Lo Siniestro en los relatos de Edgar Allan Poe.
Lo Siniestro en los relatos de Edgar Allan Poe.
Sigmund Freud era un ávido lector, y en gran medida se basó en sus lecturas para sondear las profundidades de la mente humana. En cierto modo, el psicoanálisis y la ficción comparten varios intereses en común, entre ellos, sacar a la superficie lo que se encuentra dentro del inconsciente, arrojando luz sobre experiencias, sentimientos, sensaciones e impresiones aparentemente olvidadas que permanecen profundamente arraigadas en la psique y, por lo tanto influenciando silenciosamente nuestro comportamiento:
[«La división entre lo consciente y lo inconsciente es la premisa fundamental del psicoanálisis; llamamos represión al estado en que existían las ideas antes de hacerse conscientes, y afirmamos que la fuerza que instituyó la represión y la sostiene se percibe como resistencia durante el trabajo de análisis. Así obtenemos nuestro concepto de inconsciente de la teoría de la represión. Lo reprimido es el prototipo del inconsciente para nosotros.» Freud]
Primero repasemos brevemente el concepto freudiano de lo Siniestro y luego veamos de qué modo se aplica a los relatos de Edgar Allan Poe [ver: Lo Siniestro en la ficción: cuando lo familiar se vuelve extraño]
En el ensayo de 1919: Lo Siniestro (Das Unheimliche), Freud propone una lectura psicoanalítica del relato de E. T. A. Hoffmann: El hombre de arena (Der Sandmann), en el que Nathaniel, el protagonista, se encuentra conmocionado por una serie de circunstancias inquietantes. El primero de estos eventos es cuando conoce a Coppola, un hombre que se parece mucho a un hombre amenazante llamado Coppelius, a quien había conocido cuando era niño y cuya imagen encarnaba la figura mítica del Hombre de Arena de sus pesadillas infantiles. La segunda situación inquietante surge cuando Nathaniel avierte que la mujer de la que está enamorado, Olimpia, es en realidad un autómata, lo cual se revela en una impactante escena en la que el protagonista ve a Olimpia sin los ojos, pues le están reemplazando los globos oculares [ver: Freud, el Hombre de Arena, y una teoría sobre el Horror]
La imagen de un ser querido al que le faltan los globos oculares sin ver sangre, sino simplemente órbitas vacías, sumada al miedo infantil de Nathaniel al Hombre de Arena [un coleccionista de ojos], ejemplifica acertadamente el concepto freudiano de lo Siniestro.
El argumento de Sigmund Freud pude resumirse del siguiente modo: al leer la historia de E.T.A. Hoffmann, el lector, junto con el protagonista, experimenta algo que estaba oculto a la vista, escondido, que luego se revela inesperadamente. Esto constituye, precisamente, una de las definiciones del término Heimliche: «Escondido, oculto a la vista para que los demás no lo sepan o lo conozcan».
Es decir que Freud entiende por Unheimlich ese sentimiento que surge de situaciones que hacen eco del pasado personal [y, por lo tanto, familiares], pero de manera incómoda y perturbadora. Ahora bien, lo Siniestro puede tomar diferentes formas. La primera, y más habitual, fue definida por Freud del siguiente modo:
[«La primera ocurre cuando los complejos infantiles que han sido reprimidos son revividos una vez más por alguna impresión, o cuando las creencias primitivas que han sido superadas parecen confirmarse una vez más.»]
Un ejemplo de «creencia primitiva» podría ser el Hombre de la Bolsa [o cualquier variedad local] en el que el niño cree, pero que eventualmente va reprimiendo durante su crecimiento, en parte debido a la presión social [es solo una leyenda, niño], en parte porque la existencia del Hombre de la Bolsa no coincide con la experiencia de la vida real del niño. Sin embargo, el terror que inspiran en los niños este tipo de historias no desaparece. Es reprimido, y en ocasiones, esas «creencias primitivas que han sido superadas» pueden «confirmarse una vez más» cuando algo las saca a la superficie. Ese sentimiento de confirmación de un miedo elemental, que creíamos absurdo, insensato, irracional, constituye lo Siniestro [ver: Lo que Sigmund Freud no te contó sobre el complejo de Edipo]
En la literatura, sin embargo, hay otras formas en las que se puede experimentar lo Siniestro:
[«El contraste entre lo que ha sido reprimido y lo que ha sido superado no puede trasladarse a lo Siniestro en la ficción sin una profunda modificación; porque, para lograr su efecto, el reino de la fantasía depende del hecho de que su contenido no se someta a la prueba de la realidad. El resultado, un tanto paradójico, es que mucho de lo que no es Siniestro en la ficción lo sería si sucediera en la vida real; y, en segundo lugar, que hay muchos más medios para crear efectos Siniestros en la ficción que en la vida real El escritor imaginativo tiene esta licencia, entre muchas otras, y puede seleccionar su mundo de representación para que coincida con las realidades con las que estamos familiarizados, o se aparte de ellas en los detalles que le plazcan.» Freud]
Es decir que lo Siniestro en la literatura también puede ser causado por lo que se suponía que debía permanecer oculto pero ha salido a la luz, como los sentimientos reprimidos. Estas definiciones y sentimientos asociados a lo Siniestro resuenan poderosamente en los principales motivos en la obra de Edgar Allan Poe. Aquí analizaremos dos en particular, que se encuentran en los relatos: El Demonio de lo Perverso (The Imp of the Perverse) y William Wilson (William Wilson).
La conexión entre los cuentos de Edgar Allan Poe y la teoría psicoanalítica de Sigmund Freud no es ninguna novedad; de hecho, es casi un lugar común, debido a que Poe es uno de los autores que más acertadamente exploran lo Siniestro tal como lo define Freud.
Edgar Allan Poe fue un escritor muy prolífico. Aunque sus cuentos varían en tono y temática, desde el relato detectivesco [del que fue pionero], hasta las historias de terror, todos comparten la obsesión del poeta por el funcionamiento de la mente humana. De hecho, Edgar Allan Poe fue el primer escritor en explorar seriamente el funcionamiento interno de la mente, tal es así que sus obras dramatizan en un grado sorprendente varios conceptos que Sigmund Freud establecería como los fundamentos del psicoanálisis moderno [ver: Psicología de Edgar Allan Poe]
La misma estructura narrativa de Edgar Allan Poe refleja el método psicoanalítico. Su narrador típico le cuenta al lector sus experiencias e impresiones, no solo para explicar los eventos tal como sucedieron, sino para tratar de darles sentido y lidiar con su estado mental a través del proceso de narración. En estas historias, Edgar Allan Poe se sumerge profundamente en la mente del narrador, revelando al lector incluso más de lo que el narrador es capaz de revelarse a sí mismo. En este contexto podríamos decir que Edgar Allan Poe entiende a sus narradores mucho mejor de lo que ellos se entienden a sí mismos. De hecho, a menudo diseña sus cuentos para mostrar la comprensión limitada de sus narradores de sus propios problemas y estados de ánimo.
Un ejemplo clásico de la profunda comprensión de Edgar Allan Poe de la psicología humana puede encontrarse en el cuento El Demonio de lo Perverso [traducido a veces como El demonio de la perversidad], publicado originalmente en la edición de julio de 1845 de la revista Graham's Magazine, y luego reeditado de manera póstuma en la antología de 1950: Las obras del difunto Edgar Allan Poe (The Works of the Late Edgar Allan Poe).
