SELECCIÓN DE TEXTOS
En la mayoría de los casos, las antologías pretenden dar a conocer por medio de retazos selectos la obra de un autor a quienes no lo han leído. Incluso puede que intenten dispensarles de leerlo más extensamente. Pues bien, la selección de textos que propongo no responde en absoluto a estos presupuestos. Va dirigida a los que ya han frecuentado a Borges y por tanto conocen los textos más granados de su producción, que también han sido abundantemente mencionados en las páginas precedentes. Y desde luego no aspira a constituir una muestra suficiente de su arte: aquel cura de pueblo dijo en el sermón que la Virgen Santísima es como el cerdo, del que puede aprovecharse todo, y yo creo que Borges es como el cerdo y como la Virgen.
Con el pretexto de la redacción de este libro, he vuelto a leerme a Borges completo. Hace años, en mi juventud, me lo sabía casi de memoria. En el repaso he tropezado con páginas especialmente significativas que apenas recordaba ya o con otras que, pese a serme íntimamente familiares, me han vuelto a sonar a revelación intacta. De ellas está compuesta mi pequeña antología: es un florilegio de asombros personales. Algunos textos que deberían estar aquí fueron omitidos por su excesiva longitud y también he renunciado a frases o epítetos que merecen por sí solos el mármol, dado que me parece inoportuno subrayar los prodigios fragmentarios… cuando abundan demasiado. El ordenamiento de los textos sigue aproximadamente su cronología. Ahí va mi ofrenda.
REMORDIMIENTO POR CUALQUIER MUERTE
Libre de la memoria y de la esperanza,
ilimitado, abstracto, casi futuro,
el muerto no es un muerto: es la muerte.
Como el Dios de los místicos,
de Quien deben negarse todos los predicados,
el muerto ubicuamente ajeno
no es sino la perdición y ausencia del mundo.
Todo se lo robamos,
no le dejamos ni un color ni una sílaba:
aquí está el patio que ya no comparten sus ojos,
allí la acera donde acechó la esperanza.
Hasta lo que pensamos podría estarlo pensando él también;
nos hemos repartido como ladrones
el caudal de las noches y de los días.
De Fervor de Buenos Aires
CERCANÍA
Los patios y su antigua certidumbre,
los patios cimentados
en la tierra y el cielo.
Las ventanas con reja
desde la cual la calle
se vuelve familiar como una lámpara.
Las alcobas profundas
donde arde en quieta llama la caoba
y el espejo de tenues resplandores
es como un remanso en la sombra.
Las encrucijadas oscuras
que lancean cuatro infinitas distancias
en arrabales de silencio.
He nombrado los sitios
donde se desparrama la ternura
y estoy solo y conmigo.
De Fervor de Buenos Aires
AMOROSA ANTICIPACIÓN
Ni la intimidad de tu frente clara como una fiesta
ni la costumbre de tu cuerpo, aún misterioso y tácito y de niña,
ni la sucesión de tu vida asumiendo palabras o silencios
serán favor tan misterioso
como mirar tu sueño implicado
en la vigilia de mis brazos.
Virgen milagrosamente otra vez por la virtud absolutoria del sueño,
quieta y resplandeciente como una dicha que la memoria elige,
me darás esa orilla de tu vida que tú misma no tienes.
Arrojado a quietud,
divisaré esa playa última de tu ser
y te veré por vez primera, quizá,
como Dios ha de verte,
desbaratada la ficción del Tiempo
sin el amor, sin mí.
De Luna de enfrente
EL ASESINO DESINTERESADO BILL HARRIGAN
La imagen de las tierras de Arizona, antes que ninguna otra imagen: la imagen de las tierras de Arizona y de Nuevo México, tierras con un ilustre fundamento de oro y plata, tierras vertiginosas y aéreas, tierras de la meseta monumental y de los delicados colores, tierras con blanco resplandor de esqueleto pelado por los pájaros. En esas tierras, otra imagen, la de Billy the Kid: el jinete clavado sobre el caballo, el joven de los duros pistoletazos que aturden el desierto, el emisor de balas invisibles que matan a distancia, como una magia. El desierto veteado de metales, árido y reluciente. El casi niño que al morir a los veintiún años debía a la justicia de los hombres veintiuna muertes —«sin contar mejicanos».
EL ESTADO LARVAL
Hacia 1859 el hombre que para el terror y la gloria sería Billy the Kid nació en un conventillo subterráneo de Nueva York. Dicen que lo parió un fatigado vientre irlandés, pero se crio entre negros. En ese caos de catinga y de motas gozó el primado que conceden las pecas y una crencha rojiza. Practicaba el orgullo de ser blanco; también era esmirriado, chúcaro, soez. A los doce años militó en la pandilla de los Swamp Angels (Ángeles de la Ciénaga), divinidades que operaban entre las cloacas. En las noches con olor a niebla quemada emergían de aquel fétido laberinto, seguían el rumbo de algún marinero alemán, lo desmoronaban de un cascotazo, lo despojaban hasta de la ropa interior, y se restituían después a la otra basura. Los comandaba un negro encanecido, Gas Houser Jonas, también famoso como envenenador de caballos. A veces, de la buhardilla de alguna casa jorobada cerca del agua, una mujer volcaba sobre la cabeza de un transeúnte un balde de ceniza. El hombre se agitaba y se ahogaba. Enseguida los Ángeles de la Ciénaga pululaban sobre él, lo arrebataban por la boca de un sótano y lo saqueaban. Tales fueron los años de aprendizaje de Bill Harrigan, el futuro Billy the Kid. No desdeñaba las ficciones teatrales; le gustaba asistir (acaso sin ningún presentimiento de que eran símbolos y letras de su destino) a los melodramas de cowboys .
GO WEST!
