Introduccion a LO OCULTO de Colin Wilson

 




INTRODUCCIÓN 

La tesis que mantengo en este libro es revolucionaria y debo, por lo tanto, enunciarla claramente desde el principio. El hombre primitivo creía al mundo dominado por fuerzas ocultas: orenda (fuerza del espíritu) para los indios norteamericanos, huaca para los antiguos peruanos. La época de la Ilustración vino a afirmar que dichas fuerzas eran puramente imaginarias; que sólo la razón podía desvelar al hombre los secretos del universo. En consecuencia, el ser humano se convirtió en un pigmeo pensante, y el mundo de los racionalistas en un lugar claro y diáfano donde el aburrimiento, la trivialidad y el acontecer ordinario constituían verdades últimas. Pero el problema del ser humano radica en su tendencia a dejarse atrapar, con frase de Heiddeger, «por la trivialidad de lo cotidiano», por el mundo sofocante de sus preocupaciones personales, olvidando así todo un universo de más profundo significado que se abre en torno a él. Y como quiera que el hombre necesita una fuerte motivación para dar rienda suelta a sus energías ocultas, este olvido le hunde más aún en la depresión y el aburrimiento, en la noción de que nada merece esfuerzo ni atención. En este sentido, los indios norteamericanos y los peruanos estaban más cerca de la verdad que el hombre moderno, pues su conocimiento intuitivo de las fuerzas «ocultas» les mantenía atentos a todo un panorama de significados. El Fausto de Goethe puede considerarse como el drama simbólico más importante de Occidente; constituye la tragedia del racionalista que agoniza en la celda polvorienta de su conciencia personal, atrapado en el círculo vicioso del aburrimiento y la futilidad, hundido cada vez más en uno y otra. El anhelo que siente Fausto por establecer contacto con lo «oculto» supone el deseo instintivo de creer en fuerzas secretas, en significados más profundos capaces de romper ese círculo. Y lo más interesante es que si el hombre occidental dirigió su atención al cultivo de la ciencia y la filosofía lo hizo, precisamente, llevado de su agotadora pasión por hallar esos significados. No fue la razón lo que le traicionó, sino su incapacidad de razonar cuerdamente, su incapacidad para comprender que una mente sana, como un conductor de electricidad, ha de estar «conectada» con el universo, de forma que si quiere continuar manteniendo una «salida» de esfuerzo vital, debe poseer también una «entrada» de motivación basada en significados trascendentes. Los científicos y racionalistas cometieron el error de cerrar los ojos al sentido de huaca, de las fuerzas ocultas, y trataron, en cambio, de medir la vida con una regla de colegial y de pesarla con una báscula de cocina. Aquello no era ciencia, sino una falta de sensibilidad aún mayor que la de los salvajes, y así lo comprendió Swift, como se hace evidente en su Voyage to Laputa. El hombre necesita, para evolucionar, devorar «significados», tanto como el niño necesita comer para vivir. Cuanto más profunda sea su capacidad de asombro, cuanto más amplia su curiosidad, mayor será su vitalidad y más fuerte su apego a la existencia. En dos sentidos puede desarrollar el ser humano su personalidad: interiorizándose o exteriorizándose. Supongamos que me encuentro en un país extraño y que siento un poderoso deseo de visitar hasta sus ciudades más lejanas: esto constituye un ejemplo típico de desarrollo externo. En cambio, el amor por los libros, la música y el arte, es representativo del desarrollo interno. Pero esto no es todo. Lo que ocurre realmente cuando me siento fascinado por un país extranjero es que estoy como una araña en el centro exacto de su red. Soy capaz de captar aquellos «significados» que vibran a lo largo de los hilos y quiero asimilarlos en su totalidad. Lo mismo ocurre en momentos de profunda serenidad interior; súbitamente, el ser humano deviene consciente de la vastedad de su «espacio interior», de los «significados» extraños que se hallan dentro de él, y deja de ser por un momento el hombre encanijado del siglo XX atrapado en su vida personal. Se encuentra en el centro de la tela de araña captando vibraciones nuevas y, súbitamente, cae en la cuenta de que los indios norteamericanos

