SIMONE DE BEAUVOIR - El Marqués de Sade (matadme o aceptadme tal cual soy, pues no cambiaré.)


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Donatien Alphonse François de Sade, conocido por su título de marqués de Sade (1740-1814), fue un filósofo y escritor francés, cuyas obras se caracterizan por contener explícitas descripciones de violaciones e innumerables perversiones, parafilias y actos de violencia extrema.

SIMONE DE BEAUVOIR - 

El Marqués de Sade



Imperioso, colérico, impulsivo, exagerado en todo, con un desorden en la imaginación, en lo que atañe a las costumbres, como no hubo semejante; ateo hasta el fanatismo, heme aquí en dos palabras, y algo más todavía: matadme o aceptadme tal cual soy, pues no cambiaré.

Prefirieron matarlo. Al comienzo a fuego lento en el tedio de los calabozos y, después, por la calumnia y el olvido. Esta clase de muerte, la había deseado: Una vez cubierta la fosa sembrarán encima de ella bellotas para que después... las huellas de mi tumba desaparezcan de la superficie de la tierra; me complazco en pensar que mi memoria se borrará también en el espíritu de los hombres... De sus últimas voluntades, sólo ésta fue [7] respetada, pero con un cuidado especial: el recuerdo de Sade ha sido desfigurado por leyendas estúpidas; (1) su nombre mismo diluido en pesados vocablos: sadismo, sádico. Sus diarios íntimos fueron perdidos, quemados sus manuscritos —los diez volúmenes de sus Jornadas de Florabelle, con la instigación de su propio hijo— sus libros prohibidos. Si bien hacia las postrimerías del siglo xix Swinburne y algunos curiosos se interesaron por su caso, fue preciso aguardar a Apollinaire para que se le devolviera su lugar en las letras francesas. Lugar que todavía se halla lejos de haber conquistado oficialmente. Cabe hojear las compactas y minuciosas obras sobre "las ideas del siglo xviii", también sobre "la sensibilidad" en el mismo siglo, sin encontrar una sola vez su nombre. Compréndese entonces que, como reacción en contra de ese silencio escandaloso, los devotos de Sade hayan sido impulsados a saludar en él a un profeta genial. Su obra anunciaría a la vez a Nietzsche, a [8] Stirner, a Freud y al superrealismo; pero ese culto, basado como todos los cultos sobre un malentendido, divinizando al "divino marqués", lo traicionaba a su vez; pues, cuando en realidad desearíamos comprender, se nos obliga a adorar. Los críticos que no hacen de Sade ni un depravado ni un ídolo sino un hombre y un escritor, se cuentan con los dedos de la mano. Gracias a ellos, Sade ha retornado al fin a la tierra, entre nosotros. Pero, ¿en qué lugar preciso lo situaríamos? ¿En virtud de qué mérito se hace acreedor a nuestro interés? Hasta sus propios admiradores reconocen de buena gana que la mayor parte de su obra resulta ilegible; filosóficamente, tampoco escapa a una trivialidad que puede llegar hasta la incoherencia. En cuanto a sus vicios, no nos asombran precisamente por su originalidad. En ese dominio, Sade no ha inventado nada y se encuentran profusamente en los tratados de psiquiatría casos tan extraños como el suyo. En rigor de verdad, Sade no se impone a nuestra atención ni como autor ni como pervertido sexual: si lo logra, es por la relación que supo establecer entre esos dos aspectos [9] de su persona. Las anomalías de Sade asumen su valor desde el momento en que, en lugar de padecerlas como algo impuesto por su propia naturaleza, se propone elaborar todo un sistema con el propósito de reivindicarlas. A la inversa, sus libros nos atraen desde el instante en que comprendemos que, a través de sus reiteraciones, sus lugares comunes y hasta sus torpezas, trata de comunicarnos una experiencia cuya particularidad reside en desearse incomunicable. Sade ha intentado convertir su destino psicofisiológico en una elección moral. Y de ese acto, mediante el cual asumía la responsabilidad de su apartamiento, pretendió hacer un ejemplo y un llamado: es allí donde su aventura asume tan amplia significación humana. ¿Podemos, sin renegar de la individualidad, satisfacer nuestras aspiraciones a lo universal? ¿O es solamente mediante el sacrificio de nuestras diferencias que logramos integrarnos en la colectividad? Este problema nos atañe a todos. En el caso de Sade, las diferencias son llevadas hasta el escándalo y la magnitud de su tarea literaria nos revela con cuanto apasionamiento ansiaba ser aceptado [10] por la comunidad humana. El conflicto que ningún individuo puede eludir sin mentirse, se presenta en él en su forma más patética. Aquí reside la paradoja y en cierto modo el triunfo de Sade: en el hecho de que, por haberse obstinado en sus singularidades, nos ayuda a definir el drama humano en su generalidad.
Para comprender el desarrollo de Sade, para captar en esta historia la parte que corresponde a su libertad, para medir sus éxitos y sus fracasos, sería útil conocer exactamente los datos de su situación humana. Infortunadamente, pese al celo de los biógrafos, la persona y la historia de Sade susténtanse sobre muchos puntos oscuros. De él no poseemos ningún retrato auténtico; y las descripciones que sus contemporáneos nos han dejado, son muy pobres. Las deposiciones del proceso de Marsella nos lo muestran a los treinta y dos años con "figura agraciada y rostro pleno", de talla mediana, ataviado con un frac gris y calzón de seda color "souci", pluma en el sombrero, espada al costado, bastón en la mano. Helo ahora a los cincuenta y tres años, de acuerdo con un certificado [11] de residencia fechado el 7 de mayo de 1793: "Talla, cinco píes doce pulgadas, cabellos casi blancos, rostro redondo, frente descubierta, ojos azules, nariz común, mentón redondo".
La filiación del 23 de marzo de 1794 en algo difiere: "Talla, cinco pies doce pulgadas y una línea, nariz mediana, boca pequeña, mentón redondo, cabellos rubio-grisáceos, rostro oval, frente alta y descubierta, ojos azul claro". Ya había perdido su "figura agraciada", pues algunos años antes escribía desde la Bastilla: He adquirido, por falta de ejercicio, una corpulencia enorme que apenas me deja mover. Fue esa corpulencia la que impresionó de inmediato a Charles Nodier cuando se cruzó con Sade, en 1807, en Santa Pelagia: "Una obesidad enorme, que entorpecía lo bastante sus movimientos como para impedirle desplegar el resto de gracia y de elegancia, cuyas huellas descubríanse en el conjunto de sus maneras. Sus ojos fatigados conservaban sin embargo yo no sé qué de brillante y de febril que reanimábase de tanto en tanto como la chispa que expira en la leña apagada". Estos testimonios, los únicos que poseemos, no nos [12] permiten evocar un rostro en su singularidad. Se ha dicho (2) que la descripción de Nodier hace pensar en Oscar Wilde envejecido; también sugiere a Montesquieu, a Maurice Sachs; nos induce asimismo a pensar en lo que hay de Charlus en el propio Sade. Pero son referencias con exceso someras. Lo que resulta aún más lamentable es que nos hallemos tan mal informados sobre su infancia. Si se toma la narración de Valcour como un esbozo de autobiografía, Sade habría conocido muy temprano el resentimiento y la violencia. Educado junto a Luis José de Borbón, que tenía precisamente su edad, parece que se defendió ante la egoísta arrogancia del principito mediante accesos de cólera y golpes tan brutales que fue necesario alejarlo de la Corte. Que su permanencia en el sombrío castillo de Saumane y en la decadente abadía de Ebreuil hayan dejado huellas en su imaginación, no es por cierto dudoso; pero sobre sus breves años de estudio, sobre su actuación en el ejército, sobre su vida de mundano "agradable" y [13] libertino, nada sabemos de significativo. Puede realizarse la tentativa de inferir su vida de su obra: es lo que ha hecho Klossowski, quien descubre en el odio de Sade hacia su madre la clave de su existencia y de su creación, pero evidentemente induce esta hipótesis del papel desempeñado por la madre en los escritos de Sade, sin descubrirnos las raíces del personaje en el mundo real. En rigor, es a priori y a través de esquemas generales, que sospechamos la importancia de las relaciones de Sade con sus progenitores, pero en su detalle singular se nos escapan. Cuando comenzamos a descubrir a Sade, se encuentra formado ya, y no sabemos de qué modo llegó a ser lo que es. Tal ignorancia nos impide dar cuenta de sus tendencias y de sus actitudes espontáneas; la naturaleza de su afectividad, los rasgos singulares de su sexualidad aparecen ante nosotros como datos que sólo podemos comprobar. De esa lamentable laguna resulta que la intimidad de Sade se nos escapará siempre. Toda explicación dejará tras de ella un residuo que sólo la historia infantil de Sade hubiera podido esclarecer. Sin embargo, esos límites impuestos [14] a nuestra comprensión no deben desmoralizarnos; pues Sade, ya lo hemos dicho, no se limitó a la aceptación pasiva de las consecuencias de sus primitivas preferencias. Lo que nos interesa de él, mucho más que sus anomalías, es la manera cómo las asumió. De su sexualidad hizo una ética, a la que expresó dentro de una obra literaria. Es por ese impulso reflexivo de su vida de adulto que Sade ha conquistado su verdadera originalidad. La razón de sus preferencias continúa siéndonos vedada; pero podemos percibir cómo de esas preferencias hizo principios y por qué los sostuvo hasta el fanatismo. Superficialmente, Sade, a los veintitrés años, se asemeja a todos los hijos de familia de su tiempo: se cultiva, ama el teatro, las artes, la lectura; es disipado, mantiene una amante, la Beauvoisin, y frecuenta las casas de citas. Se casa sin entusiasmo, acatando la voluntad paternal, con una joven de la pequeña nobleza, pero rica: Renée Pélagie de Montreuil. Es entonces cuando estalla el drama que repercutirá —y se repetirá— a través de toda su vida. Casado en mayo, Sade es detenido en octubre por excesos cometidos en una casa en [15] la que se encontraba desde junio; los motivos del arresto son lo bastante graves como para que Sade dirija al gobernador de la prisión cartas plenas de extravío en donde le suplica las oculte cuidadosamente, pues en el caso contrario estará, así lo dice, perdido sin remedio. Este episodio nos hace presentir que el erotismo de Sade poseía ya un carácter inquietante. Lo que confirma esta hipótesis es que un año más tarde el inspector de policía Marais advierte a los proxenetas que no deben proveer de mujeres al marqués. Pero el interés no se descubre tanto en las informaciones que él nos proporciona como en la revelación que debió constituir para Sade mismo: en los linderos de su vida de adulto descubre brutalmente que entre su existencia social y sus placeres individuales la conciliación es imposible.
El joven Sade nada posee de espíritu revolucionario, ni siquiera de rebelde; está dispuesto a aceptar la sociedad tal como es él. Sumiso ante su padre (2-a) hasta el punto de aceptar a los veintitrés [16] años una esposa que le desagrada, no piensa en otro destino que en aquel para el que fuera hereditariamente consagrado: será esposo, padre, marqués, capitán, castellano, lugarteniente general. No desea en modo alguno renunciar a los privilegios que le aseguran su rango y la fortuna de su mujer. Sin embargo, todo ello no bastaría para satisfacerlo; se le brindan ocupaciones, cargos, honores. Nada le entusiasma, le interesa, lo divierte o excita. No quiere ser solamente el personaje público en quien las convenciones y la rutina rigen todos los actos, sino además un individuo vivo. Y sólo existe un lugar donde puede experimentar esa afirmación de sí mismo, y que no es precisamente el lecho donde Sade es acogido con demasiada fatalidad por su esposa gazmoña, sino el prostíbulo, donde compra el derecho de desencadenar sus sueños. Existe un lugar común para la mayoría de los jóvenes aristócratas de ese tiempo: [17] retoños de una clase decadente que antaño detentó un poder concreto, pero que ya no tiene asidero en lo que atañe a la posesión real del mundo, intentan resucitar simbólicamente, en el secreto de las alcobas, la condición que suscita su nostalgia. La del déspota feudal, solitario y soberano. Las orgías del duque de Charolais, entre otras, eran célebres y sangrientas. De esa ilusión de dominio Sade experimenta la sed. ¿Qué deseamos en el gozo? Que todo lo que nos rodea no se ocupe más que de nosotros, no piense más que en nosotros, no cuide más que de nosotros... no existe hombre que no quiere ser un déspota cuando... La embriaguez de la tiranía conduce de inmediato a la crueldad, pues el libertino, hostigando al ser que le sirve, experimenta todos los placeres que saborea un individuo nervioso haciendo uso de sus fuerzas. Domina; es un tirano.
A decir verdad, es una minúscula hazaña la de azotar algunas mujeres mediante retribución convenida por anticipado. Que Sade le atribuya tanto valor es un hecho que pone de manifiesto su carácter. Resulta revelador que fuera de los muros [18] de su "petite maison" no piense de ningún modo en hacer uso de sus fuerzas. No se adivina en él ambición, ni espíritu de empresa, ni voluntad de poderío. Hasta me inclino voluntariamente a creer que era cobarde. Sin duda infundía sistemáticamente a sus héroes todos los rasgos que la sociedad juzga como taras, pero ha pintado a Blangis con tanta complacencia que se tiene el derecho de suponer que se proyectó en él y estas palabras tienen el acento directo de una confesión: Un niño resuelto hubiera aterrado a ese coloso... Tornábase tímido y cobarde, y la idea del combate menos peligroso trabado en paridad de fuerzas lo hubiera hecho huir al extremo de la tierra. Que Sade, a veces por aturdimiento, a veces por gene rosidad, haya sido capaz de extravagantes audacias, no contradice la hipótesis de una timidez temerosa ante sus semejantes y, más ampliamente aún, ante la realidad del mundo. Si habla tanto de la firmeza de espíritu, no es porque la posea sino porque la ansia: en la adversidad gime, se desespera y enloquece. El temor de quedarse sin dinero que lo obsesiona sin tregua, revela una inquietud más [19] difusa: desconfía de todo y de todos, porque se siente inadaptado. Y lo es: vive en el desorden, acumula deudas, se arrebata sin motivo, huye o se entrega inoportunamente; cae en todas las trampas. Este mundo a la vez tedioso y amenazante, que no le propone nada de valedero y al cual no sabe qué pedir, no le interesa. Se irá a otro lado en procura de su verdad. Cuando escribe que la pasión del gozo subordina y reúne al mismo tiempo todas las otras pasiones, nos ofrece la exacta descripción de su propia experiencia. Ha subordinado su existencia a su erotismo porque el erotismo apareció ante él como único cumplimiento posible de su existencia. Si se le consagra con tanto fuego, imprudencia y obstinación, es porque atribuye más importancia a las imaginerías que a través del acto voluptuoso se narra a sí mismo, que a sus acontecimientos contingentes. Sade eligió lo imaginario.
Sin duda creyóse al principio seguro dentro de su paraíso quimérico, que un tabique parecía separar del universo de lo respetable. Y quizá, si el escándalo no hubiese sobrevenido, no hubiera [20] sido otra cosa que un depravado común, conocido en los lugares especializados por sus gustos peregrinos. Había por aquellos tiempos muchos libertinos que se entregaban impunemente a las peores orgías, pero supongo que en el caso de Sade el escándalo resultaba ineludible. Existen ciertos pervertidos sexuales a quienes cuadra exactamente el mito de Hyde y del doctor Jekyll. Sueñan al comienzo con satisfacer sus "vicios" sin comprometer al personaje oficial que representan, pero si son lo bastante imaginativos como para pensarse, poco a poco, en medio de un vértigo donde mézclanse vergüenza y orgullo, se desenmascaran; tal ocurre con Charlus, pese a sus argucias y en virtud de sus argucias mismas. ¿En qué medida hubo provocación en las imprudencias de Sade? Es imposible discriminarlo. Sin duda pretendió afirmar la radical separación entre su vida familiar y sus placeres privados; pero asimismo no podía satisfacerse con su triunfo clandestino sin llevarlo hasta ese límite extremo donde desbordaba la clandestinidad. Su sorpresa se asemeja a la del niño que golpea un vaso hasta que se quiebra. Jugando con el peligro [21] creíase todavía soberano; pero la sociedad lo acechaba. Ella niégase a toda participación, exige a cada individuo sin reservas. Pronto se apoderaría del secreto de Sade para integrarlo bajo el rostro del crimen.
Sade reaccionó al comienzo con los ruegos, la humildad y la vergüenza. Suplica que se le permita ver a su mujer acusándose de haberla ofendido gravemente; reclama un confesor y le abre su corazón. No se trata de pura hipocresía. De la noche a la mañana una espantosa metamorfosis se ha operado: actos naturales, inocentes, que no eran hasta el momento otra cosa que fuentes de placer, se han trocado en hechos punibles; y el joven petimetre se ha transformado en oveja sarnosa. Es probable que haya conocido desde la infancia —quizás a través de sus relaciones con la madre— el odioso desgarrón del remordimiento, pero el escándalo de 1763 lo revive dramáticamente. Sade presiente que desde ese momento será un culpable durante toda su vida. Pues él atribuye demasiado valor a sus particulares recreaciones para pensar durante un instante en renunciar a [22] ellas. Más bien, se desembarazará de la ignominia por el desafío. Es digno de tomarse en cuenta que el primero de sus actos deliberadamente escandaloso sitúase de inmediato tras de su primera detención: la Beauvoisin lo acompaña al castillo de La Coste y, bajo el nombre de la esposa de Sade, danza, interpreta una comedia ante toda la nobleza provenzal, mientras el abate de Sade se ve constreñido a muda complicidad. La sociedad ha negado al marqués toda libertad clandestina, ha pretendido socializar su erotismo: entonces, a la inversa, su vida social se desarrollará desde ese instante de acuerdo con un plan erótico. Puesto que no se puede separar en paz el mal del bien para entregarse alternativamente al uno o al otro, es ante el bien, y aún en función de él, que es preciso reivindicar el mal. Que su actitud ulterior encuentra sus raíces en el resentimiento, Sade lo ha confesado en diversas ocasiones: Hay almas que parecen duras a fuerza de ser susceptibles ante la emoción, y llegan demasiado lejos; lo que se les atribuye de despreocupación y de crueldad es apenas una manera, por ellas sólo conocida, de sentir [23] más profundamente que las otras. (3) Y Dolmancé (4)  imputa sus vicios a la malignidad de los hombres: Fue su ingratitud la que secó mi corazón, su perfidia la que destruyó en mí esas virtudes funestas para las cuales había quizá nacido como vosotros. La moral demoníaca que erigirá más tarde en teoría es en el comienzo, para Sade, una experiencia vivida.
