda); la del escritor español Juan Benet (1927-1993) que hizo lo propio en su libro de cuentos cortos "Trece fábulas y media"; la del escritor estadounidense Paul Theroux (1941), que hizo otro tanto en su colección de tres novelas breves ""The elephanta suite (Elefanta suite); y hasta el mismísimo Gabriel García Márquez  (1927-2014) introdujo una adaptación en su libro "Cómo se cuenta un cuento" bajo el nombre de "La muerte en Samarra".





Hay también versiones en formato de historieta como la del dibujante estadounidense Tim Sale (1959), quien la publicó con el título "Appointment in Samarra" (Cita en Samarra), y la de la guionista y dibujante iraní Marjane Satrapi (1969), quien la incluyó en su comic "Poulet aux prunes" (Pollo con ciruelas). Incluso hay referencias a ella en el cine. Un ya anciano Boris Karloff (1887-1969) cuenta la vieja fábula persa sobre la Muerte en "Targets" 
(Blancos móviles), la película que Peter Bogdanovich (1939) rodó en 1968, y, más recientemente, en el film "Redacted" (Guerra sin fin) dirigido en 2007 por Brian de Palma (1940), basado en un hecho real (el asesinato de toda una familia iraquí por un grupo de soldados norteamericanos), se alude también a la historia de la Muerte.







El tema de la inexorabilidad de la muerte es el eje sobre el que gira esta historia y, sin dudas, ha dejado una grieta en las conciencias coherentes. Para el multifacético escritor francés Albert Camus (1913-1960) la muerte es la razón sin razón. En "Le mythe de Sisyphe" (El mito de Sísifo) se preguntaba: "¿Qué es más absurdo, la vida o la muerte?". Y respondía: "En un universo absurdo, la muerte es una contingencia tan irrazonable como la vida". Para el filósofo francés Jean Paul Sartre (1905-1980), la muerte es ruptura, quiebra, límite, caída en el vacío. Lejos de dar un sentido a la vida, le quita toda significación. En "La mort dans l'âme" (La muerte en el alma), decía con amargura que "se muere demasiado pronto o demasiado tarde". En cambio el actor y director cinematográfico estadounidense Woody Allen (1935), como no podía ser de otra manera, se lo toma con más humor: "No le temo a la muerte, sólo que no me gustaría estar allí cuando suceda".



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PARÍS de Mario Levrero (Libro gratis) y textos sobre la obra de este peculiar escritor






PARÍS  Mario Levrero

En París, el protagonista narrador regresa a una ciudad, en la que no ha estado antes, construida con materiales oníricos a medida que se recorre. 

[PDF]

