La revolución democrática de Rómulo Betancourt Por David Ruiz Chataing


Rómulo Betancourt en acto público, circa 1960 | Autor desconocido ©Archivo Fotografía Urbana


Por la calle de una barriada caraqueña transita un joven atemorizado. Lleva lentes y sombrero de pajilla. Saco beige, pantalón blanco. Luce como un estudiante universitario. Acaba de escapar de la policía. El presidente, general Eleazar López Contreras, expidió el decreto de expulsión del país –por comunista– a este muchacho, y a unos cuantos más. Eventualmente es capturado. Se exilia en Chile en 1939.
Antes de ser detenido tenía una rutina (relatada a Pompeyo Márquez): se levantaba en la madrugada, leía los periódicos que le traía el mensajero, contestaba correspondencia. Luego, escribía el artículo sobre temas económicos que publicaba diariamente. Este activista político organizaba, clandestinamente, los comités del Partido Democrático Nacional, más conocido por sus siglas P.D.N. Cambiaba de escondite con frecuencia. Se había vuelto una leyenda. El mozalbete se llamaba Rómulo Betancourt: figura histórica estelar del siglo XX venezolano. Dos veces presidente de la República. Fundador del partido Acción Democrática y autor de una extensa obra política. Se le considera uno de los fundadores de la democracia en América Latina.
Su entrada pública en la política ocurrió la famosa «semana del estudiante» de 1928, justo los días cuando cumplía año: había nacido el 22 de febrero de 1908. Por aquel entonces solía argumentar con base en la doctrina liberal y positivista dibujando una imagen un tanto ingenua de la democracia. Amparado en las lecturas de Fermín Toro, de Cecilio Acosta y de libros de derecho, soñaba para Venezuela un gobierno de hombres honrados que permitirían el establecimiento de una democracia decente. A raíz del acto de rebeldía contra la dictadura gomecista aquel febrero de 1928 es encarcelado y luego obligado a su primer exilio.
Ejerció el garibaldismo empuñando las armas en aventuras con viejos caudillos. Conoció también la rebelión militar. Sin renunciar por completo a la violencia como estrategia política, arriba a la convicción de que había que prepararse ideológicamente para organizar y concientizar al pueblo; esto es, formar un partido político. Adelantará este proyecto durante aquel primer exilio transcurrido entre 1929 y 1936.
En el exterior entra en contacto con las ideas referidas a la promisoria puesta en escena, a partir de 1917, de la Unión Soviética. En Hispanoamérica teníamos la Revolución mexicana de 1910 y ya Víctor Raúl Haya de la Torre predicaba las bondades de un socialismo latinoamericano desde el APRA. Betancourt se convierte al comunismo. Pero desde sus primeras cartas muestra que su asimilación del marxismo-leninismo es heterodoxa.
Con un grupo de venezolanos forma en Colombia la Alianza Revolucionaria de Izquierda (A.R.DI) y publica el «Plan de Barranquilla», en 1931. Este documento es la primera aplicación de un análisis marxista a la sociedad venezolana. El estudio de la situación nacional tiene un enfoque radical, pero el programa que pretende aplicarse es muy moderado. En este documento se reclamaba una revolución política contra la autocracia, pero también una revolución social contra las injusticias padecidas por el grueso de los venezolanos. Se desata la polémica entre los comunistas pro soviéticos (Miguel Otero Silva, Salvador de la Plaza) y los ardistas. El debate es espinoso. Rómulo Betancourt defiende una revolución agraria antiimperialista, una revolución burguesa, como paso previo al socialismo; considera, asimismo, que el partido revolucionario debe ser policlasista porque en Venezuela no existía propiamente una clase obrera.
Los comunistas exigían un partido proletario y una revolución comunista acorde con los mandatos de la Tercera Internacional. Las diferencias se ahondarán con el tiempo. Betancourt ve con horror, por ejemplo, la conversión de la dictadura del proletariado, el poder de los soviets en Rusia, en una tiranía personalista ejecutada por Stalin. El distanciamiento de la experiencia soviética se agravará cuando se conozca el pacto germano-soviético de 1939. Empero, para ese momento, el comunista Rómulo Betancourt está convencido de que la democracia no es sino una máscara para tomar el poder.
