"Después de Goethe no hay una figura que sea superior a la de Mann: que sea tanto y que signifique tantas cosas."
Los Buddenbrook / Thomas Mann: leer aquí
La Muerte en Venecia / Thomas Mann: leer aquí
La montaña mágica
Harold Bloom
Cuando yo era chico y lector feroz - hace unos sesenta años - se aclamaba ampliamente La montaña mágica, de Thomas Mann, como una obra de ficción moderna casi comparable al
Ulises y a En busca del tiempo perdido. La novela se publicó en 1924. Acabo de releerla por primera vez en quince años y me alegra descubrir que sus placeres y su poder no han disminuido. No tiene nada de pieza de época; es una experiencia de lectura tan fresca y penetrante como siempre, aunque sutilmente alterada por el tiempo.
Es una pena que en el último tercio de este siglo Mann se haya visto un poco relegado a la posición de novelista de la contracultura. Lo cierto es que no se puede leer La montaña
mágica emparedada entre En el camino y una rodaja de ciberpunk. Es uno de esos productos de la alta cultura que hoy se encuentran en cierto peligro, porque exigen educación y reflexión considerables. El protagonista - Hans Castorp, un joven ingeniero alemán - llega a un sanatorio para tuberculosos en los Alpes Suizos con la intención de hacer una breve visita a su primo. Una vez le diagnostican la enfermedad a él también, Castorp permanece en la Montaña Mágica siete años para curarse - y continuar con su Bildnng o educación y desarrollo cultural.
Que al principio Mann describa a Hans Castorp como un joven "totalmente común", es a todas luces una ironía. Castorp no es el hombre medio, aunque - al menos al comienzo - tampoco es un buscador espiritual. Pero es muy poco común. Inacabablemente abierto a la enseñanza, inmensamente susceptible a la conversación profunda y al estudio, en la Montaña Mágica emprende una notable educación avanzada, sobre todo hablando y con dos maestros antitéticos: Settembrini, un liberal humanista italiano - discípulo del poeta y librepensador Carducci - que aparece primero y establece su prioridad y, mediada la novela, Naphta. Reaccionario radical, Naphta es un jesuíta judío y marxista nihilista que denigra la democracia, se inspira en la síntesis religiosa de la Edad Media y lamenta que los europeos se hayan apartado de la fe. Los debates entre Settembrini, partidario del Renacimiento y la Ilustración, y Naphta, apóstol de la Contrarreforma, son siempre despiadados, y llegan prontamente al meollo cuando Naphta lanza una profecía de lo que habría de triunfar en Alemania diez años después de publicarse La montaña mágica:
- ¡No! - continuó Naphta -. El misterio y el precepto de nuestra época no son la liberación y el desarrollo del ego. Lo que necesita nuestra época, lo que exige, lo que creará para sí misma es... el terror. Naphta y Settembrini comprometen por igual la atención del lector pero, pese a las incesantes ironías de Mann, sólo Settembrini nos despierta afecto. La ironía es a un tiempo el recurso más formidable de Mann y quizá su mayor debilidad (como él '' sabía). No deja de ser útil recordar la protesta que en 1953 elevó contra sus críticos: Siempre me aburre un poco que ciertos críticos asignen tan definida y acabadamente mi obra al campo de la ironía y me consideren un ironista de lleno sin tomar también en cuenta el concepto de humor. La ironía tiene en literatura muchos significados, y raramente la de una época es la de otra. En mi experiencia, la escritura imaginativa siempre contiene un grado de ironía: a eso se refería Oscar Wilde cuando dijo que toda la mala poesía es sincera. Pero la ironía no es la condición excluyente del lenguaje literario mismo, y no siempre el sentido es un exiliado errante. En términos generales, ironía significa decir una cosa y querer decir otra, a veces hasta lo contrario de aquello que se está diciendo. A menudo la ironía de Mann es una especie sutil de parodia, pero el lector abierto a La montaña mágica se encontrará con una novela de seriedad alta y amable, y en última instancia con una obra de enorme pasión intelectual y emotiva. Lo que primordialmente ofrece hoy la maravillosa historia de Mann no es ironía ni parodia, sino la visión afectuosa de una realidad desaparecida, de una alta cultura europea que ya no existe; la cultura de Goethe y de Freud. El lector del año 2000 debe experimentar
La montaña mágica como novela histórica, monumento de un humanismo perdido. Publicado en 1924, el libro retrata la Europa que había empezado a romperse en la Primera
Guerra Mundial, esa catástrofe a la cual se une Hans Castorp cuando desciende al fin de su Montaña Mágica. Buena parte de la cultura humanista sobrevivió a la gran guerra, pero, en vena profética, Mann percibe el horror nazi que se tomaría el poder una breve década después de la aparición de su novela. Si bien puede que Mann haya intentado una parodia afectuosa de la cultura europea, en el año 2000 las contraironías del cambio, el tiempo y la
destrucción hacen de La montaña mágica un conmovedor estudio de las nostalgias.
El mismo Hans Castorp me parece ahora más sutil y querible que la primera vez que leí la novela, hace más de cincuenta años. Aunque Mann desea verlo como un buscador, pienso que no hay en él ninguna búsqueda central. Castorp no ansía ir en pos de un grial ni de ideal alguno. Figura de admirable desapego, escucha con pareja satisfacción al ilustrado Settembrini, el terrorista Naphta y al insólitamente vitalista Mynheer Peeperkorn, que llega tarde a la Montaña en compañía erótica de una belleza eslava, Clawdia Chauchat, con quien el prendado Castorp disfrutará de una sola noche de realización. El desapego erótico de Castorp resulta del todo extraordinario; tras siete meses de amor por Clawdia, disfruta de un solo momento de pasión intensa para luego retraerse por el resto de su permanencia de siete años en el sanatorio; tampoco siente demasiados celos de Peeperkorn, en cuya compañía regresa Clawdia. Huérfano desde los siete años, Castorp ha experimentado un vínculo homoerótico de gran intensidad con su compañero de estudios Przibislaw Hippe, precursor de Clawdia. El amor por ésta renueva la reprimida pasión por Hippe; de modo más bien místico, este arrobamiento amalgamado le produce síntomas de tuberculosis y lo confina en la Montaña para recibir siete años de educación en el espíritu del humanismo agonizante.