A través de Renée-Pélagie, Sade conoció la ñoñería de la virtud y su tedio infinito. Las confunde en la aversión que sólo puede suscitar un ser de carne y hueso. Pero también advierte en Renée, con fruición, que bajo su apariencia concreta, carnal, individual, el bien puede ser vencido en combate singular; su mujer no es para él una enemiga, sino, como todos los personajes de esposas que ella le inspirara, una víctima de elección: aquella que se desea transformar en cómplice. Las relaciones de Blamont con su mujer reflejan exactamente sin duda las de Sade con la marquesa. Blamont se com-[24]place en acariciar a su mujer en el instante en que trama contra ella las más negras maquinaciones. Infligir un placer —Sade lo advirtió ciento cincuenta años antes que los psicoanalistas y numerosas son en sus obras las víctimas a las que se somete al placer antes de torturarlas— puede ser quizás una violencia tiránica. El verdugo disfrazado de amante se regodea viendo a la crédula enamorada, desmayada de voluptuosidad y de reconocimiento, confundir la maldad con la ternura. Unir delicias tan sutiles con el cumplimiento de un deber social, fue seguramente lo que animó a Sade a engendrar tres hijos en su mujer. Mas él ha obtenido mucho más todavía: la virtud se ha hecho la aliada del vicio y su esclava. Durante años la marquesa de Sade ha ocultado las faltas de su marido, logrando atrevidamente su evasión de Miolans, favorecido la intriga de su hermana con el marqués y, de inmediato, las orgías del castillo de La Coste. Hasta se ha transformado a sí misma en delincuente cuando, para destruir las acusaciones de Nanon, escondió los cubiertos de plata entre sus pertenencias. Sade no le manifestó jamás [25] reconocimiento y la idea de gratitud es precisamente de aquellas que él combate con mayor encarnizamiento, pero experimentaba sin duda por ella esa amistad ambigua que consagra todo déspota al que sabe incondicional suyo. Gracias a Renée no solamente pudo conciliar sus deberes de esposo, de padre y de gentilhombre con sus placeres, sino que estableció la superioridad manifiesta del vicio sobre la bondad, la consagración, la fidelidad, la decencia y logró escarnecer maravillosamente a la sociedad sometiendo la institución del matrimonio, y todas las virtudes conyugales, a los caprichos de su imaginación y de sus sentidos.
Si Renée-Pélagie es la más lograda de las obras de Sade, la señora de Montreuil sintetiza su fracaso, pues encarna la justicia abstracta y universal contra la cual el individuo se estrella. Es en contra de su suegra que Sade reclama con más acritud la alianza de su mujer: si gana su causa ante los ojos de la virtud, la ley pierde mucho de su poder, pues armas temibles no son la prisión y el cadalso, sino el veneno con que infecta los [26] corazones vulnerables. Bajo la sugestión de su madre, Renée vacila, la joven canonesa tiene miedo, la sociedad hostil se insinúa en el hogar de Sade, malogra sus placeres y hasta el mismo marqués experimenta su influjo. Censurado, vilipendiado, duda de sí mismo. Es ése el crimen supremo cometido contra él por la señora de Montreuil; un culpable es al comienzo solamente un acusado; ella es la que hizo de Sade un criminal. He aquí el motivo por el cual, a través de sus libros, no se cansará jamás de ridiculizarla, de calumniarla, de torturarla: asesina en ella sus propias faltas. Es posible que la hipótesis de Klossowski sea fundada y que Sade haya detestado a su propia madre: la naturaleza especial de su sexualidad lo sugiere. Pero esa aversión no hubiese perdurado con tanto rigor si la madre de Renée no le hubiera hecho odiosa la maternidad. Desempeñó en la existencia de su yerno un papel lo suficientemente importante y lo necesariamente espantoso como para suponer que sólo se propuso atacar a su suegra. Y es a ella en todo caso a la que hace escarnecer salvajemente [27] por la propia hija en las últimas páginas de Filosofía en el tocador.
Si Sade fue finalmente anonadado por su suegra y por la ley, no por ello dejó de ser cómplice de su propia derrota. Sea cual fuera la parte que correspondiera al azar y a su imprudencia en el escándalo de 1763, es evidente que a continuación buscó en el peligro la exaltación de sus placeres. En ese sentido, puede decirse que provocó las persecuciones que padeciera arrebatado por la indignación. Jugaba con fuego cuando eligió el día de Pascua para atraer hasta su casa de Arcueil a la mendiga Rosa Keller; fustigada, aterrorizada, la mujer logró huir desnuda desencadenando un escándalo que Sade pagó con dos breves detenciones.
Durante los tres años de exilio —interrumpido por breves períodos en que prestara servicio— y que pasó en sus tierras de Provenza, parece haber sentado el juicio. Cumple a conciencia su papel de castellano y de esposo: engendra dos hijos en su mujer, merece el homenaje de la comuna de Saumane, dispone el arreglo del parque, [28] lee, hace interpretar comedias, de las cuales una le pertenece. Pero resulta lamentablemente mal recompensado por su edificante vida, pues en 1771 lo aprisionan por deudas. Vuelto a la libertad, su celo virtuoso se enfría. Seduce a su joven cuñada, por la cual parece haber experimentado brevemente una inclinación sincera. Canonesa, virgen, hermana de su mujer, todos son títulos para tornar la aventura en picante. Sin embargo, se dirige a Marsella en busca de otras distracciones y en 1772 "el caso de las golosinas con cantárida" asume proporciones inesperadas y terroríficas; mientras huye rumbo a Italia en compañía de su cuñada se lo condena a muerte por contumacia junto con su criado Latour y ambos son quemados en efigie en la plaza de Aix. La canonesa se refugia en un convento de Francia donde terminará sus días y él en sus tierras de Saboya. Preso y encerrado en el castillo de Miolans, su esposa logra la evasión, pero desde ese momento será un hombre acosado. Ambulando por los caminos de Italia o encerrado en su castillo, sabe que una existencia normal le ha {29} sido negada para siempre. De tanto en tanto asume en serio su papel señorial; habiéndose instalado un conjunto de comediantes en sus tierras para representar "El marido cornudo, azotado y contento", Sade —irritado quizá por el título— ordena que los carteles sean desgarrados por escandalosos y atentatorios para con las libertades de la Iglesia; expulsa de sus dominios a un tal Saint-Denis —del cual sintiérase quejoso— declarando: Estoy en el derecho de expulsar de mis tierras todas las gentes sin domicilio y sin confesión. Esos alardes de autoridad no bastan para distraerlo; pretende trocar en realidad el sueño que en sus libros tórnase en obsesionante. En las soledades del castillo de La Coste constituye un serrallo dócil a sus caprichos, con la complicidad de la marquesa. Allí congrega numerosos y apuestos criados, un secretario sin mayores luces pero de grata apostura, una cocinera y una mucama apetitosas y, además, dos chicuelas provistas por proxenetas. Pero el castillo de La Coste no es la inaccesible fortaleza de las Ciento veinte jornadas. La sociedad lo asedia. Las chicuelas huyen, [30] la camarera aléjase para echar al mundo un niño cuya paternidad atribuye al marqués, el padre de la cocinera aparece para descargar un tiro de su revólver sobre Sade; al bello secretario lo reclaman sus familiares. Sólo Renée Pélagie se adapta exactamente al personaje que le ha asignado su marido; todos los demás reivindican su derecho a la propia existencia y Sade comprende una vez más que no puede hacer de ese mundo demasiado real su propio teatro.
Pero este mundo no se satisface con hacer fracasar sus sueños: también lo repudia. Sade huye a Italia, pero la señora de Montreuil —que no le perdona el haber seducido a su hija menor— está al acecho. Como de retorno a Francia se aventura en París, aprovecha la oportunidad para hacerlo encerrar en el castillo de Vincennes el 13 de febrero de 1777. Conducido a Aix, juzgado también, refúgiase en La Coste donde esboza bajo la mirada resignada de su mujer un idilio con la señorita Rousset, su gobernanta. Pero el 7 de noviembre de 1778 se encuentra en Vincennes, [31] encerrado como una bestia salvaje tras de diecinueve puertas de hierro.
Por entonces, otra historia comienza. Durante once años de cautiverio —en Vincennes al principio, después en la Bastilla— agoniza un hombre y nace un escritor. Al hombre se lo quiebra rápidamente; reducido a la impotencia, ignorante en cuanto al tiempo que va a durar su prisión, su espíritu se extravía en delirantes interpretaciones: mediante cálculos minuciosos, que no tienen ningún dato por sustento, trata de adivinar el término de su cautividad. Repónese intelectualmente con bastante rapidez, como lo prueba su correspondencia con la esposa y la señorita Rousset. Pero su carne abdica; busca en los placeres de la mesa la compensación para su ayuno sexual: su criado Carteron narra que en la cárcel "fumaba su pipa como un corsario y comía como cuatro". Exagerado en todo, de acuerdo con la propia confesión, tórnase en bulímico; se hace enviar por su mujer enormes canastas de alimentos y la grasa lo invade. En medio de sus quejas, de sus acusaciones, de sus alegatos, de sus súpli-[32]cas, halla todavía algo de diversión en torturar a la marquesa: se finge celoso, la acusa de tenebrosas confabulaciones y, cuando ella lo visita, la reprocha por sus vestidos, le exige una apariencia más austera. Pero esas distracciones son espaciadas y sin color. A partir de 1782 solamente a la literatura pedirá lo que la vida no le acuerda más: es decir, el frenesí, el desafío, la sinceridad y todas las alegrías de la imaginación. Y aquí también es un exagerado: escribe como devora, frenéticamente. Al Diálogo entre un sacerdote y un moribundo lo suceden las Ciento veinte jornadas de Sodoma, Los infortunios de la virtud, Alina y Valcour. De acuerdo con el catálogo de 1788 habría escrito por entonces treinta y cinco actos de teatro, una media docena de cuentos, la casi totalidad de La carpeta de un hombre de letras. Y todavía la lista es, sin duda, incompleta.
Cuando Sade se encuentra en libertad el Viernes Santo de 1790 puede esperar, y lo aguarda, que una era nueva se abra ante sus pasos. Su mujer pide la separación, sus hijos, de los cuales uno se prepara para emigrar y el otro es caba-[33]llero de Malta, le son extraños, como también esa buena y gorda campesina que tiene por hija. Liberado de su familia va a tratar de integrarse, él, a quien la antigua sociedad lo tratara como a un paria, dentro de aquella que acaba de devolverle su dignidad de ciudadano. Se interpretan públicamente sus obras teatrales, Oxtiern obtiene por añadidura un real éxito. Inscripto en la sección de Piques, es nombrado su presidente y redacta con ardor memoriales y peticiones. Pero su idilio con la revolución dura muy poco. Sade tiene cincuenta años, un pasado que lo hace sospechoso, un temperamento de aristócrata que su odio por la aristocracia no ha abatido: helo de nuevo en pugna. Es republicano y hasta reclama teóricamente un socialismo integral y la abolición de la propiedad, pero pretende conservar su castillo y sus tierras. El mundo en el cual trata de adaptarse es todavía un mundo demasiado real, cuyas brutales resistencias lo lastiman; es un mundo regido aún por esas leyes universales que él juzga abstractas, falsas e injustas. Cuando en nombre de ellas la sociedad se auto-[34]riza a sí misma para matar, Sade se aparta horrorizado. Mal lo comprende quien se asombre de que en lugar de solicitar un puesto de comisario del pueblo en provincias, que le hubiera permitido torturar y matar, se haya desacreditado por su humanidad. Supongamos que Sade "amaba la sangre" como se ama la montaña o el mar. "Hacer correr la sangre" era un acto cuya significación podía en ciertas circunstancias exaltarlo. Pero lo que exigía esencialmente de la crueldad era que se le revelara como conciencia y libertad al mismo tiempo que como carne de individuos singulares y como la suya propia. Juzgar, condenar, ver morir desde lejos a seres anónimos, no lo tienta. Nada ha abominado más en la vieja sociedad que su pretensión de juzgar y de castigar, pretensión de la que él mismo ha sido la víctima. No sabría perdonar al Terror. Cuando la muerte se hace constitucional no es más que la odiosa expresión de principios abstractos, tórnase en inhumana. Por ello, nombrado jurado, rechaza las inculpaciones de la mayor parte de los detenidos y hasta rehúsa dañar a la señora de [35] Montreuil y su familia, en el momento en que tenía su suerte en las manos. Hasta se ha visto en la obligación de dimitir de su función como presidente de la sección de Piques. Escribe a Gaufridy: Me he creído en la obligación de abandonar mi sitial a mi vicepresidente; querían inducirme a cometer un horror, una inhumanidad: Nunca lo quise. En diciembre del 93 fue encarcelado bajo la acusación de "moderado". Puesto en libertad trescientos setenta y cinco días más tarde, escribe con desaliento: Mi detención nacional, la guillotina ante los ojos, me ha causado más daño que el que me hicieran todas las bastillas imaginables. A través de esas torpes hecatombes la política demuestra con inobjetable evidencia que considera a los hombres como una simple reunión de cosas y Sade exigía para su contorno un universo poblado de existencias singularísimas. El mal, en el que hiciera su refugio, desvanecíase en momentos en que la sociedad reivindicaba el crimen en nombre de la virtud. El Terror, ejercido con las mejores intenciones, [36] constitúyese entonces en la negación más radical del mundo demoníaco de Sade.
"El exceso del Terror ha hastiado al crimen", escribe Saint-Just. No solamente la edad y el cansancio, adormecieron la sexualidad de Sade. La guillotina es la que ha asesinado la tenebrosa poesía del erotismo. Para complacerse en humillar la carne, en exaltarla, era preciso otorgarle valor; ella carece ya de sentido y de precio si se tiene que considerar a los seres como cosas. Sade sabrá todavía resucitar en sus libros la experiencia pasada y revivir su viejo universo, pero en la intimidad de su sangre y de sus nervios ya no cree en ello. Nada de físico descúbrese en la relación que lo une con la que llama Sensible. Sus únicos placeres eróticos los halla en la contemplación de las pinturas obscenas inspiradas en Justina, con las que hizo adornar su gabinete secreto. Recuerda, pero es incapaz de iniciativa y la sola tarea de vivir lo abruma. Liberado del estrecho marco social y familiar que lo ahogara, pero de cuya sólida estructura necesitara a la vez, arrástrase entre la miseria y la enfermedad. Mal-[37]vendidos los bienes de La Coste, pronto se disipa el dinero restante. Refugiado en casa de un campesino, después en un granero en compañía del hijo de Sensible, ganando cuarenta céntimos por día como empleado en los espectáculos de Versalles, el decreto del 28 de junio de 1799, que prohíbe se le borre de la lista de emigrados en donde fuera inscripto por su condición de noble, le arranca estas palabras desesperadas: La muerte y la miseria, ésa es la recompensa que merezco por mi perpetua adhesión a la República. Recibe, sin embargo, un certificado de residencia y de civismo, y en diciembre del 99 actúa en Oxtiern en el papel de Fabricio, pero a comienzos de 1800 se encuentra en el hospital de Versalles, muriendo de hambre y de frío y amenazado con la prisión por deudas. Es tan desdichado en el mundo de los hombres llamados libres, que cabe preguntarse si no prefirió que lo condujeran de nuevo al amparo seguro y solitario de la prisión. Por lo menos la imprudente circulación de Justina y la locura de publicar Zoloé, donde alude a Josefina, a la señora Tallien, a Tallien mismo, [38] a Barras y a Bonaparte, parece sugerir que la idea de una nueva reclusión no le repugnaba con exceso. Secreto o confesado, su deseo fue satisfecho: helo preso una vez más en Santa Pelagia el 5 de abril de 1801 y allí (lo seguirá la señora Quesnet, que obtiene una habitación próxima a la del cautivo haciéndose pasar por su hija) Sade terminará sus días.
Claro está que apenas cautivo, y durante largos años, Sade protesta y se excita. Pero, por lo menos, puede entregarse despreocupadamente a la pasión que reemplazó en él la del gozo. Puede escribir. No cesó nunca de hacerlo. Al dejar la Bastilla la mayoría de sus manuscritos habíanse extraviado y creyó destruido el de las Jornadas de Sodoma, un rollo de doce metros que escondiera cuidadosamente y que se salvó, sin que él lo supiera. Después de la Filosofía en el tocador, escrita en 1795, compone una nueva "summa". Una versión ampliada y modificada de Justina seguida por Julieta, que apareció, negada por él, en 1797; hace editar públicamente Los crímenes del amor. En Santa Pelagia se consagra a una in-[39]mensa obra de diez volúmenes: Las jornadas de Florabelle o la naturaleza develada; y es preciso atribuirle asimismo, aunque el libro no haya aparecido bajo su nombre, los dos volúmenes de La marquesa de Ganges.
Como ya el sentido de su existencia reside definitivamente en su trabajo de escritor, Sade no desea otra cosa que la paz para su vida cotidiana. Paséase con Sensible por los jardines del asilo, escribe y hace representar comedias para los enfermos, acepta la composición de un impromptu con motivo de la visita del arzobispo de París, el día de Pascua sirve el pan bendito y pide limosna en la iglesia de la parroquia. Su testamento prueba que no había renegado de ninguna de sus convicciones, pero estaba cansado de luchar. "Era cortés hasta la obsequiosidad —dice Nodier—, amable hasta la unción... y hablaba respetuosamente de todo lo respetable". Según Ángel Pitou la idea de la vejez y de la muerte le causaban horror. "Este hombre palidecía ante la idea de la muerte y perdía el sentido mirando sus cabellos blancos. " Sin embargo, se extinguió apaciblemente el 2 de [40] diciembre de 1814 llevado por un paroxismo pulmonar en forma de asma.