En este relato, el narrador detalla el extraño impulso [que todos tenemos a veces] de actuar sin objeto; es decir, impulsivamente. Este es un tema recurrente en los relatos de Edgar Allan Poe: la interferencia del inconsciente [del protagonista y del lector] que nos lleva a recorrer un camino no deseado y, en ocasiones, un camino de autodestrucción. Cuentos como El corazón delator (The Tell-tale Heart); El gato negro (The Black Cat); Berenice (Berenice), dramatizan esta impulsividad, aparentemente foránea de la consciencia, como fuerzas antinaturales o doppelgängers. Las palabras de Edgar Allan Poe construyen los cimientos para mente de sus personajes, y en ese nivel es donde tienen lugar sus mejores historias.
En menos palabras: al explorar estos sótanos de la mente, Edgar Allan Poe se sumerge en el inconsciente [ver: El Horror siempre viene desde el Sótano]
El Demonio de lo Perverso relata la historia de un hombre que cometió un asesinato y no puede evitar delatarse [no, no es El corazón delator]. Sin embargo, el lector solo es informado sobre el crimen y la confesión al final del cuento; lo que encontramos en el medio es al narrador reflexionando sobre las razones de los actos que juzga perversos, lo que, según él, es «un principio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico, que podemos llamar perversidad, a falta de un término más característico».
Es notable el nivel de excelencia en esta definición [aparentemente extraña] de la perversidad en la apertura de un cuento de ficción. Es un dispositivo retórico efectivo, conocido como preparatio [preparar al lector antes de revelarle algo que ya ha ocurrido]. El Demonio de lo Perverso comienza con esta breve disertación sobre ese impulso humano destructivo antes de que el narrador proporcione tres ejemplos y, finalmente, su propio caso. El inicio del relato es una prueba exquisita de la astucia de Edgar Allan Poe como escritor.
Para ejemplificar el comportamiento perverso, Edgar Allan Poe se refiere a prácticas cotidianas bastante inofensivas, como la procrastinación; pero también lo asocia a cuestiones más perturbadoras, como el impulso a saltar cuando uno se encuentra al borde de un abismo [de hecho, el vértigo no es el miedo a caer, sino el miedo a saltar voluntariamente]. El narrador pasa a cuestionar el principio religioso según el cual el hombre fue hecho por Dios con un fin y, en consecuencia, todo en la anatomía humana existe por un motivo:
[«Fue el designio de la Deidad que el hombre comiera. Entonces asignamos al hombre un órgano de alimentación, y este órgano es el flagelo con el que la Deidad obliga al hombre a comer. En segundo lugar, habiendo establecido que fue la voluntad de Dios que el hombre continuara su especie, descubrimos inmediatamente un órgano de amatividad.»]
Siendo así, parece que todo sobre la humanidad sería lógico y explicable por la razón. Sin embargo, ¿cómo se explica que los seres humanos realicen actos de pura crueldad, o simplemente actos que son perjudiciales para sí mismos o para los demás, sin obtener ningún tipo de ventaja o beneficio? ¿Cómo explica la razón tales hechos? Aunque aparentemente ilógicos, estos impulsos paradójicos planteados por Edgar Allan Poe refuerzan el concepto freudiano de lo Siniestro:
[«Lo que se teme es una intención secreta de hacer daño, y ciertos signos se interpretan como que esa intención tiene el poder necesario a su disposición.» Freud]
En Edgar Allan Poe, esa intención es, precisamente, el Demonio de lo Perverso, una voluntad de hacer daño sin razón lógica, como expone el cuento:
[«La única fuerza invencible que nos impulsa, y sólo nos impulsa: esta abrumadora tendencia a hacer el mal por el mal tampoco admitirá análisis o resolución en elementos ulteriores. Es un radical, un impulso elemental, primitivo.»]
Ahora bien, es el origen de este impulso lo que nos desconcierta. Si no está guiado por la razón, ¿dónde, entonces, se encuentra la fuente de esta fuerza primitiva?
Podemos ver cómo Edgar Allan Poe se adelantó a su tiempo, explorando [casi medio siglo antes de las primeras publicaciones de Sigmund Freud] cómo el individuo encuentra una explicación a sus malas acciones en sí mismo, en lugar de intentar dirigirlas sobre fuentes externas.
[«Cuando los poetas se quejan de que dos almas habitan en el pecho humano, y cuando los psicólogos populares hablan de la escisión del yo, en lo que están pensando es en esa división (en el ámbito de la psicología del yo) entre la agencia crítica y el resto del yo, y no en la antítesis descubierta por el psicoanálisis entre el yo y lo que es inconsciente y reprimido.»]
Dentro del marco de la teoría psicoanalítica freudiana, podemos clasificar al Demonio de lo Perverso como un efecto de los sentimientos reprimidos que yacen en el inconsciente y toman forma en acciones para las cuales la la mente racional no encuentra una explicación razonable. A su vez, tales sentimientos reprimidos se relacionan con lo Siniestro cuando sus ecos desencadenan recuerdos o pensamientos que toman formas inesperadas durante la edad adulta y dan paso a una interesante compulsión «perversa»:
[«Es posible reconocer el dominio en la mente inconsciente en una compulsión a repetir, procedente de los impulsos instintivos y probablemente inherente a la naturaleza misma de los instintos, una compulsión lo suficientemente poderosa como para anular el principio del placer, otorgando a ciertos aspectos de la mente su carácter demoníaco, y todavía muy claramente expresada en los impulsos de los niños pequeños; la compulsión, también, es responsable de una parte del curso tomado por los análisis de pacientes neuróticos. Todas estas consideraciones nos preparan para el descubrimiento de que todo lo que nos recuerda a esta compulsión a repetir interna se percibe como extraño.» Freud]
Es interesante notar que la idea de la Perversidad de Edgar Allan Poe esté tan estrechamente relacionada con lo Siniestro de Sigmund Freud, y que ambos autores incluso utilicen una terminología similar, a pesar de que sus objetivos eran completamente diferentes. Por ejemplo, Freud asocia a esta compulsión instintiva de repetición un carácter demoníaco; E.A. Poe, un experto en el uso de imágenes sobrenaturales y espeluznantes, relaciona la Perversidad con un demonio. De hecho, El Demonio de lo Perverso seguramente se leyó en su tiempo como la historia de un hombre perseguido por un pequeño demonio en su mente. Nosotros, sin embargo, probablemente nos inclinemos a pensar en la historia de un hombre que se autoincrimina desde una postura psicoanalítica [ver: E.A. Poe y la Locura como sublime forma de la inteligencia]
Al parecer, Edgar Allan Poe era freudiano antes de que apareciera Freud; una paradoja, sin dudas, pero que corrobora la afirmación de Jorge Luis Borges de que los grandes autores crean sus propios precursores.
Por supuesto, además de demonios y otros seres encantadores, las obras de Edgar Allan Poe y Sigmund Freud también están relacionadas a los impulsos instintivos detrás del dolor y el placer. Como explica Freud en Más allá del principio del placer:
[«Cada movimiento psicofísico que se eleva por encima del umbral de la conciencia está cargado de placer en la proporción en que se aproxima —más allá de cierto límite— al equilibrio total, y con el dolor, en la proporción en que se aleja de él más allá de cierto límite; mientras que entre los dos límites, que pueden describirse como los umbrales cualitativos del dolor o el placer, hay una cierta zona de indiferencia estética.»]
