Alejandro Michelena Sartre: olvido relativo



Hace apenas veinticinco años —fue el 15 de abril de 1980— moría en París Jean-Paul Sartre. Y el pasado 21 de junio se cumplió el centenario de su nacimiento. Pero el espeso silencio que ha rodeado su obra y su pensamiento en el final del pasado siglo, transmite la sensación de que la distancia temporal que nos separa del filósofo francés es mucho más grande.
Sin embargo, en este nuevo milenio, cuando la moda postmoderna del pensamiento blando parece languidecer, se vuelve a mencionar con cierta insistencia a este intelectual que predicó la necesidad de que el compromiso permee cada una de nuestras opciones.
La fama le cayó de sorpresa a ese profesor tímido, de lentes de mucho aumento, siempre con la pipa en los labios y los libros bajo el brazo, que desde el tiempo oscuro de la Francia ocupada utilizaba los tradicionales cafés de París como lugar de trabajo. Allí se le veía, junto a su cómplice intelectual y peculiar pareja Simone de Beauvoir, escribiendo, leyendo o discutiendo con otros escritores, aprovechando en el invierno las generosas estufas de esos cafés de los grandes bulevares.
La notoriedad que adquirió su pensamiento después de la guerra —tal vez porque sintonizaba con el escepticismo de la nueva generación ante el futuro— lo rodeó de golpe de una juventud que vestía preferentemente de negro, que cultivaba una cierta bohemia, que le dio al circuito cultural parisiense un tono peculiar. Los llamaron "existencialistas", aunque la mayoría de ellos seguramente no había leído obras fundamentales del maestro, como El ser y la nada y Crítica de la razón dialéctica (apenas conocerían el corto ensayo de divulgación El existencialismo es un humanismo). Tampoco les preocupaba mucho la relación de Sartre con otros pensadores de la misma corriente, en especial su deuda con el alemán Martin Heidegger, sospechado de simpatías con el nazismo.
Para el gran público, el éxito del filósofo resultó un equívoco, al punto que miles lo apreciaron o rechazaron a partir de efectos que poco tenían que ver con sus reflexiones, como la rebeldía de la juventud ilustrada, la extravagancia en el vestir y los cambios de costumbres. En todo esto y en Francia, quizá algo influyera la novelística sartreana —tanto la inicial La náusea como la trilogía Los caminos de la libertad—, pero más bien se trató de una coincidencia propia del espíritu de los tiempos de cambios profundos que signaron la postguerra.

CAMINO DE ASPECTOS ZIGZAGUEANTE

Amigos y enemigos se vieron más de una vez desconcertados ante la peripecia ideológica de Sartre. Para él la noción de "compromiso" era nuclear, en la vida y en la obra —como lo desarrolló con lucidez en el ensayo ¿Qué es la literatura?— pero ese compromiso fue variando de manera inesperada para muchos.
En el pináculo del esplendor de la moda existencialista, cuando los sectores conservadores franceses comenzaban por fin a digerir sus ideas (luego de haberlas combatido furiosamente), y hasta lo veían como una alternativa interesante para desviar a las nuevas generaciones del peligro marxista, Sartre se afilia al Partido Comunista en 1952 como forma de concretar esa necesidad de compromiso que lo impulsaba, y escribe Los comunistas y la paz. Y más tarde, cuando los camaradas —que lo aceptaron por un tiempo con cierta sospecha, resignados a ese inquietante y hasta "decadente" compañero de ruta— comenzaban a enorgullecerse de tener un afiliado de tal prestigio intelectual, les lanzó un balde de agua fría al denunciar la invasión soviética a Hungría.

Más adelante acepta una distinción del gobierno de Israel, para muy poco después condenar el sionismo. Y después rechaza el Premio Nobel de Literatura. Luego se reafirma como socialista cuando ya muchos intelectuales europeos de su generación tendían a decepcionarse de las utopías; incluso —ya viejo— acompaña activa y entusiastamente la rebeldía estudiantil del Mayo del ‘68, cuyo radicalismo era visto con desconfianza por la mayoría de la izquierda francesa.
Este oscilar tan acentuado de sus opciones ha motivado que se le acusara de contradictorio, caótico e inconstante. Pero si observamos con atención su forma de ubicarse ante los desafíos, si leemos las fundamentaciones escritas de las orientaciones que fue tomando en cada caso, debemos concluir que si a algo fue Sartre empecinadamente fiel, fue a la concepción existencialista de la libertad, esa que en mitad de los cuarenta colaboró a difundir entre públicos masivos.

LO VIGENTE Y LO QUE NO

Si hay un Sartre que, sometido el tribunal del tiempo, haya perdido vigencia, sería el escritor. Tenía gran ambición literaria; cultivó con intensidad el cuento, la novela y el teatro. Sus obras en ese terreno, encadenadas a la trasmisión de una concepción filosófica, suenan a esta altura inconsistentes, poco creíbles, flojas y retóricas.
El pensador se mantiene, pasible de revisión y de nuevas lecturas que lo vitalicen. El existencialismo —por ser una filosofía hija de un muy acotado tiempo histórico— suena hoy como algo arqueológico, pero mantienen toda su fuerza muchas de sus reflexiones, sobre todo algunas vinculadas a cuestiones éticas y a ese "compromiso" al que hemos hecho referencia.
Por otra parte, si bien es cierto que en esta época es inimaginable la influencia de un intelectual como Jean-Paul Sartre —sencillamente porque los intelectuales perdieron aquel rol central que habían detentado en mitad del siglo XX—, su ejemplo cívico puede seguir operando como un contramodelo opuesto al unidimensional discurso hegemónico que sigue promoviendo el individualismo selvático, la indiferencia social y la postura amoral ante las consecuencias devastadoras generadas en lo económico-social por la idolatría neoliberal.

La Jornada Semanal,   domingo 18 de diciembre  de 2005     

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