Que el enamoramiento sea una enfermedad como la tisis es en Mann una fantasía insistente, sin duda reflejo de un homoerotismo apenas reprimido - cuyo gran monumento
sigue siendo la novela breve Muerte en Venecia. El lector se queda en la Montaña Mágica porque Castorp se enamora de Clawdia a primera vista. Cualquiera sea la realidad clínica
de la enfermedad de Castorp, el lector cae hechizado en las incidencias de la novela, ya que una trama astuta integra la experiencia corriente del cambio de planes, de domicilio o de
condición física por obra del amor con la inducción al mundo de la Montaña Mágica. Hasta donde yo sé, la lectora o el lector no se apasionan necesariamente por la sinuosa y
enigmática Clawdia, pero el arte de Mann es tal que casi nadie se resiste a identificarse con Castorp, un joven de buena voluntad y distancia sexual infinitas. Si bien no siempre vemos, sentimos o pensamos como Hans, nos mantenemos invariablemente cerca de él. Aparte del Poldy de Joyce, mi tocayo protagonista del Ulises, no hay en toda la ficción moderna un personaje que despierte más empatías que Castorp. Joyce no tuvo éxito en sus intentos por alcanzar la distancia flaubertiana (tampoco lo tuvo Flaubert, quien acabó declarando "Madame Bovary soy yo"), y Leopold Bloom refleja las cualidades personales más atractivas de su creador. Pese a todos los esfuerzos que realiza, el parodista irónico Thomas Mann no logra mantenerse alejado de Castorp. Dado que la moda crítica actual niega la realidad del autor y los personajes literarios
(como todas las modas, pasará), insto al lector a no rehusar los placeres de la identificación con los personajes favoritos; pues no pocos autores han sido incapaces de resistirse a ellos. Mi exhortación tiene sus límites: Cervantes no es Don Quijote, Tolstoi (que la amaba) no es Anna Karenina y Philip Roth no es (ninguno de los) "Philip Roth" de Operación
Shylock. Pero en general los novelistas, por irónicos que sean, vuelven a encontrarse dentro de sus protagonistas; y otro tanto les ocurre a los dramaturgos. Kierkegaard, el filósofo religioso danés autor de El concepto de ironía, señaló que el maestro de ese modo había sido Shakespeare, lo que es indiscutible. No obstante, y como vislumbro en otro lugar de este libro, hasta ese ironista de ironistas se encontró a sí mismo más extraño y más cierto
en el personaje de Hamlet. ¿Por qué leer. Porque uno sólo puede conocer íntimamente a unas pocas personas, y quizá nunca llegue a conocerlas por completo. Después de leer La
montaña mágica conocemos a Hans Castorp profundamente, y Castorp es muy digno de ser conocido.
Releyendo hoy la novela concluyo que la mayor ironía de Mann (quizá involuntaria) fue empezarla diciendo que el lector llegará a reconocer en Hans Castorp "un joven del todo común pero cautivante". En mi calidad de profesor universitario con cuarenta y cinco años de ejercicio, yo me siento obligado a decir lo siguiente: Castorp es el estudiante ideal que las universidades (antes de su actual autodegradación) solían encomiar pero no encontraron nunca. A Castorp le interesa todo intensamente; todo el conocimiento posible, pero como un bien en sí mismo. Para Castorp el conocimiento no es una forma de poder, ni sobre sí mismo ni sobre los demás. No es en absoluto fáustico. Si tiene un enorme valor para los lectores del 2000 (y más allá) es porque encarna un ideal hoy arcaico pero siempre relevante: el cultivo del autodesarrollo para la realización de todo el potencial del individuo. La disposición a enfrentarse con ideas y personalidades se combina en Hans con un sobresaliente vigor intelectual; si nunca se muestra meramente escéptico, tampoco lo vemos nunca apabullado (salvo en el pináculo de la pasión sexual por la un tanto dudosa Clawdia). La elocuencia humanística de Settembrini, los sermones terroristas de Naphta y los balbuceos dionisíacos de Peeperkorn rompen sobre él como olas pero nunca lo arrastran. La insistencia de Mann en la falta de color de Castorp acaba por sonar como un chiste, ya
que el joven ingeniero naval siente inclinación por las experiencias místicas y hasta ocultas. Ha llegado a la Montaña con un libro sobre transatlánticos pero se convierte en lector infatigable de obras sobre las ciencias de la vida, psicología y fisiología en particular, y de ellos pasa a un incesante "viaje cultural". Cualquier idea residual de su
"carácter corriente" que hayamos conservado se diluye en el maravilloso capítulo titulado "Nieve", poco antes de que acabe la sexta de las siete partes de la novela. Atrapado por una tormenta durante una solitaria excursión de esquí, Hans logra sobrevivir a duras penas y recibe una serie de visiones. Cuando las visiones amainan, él otorga que "la muerte es una gran potencia" pero también afirma: "En bien de la bondad y el amor el hombre no debe conceder a la muerte dominio sobre sus pensamientos". Luego de esa experiencia se inicia la danza mortal de la propia novela. Ya no falta mucho para que estalle la Primera Guerra Mundial. Naphta reta a Settembrini a un duelo con pistola; Settembrini dispara al aire y el furioso Naphta se mata de un solo tiro en la cabeza. Destrozado, el pobre Settembrini interrumpe su pedagógica prédica humanística. El dionisíaco Peeperkorn, afirmador de la personalidad y la religión del sexo, se enfrenta con la impotencia de la edad y también se suicida. Patrióticamente, Castorp marcha a luchar por Alemania y Mann nos dice que, si bien no tiene altas probabilidades de sobrevivir, la cuestión ha de quedar abierta.
Casi a pesar de Mann, el lector adjudicará a Castorp mejores perspectivas porque hay en él un algo mágico o encantado, por completo atemporal. Quizá parezca la apoteosis de lo normal, pero en rigor es un personaje demónico y en realidad no requiere la interminable instrucción cultural que recibe (aunque sea el mejor destinatario posible). Hans Castorp lleva la Bendición, como la llevará José en una posterior tetralogía de Mann: José y sus hermanos. Al despedirse de su protagonista, Mann nos dice que Castorp importa porque tiene "un sueño de amor". Y ahora, en el 2000 y más allá, Castorp importa porque la lectora o el lector, en la pugna por entenderlo, llegarán a preguntarse a sí mismos cuál es su sueño de amor, o su ilusión erótica, y cómo afecta ese sueño o ilusión sus posibilidades de desarrollo o despliegue.(...)
Harold Bloom Cómo Leer Y Por Qué
Los Buddenbrook, de Thomas Mann
Luis Fernando Moreno
Claros 31 mayo 2008
Thomas Mann (1875-1955) terminó Los Buddenbrook, su primera novela de larga extensión, en la primavera del año 1900, “después de dos años de trabajo frecuentemente interrumpido”, según recuerda en su breve autobiografía “Relato de mi vida”. Apenas cuatro años antes había decidido abrazar el oficio de escritor. El éxito obtenido por un rotundo primer relato, “La caída” (1894), le animó a ello. Era un estudiante desaplicado y la generosa asignación mensual obtenida de la liquidación del negocio familiar tras la muerte de su padre le permitía vivir como bohemio, a veces en Múnich y, otras, en Italia. Después de otra narración meritoria, “La voluntad de ser feliz”, apareció esa pequeña joya que es “El pequeño señor Friedemann”, un relato de mayor extensión que los precedentes, aceptado por la prestigiosa revista cultural Neue deutsche Rundschau, de la berlinesa casa editorial Fischer. Fue a raíz de esta obrita que el avispado Samuel Fischer, advirtiendo el talento del joven literato, lo animó a que compusiera una novela, con la promesa de publicársela bajo su sello editorial.
Durante el verano de 1897, en la pequeña ciudad italiana de Palestrina, Thomas terminó un primer gran esbozo de la novela y concluyó los primeros capítulos, y unos meses después, instalado de nuevo en Múnich, en pleno barrio de los artistas, el Schwabing, se dedicó a desarrollar y pulir aquella obra que no dejaba de crecer, pues su argumento se prestaba a ello: el joven se había propuesto contar ni más ni menos que la historia de la decadencia de una gran familia burguesa de comerciantes establecida y venida a menos en la ciudad hanseática de Lübeck: los Mann, su propia familia. Lleno de entusiasmo, a menudo leía fragmentos de la obra en curso a su madre, hermanos y amigos, y éstos los celebraban con alborozo; reían de buena gana con los pasajes caricaturescos de la historia, bordados con tanto acierto por el agudo artista, pero dudaban de que aquellas muestras de talento llegaran a cuajar en una obra de arte terminada y completa.
