Elena Alfaro 01 abril 2019
En 'El río de la conciencia' (Anagrama), el neurólogo nos lleva de lo pequeño y concreto a lo trascendente y universal, del error al descubrimiento y de la biología a los dilemas existenciales del ser humano.
“¿Se parece la evolución de las ideas a la evolución de la vida? [...] Las ideas, al igual que las criaturas vivas, surgen y florecen, van en todas direcciones o se abortan y se extinguen de manera totalmente impredecible.” Esta reflexión de Oliver Sacks pertenece a El río de la conciencia (Anagrama 2019), donde a lo largo de diez capítulos, si el lector permanece atento, verá desplegarse la mente del autor de Despertares. Es un verdadero espectáculo.
Sacks (Londres, 1933-Nueva York, 2015) puede hablar de medicina, zoología, de una carta a su hermano, de la generosidad creativa de Mark Twain o del genio de Darwin o Einstein. Puede utilizar un término médico que define una zona de ceguera parcial, percibida o no, temporal o permanente (escotoma) y expandir el concepto, observándolo como si fuera un cubo que hace girar en el aire. Entonces descubres que te está proporcionando una realidad física concreta para apoyar el pie mientras, suavemente, te lleva de la mano hacia un viaje de auténtica exploración.
El modo en que Sacks se aproxima a las cosas es una forma de estar en el mundo. “No basta con comprender algo”, nos dice, “la primera barrera consiste en permitirnos tener ideas nuevas, crear un espacio mental, una categoría con conexión potencial”. La suya es una postura expectante, de apertura y asombro, pero también humilde y cuidadosa. Casi todos sus razonamientos se inician en la observación amorosa de algún fallo de los distintos mecanismos que sustentan la vida. Entender esos mecanismos es mirar al ser humano y nunca proporcionan más información que cuando fallan.
Habla de la memoria, que no es memoria sino recreación. De la percepción y de la gestión de la información que, aunque es recibida en dosis discretas, nuestro cerebro mezcla astutamente para proporcionarnos una sensación de flujo continuo. También de la creatividad que sin plagio, esfuerzo y olvido no es nada. De la velocidad y del tiempo porque “somos criaturas del tiempo de pies a cabeza”. Todos nuestros aparentes defectos, todas esas ineficiencias sin las cuales pensamos que viajaremos más rápido hacia el conocimiento son, precisamente, lo que nos permite alcanzarlo. Esa, quizás, es la mayor enseñanza de este libro.
“Hace falta una energía especial [...] una audacia o subversividad especiales para querer emprender un nuevo rumbo cuando uno está asentado”, escribe, porque ese nuevo rumbo podría resultar completamente improductivo. Y uno creería que habla de la vida, de su vida, de los miedos y cobardías, de las ataduras y responsabilidades adquiridas, pero habla de teorías científicas que hoy sabemos ciertas y que por haber nacido demasiado pronto y contravenir el dogma cultural imperante del momento fueron desechadas. Y es que, sí, la evolución de las ideas se parece a la vida.
Esa es la fina frontera que se atraviesa constantemente a lo largo de las doscientas páginas del volumen. A veces crees estar en el lado de la ciencia solo para sorprenderte pensando en aquella vez que, casi sin quererlo, hiciste recordar a otros lo que era imposible que hubieran visto. Sientes el vértigo de cuestionar tus recuerdos más queridos o terribles: ¿son realmente tuyos? Tu carácter o ciertas reacciones que crees que son parte indisoluble de lo que eres, ¿no obedecerán a algo que le sucedió a otra persona? Y cuando estás dudando de aquello que creías más sólido, Sacks gira de nuevo el cubo ante tus ojos para mostrarte la otra cara: esa indiferencia estructural hacia la fuente original, que ahora te crea inseguridad, también es la responsable de que percibas con la intensidad de una experiencia primaria lo que otros piensan, dicen o crean. La memoria humana es frágil pero en líneas generales acierta bastante. Su fragilidad y fiabilidad mantienen un delicado equilibrio que hace posible la verdad y la innovación, el presente y el futuro.
Hay algo hermoso en la manera en que Sacks relata las consecuencias menos inocuas del desconocimiento. Por ejemplo, para ilustrar la cuestión del plagio elige, entre otras, la historia de Helen Keller, que fue acusada de copiar un cuento de Margaret Canby. El plagio no fue intencionado. Helen era ciega y sorda desde que tenía 19 meses y había conocido el relato de Canby a través del alfabeto manual. Como se explicó más tarde, esa vía “pasiva” le dificultaba enormemente recordar la fuente original. Fue sometida a “una implacable inquisición que la dejó marcada para el resto de su vida”. Tras este relato, Sacks nos muestra con todo lujo de detalles la respuesta que la propia Canby le dio, o los comentarios y cartas que Graham Bell o Mark Twain le escribieron. “¡Ah querida, qué colosalmente graciosos y qué idiotas y grotescos estos sabihondos que han organizado esta farsa del plagio!”, escribió Twain.