El rasgo más destacado de esa dolorosa experiencia que fue su vida, es que no supo revelarle ninguna suerte de solidaridad con los otros hombres. Ningún propósito común ligaba entre ellos a los últimos retoños de la nobleza decadente. Sade pobló la soledad a la que lo condenaba su nacimiento con juegos eróticos tan arriesgados que hasta sus iguales volviéronse en su contra. Alboreaba un mundo nuevo, pero arrastraba tras de sí un pasado insoportable. En pugna consigo mismo, sospechoso para el prójimo, este aristócrata obsesionado por sus sueños de despotismo no podía aliarse sinceramente con la burguesía en ascenso. Y si se indigna con ella frente a la opresión en que se mantiene al pueblo, no por eso deja de serle extraño a éste. No pertenece a ninguna de las clases entre las cuales denuncia el antagonismo; sólo a sí mismo se asemeja. Quizá, si su formación afectiva hubiera sido distinta, habría podido contrariar su destino; pero toda su vida lo muestra como un egocéntrico tenaz.
[41]
Su indiferencia ante los acontecimientos exteriores, sus obsesionantes preocupaciones por el dinero, los cuidados maníacos con que rodea sus desórdenes, el delirio interpretativo iniciado en Vincennes, el carácter esquizofrénico de sus sueños, revelan un temperamento radicalmente introvertido. Mas esa coincidencia apasionada consigo mismo, si bien le ha infligido sus límites, también ha dado a su vida ese carácter ejemplar que hace que nosotros ahora lo interroguemos.
Sade hizo de su erotismo el sentido y expresión de la totalidad de su existencia. No es, por lo tanto, curiosidad ociosa la tentativa por precisar su naturaleza. Decir con Mauricio Heine que lo ensayó todo y lo amó todo es escamotear el problema y el vocablo algolagnia no nos ayuda para la cabal comprensión de Sade. Poseía, evidentemente, una idiosincrasia sexual bien definida, pero que no resulta fácil captar. Sus cómplices y sus víctimas callaron; apenas dos ruidosos escándalos levantaron fugazmente el telón tras del cual ocúltase casi siempre la licencia. Sus diarios y sus memorias se han perdido, sus cartas son [42] prudentes y en sus libros inventa más de lo que revela. Concebí todo lo que se puede concebir en ese género, pero no he hecho todo lo que he concebido y no lo realizaré seguramente nunca, escribe. No sin razón se ha comparado su obra a la Psychopathologia Sexualis, de Krafft-Ebbing, y nadie pensaría en imputar a su autor todas las perversiones que cataloga. Si bien Sade ha establecido sistemáticamente, de acuerdo con las recetas de una suerte de arte combinatorio, un repertorio de posibilidades sexuales del hombre, es evidente que no las ha vivido todas y menos deseado en su propia carne. No solamente narra en demasía sino que por añadidura lo hace mal. Sus narraciones se asemejan a los grabados que ilustran Justina Julieta en la edición de 1797: la anatomía y las actitudes de los personajes están dibujadas con realismo minucioso, pero la torpe y monótona serenidad de sus rostros torna en irreales sus bacanales horribles; a través de las frías orgías que Sade compone resulta difícil descubrir un sentimiento vivo. Sin embargo, existen en sus novelas situaciones que trata con par-[43]ticular complacencia, pues testimonia por algunos de sus héroes una simpatía especial. A Noirceuil, Blangis, Gernande, a Dolmancé sobre todo, les ha prestado muchos de sus gustos y de sus ideas. También, a veces, en una carta, en un incidente, en el giro del diálogo, surge una frase viva e imprevista que no es el eco de alguna voz extraña. Son esas escenas, esos héroes, esos textos privilegiados, a los que es preciso interrogar.
De acuerdo con la interpretación popular, sadismo significa crueldad; fustigación, sangre, torturas, muerte. El primer rasgo que impresiona en la obra de Sade es precisamente el que la tradición ha asociado con su nombre. El episodio de Rosa Keller nos lo muestra azotando a su víctima con unas disciplinas y una cuerda con nudos y tras de haberla herido con repetidos puntazos de cortaplumas, (5) volcándole cera dentro de las desolladuras. En Marsella extrae de sus faltriqueras unas disciplinas de pergamino provistas de [44] espinas curvadas y se hace alcanzar flexibles varillas. En su conducta, en lo que atañe a su mujer, manifiesta evidente crueldad mental. Se ha expresado por lo demás con abundancia sobre el placer que es posible experimentar haciendo sufrir. Pero, cuando se satisface con reeditar la clásica doctrina de los esprits animaux poco nos ilumina: Trátase solamente de sacudir la masa de nuestros nervios mediante la conmoción más violenta posible; pues no cabe duda de que el dolor, actuando más intensamente que el placer, logra que las conmociones resultantes de esa sensación, al actuar sobre las otras, las acrecienten mediante una vibración más vigorosa. Que la violencia de una vibración tórnase en conciencia voluptuosa, no es un misterio que Sade dilucide. Por fortuna, esboza en otros momentos explicaciones más sinceras. El hecho reside en que la intuición original, a partir de la cual se ha elaborado la sexualidad y por lo mismo toda la ética de Sade, es la identidad fundamental del coito y la crueldad. ¿La crisis voluptuosa sería una especie de rabia si la madre del género humano —la naturaleza— [45] no quisiera que la recompensa del coito fuese la misma que la de la cólera? ¿Quién es el hombre bien constituido que no desea... vejar su gozo, entonces? En la descripción que Sade nos proporciona de Blangis en trance de gozar es preciso ver una trasposición al modo épico de las costumbres del autor: Gritos espantosos, atroces blasfemias escapaban de su pecho henchido, parecían surgir llamas de sus ojos, echaba espuma, relinchaba..., y hasta llegaba al estrangulamiento. Sade en persona, de acuerdo con la disposición de Rosa Keller, se puso a proferir gritos destemplados y terribles antes de cortar las ligaduras que inmovilizaban a la víctima. La carta "Vanille y Manille" confirma que sentía el orgasmo como una crisis análoga a la epiléptica, agresiva y mortífera como la rabia.
¿Cómo explicarse esta extraña violencia? Se ha sugerido que Sade era un débil sexual. Muchos de sus héroes —Gernande entre otros, que le es caro— no están bien dotados y padecen dificultades en cuanto a la erección y la eyaculación. Seguramente Sade conoció esas angustias, pero es [46] el exceso en el libertinaje el que parece haber atraído sobre él esa semiimpotencia, frecuente entre muchos de los licenciosos. Pero entre éstos, por lo demás, la mayoría se hallan normalmente dotados y Sade alude con frecuencia al vigor de su temperamento. Por lo contrario, es en la alianza de los apetitos sexuales ardientes y un "solitarismo" afectivo radical donde me parece descubrir la clave de su erotismo.
Desde la adolescencia hasta sus prisiones, Sade conoció sin duda alguna de manera premiosa, más aún, obsesionante, las solicitaciones del deseo. Como compensación, existe una experiencia íntima que parece ignorar por completo: la de la emoción. Jamás la voluptuosidad surge en sus relatos como olvido de sí, desmayo y abandono. Compárense por ejemplo las efusiones de Rousseau con las blasfemias frenéticas de un Noirceuil, de un Dolmancé; o en La Religiosa, de Diderot, las cuitas de la Superiora con los placeres brutales de las tríbadas de Sade. En el héroe sádico la agresividad viril no se atenúa mediante la metamorfosis del cuerpo en carne; ni por un momento [47] se pierde en su animalidad. Permanece lúcido y tan cerebral que, en lugar de molestarle, en mitad de sus arrebatos, las tiradas filosóficas, le sirven por el contrario de afrodisíaco. En ese cuerpo frío, tenso, rebelde a todo hechizo, se concibe que el deseo y el placer se desencadenen en crisis furiosas. Lo fulminan como una suerte de accidente orgánico en lugar de constituir una actitud vivida dentro de la unidad psicofisiológica del sujeto. Merced a esta desmesura, el acto sexual crea la ilusión de un gozo soberano que consiste, ante los ojos de Sade, en su precio incomparable. Pero carece de una dimensión esencial, cuya ausencia se esforzará por compensar todo el sadismo. Mediante la emoción, la existencia es captada en sí y en el otro como subjetividad y pasividad a la vez; a través de esa unidad ambigua los dos compañeros se confunden; cada uno libérase de su propia presencia y alcanza la comunicación inmediata con el otro. La maldición que pesa sobre Sade —y que sólo el conocimiento de su infancia podría explicarnos— es ese autismo que le prohíbe olvidarse jamás y jamás realizar la presencia [48] del otro. Si hubiese sido de un temperamento frío ningún problema se le habría planteado, pero poseía instintos que lo precipitaban hacia esos objetos extraños con los cuales estaba incapacitado para identificarse. Debía, entonces, inventar modos singulares para captarlos. Más tarde, cuando fatigáronse sus deseos, continuará viviendo en ese universo erótico del cual por sensualidad, tedio, desafío y resentimiento ha hecho el único universo valedero ante sus ojos: y sus manejos tendrán por entonces el propósito de provocar la erección y el orgasmo. Pero aun en esos tiempos en que todo ello le resultara fácil, Sade experimentaba la necesidad de manejos dilatorios para dar a su sensualidad la significación que esbozábase en ella sin llegar a cumplirse: es decir, una evasión de su conciencia en su carne, una aprehensión del otro como conciencia a través de la carne misma.
Normalmente, es mediante el vértigo del otro hecho carne que cada cual experimenta el hechizo de la propia. Si se permanece encerrado en la soledad de la propia conciencia, entonces es-[49]capa a la emoción y no puede reunirse con el ser ajeno de otra manera que mediante representaciones. Un enamorado cerebral y frío espía ávidamente el gozo de su amante y experimenta la necesidad de afirmarse como su autor, pues no posee el medio para alcanzar su propia condición carnal. Se puede calificar como sádica a esta conducta que compensa el apartamiento mediante una tiranía reflexiva. Sade sabe, lo hemos visto, que infligir el placer puede ser un acto de agresión y su despotismo ha tomado en ocasiones esa apariencia, pero ello no lo satisface. Por lo pronto, le repugna esa suerte de igualdad creada por una voluptuosidad compartida. Si los objetos que nos sirven gozan, los veremos desde ese momento más ocupados de ellos que de nosotros, con el amenguamiento consecuente de nuestro placer. La idea de ver a otro gozando lo conduce a una suerte de igualdad que malogra los inexpresables atractivos del despotismo. Y de una manera aún más cortante, declara: Todo gozo participado se debilita. Además, las sensaciones agradables son con exceso benignas. Es desgarrada, ensangrentada, como la [50] carne revélase carne en su modo más patético. No existe ninguna especie de sensación que sea más activa, más incisiva que la del dolor: sus impresiones son seguras. Mas, para que a través de los sufrimientos infligidos me transforme también en carne y sangre, es preciso que en la pasividad del otro reconozca mi propia condición, por lo tanto, que una libertad y una conciencia lo habiten. El libertino sería digno de compasión si actuara sobre un objeto inerte y sin sensibilidad. Por ello las contorsiones y los lamentos de la víctima son necesarios para la felicidad del verdugo. Hasta el punto de que Verneuil cubría a su mujer con una suerte de bonete que amplificaba sus gritos. En su rebelión el ser torturado afírmase como mi semejante y llego por su mediación a esa síntesis del espíritu y de la carne que negábase al comienzo.
Si el propósito perseguido es a la vez escapar de sí mismo y descubrir la realidad de las existencias extrañas, otro camino se abre entonces: el de ser mortificado por el otro. Sade está lejos de ignorarlo. Usa en Marsella disciplinas, vergas, [51] tanto para hacerse azotar como para hacerlo a su vez. Debe haber sido seguramente en su casa una de las prácticas habituales, pues todos sus héroes se hacen flagelar alegremente. Nadie duda en la actualidad de que la flagelación no posea una efectiva virtud para devolver el vigor perdido por los excesos de la voluptuosidad. Y otra manera existe todavía para llegar a la plena pasividad. En Marsella, Sade se hace sodomizar mediante su criado Latour, que parece por lo demás bastante acostumbrado a ofrecerle esa clase de servicios. Sus héroes lo imitan a porfía. Por añadidura, Sade ha declarado altivamente y en los términos más enérgicos, que la suma del placer se logra combinando la sodomía activa con la pasiva. No existe perversión de la cual hable tan a menudo y con tanta complacencia y hasta con tan vehemente apasionamiento.
Para quien gusta de clasificar los individuos bajo etiquetas bien definidas, dos preguntas plantéanse de inmediato: ¿Sade era un sodomita? ¿Era acaso en el fondo un masoquista? En lo que concierne a la sodomía, su aspecto físico, el papel [52] desempeñado por sus criados, la presencia en La Coste del apuesto secretario indocto, la enorme influencia que en sus escritos atribuye a esa fantasía y el ardor de sus alegatos, todo confirma que es ése precisamente uno de los aspectos esenciales de su sexualidad. Cierto es que las mujeres han desempeñado un papel importante tanto en su vida como en su obra, que ha frecuentado numerosas muchachas de vida equívoca, mantenido a la Beauvoisin y otras amigas de menor rango, seducido asimismo a su cuñada y congregado jóvenes y chicuelas en su castillo de La Coste; como también flirteado con la señorita Rousset y terminado su existencia a la vera de la señora Quesnet, sin hablar de los vínculos impuestos por la sociedad, recreados por cierto a su manera, que lo unieron a su esposa, pero ¿qué relaciones tuvo con todas ellas? Es digno de ser tomado en consideración que en los dos únicos testimonios recogidos sobre su actividad sexual no se advierta que Sade haya "conocido" normalmente a sus compañeras. En el caso de Rosa Keller, se satisfizo azotándola, en el caso de la prostituta de Marsella [53] propuso hacerla "conocer por detrás" por su sirviente o en su defecto por él. Como ella rehusara, se satisfizo con algunos tocamientos mientras se hacía "conocer" por Latour. Sus héroes hallan particular complacencia en desflorar chicuelas: esta violencia sangrienta y sacrílega acaricia la imaginación de Sade; pero también, cuando inician a una virgen, prefieren a menudo tratarla como a muchacho y no derramar su sangre. Más de uno entre los personajes de Sade abomina de lo normal de la mujer, otros son más eclécticos, pero sus preferencias son bien definidas. Jamás Sade ha alabado esa parte del cuerpo femenino que celebra jubilosamente Las mil y una noches. Sólo experimenta desdén por los pobres afeminados que poseen normalmente sus esposas. Si ha engendrado hijos a la señora Sade, bien se sabe en qué condiciones. Y dadas las raras mezcolanzas a que librábase en La Coste ¿algo prueba que haya sido él autor de la preñez de Nanón? Es evidente que no convendría atribuir a Sade las opiniones que manifiestan en sus novelas los pederastas especializados, pero el argumento que [54] pone en boca del obispo de las Jornadas de Sodoma hállase tan cercano a su sensibilidad como para que pueda considerárselo una suerte de confesión. Dice así: El muchacho vale más que una joven. Considerado desde el punto de vista del mal, que constitúyese casi siempre en el verdadero incentivo del placer. El crimen os parecerá más grande cumplido con un ser absolutamente de vuestra especie, que con uno que no lo es y desde ese instante la voluptuosidad se acrecienta. Sade puede escribir a su esposa que su única equivocación ha sido la de amar demasiado las mujeres, pero se trata de una carta oficial e hipócrita y es por dialéctica novelística que les otorga a ellas en sus libros papeles de triunfadoras. La perversidad ofrece en la mujer un seductor contraste con la dulzura tradicional de su sexo. Cuando ellas superan mediante el crimen su abyección natural demuestran aún más evidentemente que el hombre que nada sabría detener los impulsos de un corazón atrevido. Pero si ellas tórnanse imaginariamente en los más magníficos verdugos, es porque en la realidad son víctimas natas.
[55]
Serviles, lacrimosas, farsantes, pasivas, a lo largo de la obra de Sade adviértese el desdén y el disgusto que en realidad experimentaba ante ellas. ¿Acaso detestaba a su propia madre en todas las mujeres? Cabe también preguntarse si Sade no odiaba lo femenino porque veía en ello no el complemento sino su doble, del cual nada puede recibir. Sus grandes pervertidas poseen más calor y más vida que sus héroes, no solamente por razones estéticas, sino porque le son más cercanas. No creo que Sade se descubre, como se lo ha pretendido, en la gemebunda Justina; pero sí se reconoce sin duda alguna en Julieta, que ha afrontado las mismas peripecias de su hermana en el orgullo y el placer. Sade se siente mujer y no perdona a las mujeres no ser el hombre que apetece. A la más grande, la más extravagante de todas, la Durand, la ha provisto de un clítoris gigante que le permite comportarse sexualmente como un hombre.
Es imposible precisar en qué medida las mujeres han sido para Sade juguetes o sucedáneos, pero lo que se puede afirmar es que su sensua-[56]lidad es esencialmente contra natura. Su adhesión al dinero lo confirma. Las historias relacionadas con la herencia han desempeñado un papel capital en su vida. El robo aparece en su obra como una conducta sexual cuya evocación basta para provocar el orgasmo. Y si se rechaza la interpretación freudiana de la codicia, existe un hecho no discutible que Sade ha reconocido altivamente. El de su coprofilia. En Marsella administra unas píldoras a una prostituta, diciéndole que eso le provocará ventosidades y se muestra desencantado por no recoger el beneficio apetecido. Es sugestivo también que las dos fantasías sobre las cuales haya tentado la explicación más asidua, sean la crueldad y la coprofagia. ¿Hasta qué punto consagrábase a ellas? Mucha distancia existe entre las prácticas surgidas en Marsella y las orgías excrementicias de las Jornadas de Sodoma, pero la importancia que concede a estas últimas, el cuidado con que describe sus ritos y sobre todo sus preparativos, prueban que no se trata de frías invenciones sistemáticas sino de fantasmas afectivos. Por otra parte, la extraordinaria [57] bulimia de Sade prisionero no sabría explicarse únicamente como consecuencia del ocio obligado. El comer no puede constituirse en un sustituto de la actividad erótica, salvo que perdure una equivalencia infantil entre las funciones gastrointestinales y las sexuales. Esta equivalencia perpetuábase indudablemente en Sade, pues vincula estrechamente la orgía alimenticia con la orgía erótica. Ninguna pasión alíase más estrechamente a la lujuria que la embriaguez y la glotonería, anota. Y esta confusión finaliza entre los fantasmas de la antropofagia: beber la sangre, tragar esperma y excrementos, devorar niños, en suma, saciar el deseo mediante el aniquilamiento de quien lo genera. El gozo no pide ni cambio, ni don, ni reciprocidad, ni gratuidad munificente; su despotismo es el de la avaricia que prefiere anonadar lo que no puede asimilar.