Mann contaba 25 años cuando terminó Los Buddenbrook; la asignación familiar daba para poco y, por entonces, se ganaba la vida trabajando como redactor en la revista literaria y satírica Simplicissimus, puesto que abandonaría enseguida, ya que trabajar para otros no era su fuerte. Con la publicación de la novela, su vida dio un vuelco hacia la fama. Fischer recibió el voluminoso y enrevesado manuscrito con reticencia: “La desmesurada extensión de la obra no es que me seduzca, desde luego”, escribió al autor. Pero apenas comenzada la lectura se mostró interesado en publicarla si Mann consentía en acortarla; a este respecto no cupo discusión: el autor se mostró impasible y le aseguró que la extensión de la novela “constituía una de sus propiedades esenciales”.
Al fin Fischer apostó por ella y la publicó en dos tomos, en edición de mil ejemplares y a un precio elevado. A pesar de ello la edición se vendió entera y, a comienzos de 1903, vio la luz en un solo volumen y a precio menor. Las ventas crecían de tal modo que en octubre de aquel mismo año hubo que lanzar una nueva edición, esta vez de diez mil ejemplares. Thomas Mann se convirtió en el escritor de moda, y el proyecto de vivir para y de la literatura se hizo realidad. La fama le abrió las puertas a la mejor sociedad de Múnich reportándole grandes beneficios para el futuro, entre ellos, su ventajoso matrimonio con la rica heredera de origen judío Katia Pringsheim.
Siguieron otras obras, tales como Alteza real o las excelentes novelas breves Tonio Kröger y Muerte en Venecia, pero en 1929 la Academia Sueca concedió el Premio Nobel de literatura a Thomas Mann, “en especial por su gran novela Los Buddenbrook, que, en el curso de los años, ha obtenido un reconocimiento cada vez más firme, como una obra clásica de nuestro tiempo”. En 1930 alcanzaba el millón de ejemplares vendidos sólo en Alemania; en 1932, cuando arreciaba el nazismo, el gran escritor recibía una siniestra amenaza por correo: un ejemplar a medio quemar de Los Buddenbrook; así honraban los bestias el talento.
Andando el tiempo, esta novela tan popular se ha visto un tanto eclipsada por el fulgor de La montaña mágica y Doctor Faustus, ambas de factura “más intelectual”, lo cual no es justo, pues aquélla está a su altura e incluso las supera. “De ella sale todo el Mann posterior”, ha dicho Claudio Magris, quien también la califica de “obra maestra”. Más “amable” y convencional que las mencionadas, en modo alguno es una novela de tesis ni de sesuda filosofía –por cierto, la mención a Schopenhauer casi al final del libro, tan manida por los seguidores de este filósofo, aunque tiene su miga no deja de ser una anécdota, una mención de Mann a uno de sus autores favoritos y cuya metafísica desdeña el protagonista. Los Buddenbrook, novela de corte decimonónico, se halla en la corriente de las obras de largo aliento de Zola, Balzac o Tólstoi –por lo visto, un retrato de este inmenso escritor acompañó a Mann mientras la redactaba– y hasta de la gran novela inglesa del siglo XIX. Se trata de un relato, en definitiva, muy bien contado, ecuánime y lleno de sorpresas, que atrapa al lector por su estilo desenvuelto, por la riqueza de detalles y la encantadora sensibilidad casi “femenina”, tan “proustiana”, de la que Mann hace gala en la descripción de objetos, ropas y personas.
El tema ya lo mencionamos, el propio autor observó: “Mi procedencia familiar está descrita con minucia en Los Buddenbrook”. El relato recorre las vidas de cuatro generaciones de Buddenbrook, “casa burguesa de renombre centenario”, desde el abuelo Johann, descendiente directo del fundador de la casa Buddenbrook, hasta el pequeño Hanno, el último vástago varón, fallecido en 1877. Pero aunque la estirpe familiar, unida a la empresa comercial que la sustenta, perdura durante algo más de cien años, Mann se centra en reseñar acontecimientos que cubren apenas cuatro décadas, periodo en el que los miembros de las distintas generaciones coinciden entre sí. A través de los representantes de la tercera generación, los hermanos Thomas, Tony, Christian y Clara, conoceremos a sus padres y a los Buddenbrook mayores, sus abuelos, y a los bisabuelos; pero también a los benjamines Erika y Hanno. Y junto a estos personajes principales, también a una variedad de figuras secundarias, tales como la comilona prima Tilda, la jorobada Sesemi Weichbrodt o la avinagrada parentela compuesta por Frederike, Henriette y Pfiffí. Abogados, senadores, alcaldes, párrocos y médicos; pescadores, damas y criadas pueblan la novela, también rica en ambientes, desde el salón burgués “de las estatuas” en el que invitan los Buddenbrook, hasta las rocas de la playa de la cercana y vacacional Travemünde.
Según afirma el tópico, suele ser la tercera generación de una familia la que dilapida la fortuna acumulada con tanto empeño por los predecesores, dotados con más ilusión y espíritu de sacrificio e impulsores de aquella riqueza. Tony y sus tres hermanos serán testigos del declive familiar, responsables a su vez, sin quererlo, de la liquidación de la empresa, pues la casa Buddenbrook se hundirá sin remedio. La familia tiene mala suerte; sus miembros dejan de estar a la altura de lo que se espera de ellos; tanto Tony como Thomas son los más conscientes de sus deberes para con el mantenimiento del esplendor que conlleva su apellido, pero ambos cometerán errores y a los dos los traicionará el destino.
La despierta y alocada Tony se casará dos veces con personajes cada cual más ridículo: el señor Gründlich, un estafador, y el bávaro Permanender, un grosero bebedor de cerveza. Es madre de una niña insulsa, Erika, que tampoco será dichosa, al contraer matrimonio con un funcionario que acaba en la cárcel. El tercer hermano, Christian, es un pobre calavera, incapaz de algo serio, inconstante e histrión, la “oveja negra” de la familia. En cuanto a Clara, a ésta le da por la mística y se casa con un pastor protestante; pero se alejará y morirá pronto dejando su cuantiosa dote en manos de su espiritual marido.