Para Freud, la psique humana está guiada por impulsos opuestos representados por Eros [el impulso de vida que obliga a la autoconservación], y Thanatos [el impulso de muerte y destrucción]. «Eros y Thanatos trabajan juntos y en la misma dirección, buscando siempre el equilibrio del individuo». Por lo tanto, los impulsos destructivos de los narradores de Edgar Allan Poe, tratados en su obra como casos de Perversidad, pueden leerse como intentos de establecer algún equilibrio dentro de sí mismos. Pero la pulsión de muerte, Thanatos, a menudo es representada por Edgar Allan Poe en la necesidad de algunos personajes de revivir situaciones traumáticas y extrañas, una obsesión humana común que encuentra explicación en el principio freudiano de la compulsión a repetir.
El narrador de Edgar Allan Poe en El Demonio de lo Perverso tiende a ser víctima de esta obsesión por engañarse y hacerse daño a sí mismo. Como él, muchos personajes de Poe caen en su empeño por recorrer caminos que deberían haber dejado atrás, yendo de la conciencia a la inconsciencia, un movimiento que podría ser visto como un retorno simbólico al útero materno [ver: Horror Uterino: descenso hacia el inconsciente colectivo]. Después de todo, si en el útero predominaba nuestra inconsciencia antes de emerger a los sufrimientos de la conciencia, es también ese estado de unidad que siempre anhelamos. Pero alcanzar ese estado después de ser desterrado por el nacimiento implica buscar, cortejar y abrazar la autodestrucción.
En los relatos de Edgar Allan Poe, avanzar hacia el propio pasado, además de buscar comprender aquello que debe permanecer oculto en la mente, es un camino hacia la destrucción, un camino que se toma guiado por la pulsión de muerte, Thanatos, que el poeta llama Perversidad. Para Sigmund Freud, sin embargo, este mismo movimiento es la clave de la cordura. En cualquier caso, liberar lo que ha sido reprimido dentro del inconsciente es perturbador para el narrador de Edgar Allan Poe:
[«Temblamos con la violencia del conflicto dentro de nosotros, de lo definido con lo indefinido, de la sustancia con la sombra. Pero, si la contienda ha llegado hasta aquí, es la sombra la que prevalece, luchamos en vano.»]
Este conflicto interno a menudo se desencadena por lo Siniestro, una manifestación externa o un eco de las sombras ocultas en el interior del inconsciente.
El relato de Edgar Allan Poe llega a su clímax antes del anuncio de que ha habido un crimen, mientras el narrador reflexiona sobre la naturaleza y la presencia del Demonio de lo Perverso y describe el impulso de tirarse por un precipicio, es decir, entregarse a la autodestrucción:
[«Estamos de pie al borde de un precipicio. Nos asomamos al abismo, nos enfermamos y nos mareamos. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, permanecemos. Poco a poco, nuestra enfermedad, mareo y horror se funden en una nube. Esta nube toma forma, como lo hizo el vapor de la botella de la que surgió el genio en Las mil y una noches, mucho más terrible que cualquier genio o cualquier demonio de un cuento, y sin embargo no es más que un pensamiento, aunque terrible que hiela la médula con la fiereza del deleite de su horror: la idea de lo que sería sean nuestras sensaciones durante la precipitación arrolladora de una caída desde tal altura. Y esta caída, esta precipitada aniquilación, por la misma razón que implica la más espantosa y repugnante de todas las más espantosas y repugnantes imágenes de muerte y sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta misma razón, ahora la deseamos.»]
Este pasaje de Edgar Allan Poe revela hasta dónde cree el narrador que el Demonio de lo Perverso es capaz de llevarlo: a su propia aniquilación, voluntariamente. Aunque su mente racional sabe que esta acción es dañina, un impulso lo conduce por el camino oscuro por una razón que no puede explicar. Como dice Freud:
[«Lo que se teme es una intención secreta de hacer daño, y ciertos signos se interpretan como que esa intención tiene el poder necesario a su disposición.»]
Aunque la mente racional es capaz de percibir el impulso autodestructivo, no puede encontrarle sentido, porque no tiene acceso directo a lo que surge del inconsciente. Los personajes de Edgar Allan Poe [afortunadamente], no pueden darse el lujo de la guía especializada de un psicoanalista que los ayuden a tender puentes con el material reprimido del inconsciente, por lo tanto, caen presa de sus demonios, rindiéndose a impulsos autodestructivos, como en El Demonio de lo Perverso, o cediendo a elaborados trastornos de personalidades divididas, como en el relato: William Wilson, publicado originalmente en la edición de Navidad de 1939 de la revista The Gift, y luego reeditado en la antología de 1940: Cuentos de lo grotesco y lo arabesco (Tales of the Grotesque and Arabesque).
William Wilson está considerado como uno de los mejores relatos de doppelgängers, tanto es así que, según Otto Rank:
[«En William Wilson, Edgar Allan Poe usó el tema del doble de una manera que se ha convertido en modelo para varios tratamientos posteriores.» El Doppelgänger (Der Doppelgänger)]
El tema del doble o doppelgänger puede considerarse como una representación alegórica del otro yo: el Inconsciente [ver: 5 modelos de doppelgängers en la literatura]. Sin embargo, cuando se trata de Edgar Allan Poe, el término alegoría requiere una explicación más detallada, ya que el autor descarta el uso de esta figura retórica en su crítica de los Cuentos dos veces contados (Twice Told-Tales) de Nathaniel Hawthorne:
[«En defensa de la alegoría, apenas hay una palabra respetable que decir. La emoción más profunda que despierta en nosotros la alegoría más feliz es un sentido muy imperfectamente satisfecho del ingenio del escritor para superar una dificultad que hubiéramos preferido que no intentara superar. Una cosa está clara, que si alguna vez la alegoría establece un hecho, es a fuerza de derribar una ficción.»]
Sin embargo, Edgar Allan Poe no parece estar del todo en contra de la alegoría; simplemente condena la forma aleatoria y obvia en que este recurso fue empleado por algunos de sus colegas. En cierto modo, algunos cuentos de Edgar Allan Poe restauran la alegoría a su sentido más profundo. Por lo tanto, la crítica anterior no está reñida con la siguiente, en la que el escritor expone una defensa de la escritura alegórica:
[«Donde el significado sugerido se cruza con el obvio en un trasfondo muy profundo, para nunca interferir con el superior sin nuestra propia voluntad, para que nunca se muestre a menos que lo llamemos a la superficie, solo allí, para los usos apropiados de la narrativa ficticia, está disponible en absoluto.»]
En William Wilson, el «significado sugerido» es el impulso inconsciente del protagonista hacia la autodestrucción, la parte oculta de su mente que juzga sus propias malas acciones, que está representada alegóricamente por su doppelgänger. Al llamar a la alegoría a la superficie e interpretarla, notamos la inclinación psicoanalítica de la historia [aparentemente] sobrenatural de un doppelgänger, la cual revela un caso bastante común de trastorno psicológico causado por la lucha entre los instintos crueles de un hombre y su conciencia culpable.
Si en El Demonio de lo Perverso, Edgar Allan Poe representa las fuerzas reprimidas del inconsciente a través de la imagen de una entidad demoníaca independiente, en William Wilson da un paso más en la caracterización de tales fuerzas internas, personificándolas en la imagen reflejada del protagonista: su doppelgänger. Ambos comparten nombre, fecha de nacimiento y rasgos físicos; sólo una cosa parece diferenciarlos: la voz:
[«Ni siquiera mi voz se le escapó. Mis tonos más fuertes, por supuesto, no fueron intentados, pero la clave era idéntica; y en su susurro singular creció el eco mismo del mío.»]