y peruanos tenían razón, en el sentido más profundo de esta palabra. Se siente como un árbol que adquiriera repentina conciencia de que sus raíces se hunden profunda, muy profundamente, en la tierra. De este mundo subterráneo forman parte los llamados poderes mágicos: la clarividencia, la telepatía y la adivinación, ninguno de los cuales es absolutamente necesario para la evolución; la mayoría de los animales los poseen, y el ser humano no los habría dejado caer en desuso si le hubieran sido esenciales. Lo que sí resulta perentorio para el hombre de hoy, aprisionado en su propia imagen de pigmeo pensante, es adquirir conciencia de la existencia de esas «raíces» de su mundo interior; es preciso que vuelva a considerarse como un mago en potencia, una figura mágica con poder sobre el rayo y los espíritus, noción ésta que nunca han perdido los artistas y poetas. El mensaje que encierran las sinfonías de Beethoven podría resumirse en las siguientes palabras: «El hombre no es pequeño, pero sí condenadamente perezoso». La civilización no dará un paso adelante hasta que «lo oculto» forme parte de nuestra vida diaria, como ya es el caso de la energía atómica. Con esto no quiero decir que los científicos deban dedicar sus veladas a la práctica del espiritismo ni que las universidades tengan que organizar un «Departamento de Ciencias psíquicas» a imagen y semejanza del Instituto Rhine de la universidad de Duke (Estados Unidos). Lo que afirmo es que hemos de aprender a profundizar en nuestro interior hasta restablecer contacto con la noción de huaca, hasta haber recreado el sentido de las fuerzas ocultas común al hombre primitivo. Y esto ha de lograrse por los medios que sean necesarios. Tenemos que aprender a dar por supuestos algunos aspectos de lo llamado sobrenatural, a vivir con ellos con tanta naturalidad como lo hicieron nuestros antepasados. «La percepción en el hombre no está restringida a los límites impuestos por los órganos correspondientes —afirma Blake—. Va más allá de lo que los sentidos, por agudos que sean, pueden descubrir.» El hombre «sabe» cosas que no ha aprendido en la escuela ni a través de su experiencia vital diaria, cosas que a veces preferiría ignorar. No quiero decir que debamos pasar la vida preocupándonos por sueños y premoniciones o acudiendo a la consulta de los quirománticos; es un instinto muy saludable el que nos lleva a rechazar todo esto y continuar dedicando nuestra atención a los problemas prácticos de la vida diaria. Pero el adoptar frente a tales fenómenos una actitud testaruda y cerril constituye un error, en el sentido más corriente y lógico de la palabra. Hace sólo dos siglos los científicos más respetados declaraban que era absurdo afirmar que la Tierra tenía más que unos pocos miles de años de antigüedad, o que por sus bosques habían caminado alguna vez monstruos extraños. Cuando se descubrieron los primeros fósiles de criaturas marinas e incluso la calavera de un dinosaurio, aquellos mismos científicos los explicaron como formaciones rocosas, como una gran broma de la naturaleza. Y así, durante las cinco décadas siguientes, dedicaron todo su tiempo y su ingenio a explicar los fósiles y huesos que seguían apareciendo cada vez con mayor frecuencia. Cuvier, uno de los más importantes zoólogos del siglo XIX, destruyó la carrera de su colega Lamarck al tachar de fantástica y acientífica su teoría de la evolución; la suya propia, mucho más «científica», afirmaba que todas las criaturas prehistóricas (cuya existencia, al fin, se admitía) habían sido aniquiladas por una serie de terribles cataclismos que borraron toda vida del planeta, dejándolo limpio como una pizarra para la creación del hombre y la fauna de nuestro tiempo. Y este caso no constituye una excepción, sino la regla en la historia de la ciencia, uno de cuyos dogmas fundamentales consiste, precisamente, en que quien niega una teoría es, con toda probabilidad, mucho más «científico» que quien la afirma. A pesar de Cuvier, aquella «fantástica» teoría de la evolución ha acabado por triunfar, aunque en la forma más aceptable para los científicos, es decir, en su aspecto de ley rigurosa y mecánica de «supervivencia del mejor dotado». Aun así, todo va cambiando poco a poco, y los últimos descubrimientos de la biología pueden muy bien venir a alterar la concepción que el hombre tiene del universo, de la misma forma que los huesos de dinosaurio vinieron a alterar la que tenía del planeta en que vivía. Y en esta premisa se basa el presente libro. Es muy posible que no esté muy lejos el día en que podamos aceptar la realidad de ciertos fenómenos «ocultos» con tanta naturalidad como aceptamos hoy la existencia de los átomos.