Unas líneas más tarde, Sacks, juguetón, transcribe un plagio, también involuntario del propio Twain a Oliver Wendell Holmes, y la forma en que acabó resolviéndose: “Posteriormente le visité y le dije que dispusiera con toda libertad de cualquier idea mía que le pudiera parecer un buen protoplasma para su poesía. Se dio cuenta de que yo no había tenido mala intención; así que desde el principio nos llevamos bien”. El defecto, neutro. La consecuencia, extraordinaria. Una y otra vez, el autor devuelve la sorpresa y el asombro como respuesta por defecto.
En cierto momento cita a William James, para quien la conciencia no es una “cosa” sino un “proceso”, y, como si pretendiera reproducirlo, descubres que con la manera de organizar las ideas realiza un juego sutil: nos lleva de lo pequeño y concreto a lo trascendente y universal, del error al descubrimiento y de la biología a los dilemas existenciales del ser humano.
Sacks termina con esta reflexión: “socavar las propias creencias y teorías puede ser un proceso muy doloroso e incluso aterrador pues nuestras vidas mentales se sustentan, de manera consciente o inconsciente, en teorías a veces investidas con la fuerza de la ideología o la delusión”. Citando a Einstein añade: “pero una nueva teoría no desbanca a la anterior sino que nos permite recuperar nuestros viejos conceptos desde un nivel superior”.
Oliver Sacks nació en Londres, en 1933, y falleció en Nueva York, en 2015.
2016/06/01
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Tal vez valga la pena leer y releer este breve libro para comprender lo que muchas veces se intuye a lo largo del camino: que la vida es conocimiento, relaciones con los demás y búsqueda de una conexión con uno mismo. Lo demás, en este implacable sistema en el que el dinero parece ser el único fin, y el éxito la negación del otro, es subsidiario. A los 84 años, el doctor Oliver Sacks, nacido en Londres, en 1927, había terminado En movimiento, su décimo tercer libro, una extensa y bellísima memoria que daba cuenta de la lucha de un hombre siempre incómodo con las verdades absolutas.
Sus dudas, que habían comenzado desde que le reveló a su padre y a su madre que era homosexual a los 18 años, lo llevaron a partir de Inglaterra en 1960, para recalar en Estados Unidos, país en el cual vivió sus restantes 55 años. Y en Estados Unidos, después de trasegar de Los Ángeles a Nueva York, de especializarse en neurociencia, y de trabajar en varios hospitales, encontró su verdadera vocación: convertirse en un escritor de casos médicos mientras atendía consultas.
Desde Migraña, su primer libro publicado en 1970, pasando por Despertares –que se volvió mundialmente célebre por la película protagonizada por Robin Williams del mismo nombre— y clásicos del periodismo científico como El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, En una sola pierna, El tío Tungsteno, o Un antropólogo en marte el doctor Sacks humanizó la ciencia; tendió puentes para que los demás mortales comprendiéramos y quizá viéramos de otra manera nuestro cuerpo y el de los demás.
En 2014, con la satisfacción de haber podido afrontar su propia vida como un texto acabado, el doctor Sacks se enteró de que un melanoma ocular que le había sido descubierto nueve años atrás le había hecho metástasis en el hígado. Consciente de que la vida comenzaba a terminar, afrontó el deterioro de una manera admirable. El resultado es un canto de gratitud y celebración de la vida justo antes de que termine que ahora se reúne en el libro Gratitud. “No considero la vejez una época cada vez más sórdida que uno tiene que soportar e ir trampeando, sino una época de ocio y libertad, en la que te ves emancipado de las artificiosas urgencias de años anteriores, y esa libertad me permite explorar cuanto se me antoja, e integrar los pensamientos y sentimientos de toda una vida”.
Los cuatro ensayos de Sacks, de seguro serán de lectura obligada para quien quiera conocer la emancipación de un hombre que luchó en contra los prejuicios; que fue determinado como ninguno en insistir en una profesión por la que nadie apostaba –la de escritor—y que nos legó más de diez libros que son clásicos de la literatura. En “De mi propia vida”, publicado por el New York Times, dos meses antes de su muerte, se lee: “No voy a fingir que no estoy asustado. Pero mi sentimiento predominante es el de gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído y viajado, he pensado y escrito. He mantenido un diálogo con el mundo, ese diálogo especial que tienen los escritores y los lectores. Por encima de todo, he sido un ser sintiente, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, en sí mismo, ha sido ya un enorme privilegio y una aventura”.
Gratitud, Oliver Sacks, Editorial Anagrama
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