Por lo tanto, aun cuando hay algo que los distingue, como una voz susurrante, en realidad se convierte en un factor más que los une, ya que la voz de uno es el eco de la del otro, lo que indica que toda la existencia del doppelgänger es también un eco de la del narrador.
Dado que el resultado de esta lucha es la autodestrucción, el doppelgänger de William Wilson puede interpretarse como una alegoría que representa los mismos impulsos que encarna el Demonio de lo Perverso. Sin embargo, como el doppelgänger de William Wilson está dispuesto a hacer lo correcto y exponer los oscuros secretos del protagonista, también puede ser considerado como una representación de la pulsión de vida, Eros, mientras que el propio protagonista es guiado por Thanatos, la pulsión de muerte.
El relato, entonces, puede leerse como una metáfora de la lucha de un individuo para alcanzar un equilibrio entre estas fuerzas inconscientes e interdependientes, de modo que el intento de uno de someter al otro resulta en su destrucción mutua en la escena final:
[«Yo estaba frenético con toda especie de excitación salvaje, y sentí dentro de mi único brazo la energía y el poder de una multitud. En unos segundos lo empujé con fuerza contra el revestimiento de madera, y así, poniéndolo a merced, clavé mi espada con brutal ferocidad, repetidamente, a través de su pecho.»]
Siendo Edgar Allan Poe un autor meticuloso en la elección de las palabras, ningún término o frase debería ser descuidado en las lecturas interpretativas de su obra. En ese sentido, dos palabras de la cita anterior merecen especial atención: «salvaje» y «multitud». Mientras que la primera apunta a la naturaleza de los instintos humanos, la segunda refuerza la inclinación psicoanalítica de Poe, enfatizando la pluralidad de voces y fuerzas dentro de la mente de un individuo [ver: En el Manicomio: la locura en la ficción gótica]
Por gráfica que sea, esta escena final en la que William Wilson mata a su rival y luego se da cuenta de que eso implica su propia destrucción, se presta a más de una interpretación. Ciertamente, la alegoría no apunta a un simple suicidio; dado que el doppelgänger representa una proyección del inconsciente de William Wilson, su muerte es simbólica. Es decir, lo que es asesinado con su doppelgänger no es el propio William Wilson, sino su razón, su mente, irrevocablemente dañada una vez que se rompe el equilibrio entre Eros y Thanatos.
Pero esta muerte también puede interpretarse como la experiencia liberadora y curativa de la reconciliación con el propio inconsciente, el proceso necesario [aunque a veces doloroso] de esclarecer y reconocer los sentimientos y recuerdos reprimidos que alimentan la neurosis, allanando así el camino para una psique más sana.
Parece claro que la lectura e interpretación psicoanalítica de los relatos de Edgar Allan Poe, como El Demonio de lo Perverso y William Wilson, revelan una sofisticación que tiende a pasarse desapercibida en un análisis superficial más enfocado en el horror y lo sobrenatural. En cualquier caso, aquí en El Espejo Gótico nos gusta entablar un diálogo entre la psicología y los estudios literarios; en este caso en particular, eso nos convierte en anfitriones de una conversación intensa entre Edgar Allan Poe y Sigmund Freud sobre sus exploraciones de la mente humana.
E.A. Poe. I Taller gótico. I El lado oscuro de la psicología.
Introduccion a LO OCULTO de Colin Wilson
INTRODUCCIÓN
y peruanos tenían razón, en el sentido más profundo de esta palabra. Se siente como un árbol que adquiriera repentina conciencia de que sus raíces se hunden profunda, muy profundamente, en la tierra. De este mundo subterráneo forman parte los llamados poderes mágicos: la clarividencia, la telepatía y la adivinación, ninguno de los cuales es absolutamente necesario para la evolución; la mayoría de los animales los poseen, y el ser humano no los habría dejado caer en desuso si le hubieran sido esenciales. Lo que sí resulta perentorio para el hombre de hoy, aprisionado en su propia imagen de pigmeo pensante, es adquirir conciencia de la existencia de esas «raíces» de su mundo interior; es preciso que vuelva a considerarse como un mago en potencia, una figura mágica con poder sobre el rayo y los espíritus, noción ésta que nunca han perdido los artistas y poetas. El mensaje que encierran las sinfonías de Beethoven podría resumirse en las siguientes palabras: «El hombre no es pequeño, pero sí condenadamente perezoso». La civilización no dará un paso adelante hasta que «lo oculto» forme parte de nuestra vida diaria, como ya es el caso de la energía atómica. Con esto no quiero decir que los científicos deban dedicar sus veladas a la práctica del espiritismo ni que las universidades tengan que organizar un «Departamento de Ciencias psíquicas» a imagen y semejanza del Instituto Rhine de la universidad de Duke (Estados Unidos). Lo que afirmo es que hemos de aprender a profundizar en nuestro interior hasta restablecer contacto con la noción de huaca, hasta haber recreado el sentido de las fuerzas ocultas común al hombre primitivo. Y esto ha de lograrse por los medios que sean necesarios. Tenemos que aprender a dar por supuestos algunos aspectos de lo llamado sobrenatural, a vivir con ellos con tanta naturalidad como lo hicieron nuestros antepasados. «La percepción en el hombre no está restringida a los límites impuestos por los órganos correspondientes —afirma Blake—. Va más allá de lo que los sentidos, por agudos que sean, pueden descubrir.» El hombre «sabe» cosas que no ha aprendido en la escuela ni a través de su experiencia vital diaria, cosas que a veces preferiría ignorar. No quiero decir que debamos pasar la vida preocupándonos por sueños y premoniciones o acudiendo a la consulta de los quirománticos; es un instinto muy saludable el que nos lleva a rechazar todo esto y continuar dedicando nuestra atención a los problemas prácticos de la vida diaria. Pero el adoptar frente a tales fenómenos una actitud testaruda y cerril constituye un error, en el sentido más corriente y lógico de la palabra. Hace sólo dos siglos los científicos más respetados declaraban que era absurdo afirmar que la Tierra tenía más que unos pocos miles de años de antigüedad, o que por sus bosques habían caminado alguna vez monstruos extraños. Cuando se descubrieron los primeros fósiles de criaturas marinas e incluso la calavera de un dinosaurio, aquellos mismos científicos los explicaron como formaciones rocosas, como una gran broma de la naturaleza. Y así, durante las cinco décadas siguientes, dedicaron todo su tiempo y su ingenio a explicar los fósiles y huesos que seguían apareciendo cada vez con mayor frecuencia. Cuvier, uno de los más importantes zoólogos del siglo XIX, destruyó la carrera de su colega Lamarck al tachar de fantástica y acientífica su teoría de la evolución; la suya propia, mucho más «científica», afirmaba que todas las criaturas prehistóricas (cuya existencia, al fin, se admitía) habían sido aniquiladas por una serie de terribles cataclismos que borraron toda vida del planeta, dejándolo limpio como una pizarra para la creación del hombre y la fauna de nuestro tiempo. Y este caso no constituye una excepción, sino la regla en la historia de la ciencia, uno de cuyos dogmas fundamentales consiste, precisamente, en que quien niega una teoría es, con toda probabilidad, mucho más «científico» que quien la afirma. A pesar de Cuvier, aquella «fantástica» teoría de la evolución ha acabado por triunfar, aunque en la forma más aceptable para los científicos, es decir, en su aspecto de ley rigurosa y mecánica de «supervivencia del mejor dotado». Aun así, todo va cambiando poco a poco, y los últimos descubrimientos de la biología pueden muy bien venir a alterar la concepción que el hombre tiene del universo, de la misma forma que los huesos de dinosaurio vinieron a alterar la que tenía del planeta en que vivía. Y en esta premisa se basa el presente libro. Es muy posible que no esté muy lejos el día en que podamos aceptar la realidad de ciertos fenómenos «ocultos» con tanta naturalidad como aceptamos hoy la existencia de los átomos.