Si los populosos teatros del Bowery (cuyos concurrentes vociferaban «!Alcen el trapo!» a la menor impuntualidad del telón) abundaban en esos melodramas de jinete y balazo, la facilísima razón es que América sufría entonces la atracción del Oeste. Detrás de los ponientes estaba el oro de Nevada y de California. Detrás de los ponientes estaba el hacha demoledora de cedros, la enorme cara babilónica del bisonte, el sombrero de copa y el numeroso lecho de Brigham Young, las ceremonias y la ira del hombre rojo, el aire despejado de los desiertos, la desaforada pradera, la tierra fundamental cuya cercanía apresura el latir de los corazones como la cercanía del mar. El Oeste llamaba. Un continuo rumor acompasado pobló esos años: el de millares de hombres americanos ocupando el Oeste. En esa progresión, hacia 1872, estaba el siempre aculebrado Bill Harrigan, huyendo de una celda rectangular.
DEMOLICIÓN DE UN MEJICANO
La Historia (que, a semejanza de cierto director cinematográfico, procede por imágenes discontinuas) propone ahora la de una arriesgada taberna, que está en el todopoderoso desierto igual que en alta mar. El tiempo, una destemplada noche del año 1873; el preciso lugar, el Llano Estacado (Nuevo México). La tierra es casi sobrenaturalmente lisa, pero el cielo de nubes a desnivel, con desgarrones de tormenta y de luna, está lleno de pozos que se agrietan y de montañas. En la tierra hay el cráneo de una vaca, ladridos y ojos de coyote en la sombra, finos caballos y la luz alargada de la taberna. Adentro, acodados en el único mostrador, hombres cansados y fornidos beben un alcohol pendenciero y hacen ostentación de grandes monedas de plata, con una serpiente y un águila. Un borracho canta impasiblemente. Hay quienes hablan un idioma con muchas eses, que ha de ser español, puesto que quienes lo hablan son despreciados. Bill Harrigan, rojiza rata de conventillo, es de los bebedores. Ha concluido un par de aguardientes y piensa pedir otro más, acaso porque no le queda un centavo. Lo anonadan los hombres de aquel desierto. Los ve tremendos, tempestuosos, felices, odiosamente sabios en el manejo de hacienda cimarrona y de altos caballos. De golpe hay un silencio total, sólo ignorado por la desatinada voz del borracho. Ha entrado un mejicano más que fornido, con cara de india vieja. Abunda en un desaforado sombrero y en dos pistolas laterales. En duro inglés desea las buenas noches a todos los gringos hijos de perra que están bebiendo. Nadie recoge el desafío. Bill pregunta quién es, y le susurran temerosamente que el Dago —el Diego— es Belisario Villagrán, de Chihuahua. Una detonación retumba enseguida. Parapetado por aquel cordón de hombres altos, Bill ha disparado sobre el intruso. La copa cae del puño de Villagrán; después, el hombre entero. El hombre no precisa otra bala. Sin dignarse mirar al muerto lujoso, Bill reanuda la plática. «¿De veras? —dice—. [1] Pues yo soy Bill Harrigan, de New York». El borracho sigue cantando, insignificante. Ya se adivina la apoteosis. Bill concede apretones de manos y acepta adulaciones, hurras y whiskys. Alguien observa que no hay marcas en su revólver. Billy the Kid se queda con la navaja de ese alguien, pero dice «que no vale la pena anotar mejicanos». Ello, acaso, no basta. Bill, esa noche, tiende su frazada junto al cadáver y duerme hasta la aurora —ostentosamente.
MUERTES PORQUE SÍ
De esa feliz detonación (a los catorce años de edad) nació Billy the Kid el Héroe y murió el furtivo Bill Harrigan. El muchachuelo de la cloaca y del cascotazo ascendió a hombre de frontera. Se hizo jinete; aprendió a estribar derecho sobre el caballo a la manera de Wyoming o Texas, no con el cuerpo echado hacia atrás, a la manera de Oregón y de California. Nunca se pareció del todo a su leyenda, pero se fue acercando. Algo del compadrito de Nueva York perduró en el cowboy , puso en los mejicanos el odio que antes le inspiraban los negros, pero las últimas palabras que dijo fueron (malas) palabras en español. Aprendió el arte vagabundo de los troperos. Aprendió el otro, más difícil, de mandar hombres; ambos lo ayudaron a ser un buen ladrón de hacienda. A veces, las guitarras y los burdeles de México lo arrastraban. Con la lucidez atroz del insomnio, organizaba populosas orgías que duraban cuatro días y cuatro noches. Al fin, asqueado, pagaba la cuenta a balazos. Mientras el dedo del gatillo no le falló, fue el hombre más temido (y quizá más nadie y más solo) de esa frontera. Garrett, su amigo, el sheriff que después lo mató, le dijo una vez: «Yo he ejercitado mucho la puntería, matando búfalos». «Yo la he ejercitado más matando hombres», replicó suavemente. Los pormenores son irrecuperables, pero sabemos que debió hasta veintiuna muertes —«sin contar mejicanos»—. Durante siete, arriesgadísimos años practicó ese lujo: el coraje. La noche del 25 de julio de 1880, Billy the Kid atravesó al galope de su overo la calle principal, o única, de Fort Sumner. El calor apretaba y no habían encendido las lámparas; el comisario Garrett, sentado en un sillón de hamaca en un corredor, sacó el revólver y le descerrajó un balazo en el vientre. El overo siguió; el jinete se desplomó en la calle de tierra. Garrett le encajó un segundo balazo. El pueblo (sabedor de que el herido era Billy the Kid) trancó bien las ventanas. La agonía fue larga y blasfematoria. Ya con el sol bien alto, se fueron acercando y lo desarmaron; el hombre estaba muerto. Le notaron ese aire de cachivache que tienen los difuntos. Lo afeitaron, lo envainaron en ropa hecha y lo exhibieron al espanto y las burlas en la vidriera del mejor almacén. Hombres a caballo o en tílbury acudieron de leguas a la redonda. El tercer día lo tuvieron que maquillar. El cuarto día lo enterraron con júbilo.