Para aclarar esta afirmación debo referirme brevemente a una nueva ciencia, la cibernética, «inventada» en 1948 por Norbert Wiener, físico del Massachusetts Institute of Technology, y que trata del control y comunicación en máquinas y animales (la palabra griega de que procede, kybernetes, significa «piloto» o «timonel»). El flotador de la cisterna del retrete constituye una de las aplicaciones más sencillas de este tipo de control: cuando el depósito se llena, el obturador detiene la entrada del agua. Con un poco de habilidad pude llegar a fabricarme un mecanismo semejante para cortar el agua una vez que ésta alcanza un determinado nivel en la bañera, evitándome así tener que sentarme a esperar para hacerlo yo mismo. Pero en la ciencia y en la industria el proceso que se desea controlar suele ser infinitamente más complicado; puede tratarse, por ejemplo, de una reacción química capaz de desarrollarse en direcciones distintas, en cuyo caso se hace necesario el uso de un computador electrónico «programado» de forma que pueda reaccionar ante diversas situaciones. Una ficha perforada es todo lo que se necesita para «instruir» al computador y hacerle actuar como un capataz atento a que el trabajo se lleve a buen fin. Desde finales del siglo XIX suele admitirse que las criaturas vivas hallan latentes sus características en unas células diminutas llamadas genes, que se encuentran en el esperma masculino y en el óvulo femenino. Se sabe que estos genes determinan el color del pelo y de los ojos, y el tamaño de los pies, pero hasta fecha muy reciente se ignoraba cómo lo hacían. Hacia 1955 comenzó a verse claro que cada gen equivalía a una tarjeta de ordenador, cuyas perforaciones son, en realidad, moléculas de una sustancia llamada DNA (o ADN), unidas en una doble espiral y formando un dibujo semejante al que ofrecerían dos muelles unidos en direcciones opuestas. Cuanto más se sabe sobre este sistema de computador que nos hace como somos, más sorprendente se nos aparece. La teoría de la evolución de Darwin considera meros accidentes el cuello de la jirafa o la trompa del elefante, lo mismo que el viento y la lluvia esculpen en una determinada roca los rasgos de un rostro humano. La ciencia odia la «teleología», es decir, la noción de intencionalidad. La roca no quería adoptar forma de cara, ni el viento y la lluvia querían esculpirla; ocurrió así por pura y simple casualidad. Del mismo modo los biólogos odian la herejía que se conoce con el nombre de «vitalismo», la noción de que la vida quiere dar lugar a criaturas más sanas e inteligentes. Según ellos, éstas se producen solamente porque la salud y la inteligencia sobreviven a la enfermedad y la estupidez. Sin embargo, cuando se admite el hecho de que es una tarjeta de computador enormemente compleja la responsable de determinadas características del ser humano, resulta difícil no caer en la teleología y evitar preguntarse quién programó el ordenador.

En 1969, un especialista en la materia, el doctor David Foster, pronunció una charla en el Imperial College de Londres ante la Conferencia internacional de Cibernética. En ella hizo referencia a algunas de las implicaciones filosóficas de todos estos descubrimientos, afirmando que es posible considerar el universo desde el punto de vista del proceso de datos. La bellota, así, constituiría el «programa» de una encina. Incluso podría considerarse el átomo como una tarjeta de ordenador en la que se habrían practicado tres perforaciones, que constituirían: (a) el número de partículas que forman el núcleo; (b) el número de electrones que describen una órbita en torno a él; (c) la energía de dichos electrones expresada en el menor cuanto de energía conocido, «la constante de Planck». Y continúa el doctor Foster: «Es evidente que la naturaleza esencial de la materia consiste en que los átomos constituyen el alfabeto del universo; los compuestos químicos, palabras; y el ADN, una frase completa o hasta un libro entero que quiere expresar cosas tales como "elefante", "jirafa" o incluso "hombre"». Afirmó después Foster que toda teoría relativa a la transmisión eléctrica de la información ha de buscarse en la onda eléctrica, la cual se mide desde el punto más alto de una de las curvas que describe hasta el más bajo de la siguiente, dividiéndose en dos mitades:

Así, pues, la onda es un sistema «binario», dado el cual los ordenadores funcionan de acuerdo con la matemática binaría2 , hecho que constituye un dato importante en el argumento del doctor Foster, porque sólo si consideramos las ondas eléctricas como el vocabulario básico del universo podremos pensar en la vida —y, de hecho, en la materia toda—, como resultado de una serie de ondas cibernéticamente programadas. Todo esto se aproxima de forma peligrosa, desde luego, a la «teleología»: si veo cómo un ordenador regula y controla un proceso químico en extremo complejo, inferiré que alguien lo ha programado previamente. Lo que afirma Foster es que, a los ojos del informático, la complejidad de la estructura de la vida que contempla en torno a él, revela la existencia de un proceso de datos a escala masiva. Este es un hecho científico. Ahora bien, ¿llega el especialista a preguntarse qué inteligencia fue la que procesó los datos? Y así llegamos al aspecto más discutido de la teoría expuesta por el conferenciante, quien afirmó lo siguiente: «En mi papel de consultor de automación, cada vez que diseño un sistema de control para un proceso determinado, parto del axioma de que la velocidad del sistema ha de ser mayor que la del mecanismo del proceso de que se trate». Por ejemplo, si podemos conducir un automóvil es porque nuestro pensamiento es más veloz que la máquina; si no fuera así, nos estrellaríamos. La programación de la materia sólo puede llevarse a cabo mediante vibraciones —u ondas— mucho más rápidas que las de dicha materia. O sea, por medio de radiaciones cósmicas de las que, como es natural, está lleno el universo, y que son precisamente, según el doctor Foster, las responsables de la programación de las moléculas de ADN. Pero volvamos al núcleo de la cuestión. La onda que transmite información difiere de las otras en que una inteligencia ha «impuesto» a su estructura unos determinados datos. La conclusión de Foster, enunciada con toda la cautela que emplean los científicos en estos casos, y sembrada de requisitos y condiciones, es que el nivel de inteligencia necesario en este caso ha de ser mucho más alto que el de la humana. Y ello constituye, indudablemente, una deducción científica y no una elucubración metafísica. Aludió Foster al fenómeno que se conoce con el nombre de «efecto Compton», según el cual la longitud de onda de los rayos X aumenta al entrar en colisión con electrones, de lo cual se deduce la regla de que el hombre puede convertir la luz azul en luz roja, por contener la primera menor cantidad de energía, pero no puede invertir la trasformación: «La luz azul, de vibraciones rápidas, contiene en sí la "programación" de la luz roja, pero no viceversa». Lo que afirma el doctor Foster no difiere mucho, básicamente, del famoso argumento del teólogo Paley, según el cual el funcionamiento de un reloj implica la existencia de un relojero inteligente, argumento que aplica a la existencia del hombre, cuyo organismo es, después de todo, mucho más complejo que ninguna maquinaria por él creada. Y, sin embargo, si lo interpreto correctamente, Foster no está tratando de convencernos de forma solapada de la existencia de Dios. Le interesa más el hecho de que en la naturaleza exista realmente una «programación» que todas las teorías relativas al «programador». Le preocupa, sobre todo, dilucidar de qué forma se transmite la información a las moléculas ADN, y encuentra en las «radiaciones cósmicas» una explicación aceptable. Afirma lo siguiente: «Así se ha podido llegar a una nueva concepción del universo. Lo interesante es que el doctor Foster llega a esta concepción partiendo no de una noción de necesidad o de divinidad, como los pensadores religiosos, sino del análisis de los datos relativos a la programación cibernética de la materia viva que se conocen hasta el momento. Lo que surge de este análisis es una noción del universo que encaja perfectamente con las teorías enunciadas durante los últimos veinte años por otros científicos y psicólogos: Teilhard de Chardin, Sir Julián Huxley, C. H. Waddington, Abraham Maslow, Viktor Frankl, Michael Polany, Noam Chomsky. Todos ellos tienen en común una misma oposición al «reduccionismo», que consiste en tratar de explicar el hombre y el universo de acuerdo con las leyes de la física o la conducta de unos cuantos conejos de Indias en un laboratorio. Escribe, por ejemplo, el psicólogo Abraham Maslow: «El hombre posee una "naturaleza superior" tan instintiva como su naturaleza inferior (animal)...». La teoría del universo de Foster es 2 Véase p. 61.