La coprofilia de Sade posee aún otro sentido: Si es lo sucio lo que atrae en el acto lúbrico, mientras más sucio sea más debe agradar. Entre los atractivos sexuales más evidentes, Sade sitúa la vejez, la fealdad y la fetidez; y esta vinculación [58] entre lo sórdido y el erotismo es en él tan natural como la crueldad, y se explica de análoga manera. La belleza es demasiado simple, se la capta mediante un juicio intelectual que no arranca a la conciencia de su soledad ni al cuerpo de su indiferencia. Pero la sordidez envilece. El hombre que ha comerciado con la suciedad, como aquel que ha herido o se ha hecho herir, se realiza en cuanto a carne. Es en la desdicha y en la humillación donde el hombre tórnase en abismo, en donde el espíritu naufraga y los individuos apartados se encuentran. Castigado, penetrado, sucio, sólo así Sade logra abolir su propia presencia obsesionante.
Sin embargo, no se trata de un masoquista en el sentido popular del vocablo. Zahiere con acritud a los hombres que se esclavizan ante una mujer. Les abandonó el vil placer de arrastrar grillos cuya naturaleza les otorga el derecho de abrumar a los demás; que vegeten, pues, en la bajeza que los envilece. El universo del masoquista es mágico; por eso es casi siempre fetichista. Los objetos —zapatos, pieles, fustas— están [59] cargados de efluvios que poseen el poder de transformarlo en cosa. Y eso es lo que persigue explícitamente: abolirse hasta tornarse en cosa inerte. El mundo de Sade es esencialmente racional y práctico. Los objetos —materiales o humanos— que sirven a sus placeres, son útiles carentes de misterio y descubre claramente en la humillación la astucia de la soberbia. Saint-Fond, por ejemplo, lo declara: La humillación de ciertos actos del libertinaje sirven de pretexto al orgullo. Por añadidura, Sade dice del libertino que el estado de envilecimiento que singulariza aquel en que lo hundes, al castigarlo, le place, lo divierte, lo deleita y goza en la intimidad de sí mismo por haber ido lo bastante lejos como para ser tratado en esa forma. Existe, sin embargo, entre ambas actitudes, un parentesco estrecho. Pues si el masoquista quiere perderse es para hacerse fascinar por ese objeto con el cual pretende confundirse y ese esfuerzo lo reintegra a su propia subjetividad. Exigiendo de su compañero que le maltrate, tiraniza; sus exhibiciones humillantes, las torturas sufridas, humillan y torturan también al otro.
[60]
A la inversa, ensuciando e hiriendo, el verdugo se ensucia y se hiere, participa de esa pasividad que devela, y tratando de captarse como causa de los tormentos que inflige es como instrumento y como objeto de la tortura que se asume. Se está por lo tanto autorizado a unificar estas conductas bajo el nombre de sado-masoquismo, aunque es preciso cuidar que, pese a la generalidad del término, ambas puedan concretamente ofrecer una gran diversidad. Sade no es Sacher-Masoch. Lo que lo singulariza es la tensión de una voluntad que se consagra a realizarse en la carne sin extraviarse en ella. En Marsella se hace azotar, pero de tanto en tanto se abalanza hacia la chimenea e inscribe allí con el cuchillo el número de azotes que acaba de recibir. La humillación tórnase entonces, de inmediato, en fanfarronada. Sodomizado, fustiga a la vez a una mujer. Ese es uno de sus fantasmas favoritos: castigado y vulnerado, castigar y vulnerar simultáneamente a la víctima sometida.
Insisto en que se desconocería el sentido y el alcance de las singularidades de Sade, si se limi-[61]tara a considerarlas como simples datos. Cada una de ellas está siempre cargada de significación ética. A partir del escándalo de 1763 el erotismo de Sade no se limita a una actividad individual: es también un desafío a la sociedad. En una carta a su mujer explica cómo ha transformado sus preferencias en principios: Estos principios y estas preferencias las he llevado hasta el fanatismo, y el fanatismo es la consecuencia de las persecuciones de mis tiranos. La intención suprema que anima a toda actividad sexual es la de desearse criminal: trátese de crimen o de suciedad, siempre se trata de llevar el mal a cabo. Sade ha experimentado de inmediato el coito como crueldad, desgarramiento y falta. Por resentimiento ha reivindicado obstinadamente lo que posee de oscuro. Ya que la sociedad alíase con la naturaleza para juzgarlo como criminal en sus placeres, hará del crimen mismo un placer propio. El crimen es el alma de la lubricidad. ¿Qué sería de un gozo al que no lo acompañara el crimen? No es el deseo de libertinaje el que nos excita, es la idea del mal. En el placer de torturar y de humillar a una [62] mujer hermosa, escribe, existe la suerte de gozo que proporcionan el sacrilegio o la profanación de los objetos consagrados al culto. No es por casualidad que, para flagelar a Rosa Keller, haya elegido el día de Pascua y es en el momento en que le ha propuesto sardónicamente confesarla cuando su excitación sexual ha llegado al paroxismo. No hay afrodisíaco más poderoso que desafiar al Bien. Los deseos que experimentamos por los grandes crímenes son siempre más violentos que aquellos que sentimos por los pequeños. ¿Hace el mal, Sade, para sentirse culpable? ¿O escapa de su culpabilidad asumiéndola? Se lo mutilaría si se lo limitara a una entre ambas posibilidades. No reposa ni en la abyección complaciente ni en la aturdida impudencia. Pero sin descanso oscila patéticamente entre la arrogancia y la conciencia inquieta.
Colúmbranse entonces los alcances de la crueldad y del masoquismo de Sade. Ese hombre que unía un temperamento violento —rápidamente agotado por lo demás, por lo menos en su apariencia— a un "solitarismo" afectivo casi patoló-[63]gico, ha buscado un sucedáneo de la emoción a través de los dolores sufridos o infligidos. Su crueldad posee un sentido muy complejo. Por lo pronto, surge como el cumplimiento extremo e inmediato del instinto del coito, su aceptación total. Afirma la radical separación entre el objeto extraño y el sujeto soberano, tiende a la celosa destrucción de lo que no se puede asimilar avaramente. Pero, por sobre todo eso, aunque ello no culmine impulsivamente en el orgasmo, tiende en forma premeditada a provocarlo. Permite apresar, a través del otro, la unidad conciencia-carne y proyectarla en sí. Por lo demás, haciéndose sodomizar, flagelar, mancillar, Sade logra también la revelación de sí mismo como carne pasiva. Sacia su deseo de autocastigo y acepta la culpabilidad que le han infligido y, de inmediato, retorna de la humildad a la soberbia mediante el desafío. En la escena sádica completa, el individuo desencadena su naturaleza sabiéndola perversa, asumiéndola agresivamente como tal; confunde la venganza y la falta y torna a ésta en glorificación.
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Existe un acto que se propone como el cumplimiento extremo de la crueldad y del masoquismo a la vez, pues el sujeto afírmase mediante él con el privilegio absoluto de quien es a un tiempo tirano y criminal: es el asesinato. Se ha sostenido con frecuencia que constituíase en el logro supremo de la sexualidad sádica. A mi juicio esta opinión se basa en un malentendido. Sin duda alguna, es animado por un propósito apologético que Sade arguye en su correspondencia que nunca ha sido un asesino. Creo que la idea le repugnaba sinceramente. Verdad es que recarga sus relatos con la narración de monstruosas hecatombes, pero ocurre que no existe delito cuya significación abstracta posea evidencia tan fulgurante como el asesinato. Representa la exasperada reivindicación de una libertad sin ley y sin miedo. Además, sobre el papel, el autor, prolongando indefinidamente la agonía de su víctima, puede eternizar el instante privilegiado durante el cual un espíritu supremamente lúcido habita un cuerpo que degrádase en la materia. Más todavía: insufla un pasado vivo en el inconsciente despojo.
[65]
Pero, en rigor de verdad, ¿qué haría un tirano con ese objeto inerte, con un cadáver? Sin duda existe en el paso de la vida a la muerte algo de vertiginoso y el sádico, a quien fascinan los conflictos de la conciencia y de la carne, se soñará placenteramente como autor de tan radical metamorfosis; pero si es normal que lleve a cabo, si la ocasión se presenta, la experiencia privilegiada, tampoco es posible que ésta le ofrezca la satisfacción suprema. Pues esa libertad que pretendía dominar hasta anonadarla, al aniquilarse se ha deslizado fuera del mundo donde la tiranía había hecho presa de ella. Si los héroes de Sade multiplican indefinidamente las carnicerías es porque ninguna los sacia. En concreto: ellas no aportan solución de ninguna especie a los problemas que atormentan al libertino, pues el propósito que persigue no es solamente el del placer. Nadie se afiliaría tan apasionada, tan peligrosamente en la búsqueda de una sensación —así tuviese ella la violencia de una crisis epiléptica— si el traumatismo final no garantizara con el éxito la tentativa en donde lo aportado supera a su [66] propio logro. Pero, a menudo y por el contrario, detiénese sin llevarla a cabo y si la prolonga mediante una muerte ésta no logra otra cosa que ratificar el fracaso. Blangis estrangula arrebatado por un furor que es el del mismo orgasmo y descúbrese a la desesperación en esa rabia donde el deseo se extingue sin saciarse. Los placeres que premedita son menos salvajes y más complejos. Un episodio de Julieta es entre otros significativo. Enardecido por la conversación de la joven, Noirceuil, que gustaba poco de los placeres solitarios, es decir de aquellos a los que uno se abandona con la sola compañía de otro ser humano, llama de inmediato a sus amigos. No somos bastantes todavía... No, déjame... mis pasiones concentradas sobre un punto único se asemejan a los rayos del astro unidos por el cristal ardiente. Abrasan de inmediato aquello que se encuentra en su foco. No es por escrúpulo abstracto que se prohíbe el exceso; sabe, más bien, que tras del mortífero espasmo se sabrá una vez más frustrado. Nuestros instintos nos proponen fines que no es posible alcanzar si el individuo [67] limítase al acatamiento de sus impulsos inmediatos. Es preciso superarlos, refractarlos e inventar ingeniosamente los medios para satisfacerlos. Es la presencia de conciencias extrañas la que nos ayudará a situarnos en la perspectiva necesaria.
La sexualidad en Sade no pertenece a la biología: es un hecho social. Las orgías en las que halla complacencia son casi siempre colectivas. En Marsella reclama dos mujeres y lo acompaña su criado. En La Coste, habíase constituido un serrallo. En sus novelas los libertinos formaban verdaderas comunidades. Su ventaja inmediata es la de las posibles combinaciones ofrecidas para el logro mayor de sus licencias, pero esa socialización del erotismo posee razones aun más profundas. También en Marsella, Sade llama a su criado "el señor marqués" y desea verlo "conocer" bajo su nombre una prostituta que "conocerla" por sí mismo. La representación de la escena erótica posee más interés a sus ojos que la experiencia vivida. En las Jornadas de Sodoma las "fantasías" son narradas antes de ser llevadas a la práctica. Por ese desdoblamiento el acto transfórmase en [68] un espectáculo que se contempla a distancia en el momento en que se lo ejecuta; así conserva la significación que oscurecería un arrebato solitario y bestial, pues si el licencioso coincidiera exactamente con sus actos y la víctima con sus emociones, libertad y conciencia perderíanse en el delirio de la carne. Una, sería sufrimiento obtuso y el otro, voluptuosidad convulsiva. Gracias a los testigos reunidos a su alrededor, mantiénese una presencia que ayuda al sujeto a permanecer también lúcido. Es a través de esas representaciones que él espera apercibirse y para verse a sí mismo es preciso ser visto. Tiranizando una víctima, Sade constitúyese en objeto para quienes lo miran e, inversamente, contemplando sobre una carne que violenta las violencias que él soporta, se recupera en cuanto a sujeto en el seno de su pasividad. La confusión del para-si y del para-otro se cumple. Los cómplices son singularmente necesarios para dotar a la sexualidad una dimensión demoníaca. Es mediante ellos que el acto cometido o padecido reviste forma perdurable, en lugar de diluirse en la contingencia del instante.
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Transformando en real cualquier crimen, vuélvese posible y común; familiar hasta el punto de que en la propia intimidad resulta difícil condenarlo. Para asombrarse, para aterrarse, es preciso contemplarlo de lejos, a través de ojos ajenos.
Pero ese recurrir al prójimo, por precioso que sea, no basta para superar las contradicciones que implica el anhelo sádico. Si se ha fracasado en la tentativa por captar, mediante la experiencia vivida, la ambigua unidad de la existencia, no se logrará jamás reconstruirla intelectualmente. Por definición, una representación no sabría coincidir ni con la intimidad de la conciencia ni con la opacidad de la carne. Entonces menos aún puede conciliarlas. Una vez disociados, esos dos momentos de la realidad humana, se oponen; y desde el instante en que se persigue a uno, el otro se oculta. Si se le infligen sufrimientos con exceso violentos el sujeto se extravía, abdica, pierde su propio dominio; el exceso de envilecimiento acarrea el asco, que se opone al placer. La crueldad resulta dificultosa en su práctica si no se cumple dentro de límites modestos; y teóricamente im-[70]plica una contradicción que revélase en estos dos textos: Los atractivos más divinos resultan inútiles cuando la sumisión y la obediencia no vienen a ofrecérnoslos Es preciso violentar a lo que se desea; cuando se rinde el placer termina. Pero ¿dónde encontrar esclavos libres? No queda otro recurso que satisfacerse mediante un compromiso; con mujeres pagadas y abyectamente sumisas Sade traspasa los límites convenidos. Con una esposa que preserva dentro de su docilidad la dignidad humana, se permite algunas violencias, pero el acto erótico ideal no lo realizará jamás. Aquí descúbrese el profundo sentido de las palabras que Sade pone en boca de Jérôme: Lo que nosotros hacemos aquí no es más que la imagen de lo que quisiéramos realizar. No solamente los delitos de importancia real se hallan prácticamente prohibidos, sino que hasta aquellos que es posible evocar en medio del más extremo delirio, desencantarían a su autor. Destruir el sol, privar de él al universo o usarlo para abrasar el mundo, ésos, sí, serían crímenes... Mas si ese sueño parece apaciguador es porque el criminal incluye en él su [71] propio anonadamiento, junto con el del universo. Sobreviviente, reencontraríase frustrado.
Jamás el crimen sádico podría constituirse en la adecuación ceñida a la intención que lo anima. La víctima no es otra que algo que se le asemeja y el sujeto se capta como imago; y su relación no es más que la parodia del drama que los pusiera realmente en pugna en su incomunicable intimidad. Por eso el obispo de las Ciento veinte jornadas, no cometía nunca un crimen sin concebir de inmediato el segundo. El momento de la preparación del crimen es para el libertino el instante privilegiado, pues todavía puede ignorar el desmentido que la realidad le impondrá ineludiblemente. Y si la narración desempeña en las orgías sádicas un papel primordial y afina los sentidos sobre los cuales ya no influyen los objetos de carne y de hueso, es porque éstos no se dejan apresar íntegramente sino en su ausencia. En rigor de verdad, sólo existe una manera para conjurar los fantasmas que el libertinaje crea. Es la de creer en su propia irrealidad. Al elegir el erotismo, Sade eligió lo imaginario. Tan sólo en su [72] reinado logrará instalarse sin temor de la decepción. Ha insistido en ello a lo largo de toda su obra: El placer de los sentidos está siempre regido por la imaginación. El hombre no puede alcanzar la felicidad si no acata todos los caprichos de su mente.
Mediante la imaginación escapará al espacio, al tiempo, a la prisión, a la policía, al vacío de la ausencia, a las presencias turbias, a los conflictos de la existencia, a la muerte, a la vida y a todas las contradicciones. No es mediante la presencia de la muerte que el erotismo de Sade llega a la plenitud de su cumplimiento: es mediante la literatura.
