El banquete. Platón.
Los seis temas de la filosofía de Platón. Antonio Gómez Robledo.
Magia, religión y ciencia para el tercer milenio. Tomo II. Jorge Ángel Livraga.
Paideia. Werner Jaeger.
ttps://www.revistaesfinge.com/filosofia/filosofos/item/977-que-nos-ensena-platon-del-amor
Ulrike von Külmann, que Borges conoció en 1950, era una verdadera valquiria, rubia, aventurera y rica. Tenía doce años menos que él. Fue Sábato quien se la presentó.
Libro de Arena, publicado en 1975, y que contiene un cuento singular: Ulrica, del cual el mismo Borges dijera poco antes de morir (1985) que era su cuento preferido.
"Una de sus singularidades es que se trata del único cuento explícito de amor de Borges, escrito ya en la última etapa de su vida y en el cual la figura femenina adquiere una relevancia que no se manifiesta en otros relatos."
“Borges triunfó y se vio envuelto en el esplendor de la fama, de los halagos, de los premios. Eso
lo hizo feliz. Y, sin embargo, fue incapaz de lograr un amor entero en el momento adecuado. Más
allá del esplendor, encontró la derrota.”
(María Esther Vázquez Borges: Esplendor y Derrota )
¿Por qué Borges habló del amor solo en un cuento titulado "Ulrica"?
Es raro descubrir esta duda en un Borges de cincuenta años, el momento más afortunado de su creación. La carta sigue: "Querida y admirable Ulrike, algún día escribiré una historia, si los dioses lo desean, y trataré de decirte cómo te pienso. ¨Imaginaba ya Jorge Luis Borges el cuento "Ulrica"? Se despide con una confesión conmovedora: "No soy feliz ni infeliz; solo vivo perplejo y activo (...). Tuyo, siempre tuyo".
Ulrica
Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo mismo. Los hechos ocurrieron hace muy poco, pero sé que el hábito literario es asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis. Quiero narrar mi encuentro con Ulrica (no supe su apellido y tal vez no lo sabré nunca) en la ciudad de York. La crónica abarcará una noche y una mañana.
Nada me costaría referir que la vi por primera vez junto a las Cinco Hermanas de York, esos vitrales puros de toda imagen que respetaron los iconoclastas de Cromwell, pero el hecho es que nos conocimos en la salita del Northern Inn, que está del otro lado de las murallas. Éramos pocos y ella estaba de espaldas. Alguien le ofreció una copa y rehusó.
—Soy feminista —dijo—. No quiero remedar a los hombres. Me desagradan su tabaco y su alcohol.
La frase quería ser ingeniosa y adiviné que no era la primera vez que la pronunciaba. Supe después que no era característica de ella, pero lo que decimos no siempre se parece a nosotros.
Refirió que había llegado tarde al museo, pero que la dejaron entrar cuando supieron que era noruega.
Uno de los presentes comentó:
—No es la primera vez que los noruegos entran en York.
—Así es —dijo ella—. Inglaterra fue nuestra y la perdimos, si alguien puede tener algo o algo puede perderse.
Fue entonces cuando la miré. Una línea de William Blake habla de muchachas de suave plata o furioso oro, pero en Ulrica estaban el oro y la suavidad. Era ligera y alta, de rasgos afilados y de ojos grises. Menos que su rostro me impresionó su aire de tranquilo misterio. Sonreía fácilmente y la sonrisa parecía alejarla. Vestía de negro, lo cual es raro en tierras del Norte, que tratan de alegrar con colores lo apagado del ámbito. Hablaba un inglés nítido y preciso y acentuaba levemente las erres. No soy observador; esas cosas las descubrí poco a poco.
Nos presentaron. Le dije que era profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá. Aclaré que era colombiano.
Me preguntó de un modo pensativo:
—¿Qué es ser colombiano?
—No sé —le respondí—. Es un acto de fe.
—Como ser noruega —asintió.
Nada más puedo recordar de lo que se dijo esa noche. Al día siguiente bajé temprano al comedor. Por los cristales vi que había nevado; los páramos se perdían en la mañana. No había nadie más. Ulrica me invitó a su mesa. Me dijo que le gustaba salir a caminar sola.
Recordé una broma de Schopenhauer y contesté:
—A mí también. Podemos salir los dos.
Nos alejamos de la casa, sobre la nieve joven.