De Historia universal de la infamia
ARTE DE INJURIAR
Un estudio preciso y fervoroso de los otros géneros literarios, me dejó creer que la vituperación y la burla valdrían necesariamente algo más. El agresor (me dije) sabe que el agredido será él, y que «cualquier palabra que pronuncie podrá ser invocada en su contra», según la honesta prevención de los vigilantes de Scotland Yard. Ese temor lo obligará a especiales desvelos, de los que suele prescindir en otras ocasiones más cómodas. Se querrá invulnerable, y en determinadas páginas lo será. El cotejo de las buenas indignaciones de Paul Groussac y de sus panegíricos turbios —para no citar los casos análogos de Swift, de Johnson y Voltaire— inspiró o ayudó esa imaginación. Ella se disipó cuando dejé la complacida lectura de esos escarnios por la investigación de su método.
Advertí enseguida una cosa: la justicia fundamental y el delicado error de mi conjetura. El burlador procede con desvelo, efectivamente, pero con un desvelo de tahúr que admite las ficciones de la baraja, su corruptible cielo constelado de personas bicéfalas. Tres reyes mandan en el póquer y no significan nada en el truco. El polemista no es menos convencional. Por lo demás, ya las recetas callejeras de oprobio ofrecen una ilustrativa maquette de lo que puede ser la polémica. El hombre de Corrientes y Esmeralda adivina la misma profesión en las madres de todos, o quiere que se muden enseguida a una localidad muy general que tiene varios nombres, o remeda un tosco sonido —y una insensata convención ha resuelto que el afrentado por esa aventura no es él, sino el atento y silencioso auditorio—. Ni siquiera un lenguaje se necesita. Morderse el pulgar o tomar el lado de la pared (Sampson: I will take the wall of any man or maid of Montague’s. Abram: Do you hite your thumb at us, sir? ) fueron, hacia 1592, la moneda legal del provocador, en la Verona fraudulenta de Shakespeare y en las cervecerías y lupanares y reñideros de oso en Londres. En las escuelas del Estado, el pito catalán y la exhibición de la lengua rinden ese servicio.
Otra denigración muy general es el término perro. En la noche 146 del Libro de las mil noches y una , pueden aprender los discretos que el hijo del león fue encerrado en un cofre sin salida por el hijo de Adán, que lo reprendió de este modo: El destino te ha derribado y no te pondrá de pie la cautela, oh perro del desierto .
Un alfabeto convencional del oprobio define también a los polemistas. El título señor , de omisión imprudente o irregular en el comercio oral de los hombres, es denigrativo cuando lo estampan. Doctor es otra aniquilación. Mencionar los sonetos cometidos por el doctor Lugones, equivale a medirlos mal para siempre, a refutar cada una de sus metáforas. A la primera aplicación de doctor , muere el semidiós y queda un vano caballero argentino que usa cuellos postizos de papel y se hace rasurar día por medio y puede fallecer de una interrupción en las vías respiratorias. Queda la central e incurable futilidad de todo ser humano. Pero los sonetos quedan también, con música que espera. (Un italiano, para despejarse de Goethe, emitió un breve artículo donde no se cansaba de apodarlo il signore Wolfgang . Esto era casi una adulación pues equivalía a desconocer que no faltan argumentos auténticos contra Goethe).
Cometer un soneto, emitir artículos. El lenguaje es un repertorio de esos convenientes desaires, que hacen el gasto principal en las controversias. Decir que un literato ha expelido un libro o lo ha cocinado o gruñido, es una tentación harto fácil; quedan mejor los verbos burocráticos o tenderos: despachar, dar curso, expender. Esas palabras áridas se combinan con otras efusivas, y la vergüenza del contrario es eterna. A una interrogación sobre un martillero que era, sin embargo, declamador, alguien inevitablemente comunicó que estaba rematando con energía la Divina Comedia . El epigrama no es abrumadoramente ingenioso, pero su mecanismo es típico. Se trata (como en todos los epigramas) de una mera falacia de confusión. El verbo rematar (redoblado por el adverbio con energía ) deja entender que el acriminado señor es un irreparable y sórdido martillero, y que su diligencia dantesca es un disparate. El auditor acepta el argumento sin vacilar, porque no se lo proponen como argumento. Bien formulado, tendría que negarle su fe. Primero, declamar y subastar son actividades afines. Segundo, la antigua vocación de declamador pudo aconsejar las tareas del martillero, por el buen ejercicio de hablar en público.
Una de las tradiciones satíricas (no despreciada ni por Macedonio Fernández ni por Quevedo ni por George Bernard Shaw) es la inversión incondicional de los términos. Según esa receta famosa, el médico es inevitablemente acusado de profesar la contaminación y la muerte; el escribano, de robar; el verdugo, de fomentar la longevidad; los libros de invención, de adormecer o petrificar al lector; los judíos errantes, de parálisis; el sastre, de nudismo; el tigre y el caníbal, de no perdonar el ruibarbo. Una variedad de esa tradición es el dicho inocente. Por ejemplo: «El festejado catre de campaña debajo del cual el general ganó la batalla». O: «Un encanto el último film del ingenioso director René Clair. Cuando nos despertaron…».
Otro método servicial es el cambio brusco. Verbigracia: «Un joven sacerdote de la Belleza, una mente adoctrinada de luz helénica, un exquisito, un verdadero hombre de gusto (a ratón)». Asimismo esta copla de Andalucía, que en un segundo pasa de la información al asalto:
Veinticinco palillos
tiene una silla.
¿Quieres que te la rompa
en las costillas?