Levrero, Mario - Paris.pdf - Busateo

www.busateo.es/busateo/.../L/L/Levrero,%20Mario%20-%20Paris.pdf

La novela luminosa, de Mario Levrero

Enero 2010 

Por razones aún no explicadas del todo, en Uruguay se ha dado una estirpe de autores que la crítica califica, si no como admirables, al menos sí como raros. Una broma sobre la literatura latinoamericana explica los aportes más significativos de algunas naciones: Chile ha generado poetas; Argentina, cuentistas; México, novelistas, y Uruguay, raros. Esta sensación de extrañeza se apoya, inevitablemente, en la obra de escritores como Juan Carlos Onetti, Felisberto Hernández, Armonía Somers y Mario Levrero.
Levrero (Montevideo, 1940-2004) ha construido su obra como un científico loco que experimenta con polvos y restos de cacharros, pero cuyo alto conocimiento alquímico le permite minimizar errores y dar con resultados, acaso no esperados, siempre bienvenidos. Autor de culto desde la década de los setenta, Levrero se dio a conocer en la colección “Literatura diferente” de la editorial uruguaya Tierra Nueva. Allí publicó los cuentos de La máquina de pensar en Gladys (1970) y la novela La ciudad (1970), que junto a París (1979) y El lugar (1982) hoy se encuentran en laTrilogía involuntaria (2008). Otros de sus libros son Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975) –divertidísima historia de un detective loco y su secretaria ninfómana–, Los muertos (1985), Dejen todo en mis manos (1994) y El discurso vacío (1996). Mario Levrero, seudónimo de Jorge Varlotta, trabajó además como crucigramista durante varios años –oficio que lo hermana con el escritor francés Georges Perec– y también fue librero, tallerista literario y autor de un manual de parapsicología. Su obra de excepción se ha ido recuperando poco a poco al ritmo de reediciones en España, Argentina y otros países.
En 2005, poco tiempo después de su muerte, Alfaguara Uruguay publicó La novela luminosa, y ahora lo hace la editorial Mondadori. Desde entonces, este libro se convirtió no sólo en su más perfecto artilugio sino en una de las novelas más importantes de la literatura latinoamericana de los últimos años. Su trabajo, ajeno a las modas y la tradición, se define por la heterodoxia y una vocación transfronteriza.
Para continuar un proyecto empezado y fracasado veinte años antes, el autor uruguayo solicita una beca a la John Simon Guggenheim Foundation. Cuando se la otorgan, y resuelto el asunto económico, empieza con el “Diario de la beca” (que será el “prólogo” de 450 páginas de La novela luminosa), en el que cuenta cómo es que se gasta el dinero sin escribir ni una línea. De esta manera, Levrero lleva a cabo la imposibilidad novelada de la novela, al estilo de El libro vacío (1958) de Josefina Vicens. Estamos ante el diario de lo inasible y el día a día de la no escritura. El relato pormenorizado del tiempo diluyéndose hasta acabar en relato. Desde el primer momento, Levrero abduce al lector con la letanía de la cotidianidad y los detalles de su no metodología para organizar la estancia y la escritura: “Una de las primeras cosas que hice con la primera mitad del dinero de la beca fue comprarme unos sillones”, “hice venir al electricista y cambié de lugar los enchufes de la computadora”, “no, hoy tampoco me afeité”, “vino mi amigo, se fue mi amigo”, “me picó un mosquito”, “fui hasta el cajero automático y saqué doscientos dólares del señor Guggenheim”, “estoy listo para el proyecto, ya tengo aire acondicionado”, etcétera. A lo largo de un año describe sus obsesiones y sus sueños con desesperanza y humor. Da cuenta de las visitas, los talleres literarios que dirige vía e-mail, si escribe con la Rotring o no, su fascinación por la computadora, los programas que él mismo diseña para organizar las tomas de sus medicinas, la discusión con el Word (“el diccionario del Word no acepta la palabra pene pero sí puta”), la reclusión voluntaria en un departamento en Montevideo, los breves paseos, algún trámite y sus lecturas de Santa Teresa, Rosa Chacel, W. Somerset Maugham, Thomas Bernhard, Philip K. Dick, y la evocación constante a Raymond Chandler. La descripción de sus mundos íntimos puede ser apabullante: la compra compulsiva de novelas policiales, la salud, la vejez, la muerte de sus padres, las palomas. El autor nos cuenta que observa con particular detenimiento las palomas en su balcón mientras hace bicicleta o no hace nada. Llegan de a una, en familia, en pareja, o a morir. “Me pregunté qué sabrían de la muerte las palomas”, apunta en noviembre para responder meses después, mientras el cadáver de una de ellas sigue ahí: “La cabeza de una paloma sin plumas ni carne es puro pico, enorme en relación al cráneo. Con razón son tan estúpidas.” Metidos en el diario de Levrero, la tensión sobre si escribirá la novela o no, no importa (sabemos que algo nos espera al final: eso dice el índice). El interés se centra en las llegadas y partidas de una mujer a la que simplemente llama “Chl” –una relación que se parece al amor porque lo acompaña de vez en cuando y le lleva milanesas que él va descongelando en el microondas. Lo que importa son esas madrugadas eternas (“una única, eterna madrugada”), los anuncios de muerte de los amigos que se acumulan en el contestador automático, el tiempo que pasa. Al final del diario, casi como epílogo, encontramos unas cien páginas del proyecto de La novela luminosa tal como se escribió en 1984, sin correcciones. La totalidad es efectivamente una novela, y no porque él mismo lo diga con cinismo: “Me di cuenta que igualmente será una novela, quiera o no quiera, porque actualmente, lo es casi cualquier cosa que se ponga entre tapa y contratapa.” De principio a fin, estamos ante un desafiante recorrido por la cabeza lúcida de un gran escritor. Ante el delirio de los sueños literarios, los suyos y los ajenos, La novela luminosa recobra todo sentido en plena vorágine. “La mente –asegura– es como una dentadura que necesita masticar todo el tiempo.”
Escrita al mismo tiempo que 2666, una en Uruguay, la otra en España, La novela luminosa sorprende por su familiaridad con el libro de Roberto Bolaño, no sólo por el ambiente hipnótico del relato, o porque ambos pertenecen a una misma generación, sino porque los dos fueron escritos en la agonía física de sus autores, al trote lento pero seguro de los caballos de la muerte. No me sorprendería que este libro se convirtiese, después de la novela del escritor chileno, en el faro de mucho de lo que se escribirá en nuestro continente en el futuro próximo. ~
http://www.letraslibres.com/revista/libros/la-novela-luminosa-de-mario-levrero