No había un alma en los campos. Le propuse que fuéramos a Thorgate, que queda río abajo, a unas millas. Sé que ya estaba enamorado de Ulrica; no hubiera deseado a mi lado ninguna otra persona.
Oí de pronto el lejano aullido de un lobo. No he oído nunca aullar a un lobo, pero sé que era un lobo. Ulrica no se inmutó.
Al rato dijo como si pensara en voz alta:
—Las pocas y pobres espadas que vi ayer en York Minster me han conmovido más que las grandes naves del museo de Oslo.
Nuestros caminos se cruzaban. Ulrica, esa tarde, proseguiría el viaje hacia Londres; yo, hacia Edimburgo.
—En Oxford Street —me dijo— repetiré los pasos de Quincey, que buscaba a su Anna perdida entre las muchedumbres de Londres.
—Quincey —respondí— dejó de buscarla. Yo, a lo largo del tiempo, sigo buscándola.
—Tal vez —dijo en voz baja— la has encontrado.
Comprendí que una cosa inesperada no me estaba prohibida y le besé la boca y los ojos.
Me apartó con suave firmeza y luego declaró:
—Seré tuya en la posada de Thorgate. Te pido mientras tanto, que no me toques. Es mejor que así sea.
Para un hombre célibe entrado en años, el ofrecido amor es un don que ya no se espera. El milagro tiene derecho a imponer condiciones. Pensé en mis mocedades de Popayán y en una muchacha de Texas, clara y esbelta como Ulrica que me había negado su amor.
No incurrí en el error de preguntarle si me quería. Comprendí que no era el primero y que no sería el último. Esa aventura, acaso la postrera para mí, sería una de tantas para esa resplandeciente y resuelta discípula de Ibsen.
Tomados de la mano seguimos.
—Todo esto es como un sueño —dije— y yo nunca sueño.
—Como aquel rey —replicó Ulrica— que no soñó hasta que un hechicero lo hizo dormir en una pocilga.
Agregó después.
—Oye bien. Un pájaro está por cantar.
Al poco rato oímos el canto.
—En estas tierras —dije—, piensan que quien está por morir prevé el futuro.
Y yo estoy por morir —dijo ella.
La miré atónito.
—Cortemos por el bosque —la urgí—. Arribaremos más pronto a Thorgate.
—El bosque es peligroso —replicó.
Seguimos por los páramos.
—Yo querría que este momento durara siempre —murmuré.
—Siempre es una palabra que no está permitida a los hombres —afirmó Ulrica y, para aminorar el énfasis, me pidió que le repitiera mi nombre, que no había oído bien.
—Javier Otálora —le dije.
Quiso repetirlo y no pudo. Yo fracasé, parejamente, con el nombre de Ulrikke.
—Te llamaré Sigurd —declaró con una sonrisa.
—Si soy Sigurd —le repliqué— tú serás Brynhild.
Había demorado el paso.
—¿Conoces la saga? —le pregunté.
—Por supuesto —me dijo—. La trágica historia que los alemanes echaron a perder con sus tardíos Nibelungos.
No quise discutir y le respondí:
—Brynhild, caminas como si quisieras que entre los dos hubiera una espada en el lecho.
Estábamos de golpe ante la posada. No me sorprendió que se llamara, como la otra, el Northern Inn.
Desde lo alto de la escalinata, Ulrica me gritó:
—¿Oíste el lobo? Ya no quedan lobos en Inglaterra. Apresúrate.
Al subir al piso alto, noté que las paredes estaban empapeladas a la manera de William Morris, de un rojo muy profundo, con entrelazados frutos y pájaros. Ulrica entró primero. El aposento oscuro era bajo, con un techo a dos aguas. El esperado lecho se duplicaba en un vago cristal y la bruñida caoba me recordó el espejo de la Escritura. Ulrica ya se había desvestido. Me llamó por mi verdadero nombre, Javier. Sentí que la nieve arreciaba. Ya no quedaban muebles ni espejos. No había una espada entre los dos. Como la arena se iba el tiempo. Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica.
Jorge Luis Borges (1889-1986) escribió poesía, cuentos y ensayos. Personaje controvertido por sus ideas políticas es, sin embargo, un maestro cuya erudición y fervor por la literatura se refleja en sus textos de marcado carácter metafísico.
http://edant.clarin.com/diario/especiales/Borges/html/Vazquez.html

Han pasado diez años de la desaparición física de Borges y él sigue dándonos pequeñas sorpresas, algunas más íntimas que literarias, como si todavía estuviera entre nosotros atento a un mundo de voces y sonidos, de luces y de sombras, sonriente, irónico, algo cansado, casi inmaterial.