Cuando regresa a Venezuela en 1936, luego de la muerte de Gómez, lo sorprenden la pobreza y el atraso del país. Hay que ser cautos. La Constitución de 1936 prohíbe las doctrinas anarquistas y comunistas. Betancourt, político pragmático, defiende ardorosamente –en entrevistas periodísticas y en mítines– la lucha por establecer la democracia en Venezuela.
Milita en la Organización Venezolana (O.R.V.E) una organización amplia, «técnica» fundada por Alberto Adriani y Mariano Picón Salas. Su rechazo a las dictaduras y al militarismo se acentúa. Ya ha tomado el poder en Italia Benito Musolini (1922) y Hitler en Alemania (1933). Betancourt simpatiza con el gobierno de Franklin Delano Roosevelt en Estados Unidos. Este estadista desarrolla políticas para paliar la crisis económica y favorecer a los desprotegidos. La democracia no es sólo un gobierno de los ricos, debe también tener sentido social. Su admiración por Roosevelt crece cuando el presidente norteamericano pronuncia, el 6 de agosto de 1941, su célebre mensaje al Congreso sobre las libertades. Nadie debe temer ser perseguido por su religión, por su raza o por sus ideas. Todo pueblo debe poder escoger la forma de gobierno en la que quiere vivir. Nadie debe vivir en condiciones de pobreza.
Betancourt no es el único que transita por este camino de cambio ideológico del comunismo a la democracia. En Venezuela lo acompañan Luis Beltrán Prieto Figueroa, Ricardo Montilla, Raúl Leoni, Gonzalo Barrios y Valmore Rodríguez. Y en América Latina, Víctor Raúl Haya de la Torre (Perú), Salvador Allende (Chile), Luis Muñoz Marín (Puerto Rico), José Figueres (Costa Rica), entre otros. Betancourt madura progresivamente un programa democrático con aquello que Manuel Caballero llama «la inteligencia colectiva»: el partido. Desde 1937 las discusiones se realizan en el seno del PDN. A partir del 13 de septiembre de 1941 las reflexiones se harán en el seno de Acción Democrática. Betancourt está convencido de que sus planes de construir una fuerza democrática con arraigo popular están surtiendo efecto. Pero con el sistema electoral y político predominante, el Castro-gomecista, y libertades concedidas por López Contreras y Medina Angarita, nunca podrá alcanzar el poder. Se inician arduas negociaciones para establecer el sufragio universal directo y secreto, las cuales fracasan por la enfermedad de Diógenes Escalante. Entonces Betancourt e importantes dirigentes de Acción Democrática, en actuación coordinada con una logia militar, derrocan al general Isaías Medina Angarita el 18 de octubre de 1945.
El golpe de Estado se convierte en «revolución» cuando se establece el sufragio universal, directo y secreto y se promulga una nueva Constitución democrática, la de 1947. Se funda el poder civil, se construye ciudadanía. Los golpistas dan una lección de ética y pedagogía política sorprendente: se excluyen por decreto del próximo proceso electoral. Se incorporan a la vida política activa los analfabetos y las mujeres. La política, que hasta aquel momento era asunto de pocos, se vuelve inquietud de muchos, de vastas mayorías. Se invierte en educación y cultura para el pueblo. Se mejoran las condiciones de vida de los humildes. Es herido de muerte el Estado oligárquico y nace la democracia representativa. Betancourt refuta en la práctica la predica según la cual el pueblo, por limitaciones étnicas, no estaba preparado para la democracia. Se quedan sin argumentos Vallenilla Lanz, López Contreras, Medina Angarita y Uslar Pietri. Este pueblo mestizo, aceitunado, alborotado, supo ejercer la libertad. Rómulo Betancourt insufló identificación social, orgullo nacional a los sectores populares.