Para aclarar esta afirmación debo referirme brevemente a una nueva ciencia, la cibernética, «inventada» en 1948 por Norbert Wiener, físico del Massachusetts Institute of Technology, y que trata del control y comunicación en máquinas y animales (la palabra griega de que procede, kybernetes, significa «piloto» o «timonel»). El flotador de la cisterna del retrete constituye una de las aplicaciones más sencillas de este tipo de control: cuando el depósito se llena, el obturador detiene la entrada del agua. Con un poco de habilidad pude llegar a fabricarme un mecanismo semejante para cortar el agua una vez que ésta alcanza un determinado nivel en la bañera, evitándome así tener que sentarme a esperar para hacerlo yo mismo. Pero en la ciencia y en la industria el proceso que se desea controlar suele ser infinitamente más complicado; puede tratarse, por ejemplo, de una reacción química capaz de desarrollarse en direcciones distintas, en cuyo caso se hace necesario el uso de un computador electrónico «programado» de forma que pueda reaccionar ante diversas situaciones. Una ficha perforada es todo lo que se necesita para «instruir» al computador y hacerle actuar como un capataz atento a que el trabajo se lleve a buen fin. Desde finales del siglo XIX suele admitirse que las criaturas vivas hallan latentes sus características en unas células diminutas llamadas genes, que se encuentran en el esperma masculino y en el óvulo femenino. Se sabe que estos genes determinan el color del pelo y de los ojos, y el tamaño de los pies, pero hasta fecha muy reciente se ignoraba cómo lo hacían. Hacia 1955 comenzó a verse claro que cada gen equivalía a una tarjeta de ordenador, cuyas perforaciones son, en realidad, moléculas de una sustancia llamada DNA (o ADN), unidas en una doble espiral y formando un dibujo semejante al que ofrecerían dos muelles unidos en direcciones opuestas. Cuanto más se sabe sobre este sistema de computador que nos hace como somos, más sorprendente se nos aparece. La teoría de la evolución de Darwin considera meros accidentes el cuello de la jirafa o la trompa del elefante, lo mismo que el viento y la lluvia esculpen en una determinada roca los rasgos de un rostro humano. La ciencia odia la «teleología», es decir, la noción de intencionalidad. La roca no quería adoptar forma de cara, ni el viento y la lluvia querían esculpirla; ocurrió así por pura y simple casualidad. Del mismo modo los biólogos odian la herejía que se conoce con el nombre de «vitalismo», la noción de que la vida quiere dar lugar a criaturas más sanas e inteligentes. Según ellos, éstas se producen solamente porque la salud y la inteligencia sobreviven a la enfermedad y la estupidez. Sin embargo, cuando se admite el hecho de que es una tarjeta de computador enormemente compleja la responsable de determinadas características del ser humano, resulta difícil no caer en la teleología y evitar preguntarse quién programó el ordenador.
En 1969, un especialista en la materia, el doctor David Foster, pronunció una charla en el Imperial College de Londres ante la Conferencia internacional de Cibernética. En ella hizo referencia a algunas de las implicaciones filosóficas de todos estos descubrimientos, afirmando que es posible considerar el universo desde el punto de vista del proceso de datos. La bellota, así, constituiría el «programa» de una encina. Incluso podría considerarse el átomo como una tarjeta de ordenador en la que se habrían practicado tres perforaciones, que constituirían: (a) el número de partículas que forman el núcleo; (b) el número de electrones que describen una órbita en torno a él; (c) la energía de dichos electrones expresada en el menor cuanto de energía conocido, «la constante de Planck». Y continúa el doctor Foster: «Es evidente que la naturaleza esencial de la materia consiste en que los átomos constituyen el alfabeto del universo; los compuestos químicos, palabras; y el ADN, una frase completa o hasta un libro entero que quiere expresar cosas tales como "elefante", "jirafa" o incluso "hombre"». Afirmó después Foster que toda teoría relativa a la transmisión eléctrica de la información ha de buscarse en la onda eléctrica, la cual se mide desde el punto más alto de una de las curvas que describe hasta el más bajo de la siguiente, dividiéndose en dos mitades:
Así, pues, la onda es un sistema «binario», dado el cual los ordenadores funcionan de acuerdo con la matemática binaría2 , hecho que constituye un dato importante en el argumento del doctor Foster, porque sólo si consideramos las ondas eléctricas como el vocabulario básico del universo podremos pensar en la vida —y, de hecho, en la materia toda—, como resultado de una serie de ondas cibernéticamente programadas. Todo esto se aproxima de forma peligrosa, desde luego, a la «teleología»: si veo cómo un ordenador regula y controla un proceso químico en extremo complejo, inferiré que alguien lo ha programado previamente. Lo que afirma Foster es que, a los ojos del informático, la complejidad de la estructura de la vida que contempla en torno a él, revela la existencia de un proceso de datos a escala masiva. Este es un hecho científico. Ahora bien, ¿llega el especialista a preguntarse qué inteligencia fue la que procesó los datos? Y así llegamos al aspecto más discutido de la teoría expuesta por el conferenciante, quien afirmó lo siguiente: «En mi papel de consultor de automación, cada vez que diseño un sistema de control para un proceso determinado, parto del axioma de que la velocidad del sistema ha de ser mayor que la del mecanismo del proceso de que se trate». Por ejemplo, si podemos conducir un automóvil es porque nuestro pensamiento es más veloz que la máquina; si no fuera así, nos estrellaríamos. La programación de la materia sólo puede llevarse a cabo mediante vibraciones —u ondas— mucho más rápidas que las de dicha materia. O sea, por medio de radiaciones cósmicas de las que, como es natural, está lleno el universo, y que son precisamente, según el doctor Foster, las responsables de la programación de las moléculas de ADN. Pero volvamos al núcleo de la cuestión. La onda que transmite información difiere de las otras en que una inteligencia ha «impuesto» a su estructura unos determinados datos. La conclusión de Foster, enunciada con toda la cautela que emplean los científicos en estos casos, y sembrada de requisitos y condiciones, es que el nivel de inteligencia necesario en este caso ha de ser mucho más alto que el de la humana. Y ello constituye, indudablemente, una deducción científica y no una elucubración metafísica. Aludió Foster al fenómeno que se conoce con el nombre de «efecto Compton», según el cual la longitud de onda de los rayos X aumenta al entrar en colisión con electrones, de lo cual se deduce la regla de que el hombre puede convertir la luz azul en luz roja, por contener la primera menor cantidad de energía, pero no puede invertir la trasformación: «La luz azul, de vibraciones rápidas, contiene en sí la "programación" de la luz roja, pero no viceversa». Lo que afirma el doctor Foster no difiere mucho, básicamente, del famoso argumento del teólogo Paley, según el cual el funcionamiento de un reloj implica la existencia de un relojero inteligente, argumento que aplica a la existencia del hombre, cuyo organismo es, después de todo, mucho más complejo que ninguna maquinaria por él creada. Y, sin embargo, si lo interpreto correctamente, Foster no está tratando de convencernos de forma solapada de la existencia de Dios. Le interesa más el hecho de que en la naturaleza exista realmente una «programación» que todas las teorías relativas al «programador». Le preocupa, sobre todo, dilucidar de qué forma se transmite la información a las moléculas ADN, y encuentra en las «radiaciones cósmicas» una explicación aceptable. Afirma lo siguiente: «Así se ha podido llegar a una nueva concepción del universo. Lo interesante es que el doctor Foster llega a esta concepción partiendo no de una noción de necesidad o de divinidad, como los pensadores religiosos, sino del análisis de los datos relativos a la programación cibernética de la materia viva que se conocen hasta el momento. Lo que surge de este análisis es una noción del universo que encaja perfectamente con las teorías enunciadas durante los últimos veinte años por otros científicos y psicólogos: Teilhard de Chardin, Sir Julián Huxley, C. H. Waddington, Abraham Maslow, Viktor Frankl, Michael Polany, Noam Chomsky. Todos ellos tienen en común una misma oposición al «reduccionismo», que consiste en tratar de explicar el hombre y el universo de acuerdo con las leyes de la física o la conducta de unos cuantos conejos de Indias en un laboratorio. Escribe, por ejemplo, el psicólogo Abraham Maslow: «El hombre posee una "naturaleza superior" tan instintiva como su naturaleza inferior (animal)...». La teoría del universo de Foster es 2 Véase p. 61.