Diríase, a primera vista, que Sade al dedicarse a escribir no ha hecho otra cosa que reaccionar como tantos otros en su condición de prisionero. Pero la idea de escribir no le era extraña. Una de las piezas teatrales representadas en La Coste en 1772 le correspondía sin duda y el cofrecillo personal que se forzara merced a la diligencia de la señora de Montreuil albergaba ciertas "pequeñas [73] cuartillas", escritas de su mano, que consistían probablemente en notas sobre la sexualidad. Tampoco aguardó cuatro años, una vez encerrado en Vincennes, para emprender una obra verdadera. En otra mazmorra de la misma fortaleza gemía también Mirabeau, "Estoy enterrado en una tumba", y buscaba en la escritura una distracción. Traducciones, correspondencia picaresca, ensayo sobre las "lettres de cachet". Trataba, a la vez, de matar el tiempo, distraer sus sentidos y hostilizar la sociedad enemiga. Sade obedece a motivos semejantes. Trabaja. Y más de una vez al componer sus novelas ha debido excitarse a sí mismo. También pretende vengarse de sus enemigos. Escribe a su mujer pleno de gozosa rabia: Han creído realizar una gran hazaña, lo apostaría, condenándome a una abstinencia atroz en cuanto a los pecados de la carne... Pues bien, se equivocaron: me han hecho crear fantasmas que alguna vez tornaré en realidad. Si su cautiverio ha influido sobre la decisión de escribir, ésta tenía raíces más, hondas. Sade, a través de sus desórdenes, siempre vivió de sus imaginaciones. Pero la realidad que servía [74] de analogon a sus fantasías, si bien le ofrecía su viviente espesor, le molestaba asimismo con sus resistencias. La opacidad de las cosas sumerge sus significaciones recónditas. Pero la palabra las retiene. Un niño sabe ya que el torpe dibujo del muro es más obsceno que el órgano o el gesto que evoca, porque la intención libidinosa afírmase en ellos en su autenticidad. Entre todos los sacrilegios, la blasfemia es la más fácil y la más segura. Los héroes de Sade charlotean incansablemente. Cuando sobreviene el episodio de Rosa Keller, también Sade se complace en largos discursos. Con más vigor que la palabra, la escritura es capaz de otorgar a las imágenes la solidez de un monumento, pues ella resiste a todas las objeciones. Merced a ella la virtud conserva su funesto prestigio desde el instante en que es denunciada como torpeza o hipocresía. El crimen, en su grandeza, siempre es crimen. En un cuerpo agonizante la libertad puede palpitar aún. La literatura permite a Sade desencadenar y fijar sus sueños y, también, superar las contradicciones implícitas en todo sistema demoníaco. Más aún, es ella por sí misma un acto [75] demoníaco en la medida en que exhibe agresivamente sus falaces fantasmas. Todo eso le otorga su incomparable precio. Si se juzga paradójico que un "solitarista" se haya entregado apasionadamente al afán de comunicación, se comprende mal a Sade. Nada tiene del misántropo que prefiere las bestias y las comarcas vírgenes a los de su especie. Apartado de su prójimo, su presencia inaccesible lo acosa. Si en lo más recóndito de su existir reclama como testigos a las conciencias ajenas, resulta normal que aspire a mostrarse ante el vasto conjunto al que puede aspirar un libro. ¿Sólo ansia escandalizarlo? En 1795, escribe: Os voy a ofrecer grandes verdades. Se las escuchará. Serán meditadas. Si todas no agradan, por lo menos perdurarán algunas entre ellas. Y habré contribuido en algún modo al progreso del saber y me sentiré satisfecho (6). Y en la Nueva Justina: Se ama mal a los hombres disfrazando las verdades esenciales, sea cual fuere el efecto que produzcan. Tras de haber presidido la sec[76]ción de Piques y redactado en nombre de la colectividad discursos y peticiones, debió, en sus horas de mayor optimismo, congratularse por ser vocero de la humanidad. De su experiencia retenía, entonces, la auténtica riqueza y no el aspecto maldito de ella. Pero sus sueños disípanse con rapidez extrema. Es demasiado simple constreñir a Sade dentro de los límites del satanismo. La sinceridad y la mala fe mézclanse en su alma inextricablemente. Lo complace que la verdad escandalice. Si hace del escándalo un deber es a condición de que manifieste la verdad. En el momento en que reconoce arrogantemente sus errores, se atribuye la razón. Ultraja deliberadamente al público, pero pretende trasmitirle un mensaje. Sus escritos revelan la ambivalencia de sus relaciones con el mundo propio y el del prójimo.
De lo que cabe realmente asombrarse es del medio de expresión elegido, pues del marqués, que cultivara con tanto celo su singularidad, cabía esperar un esfuerzo mayor por traducir su propia experiencia bajo una forma también singular; tal como lo hizo por ejemplo Lautréamont.
[77]
Pero el siglo xviii ofrecía limitadas posibilidades líricas. Sade abominaba de la insípida sensiblería que pasara entonces por poesía. No habían llegado aún los tiempos del "poeta maldito". Y nada lo predisponía a ser uno de esos grandes audaces de la literatura. Un verdadero creador debe —por lo menos en cierto plano y en cierto momento— liberarse radicalmente de lo habitual y emerger más allá de los demás hombres en la absoluta soledad. Pero existe en Sade íntima blandura mal escondida por su arrogancia. La sociedad reina en su corazón bajo la forma de la culpabilidad. Carece de medios y de tiempo para reinventar el mundo, el hombre y a sí mismo; lo obsede la premura: la premura de defenderse. Ya he dicho que al escribir pretende aligerar su conciencia y para ello necesita obligar a los demás a absolverlo, más aún, a aprobarlo. Discute en vez de afirmar y para que lo escuchen toma de la sociedad que lo circunda las formas literarias y las doctrinas ya consagradas. Formado por un siglo racionalista, está persuadido de que no existe arma más segura que la del racionalismo.
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Escribe: Todo principio de moral universal es una auténtica quimera, y se somete dócilmente a las convenciones generales de la estética contemporánea y a las pretensiones de la lógica universal. Así se explica su arte y también su pensamiento: al rehabilitarse, ensaya a la vez una tentativa de disculpa. Su obra posee la ambigüedad de una tarea que se propone llegar a los extremos mismos del crimen pero aboliendo su culpabilidad.
Resulta normal en consecuencia que el género favorito de Sade sea la parodia. No ensaya la creación de un universo nuevo, se limita a transformar en irrisorio el que le fue impuesto mediante la forma en que lo reproduce. Al principio finge creer en las quimeras que lo pueblan: la inocencia, la bondad, la fidelidad, la generosidad, la castidad. Cuando en Alina y Valcour, en Justina, en Los Crímenes del Amor, pinta untuosamente la virtud no se limita a una maniobra prudente; los "velos" con que viste a Justina constitúyense en algo más que en un artificio literario. Conviene infundir autenticidad a la virtud si se ansia vejarla cumplidamente. Defendiendo sus cuentos ante [79] el reproche de inmoralidad, Sade replica con hipocresía: ¿Quién podría vanagloriarse de ensalzar la virtud cuando no la rodean los oscuros rasgos del vicio? Mas se propone lo contrario: ¿cómo mostrar todos los atractivos del vicio si el lector no ha caído en el espejismo del bien? Mayor voluptuosidad descúbrese engañando gentes ingenuas que ofendiéndolas y trazando sobre el papel perífrasis azucaradas. Sade debe haber experimentado todos los placeres del fraude. Por desgracia, se divierte más de lo que nos divierte. A menudo su lenguaje posee la frialdad y la ñoñería de los cuentos edificantes que imita y los episodios desenvuélvense de acuerdo con las convenciones retóricas más tediosas. Pero no es merced a la parodia que Sade ha logrado sus aciertos artísticos más evidentes. Precursor de la novela negra, como lo ha dicho Mauricio Heine, Sade es demasiado profundamente racionalista para naufragar en lo fantástico. Cuando se abandona a las extravagancias de su imaginación, no se sabe si admirar su épica vehemencia o su ironía. El milagro reside en que ésta es lo suficientemente sutil como para no ma-[80]lograr sus delirios. Por el contrario, les infunde una áspera poesía que los protege de nuestra incredulidad. Ese sombrío humor, que sabe en ocasiones volver hasta en contra de sí mismo, supera al simple procedimiento literario. Confundiendo la vergüenza con el orgullo, la verdad con el crimen, Sade está poseído por el genio de la contradicción. Cuando se burla, está hablando en serio, y cuando su mala fe salta a la vista es más sincero. Sus demasías recatan a menudo ingenuas verdades, mientras que a través de sus ponderados razonamientos pretende persuadirnos de lo monstruoso. Su pensamiento conságrase a eludir a quien quiere seguirlo; y así logra su propósito, que es el de inquietarnos. Hasta su forma misma tiende a generar el desconcierto. Habla con voz monótona y embarazada, comienza por aburrirnos cuando, de pronto, amarga, sardónica, obscena, una verdad ilumina el monótono claroscuro de donde surge con brutal esplendor. Entonces, en su alegría, en su violencia, en su arrogante crudeza, el estilo de Sade se convierte en el de un gran escritor. Sin embargo, a nadie se le ha ocurrido colocar [81] Justina al lado de Manon Lescaut y de las Amistades peligrosas. Paradojalmente, son las necesidades intrínsecas de la obra de Sade las que le asignan sus límites estéticos. No la enfrentó contemplándola a través de la distancia necesaria al artista. Para afrontar la realidad en su propósito de recrearla, carecía del apartamiento necesario. No se afrontó a sí mismo. Se satisfizo proyectando sus fantasías, pero hacia el exterior. Sus relatos poseen la irrealidad, la falsa precisión y la monotonía de los ensueños del esquizofrénico. Para su propio placer los narra y poco se cuida del lector. No evoca los conflictos del mundo y menos aún aquéllos más patéticos que Sade descubría en el secreto de su corazón. Cavernas, subterráneos, misteriosos castillos, el arsenal de la novela negra asume en su obra significación distinta. Simboliza el aislamiento de la imagen. La percepción desecha lo dado como totalidad y con ello los obstáculos que envuelven a lo real. La imagen se hace entonces dócil y plástica y en ella descúbrese solamente lo que se ha deseado que contuviera. Se convierte en el dominio encantado de donde [82] ningún poder lograría expulsar al déspota solitario. A ella conjura cuando pretende infundirle densidad literaria. Por eso no se preocupa por las coordenadas espaciales y temporales que sitúan a todo acontecimiento verdadero. Los lugares que evoca no pertenecen a este mundo y, en vez de narrar aventuras, desarrolla una suerte de cuadros vivos. La duración no corroe el universo de Sade. La perduración no nace de su obra ni es su obra. No solamente las orgías a las que nos invita no suceden en ninguna parte ni en tiempo alguno, sino que, y esto es aun más grave, no ponen en juego persona viviente. Las víctimas permanecen inmovilizadas en su abyección lacrimosa, los verdugos en su frenesí. Sade se sueña complacientemente en sus personajes sin infundirles su humana densidad. No conocen el arrepentimiento y apenas la saciedad; ignoran la repugnancia, matan con indiferencia, se constituyen en encarnaciones abstractas del mal. Pero el erotismo pierde su carácter impar cuando no se eleva sobre un cimiento humano, social o familiar. Deja de ser conflicto, revelación y experiencia privilegiada.
[83]
No descubre entre los seres humanos la relación dramática, sólo retorna a su biológica vastedad. ¿Cómo experimentar el conflicto entre dos libertades enfrentadas, o la caída del espíritu bajo el dominio de la carne, si siempre, torturada o voluptuosa, sólo la carne se muestra? Hasta el horror mismo se extingue en medio de los excesos que la conciencia no vigila. Si tanta angustia surge de un cuento de Edgar Poe, como en El pozo y el péndulo por ejemplo, es porque aprehendemos la situación desde la intimidad del personaje. Pero a los héroes de Sade los captamos desde fuera; son tan artificiales y ambulan dentro de un mundo tan arbitrario como el de los pastores de Florian. Y por ello su tenebrosa bucólica posee la austeridad de una colonia nudista.
Los desórdenes que Sade pone en escena minuciosamente agotan todas las posibilidades anatómicas del cuerpo humano, pero no muestran nada de sus complejos afectivos. Claro está que si ha fracasado en la tentativa por otorgarles jerarquía estética, su creador supo presentir la existencia de formas de la sexualidad hasta el momento insospe-[84]chadas, en particular aquella que reúne la aversion por la madre con la frigidez, la cerebralidad, la sodomía pasiva y la crueldad. Los vínculos existentes entre la imaginación y aquello que se ha dado en denominar vicio, nunca fueron subrayados con tanto vigor y por momentos nos ofrece, en cuanto a las relaciones entre la sexualidad y la existencia, atisbos de sorprendente profundidad. ¿Es preciso considerarlo, entonces, como a un auténtico innovador dentro de los dominios de la psicología? No es fácil decidirlo. Siempre se le atribuye con exceso a un precursor. ¿Cómo medir el valor de una verdad que no ha devenido, de acuerdo con Hegel? Es por la experiencia que resume y por el método que inaugura donde se descubre el valor de una idea. Pero a una fórmula cuya novedad nos seduce, si un desenvolvimiento posterior no la confirma, no sabríamos qué crédito otorgarle. O nos dejaremos llevar por la tentación de acrecentarla con todas las significaciones que la enriquecieron posteriormente, o, por lo contrario, por la de disminuir hasta el mínimo sus posibles proyecciones. Por ello el lector imparcial [85] vacila frente a Sade, descubre a menudo al volver una página la frase inesperada, que diríase abre caminos vírgenes, pero el pensamiento parece perder de inmediato el aliento y en lugar de la voz viva y singularísima sólo se escucha el trivial balbuceo de Holbach y de La Mettrie. Es significativo, por ejemplo, que en 1795 (7) escriba Sade: El acto de gozar es una pasión que, en mi opinión, subordina todas las otras, pero que las reúne al mismo tiempo. No solamente en la primera parte del texto Sade presiente ya lo que se ha dado en llamar el "pansexualismo" de Freud y transforma el erotismo en el resorte principal de la conducta humana; también en la segunda sugiere por añadidura que la sexualidad está cargada de significaciones que la superan. La libido se halla en todas partes y es también mucho más que ella misma. Sade presintió sin duda esta verdad inobjetable. Sabe que esas perversiones, que el vulgo considera como monstruosidades morales o taras fisiológicas, entrañan asimismo lo que llamaríamos actual-[86]mente una intencionalidad. Escribe a su mujer que toda fantasía... tiende siempre hacia una delicadeza. Y en Alina y Valcour, afirma: Los refinamientos hallan su origen en la íntima delicadeza. Y por lo tanto es posible poseer mucho de ella aunque aparezca confundida entre lo que parece excluirla. Ha comprendido, por lo tanto, que nuestros gustos hallan su motivación no en las cualidades intrínsecas de lo apetecido sino por la relación que existe entre éste y quien lo desea. En un pasaje de la Nueva Justina trata de explicar la coprofilia. Su respuesta es sin duda balbuciente, pero señala —utilizando con torpeza la idea de imaginación—, que la verdad de una cosa no reside en su presencia en bruto, sino en el sentido que revistió para nosotros durante el transcurso de una experiencia singular. Estas intuiciones nos autorizan a saludar en Sade a un precursor del psicoanálisis. Por desdicha, pierde muchos de sus valores cuando se obstina pesadamente en los principios del paralelismo psicofisiológico de Holbach. Cuando se perfeccione la anatomía se demostrará fácilmente mediante ella [87] las relaciones que existen entre la organización del hombre y los gustos que lo afectan. La contradicción se vuelve flagrante en el sorprendente pasaje de las Ciento veinte jornadas, donde se interroga sobre los atractivos sexuales de la fealdad: Está por lo demás demostrado que es el horror, la vileza, lo espantoso, lo que agrada cuando se f... La belleza es lo simple y la fealdad lo extraordinario y todas las imaginaciones ardorosas prefieren sin duda lo extraordinario a lo simple. Se desearía que Sade definiera la relación que señala confusamente entre el horror y el deseo. Pero, bruscamente, se detiene en una conclusión que anula la interrogación propuesta: Todo depende de nuestra conformación, de nuestros órganos, de la manera con que intervienen, y no somos dueños de cambiar nuestros gustos como no lo somos para variar las formas de nuestros cuerpos. Parece a primera vista paradójico que ese hombre, que experimentara por sí mismo tan ardiente predilección, haya propugnado teorías que privan a la humana singularidad de todo significado. Insiste en que se trate de compren-[88]der más el corazón humano. Ha pretendido explorarlo en sus más extraños aspectos. Exclama: ¡Qué enigma es el hombre! Y se vanagloria: ¡Sabéis que nadie analiza las cosas como yo!... Y, sin embargo, se torna discípulo de La Mettrie, que confundiendo al hombre con la máquina y el vegetal anonada la psicología. Esta antinomia se explica fácilmente, por desconcertante que parezca. Es sin duda menos fácil ser un monstruo de lo que algunos parecen creer. Fascinado ante su propio misterio, Sade se aterroriza. En lugar de expresarse, ansia defenderse. Las palabras que presta a Blamont (8) son una confesión. Sostuve mis extravíos con razonamientos. No me puse a dudar. Vencí, arranqué de raíz, supe destruir en mi corazón todo lo que podía estorbar mis placeres. La primera entre las tareas liberadoras, ha insistido en ello mil veces, es la de superar el remordimiento. Trátase de repudiar todo sentimiento de culpabilidad ¿y qué doctrina más segura que aquella que atenta contra la idea misma [89] de la responsabilidad? Mas caeríamos en un error grosero si quisiéramos encerrarlo en ella. Como tantos otros, si se apoya en el determinismo es para reivindicar su libertad.
Desde el punto de vista literario las urdimbres entretejidas de lugares comunes, con que Sade interpelaba sus bacanales, terminan por privarlas de vida y de verosimilitud. Una vez más Sade olvida al lector y se dirige a sí mismo.
Sus insistencias poseen el valor de un rito purificador cuya reiteración le parece tan natural como el acto de confesarse para el creyente. Sade no nos entrega la obra de un individuo liberado, nos hace participar de su esfuerzo por la liberación. Pero, por ello precisamente, nos atrae: su tentativa posee más realidad que los instrumentos que usa. Si Sade se hubiera satisfecho con el determinismo que profesa, habría debido repudiar la totalidad de sus inquietudes éticas. Pero éstas se le imponían con una evidencia que ninguna lógica lograba entenebrecer. Más allá de las fáciles disculpas que invoca fastidiosamente, se obstina en atacar y en interrogarse. Gracias a esa [90] porfiada sinceridad, a falta del artista consumado o del filósofo coherente, posee el mérito necesario para ser reconocido como un gran moralista.
Exagerado en todo, Sade no podía adecuarse a los compromisos deístas de su siglo. Por eso inaugura su obra en 1782 —el Diálogo entre un sacerdote y un moribundo— con una declaración de ateísmo. Más de una vez, tras del Testamento de Jean Meslier, aparecido en 1729, la existencia de Dios había sido negada. Rousseau se atrevió a presentar en La Nueva Heloisa, al señor de Wolmar, un ateo simpático. Lo que no impide por cierto que en 1754 el abate Mélégan haya sido arrojado en una prisión por haber escrito Zoroastro y que La Mettrie haya debido buscar refugio junto a Federico II. Vulgarizado en 1770 por Holbach en El Sistema de la Naturaleza y, también por los libelos reunidos ese mismo año bajo el título de Colección filosófica, profesado con vehemencia por Sylvain Maréchal, el ateísmo no dejaba de constituirse en peligrosa doctrina en un siglo que debía levantar el cadalso bajo la [91] égida del Ser Supremo. Ostentándolo, Sade comete deliberadamente un acto de provocación. Pero es también un acto sincero. Pese al interés del estudio de Klossowski, pienso que traiciona a Sade cuando juzga su apasionada negación de Dios como la confesión de una necesidad. En nuestros días se esgrime a menudo el sofisma de que atacar a Dios equivale a afirmarlo. Pero en realidad es ésta una noción inventada por los hombres y que el ateo desecha. Sade se ha explicado claramente en cuanto a esto: La idea de Dios es el único error que no puedo perdonar a los hombres.