El destino acaba de poner en mis manos tres cartas que nos muestran un Borges insólito. Las escribió en inglés, entre 1948 y 1949, a la "inolvidable, luminosa, delicada y valiente Ulrike".
La receptora de las cartas, Ulrike von Kçulhmann, había abandonado Buenos Aires y vivía en Nueva York. Puedo, observando las fotografías de la época, darme cuenta de por qué la sentía inolvidable, luminosa y delicada. No imagino cuáles fueron las razones para admirar su valentía. Es probable que nunca lo sepa.
En la carta fechada en febrero (quizá del 49) le confiesa que ella es una de las personas más brillantes existentes sobre la Tierra. Le cuenta cómo trabaja en "El zahir", y agrega: "Te mando un cuento al que honra una mirada fugaz sobre ti (en el texto Ulrike es mencionada, al pasar, con nombre y apellido); es la historia de un hombre ignorante y con un determinado objetivo. A través de un esfuerzo ciego y continuado cambia su pasado y muere en 1946, en una olvidada batalla de 1904. (En mayo este cuento aparecerá en un libro -`El aleph'-, lo llamaré `La otra muerte', un título mejor, creo)".
El relato se había publicado el 9 de enero de 1949 en el diario "La Nación". Se llamaba "La redención". Borges adjunta el recorte a la carta, que continúa: "En la segunda quincena de marzo estaré tartamudeando en mi estilo, a lo largo de una serie de conferencias (...) sobre los problemas de la novela o alguna otra basura parecida". (No da la impresión de tomar muy en serio los temas que abordaba, rasgo que lo diferencia de muchos de sus colegas.)
En el último párrafo le advierte: "Una y otra vez veo a Mastronardi o a Xul; el propósito más profundo (...) es recordarte en compañía y no en soledad. Tuyo siempre...".
En otra carta le confiesa que ella le gusta casi demasiado. Enseguida se interna en confidencias increíbles para quien le escribe a una mujer que dice amar: "Un tiempo después de que nos dejaras, una joven dama que salió de mi vida en el mes de abril, volvió a entrar en ella con la seguridad de que había roto con su amante y que era yo el único hombre (...) Pasamos ocho o nueve días muy excitantes entre los planes y las expectativas propias de los enamorados. Se la presenté a Ema Risso Platero. Mi pueril vanidad se conmovió por el duro enfrentamiento que protagonizaron".
La relación con la "joven dama" se interrumpe y Borges confiesa: "Tuve la inteligencia de caer enfermo con fiebre muy alta. Eso me ayudó a vivir en medio de los peores días".
En la carta de octubre de 1949, asegura: "Disfruto dando conferencias, a pesar de saber que es una ocupación frívola (...). El próximo año publicaré un libro de ensayos sobre `La divina comedia'. Fueron escritos hace algún tiempo, parezco estar perdiendo el don (si es que alguna vez lo tuve) de expresarme en forma directa".
Es raro descubrir esta duda en un Borges de cincuenta años, el momento más afortunado de su creación. La carta sigue: "Querida y admirable Ulrike, algún día escribiré una historia, si los dioses lo desean, y trataré de decirte cómo te pienso. ¨Imaginaba ya Jorge Luis Borges el cuento "Ulrica"? Se despide con una confesión conmovedora: "No soy feliz ni infeliz; solo vivo perplejo y activo (...). Tuyo, siempre tuyo".
Richard Ford - Intimidad
Esto ocurrió en una época en que mi matrimonio todavía era feliz.
Vivíamos en una gran ciudad del noreste. Era invierno. Febrero. El mes más frío. Yo, por cierto, seguía intentando escribir, y mi mujer trabajaba de traductora para una pequeña editorial especializada en ensayos científicos checoslovacos. Llevábamos diez años casados, y aún disfrutábamos de la extraña y excitante ilusión de haber superado las peores dificultades de la vida.
El apartamento que alquilábamos se hallaba en una antigua zona de fábricas al sur de la ciudad, y constaba sólo de una habitación grande y vacía con altas ventanas en la parte de delante y la de atrás, y casi sin iluminación eléctrica. La luz natural era lo que contaba allí. Un famoso director teatral de vanguardia había vivido en aquel apartamento, donde escenificaba sus obras agresivas y nihilistas, por lo que las paredes estaban pintadas de negro, y en una de ellas aún se alineaban unos asientos de plástico para su público escaso y poco entusiasta. Nuestra cama —la mía y de mi mujer— estaba en un oscuro rincón, donde, para proteger la intimidad, habíamos colocado parte de las cortinas negras que servían de telón. Aunque, por supuesto, nadie la amenazaba.