Luego de la Segunda Guerra Mundial la confrontación en el escenario internacional es entre capitalismo y comunismo. Esto perjudica la democracia reformista que postula Betancourt. Internamente un gobierno radical, populista, sectario y una oposición extremista conducen al golpe de Estado del 24 de noviembre de 1948. Don Rómulo sale a su tercer exilio, de 1948 a 1958. Crece su dimensión de líder latinoamericano. Recordemos que es cofundador de la Organización de Estados Americanos y firmante de la Carta Democrática. Combate las dictaduras y señala que no es incompatible la soberanía nacional con una vigilancia de los organismos internacionales respecto del cumplimiento de los derechos humanos. Le reclama con firmeza a Estados Unidos su respaldo a dictaduras primitivas que obstaculizan el desarrollo económico, la democracia y la justicia social en nuestros pueblos.
Desde el exilio, sobre todo en México, se continúa desarrollando la propuesta democrática. Luis Lander expone que la mejor forma de luchar contra el comunismo es con democracia y justicia social para los pueblos. Gonzalo Barrios defiende que AD es el partido de la Revolución contra la dependencia económica, que realizará la reforma agraria y luchará contra la pobreza.
A la caída de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, el 23 de enero de 1958, las fuerzas democráticas sopesan la experiencia del período 1945-1948. Entienden que hay que construir una gran alianza nacional para edificar y estabilizar la democracia y realizar cambios profundos, estructurales, para sacar al país del atraso y la injusticia social. El 31 de octubre de 1958 se firma el Pacto de Punto Fijo que recoge estos lineamientos. Por primera vez los venezolanos en lo atinente a asuntos públicos, no nos odiamos, no nos matamos mutuamente: nos pusimos de acuerdo. Nos matamos entre nosotros en el pasado por ser monárquicos y republicanos; bolivarianos y anti bolivarianos; paecistas y anti paecistas; liberales y conservadores, andinos y anti andinos, adecos y anti adecos. Esa unidad nacional la respaldan los empresarios, la Iglesia, las universidades, los gremios. El Pacto de Punto Fijo nos brindó cincuenta años de estabilidad, de gobiernos civiles, de prosperidad y ascenso social.
Betancourt triunfa en las elecciones de diciembre de 1958. Su propuesta es realizar cambios profundos con respeto al Estado de derecho y las instituciones. Superar el canibalismo político entre los partidos democráticos. La revolución democrática no es de izquierda ni de derecha. Se realiza con sentido de justicia social y de progreso, dirá en una entrevista periodística. La Revolución democrática es pedagógica, gradual, constructiva, reformista, evolutiva, pacífica, humanista, consensual y legal. Betancourt prometió no gobernar más; así, nunca volvió a postularse luego de entregar la presidencia. Apostó, asimismo, por gobiernos de leyes, de instituciones, de partidos políticos de masas, dejando atrás el personalismo.
Su gobierno fue el primero elegido por el pueblo que pudo entregar a su sucesor también electo en comicios libres. Adelantó la reforma agraria, la industrialización, el sistema hidroeléctrico de Guri, la construcción de miles de escuelas y liceos en todo el país, y la sustitución de ranchos de bahareque por viviendas higiénicas. Contribuyó con la creación de la OPEP, de las corporaciones de desarrollo regional y del INCE. Venció alzamientos derechistas y comunistas en las Fuerzas Armadas, y derrotó en el terreno político y militar a las guerrillas procubanas.
Betancourt denuncia los fusilamientos en Cuba y la violación de los derechos humanos a nombre de una revolución marxista-leninista.
La revolución democrática es ecuménica: el mundo necesita de cambios profundos con respeto a la dignidad humana y al Estado de derecho. Betancourt es de la convicción de que la revolución democrática es irreversible. Ninguna revolución comunista podrá destruirla.
Luego de entregar el poder se mantiene vigilante ante la evolución del país. Organiza su archivo, escribe sus memorias. Por primera vez en muchos años, descansa, viaja, disfruta. Lo reconforta una vida familiar que la intensa militancia política le había arrebatado. Lee y escribe sin cesar. Le preocupa la corrupción, la ineficiencia del Estado ante los problemas económicos y sociales.
Muere en Nueva York, el 28 de septiembre de 1981.
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Referencias
Betancourt, Rómulo.  Antología política. Caracas, Fundación Rómulo Betancourt, 1990-2007. (7 volúmenes.
Caballero, Manuel. Rómulo Betancourt, político de nación. Caracas, Fondo de Cultura Económica, 2004.