quizás más atrevida que la del evolucionismo de Huxley y de Waddington, pero una y otra obedecen al mismo espíritu y, desde luego, no se contradicen. Todo esto significa que, por primera vez en la historia de Occidente, un libro dedicado a lo oculto puede ser algo más que una simple recopilación de «maravillas» y absurdos. La religión, la magia y el misticismo derivan todos de un mismo fenómeno que se da en el hombre respecto al universo: la sensación súbita de entrar en contacto con un nuevo «significado», significado éste que se capta accidentalmente, como captamos a veces con la radio una estación desconocida. Para los poetas, lo que separa al ser humano del significado oculto de las cosas es una especie de espesa muralla de plomo que, en ocasiones, por razones que no podemos comprender, parece desvanecerse en el aire. En ese preciso momento queda el hombre anonadado por el infinito interés que encierra el universo. En la novela de Dostoievski, Iván Karamázov cuenta la historia de un ateo que no creía en la vida eterna y a quien después de su muerte condenó Dios a recorrer mil millones de kilómetros. El ateo se arrojó al suelo y se negó a moverse durante un millón de años; al fin se puso en pie y caminó de mala gana la distancia fijada. Cuando se le permitió la entrada en el Paraíso, afirmó, maravillado, que habría valido la pena recorrer diez veces aquella distancia sólo por permanecer allí cinco minutos. Dostoievski fue capaz de reflejar felizmente esta sensación suprema de captación de significado, sensación tan intensa que sobrepasa cualquier otra que podamos concebir y que merecería por sí sola el mayor de los empeños. Es esa sensación la que incita al hombre a dar un paso adelante en su evolución, pues mientras crea que el aburrimiento y el pesimismo le revelan la verdad del universo, se negará a hacer algún esfuerzo. Si como al pecador de Los hermanos Karamázov le fuera dado captar un súbito destello de lo desconocido, se convertiría en un ser inmortal e inconquistable; caminar diez mil millones de kilómetros sería para él una fruslería. Si la teoría de David Foster es cierta, al menos en parte, significaría el comienzo de una nueva era para el conocimiento humano, pues la ciencia dejaría de investigar accidentes para dedicarse a la búsqueda de «significados». Escribe Foster: «El universo consiste en una red de ondas y vibraciones que contienen un "significado"...», y afirma que los instrumentos de que disponemos hasta el momento son insuficientes para descifrar la información que transmiten las vibraciones de alta frecuencia. Pero el solo hecho de creer que ese secreto está allí, esperando a ser desvelado, constituye un enorme paso adelante, equivalente casi al atisbo del paraíso que tuvo el ateo de Dostoievski. Por lo pronto, Foster nos proporciona la noción de un universo en que encuentran cabida tanto los «fenómenos ocultos» como la física atómica. Hasta el momento el problema radicaba en qué lugar exacto establecer el límite. Si aceptábamos la telepatía y las premoniciones del futuro, ¿por qué no admitir también la astrología y la quiromancia, el hombre lobo y los vampiros, los fantasmas y las brujas capaces de practicar hechizos y encantamientos? Porque una vez dispuestos a contradecir a la lógica científica, cuantas más cosas imposibles creyéramos, tanto mejor. La teoría de Foster coincide, por otra parte, con la intuición que han tenido siempre los poetas, místicos y ocultistas de la existencia de «significados» que flotan en torno nuestro sin que podamos captarlos a causa de nuestra tremenda ignorancia, la rutina diaria y la cortedad de nuestros sentidos. La tradición llamada esotérica acaso no sea más que una superstición de salvajes ignorantes, pero podría constituir también un intento de explicación de esas captaciones de «significados» que trascienden la trivialidad del quehacer diario, uno de esos momentos en que la radio humana capta vibraciones totalmente desconocidas. «Oculto», al fin y al cabo, significa «desconocido», «secreto».Quizás esas súbitas captaciones no sean accidentales; puede que el universo inteligente esté tratando de establecer contacto con nosotros. Lo admitamos o no, lo cierto es que el solo hecho de admitir que el aire está lleno de «significados», que podríamos descifrar si nos tomáramos la molestia de intentarlo, proporciona una sensación liberadora. Y esto me lleva a una de las principales afirmaciones de mi libro. Max Müller, el compilador de The Sacred Books of the East, señaló ya en 18873 que el hombre de hace dos mil años 3
The Science of Thought, Nueva York (Scribner's), vol. I, p. 299. Citado por R. M. Bucke, Cosmic Consciousness, Nueva York, 1901, p. 28.
