Eros y Tánatos. ¿Hay amor sin dolor?


Siempre me ha fascinado el poder destructivo de la belleza. Freud, en uno de sus más conocidos ensayos establece la teoría de Eros y Tánatos, símbolos de la capacidad creadora y destructiva del hombre.
Eros, hijo de Afrodita, representa la vida, el amor como potencia unificadora. Tánatos, la muerte, surge como la fuerza inversa, abarcando todo aquello que, en el ser humano, actúa contra el elemento vital. La pulsión autodestructiva que conduce a la búsqueda del sufrimiento, al placer del peligro y, en último caso, al suicidio.
En el plano sexual, mientras Eros dirige hacia la unión como sublimación del amor, Tánatos sería la fuerza que se oculta tras la delectación en el dolor por un objeto de amor imposible o, en un plano más terrenal, en las prácticas sado-masoquistas.
Cuando el espíritu humano alcanza un cierto grado de desarrollo el dolor y el placer establecen un estrecho vínculo. Todo elemento necesita la presencia de su contrario para crecer. El bienestar continuado conduce al aburrimiento y al hastío. Si nos mantenemos en el plano emocional, el dolor (concebido en su sentido más amplio) que genera el conflicto, la espera o la pura insatisfacción, intensifica el placer al lograr el objeto deseado.
El destructivo Thanatos contiene una poderosa potencia creativa. La indisoluble contradicción que este concepto encierra ha sido un fértil campo de experimentación artística, habitualmente unido a la idea de belleza.
Si es cierto que Aristóteles identifica belleza y bondad, los conceptos de belleza y destrucción (con un notable sesgo misógino) están unidos en la mitología desde la figura de Pandora. Portadora de la caja (en realidad una jarra) que encerraba todos los males, Hesíodo la define como “mal bello” (en griego καλὸν κακὸν kalòn kakòn).
Helena de Troya, cuya belleza arrastra a todo un pueblo a la destrucción, es uno de los eslabones de una larga cadena que forman Eva o Salomé. Pero es curioso comprobar que en todos estos casos la mujer actúa de forma pasiva. Es el deseo que su belleza genera en el hombre el que desencadena la destrucción.
Debemos esperar hasta el siglo XIX para que aparezca la figura de la femme fatale, desprovista ya del elemento mítico-religioso. Mata-Hari o la Justine de Lawrence Durrell dejan de representar la incitación al pecado. Adquieren finalmente autonomía y, como el dandy, redimen la perversidad en una sofisticada decadencia.
En ellas, como en sus antecesoras, Eros y Thanatos, amor y dolor, no dejan de ser dos caras de la misma moneda.

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