MARIO LEVRERO: EL DISCURSO VACIO

El calígrafo de sí mismo

Publicada originariamente en Montevideo, hace diez años, llega a la Argentina una curiosa novela-terapia de Mario Levrero.

Por Martín Pérez
“Hoy comienzo mi autoterapia grafológica.” Así arranca la primera parte de El discurso vacío, una curiosa novela del uruguayo Mario Levrero, editada originalmente en su Montevideo natal y que una década más tarde se publica en Buenos Aires. Redactada a la manera de un diario íntimo, lo curioso de su propuesta se revela desde el nombre, que hace alusión a la necesidad, en quien escribe, de vaciar de contenido su discurso para poder prestar atención a la escritura. O, mejor dicho, a su caligrafía. Según comenta el narrador desde el mismísimo comienzo, el punto de partida de su particular autoterapia es un método sugerido por “un amigo loco”, que parte del principio de que, si es posible leer la personalidad de una persona en su letra, también puede ser posible cambiar su personalidad corrigiendo la forma en que escribe. De ahí esa necesidad de vaciar su discurso que tiene el narrador: para poder concentrarse en su caligrafía, antes que en lo que cuenta. Así es como El discurso vacío termina entregando un paradójico diario no-tan-íntimo, que pretende vaciarse de significado, pero que en ese mismo movimiento se “llena” con el relato de una cotidianidad habitada por sueños oníricos y arrebatos del inconsciente, asomándose justamente a ese vacío que se pretende construir decididamente.
Nacido en 1940 y fallecido en 2004, Levrero forma parte del canon de los “raros” uruguayos, una clasificación que inventó el crítico Angel Rama para reunir autores que sólo tenían entre sí el hecho de transgredir el molde del realismo de sus contemporáneos. Una lista que (según detalla Pablo Fuentes en un estudio posliminar de la obra de Levrero incluido en el volumen de cuentos Espacios libres, Puntosur, 1987) reconoce la obra del franco-uruguayo Lautreamont como primer antecedente, luego se continúa en Horacio Quiroga, y adquiere un perfil más definitivo con Felisberto Hernández, José Pedro Díaz, Armonía Sommers y Marossa Di Giorgio, entre otros. Desde sus primeros trabajos publicados a comienzo de los años setenta (la novela La ciudad y el libro de cuentos La máquina de pensar en Gladys), el trabajo de Levrero se incluyó en esa vertiente, amparándose durante la década del ochenta, al menos de este lado del charco, en el ámbito de la ciencia ficción vernácula, al ser publicados sus trabajos principalmente en revistas del género. A medio camino entre Lewis Carroll y Franz Kafka, sus relatos más significativos –entre ellos la trilogía de novelas La ciudad, París y El lugar– siempre están protagonizados por una voz narrativa en primera persona, que trata ingenuamente de amoldarse a la extraña realidad que percibe a su alrededor.
En sus últimos años, Levrero terminó de construir otra trilogía de textos, integrada por el cuento Diario de un canalla, El discurso vacío y que culminó en su novela póstuma, La novela luminosa. En ellos, de alguna manera extremó el recurso narrativo que llevaba a sus personajes por mundos opresivos y/o maravillosos. Aquella primera persona pasó a identificarse con él mismo, y el mundo que lo rodea es el suyo, el de un hombre que subsiste inventando crucigramas, que pelea con su edad y con su cuerpo, que no puede dedicarse a la escritura como quisiera. Esa era la vida de Levrero, y ese es el día a día que rehúye El discurso vacío, una novela morosa y por momentos abúlica, que busca la iluminación en los pliegues de lo cotidiano. “La gente suele decirme: ahí tiene un argumento para una de sus novelas, como si yo anduviera a la pesca de argumentos y no a la pesca de mí mismo”, escribe Levrero. Y agrega: “Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma y no invenciones”. Es allí, en esa búsqueda que se reconoce en todos sus trabajos previos, donde reside la fascinación respecto a una novela como El discurso vacío. En el hecho de ver a un escritor luchando por poner en un mismo lugar todos sus intereses, por reunir realidad y ensueño en una ficción que sea honesta, profunda, nueva y, al mismo tiempo, eso de todos los días.
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-2163-2006-07-23.html