Repito lo formal de ese juego, su contrabando pertinaz de argumentos necesariamente confusos. Vindicar realmente una causa y prodigar las exageraciones burlescas, las falsas caridades, las concesiones traicioneras y el paciente desdén, no son actividades incompatibles, pero sí tan diversas que nadie las ha conjugado hasta ahora. Busco ejemplos ilustres. Empeñado en la demolición de Ricardo Rojas, ¿qué hace Groussac? Esto que copio y que todos los literatos de Buenos Aires han paladeado. «Es así cómo, verbigracia, después de oídos con resignación dos o tres fragmentos en prosa gerundiana de cierto mamotreto públicamente aplaudido por los que apenas lo han abierto, me considero autorizado para no seguir adelante, ateniéndome, por ahora, a los sumarios o índices de aquella copiosa historia de lo que orgánicamente nunca existió. Me refiero especialmente a la primera y más indigesta parte de la mole (ocupa tres tomos de los cuatro): balbuceos de indígenas o mestizos…». Groussac, en ese buen malhumor, cumple con el más ansioso ritual del juego satírico. Simula que lo apenan los errores del adversario ( después de oídos con resignación ); deja entrever el espectáculo de una cólera brusca (primero la palabra mamotreto , después la mole ); se vale de términos laudatorios para agredir (esa historia copiosa ); en fin, juega como quien es. No comete pecados en la sintaxis, que es eficaz, pero sí en el argumento que indica. Reprobar un libro por el tamaño, insinuar que quién va a animársele a ese ladrillo y acabar profesando indiferencia por las zonceras de unos chinos y unos mulatos, parece una respuesta de compadrito, no de Groussac.
Copio otra celebrada severidad del mismo escritor: «Sentiríamos que la circunstancia de haberse puesto en venta el alegato del doctor Piñero, fuera un obstáculo serio para su difusión, y que este sazonado fruto de un año y medio de vagar diplomático se limitara a causar ‘impresión’ en la casa de Coni. Tal no sucederá. Dios mediante, y al menos en cuanto penda de nosotros, no se cumplirá tan melancólico destino». Otra vez el aparato de la piedad; otra vez la diablura de la sintaxis. Otra vez, también, la banalidad portentosa de la censura: reírse de los pocos interesados que puede congregar un escrito y de su pausada elaboración.
Una vindicación elegante de esas miserias puede invocar la tenebrosa raíz de la sátira. Esta (según la más reciente seguridad) se derivó de las maldiciones mágicas de la ira, no de razonamientos. Es la reliquia de un inverosímil estado, en que las lesiones hechas al nombre caen sobre el poseedor. Al ángel Satanail, rebelde primogénito del Dios que adoraron los bogomiles, le cercenaron la partícula il , que aseguraba su corona, su esplendor y su previsión. Su morada actual es el fuego, y su huésped la ira del Poderoso. Inversamente narran los cabalistas, que la simiente del remoto Abram era estéril hasta que interpolaron en su nombre la letra he , que lo hizo capaz de engendrar.
Swift, hombre de amargura esencial, se propuso en la crónica de los viajes del capitán Lemuel Gulliver la difamación del género humano. Los primeros —el viaje a la diminuta república de Liliput y a la desmesurada de Brobdingnag— son lo que Leslie Stephen admite: un sueño antropométrico, que en nada roza las complejidades de nuestro ser, su fuego y su álgebra. El tercero, el más divertido, se burla de la ciencia experimental mediante el consabido procedimiento de la inversión: los gabinetes destartalados de Swift quieren propagar ovejas sin lana, usar el hielo para la fabricación de la pólvora, ablandar mármol para almohadas, batir en láminas sutiles el fuego y aprovechar la parte nutritiva que encierra la materia fecal. (Ese libro incluye también una fuerte página sobre los inconvenientes de la decrepitud). El cuarto viaje, el último, quiere demostrar que las bestias valen más que los hombres. Exhibe una virtuosa república de caballos conversadores, monógamos, vale decir, humanos, con un proletariado de hombres cuadrúpedos, que habitan en montón, escarban la tierra, se prenden de la ubre de las vacas para robar la leche, descargan su excremento sobre los otros, devoran carne corrompida y apestan. La fábula es contraproducente, como se ve. Lo demás es literatura, sintaxis. En la conclusión dice: «No me fastidia el espectáculo de un abogado, de un ratero, de un coronel, de un tonto, de un lord, de un tahúr, de un político, de un rufián». Ciertas palabras, en esa buena enumeración, están contaminadas por las vecinas.
Dos ejemplos finales. Uno es la célebre parodia de insulto que nos refieren improvisó el doctor Johnson. «Su esposa, caballero, con el pretexto de que trabaja en un lupanar, vende géneros de contrabando». Otro es la injuria más espléndida que conozco: injuria tanto más singular si consideramos que es el único roce de su autor con la literatura. «Los dioses no consintieron que Santos Chocano deshonrara el patíbulo, muriendo en él. Ahí está vivo, después de haber fatigado la infamia». Deshonrar el patíbulo. Fatigar la infamia. A fuerza de abstracciones ilustres, la fulminación descargada por Vargas Vila rehúsa cualquier trato con el paciente, y lo deja ileso, inverosímil, muy secundario y posiblemente inmoral. Basta la mención más fugaz del nombre de Chocano para que alguno reconstruya la imprecación, oscureciendo con maligno esplendor todo cuanto a él se refiere —hasta los pormenores y los síntomas de esa infamia.
Procuro resumir lo anterior. La sátira no es menos convencional que un diálogo entre novios o que un soneto distinguido con la flor natural por José María Monner Sans. Su método es la intromisión de sofismas, su única ley la simultánea invención de buenas travesuras. Me olvidaba: tiene además la obligación de ser memorable. Aquí de cierta réplica varonil De Quincey ( Writings , onceno tomo, página 226). A un caballero, en una discusión teológica o literaria, le arrojaron en la cara un vaso de vino. El agredido no se inmutó y dijo al ofensor: «Esto, señor, es una digresión, espero su argumento». (El protagonista de esa réplica, un doctor Henderson, falleció en Oxford hacia 1787, sin dejarnos otra memoria que esas justas palabras: suficiente y hermosa inmortalidad). Una tradición oral que recogí en Ginebra durante los últimos años de la primera guerra mundial, refiere que Miguel Servet dijo a los jueces que lo habían condenado a la hoguera: «Arderé, pero ello no es otra cosa que un hecho. Ya seguiremos discutiendo en la eternidad».