Thomas, senador y último magnate de la saga familiar, trasunto quizás del padre del propio Thomas Mann, es un hombre cumplidor de su deber, la perfecta encarnación del burgués pulcro y acomodado, un aristócrata del trabajo, aferrado a los principios y exigencias de su clase, comprometido con su ciudad tanto como con su negocio y sus empleados, a los que trata con suma cordialidad. Su idealismo y hasta su poesía consisten en imaginarse fiel a un gran principio ético que lo conmina a sacrificar sus instintos por el bien de la familia y la empresa para perpetuar y engrandecer la exitosa obra que levantaron sus antepasados. Pero Thomas está solo con sus nobles principios; la responsabilidad lo desborda y, para colmo, cuando el infortunio acecha, no halla apoyo suficiente ni en su inútil hermano ni en las mujeres de las que se compone la familia, cada vez más debilitada. Ni siquiera su matrimonio con la gélida Gerda Arnoldsen, bella intérprete de violín y entusiasta de la música de Wagner, aunque muy representativo, lo hace feliz. De este enlace nacerá Hanno, un niño de carácter y naturaleza opuestos a los del padre, un “alma de artista”, músico precoz y en extremo sensible, pero inútil para los negocios comerciales y sin la garra que necesitaría un digno sucesor. Resulta curioso descubrir a posteriori cuánto se parecerá este Thomas imaginario al puntilloso, reprimido y frío Thomas Mann escritor. Pero, por contraste, lo mismo ocurre con el pequeño Hanno, cuyos días de escuela, sus temores y hasta su amor de infancia recuerdan a las propias experiencias del sensible autor.
El declive de la familia fue inevitable, tal y como lo fue el de aquel mundo de burgueses que terminaría con la I Guerra Mundial y que supuso el final de “la edad de la inocencia”. Pesimismo fin de siècle en el que “todo se acaba”, tan bien contado por la sabia pluma de Mann, quien ya plasma sus obsesiones en la novela: sobre todo, se advierte su acuciante interés por los procesos de enfermedad y muerte, en los que abunda el relato; al fin y al cabo, la Parca es la que siempre llega para trastocarlo todo, y rara vez sólo para conceder la paz y el silencio.
En suma, la historia de la familia Buddenbrook atrapa desde las primeras páginas, aun cuando lo único que se desarrolla en ella es el irrefrenable transcurso de la simple vida cotidiana y el paso de los años en que los miembros de la familia viven, envejecen y mueren. Y son justo las descripciones de estos acontecimientos, los matrimonios, los nacimientos y las muertes las que dotan de realidad a esta magnífica y grandiosa narración. Todo ello contado de una forma tan atinada que la lectura de esta novela conmueve y asombra, provoca una gozosa desazón y nos llena de melancolía. La nueva traducción de Isabel García Adánez –a quien también debemos una reciente versión de La montaña mágica– ayuda a ello. Contábamos hasta ahora con la traducción de Francisco Payarols, un buen traductor en su época, los años cuarenta del siglo XX, que tradujo a Stefan Zweig y Karl Jaspers; pero, al contrario que las obras inmortales, logradas de una vez por todas y para siempre, las traducciones de éstas necesitan renovarse de cuando en cuando so peligro de obsolescencia. La nueva versión aporta gran frescura y, tal vez, acerca algo más esta obra inmensa al lector actual, al que le asombrará la imperturbable grandeza de Thomas Mann. ~
La Montaña de Thomas Mann y el tiempo en que vivimos
Thomas Mann comenzó a escribir “La Montaña Mágica” en 1911 y lo terminó en 1923, doce años de trabajo que revelan que ya nadie escribe así porque el mercado editorial no permite demorarse en el tiempo lento de la reflexión y exige la producción acelerada a la que denomina progreso. Publicado en 1924 constituye una de las mayores obras clásicas de la literatura universal.
El jesuítico personaje que representa Leo Naphta, vibrante crítico de la Ilustración, enfrentado en duelo dialéctico a lo largo de toda la obra con el humanista y progresista Ludovico Settembrini, representantes de dos corrientes de pensamiento vigentes hasta nuestros días; encuadran el apartamiento del mundo que constituye la Montaña, el refugio para los enfermos que no pueden respirar el mefítico aire moderno en el que se esconde Hans Castorp, protagonista de la novela.
Al final del libro se cierne la tendencia a la discordia violenta que llevará a la Primera Guerra Mundial, de modo que también los dos intelectuales antedichos se ven afectados por el espíritu embrutecedor del demonio de crispación que invade el Berghof y que se cierne sobre Europa. Y será la Europa progresista creada sobre la limpieza étnica y enfrentada a los detentadores de pretensiones absolutas la que saldrá vencedora de las dos grandes carnicerías del siglo XX, instalando a los tenderos como nuevos verdugos del Capital y absorbiendo para el nuevo absoluto del dios mercado a quienes fueron sus antagonistas en nombre de otros dioses únicos.
Y es que entre otros posibles, como Lukács, el personaje Leo Naphta es para Thomas Mann, como el Leverkhün de su “Dr.Faustus” un trasunto de Nietzsche, en cuanto que “ha percibido de antemano, con su filosofema del poder, el imperialismo ascendente y ha anunciado, como una aguja trémula y vibrátil, la época fascista de Occidente, en la cual estamos viviendo y en la cual seguiremos viviendo largo tiempo, a pesar de la victoria militar sobre el fascismo” (Thomas Mann Schopenhauer, Nietzsche, Freud. Pág.157-158. Editorial Plaza&Janés. Barcelona 1986).
Hans Castorp se obsesiona con los solitarios así como el resto de los pensionistas con otras actividades pueriles del mismo modo que hoy ven la TV millones de personas. Este clima es el precedente de “la Gran Irritación”, de la violencia y la ira desatadas que tratará Thomas Mann más adelante; tras el intermedio que supone el interés más noble, por la música, suscitado por la novedad de un fonógrafo y experimentado por Hans Castorp, que le prepara para no verse arrastrado por la violencia que está por surgir y resistir a su hechizo. Mann lo narra de la siguiente manera: “El italiano calló. Hans Castorp sintió sus ojos negros, la mirada profundamente entristecida de la razón y el sentido moral.... Después de haberse quedado solo, el joven permaneció todavía algún tiempo con la mejilla apoyada en la mano, sentado ante la mesa, en medio de la habitación blanca, sin echar cartas, y en el fondo de sí mismo presa de espanto ante ese estado siniestro e incierto en que veía al mundo, ante la sonrisa del demonio, de ese dios simiesco, bajo cuyo poder insensato y desenfrenado se hallaba y cuyo nombre era el gran embrutecimiento”. Nada que no sepa quien haya dado clase en la ESO.
Así, el personaje que representa la anti-ilustración, que no ve en el progreso y en la educación de las masas el motor del bien en la Historia, sino la más perfecta máquina de destrucción creada por el hombre para escarnio de la tierra, de lo divino y lo sagrado, trata de que el italiano ilustrado aprenda que no tiene el progresismo solamente efectos perversos sino una esencia más diabólica de la que presuntamente quiere escapar.
Y al hablar Naphta en diálogo con Settembrini, lo que trata de hacerle comprender son muchas veces algunas cosas que éste omite como pequeñeces sin importancia o cuestiones que es mejor tapar a la juventud:
“-¿Me lo pregunta? ¿Escapa al manchesterianismo de usted la existencia de una doctrina de la sociedad que signifique la victoria del hombre sobre el economicismo y cuyos principios y objetivos coinciden exactamente con los del reino cristiano de Dios? Los padres de la Iglesia han llamado al -mío- y -tuyo- palabras funestas y han dicho que la propiedad privada era la usurpación y el robo. Han condenado la propiedad porque, según el derecho natural y divino, la tierra es común a todos los hombres y, por consiguiente, produce sus frutos para el uso general de todos. Han enseñado que únicamente la avidez, fruto del pecado original, invoca los derechos de propiedad y ha creado la propiedad privada. Han sido bastante humanos, bastante enemigos del negocio para considerar toda actividad económica en general como un peligro para la salvación del alma, es decir, para la Humanidad. Han odiado el dinero y los asuntos de dinero y han llamado a la riqueza capitalista aliento de llama infernal. El principio fundamental de la doctrina económica, a saber: que el precio resulta del equilibrio entre la oferta y la demanda, ha sido despreciado por ellos de todo corazón, y han condenado los actos de los que sacan partido de las circunstancias como una explotación cínica de la miseria del prójimo. Ha habido una explotación todavía más criminal a sus ojos: la del tiempo, ese delito que consiste en hacerse pagar una prima por el sencillo transcurso del tiempo; dicho de otra manera: el interés, y abusar así, para su propia ventaja y a consta del prójimo, de una manera, de una institución divina, valedera para todos: el tiempo”.