Y si contra ese engaño arremete al comienzo, es que, buen heredero de Descartes, va de lo simple a lo complejo, de la grosera mentira a los errores más sutiles. Sabe que para liberar al individuo de los ídolos que le impone la sociedad, es preciso fundar su autonomía ante la faz del cielo. Si el hombre no hubiera sido aterrorizado ante el gran espantajo al que rinde estúpidamente culto, no hubiese sacrificado tan dócilmente su libertad y su verdad. Eligiendo a Dios ha [92] renegado de sí mismo y allí se descubre su falta imperdonable. En rigor, no hay cuenta para rendir ante un juez trascendente y no existe otra instancia que la tierra. Sade no ignora hasta qué punto la creencia en el infierno y en la eternidad podían exaltar la crueldad. Saint-Fond acaricia esa esperanza para regocijarse con los sufrimientos infinitos de los condenados y entretiénese imaginando un demiurgo diabólico en donde quedaría encarnada la maldad difusa de la naturaleza. Pero Sade, por el momento, no otorga a esas hipótesis otro valor que el de juegos de la inteligencia. No se reconoce en los personajes a los cuales se los atribuye, y los refuta por la boca de quienes expresan su pensamiento. Cuando piensa en el crimen absoluto medita en zaherir la naturaleza y no en vulnerar a Dios. Lo que puede reprocharse a sus declamaciones contra la religión es que reproducen con fastidiosa monotonía los lugares comunes más estragados; y ello ocurre hasta cuando Sade logra infundirles un giro más personal y denuncia, antes de Nietzsche, que el cristianismo es una religión de víctimas, [93] que debe ser sustituida por una ideología de la fuerza. Pero, en cualquier forma, su buena fe no puede ser puesta en duda. El temperamento de Sade era esencialmente antirreligioso. No se descubre en él la menor huella de inquietud metafísica y está demasiado ocupado en reivindicar su existencia como para meditar en su principio y en su fin. En lo que a esto atañe, sus convicciones no fueron jamás desmentidas. Si ha prestado su ayuda en el oficio de la misa y adulado un obispo es porque, anciano y vencido, eligió la hipocresía. Pero su testamento no se presta a equívocos. La muerte lo aterró, como la decrepitud, porque significaban la disolución de su individualidad. El miedo ante el más allá no aparece nunca en su obra. Sade no quiere otra relación que la de los hombres, y todo lo que no es humano le es ajeno.
Sin embargo, entre los hombres está solo. En la medida en que el siglo xviii pretendió abolir el reinado de Dios sobre la tierra lo sustituyó por otro ídolo. Ateos y deístas se unen en el culto que rinden a la nueva encarnación del Bien [94] Supremo, la Naturaleza. No pretenden en ninguna forma renunciar a las comodidades de una moral categórica y universal. Los valores trascendentales han naufragado, al placer se lo ha reconocido como la medida del bien y se ha rehabilitado el amor propio mediante ese hedonismo. Es preciso comenzar por decirse a sí mismo que no tenemos otra misión en este mundo que la de procurarnos sensaciones y sentimientos gratos, dice, por ejemplo la señora de Chatelet. Pero estos tímidos egotistas postulan un orden natural que asegura la armoniosa conciliación de los intereses particulares con el interés general. Basta con una organización razonable, obtenida mediante un pacto o un contrato, para que la sociedad prospere en beneficio de todos y de cada uno. Sade sería, de esa religión optimista, el trágico desmentido.
El siglo xviii ha pintado a menudo el amor con colores graves y sombríos. Richardson, Prévost, Duclos, Crébillon, que Sade cita con estima —Laclos, sobre todo, a quien pretende ignorar—, han creado héroes más o menos satánicos, pero [95] su maldad halló siempre origen en la perversión de su inteligencia o de su deseo, y no en su libre espontaneidad. Merced a lo instintivo de su carácter, el erotismo propiamente dicho, por lo contrario, se rehabilita. Ingenuo, sano, útil para la especie, el deseo sexual se confunde según Diderot con el impulso mismo de la vida, y las pasiones que engendra son tan buenas y tan fecundas como él. Si las monjas de La Religiosa se complacen en sádicas fechorías, es porque reprimen sus apetitos en lugar de saciarlos. Rousseau, cuya experiencia sexual fue compleja y nada risueña, la expresa asimismo en términos edificantes: "Dulcísimas voluptuosidades, voluptuosidades puras, vivientes, sin mezcla de dolor... Y también: El amor que concibo, aquel que he podido sentir, inflámase ante la ilusoria presencia de la perfección de lo amado; y esa ilusión misma lo arrastra al amor por la virtud, pues la idea de la virtud descúbrese siempre en la idea de la mujer perfecta. Hasta en Rétif de la Bretonne, cuyo placer es siempre tempestuoso, descúbrese el arrobo, la languidez, la ternura. Sade es el único en [96] mostrar la sexualidad como egoísmo, tiranía, crueldad; en un instinto natural halla la incitación al crimen. Eso bastaría para darle en la historia de la sensibilidad de su siglo un lugar único, pero de esa intuición supo extraer consecuencias éticas más singulares todavía.
Juzgar malvada a la naturaleza no es en sí misma una idea nueva. Hobbes, al que Sade conoce bien y que cita complacientemente, había sostenido que "el hombre es el lobo del hombre" y el estado de naturaleza un estado de guerra. Un importante linaje de moralistas y de satíricos ingleses lo siguió por ese camino, entre otros Swift, que Sade practicó hasta el punto de copiarlo. En Francia, Vauvenargues retomó la tradición puritana y jansenista surgida del cristianismo, que confunde la carne con el pecado original. Bayle y con más brillo Buffon, establecieron cumplidamente que la naturaleza no es íntegramente buena. Y si la leyenda del buen salvaje se perpetúa desde el siglo xvi, especialmente a través de Diderot y de los enciclopedistas, ya en los albores del siglo xviii Emeric de Crucé la combatía. La [97] historia, los viajes, la ciencia, poco a poco la desacreditaron. Fácil le resultaba a Sade sustentar con múltiples argumentos la tesis inserta dentro de su experiencia erótica y que la sociedad confirmó irónicamente, puesto que lo arrojó a una prisión por haber obedecido a sus instintos. Pero si se destaca entre todos sus predecesores es porque ellos, tras haber denunciado lo malo de la naturaleza, le oponían una moral artificial proveniente de Dios o de la sociedad; mientras que, del credo generalmente aceptado: La Naturaleza es buena, acatémosla, Sade desdeñó la primera parte para conservar paradójicamente la segunda. El ejemplo de la naturaleza guarda entonces un valor de imperativo aunque su ley sea el odio y la destrucción. Mediante qué argucia logró volver contra sus propios devotos al culto nuevo, conviene estudiarlo desde más cerca.
Sade concibió en diversas formas las relaciones entre el hombre y la naturaleza. Sus cambios me parecen el reflejo de las hesitaciones de su pensamiento —que limita a veces sus audacias y otras se abandona a ellas sin freno— y no las formas [98] distintas de una expresión dialéctica. Cuando se limita a buscar justificaciones premiosas, Sade adopta una visión mecanicista del mundo. La Mettrie ha garantizado la indiferencia moral de los actos humanos, declarando: "No somos más criminales abandonándonos a los impulsos primitivos que nos gobiernan que el Nilo en sus inundaciones y el mar en su oleaje". Así, Sade, para disculparse, se compara con las plantas, las bestias y los elementos. Yo no soy entre sus manos otra cosa que una máquina, que ella —la Naturaleza— mueve a su capricho. Pero aunque se haya atrincherado mil veces tras de afirmaciones análogas, ellas no expresan su pensamiento sincero. Por lo pronto, la Naturaleza no asume ante sus ojos el papel de un mecanismo indiferente. Existe una significación en sus transformaciones, hasta el punto de que cabe pensar en la existencia de un genio maléfico que las rige. Es cruel y ávida, la posee el espíritu de la destrucción; desearía el aniquilamiento total de las criaturas vivientes para gozar de la facultad que posee de crear otras nuevas. Por otra parte, el hombre no es su escla-[99]vo. En Alina y Valcour, Sade sugería ya que es posible eludir a la Naturaleza y volverse en contra de ella: Atrevámonos a ultrajar a esta Naturaleza ininteligible para conocer mejor el arte de gozarla. Y de manera aún más resuelta, declara en Julieta: Una vez creado el hombre nada tiene que ver con la Naturaleza; una vez que la Naturaleza ha creado, nada puede sobre el hombre. Insiste. En su relación con la Naturaleza el hombre es comparable a la espuma, al vapor que se eleva del licor rarificado dentro de un vaso por el fuego. Ese vapor no ha sido creado, es un resultante, es heterogéneo; extrae su existencia de un elemento extraño, puede ser o no puede ser sin que sufra el elemento de donde emana; no debe nada al elemento y el elemento nada le debe. Así no valga más, ante los ojos del universo, que un resto de espuma, su misma insignificancia garantiza al hombre su autonomía. El orden de la naturaleza no sabría avasallarlo puesto que es radicalmente heterogéneo. Por lo tanto, le está permitido tomar su decisión en cuanto a la ética ya que nadie puede dictársela. ¿Por qué entre todos los [100] caminos abiertos ante sí, Sade elige el que lo conduce al crimen mediante la imitación de la Naturaleza? Es preciso abarcar el conjunto de su sistema para responder a esta pregunta: la finalidad del sistema consiste, precisamente, en justificar los crímenes a los cuales Sade nunca pensó en renunciar.
Siempre estamos más influidos de lo que creemos por las ideas que combatimos. Cierto es que Sade utiliza a menudo el naturalismo como un argumento ad hominen. Descubre un placer maligno en reivindicar en provecho del mal los ejemplos que sus contemporáneos pretendían utilizar en favor del bien; pero sin lugar a dudas juzga evidente que el hecho funda el derecho. Cuando quiere demostrar que el libertino está autorizado para violentar a las mujeres, exclama: ¿Acaso la Naturaleza no nos ha probado que poseemos ese derecho dándonos la fuerza necesaria para someterlas a nuestros deseos? Podríanse multiplicar las declaraciones semejantes: La Naturaleza nos ha hecho nacer a todos iguales, Sofía, dice la Dubois a Justina. Si el destino se complace [101] en perturbar ese plan inicial de sus leyes generales, a nosotros nos corresponde corregir los caprichos. Y el reproche esencial que Sade hace a los códigos impuestos por la sociedad, es su artificiosidad. En un texto particularmente significativo (9) los compara con aquellos que establecerían una comunidad de ciegos: Como todos esos deberes no son más que convenciones, son por lo tanto quiméricos. El hombre ha hecho también las leyes de acuerdo con sus pequeños conocimientos, sus pequeñas astucias, sus pequeñas necesidades, mas nada de real existe en todo eso... Acerquémonos a la naturaleza y comprenderemos fácilmente que todo lo que nosotros disponemos y decidimos está tan alejado de la perfección de sus propósitos y es tan inferior a ella como lo estarían, con relación a nuestras leyes, las de una sociedad de ciegos. Montesquieu había dicho ya que las leyes dependen del clima, de las circunstancias, también de la disposición de las "fibras" del cuerpo. Podría decirse que en ellas se expresan los diversos [102] aspectos que a través del tiempo y del espacio la naturaleza presenta. Pero cuando Sade nos pasea incansablemente por la Patagonia, por Tahiti, por las antípodas, es para demostrarnos que la diversidad de las reglas dictadas niega sus valores. Por ser relativas se le aparecen como arbitrarias. Es importante advertir que convencional quimérico son para Sade dos vocablos sinónimos. La naturaleza conserva ante sus ojos un carácter sagrado; indivisible, único, es un absoluto fuera del cual no existe posible realidad.
Que sobre este tópico el pensamiento de Sade no sea totalmente coherente, que haya evolucionado, que en todos sus instantes no sea igualmente sincero, es un hecho evidente. Pero sus inconsecuencias no son tan flagrantes como podría creerse. Sería un silogismo demasiado simple admitir que, si la naturaleza es mala, la sociedad que se aparta de ella merece nuestro acatamiento. Por lo pronto, la hipocresía social la transforma en sospechosa. Alaba a la naturaleza y le es hostil. A despecho de su antagonismo tiene en ella sus raíces. Hasta en la manera en que la contradice re-[103]vela su perversión original. La idea de interés común no posee ningún fundamento natural: Los intereses de los particulares se oponen casi siempre a los de la sociedad. Pero es para satisfacer un instinto natural que ha sido inventada, es decir, para saciar la voluntad tiránica de los poderosos. En lugar de rectificar el orden primitivo del mundo, las leyes contribuyen al agravamiento de la injusticia. Todos nos asemejamos, salvo en la fuerza. Es decir, que no existe entre los individuos diferencia esencial y que la repartición desigual de fuerzas bien pudo ser compensada. Por el contrario, los fuertes se otorgaron todas las superioridades y hasta inventaron algunas. Holbach y muchos otros habían denunciado también la hipocresía de los códigos, cuyo único propósito era el de oprimir a los débiles; Morelly, Brissot demostraron, entre otros, que la propiedad no reposa sobre ningún fundamento natural. La sociedad fabricó, en la totalidad de sus piezas, a esa institución inicua. "No existe propiedad exclusiva en la naturaleza —dice Brissot—. Esa palabra ha sido tachada de su código; el desdichado ham-[104]briento puede llevarse y devorar el pan que le pertenece, puesto que tiene hambre. El hambre, ése es su título". Casi en los mismos términos reclama Sade, en la Filosofía en el tocador, que se sustituya por la idea de gozo la idea de propiedad. Pues, ¿cómo podría la propiedad constituirse en un derecho universalmente reconocido si el pobre se rebela en contra de ella y el rico sólo piensa en acrecentarla mediante nuevas adquisiciones? Es mediante la total igualdad de las fortunas y de las condiciones sociales como se debería debilitar la fuerza del más poderoso y no mediante leyes vanas. Pero, en realidad, son los fuertes los que han hecho las leyes para su provecho y su soberbia se manifiesta de la manera más abominable en los castigos que se arrogan el derecho de infligir. Beccaria había sostenido que la finalidad del castigo era la reparación, pero que nadie debería atreverse a infligirlo. Sade, tras de él, se yergue con virulencia contra toda sanción de carácter expiatorio: ¡Oh masacradores, carceleros, imbéciles en fin, de todos los reinados y de todos los gobiernos! ¿cuándo preferiréis la ciencia de [105] conocer al hombre a la de encerrarlo y hacerlo perecer? Se subleva sobre todo contra la pena de muerte. Se pretende justificarla con la ley del talión, pero también trátase de una quimera que carece de raíz en la realidad. Por lo pronto, no existe reciprocidad entre los mismos individuos, sus existencias no son conmensurables. De inmediato, no se descubre la analogía entre una muerte realizada impulsivamente, por pasión o por necesidad, y el asesinato premeditado fríamente por los jueces. ¿Y cómo podrían compensarse una y otra cosa? Lejos de mitigar la crueldad de la naturaleza, la sociedad sólo sabe exasperarla levantando patíbulos. Lo único que la sociedad consigue es oponer al mal otro mayor. Nada la autoriza a reclamar nuestra lealtad. El famoso contrato invocado por Hobbes y por Rousseau es sólo un mito. ¿Cómo se reconocerá la libertad individual dentro de un orden que la oprime? El pacto no conviene ni a los fuertes, que no tienen interés por abdicar de ninguno de sus privilegios, ni a los débiles a quienes ratifica en su inferioridad. Entre ambos grupos sólo podría existir un [106] estado de pugna, pues cada uno posee valores inconciliables ante los del otro. En el discurso que atribuye a Corazón de Hierro, Sade denuncia apasionadamente el engaño burgués, que consiste en erigir como principios universales sus intereses de clase: ninguna moral universal es posible cuando las condiciones concretas en que viven los individuos no son homogéneas.
Pero si la sociedad ha traicionado sus propias pretensiones, ¿no cabe intentar su reforma? ¿La libertad del individuo no puede, precisamente, consagrarse a esa tarea? Que Sade haya contemplado en ocasiones esta solución no me parece dudoso. Cabe recordar que en Alina y Valcour describe con exacta complacencia la sociedad anárquica de los caníbales, que torna en derecho la crueldad instintiva del hombre y la sociedad comunista de Zamé, en donde el mal es desarmado por la justicia. No creo que exista ironía en esta última pintura, tanto como en el llamado incluido en la Filosofía en el tocador: Franceses (10) ...
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La actitud de Sade durante la Revolución prueba cumplidamente que deseó con sinceridad integrarse en una colectividad. Había sufrido mucho el ostracismo de que fuera objeto. Sueña con una sociedad ideal donde no lo excluirían sus gustos individuales. Estima, por su parte, que en el seno de una sociedad ilustrada no constituirían un peligro serio. Zamé sostiene que no se sentiría molesto por los émulos de Sade: "Las gentes de que me habláis son pocas, no me inquietan". Y en una carta, Sade afirma: No son las opiniones ni los vicios de los particulares los que perjudican al Estado: son las costumbres del hombre público. El hecho es que los actos de libertinaje no inciden sobre el mundo y no pasan de ser otra cosa que juegos. Sade se atrinchera tras de su insignificancia y llega a sugerir que hasta estaría dispuesto a sacrificarlos. Dictados por el desafío y el resentimiento, perderían su sentido en un mundo sin odios. Aboliendo los obstáculos que le otorgan el atractivo del crimen, se suprimiría hasta la misma lubricidad. Quizá Sade pensó con nostalgia en la íntima conversión que provocaría [108] en él la de los demás hombres. Sin duda piensa también que sus vicios serían aceptados a título excepcional por una colectividad que, respetando la singularidad individual, lo reconocería como excepción. De lo que está completamente seguro en todo caso es de que las gentes que se satisfacen flagelando, de tanto en tanto, a una prostituta, son menos perniciosas que un recaudador de impuestos. Las injusticias establecidas, las prevaricaciones oficiales, los crímenes constitucionales, ésos sí son los auténticos flagelos. Y es el cortejo ineludible de las leyes abstractas, lo que pretende imponer su uniformidad a una mayoría de individuos radicalmente distintos. La justa organización económica transformaría en inútiles a códigos y tribunales, pues el crimen nace de la necesidad y de la desigualdad y desaparecería al mismo tiempo que sus motivos. Es una especie de anarquía racional la que, a los ojos de Sade, constituiría el régimen perfecto: El reinado de las leyes es inferior al de la anarquía y la prueba más convincente que ofrezco es la obligación que todo gobierno tiene de hundirse a sí mismo en [109] ella cuando quiere rehacer sus constitución. Para abrogar las viejas leyes está obligado a establecer un régimen revolucionario donde las leyes no existan. De ese régimen nacen por fin nuevas leyes, pero este segundo estadio es sin embargo menos puro que el primero, puesto que de él deriva. El razonamiento no parece convincente en exceso, pero lo que Sade ha comprendido lúcidamente es que la ideología de su tiempo no hace otra cosa que expresar un sistema económico y que, transformando concretamente el sistema, se destruirán los engaños de la moral burguesa. Bien pocos de sus contemporáneos han desarrollado de manera tan extrema puntos de vista tan penetrantes.