Adrogué, 1933
De Historia universal de la infamia
THE FEAR OF THE DEAD IN PRIMITIVE RELIGION, DE SIR JAMES GEORGE FRAZER
No es imposible que las ideas antropológicas del doctor Frazer caduquen irreparablemente algún día, o ya estén declinando; lo imposible, lo inverosímil es que su obra deje de interesar. Rechacemos todas sus conjeturas, rechacemos todos los hechos que las confirman y la obra seguirá inmortal: no ya como lejano testimonio de la credulidad de los primitivos, sino como documento inmediato de la credulidad de los antropólogos, en cuanto les hablan de primitivos. Creer que en el disco de la luna aparecerán las palabras que se escriben con sangre sobre un espejo es apenas un poco más extraño que creer que alguien lo cree. En el peor de los casos, la obra de Frazer perdurará como una enciclopedia de noticias maravillosas, una «silva de varia lección» redactada con singular elegancia. Perdurará como perduran los treinta y siete libros de Plinio o la Anatomía de la melancolía de Robert Burton.
El presente volumen trata del temor de los muertos. Abunda, como todos los de Frazer, en curiosísimos rasgos. Por ejemplo: es fama que Alarico fue sepultado en el cauce de un río por los visigodos, que desviaron el curso de las aguas y luego las hicieron volver y dieron muerte a los prisioneros romanos que habían ejecutado el trabajo.
La interpretación habitual es el temor de que los enemigos del rey profanaran su tumba. Sin rechazarla, Frazer nos propone otra clave: el temor de que su alma despiadada surgiera de la tierra para tiranizar a los hombres. Frazer atribuye el mismo propósito a las máscaras de oro funerarias del acrópolis de Micenas: todas sin orificios para los ojos, salvo una, que es de un niño.
De Textos cautivos - El Hogar
BENEDETTO CROCE
Benedetto Croce, uno de los pocos escritores importantes de la Italia contemporánea —el otro es Luigi Pirandello—, nació en el villorrio de Pescasseroli, en la provincia de Aquila, el 25 de febrero de 1866. Era todavía un niño, cuando sus padres se establecieron en Nápoles. Recibió una educación católica, muy atenuada por la indiferencia de sus maestros y hasta por su incredulidad. En 1883 un terremoto que duró noventa segundos conmovió el sur de Italia. En ese terremoto perecieron sus padres y su hermana, y él mismo quedó enterrado entre los escombros. A las dos o tres horas lo salvaron. Para eludir una total desesperación, resolvió pensar en el Universo: procedimiento general de los desdichados, y a veces bálsamo.
Exploró los metódicos laberintos de la filosofía. En 1893 publicó dos ensayos: uno sobre la crítica literaria, otro sobre la historia. En 1899 advirtió, con una especie de temor parecido a ratos al pánico y a ratos a la felicidad, que los problemas metafísicos estaban organizándose en él, y que la solución —o una solución— era casi inminente. Dejó entonces de leer, dedicó sus mañanas y sus noches a la vigilia, y caminó por la ciudad sin ver nada, callado y atisbándose. Había cumplido treinta y tres años: la edad, según los cabalistas, del primer hombre cuando lo formaron del barro.
En 1902 inauguró su Filosofía del Espíritu con un primer volumen: la Estética . (En ese libro, estéril pero brillante, niega la diferencia entre fondo y forma y reduce todo a intuiciones). La Lógica apareció en 1905; la Práctica , en 1908; la Teoría de la Historiografía , en 1916.
Desde 1910 hasta 1917, Croce fue senador del Reino. Cuando se declaró la guerra y todos los escritores se abandonaron a los placeres lucrativos del odio, Croce se mantuvo imparcial. Desde junio de 1920 hasta julio de 1921 ejerció el cargo de ministro de Instrucción Pública.
En 1923 la Universidad de Oxford lo hizo doctor honoris causa .
Su obra rebasa ya los veinte volúmenes y comprende una historia de Italia, un estudio de las literaturas de Europa durante el siglo diecinueve, y monografías sobre Hegel, Vico, Dante, Aristóteles, Shakespeare, Goethe y Corneille.
De Textos cautivos - El Hogar
LA SECTA DEL FÉNIX
Quienes escriben que la secta del Fénix tuvo su origen en Heliópolis, y la derivan de la restauración religiosa que sucedió a la muerte del reformador Amenophis IV , alegan textos de Heródoto, de Tácito y de los monumentos egipcios, pero ignoran, o quieren ignorar, que la denominación por el Fénix no es anterior a Hrabano Mauro y que las fuentes más antiguas (las Saturnales o Flavio Josefo, digamos) sólo hablan de la Gente de la Costumbre o de la Gente del Secreto. Ya Gregorovius observó, en los conventículos de Ferrara, que la mención del Fénix era rarísima en el lenguaje oral; en Ginebra he tratado con artesanos que no me comprendieron cuando inquirí si eran hombres del Fénix, pero que admitieron, acto continuo, ser hombres del Secreto. Si no me engaño, igual cosa acontece con los budistas; el nombre por el cual los conoce el mundo no es el que ellos pronuncian.