quizás más atrevida que la del evolucionismo de Huxley y de Waddington, pero una y otra obedecen al mismo espíritu y, desde luego, no se contradicen. Todo esto significa que, por primera vez en la historia de Occidente, un libro dedicado a lo oculto puede ser algo más que una simple recopilación de «maravillas» y absurdos. La religión, la magia y el misticismo derivan todos de un mismo fenómeno que se da en el hombre respecto al universo: la sensación súbita de entrar en contacto con un nuevo «significado», significado éste que se capta accidentalmente, como captamos a veces con la radio una estación desconocida. Para los poetas, lo que separa al ser humano del significado oculto de las cosas es una especie de espesa muralla de plomo que, en ocasiones, por razones que no podemos comprender, parece desvanecerse en el aire. En ese preciso momento queda el hombre anonadado por el infinito interés que encierra el universo. En la novela de Dostoievski, Iván Karamázov cuenta la historia de un ateo que no creía en la vida eterna y a quien después de su muerte condenó Dios a recorrer mil millones de kilómetros. El ateo se arrojó al suelo y se negó a moverse durante un millón de años; al fin se puso en pie y caminó de mala gana la distancia fijada. Cuando se le permitió la entrada en el Paraíso, afirmó, maravillado, que habría valido la pena recorrer diez veces aquella distancia sólo por permanecer allí cinco minutos. Dostoievski fue capaz de reflejar felizmente esta sensación suprema de captación de significado, sensación tan intensa que sobrepasa cualquier otra que podamos concebir y que merecería por sí sola el mayor de los empeños. Es esa sensación la que incita al hombre a dar un paso adelante en su evolución, pues mientras crea que el aburrimiento y el pesimismo le revelan la verdad del universo, se negará a hacer algún esfuerzo. Si como al pecador de Los hermanos Karamázov le fuera dado captar un súbito destello de lo desconocido, se convertiría en un ser inmortal e inconquistable; caminar diez mil millones de kilómetros sería para él una fruslería. Si la teoría de David Foster es cierta, al menos en parte, significaría el comienzo de una nueva era para el conocimiento humano, pues la ciencia dejaría de investigar accidentes para dedicarse a la búsqueda de «significados». Escribe Foster: «El universo consiste en una red de ondas y vibraciones que contienen un "significado"...», y afirma que los instrumentos de que disponemos hasta el momento son insuficientes para descifrar la información que transmiten las vibraciones de alta frecuencia. Pero el solo hecho de creer que ese secreto está allí, esperando a ser desvelado, constituye un enorme paso adelante, equivalente casi al atisbo del paraíso que tuvo el ateo de Dostoievski. Por lo pronto, Foster nos proporciona la noción de un universo en que encuentran cabida tanto los «fenómenos ocultos» como la física atómica. Hasta el momento el problema radicaba en qué lugar exacto establecer el límite. Si aceptábamos la telepatía y las premoniciones del futuro, ¿por qué no admitir también la astrología y la quiromancia, el hombre lobo y los vampiros, los fantasmas y las brujas capaces de practicar hechizos y encantamientos? Porque una vez dispuestos a contradecir a la lógica científica, cuantas más cosas imposibles creyéramos, tanto mejor. La teoría de Foster coincide, por otra parte, con la intuición que han tenido siempre los poetas, místicos y ocultistas de la existencia de «significados» que flotan en torno nuestro sin que podamos captarlos a causa de nuestra tremenda ignorancia, la rutina diaria y la cortedad de nuestros sentidos. La tradición llamada esotérica acaso no sea más que una superstición de salvajes ignorantes, pero podría constituir también un intento de explicación de esas captaciones de «significados» que trascienden la trivialidad del quehacer diario, uno de esos momentos en que la radio humana capta vibraciones totalmente desconocidas. «Oculto», al fin y al cabo, significa «desconocido», «secreto».Quizás esas súbitas captaciones no sean accidentales; puede que el universo inteligente esté tratando de establecer contacto con nosotros. Lo admitamos o no, lo cierto es que el solo hecho de admitir que el aire está lleno de «significados», que podríamos descifrar si nos tomáramos la molestia de intentarlo, proporciona una sensación liberadora. Y esto me lleva a una de las principales afirmaciones de mi libro. Max Müller, el compilador de The Sacred Books of the East, señaló ya en 18873 que el hombre de hace dos mil años 3

The Science of Thought, Nueva York (Scribner's), vol. I, p. 299. Citado por R. M. Bucke, Cosmic Consciousness, Nueva York, 1901, p. 28.