Cada noche, cuando mi mujer volvía de trabajar, salíamos a las frías y relucientes calles y buscábamos un restaurante donde cenar. Luego nos quedábamos una hora en algún bar y nos tomábamos un café o un coñac, y hablábamos apasionadamente de las traducciones en las que mi mujer estaba trabajando, aunque nunca (por fortuna) del trabajo en el que yo estaba fracasando.
Nuestro deseo, no hace falta que lo diga, era permanecer fuera del apartamento el mayor tiempo posible. Pues no sólo casi no había luz en él, sino que cada noche, a las siete, el propietario del edificio apagaba la calefacción, por lo que a las diez —en nuestra planta, la última— hacía tanto frío que el único lugar en el que se podía estar era la cama, enterrados bajo tantas mantas que casi no podíamos movernos. Mi mujer, en aquella época, trabajaba muchas horas y siempre estaba fatigada, y aunque a veces volvíamos a casa con una copa de más y hacíamos el amor en la oscuridad, bajo las mantas, lo normal era que se derrumbara inmediatamente en la cama y comenzara a roncar antes de que yo me metiera a su lado.
Y así, durante numerosas noches de aquel invierno, en aquella habitación, fría, grande y casi vacía, permanecí despierto, a menudo con los ojos como platos a causa del fuerte café que habíamos bebido. Y a menudo me ponía a caminar de una ventana a otra, y contemplaba la calle desierta o el cielo espectral, que ardía con la titilante luminosidad de los edificios de la ciudad, edificios que ni siquiera podía ver. A menudo me echaba una manta, y a veces dos, sobre los hombros, y me ponía unos calcetines de lana basta y gruesa que había conservado de cuando era un chaval.
Fue en una de esas frías noches —a través de las ventanas que había en la parte posterior de nuestro piso, ventanas por las que primero se veía el callejón que había abajo, luego el solar dejado por una fábrica de alambre al ser demolida y más allá los edificios de la calle paralela a la nuestra— cuando vi, dentro de un apartamento alargado e iluminado por una luz amarilla, la figura de una mujer que se desvestía lentamente y a la que, por lo que parecía, tanto le daba lo que hubiera más allá del cristal de su ventana.
Debido a la distancia, no pude verla bien ni con claridad; sólo vi que era de poca estatura y aparentemente delgada, de pelo muy corto y moreno: una mujer menuda en todos los sentidos. La luz amarilla que la rodeaba parecía arder, y daba a su piel un tono bronceado y reluciente; sus movimientos, vistos a través de la ventana, resultaban estilizados y levemente irreales, como los de una silueta o los de un personaje de una película antigua.
Yo, sin embargo, solo en aquella gélida oscuridad, envuelto con mantas que me cubrían la cabeza como si fueran un chal, con mi esposa durmiendo, sin darse cuenta de nada, a unos pocos pasos…, bueno, me quedé extasiado ante aquella visión. Al principio me acerqué al cristal de la ventana, tanto, que sentí su frío en las mejillas. Pero luego, intuyendo que a aquella distancia se me podría ver, retrocedí hacia el interior del cuarto. Finalmente, me fui hasta el rincón, donde mi mujer tenía una lamparilla junto a la cama, y la apagué, de modo que quedé totalmente oculto en la oscuridad. Y al cabo de un par de minutos más abrí un cajón y saqué unos anteojos plateados que el director de teatro se había dejado, me acerqué de nuevo a la ventana y observé a la mujer a través de la oscuridad y desde mi propia oscuridad.
No recuerdo en qué pensaba. Sin duda, estaba excitado. Sin duda, estaba emocionado por el misterio de observar en la oscuridad. Sin duda, me encantaba que fuera algo ilícito, y que mi mujer durmiera al lado y no se enterara de lo que estaba haciendo. También es posible que incluso me gustara el frío que me rodeaba, tan absoluto como la propia noche, y puede que incluso sintiera que la visión de aquella mujer —a la que imaginaba joven y carente de cautela o discreción me tenía como paralizado, me aislaba y hacía que el mundo se detuviera y resultara perfectamente expresable como dos polos conectados por mi línea de visión. Ahora estoy seguro de que todo eso tenía que ver con la sensación de haber fracasado que se cernía amenazadora sobre mí.