distinguía tan poco los colores como la mayoría de los animales de hoy, «que Jenofonte conocía sólo el púrpura, el rojo y el amarillo, que incluso Aristóteles hablaba de un arco iris tricolor, y que Demócrito sabía sólo de cuatro colores: el negro, el blanco, el rojo y el amarillo». Parece ser que Homero pensaba que el mar era de la misma tonalidad que el vino, y se ha comprobado que la primitiva lengua indoeuropea carecía de palabras para designar los colores. Así es fácil comprender por qué Alejandro Magno, discípulo de Aristóteles, dedicó su vida a la conquista del mundo, un mundo que debía de ser terriblemente monótono, sin distinción entre el rojo del vino, el azul profundo del cielo, el verde esmeralda de la hierba y el azul verdoso del mar. Desde el punto de vista biológico, su actitud es perfectamente comprensible. La vida era violenta y cruel, y la capacidad de captar distinciones sutiles de color o de pensamiento no encerraba valor alguno para la supervivencia del hombre. Alejandro tenía energía e imaginación; ¿qué otra cosa podía hacer sino dedicar su tiempo a subyugar el mundo y llorar después, cuando no quedaba nada más por conquistar? La capacidad de disfrutar de todo tipo de «vibraciones sutiles» constituye parte importante de nuestro proceso de descarga de energía. El analfabeto que se recupera de una grave operación se aburre infinitamente en su cama del hospital, mientras que quien gusta de la lectura puede llegar a encontrar deliciosa esa inactividad. El aburrimiento radica en la incapacidad de captación de ondas, mientras que el organismo viviente puede definirse como capaz de responder a las vibraciones de energía, vibraciones que constituyen en sí «significados». Mientras descanso frente a la chimenea o saboreo un vaso de vino, mientras escucho una sinfonía o aspiro el aroma de la hierba que corto, estoy registrando vibraciones. La diferencia fundamental entre el ser humano y el perro no radica en la falta de percepción del animal con respecto a los colores, sino en la mayor capacidad de respuesta que tiene el hombre en casi todos los aspectos. Cuanto más perfecto es el ser viviente, tiene mayor capacidad de captación de significados y más apego a la vida. Para Alejandro esos significados estaban ligados a la idea de conquista. La conclusión de ésta significó también su final: a los treinta y un años había sojuzgado el mundo; a los treinta y tres murió. La evolución consiste, pues, simplemente, en la capacidad de registrar esos «significados» que están ahí. El verde y el azul existían aunque Jenofonte no supiera distinguirlos. El hombre, por lo tanto, evoluciona en un universo que se nos aparece más y más fascinante conforme aprendemos a captar vibraciones nuevas. Dentro de mil años el ser humano contemplará un universo radiante, iluminado por una docena de colores que no existen hoy para nosotros. Ahora bien, es evidente que el aumento de capacidad de captación de lo sutil supone una evolución hacia dentro, una interiorización. El ser humano ha llegado a un estadio de su evolución en que tiene que pasar de lo voluminoso a lo sutil, de la externo a lo interno. Es decir, que debe volver su mirada a los secretos recovecos de su ser, a lo «oculto», a esos significados y vibraciones que hasta hoy, debido a su sutileza, le estaba vedado captar. He dividido el presente volumen en tres partes. Aunque en un principio pensé darle la forma de un libro de historia, creí después que era necesario anteponerle un largo preámbulo, una sección en que yo pudiera exponer mis preocupaciones y convicciones. He afirmado que existe una relación entre la creatividad y la sensibilidad psíquica. Al creador le interesa hacer uso de los poderes del subconsciente, y al hacerlo puede llegar a establecer contacto con fuerzas que normalmente son inaccesibles a la conciencia. La segunda parte constituye el libro que en un principio me propuse escribir. Hube de elegir entre redactar una historia de la magia en general o la de una serie de «magos» y adeptos tratados individualmente, pero buscando un común denominador a sus respectivas experiencias. Me decidí por lo segundo. La tercera parte del libro trata de todos los temas que sólo pude tocar muy por encima en la segunda: la magia, la licantropía y el vampirismo, la historia del espiritismo y el problema de los fantasmas y poltergeists. El último capítulo, titulado «Atisbos», vuelve al tema que he tratado en este prefacio: los
problemas metafísicos que plantea el ocultismo, la cuestión del tiempo y la naturaleza de los «poderes latentes» del hombre. Se trata de un libro extenso y lo más exhaustivo posible. Pero pronto me di cuenta de que había de constituir una exposición de convicciones rigurosamente personales y no un simple diccionario. Existen ya varias enciclopedias valiosas, especialmente la Encyclopedia of Occultism, de Lewis Spence; la Encyclopedia of Psychic Science, de Nandor Fodor, y Man, Myth and Magic, obra más amplia y de la que, en el momento en que comenzó a imprimirse este libro, habían aparecido solamente dos de los siete volúmenes previstos. Pero todas ellas adolecen de un mismo defecto: el de proporcionar una masa de información carente de coherencia. Lo mismo ocurre con la obra del fallecido Charles Fort, que pasó su vida dedicado a coleccionar recortes de periódico relativos a sucesos fantásticos o inexplicables, con la intención de desconcertar a los científicos, y acabó por no desconcertar a nadie, excepto a sus admiradores. Reunió una enorme cantidad de datos como quien apila un montón de leña, y los volcó después, creyendo simplemente que una mera exposición demostraría su evidencia. Pero los hechos, por sí mismos, nunca demuestran nada. Quizá yo pequé en este libro del defecto contrario, al aducir demasiados argumentos, pero entre los dos extremos éste me parece el más aceptable. En uno de los primeros capítulos hablo de coincidencias, y debo decir que no son pocas las que me han ocurrido mientras preparaba esta obra. En una ocasión en que buscaba un dato determinado, cayó del estante un libro que se abrió por la página precisa. Gran parte de la información se me ha ofrecido con tal prontitud que en muchos casos llegué a inquietarme. Pero poco a poco me acostumbré a estas facilidades, de tal forma que incluso llegaba a impacientarme cuando algún dato se resistía a mi persecución más de diez minutos, lo que viene a corroborar mi teoría de que si lo sobrenatural hiciera demasiadas incursiones en la existencia humana, acabaría por convertirnos en unos perezosos. Mi propia actitud con respecto al tema ha cambiado durante el proceso de investigación y elaboración del libro. Aunque siempre me ha interesado lo «oculto» y poseo más de quinientos volúmenes relativos a la magia y lo sobrenatural, el asunto no había llegado a atraerme nunca tanto como la filosofía, la ciencia o incluso la música. No es que fuera un escéptico integral, pero pensaba que en la mayoría de los casos el interés que despierta lo sobrenatural obedece a razones totalmente equivocadas. Mi abuela profesaba el espiritismo, y los pocos espiritistas que conocí a través de ella no me parecieron de una especial inteligencia o agilidad mental. Hace unos diez años, un especialista en la obra de Shakespeare, G. Wilson Knight, volvió a hablarme del espiritismo y me prestó unos cuantos libros relativos al tema, que no lograron despertar mi interés. No llegué a rechazar de plano lo que Knight defendía, ya que respetaba demasiado sus ideas sobre otros asuntos, y ese respeto me impedía pensar que su entusiasmo por el espiritismo no respondía sino a un anhelo de que las cosas fueran como él deseaba. Pero seguía creyendo que, comparada con el mundo de la filosofía o la psicología, su preocupación por la vida después de la muerte tenía algo de trivial. Sólo hace dos años, cuando comencé sistemáticamente la investigación que esta obra requería, caí en la cuenta de que los testimonios que se aducen a favor de la existencia de fenómenos tales como la vida después de la muerte, experiencias extracorporales (proyección astral) y la reencarnación son de una consistencia verdaderamente notable. En lo fundamental, mi actitud continúa siendo la misma; considero todavía la filosofía —la búsqueda de la realidad por medio de la intuición ayudada por el intelecto— más relevante e importante que todo lo referente a «lo oculto». Pero a pesar de mi actitud poco propicia, la evidencia de las pruebas me ha convencido de que lo básicamente afirmado por el ocultismo es cierto. A mi entender, la realidad de la existencia de una vida después de la muerte queda fuera de toda duda. Aunque comprendo a los científicos y filósofos que la consideran como un simple absurdo emocional, y si bien por mi temperamento me siento inclinado a compartir su punto de vista, creo que cierran voluntariamente los ojos a unos testimonios que no tardarían en convencerlos si se refirieran a la conducta sexual de las ratas albinas o al comportamiento de las partículas alfa. Durante los últimos siglos la ciencia ha venido a demostrarnos que el universo es más extraño e interesante de lo que creían nuestros antepasados. Me divierte pensar que puede resultar aún más extraño e interesante de lo que los científicos están dispuestos a admitir.