Patricia Highsmith / La novelista




Patricia Highsmith

LA NOVELISTA



Posee una memoria perfecta. Todo es sexo. Va por su tercer matrimonio y ha dejado tres hijos por el camino, pero ninguno de su actual marido. Grita: «¡Escuchad mi pasado! Es más importante que mi presente. Dejadme que os cuente lo cerdo que era mi último marido (o amante).»
Su pasado es como una comida mal digerida, quizás indigerible, que se le ha quedado sentada en la boca del estómago. Uno desearía que pudiese vomitarla y olvidarla, sencillamente.
Escribe resmas contando cuántas veces ella, o su rival, se metieron en la cama con su marido. Y cómo ella se paseaba arriba y abajo, insomne –negándose virtuosamente el consuelo de una copa–, mientras su marido pasaba la noche con la otra mujer, flagrantemente, etc., y a la mierda lo que pensaran los amigos o los vecinos. Dado que los amigos y los vecinos eran incapaces de pensar o no les interesaba la situación, no importa lo que pensasen. Se diría que éste es el momento para que un novelista emplee su inventiva, para crear un pensamiento y una opinión pública donde no existen, pero la novelista no se molesta en inventar. Todo es tan escueto como una cojonera.
Después de que tres amigas hayan visto y alabado el manuscrito, diciendo que es «real como la vida misma», y de haber cambiado cuatro veces los nombres de los personajes masculinos y femeninos, con considerable detrimento del aspecto del manuscrito, y después de que un amigo (posible amante) haya leído la primera página y se lo haya devuelto diciéndole que lo ha leído entero y le encanta, envía el manuscrito a un editor. Recibe una rápida y cortés negativa.
Comienza a ser más cautelosa, a obtener cartas de presentación de amigos escritores, vagas, indirectas recomendaciones logradas a costa de comidas y cenas regadas con vino.
Rechazo tras rechazo, a pesar de todo.
–¡Yo  que mi historia es importante! –le dice a su marido.
–También lo es la vida del ratón, para él… o, quizás, para ella –contesta él. Es un hombre paciente, pero, con todo esto, está casi al límite de su resistencia.
–¿Qué ratón?
–Hablo con un ratón casi todas las mañanas mientras estoy en la bañera. Creo que su problema es la comida. Son dos. Uno u otro sale del agujero (hay un agujero en el rincón del cuarto de baño) y entonces les traigo algo de la nevera.
–Estás divagando. ¿Qué tiene eso que ver con mi manuscrito?
–Simplemente que a los ratones les preocupa un asunto más importante: la comida. No que tu marido te fuera infiel, o que tú sufrieras por ello, aunque fuese en un escenario tan maravilloso como Capri o Rapallo. Lo cual me sugiere una idea.
–¿Cuál? –pregunta ella, con cierta ansiedad.
Su marido sonríe por primera vez en varios meses. Experimentaba unos segundos de paz. No se oye en la casa el tecleo de la máquina de escribir. Su mujer le está mirando de verdad, esperando oír lo que tiene que decir.
–Adivínalo. Tú eres la que tiene imaginación. No vendré a cenar.
Luego se marcha del piso, llevándose su agenda y –con cierto optimismo– un pijama y un cepillo de dientes.
Ella se acerca a la máquina y se queda mirándola, pensando que quizá podría sacar otra novela de esto, simplemente de esta noche. ¿Debería hacer pedazos la novela por la que había alborotado durante tanto tiempo y empezar una nueva? ¿Quizá esta noche? ¿Ahora mismo? ¿Con quién iba a dormir él?