Carrera Damas, Germán. Rómulo histórico. Caracas, Editorial Alfa, 2013.
Rivas Aguilar, Ramón. Acción Democrática en la historia contemporánea de Venezuela 1929-1991. Mérida, Acción Democrática / Universidad Popular “Alberto Carnevali”, 1991. (5 volúmenes).

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Manuel Caballero: Rómulo Betancourt


Manuel Caballero: Rómulo Betancourt, político de nación. Caracas: Alfadil Ediciones/Fondo de Cultura Económica. 2004.
Tomás Straka
UCAB.
Las crisis son buenas épocas para los historiadores. En sociedades confundidas y asustadas existe la tendencia de volcarse sobre sí misma para atisbar clave destino que las ayude a planificar su porvenir. Es entonces cuando los que no leen libros de historia (salvo que se trate de manuales escolares, es decir, casi todo el mundo) empiezan a hacerlo y sus autores a ingresar al mundo más amplio de los medios de difusión masiva. Si además, cuando éstos ya de por si han ejercido el periodismo, saben escribir con sabrosura de cronistas y se manejan bien ante auditorios amplios por cierta experiencia política de su juventud, el camino a su fama se hace expedito. Tal es el caso de Manuel Caballero, autor del libro que se reseña en estas páginas.
Prolífico historiador si los ha habido, su obra suma decenas de títulos. Acaso porque la prensa-política, de opinión, pero también humorista fue desde el primer momento el vehículo de una existencia intelectual en la que la ciencia histórica y el gusto por la pluma desembocaron en un irrestricto compromiso con su tiempo y su colectivo, ha escrito tanto. Circunstancia que lo dota especialmente para este momento en el que los políticos trajinan a la historia más que nunca (lo que ya es decir bastante en un país como Venezuela, que casi no puede con el peso de sus ángeles tutelares, los héroes de la Emancipación), mientras muchos historiadores corren el riesgo- hay que admitirlo. Caballero es una de ellos- de escribir como políticos de tanto que los inquiere la sociedad. Es en esta coyuntura que Alfadil Ediciones, de Caracas, ha sacado a luz una “Colección Manuel Caballero” que ya suma siete títulos que van desde las tradicionales compilaciones de artículos y ensayos que el autor saca a luz casi anualmente, hasta, a nuestro juicio, su obra cumbre, Gómez, el tirano liberal, ensayo de la vida política del dictador que esta en su sexta edición (gran vendedor de libros en Caballero) y con el que ganó el Premio Nacional de Historia.
El libro de Betancourt que se reseña es, acaso, la continuación del de Gómez. No sólo se trata del otro personaje fundamental del siglo XX venezolano, sino del proyecto intelectual de quien ha querido entender la contemporaneidad venezolana a través de sus hechos, procesos y personajes.
Pero hay más. Caballero, recuérdese, tiene alma de político y vocación de periodista (de hecho, en 1979 ganó el Premio Nacional de Periodismo), de modo que su proyecto intelectual no podía sino responder a los urgentes reclamos de la hora. El fin de siglo con la quiebra del sistema de partidos ideado en gran medida por Betancourt y las constantes admoniciones de la Revolución Bolivariana a lo que llama el puntofijismo (por el Pacto de Punto Fijo, firmado en 1958 entre Betancourt, Rafael Caldera y Jóvito Villalba, líderes fundamentales para el momento y base de la democracia naciente), le devolvió una inusitada vigencia. Muchos –algunos de éstos, hay que admitir, nostálgicos por el poder perdido- lo presentan como la etapa luminosa de un sistema lleno de aciertos y oportunidades, anterior a su decadencia y corrupción; ciertamente como la etapa de más libertad, prosperidad y libertad vivida por la república desde 1830 hasta ese momento, tesis, a nuestro juicio, más que atendible; otros lo reivindican como el rostro democrático y civilista de nuestra historia frente al retorno de los militares a la vida política y a los zarpazos que el sistema representativo ha sufrido en los últimos años (y sus intentos sustitución por un “participativo” que aún genera dudas en vastos sectores).