Sin embargo, no fue sobre el camino de las reformas sociales que Sade se lanzó decididamente. El conjunto de su vida y de su obra no ha sido regido por utópicas ensoñaciones. ¿Cómo hubiera podido creer en ellas durante mucho tiempo desde el fondo de sus mazmorras o tras del Terror? Los acontecimientos confirmaron su experiencia íntima. El fracaso de la sociedad no era un simple [110] accidente. Por lo demás, resulta evidente que el interés que presta a su posible perfección es de orden puramente especulativo. Es su propio caso el que lo obsesiona. Poco se preocupa por convertirse y mucho más por ser confirmado en sus preferencias. Sus vicios lo condenan a la soledad. Demostrará, entonces, lo imprescindible de la soledad y la supremacía del mal. La buena fe resulta comprensible en este aristócrata inadaptado, que no encontró en ninguna parte hombres que fueran sus semejantes. Aunque desconfía de las generalizaciones, otorga a su situación el valor de una fatalidad metafísica: El hombre está aislado en el mundo. Todas las criaturas nacen solas y, sin ninguna necesidad, unas de las otras. Si la diversidad de los individuos pudiera ser asimilada —Sade en persona lo sugiere a menudo— con aquella que diferencia entre sí las plantas o las bestias, una sociedad razonable lograría superarla. Bastaría con respetar las singularidades de cada uno. Pero el hombre no padece solamente su soledad: la reivindica en contra de todos. Por lo tanto, adviértese que no solamente existe heterogenei-[111]dad en los valores entre una clase y la otra, sino asimismo entre uno y otro individuo. Todas las pasiones poseen dos sentidos, Julieta: uno, muy injusto con relación a la víctima; el otro, singularmente justo para quien lo ejercita. Y ese antagonismo fundamental no podría ser superado porque constituye la verdad misma. Si los propósitos humanos pretendieran conciliarse en una común procura del interés general, serían necesariamente inauténticos, pues no existe otra realidad que la del individuo encerrado en sí mismo y hostil a otro sujeto que le dispute su soberanía. Lo que prohíbe a la libertad del individuo optar por el bien, es porque éste no existe ni en el vacío cielo, ni en la injusta tierra, ni siquiera en un horizonte ideal. No existe en ninguna parte. El mal es un absoluto al que solamente se oponen fantásticas nociones y no se encuentra otro modo de enfrentarlo que asumiéndolo.
Pues existe una idea que, pese a todo su pesimismo, Sade repudia violentamente: la idea de soportar. Por ello abomina de la resignada hipocresía que se alaba bajo el nombre de virtud.
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Trátase de una estúpida sumisión al reinado del mal que la sociedad ha recreado a su manera. En su seno, el hombre virtuoso renuncia a la vez a su autenticidad y a su libertad. Sade se complace demostrando que la castidad y la temperancia, no se justifican ni siquiera por su utilidad. Los prejuicios que condenan al incesto, la sodomía y todas las fantasías sexuales no tienen otro propósito que aniquilar el individuo e imponerle un conformismo imbécil. Pero las virtudes superiores que preconiza el siglo poseen un sentido más hondo: pretenden mitigar las insuficiencias con exceso evidente de la ley. Sade no eleva ninguna objeción en contra de la tolerancia, sin duda porque no conoce a nadie que la practique, pero a eso que se llama humanidad y beneficencia lo ataca frenéticamente. Son engaños que pretenden conciliar lo inconciliable: el apetito sin saciar del pobre y la egoísta avidez del rico. Retomando la tradición de La Rochefoucauld demuestra que no son otra cosa que la máscara disfrazando al interés. Para contener la arrogancia de los poderosos, los débiles han inventado la [113] idea de fraternidad, que carece de base alguna. Pues, os ruego me digáis, ¿si basta con que un ser exista o se me asemeje para que tenga que amarlo; más aún, y que por eso lo prefiera súbitamente a mí mismo?... ¡Cuánta hipocresía entre los privilegiados que ostentan una edificante filantropía y consienten a la vez la abyecta condición de los oprimidos! Esa embustera sensiblería estaba tan divulgada por aquellos tiempos, que hasta Valmont, en lo de Laclos, se enternece hasta las lágrimas al hacer la caridad. Es evidentemente esa moda la que incita a Sade a desencadenar contra la beneficencia toda su mala fe y también su sinceridad. Verdad es que se burla cuando pretende que al maltratar las prostitutas contribuye al mejoramiento de las costumbres. Si se permitiera a los libertinos martirizarlas impunemente, arguye, la prostitución se transformaría en una profesión tan peligrosa que nadie la adoptaría. Pero también denuncia con lealtad a través de sus sofismas, la inconsecuencia de una sociedad que protege lo que condena y que autorizando el libertinaje pone en la picota al libertino. Con [114] la misma sombría ironía proclama los peligros de la limosna. Si no se lleva hasta la desesperación a los miserables se corre el riesgo de que se insubordinen; más valdría exterminarlos a todos. En este proyecto que atribuye a Saint-Fond, Sade desarrolla el célebre libelo de Swift y no se identifica con su héroe. Sin embargo, el cinismo del aristócrata que defiende con celo feroz los intereses de su clase, aparece ante sus ojos como más digno de respeto que la actitud indecisa de los gozadores vergonzantes. Su pensamiento es claro: supriman los pobres o supriman la pobreza, pero no perpetúen mediante semimedidas la injusticia y la opresión. Y sobre todo no pretendan redimirse de las propias exacciones abandonando, en manos de aquellos a quienes despojan, una limosna insignificante. Si los héroes de Sade dejan morir de hambre a un desdichado antes de ensuciarlo con una limosna que nada les costaría, es porque rehúsan apasionadamente toda complicidad con las gentes honestas que tranquilizan sus conciencias a precio tan vil.
La virtud no es digna de admiración ni tam-[115]poco de gratitud, pues lejos de reflejar las exigencias de un bien trascendente, sirve a los intereses de quienes se alaban de practicarla. Lógico resulta que Sade llegue a esa conclusión. Pero, y a pesar de todo, si el interés es la única ley del individuo, ¿por qué desdeñarlo? ¿Qué superioridad tiene el vicio sobre él? Sade ha respondido a menudo con vehemencia a esta pregunta. En el caso en que eligió la virtud, dice: ¡Qué falta de movimiento! ¡Qué cosa helada!... Nada me conmueve, ¡nada me excita!... Pregunto, ¿esto es gozar? ¡Qué diferencia con lo otro!..¡Cómo vibran mis sentidos!... ¡Cómo se conmueven mis órganos! Más aún: La dicha sólo se halla en lo que excita, y sólo el crimen lo logra. En nombre del hedonismo practicado por su siglo, el argumento es de peso. Todo lo que podría objetársele, es que Sade generaliza su caso personal. ¿Acaso ciertas almas no pueden ser excitadas por el bien? La virtud no logra procurar otra cosa que una dicha imaginaria... No existe verdadera felicidad fuera de los sentidos y la virtud no halaga a ninguno de ellos. Esta declaración puede sorprender [116] dado que Sade hizo de la imaginación el resorte del vicio; pero, a través de los fantasmas que lo nutren, el vicio logra aprehender una realidad en la medida en que provoca el orgasmo. Es decir, una sensación real, mientras que las ilusiones que nutren a la virtud no son nunca recuperadas por el individuo en forma concreta. La sensación, de acuerdo con la filosofía, que Sade toma de su época, es la única medida de la realidad y si la virtud no genera ninguna es porque carece de fundamento real. Sade se ha explicado con mayor claridad en este paralelo entre virtud y vicio: La primera es quimérica, el otro real. La primera se apoya en prejuicios, el otro se funda en la razón. Con uno... con la otra muy poca cosa experimento. Quimérica, fantástica, la virtud nos recluye en un mundo de apariencias, mientras que su íntima ligazón con la carne garantiza la autenticidad de lo que se llama vicio. Usando del vocabulario de Stirner, a quien razonablemente se ha emparentado con Sade, diríase que la virtud enajena al individuo dentro de una entidad totalmente vacía: el Hombre; y solamente mediante [117] el crimen el individuo reivindícase y se realiza como yo concreto. Si el pobre se resigna o trata vanamente de luchar por sus hermanos, es usado, engañado, transformado en objeto inerte del que se burla la naturaleza. Es preciso, tal como lo hacen la Dubois y Corazón de Hierro, pasarse del lado de los fuertes. El rico que acepta pasivamente sus privilegios existe a la manera de una cosa; si abusa de sus poderes, si se convierte en un tirano o en un verdugo, entonces es alguien. Aprovechará cínicamente de la injusticia que le favorece en lugar de perderse en sueños filantrópicos. ¿Dónde encontraríamos las víctimas de nuestras perversidades si todos los hombres fueran malvados? No cesemos jamás de mantener al pueblo bajo el yugo del error y de la mentira, declara Esterval.
¿Es que retornamos, entonces, a la idea de que el hombre no puede hacer otra cosa que obedecer a los dictados de su naturaleza malvada? ¿No sacrificará su libre albedrío bajo pretexto de salvaguardar su autenticidad? No; porque si bien la libertad no puede contra lo impuesto es capaz de sustraerse a ello asumiéndolo plenamente. Trátase [118] de una tentativa semejante a la estoica que se enfrenta con la realidad por decisión voluntaria. No manifiesta una contradicción el hecho de que Sade, preconizando el crimen, clame a menudo contra la injusticia, el egoísmo o la crueldad de los hombres. (11) Tan sólo desprecia los vicios tímidos, los delitos irreflexivos que se limitan a reflejar pasivamente los defectos de la naturaleza. Para no ser malvado a la manera de un volcán o de un policía, es preciso hacerse criminal. No se trata de someterse al universo, sino de imitarlo mediante un libre desafío. Esa es la actitud que sustenta en el Etna el químico Almani: amigo mío, aborrezco la naturaleza. Y la aborrezco porque la conozco tanto como la detesto. Sabedor de sus espantosos secretos, descubrí una suerte de placer inexpresable imitando sus maldades. La imitaría, pero detestándola... Sus redes mortíferas se tienden sobre nosotros, propongámonos envolverla a ella... Ofreciéndome nada más que sus [119] efectos me ocultaba todas sus causas. Me he visto, entonces, obligado a la imitación de aquéllos e, incapaz de adivinar el motivo que ponía el puñal entre sus manos, supe arrebatarle el arma y servirme también de ella. Este texto nos hace escuchar el mismo ambiguo sonido de las palabras de Dolmancé: Fue su ingratitud la que secó mi corazón, y nos recuerda que en medio de la desesperación y del resentimiento, Sade se consagró al mal. En esto su héroe se diferencia del sabio antiguo. No sigue a la naturaleza con amor y alegría; la imita aborreciéndola y sin entenderla. Lo hace, pero no se aprueba. El mal no es armonioso; su esencia es el desgarramiento.
Pero ese desgarramiento debe ser vivido como tensión constante, pues en el caso contrario trocaríase en remordimiento y bajo esa apariencia se transforma en peligro mortal. Blanchot ha señalado que el héroe sádico se condena a las peores catástrofes si por escrúpulo permite que la sociedad recupere su dominio sobre él. Arrepentirse, vacilar, equivale a reconocer que existen jueces y, por lo mismo, aceptar la condición de culpable [120] en lugar de afirmarse como el dueño de sus actos. Quien consiente en semejante pasividad merece todas las derrotas que le infligirá el mundo hostil. A la inversa: El auténtico libertino ama hasta los reproches que originan sus execrables desórdenes. ¿No se los ha visto acaso amando hasta el suplicio que les infligía la humana venganza y contemplando el cadalso como al trono mismo de la gloria? He aquí al hombre en el grado supremo de la corrupción inteligente. En este grado supremo no solamente el hombre se libera de los prejuicios y de la vergüenza, sino también de todos los temores. Su serenidad identifícase con la del sabio antiguo que consideraba triviales las "cosas que no dependen de nosotros", pero éste limitábase negativamente a protegerse contra los sufrimientos posibles y Sade, en su negro estoicismo, promete una felicidad positiva. Corazón de Hierro plantea su alternativa: O el crimen que nos hace dichosos o el cadalso que nos libera de ser infelices. Nada podría amenazar al hombre que sabe transformar sus derrotas en triunfos. No tiene miedo de nada, porque todo le es bueno. La [121] suprema facticidad de las cosas no abruma al hombre libre, porque no le interesa. Sólo le importa en cuanto a su significación y la significación depende de él. Un individuo al que otro azota o penetra, puede ser el amo tanto como el esclavo. La ambivalencia entre el dolor y el placer, la humillación y el orgullo permiten al libertino ser dueño de todas las situaciones. Por eso Julieta sabe trasmutar en gozos los tormentos que abruman a Justina. En el fondo, el contenido de la experiencia carece de importancia: lo que importa es la intención que anima al sujeto. Por ello el hedonismo cae en la ataraxia, lo que confirma el paradójico parentesco entre sadismo y estoicismo. La dicha prometida al individuo se vuelve hacia la indiferencia. Soy dichoso, querida, dice Bressac, desde que me abandono fríamente a todos los crímenes. La crueldad aparece entonces bajo un aspecto nuevo, como una ascesis: Quien sabe endurecerse frente a los males del prójimo, transfórmase en inaccesible para los propios. Ya no se tiende hacia la excitación sino hacia la apatía. Sin duda el libertino novato tiene [122] necesidad de emociones violentas para tener la certidumbre de su existencia como singularidad, pero una vez que la ha conquistado le basta con la forma pura del crimen para garantizarla. Pues éste, el crimen, posee un carácter de grandeza y de sublimidad que lo sitúa y lo situará siempre por sobre los atractivos monótonos de la virtud, que transforma en vanas todas las satisfacciones contingentes que cabría esperar de él. Con análoga severidad a la de Kant, que halla su fuente en idéntica tradición puritana, Sade no concibe el acto libre si no está liberado de toda sensibilidad. Si obedeciera a motivos afectivos, nos convertiría en esclavos de la naturaleza y no sujetos autónomos.
La elección se encuentra al alcance de cualquier individuo, sea cual fuere su estado. Una de las víctimas encerradas en el serrallo de los monjes donde languidece Justina ha logrado escapar a su suerte probando su valor. Apuñaló a una de sus compañeras con un ensañamiento que le atrajo la admiración de sus amos, y la trocó en reina del serrallo. Los que permanecen del lado [123] de los oprimidos lo hacen por vileza de corazón y es preciso negarles toda piedad. ¿Qué quieres tú que exista de común entre quien lo puede todo y el que no se atreve a nada? La oposición de los dos verbos es significativa: atreverse, para Sade, es poder de inmediato. Blanchot ha subrayado la austeridad de esa moral: los criminales de Sade, en su casi totalidad, han muerto violentamente y es por su mérito que se truecan sus desdichas en gloria. Pero, en rigor, la muerte no es el peor de los fracasos y sea cual fuere el fin que les reserva, Sade asegura a sus héroes un destino que les permita realizarse cumplidamente. Ese optimismo reposa sobre una concepción aristocrática de la humanidad, capaz de unir a su implacable dureza una doctrina de la predestinación. Pues esa calidad del alma que permite a raros elegidos reinar sobre un rebaño de condenados, aparece como una gracia dispensada arbitrariamente. Lo que acarrea la salvación de Julieta, pierde a Justina. Pero lo que resulta aún más interesante, es que el mérito no sabría atraer el éxito si no fuera reconocido. La entereza de [124] alma de Valeria o de Julieta, poco les servirían si no se hiciera digna de la admiración de sus tiranos. Divididos, separados, es preciso admitir que se inclinan de consuno frente a ciertos valores. Y en efecto, bajo esas figuraciones diversas cuya equivalencia es para Sade clara —orgasmo, naturaleza, razón— ellos eligen la realidad. O, más exactamente, la realidad se les impone. Por su mediación el triunfo del héroe es asegurado, pero lo que lo salva en instancia postrera es que el héroe ha apostado sobre la verdad. Más allá de todas las contingencias, Sade cree en un absoluto que no sabría desmentir jamás a quien lo invoca como instancia suprema.
Si todos los hombres no adoptan una moral tan segura, es por culpa de su pusilanimidad, pues no se le puede oponer ninguna objeción valedera. No sabría ofender a un Dios que es sólo una quimera y, puesto que la naturaleza es hostilidad y división, atacándola lo único que se hace es conformarse a sus leyes. Cediendo ante sus prejuicios naturalistas, escribe Sade: El único crimen auténtico sería el de ultrajar la naturaleza, y aña-[125]de de inmediato: ¿Pero es posible imaginar que la naturaleza nos ofrezca la posibilidad de llevar a cabo un crimen que la ultraje? Todo lo que sucede se halla en ella; hasta a la muerte misma la acoge con indiferencia, pues, el principio de la vida de todos los seres no es otro que el de la muerte y la muerte es imaginaria. Sólo el hombre atribuye importancia a su propia existencia, pero podría aniquilar totalmente su especie sin que el universo se alterara en lo más mínimo. Pretende poseer un carácter sagrado que lo tornaría en intocable, pero no es más que un animal entre los otros. El único orgullo del hombre es haber erigido la muerte en crimen. El alegato de Sade llega a tales límites en su energía que termina por liberar al crimen de toda criminalidad. Por sí mismo lo advierte, hasta el punto que la última parte de Julieta es un esfuerzo convulsivo por reanimar la llama del mal. Pero volcanes, incendios, el veneno, la peste, si no existe Dios y el hombre no es otra cosa que un vapor, si la naturaleza lo consiente todo, las devastaciones peores se diluyen en la indiferencia. La imposibilidad [126] de ultrajar a la naturaleza es, de acuerdo con mi pensamiento, el suplicio más grande que padece el hombre, gime Sade. Y si sólo hubiese apostado sobre el horror demoníaco del crimen, el saldo de su ética hubiese sido el de un fracaso total, pero si él se suscribe a su propia derrota, es porque libra una nueva batalla: su convicción profunda reside en que el crimen es bueno.