Y desde luego que en tal diatriba anticapitalista habría que separar al Opus Dei (los que cogen la vía del por el dinero hacia Dios) de franciscanos o teólogos de la liberación, pero el punto del negocio con el tiempo, con esos once años para escribir la obra que leemos y que ya nadie tiene; nos conduce directamente a cuestionar la explotación más criminal que ha existido nunca, la que se alimenta del tiempo ajeno.
Ante objeciones como la antecedente y otras ciertamente del Antiguo Régimen es precisamente Settembrini quien al final de la monumental obra, acusando a Naphta de dirigirse a la juventud a la manera del Sócrates escéptico, haciéndola dudar de la bonita moralidad ilustrada, acaba retando a duelo a su oponente dialéctico. Y aunque como humanista el italiano había manifestado que lo rechazaba teóricamente, acaba indicando que en la práctica es otra cosa, por lo que más adelante dice:
“El duelo no es una institución como cualquier otra. Es un último recurso, es la vuelta al estado de la naturaleza primitiva, apenas atenuado por ciertas reglas de carácter caballeresco que son muy superficiales. Lo esencial de esta situación es su elemento netamente primitivo, el cuerpo a cuerpo, y todos debemos estar dispuestos para esa situación, por alejados que nos sintamos de la naturaleza. Quien no es capaz de defender una idea pagando con su vida y con su sangre, no es digno. Y se trata de ser un hombre, por espiritualista que se sea”.
Eso indica el personaje humanista progresista del que Fernando Savater dice, contra los desesperados suicidas del Islam, que: “Settembrini es un ilustrado, un progresista: su arma es la razón, y su objetivo la felicidad terrenal humana” (F.Savater “La montaña y Mahoma” El País 16 de agosto de 2005). Pero Savater, al que no le sirve el trabajo de catedrático de filosofía para poder leerse el libro de Mann fuera de sus cuantiosas vacaciones, no narra el desenlace del duelo, ya que lo que ocurre es que Settembrini dispara al aire y, Naphta, llamándole “cobarde”, se pega un tiro en la cabeza, suicidándose.
Aprendiendo de la Montaña mágica para hoy día, vemos que cabe refugiarse en el jardín de Epicuro, decidiendo que la disputa del poder la ocupen otros, pues no compensa su alto precio, que sean los que lo quieran quienes se maten entre sí y nos dejen en una Torre de Marfil, como enfermos, leyendo y disfrutando de la música y la gozosa conversación con los amigos, del amor y de los hijos, fuera del mundo del trabajo, de la explotación y de la avidez por el poder; permanecer fuera del mundo. Pero dentro del mundo parece que sólo caben tres posturas: Cinismo, hipocresía o Teología, que serían son los tres extremos de un mismo mal, ya que en una época de crispación y de nihilismo, el cínico bombardea sin escrúpulos y dice que los que reciben las bombas son asesinos y terroristas, cucarachas fracasadas que hay que exterminar, como lo fueron los judíos y hoy lo son los palestinos (o los iraquíes o los afganos); el hipócrita es el que bombardea con escrúpulos y dice que esa justicia tiene que estar respaldada con el derecho, solicitando por tanto bombardeos humanitarios en lugar de bombardeos inhumanos. Y frente a los cínicos anti-humanistas de la administración Bush y los hipócritas moralistas y humanitaristas de la progresía sólo resta el suicida como el único ser honesto y capaz de seguir la consigna de los duelistas que el propio Settembrini declarará pero no cumplirá: “Quien no es capaz de defender una idea pagando con su vida y con su sangre, no es digno”. Y dice con su vida y con su sangre, ojo, no con la de los demás, ya que los presidentes y generales raramente encabezan las tropas que mandan a morir por la salvación de una humanidad en la que no creen.
En realidad estamos dentro y fuera del mundo del tiempo extenso, si nos engulle del todo nos envilecemos, si nos salimos del todo nos suicidamos (pues no hay Montañas Mágicas a las que acudir para atender tan sólo a la virtud excepto el propio jardín) y si nos metemos a negociar, pero sin cesiones, nos condenan al ostracismo. Ahora bien, es manteniendo el tiempo intenso del Berghof, un tiempo para el que ya no hay espacio pero que no necesita más espacio que el de un punto infinitesimal para existir y volver a brotar; es accediendo al tiempo profundo que está en el afuera del poder, que se podrá, quizás, apoyándose en él, poner el otro pié dentro del mundo e intervenir en la expansión de un nuevo espacio habitable.
Hans Castorp es el único héroe de esta novela de Thomas Mann que logra sustraerse a las potencias que lo envuelven. ¿Por qué?. Porque también es el único protagonista de Thomas Mann al que los acontecimientos vividos sacan de su simplicidad elevándole en lugar de hundirle. Hans Castorp es un hombre común que termina dejando de serlo y abandonando el sanatorio, donde dedica siete años a erradicar una enfermedad inexistente, liberándose y creciendo espiritualmente para ir finalmente a morir en las trincheras de la Primera Guerra Mundial: “Las aventuras de la carne y del espíritu, que han elevado tu simplicidad, te han permitido vencer con el espíritu lo que no podrás sobrevivir con la carne” -le dice el narrador (o sea Thomas Mann) a su personaje Castorp, cuando nos cuenta su final y termina el relato.
El jesuítico personaje que representa Leo Naphta, vibrante crítico de la Ilustración, enfrentado en duelo dialéctico a lo largo de toda la obra con el humanista y progresista Ludovico Settembrini, representantes de dos corrientes de pensamiento vigentes hasta nuestros días; encuadran el apartamiento del mundo que constituye la Montaña, el refugio para los enfermos que no pueden respirar el mefítico aire moderno en el que se esconde Hans Castorp, protagonista de la novela.
Al final del libro se cierne la tendencia a la discordia violenta que llevará a la Primera Guerra Mundial, de modo que también los dos intelectuales antedichos se ven afectados por el espíritu embrutecedor del demonio de crispación que invade el Berghof y que se cierne sobre Europa. Y será la Europa progresista creada sobre la limpieza étnica y enfrentada a los detentadores de pretensiones absolutas la que saldrá vencedora de las dos grandes carnicerías del siglo XX, instalando a los tenderos como nuevos verdugos del Capital y absorbiendo para el nuevo absoluto del dios mercado a quienes fueron sus antagonistas en nombre de otros dioses únicos.