Mientras, en la acera del frente, casi no quedan los enconados enemigos de Betancourt, especie muy numerosa hasta hace poco. El tiempo lo fue sacando de la diatriba política y desde finales de los setenta (cosa notable por estar aún vivo) al Betancourt político le fue sucediendo “el histórico” si es dable la equiparación con esa dicotomía entre el Cristo histórico y el teológico que aún ocupa ciertas disquisiciones. Hoy, ya casi todos lo ubican –a Rómulo- en su dimensión de personaje histórico de primera línea, a buen resguardo de las polémicas y pasiones que tapizaron toda su vida; tanto, que hasta los voceros del actual proceso si bien hablan muy mal del régimen anterior, se guardan de hacerlo de él: como con ciertos muertos solemnes, mejor es no meterse con su memoria, ni para mal ni para bien.
Caballero está consciente de eso y lo advierte desde el epígrafe de la obra, un párrafo de Miguel Otero Silva que merece ser citado como preludio a otro suyo que citaremos de seguidas:
“A poner manos a la obra de enjuiciar a Betancourt, los venezolanos no admiten buenos oficios ni términos medios. Unos lo repudian con rencorosa acrimonia:
-¡Betancourt es un bandido!
Otros dan la vida, si es llega el caso, en resguardo de su prestigio:
-¡Betancourt es un gran hombre!
Y si algún espíritu cartesiano se le ocurriera aplicar en esta emergencia el método de la duda universal para enrumbarse por el viaducto del análisis:
- Yo opino que Betancourt como político presenta sus aspectos positivos y sus aspectos negativos...
Bueno. A ese lo linchan entre los otros dos.” (p. 7)
A esta guisa, Manuel Caballero espeta:
“...Durante muchos años, nos opusimos a la acción política de Rómulo Betancourt, a su segundo gobierno (durante el primero éramos demasiado jóvenes para hacerlo) y a su creación, Acción Democrática. Lo hicimos con toda la vehemencia de que somos capaces; pero no venimos, con este libro, de regresos ni de arrepentimientos; tampoco es que ahora hayamos escogido el fácil observatorio de la imparcialidad. No somos jueces, y eso nos exonera de tener que situarnos en un lado u otro de los dos extremos en que, a la hora de juzgar a Betancourt, Miguel Otero Silva dividía a los venezolanos en el texto que sirve de epígrafe a este libro.
Nada de eso: ni renegados, ni jueces, ni observadores asexuados. Hemos, en dos palabras, tratado de estudiar al personaje y a su época en historiens... Lo cual quiere decir que tratamos de comprender al hombre y a su tiempo en sus contextos ideológicos y epocales; confrontando su acción con sus propios propósitos, no con los nuestros; su proyecto con su realización, no con lo que nosotros hubiésemos propuesto o deseado.” (p. 21)
Toda una clase de crítica histórica se resume en estas líneas. Se trata, entonces, de un ensayo de historia del pensamiento político y no de una diatriba de quien va a enfrentarse con Betancourt en la arena de la política, donde sí es válido rebatir sus ideas con base en las que trae el escritor. Pero eso mientras está vivo y en acción política. Después de eso, nadie tiene derecho a obligar a un personaje histórico a ser como hoy quisiéramos que fuera, a la luz de nuestras actuales preocupaciones. Como tampoco se puede condenarlo por no haber escogido la opción que personalmente más nos simpatiza de las que tuvo en vida, lo cual no es sino otra forma de decir lo mismo: por ejemplo, muchos comunistas le critican a Betancourt no haberlo sido; pero sólo el dogma de que serlo es lo correcto admite un análisis así (si es en clave histórica, porque en política es otra cosa); para otros, al contrario, más bien su paulatina pero sistemática ruptura con el comunismo representa un signo de clarividencia.
En el comentario que Caballero le hace a las fuentes –que acusan una largísima investigación documental y bibliográfica- lleva esto a su máxima expresión. La crítica de aquéllas que son demasiado complacientes, como la monografía de Robert Alexander, empalidece frente a lo que atiza sobre las que no han logrado desligarse del odio que el líder se granjeó en vida. Los comentarios al libro de Simón Sáez Mérida, La cara oculta de Rómulo Betancourt. El proyecto invasor de Venezuela por tropas norteamericanas (1997), son, en este sentido, una pieza que vale para la historia del pensamiento historiográfico venezolano. Es el reclamo a quien no ha sabido diferenciar entre el pasquín y la historia, de quien pasándose por historiador sigue escribiendo, a casi los setenta años, como el joven dirigente de AD enfrentando con el líder máximo del partido (vid pp. 444-445).