distinguía tan poco los colores como la mayoría de los animales de hoy, «que Jenofonte conocía sólo el púrpura, el rojo y el amarillo, que incluso Aristóteles hablaba de un arco iris tricolor, y que Demócrito sabía sólo de cuatro colores: el negro, el blanco, el rojo y el amarillo». Parece ser que Homero pensaba que el mar era de la misma tonalidad que el vino, y se ha comprobado que la primitiva lengua indoeuropea carecía de palabras para designar los colores. Así es fácil comprender por qué Alejandro Magno, discípulo de Aristóteles, dedicó su vida a la conquista del mundo, un mundo que debía de ser terriblemente monótono, sin distinción entre el rojo del vino, el azul profundo del cielo, el verde esmeralda de la hierba y el azul verdoso del mar. Desde el punto de vista biológico, su actitud es perfectamente comprensible. La vida era violenta y cruel, y la capacidad de captar distinciones sutiles de color o de pensamiento no encerraba valor alguno para la supervivencia del hombre. Alejandro tenía energía e imaginación; ¿qué otra cosa podía hacer sino dedicar su tiempo a subyugar el mundo y llorar después, cuando no quedaba nada más por conquistar? La capacidad de disfrutar de todo tipo de «vibraciones sutiles» constituye parte importante de nuestro proceso de descarga de energía. El analfabeto que se recupera de una grave operación se aburre infinitamente en su cama del hospital, mientras que quien gusta de la lectura puede llegar a encontrar deliciosa esa inactividad. El aburrimiento radica en la incapacidad de captación de ondas, mientras que el organismo viviente puede definirse como capaz de responder a las vibraciones de energía, vibraciones que constituyen en sí «significados». Mientras descanso frente a la chimenea o saboreo un vaso de vino, mientras escucho una sinfonía o aspiro el aroma de la hierba que corto, estoy registrando vibraciones. La diferencia fundamental entre el ser humano y el perro no radica en la falta de percepción del animal con respecto a los colores, sino en la mayor capacidad de respuesta que tiene el hombre en casi todos los aspectos. Cuanto más perfecto es el ser viviente, tiene mayor capacidad de captación de significados y más apego a la vida. Para Alejandro esos significados estaban ligados a la idea de conquista. La conclusión de ésta significó también su final: a los treinta y un años había sojuzgado el mundo; a los treinta y tres murió. La evolución consiste, pues, simplemente, en la capacidad de registrar esos «significados» que están ahí. El verde y el azul existían aunque Jenofonte no supiera distinguirlos. El hombre, por lo tanto, evoluciona en un universo que se nos aparece más y más fascinante conforme aprendemos a captar vibraciones nuevas. Dentro de mil años el ser humano contemplará un universo radiante, iluminado por una docena de colores que no existen hoy para nosotros. Ahora bien, es evidente que el aumento de capacidad de captación de lo sutil supone una evolución hacia dentro, una interiorización. El ser humano ha llegado a un estadio de su evolución en que tiene que pasar de lo voluminoso a lo sutil, de la externo a lo interno. Es decir, que debe volver su mirada a los secretos recovecos de su ser, a lo «oculto», a esos significados y vibraciones que hasta hoy, debido a su sutileza, le estaba vedado captar. He dividido el presente volumen en tres partes. Aunque en un principio pensé darle la forma de un libro de historia, creí después que era necesario anteponerle un largo preámbulo, una sección en que yo pudiera exponer mis preocupaciones y convicciones. He afirmado que existe una relación entre la creatividad y la sensibilidad psíquica. Al creador le interesa hacer uso de los poderes del subconsciente, y al hacerlo puede llegar a establecer contacto con fuerzas que normalmente son inaccesibles a la conciencia. La segunda parte constituye el libro que en un principio me propuse escribir. Hube de elegir entre redactar una historia de la magia en general o la de una serie de «magos» y adeptos tratados individualmente, pero buscando un común denominador a sus respectivas experiencias. Me decidí por lo segundo. La tercera parte del libro trata de todos los temas que sólo pude tocar muy por encima en la segunda: la magia, la licantropía y el vampirismo, la historia del espiritismo y el problema de los fantasmas y poltergeists. El último capítulo, titulado «Atisbos», vuelve al tema que he tratado en este prefacio: los