Miklosich, en una página demasiado famosa, ha equiparado los sectarios del Fénix a los gitanos. En Chile y en Hungría hay gitanos y también hay sectarios; fuera de esa especie de ubicuidad, muy poco tienen en común unos y otros. Los gitanos son chalanes, caldereros, herreros y decidores de la buenaventura; los sectarios suelen ejercer felizmente las profesiones liberales. Los gitanos configuran un tipo físico y hablan, o hablaban, un idioma secreto; los sectarios se confunden con los demás y la prueba es que no han sufrido persecuciones. Los gitanos son pintorescos e inspiran a los malos poetas; los romances, los cromos y los boleros omiten a los sectarios… Martín Buber declara que los judíos son esencialmente patéticos; no todos los sectarios lo son y algunos abominan del patetismo; esta pública y notoria verdad basta para refutar el error vulgar (absurdamente defendido por Urmann) que ve en el Fénix una derivación de Israel. La gente más o menos discurre así: Urmann era un hombre sensible; Urmann era judío; Urmann frecuentó a los sectarios en la judería de Praga; la afinidad que Urmann sintió prueba un hecho real. Sinceramente, no puedo convenir con ese dictamen. Que los sectarios en un medio judío se parezcan a los judíos no prueba nada; lo innegable es que se parecen, como el infinito Shakespeare de Hazlitt, a todos los hombres del mundo. Son todo para todos, como el Apóstol; días pasados el doctor Juan Francisco Amaro, de Paysandú, ponderó la facilidad con que se acriollaban.
He dicho que la historia de la secta no registra persecuciones. Ello es verdad, pero como no hay grupo humano en que no figuren partidarios del Fénix, también es cierto que no hay persecución o rigor que éstos no hayan sufrido y ejecutado. En las guerras occidentales y en las remotas guerras del Asia han vertido su sangre secularmente, bajo banderas enemigas; de muy poco les vale identificarse con todas las naciones del orbe. Sin un libro sagrado que los congregue como la Escritura a Israel, sin una memoria común, sin esa otra memoria que es un idioma, desparramados por la faz de la tierra, diversos de color y de rasgos, una sola cosa —el Secreto— los une y los unirá hasta el fin de los días. Alguna vez, además del Secreto hubo una leyenda (y quizá un mito cosmogónico), pero los superficiales hombres del Fénix la han olvidado y hoy sólo guardan la oscura tradición de un castigo. De un castigo, de un pacto o de un privilegio, porque las versiones difieren y apenas dejan entrever el fallo de un Dios que asegura a una estirpe la eternidad, si sus hombres, generación tras generación, ejecutan un rito. He compulsado los informes de los viajeros, he conversado con patriarcas y teólogos; puedo dar fe de que el cumplimiento del rito es la única práctica religiosa que observan los sectarios. El rito constituye el Secreto. Este, como ya indiqué, se transmite de generación en generación, pero el uso no quiere que las madres lo enseñen a los hijos, ni tampoco los sacerdotes; la iniciación en el misterio es tarea de los individuos más bajos. Un esclavo, un leproso o un pordiosero hacen de mistagogos. También un niño puede adoctrinar a otro niño. El acto en sí es trivial, momentáneo y no requiere descripción. Los materiales son el corcho, la cera o la goma arábiga. (En la liturgia se habla de légamo; éste suele usarse también). No hay templos dedicados especialmente a la celebración de este culto, pero una ruina, un sótano o un zaguán se juzgan lugares propicios. El Secreto es sagrado pero no deja de ser un poco ridículo; su ejercicio es furtivo y aun clandestino y los adeptos no hablan de él. No hay palabras decentes para nombrarlo, pero se entiende que todas las palabras lo nombran o mejor dicho, que inevitablemente lo aluden, y así, en el diálogo yo he dicho una cosa cualquiera y los adeptos han sonreído o se han puesto incómodos, porque sintieron que yo había tocado el Secreto. En las literaturas germánicas hay poemas escritos por sectarios, cuyo sujeto nominal es el mar o el crepúsculo de la noche; son, de algún modo, símbolos del Secreto, oigo repetir. Orbis terrarum est speculum Ludi , reza un adagio apócrifo que Du Cange registró en su Glosario .
Una suerte de horror sagrado impide a algunos fieles la ejecución del simplísimo rito; los otros lo desprecian; pero ellos se desprecian aún más. Gozan de mucho crédito, en cambio, quienes deliberadamente renuncian a la Costumbre y logran un comercio directo con la divinidad; éstos, para manifestar ese comerció, lo hacen con figuras de la liturgia y así John of the Rood escribió:
Sepan los Nueve Firmamentos que el Dios
es deleitable como el Corcho y el Cieno.
He merecido en tres continentes la amistad de muchos devotos del Fénix; me consta que el Secreto, al principio, les pareció baladí, penoso, vulgar y (lo que aun es más extraño) increíble. No se avenían a admitir que sus padres se hubieran rebajado a tales manejos. Lo raro es que el Secreto no se haya perdido hace tiempo; a despecho de las vicisitudes del orbe, a despecho de las guerras y de los éxodos, llega, tremendamente, a todos los fieles. Alguien no ha vacilado en afirmar que ya es instintivo.
De Ficciones
LA SUPERSTICIOSA ÉTICA DEL LECTOR
La condición indigente de nuestras letras, su incapacidad de atraer, han producido una superstición del estilo, una distraída lectura de atenciones parciales. Los que adolecen de esa superstición entienden por estilo no la eficacia o la ineficacia de una página, sino las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su puntuación y de su sintaxis. Son indiferentes a la propia convicción o propia emoción: buscan tecniquerías (la palabra es de Miguel de Unamuno) que les informarán si lo escrito tiene el derecho o no de agradarles. Oyeron que la adjetivación no debe ser trivial y opinarán que está mal escrita una página si no hay sorpresas en la juntura de adjetivos con sustantivos, aunque su finalidad general esté realizada. Oyeron que la concisión es una virtud y tienen por conciso a quien se demora en diez frases breves y no a quien maneje una larga. (Ejemplos normativos de esa charlatanería de la brevedad, de ese frenesí sentencioso, pueden buscarse en la dicción del célebre estadista danés Polonio, de Hamlet , o del Polonio natural, Baltasar Gracián). Oyeron que la cercana repetición de unas sílabas es cacofónica y simularán que en prosa les duele, aunque en verso les agencie un gusto especial, pienso que simulado también. Es decir, no se fijan en la eficacia del mecanismo, sino en la disposición de sus partes. Subordinan la emoción a la ética, a una etiqueta indiscutida más bien. Se ha generalizado tanto esa inhibición que ya no van quedando lectores, en el sentido ingenuo de la palabra, sino que todos son críticos potenciales.