Pero todas estas ventajas metodológicas traen un ruido que a medida que pasan las páginas se puede hacer estruendoso. A fuer de apegarnos a lo verificable y observable en los documentos, lo más resaltante del libro puede convertirse, precisamente, lo que no tiene. Quien espere una biografía que penetre en un personaje de unas características tan singulares como Betancourt, de una personalidad tan excepcional (para lo admirable como para lo reprochable, según los visores), con esas ansias de poder, esa habilidad para enamorar o para hacerse odiar y para imponerse a los demás; con esa capacidad de lectura increíble, con esa motivación al logro que de muchacho lo hizo estudiante aventajado y luego trabajador incansable en la organización de un partido, en la toma del poder, en el mantenimiento en el mismo, en la estructuración de un régimen; quien espere ver al hombre de desvelos por trabajo, al obsesivo en sus fines que nada (riqueza, mujeres, la familia) lo distrajo realmente; que se ganó hasta la maldiciente fama de homosexual (no lo era, y no lo decimos por machismo: simplemente no lo era) por prescindir de burdeles para leer y trabajar por la revolución cuando frisaba los veintitantos (de viejo, según se dice, recuperó el tiempo el perdido; para algo debe servir el poder...); que tuvo una capacidad de virajes y reconciliaciones impresionantes sólo en la proporción en la que significaban dirimir los odios que sólo él podía granjear, como hizo con una de sus grandes contrincantes, la Iglesia Católica de la que, agnóstico como era, llegó a ser prácticamente un adalid cuando vio en eso un sostén para el régimen y un muro de contención ante comunismo; un hombre que a nadie dejaba indiferente, que posee tantas aristas y circunvalaciones como el lenguaje insólito (los “betancurismos”) que se inventó... Quien espere ese retrato de ese personaje y la panoplia de anécdotas, unas chispeantes, otras denigratorias, que siempre lo envuelven y embelesan a los lectores o a los auditorios donde se cuentan, se podrá decepcionar.
Pero Caballero, honesto, lo dice desde el principio: “la presente es menos una biografía personal que política. Es que desconfiamos mucho de esos ensayos biográficos que pretenden presentar a los personajes ‘en su dimensión humana’. La única dimensión de verdad humana es aquella donde interviene la inteligencia, incluso cuando actúan las pasiones. Esas biografías que pretenden hurgar el ‘lado humano’ de un personaje histórico, lo que suelen presentar es, mejor, el aspecto más animal del biografiado: que comía (o no) tres veces al día, que se enamoraba y hacía el amor (o no)...” (p. 20)
Releemos el párrafo y pudiéramos pensar que se trata de otra de las tantas boutades de un humorista avezado si no fuera porque, salvo esa suave ironía que halaga a las inteligencias con su sabor socrático y que agradecemos los lectores de toda su obra, cuando se trata de estudios, el sesudo profesor que también es –jubilado de la Escuela de Historia de la Universidad Central de Venezuela, todos cuantos fueron sus alumnos pueden dar cuenta de su rigurosidad- se cuida bien de andar con chistes; y porque en el libro, además, actúa en consecuencia. Sólo cuando se refiere a los primeros años del líder, ésos en los que su vida personal lo es todo porque no la tiene pública, podemos entrever algo del Betancourt hombre (porque lo animal también es condición humana, ¡ya estamos a este lado de Darwin, de Freud, de Kinsey!). Después se vuelve un ensayo de la evolución de sus ideas políticas; vemos cómo las va armando, desarmando, armando otra vez, amasando como un pan, masticando como un bolo alimenticio, hasta que al fin se las puede tragar y cristalizar plenamente, sobre todo después de su segunda presidencia (1959-64), cuando se vuelve el demiurgo de un nuevo sistema.