Y es que entre otros posibles, como Lukács, el personaje Leo Naphta es para Thomas Mann, como el Leverkhün de su “Dr.Faustus” un trasunto de Nietzsche, en cuanto que “ha percibido de antemano, con su filosofema del poder, el imperialismo ascendente y ha anunciado, como una aguja trémula y vibrátil, la época fascista de Occidente, en la cual estamos viviendo y en la cual seguiremos viviendo largo tiempo, a pesar de la victoria militar sobre el fascismo” (Thomas Mann Schopenhauer, Nietzsche, Freud. Pág.157-158. Editorial Plaza&Janés. Barcelona 1986).
Hans Castorp se obsesiona con los solitarios así como el resto de los pensionistas con otras actividades pueriles del mismo modo que hoy ven la TV millones de personas. Este clima es el precedente de “la Gran Irritación”, de la violencia y la ira desatadas que tratará Thomas Mann más adelante; tras el intermedio que supone el interés más noble, por la música, suscitado por la novedad de un fonógrafo y experimentado por Hans Castorp, que le prepara para no verse arrastrado por la violencia que está por surgir y resistir a su hechizo. Mann lo narra de la siguiente manera: “El italiano calló. Hans Castorp sintió sus ojos negros, la mirada profundamente entristecida de la razón y el sentido moral.... Después de haberse quedado solo, el joven permaneció todavía algún tiempo con la mejilla apoyada en la mano, sentado ante la mesa, en medio de la habitación blanca, sin echar cartas, y en el fondo de sí mismo presa de espanto ante ese estado siniestro e incierto en que veía al mundo, ante la sonrisa del demonio, de ese dios simiesco, bajo cuyo poder insensato y desenfrenado se hallaba y cuyo nombre era el gran embrutecimiento”. Nada que no sepa quien haya dado clase en la ESO.
Así, el personaje que representa la anti-ilustración, que no ve en el progreso y en la educación de las masas el motor del bien en la Historia, sino la más perfecta máquina de destrucción creada por el hombre para escarnio de la tierra, de lo divino y lo sagrado, trata de que el italiano ilustrado aprenda que no tiene el progresismo solamente efectos perversos sino una esencia más diabólica de la que presuntamente quiere escapar.
Y al hablar Naphta en diálogo con Settembrini, lo que trata de hacerle comprender son muchas veces algunas cosas que éste omite como pequeñeces sin importancia o cuestiones que es mejor tapar a la juventud:
“-¿Me lo pregunta? ¿Escapa al manchesterianismo de usted la existencia de una doctrina de la sociedad que signifique la victoria del hombre sobre el economicismo y cuyos principios y objetivos coinciden exactamente con los del reino cristiano de Dios? Los padres de la Iglesia han llamado al -mío- y -tuyo- palabras funestas y han dicho que la propiedad privada era la usurpación y el robo. Han condenado la propiedad porque, según el derecho natural y divino, la tierra es común a todos los hombres y, por consiguiente, produce sus frutos para el uso general de todos. Han enseñado que únicamente la avidez, fruto del pecado original, invoca los derechos de propiedad y ha creado la propiedad privada. Han sido bastante humanos, bastante enemigos del negocio para considerar toda actividad económica en general como un peligro para la salvación del alma, es decir, para la Humanidad. Han odiado el dinero y los asuntos de dinero y han llamado a la riqueza capitalista aliento de llama infernal. El principio fundamental de la doctrina económica, a saber: que el precio resulta del equilibrio entre la oferta y la demanda, ha sido despreciado por ellos de todo corazón, y han condenado los actos de los que sacan partido de las circunstancias como una explotación cínica de la miseria del prójimo. Ha habido una explotación todavía más criminal a sus ojos: la del tiempo, ese delito que consiste en hacerse pagar una prima por el sencillo transcurso del tiempo; dicho de otra manera: el interés, y abusar así, para su propia ventaja y a consta del prójimo, de una manera, de una institución divina, valedera para todos: el tiempo”.
Y desde luego que en tal diatriba anticapitalista habría que separar al Opus Dei (los que cogen la vía del por el dinero hacia Dios) de franciscanos o teólogos de la liberación, pero el punto del negocio con el tiempo, con esos once años para escribir la obra que leemos y que ya nadie tiene; nos conduce directamente a cuestionar la explotación más criminal que ha existido nunca, la que se alimenta del tiempo ajeno.
Ante objeciones como la antecedente y otras ciertamente del Antiguo Régimen es precisamente Settembrini quien al final de la monumental obra, acusando a Naphta de dirigirse a la juventud a la manera del Sócrates escéptico, haciéndola dudar de la bonita moralidad ilustrada, acaba retando a duelo a su oponente dialéctico. Y aunque como humanista el italiano había manifestado que lo rechazaba teóricamente, acaba indicando que en la práctica es otra cosa, por lo que más adelante dice:
“El duelo no es una institución como cualquier otra. Es un último recurso, es la vuelta al estado de la naturaleza primitiva, apenas atenuado por ciertas reglas de carácter caballeresco que son muy superficiales. Lo esencial de esta situación es su elemento netamente primitivo, el cuerpo a cuerpo, y todos debemos estar dispuestos para esa situación, por alejados que nos sintamos de la naturaleza. Quien no es capaz de defender una idea pagando con su vida y con su sangre, no es digno. Y se trata de ser un hombre, por espiritualista que se sea”.
Eso indica el personaje humanista progresista del que Fernando Savater dice, contra los desesperados suicidas del Islam, que: “Settembrini es un ilustrado, un progresista: su arma es la razón, y su objetivo la felicidad terrenal humana” (F.Savater “La montaña y Mahoma” El País 16 de agosto de 2005). Pero Savater, al que no le sirve el trabajo de catedrático de filosofía para poder leerse el libro de Mann fuera de sus cuantiosas vacaciones, no narra el desenlace del duelo, ya que lo que ocurre es que Settembrini dispara al aire y, Naphta, llamándole “cobarde”, se pega un tiro en la cabeza, suicidándose.
Aprendiendo de la Montaña mágica para hoy día, vemos que cabe refugiarse en el jardín de Epicuro, decidiendo que la disputa del poder la ocupen otros, pues no compensa su alto precio, que sean los que lo quieran quienes se maten entre sí y nos dejen en una Torre de Marfil, como enfermos, leyendo y disfrutando de la música y la gozosa conversación con los amigos, del amor y de los hijos, fuera del mundo del trabajo, de la explotación y de la avidez por el poder; permanecer fuera del mundo. Pero dentro del mundo parece que sólo caben tres posturas: Cinismo, hipocresía o Teología, que serían son los tres extremos de un mismo mal, ya que en una época de crispación y de nihilismo, el cínico bombardea sin escrúpulos y dice que los que reciben las bombas son asesinos y terroristas, cucarachas fracasadas que hay que exterminar, como lo fueron los judíos y hoy lo son los palestinos (o los iraquíes o los afganos); el hipócrita es el que bombardea con escrúpulos y dice que esa justicia tiene que estar respaldada con el derecho, solicitando por tanto bombardeos humanitarios en lugar de bombardeos inhumanos. Y frente a los cínicos anti-humanistas de la administración Bush y los hipócritas moralistas y humanitaristas de la progresía sólo resta el suicida como el único ser honesto y capaz de seguir la consigna de los duelistas que el propio Settembrini declarará pero no cumplirá: “Quien no es capaz de defender una idea pagando con su vida y con su sangre, no es digno”. Y dice con su vida y con su sangre, ojo, no con la de los demás, ya que los presidentes y generales raramente encabezan las tropas que mandan a morir por la salvación de una humanidad en la que no creen.