Nada más pasó. Pero en las noches siguientes me quedé despierto para observar a la mujer, y dejé que mi esposa, fatigada, durmiera. Cada noche, durante la semana siguiente, la mujer apareció en la ventana y se desnudó lentamente en su habitación (una habitación que jamás intenté imaginarme, aunque en la pared que había a su espalda parecía haber el dibujo de un ciervo saltando). Una vez se había despojado de su ropa y mostraba sus hombros huesudos, sus pequeños pechos, sus finas piernas, su estrecha caja torácica y su estómago menudo y redondeado, la mujer se paseaba un rato por la habitación sumida en aquella luz color bronce, de una ventana a otra, escenificando lo que me parecía una especie de lánguida danza ritual o una serie de movimientos, posiblemente teatrales, levantando, doblando y extendiendo los brazos, arqueando el cuello, mientras sus manos ejecutaban unos elegantes y cadenciosos gestos que no entendía ni intentaba entender, absorto como estaba en su desnudez y en la esporádica visión de la oscura mata de vello entre sus piernas. Todo aquello era excitante, misterioso, ilícito, y nada más.
Como ya he dicho, eso duró una semana, y luego lo dejé. Una noche, simplemente, me envolví de nuevo con las mantas, fui a la ventana con mis anteojos y vi las luces al otro lado del espacio vacío. Durante un rato no apareció nadie. Y entonces, sin ninguna razón concreta, di media vuelta y me metí en la cama con mi mujer, que estaba calentita y olía a coñac y sudor y sueño bajo las mantas, y me quedé dormido. No se me ocurrió volver a mirar por la ventana.
Sin embargo, una tarde, una semana después de haber dejado de mirar por la ventana, me levanté del escritorio en un momento de frustración y vana desesperación, y salí al sol de invierno, y pasé por delante de una hilera de elegantes locales, pues los viejos edificios fueron renovados y ahora había en ellos tiendas de moda y prósperas galerías de arte. Caminé hasta el río, en el que flotaban grandes bloques de hielo gris. Seguí hasta la zona universitaria, cerca de donde mi mujer trabajaba a aquella hora. Y luego, cuando comenzó a caer la tarde, emprendí el camino de regreso con la cara rígida de frío, la espalda agarrotada y mis manos sin guantes congeladas y rojas. Al doblar una esquina para tomar un atajo hasta mi casa, me encontré con que, de manera inesperada, iba a pasar frente al edificio que había espiado durante una semana. Algo hizo que lo reconociera, aunque no era consciente de haber pasado por delante de él ni de haberlo visto a la luz del día. Y justo en aquel momento se disponía a entrar por la alta puerta principal del edificio la mujer que había contemplado todas aquellas noches, y que me había proporcionado satisfacción y un indudable y secreto consuelo. Reconocí su cara, desde luego: pequeña, redonda y, por lo que pude ver, impasible. Y para mi sorpresa, aunque no para mi pesar, resultó ser vieja. Tendría quizá setenta años, o más. Era china, y vestía unos finos pantalones negros y una delgada chaqueta gris, y dentro de esas prendas debía de tener tanto frío como yo. De hecho, debía de estar helada. Colgándole de los brazos y en las manos llevaba bolsas de plástico que contenían comestibles. Cuando me detuve y la miré, giró la cabeza y me devolvió la mirada desde lo alto de los escalones que conducían a la entrada con una expresión que ahora sólo puedo considerar de indiferencia mezclada con un levísimo sentimiento de temor. Era una anciana, al fin y al cabo. Yo habría podido sentir el repentino impulso de atacarla, y habría podido hacerlo con facilidad. Pero, desde luego, no era esa mi intención. La anciana volvió la vista hacia la puerta, y me pareció que metía la llave en la cerradura con muchas prisas. Giró la vista otra vez en dirección a mí, y oí el ruido apagado del cerrojo al descorrerse. No dije nada, ni siquiera volví a mirarla. No quería que pensara que había en mi mente lo que había, y tampoco lo que no había. Y entonces seguí andando; me sentía traicionado, lo cual me parecía extraño, aunque, por otra parte, no me sorprendía en lo más mínimo, y, simplemente, acabé de recorrer la calle camino de mi habitación y de mis propias puertas, y mi vida entró en aquel momento en lo que sería su primer y largo ciclo de deprimente frustración.
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