Nueve cuentos, J.D. Salinger pdf



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Salinger

Consideraciones previas sobre el autor:

Salinger. Jerome David. Ese hombre que se clavó en el imaginario colectivo del siglo XX a través de una novela emblemática, un puñado de obras magistrales y una vida en fuga en la apartada localidad rural de Cornish, New Hampshire. Un hombre que consiguió que la Justicia norteamericana tuviera un fallo que sentó un precedente: aunque las cartas de una persona pertenezcan físicamente a su destinatario, la autoría de ellas sigue siendo del que las escribió y, por lo tanto, no pueden ser publicadas sin su consentimiento. Esa fue una de las muchas batallas que Salinger dio para preservar su silenciosa retirada del mundo. Y creo que este aspecto de su vida, el férreo deseo de convertirse en el escritor oculto por antonomasia (o, simplemente, en un hombre apartado), marcó con demasiada fuerza la perspectiva de lectura de su obra. Me refiero a que difícilmente pueda hacerse un abordaje de sus libros sin sopesar el hecho de su voluntaria desaparición de la vida pública. Y lo que pasa cuando las preguntas se acumulan sin que el interrogado responda (y sin que, de hecho, se entere de las preguntas), es que de todos modos las respuestas comienzan a aparecer. Notas, artículos, reportajes, ensayos que llenan de significados el silencio. De ese modo se construye la ficción que quiere explicar la realidad y que adquiere, luego del debido tiempo de sedimentación, el aspecto de esa realidad. Pues cuando Salinger decidió salirse del juego, habilitó la construcción pública de un muñeco de arcilla que ocupase su lugar. Porque si no se sabe nada de Salinger, se lo inventa, y es esa creación ficticia la que marca la pauta de su lectura, y (yendo más lejos) esa pauta acaba por volverse un camino hacia la no-lectura, hacia la negación de cualquier otra forma de lectura que no sea la de la biografía histórica y psicológica del autor ausente. Aquí nos topamos con el asunto de la idea posmoderna del autor. Ese autor cuyo nombre aparece en las portadas de sus libros en una tipografía mucho más grande que el título, en mayúsculas y con letras en relieve. La idea del autor con foto en la solapa y breve bio-reseña a tono, con las loas más o menos usuales. El autor como un fuerte “yo” que parece dispuesto a tutelar la lectura de su obra, y ese “yo” es la proyección de un “ego”. El ego al que Salinger tanto temía. Se negó a que pusieran una foto suya en la contraportada de El guardián en el centeno. ¿Por qué no puedo limitarme a escribir? ¿Por qué, además, tengo que responder preguntas sobre lo que escribo? ¿No es suficiente con los libros? ¿Qué importancia tiene si escribo a mano o a máquina, si lo hago por la mañana o por la noche? ¿No es eso voyeurismo? ¿Por qué debo ser un vocero político? ¿Por qué mis opiniones acerca de todo deben tener más peso o concitar más interés que las opiniones de cualquier otro ciudadano? ¿Sólo porque soy escritor? ¿Eso es todo? ¿Por eso les pertenezco…? Imagino que Salinger se hizo esas preguntas, pero no lo sé, quizá estoy equivocado. Hago los que todos han hecho, imaginar sobre el vacío, inventarme un Salinger inerte y llenarlo de presunciones. Lo curioso del asunto es lo mucho que nos hemos convencido de lo importante que es conocer la autoría de un texto. Como si fuera menos placentero para nosotros leer La Ilíada por el hecho de no saber en realidad si existió un Homero, si fueron muchos hombres a lo largo del tiempo, si uno escribió tales y cuales cantos y otro escribió los demás y un tercero corrigió todo. Qué importancia tiene eso, a la larga. Qué le agrega o qué le quita a la obra tener esta información. Y no hablo desde el punto de vista académico. Está muy bien que haya filólogos sumamente interesados en el asunto. Pero hablo simplemente de un lector ante un texto, de una voluntad frente a otra, y de la capacidad de comprensión más allá de los accesorios. Pienso ahora en esos autores que comprenden cabalmente que al volverse figuras públicas llegará a las personas sólo una imagen parcial y distorsionada de sí mismos. Estos autores muchas veces ocupan gran parte de su tiempo y energía en la construcción de su propio personaje. Así, es fácil escuchar frases como: “se lo comió el personaje”, cuando ya es difícil separar qué parte del sujeto está jugando el juego y qué parte es en verdad él mismo. Aquí hay un intento de dominar la distorsión. Pienso en alguien como el argentino Rodolfo Fogwill. Es como si, una vez aceptada la inevitabilidad de poseer un golem público, este tipo de escritores no aceptase renunciar al control de ese golem. El resultado suele ser la teatralidad, ponerse delante de la cara un prosopon, una de aquellas enormes y siempre grotescas máscaras del teatro griego. Exagerar la identidad es, al fin y al cabo, simplificarla. Una última cosa (porque ya hace rato estuvo bien de digresiones): la construcción pública a través de los medios de un determinado autor modifica su mensaje. Toda la información, veraz o no, que llega al lector acerca del autor, se adhiere a su obra y cambia irremediablemente la perspectiva de su lectura. Me atrevo a decir que la limita. La cuestión (que queda planteada) es si esa limitación es positiva o no, si no sería deseable una literatura anónima, sin nombres en las tapas ni fotos en las solapas… y me pregunto, al fin, cuántos de los escritores actuales seguirían escribiendo si esas fuesen las improbables condiciones de publicación.