Tan recibida es esta superstición que nadie se atreverá a admitir ausencia de estilo, en obras que lo tocan, máxime si son clásicas. No hay libro bueno sin su atribución estilística, de la que nadie puede prescindir —excepto su escritor—. Séanos ejemplo el Quijote . La crítica española, ante la probada excelencia de esa novela, no ha querido pensar que su mayor (y tal vez único irrecusable) valor fuera el psicológico, y le atribuye dones de estilo, que a muchos parecerán misteriosos. En verdad, basta revisar unos párrafos del Quijote para sentir que Cervantes no era estilista (a lo menos en la presente acepción acústico-decorativa de la palabra) y que le interesaban demasiado los destinos de Quijote y de Sancho para dejarse distraer por su propia voz. La Agudeza y arte de ingenio de Baltasar Gracián —tan laudativa de otras prosas que narran, como la del Guzmán de Alfarache — no se resuelve a acordarse de don Quijote. Quevedo versifica en broma su muerte y se olvida de él. Se objetará que los dos ejemplos son negativos; Leopoldo Lugones, en nuestro tiempo, emite un juicio explícito: «El estilo es la debilidad de Cervantes, y los estragos causados por su influencia han sido graves. Pobreza de color, inseguridad de estructura, párrafos jadeantes que nunca aciertan con el final, desenvolviéndose en convólvulos interminables; repeticiones, falta de proporción, ése fue el legado de los que no viendo sino en la forma la suprema realización de la obra inmortal, se quedaron royendo la cáscara cuyas rugosidades escondían la fortaleza y el sabor». ( El imperio jesuítico , pág. 59). También nuestro Groussac: «Si han de describirse las cosas como son, deberemos confesar que una buena mitad de la obra es de forma por demás floja y desaliñada, la cual harto justifica lo del humilde idioma que los rivales de Cervantes le achacaban. Y con esto no me refiero única ni principalmente a las impropiedades verbales, a las intolerables repeticiones o retruécanos ni a los retazos de pesada grandilocuencia que nos abruman, sino a la contextura generalmente desmayada de esa prosa de sobremesa» ( Crítica literaria , pág. 41). Prosa de sobremesa, prosa conversada y no declamada, es la de Cervantes, y otra no le hace falta. Imagino que esa misma observación será justiciera en el caso de Dostoievski o de Montaigne o de Samuel Butler.
Esta vanidad del estilo se ahueca en otra más patética vanidad, la de la perfección. No hay un escritor métrico, por casual y nulo que sea, que no haya cincelado (el verbo suele figurar en su conversación) su soneto perfecto, monumento minúsculo que custodia su posible inmortalidad, y que las novedades y aniquilaciones del tiempo deberán respetar. Se trata de un soneto sin ripios, generalmente, pero que es un ripio todo él: es decir, un residuo, una inutilidad. Esa falacia en perduración ( sir Thomas Browne: Urn Burial ) ha sido formulada y recomendada por Flaubert en esta sentencia: La corrección (en el sentido más elevado de la palabra) obra con el pensamiento lo que obraron las aguas de la Estigia con el cuerpo de Aquiles: lo hacen invulnerable e indestructible ( Correspondance , II , pág. 199). El juicio es terminante, pero no ha llegado hasta mí ninguna experiencia que lo confirme. (Prescindo de las virtudes tónicas de la Estigia; esa reminiscencia infernal no es un argumento, es un énfasis). La página de perfección, la página de la que ninguna palabra puede ser alterada sin daño, es la más precaria de todas. Los cambios del lenguaje borran los sentidos laterales y los matices; la página «perfecta» es la que consta de esos delicados valores y la que con facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la página que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba. No se puede impunemente variar (así lo afirman quienes restablecen su texto) ninguna línea de las fabricadas por Góngora; pero el Quijote gana póstumas batallas contra sus traductores y sobrevive a toda descuidada versión. Heine, que nunca lo escuchó en español, lo pudo celebrar para siempre. Más vivo es el fantasma alemán o escandinavo o indostánico del Quijote que los ansiosos artificios verbales del estilista.
Yo no quisiera que la moralidad de esta comprobación fuera entendida como de desesperación o nihilismo. Ni quiero fomentar negligencias ni creo en una mística virtud de la frase torpe y del epíteto chabacano. Afirmo que la voluntaria emisión de esos dos o tres agrados menores —distracciones oculares de la metáfora, auditivas del ritmo y sorpresivas de la interjección o el hipérbaton— suele probarnos que la pasión del tema tratado manda en el escritor, y eso es todo. La asperidad de una frase le es tan indiferente a la genuina literatura como su suavidad. La economía prosódica no es menos forastera del arte que la caligrafía o la ortografía o la puntuación: certeza que los orígenes judiciales de la retórica y los musicales del canto nos escondieron siempre. La preferida equivocación de la literatura de hoy es el énfasis. Palabras definitivas, palabras que postulan sabidurías adivinas o angélicas o resoluciones de una más que humana firmeza — único, nunca, siempre, todo, perfección, acabado — son del comercio habitual de todo escritor. No piensan que decir de más una cosa es tan de inhábiles como no decirla del todo, y que la descuidada generalización e intensificación es una pobreza y que así la siente el lector. Sus imprudencias causan una depreciación del idioma. Así ocurre en francés, cuya locución Je suis navré suele significar No iré a tomar el té con ustedes , y cuyo aimer ha sido rebajado a gustar . Ese hábito hiperbólico del francés está en su lenguaje escrito asimismo: Paul Valéry, héroe de la lucidez que organiza, traslada unos inolvidables y olvidados renglones de La Fontaine y asevera de ellos (contra alguien): ces plus beaux vers du monde (Variété, 84).