En realidad estamos dentro y fuera del mundo del tiempo extenso, si nos engulle del todo nos envilecemos, si nos salimos del todo nos suicidamos (pues no hay Montañas Mágicas a las que acudir para atender tan sólo a la virtud excepto el propio jardín) y si nos metemos a negociar, pero sin cesiones, nos condenan al ostracismo. Ahora bien, es manteniendo el tiempo intenso del Berghof, un tiempo para el que ya no hay espacio pero que no necesita más espacio que el de un punto infinitesimal para existir y volver a brotar; es accediendo al tiempo profundo que está en el afuera del poder, que se podrá, quizás, apoyándose en él, poner el otro pié dentro del mundo e intervenir en la expansión de un nuevo espacio habitable.
Hans Castorp es el único héroe de esta novela de Thomas Mann que logra sustraerse a las potencias que lo envuelven. ¿Por qué?. Porque también es el único protagonista de Thomas Mann al que los acontecimientos vividos sacan de su simplicidad elevándole en lugar de hundirle. Hans Castorp es un hombre común que termina dejando de serlo y abandonando el sanatorio, donde dedica siete años a erradicar una enfermedad inexistente, liberándose y creciendo espiritualmente para ir finalmente a morir en las trincheras de la Primera Guerra Mundial: “Las aventuras de la carne y del espíritu, que han elevado tu simplicidad, te han permitido vencer con el espíritu lo que no podrás sobrevivir con la carne” -le dice el narrador (o sea Thomas Mann) a su personaje Castorp, cuando nos cuenta su final y termina el relato.
https://www.rebelion.org/noticia.php?id=19119
Algunas de las mejores frases de Thomas Mann
1. «La guerra es la salida cobarde a los problemas de la paz».
2. «La vejez es la peor de todas las corrupciones».
3. «La tolerancia es un crimen cuando lo que se tolera es la maldad».
4. «Pensad como hombres de acción, actuad como hombres pensantes».
5. «La belleza, como el dolor, hace sufrir».
6. «Cada ser humano razonable debería ser un socialista moderado».
7. «La soledad hace madurar lo original, lo audaz e inquietantemente bello, el poema. Pero también engendra lo erróneo, desproporcionado, absurdo e ilícito».
8. «Un escritor es alguien para quien la escritura es más difícil de lo que es para otras personas».
9. «El orden y la simplificación son los primeros pasos hacia el dominio de un tema, el enemigo real es lo desconocido».
10. «Las opiniones no pueden sobrevivir si uno no tiene chance de pelear por ellas».
La Montaña Magica Thomas Mann
La montaña mágica es uno de esos libros inabarcables: en esta epopeya de Thomas Mann se dan cita decenas de temas, de referencias, de universos; el maestro alemán vertió en esta novela un inmenso caudal de sabiduría y de conocimientos, haciendo de la aventura —estática y casi inmutable— de Hans Castorp un microcosmos en el que se puede encontrar de todo.
El punto de partida de la peripecia del libro es mínimo: Hans acude al sanatorio Berghof, en las montañas suizas, para acompañar durante tres semanas de agosto a su primo Joachim, aquejado de una leve enfermedad pulmonar. Lo que en principio se antoja como una estancia breve y de placer pronto se convertirá en una suerte de reclusión: el doctor Behrens, gerente del sanatorio, diagnostica al protagonista una infección en el pecho y le “receta” una estancia de seis meses; ese tiempo se extenderá sine die debido a la frágil constitución de Hans, aunque puede que haya algo más que le retenga en el Berghof además de sus propias dolencias.
Dentro de ese pequeño mundo del sanatorio suizo se congregan una miríada de personajes que sirven a Mann para poner de relieve diferentes temas: desde la filosofía, representada por el italiano Settembini y su némesis Naphta, hasta el amor, encarnado en la figura de la rusa Clawdia, de la que el protagonista se prenda y a la que nunca puede alcanzar. La constante contraposición de elementos es un motivo que el escritor alemán utiliza en el libro como fuente de energía narrativa; así, por ejemplo, hay personajes que se enfrentan de algún modo, como el racional Settembrini y el espiritual Naphta, o el estricto Joachim y el disoluto (en lo psicológico) Hans. Otro tanto sucede con otros elementos: la enfermedad y la salud batallan de manera constante en el establecimiento médico, ya que la muerte y la vida se entrecruzan en una armoniosa conjunción; la libertad y la reclusión también coexisten dentro del Berghof, cuyas medidas de reposo pueden ser tan draconianas como vaporosas… Todas estas dicotomías van haciendo de la novela un juego de espejos, de contradicciones y de incertidumbres que, lejos de despistar al lector o sumirle en la desesperación, provocan un apasionado interés por el microcosmos que Mann construye en el libro.
Aunque quizá la dicotomía más palpable y la que más importancia tiene dentro de la novela es la de la ciencia y el espíritu; no es tanto que La montaña mágica confronte concepciones antagónicas, sino más bien que juega con sus diferencias y sus nexos de unión para construir un modo de ver la realidad. Dentro del sanatorio Berghof la mediciona tiene un papel fundamental, ya que el doctor Behrens aplica sus técnicas con pasión y juicio (exagerados), pero la llegada de Hans nos abre los ojos a la importancia de la mente frente a la enfermedad; no desde un punto de vista homeopático o psicológico, sino como método para oponer la vida, las pasiones y el juicio a la decadencia del cuerpo; Settembirni, de hecho, afirma en algún momento que un cuerpo enfermo es algo despreciable. «¿Y la vida?», se pregunta Hans por boca del omnisciente (e intrusivo) narrador, «¿No era quizá también una enfermedad infecciosa de la materia?»
La parálisis social que se extendió por Europa antes del inicio de la Primera Guerra Mundial se ve fielmente reflejada en la pluralidad de personajes y opiniones que Mann hace aparecer a lo largo del libro. Todas las contradicciones comentadas se suman a la variedad de rostros e ideas que el protagonista observa en el sanatorio y que sirven al escritor para reflejar el caótico estado de un continente que estaba a punto de explotar. El final del libro, abierto a la incógnita del marasmo que se avecinaba, deja claro, por otra parte, la futilidad de la peripecia del protagonista y de todos los personajes: la vida arrastra a cualquiera sin tener en cuenta nada, al igual que la enfermedad asola el cuerpo sin reparar en caracteres, opiniones o disposiciones.
La montaña mágica es una novela de proporciones inabarcables, que, precisamente por ello, depara momentos de belleza y genialidad incomparables. La grandeza de los maestros no defrauda jamás.