Por lo pronto, en lo que atañe a la naturaleza, no es solamente inofensivo, sino que la sirve. Sade explica en Julieta que el espíritu de los tres reinos, si nada se le opusiera, transformaríase en tan violento que paralizaría el universo: No habría más ni gravitación ni movimiento. Infundiendo en su seno la contradicción, los delitos humanos le arrancan de ese estancamiento que amenazaría asimismo a una sociedad en exceso virtuosa. Sade ha leído indudablemente La colmena murmurosa de Mandeville, que había obtenido al comienzo del siglo éxito resonante. Su autor demostraba que las pasiones y las faltas de los particulares servían a la prosperidad pública y que los más grandes depravados son los [127] que trabajan con mayor actividad en procura del bien común; cuando una conversión intempestiva hacía triunfar la virtud, arruinábase la colmena. Sade ha sostenido a su turno, en diversas ocasiones, que una sociedad caída en la virtud precipitaríase al mismo tiempo en la inercia. Hay en todo ello como un presentimiento de la teoría hegeliana de acuerdo con la cual "la inquietud del espíritu" no podría abolirse sin acarrear el final de la historia. Pero para Sade la inmovilidad aparece no como plenitud lograda sino como ausencia pura. La humanidad se encarniza mediante las convicciones con que se acoraza en cortar todas sus ligaduras con la naturaleza y ésta se trocaría en pálido fantasma si algunas almas resueltas no preservaran en su seno, pese a ello, los derechos de la verdad, que son la disociación, la guerra y la agitación. Bastante tenemos ya con que nuestros limitados sentidos nos prohíban alcanzar la realidad en su propio seno —dice Sade en el significativo texto donde nos compara a los ciegos—, no nos mutilemos entonces, tratemos de sobrepasar nuestras fronteras: El ser más perfecto [128] que podemos concebir será el que se apartará más de nuestras convenciones y las encontrará despreciables. Si se la devuelve a su contexto, esta declaración de Sade hace pensar en la reivindicación de Rimbaud en favor de una "confusión sistemática" de todos los sentidos y también en las tentativas de los surrealistas por penetrar más allá de los humanos artilugios en el corazón misterioso de lo real. Pero más que en poeta, es en moralista que Sade afánase por quebrar la prisión de las apariencias. La sociedad engañadora y mistificada contra la cual se rebela evoca el "uno" de Heiddeger, en el cual naufraga la autenticidad de la existencia y también se propone en su caso recuperarla mediante una decisión individual. Estas aproximaciones no son tonterías. Es preciso situar a Sade en la gran familia de aquellos que, más allá de la trivialidad de la vida cotidiana, quieren conquistar una verdad inmanente a este mundo. De acuerdo con esa perspectiva, el crimen se le aparece como un deber: Dentro de una sociedad criminal, es preciso serlo. La fórmula resume su ética. Por el crimen, el li-[129]bertino rehúsa toda complicidad con las tinieblas de lo dado, del cual la masa no es más que su reflejo pasivo, por lo tanto abyecto. Priva a la sociedad de dormirse en la injusticia y crea un estado apocalíptico, que obliga a todos los individuos a asumir en trance de incesante tensión, su separación, es decir, su verdad.
Sin embargo, es en nombre del individuo que sería posible, aparentemente, argüir en contra de Sade las objeciones más persuasivas, pues es auténticamente real y el crimen lo ultraja realmente. Es entonces cuando el pensamiento de Sade se manifiesta extremo: nada existe de verdadero para mí sino lo que involucra mi experiencia, y la íntima presencia del prójimo escapa radicalmente a ésta, por lo tanto no me concierne y no sabría dictarme ningún deber. Nos burlamos del tormento de los demás ¿qué tendría de común ese tormento con nosotros? Y también: No existe comparación entre lo que experimentan los otros y lo que nosotros sentimos; el más espantoso dolor experimentado por los demás no existe para nosotros y el más leve cosquilleo de placer nos [130] conmueve. El hecho reside en que los únicos lazos seguros entre los hombres son aquellos que crean trascendiéndose dentro de un mundo común mediante proyectos comunes. La sensualidad hedonista que profesa el siglo xviii no propone al individuo otro proyecto que el de procurarse sensaciones y sentimientos agradables. Lo inmoviliza en su solitaria inmanencia. En un pasaje de Justina, Sade nos muestra un cirujano que tiene el propósito de disecar su hija para contribuir al progreso de la ciencia, por lo tanto de la humanidad. Captada en su devenir trascendente, la humanidad adquiere valor ante sus ojos, pero reducido a su propia y vana presencia ¿qué vale un hombre? Es un hecho puro desposeído de todo valor que no me conmueve más que una piedra inerte. El prójimo nada significa para mí: no existe la más mínima relación entre él y yo.
Estas declaraciones parecen contradecirse con la actitud viviente de Sade. Salta a los ojos que si no hubiese nada de común entre el tormento de la víctima y el verdugo, éste no podría saborear ningún placer. Pero lo que Sade discute es [131] la existencia a priori de una relación dada entre yo y el otro, sobre la cual mi conducta debería abstractamente regirse. No niega la posibilidad de establecer una, y si rehúsa al prójimo un reconocimiento ético fundado en las falsas nociones de reciprocidad y universalidad, es para autorizarse a quebrar concretamente los obstáculos carnales que aíslan las conciencias. Cada una da de sí misma testimonio y por el valor que se atribuya, no podría invocar ningún derecho para imponerse sobre la ajena, pero puede lograrlo de una manera singular y viviente mediante los hechos. Es el partido que elige el criminal. Y por la violencia de su afirmación, tornándose en real para el otro, lo revela también como existiendo realmente. Mas es preciso advertir que —diferente en cuanto al conflicto descripto por Hegel— este proceso no comporta para el sujeto riesgo alguno. No pone en juego su primacía y, suceda lo que suceda, no aceptará un amo; vencido, retornará a una soledad que terminará con la muerte, pero permaneciendo siempre su propio dueño. Mas, aunque el prójimo no representa para el [132] déspota un peligro que pueda alcanzarlo en el corazón de su propio ser, no por ello ese mundo extraño del que está excluido deja de irritarlo y lo incita a penetrar en él. Paradójicamente, le es posible suscitar acontecimientos dentro de ese dominio prohibido y la tentación es tanto más vertiginosa en la medida en que resultan inconmensurables para la propia experiencia. Sade ha insistido cien veces sobre este punto: no es la desdicha del prójimo lo que exalta al libertino, es saberse el autor de ella. Descubre entonces algo más que un placer puramente abstracto. Cuando trama sus sombrías maquinaciones ve su libertad metamorfosearse para el prójimo en destino, y mediante la persecución y el asesinato asumirá ese misterio. Pero imponerse a la víctima estupefacta bajo la apariencia de la fatalidad no es suficiente; engañada, mistificada, se la posee, pero solamente desde afuera. Descubriéndose a ella, el verdugo la incita a manifestar, en sus clamores o en sus plegarias, su libertad. Si la libertad no se manifiesta, la víctima es indigna de la tortura, se la mata o se la olvida. Puede [133] ocurrir también que por la violencia de su reacción, huida, suicidio o victoria, escape al que la atormenta, pero lo que éste reclama de ella es que oscilando entre la negativa y la sumisión, rebelde o resignada, reconozca en todo caso en la libertad del tirano su propio destino. Entonces, la víctima únese a él por los lazos más estrechos, forman verdaderamente una pareja.
Existen casos más raros donde la libertad de la víctima, sin eludir el destino impuesto a ella por el tirano, logra superarlo. Torna el sufrimiento en placer, la vergüenza en orgullo: la víctima transfórmase en cómplice. Entonces el libertino se sabe colmado: No existe para el libertino placer más vivo que el de hacer prosélitos. Depravar una criatura inocente es sin duda alguna un acto satánico, pero, dada la ambivalencia del mal, ganando un adepto se opera auténtica conversión. El robo de la virginidad aparece bajo esta luz, entre otros, como una ceremonia de iniciación. Así como para imitar la naturaleza es preciso ultrajarla, aunque el ultraje es abolido puesto que ella misma lo exige, violentando a un individuo [134] se lo obliga a asumir su diferenciación, y por ese camino encuentra una verdad que lo reconcilia con su antagonista. Verdugo y víctima se reconocen como semejantes en el asombro y la estima, aun en la admiración. Se ha demostrado, precisamente, que no existe entre los libertinos de Sade una alianza definitiva, su relación implica tensión constante. Pero que Sade haga triunfar sistemáticamente el egoísmo sobre la amistad, no quiere decir que deje de otorgarle realidad. Noirceuil cuida de prevenir a Julieta que solamente está ligado a ella por el placer que le proporciona su compañía, pero ese placer implica asimismo entre ellos una relación concreta. Cada uno se siente confirmado en sí mismo por la presencia de un alter ego. Es una absolución y una exaltación. Los desórdenes colectivos crean entre los depravados de Sade una comunión verdadera. Es a través de la conciencia de los otros que cada uno penetra en el sentido de sus actos y hasta de su persona. Es en una carne extraña donde conozco la mía, entonces el prójimo existe para mí. El escándalo de la coexistencia no se deja pensar, [135] pero se puede vulnerar el misterio tal como Alejandro cortó el nudo gordiano. Es preciso instalarse mediante los actos. ¡Qué enigma es el hombre! —Sí, mi amigo, y eso es lo que ha hecho decir a un hombre de mucho ingenio que vale más f.... que comprenderlo. El erotismo aparece en Sade como un medio de comunicación, el único valedero. Se puede decir, parodiando unas palabras de Claudel, que en Sade "le vit est le plus court chemin d'un coeur a un autre".
Sería traicionar a Sade consagrarle una simpatía demasiado fácil, pues lo que ansia es mi desdicha, mi opresión y mi muerte. Y cada vez que tomamos partido por el niño degollado por un sátiro, nos levantamos en su contra. Tampoco él me prohíbe la defensa propia. Admite que un padre de familia prevenga o se vengue, aun con la muerte si es preciso, la violación de su criatura. Lo que exige es que en la lucha que enfrenta existencias inconciliables, cada uno se enrole concretamente en nombre de su propia existencia. Aprueba la venganza, pero no los tribunales. Se puede matar, pero no juzgar. Las pretensiones [136] del juez son más arrogantes aún que las del tirano, pues éste limítase a coincidir consigo mismo mientras que el otro pretende erigir sus opiniones en ley universal. Su tentativa reposa sobre una mentira, pues cada uno está encerrado dentro de su propia piel y no sabría transformarse en mediador entre individuos apartados, tanto como él mismo de ellos. Y que una cantidad de esos individuos se confabulen o se enajenen dentro de instituciones cuyo dominio han perdido, no les otorga tampoco un derecho nuevo. El número nada influye. No existe manera de medir lo que es inconmensurable. Para eludir los conflictos de la existencia nos refugiamos en un mundo apariencial y es la vida misma la que desaparece. Creyendo defendernos, nos derrumbamos. El mérito inmenso de Sade es que reivindica, en contra de las abstracciones y los enajenamientos, que no son otra cosa que huidas, la verdad del hombre. Nadie se ha afiliado más apasionadamente a lo concreto. Nunca acordó crédito al "se dice" del cual los espíritus mediocres se nutren perezosamente. Sólo se afilia a las [137] verdades que le son dadas por la evidencia de su experiencia vivida, y por ello superó el sensualismo de su época para transformarlo en una moral de autenticidad.
Esto no significa que la solución que propone pueda satisfacernos. Pues si la grandeza de Sade surge de su tentativa por captar desde su singularidad la esencia misma de la condición humana, la misma singularidad señala sus límites. La salida que eligió la juzgó válida para todos, con la exclusión de cualquier otra. Y con ello se engañó por partida doble. Pese a su pesimismo, estaba socialmente del lado de los privilegiados y no comprendió que la iniquidad social alcanza al individuo hasta en sus posibilidades éticas. La rebelión misma es un lujo que exige cultura, ocios, y se aparta frente a las necesidades de la existencia. Si los héroes de Sade la pagan con su vida, por lo menos perecen cuando la rebelión ha otorgado a sus existencias un sentido valedero. Mientras que para la inmensa mayoría de los hombres la rebelión coincidiría con un suicidio estúpido. Contrariamente a sus deseos, es la suer-[138]te, no el mérito, lo que operaría la selección de una minoría criminal. Si se reprocha que jamás tendió a la universalidad y le bastó con asegurar su propia salvación, no se le hace justicia. Se propuso como ejemplo, puesto que ha escrito —y con cuánta pasión— su experiencia. Y sin duda no contaba con que su llamado fuera entendido por todos. Pero pensaba en dirigirse solamente a los miembros de la clase privilegiada, cuya arrogancia abominaba. Esa suerte de predestinación en la que creía, la concebía democráticamente, y no hubiera querido descubrir que dependía de circunstancias económicas, a las cuales, de acuerdo con su pensamiento, le sería posible eludir.
Por otra parte, Sade no supuso que pudiera existir otro camino que el de la rebelión individual. Sólo conoce una alternativa: la moral abstracta o el crimen. Ignora la acción. Si sospechó que es posible una comunicación concreta entre los seres a través de la tarea de integrarse todos en un proyecto general de ser hombre plenamente, no se detuvo en ello. Negando al individuo su trascendencia, lo condenó a una insignificancia [139] que autoriza a violentarlo. Pero esa violencia, ejercitándose en el vacío, se hace irrisoria y el tirano que busca su afirmación mediante ella sólo descubre su propia nada.
A esta contradicción Sade puede, sin embargo, oponer otra, pues el sueño acariciado por el siglo xviii de conciliar los individuos en el seno de su inmanencia, es de todos modos impracticable. Al desmentido que debía infligirle el Terror, Sade lo encarnó a su manera patéticamente. Al individuo que no consiente en renegar de su personalidad la sociedad lo repudia, pero si se prefiere reconocer solamente en cada individuo la trascendencia que lo une concretamente con sus semejantes, se llega a enajenarlos a todos a nuevos ídolos y su insignificancia personal vuélvese aún más evidente. Se sacrificará el hoy al mañana, la minoría a la mayoría, la libertad de cada uno al cumplimiento colectivo. La prisión, la guillotina, serán las consecuencias lógicas de esa negación. La embustera fraternidad consúmase en los crímenes en donde la virtud reconoce su rostro abstracto. "Nada se asemeja más a la virtud que [140] un gran crimen", ha dicho Saint-Just. ¿No es mejor entonces asumir el mal y no suscribirse al bien que acarrea tras de sí abstractas hecatombes? Sin duda, es imposible eludir el dilema. Si la totalidad de los hombres que pueblan la tierra se hiciera presente a todos, en su total realidad, la acción colectiva no podría realizarse y el aire tornaríase para cada uno en irrespirable. En cada instante millares de seres sufren y mueren, vanamente, injustamente y nosotros no nos conmovemos. A ese precio, nuestra existencia es posible. El mérito de Sade reside no solamente en haber gritado lo que cada uno se confiesa vergonzosamente, sino en no haber elegido esa actitud. Contra la indiferencia, prefirió la crueldad. Por eso sin duda encuentra hoy tanto eco, en momentos en que el individuo se sabe menos la víctima de la maldad de los hombres que de su conciencia limpia. Es acudir en su socorro el herir a ese terrorífico optimismo. En la soledad de los calabozos, Sade tuvo también su noche ética parecida a la noche intelectual con que se envolvió Descartes. No logró el surgimiento de una evidencia, [141] pero por lo menos discutió todas las respuestas demasiado fáciles. Si es posible superar la soledad de los individuos es a condición de no desconocerla. En el caso contrario, las promesas de dicha y de justicia envuelven las peores amenazas. Sade ha vivido hasta las heces el momento del egoísmo, de la injusticia, de la desdicha y clama por la verdad. Lo que constituye el valor supremo de su testimonio es que nos inquieta. Nos obliga a volver a plantearnos el problema esencial, que bajo otras apariencias obsesiona nuestro tiempo: las verdaderas relaciones del hombre con el hombre.
[142]


Notas
1. El viejo Sade tras hacerse llevar canastos de rosas, los olía voluptuosamente y los ensuciaba de inmediato, mientras reía sardónicamente, con el fango del arroyo. Los periodistas de nuestro tiempo nos han enseñado cómo se fabrican esta clase de anécdotas.
2. Desbordes El verdadero rostro del Marques de Sade.
2-a. Klossowski se asombra de que Sade no le manifiesta ningún rencor, pero Sade no detesta espontáneamente la autoridad. Admite que un individuo use y abuse de sus derechos. Sade, heredero de los bienes paternos, no se opone, al comienzo, a la sociedad si no es bajo un plan individual y afectivo, a través de las mujeres: esposa y suegra.
3. Alina y Valcour.
4. La Filosofía en el Tocador.
5. Las confesiones de Sade no corroboran en este punto la declaración de Rosa Keller.
6. La Filosofía en el Tocador.
7. La Filosofía en el Tocador
8. Alina y Valcour.
9. Citado por Mauricio Heine: El Marqués de Sade.
10. Se ha dicho que Sade no se atribuye esta declaración puesto que la pone en boca del Caballero. Pero el Caballero se limita a leer un texto del cual Dolmancé, vocero de Sade, se reconoce como autor.
11. Resulta notable la analogía con Stirner, que condena también el crimen "vulgar", pero preconiza aquél mediante el cual se cumple la rebelión del yo.


Título del original francés
Faut-il brûler Sade?
Traducción  J. E De la Sota
Ediciones Leviatán, Buenos Aires, 1956
Scan y Revisión: Spartakku para El Divino Marqués


[En color marrón y entre corchetes se encuentra la numeración de la edición original en papel]

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