Pero eso puede dejar algo de insatisfacción. Todo se ve muy bidimensional, muy plano. Las solas latitud y longitud del líder. No es un hombre, es una máquina que piensa y escribe, lo que nos presenta Caballero; y aunque en verdad Betancourt tuvo mucho de eso, el lector siente que algo se le escapa, algo importante en quien muchos amaron no por sus ideas sino por “un no sé qué” carismático; en alguien que no tuvo una vida normal sino unas ansias de poder que lo hicieron excepcional, aveces severísmo hasta romperle el corazón y el alma a algunos, aveces generoso; con un valor físico a toda prueba, porque ni bombas ni tiros lo asustaban, con –hay que insistir- una capacidad de trabajo increíble para leer, escribir, organizar y combatir. El Betancourt de Caballero es un hombre que calcula, pero que no siente y eso en política no puede ser. Eso en un tipo que tramontó legendarias explosiones de rabia y hasta alguna buena depresión (que el autor sólo señala tangencialmente), que conservó y alimentó odios y amores como pocos lo han logrado, que se divorció ya viejo para volverse a casar, que amó a sus nietos con ternura de buen abuelo, que, venezolano al fin, amaba el béisbol; eso en un hombre con tantas muestras de haber tenido sangre en las venas, ciertamente que no puede ser. Y no puede ser, además, porque la política, sin pasión, no existe. Betancourt fue el animal político por excelencia.
El libro se lleva sus más de cuatrocientas páginas. Se leen, como en todos los ensayos de Caballero, de un tirón. Pero es para tanto que da el personaje, que a pesar de ello, en muchos aspectos nodales, como en su pensamiento petrolero, por poner un aspecto fundamental, apenas da un abreboca, somerísmo, de lo que encerró. Al mismo tiempo, la necesidad, suponemos, de abarcar en términos razonables el trabajo, llevó al autor a pasar por alto la narración de los hechos que le sirven de contexto. Cosa grave si se piensa que el texto es coeditado por el Fondo de Cultura Económica: el lector mexicano, el colombiano, el del resto del continente; y ni siquiera el venezolano no habituado a la historia (que acá es casi todo el mundo) tienen porqué saber lo que pasó el 18 de octubre de 1945, por poner un caso emblemático. La caída de la dictadura de Pérez Jiménez se pasa a vuelapluma y no queda en claro ni la participación de Betancourt ni la de nadie más: pareciera como si el régimen se cae por casualidad. Las negociaciones que lo reconcilian y luego prácticamente lo hermanan (lo subyugan, según muchos) a Estados Unidos durante el tercer exilio, no se tocan. Las guerrillas no son evaluadas en su justa dimensión, también se tocan muy rápidamente: apenas una descripción somera de hechos y muy poco del inmenso debate ideológico del momento, que es también el de la Guerra Fría, y que en Venezuela escindió irremediablemente a la izquierda con sus notables consecuencias para el proyecto de país que se ejecutó (y sigue ejecutándose). No es poca cosa que sea un ala disidente del AD la más entusiasmada con la aventura guerrillera: algo debe decirnos eso de la evolución del pensamiento político de Betancourt en el marco de su contexto más inmediato. Sus últimas batallas políticas por el control del partido o por las desviaciones del sistema en los setentas pasan desapercibidas ... y así por el estilo va quedando demasiada tela por cortar.
Pero no por eso deja de ser un libro importante. Termina de colocar a Betancourt como personaje de la historia nacional. Es, además, un ensayo serio, escrito con ánimo de historiador por el historiador más famoso de la actualidad, y que abre numerosas posibilidades de interpretación. Es un libro que el colectivo, en estos momentos de cambios y proclamada faena revolucionaria, debe agradecer. Aporta claves significativas para la comprensión de nuestra hora actual y de muchas de las certezas que nos siguen moviendo (ideas como las de democracia, revolución, socialismo; de hecho la idea de “revolución pacífica y democrática” es de Rómulo Betancourt) en la acepción específica que le damos los venezolanos. Y lo que no dice del personaje lo dice de un drama, de un proceso que sólo una pluma y un talento como los de Manuel Caballero hubieran podido captar tan bien.


http://ve.scielo.org/scielo.php?pid=S1315-94962008000100008&script=sci_arttext

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