La montaña mágica refleja la transición entre dos épocas y recrea el fin de los valores burgueses del siglo XIX. También indaga en las inquietudes sociales y espirituales de su época en un marco narrativo concreto: un sanatorio de tuberculosos donde se reúnen ricos burgueses de toda Europa
"Los artistas me llaman burgués y los burgueses han querido encerrarme en la cárcel"
Thomas Mann
Cualquier canon del siglo XX incluye a Thomas Mann (1875-1955). Cualquier catálogo de novelas oceánicas, es decir de aquellos alardes de ambición e ingenio que fagocitan una era y la convierten en bellas letras, ostenta dos o tres de sus libros. Cualquier descripción del arte en la Edad Burguesa, seleciona como modelo a un intelectual que se inventó a sí mismo como faro de la cultura alemana y que encarnó lo mejor de su estrato social: cortesía, moral del trabajo, escepticismo, decencia, discreción. Y también compromiso con los ideales: "Cada ser humano razonable debería ser un socialista moderado'', sentenció el paladín de la República del Weimar. Siempre es saludable, entonces, que se reimprima la obra narrativa de un escritor sublime que además es considerado paradigma de la modernidad y arquetipo del intelectual que vive de y para la literatura.
El sello Edhasa publica Cuentos completos de Thomas Mann. Sólo el título merece una objeción. Se queda corto. El volumen de casi mil páginas trae no sólo decenas de relatos, sino también el conjunto de novelas breves, algunas íconos contemporáneos como Muerte en Venecia (1912). La crítica coincide que son tan complejas, profundas y rebosantes en símbolos e ideas como esos mamotretos donde el genio de Mann brilla con la potencia del sol del trópico aunque se mueve, a menudo, con desesperante lentitud. Permiten apreciar la evolución de un estilo y recogen, casi todas, algún fragmento autobiográfico, sea el entorno familiar, las vacaciones en Italia o bien las secretas apetencias de un caballero tieso y elegante, "digno hasta un punto menos que la rigidez" (Carlos Fuentes dixit), pero con un costado sórdido, como cualquiera de nosotros.
Harold Bloom y George Steiner coinciden en que Mann fue el único heredero de Goethe en el siglo de las masas. La influencia es notoria. El lector recordará que Mann reescribió el Fausto. Pero no fue la única hazaña. En este volumen, se encuentra el excelente Tonio Krueger (1903), emparentado con Las desventuras del joven Werther. El protagonista es el vástago de una distinguida familia de comerciantes hanseáticos que decide abrazar la carrera literaria. No logra superar la melancolía; piensa y habla como un Nietzsche. Llega a la conclusión de que todo lo que puede expresarse con palabras ya está podrido. El relato condensa, por otro lado, Los Budenbrook, novela con la que el autor saltó a la fama.
Decía Mann que "el novelista debe ser capaz de recoger muchos hilos humanos en la urdimbre de una sola idea". Si de hilos se habla, no resulta difícil encontrar el de color dorado que une cada una de sus composiciones: el pasmo, el temor reverencial y la alegría vergonzosa ante el hecho de que existen fuerzas más poderosas e interesantes que la razón y la virtud. Resistirse es inútil, como salmodian los Borg. Lo que el corazón -o mejor dicho el instinto- ordena es un mandato con la energía suficiente como para destruir la civilización. "No se puede vivir psíquicamente de no querer'', concluye el artista".
En La Ley (1943), nouvelle en la que se examina la creación no digamos del judaísmo sino de toda la conciencia moral de Occidente, una princesa egipcia es la que sucumbe al "instante de placer desenfrenado y homicida". Moisés, páginas adelante, se pierde en una etíope caoba y voluptuosa. En Desorden y dolor precoz (1925), el profesor Cornelius, una eminencia en historia de la España inquisitorial, siente un amor no del todo irreprochable por su hijita Lorchen. Sin embargo, es en Muerte en Venecia donde el desquite de las pasiones reprimidas constituye el eje primordial del relato.
La inmolación del venerable Gustav von Auschenbach, enamorado como una colegiala de un muchachito polaco y degradado a la categoría de petimetre, ha atrapado la imaginación de todas las generaciones. Es un escrito fundamental -como El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, al que tanto se parece- porque desnuda la ambigüedad de la naturaleza humana. Nos coloca ante la terrible evidencia de que hay algo en nuestro interior, siempre al acecho, capaz de derrumbar todo lo que laboriosa y dignamente hemos edificado. "En el mundo -nos avisa el artista- la fidelidad es imposible".
La brillante indagación de las tinieblas de la personalidad no se limita a la psiquis individual. Otra cima del tomo es el cuento de cincuenta páginas Mario y el mago (1930). Se ha querido ver en el temible hipnotizador Cipolla, un caricatura de Mussolini. La voz del autor se alza aquí contra el zafio abuso del poder. Thomas Mann constata que la imposición y la privación de la voluntad por parte de fuerzas oscuras también se da a la escala de un sala de variedades o incluso de un país entero: "Y el pueblo se permite forjarse la bella ilusión de que todo es simplemente teatro", se lamenta un hombre que sufrió en carne propia la maldad de los nazis.
Esa antinomia entre espíritu glacial vs. sensualidad ardiente, e incluso abyecta, el escritor la ramifica en subtemas fascinantes como la relación líder-masa (Moisés frente al pueblo elegido); la literatura como camino a la comprensión ("la nausea del conocimiento") que se opone al arte de vivir; naturalismo vs. arte abstracto; y hasta se plantea el contraste entre pueblos nórdicos y cultura mediterránea. Thomas Mann, a ojos vistas, quiso tener un pie en ambos lados.
Belleza olímpica
La producción de Mann no sólo emana sabiduría y permite respirar una atmósfera cargada de historia; también seduce por la belleza majestuosa del estilo. Se lo suele considerar una bisagra entre dos siglos: el último estertor del realismo decimonónico pero matizado con procedimientos modernos, como el manejo del ritmo: se acelera o ralentiza según los caprichos del creador.
La prosa tiene la hermosura del mármol: es fría, monumental, irónica por momentos, un punto decadente, nunca jocosa, proclive al giro ornamental y a las cláusulas subordinadas como si de un ensayo de filosofía se tratase. El que busque diversión que se vaya con sus petates a otro lado, aunque a menudo el son de mofa suscita alguna que otra media sonrisa. Es, por lo general, una literatura tan seria como su autor. El retrato de las especies humanas delata una inteligencia agudísima nunca corrompida por la corrección política. Obsérvese este párrafo típico:
"La niñera Anna también ha entrado en la habitación y contempla la escena desde el umbral con las manos plegadas: con su delantal blanco, el peinado oleoso, ojos de ganso y una expresión en la que se dibuja la severa dignidad de las mentes limitadas. 'Los niños -declara orgullosa de su buena cuna e instrucción- se están desdoblando estupendamente'. Recientemente se ha hecho sacar diecisiete raigones purulentos de la dentadura, para lo cual ha encargado una dentadura postiza regular de dientes amarillos con un paladar de caucho de color rojo oscuro que ahora embellece su rostro de campesina. Se ha apoderado de su espíritu la singular idea de que su dentadura constituye tema de conversación en toda clase de círculos, de que incluso los gorriones pían este asunto desde los tejados''.
La magnífica combinación entre fórmulas ceremoniales y riqueza expresiva, refinamiento y depravación denotan que el Premio Nobel de Literatura 1929 no fue uno de esos escribidores del montón cuya profesión burguesa son las letras, sino un artista predestinado y condenado a serlo. El abismo entre estas dos estirpes de escritores (la del olvido y la del Parnaso) mantiene aún su vigencia.
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa
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