Largo prolegómeno, a continuación, la reseña. Todo está fuera de lugar en Nueve cuentos, como fotografías tomadas por un fotógrafo muy poco profesional. Imágenes fuera de cuadro, desenfocadas y con poca luz, pero de todos modos tan bellas (con esa belleza cruel que se vuelve irresistible) que te mantienen mirándolas hasta que aparece en ellas el rastro que te conduce a la sensación no-verbal que es el fin del cuento. Aquí, el lenguaje te lleva tan cerca como es posible, y llegado a ese punto hay que saltar al agua y nadar el resto del camino. La capacidad de connotación de Salinger es inmensa. Por eso un cuento tan breve como “Un día perfecto para el pez plátano” puede contener en sus diálogos magistrales el secreto de un horror. Hay algo en él que es síntesis de otra cosa, de una tensión y un dolor que sólo puede existir a fuerza de no ser nombrados. A esta altura esto es casi un lugar común, hablar de la corriente que subyace a la superficie de lo narrado. Pero así es. Salinger elige acercarse a Seymour a través de sus palabras y acciones, no de sus pensamientos. Donde Faulkner habría usado la corriente de conciencia y seguramente habría vuelto poéticamente verosímil al traumatizado ex soldado que es Seymour, Salinger renuncia a ello, quizá por entender que en ocasiones las palabras sólo pueden banalizar una verdad, por más hermosas que puedan sonar.
-Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos-empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte-. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.

-No vayamos tan lejos -dijo Sybil-. ¿Y qué pasa después con ellos?
-¿Qué pasa con quiénes?
-Con los peces plátano.
-Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?
-Sí -dijo Sybil.
-Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
Los relatos de Salinger sustentan gran parte de su peso en su finísimo talento para el diálogo. En “Teddy” asistimos a la charla filosófica y trascendental entre un niño prodigio (convencido de ser la reencarnación de un ser más elevado que cometió algún tipo de error que lo hizo volver en el cuerpo de un norteamericano) que viaja en una especie de crucero con su peculiar familia y un joven profesor azorado. El relato prácticamente no tiene acción y no la necesita. Lo mismo corre para “En el bote”, cuya parte visible es la charla-negociación entre Lionel (un pequeño de cuatro años muy afín a desaparecer) y su madre Boo Boo, que intenta convencerlo de que le permita entrar al bote con él. “El hombre que ríe” en tanto, es un asombroso cuento dentro de un cuento, en el que Salinger nos permite asistir al doloroso rito de paso del niño narrador, cuando el mundo real entra en la fantasía, como en un recinto sagrado, para saquear y destruir. “Para Esmé, con amor y sordidez”, además de ser un título absolutamente increíble, es la conversación que un joven soldado norteamericano mantiene con una (particularísima) niña en un café del pueblo de Devon.
-Me sentiría muy halagada si alguna vez usted escribiera un cuento especialmente para mí. Soy una lectora insaciable.

Le dije que lo haría, sin duda, siempre que pudiera. Dije que no era un autor demasiado prolífico.
-¡No tiene por qué ser prolífico! ¡Basta que no sea estúpido e infantil! -Recapacitó y dijo-: Prefiero los cuentos que tratan de la sordidez.
-¿De qué? -dije, inclinándome hacia adelante.
-De la sordidez. Estoy sumamente interesada en la sordidez.
Sordidez y humor, los materiales con los que están hechas estas chuecas fotografías que Salinger arroja, sin demasiadas pretensiones, a la cara del mundo. Salinger. Jerome David. La respuesta afirmativa a la pregunta de si se puede ser un autor de importancia universal con apenas un puñado de obras.
Calificación: excelente.
Título original: Nine stories (1953)
Traducción: Elena Rius.
Alianza Editorial, Madrid, 2003.
ISBN:  9788420634623
https://clubdecatadores.wordpress.com/2011/12/24/nueve-cuentos-j-d-salinger/



Nueve cuentos. J.D. Salinger ..... de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años. · 6 · ...

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