«Ritual en la oscuridad», de Colin Wilson
José Luis Amores
Ritual en la oscuridad. Colin Wilson
Traducción y epílogo de Javier Calvo
Libros del Silencio (Barcelona, 2011)
“No me entiende —dijo él, con paciencia—. No es eso lo que intento decir. Lo que intento decir es que nuestra experiencia está deshilvanada. Vivimos más o menos en el presente. Si fuéramos honestos, reconoceríamos que la vida es una serie de momentos engarzados por nuestra necesidad de mantenernos con vida, de derrotar al aburrimiento. Nuestra experiencia está hecha de pedazos. Pero el hombre de negocios de Surbiton lo hilvana todo creyendo que el propósito de la vida es tener un coche más grande. El político lo hilvana identificando sus propósitos con los de su partido. El hombre religioso lo hilvana aceptando la guía de su Iglesia o la Biblia. Son formas distintas de hacerlo, pero todas comparten el mismo propósito: imponer un orden, un sentido. Y son todas falsificaciones. Si fuéramos honestos, aceptaríamos que la vida carece de sentido” (p. 131-132).
El fragmento anterior pertenece a la novela Ritual en la oscuridad, de Colin Wilson, editada en castellano por Libros del Silencio en 2011. En los años ’60, ’70 y ’80 del siglo pasado se editaron un puñado de libros suyos en España, incluso alguno en los ’90 y en la década posterior. Sin embargo es lo primero que leo de Wilson y no voy a engañaros: llegué a él porque la traducción la había hecho Javier Calvo y además incluía un epílogo suyo. Todo el que más o menos lee en serio en este país sabe quién es Calvo por sus legendarias traducciones de los no menos legendarios libros de David Foster Wallace, el legendario escritor desastrosamente fallecido en circunstancias desastrosas hace tres desastrosos años. No he sido totalmente consciente de la valía de Javier Calvo como traductor (aunque ahora soy consciente de que siempre lo he sido de manera subconsciente) hasta que Juan Francisco Ferré me propuso que comparara la versión original de un relato incluido en Entrevistas breves con hombres repulsivos titulado «Tri-Stan: He vendido a Sissee Nar a Ecko» con la traducción al castellano realizada por Calvo, y desde que he podido disfrutar de la que de El rey pálido ha publicado recientemente Mondadori. (Esto no es ningún peloteo o acto laudatorio sino un reconocimiento sincero y honesto a una labor que no está suficientemente pagada ni reconocida ni nunca podrá estarlo habida cuenta de la escasa incidencia comercial de la literatura auténtica que llega a nuestras manos gracias a que gente como Calvo decide un día empezar a hacer las cosas bien y pasan los años y no dejan de hacerlas así, bien).
Cada uno puede leer lo que le dé la gana, y dejarse llevar por los criterios de selección que más le apetezcan. Pero qué duda cabe que el principal criterio de selección para quienes sólo leen libros editados en nuestro idioma vernáculo es el criterio de los editores: esto es lo que vas a leer porque esto es lo que hemos decidido que se traduzca y edite aquí; si quieres leer otras cosas, aprende idiomas y búscate la vida. Si a esta circunstancia le añadimos los saltos generacionales y el rollo insufrible de los libros descatalogados, concluimos que nos perdemos cantidad de cosas en favor del en muchas ocasiones dudoso criterio de los Señores de la Edición. Hay por ahí joyas de gran valor enterradas en idiomas incomprensibles/molestos para el lector de a pie, olvidadas mientras proliferan las líneas enfocadas al entretenimiento masivo y rentable sólo para quienes han decidido que esa es la línea que al público de habla hispana le puede interesar. Un desastre paliado sólo a medias por unas pocas editoriales pequeñas e independientes y alguna grande e inexplicablemente comprometida con objetivos distintos al beneficio económico puro y duro. Seguiremos informando.
Esta es la primera novela de Wilson, escrita a la increíble edad de 18 años y publicada 7 después, ya por entonces famoso a raíz de su ensayo The Outsider. Y ahora viene el clásico prejuicio sobre la narrativa fabricada por gente excesivamente joven, algo de lo que ya hemos hablado en extenso en este lugar, por lo que sólo diré, a modo de resumen, que la madurez no tiene edad y que, en el campo que nos ocupa, hay novelas escritas por autores de 50, 60 o más años que demuestran una inmadurez rayana en la infantilidad, y novelas escritas a la increíble edad de 18 años que no sólo sorprenden por su excelente factura sino que además permiten que uno sienta algo menos la incomodidad de vivir en un mundo dominado por ideas seniles porque sabe que en algún sitio están teniendo lugar verdaderos actos de creación no dominados por la esclerosis de aquellas ideas seniles, equivocadas, torcidas y perdedoras.
De más está decir que Ritual en la oscuridad es una novela brutal. En ella el protagonista, Gerard Sorme, es un joven escritor en ciernes de escasos medios económicos, rabioso contra la sociedad y misántropo que reside en Londres. La época es la inmediatamente posterior a la descrita por David Lodge en Fuera del cascarón e inmediatamente anterior a la expuesta por Hanif Kureishi en El buda de los suburbios. A quienes conozcan la capital del Reino Unido por haber ido más de una vez en viaje turístico les fascinará reconocer los itinerarios de los personajes por los barrios y lugares que aparecen entre sus páginas. Sin embargo esto es un detalle menor que permite un subnivel de disfrute paralelo a la trama principal. Lo verdaderamente importante de la novela son la trama (estamos ante un thriller de lectura compulsiva) y las especulaciones sociológicas y filosóficas de Sorme. Trama que sería una lástima siquiera apuntar aquí, y cuyo placer es preferible dejar a sus futuros lectores. Sólo citaré —y apelando a la inteligencia del lector le pediré perdón por destrozar en parte lo que a otro tipo de lector podría parecerle objetivo último de Wilson: descubrir un quién— un pequeño trozo de conversación entre Gerard Sorme y Austin Nunne, el amigo rico (una especie de Dickie Greenleaf, el amigo del Tom Ripley creado por Patricia Highsmith) de Sorme:
“Nunne se apresuró a interrumpirlo:
—Claro que sí. Pero tampoco sobreestimes mi anormalidad. Imagino que el trabajo de un verdugo es anormal, pero aun así él lo considera un simple trabajo. Lo mismo pasa con un empleado del matadero. Conozco a un hombre que se pasó la guerra entrenando a adolescentes para matar con facilidad y sin hacer ruido. He conocido a comandos que han matado a más alemanes de los que pueden contar. Uno de ellos siempre va a pasar las vacaciones a Alemania y dice que prefiere a los alemanes a ninguna otra raza de Europa.
—¿Estás diciendo que el asesinato es parte de la mentalidad moderna? —dijo Sorme en tono lúgubre.
—De cualquier mentalidad, Gerard. La sociedad siempre se ha basado en el asesinato. De nada sirve intentar prohibir el asesinato por medio de leyes y códigos morales. Es algo que tiene que desaparecer por sí solo: los hombres lo tienen que dejar atrás. ¿Me entiendes? Mi amigo el comando es un ciudadano que respeta escrupulosamente la ley. Sin embargo, sigue teniendo el asesinato en las venas. Si hubiera otra guerra volvería a matar. No ha dejado atrás el asesinato. Simplemente acepta las leyes que lo prohíben. Esa no es forma de crecer…” (p. 533-534).
«Amar al asesino» es el título del epílogo de Javier Calvo, en el que hace una crítica perfecta del libro cuya lectura acaba y ofrece una magnífica guía para adentrarse en el extraño mundo de la narrativa de Colin Wilson. Un mundo en el que, por lo que he leído, colijo que se ponen patas arriba muchas de nuestras concepciones heredadas y se derriban estereotipos sociológicos que no dudamos en calificar de inamovibles. Un mundo raro, que suena mucho mejor en inglés, A Weird World, del que una vez dentro es difícil salir.
José Luis Amores
http://bolmangani.blogspot.com
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