problemas metafísicos que plantea el ocultismo, la cuestión del tiempo y la naturaleza de los «poderes latentes» del hombre. Se trata de un libro extenso y lo más exhaustivo posible. Pero pronto me di cuenta de que había de constituir una exposición de convicciones rigurosamente personales y no un simple diccionario. Existen ya varias enciclopedias valiosas, especialmente la Encyclopedia of Occultism, de Lewis Spence; la Encyclopedia of Psychic Science, de Nandor Fodor, y Man, Myth and Magic, obra más amplia y de la que, en el momento en que comenzó a imprimirse este libro, habían aparecido solamente dos de los siete volúmenes previstos. Pero todas ellas adolecen de un mismo defecto: el de proporcionar una masa de información carente de coherencia. Lo mismo ocurre con la obra del fallecido Charles Fort, que pasó su vida dedicado a coleccionar recortes de periódico relativos a sucesos fantásticos o inexplicables, con la intención de desconcertar a los científicos, y acabó por no desconcertar a nadie, excepto a sus admiradores. Reunió una enorme cantidad de datos como quien apila un montón de leña, y los volcó después, creyendo simplemente que una mera exposición demostraría su evidencia. Pero los hechos, por sí mismos, nunca demuestran nada. Quizá yo pequé en este libro del defecto contrario, al aducir demasiados argumentos, pero entre los dos extremos éste me parece el más aceptable. En uno de los primeros capítulos hablo de coincidencias, y debo decir que no son pocas las que me han ocurrido mientras preparaba esta obra. En una ocasión en que buscaba un dato determinado, cayó del estante un libro que se abrió por la página precisa. Gran parte de la información se me ha ofrecido con tal prontitud que en muchos casos llegué a inquietarme. Pero poco a poco me acostumbré a estas facilidades, de tal forma que incluso llegaba a impacientarme cuando algún dato se resistía a mi persecución más de diez minutos, lo que viene a corroborar mi teoría de que si lo sobrenatural hiciera demasiadas incursiones en la existencia humana, acabaría por convertirnos en unos perezosos. Mi propia actitud con respecto al tema ha cambiado durante el proceso de investigación y elaboración del libro. Aunque siempre me ha interesado lo «oculto» y poseo más de quinientos volúmenes relativos a la magia y lo sobrenatural, el asunto no había llegado a atraerme nunca tanto como la filosofía, la ciencia o incluso la música. No es que fuera un escéptico integral, pero pensaba que en la mayoría de los casos el interés que despierta lo sobrenatural obedece a razones totalmente equivocadas. Mi abuela profesaba el espiritismo, y los pocos espiritistas que conocí a través de ella no me parecieron de una especial inteligencia o agilidad mental. Hace unos diez años, un especialista en la obra de Shakespeare, G. Wilson Knight, volvió a hablarme del espiritismo y me prestó unos cuantos libros relativos al tema, que no lograron despertar mi interés. No llegué a rechazar de plano lo que Knight defendía, ya que respetaba demasiado sus ideas sobre otros asuntos, y ese respeto me impedía pensar que su entusiasmo por el espiritismo no respondía sino a un anhelo de que las cosas fueran como él deseaba. Pero seguía creyendo que, comparada con el mundo de la filosofía o la psicología, su preocupación por la vida después de la muerte tenía algo de trivial. Sólo hace dos años, cuando comencé sistemáticamente la investigación que esta obra requería, caí en la cuenta de que los testimonios que se aducen a favor de la existencia de fenómenos tales como la vida después de la muerte, experiencias extracorporales (proyección astral) y la reencarnación son de una consistencia verdaderamente notable. En lo fundamental, mi actitud continúa siendo la misma; considero todavía la filosofía —la búsqueda de la realidad por medio de la intuición ayudada por el intelecto— más relevante e importante que todo lo referente a «lo oculto». Pero a pesar de mi actitud poco propicia, la evidencia de las pruebas me ha convencido de que lo básicamente afirmado por el ocultismo es cierto. A mi entender, la realidad de la existencia de una vida después de la muerte queda fuera de toda duda. Aunque comprendo a los científicos y filósofos que la consideran como un simple absurdo emocional, y si bien por mi temperamento me siento inclinado a compartir su punto de vista, creo que cierran voluntariamente los ojos a unos testimonios que no tardarían en convencerlos si se refirieran a la conducta sexual de las ratas albinas o al comportamiento de las partículas alfa. Durante los últimos siglos la ciencia ha venido a demostrarnos que el universo es más extraño e interesante de lo que creían nuestros antepasados. Me divierte pensar que puede resultar aún más extraño e interesante de lo que los científicos están dispuestos a admitir.

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