Ahora quiero acordarme del porvenir y no del pasado. Ya se practica la lectura en silencio, síntoma venturoso. Ya hay lector callado de versos. De esa capacidad sigilosa a una escritura puramente ideográfica —directa comunicación de experiencias, no de sonidos— hay una distancia incansable, pero siempre menos dilatada que el porvenir. Releo estas negaciones y pienso: Ignoro si la música sabe desesperar de la música y si el mármol del mármol, pero la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin.
1930
De Discusión
LA CASA DE ASTERIÓN
Y la reina dio a luz un hijo
que se llamó Asterión.
APOLODORO: Biblioteca , III , I
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) [2] están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida). Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa . Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca . A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libre de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
—¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió.
A Marta Mosquera Eastman
De El Aleph
KAFKA Y SUS PRECURSORES
Yo premedité alguna vez un examen de los precursores de Kafka. A éste, al principio, lo pensé tan singular como el fénix de las alabanzas retóricas; a poco de frecuentarlo, creí reconocer su voz, o sus hábitos, en textos de diversas literaturas y de diversas épocas. Registraré unos pocos aquí, en orden cronológico.
El primero es la paradoja de Zenón contra el movimiento. Un móvil que está en A (declara Aristóteles) no podrá alcanzar el punto B, porque antes deberá recorrer la mitad del camino entre los dos, y antes, la mitad de la mitad, y antes, la mitad de la mitad de la mitad, y así hasta lo infinito; la forma de este ilustre problema es, exactamente, la de El castillo , y el móvil y la flecha y Aquiles son los primeros personajes kafkianos de la literatura. En el segundo texto que el azar de los libros me deparó, la afinidad no está en la forma sino en el tono. Se trata de un apólogo de Fían Yu, prosista del siglo IX , y consta en la admirable Anthologie raisonnée de la littérature chinoise (1948) de Margouliès. Este es el párrafo que marqué, misterioso y tranquilo: «Universalmente se admite que el unicornio es un ser sobrenatural y de buen agüero; así lo declaran las odas, los anales, las biografías de varones ilustres y otros textos cuya autoridad es indiscutible. Hasta los párvulos y las mujeres del pueblo saben que el unicornio constituye un presagio favorable. Pero este animal no figura entre los animales domésticos, no siempre es fácil encontrarlo, no se presta a una clasificación. No es como el caballo o el toro, el lobo o el ciervo. En tales condiciones, podríamos estar frente al unicornio y no sabríamos con seguridad que lo es. Sabemos que tal animal con crin es caballo y que tal animal con cuernos es toro. No sabemos cómo es el unicornio» [3] .
El tercer texto procede de una fuente más previsible; los escritos de Kierkegaard. La afinidad mental de ambos escritores es cosa de nadie ignorada; lo que no se ha destacado aún, que yo sepa, es el hecho de que Kierkegaard, como Kafka, abundó en parábolas religiosas de tema contemporáneo y burgués. Lowrie, en su Kierkegaard (Oxford University Press, 1938), transcribe dos. Una es la historia de un falsificador que revisa, vigilado incesantemente, los billetes del Banco de Inglaterra; Dios, de igual modo, desconfiaría de Kierkegaard y le habría encomendado una misión, justamente por saberlo avezado al mal. El sujeto de otra son las expediciones al polo Norte. Los párrocos daneses habrían declarado desde los púlpitos que participar en tales expediciones conviene a la salud eterna del alma. Habrían admitido, sin embargo, que llegar al polo es difícil y tal vez imposible y que no todos pueden acometer la aventura. Finalmente, anunciarían que cualquier viaje —de Dinamarca a Londres, digamos, en el vapor de la carrera—, o un paseo dominical en coche de plaza, son, bien mirados, verdaderas expediciones al polo Norte. La cuarta de las prefiguraciones la hallé en el poema Fears and Scruples de Browning, publicado en 1876. Un hombre tiene, o cree tener, un amigo famoso. Nunca lo ha visto y el hecho es que éste no ha podido, hasta el día de hoy, ayudarlo, pero se cuentan rasgos suyos muy nobles, y circulan cartas auténticas. Hay quien pone en duda los rasgos, y los grafólogos afirman la apocrifidad de las cartas. El hombre, en el último verso, pregunta: «¿Y si este amigo fuera Dios?».
Mis notas registran asimismo dos cuentos. Uno pertenece a las Histoires désobligeantes de Léon Bloy y refiere el caso de unas personas que abundan en globos terráqueos, en atlas, en guías de ferrocarril y en baúles, y que mueren sin haber logrado salir de su pueblo natal. El otro se titula Carcassonne y es obra de lord Dunsany. Un invencible ejército de guerreros parte de un castillo infinito, sojuzga reinos y ve monstruos y fatiga los desiertos y las montañas, pero nunca llegan a Carcasona, aunque alguna vez la divisan. (Este cuento es, como fácilmente se advertirá, el estricto reverso del anterior; en el primero, nunca se sale de una ciudad; en el último, no se llega).
Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría. El poema Fears and Scruples de Robert Browning profetiza la obra de Kafka, pero nuestra lectura de Kafka afina y desvía sensiblemente nuestra lectura del poema. Browning no lo leía como ahora nosotros lo leemos. En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o de rivalidad. El hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro [4] . En esta correlación nada importa la identidad o la pluralidad de los hombres. El primer Kafka de Betrachtung es menos precursor del Kafka de los mitos sombríos y de las instituciones atroces que Browning o lord Dunsany.
Buenos Aires, 1951
De Otras inquisiciones
SOBRE CHESTERTON
Because He does not take away
The terror from the tree …
CHESTERTON: A Second Childhood
Edgar Allan Poe escribió cuentos de puro horror fantástico o de pura bizarrerie ; Edgar Allan Poe fue inventor del cuento policial. Ello no es menos indudable que el hecho de que no combinó los dos géneros. No impuso al caballero Auguste Dupin la tarea de fijar el antiguo crimen del Hombre de las Multitudes o de explicar el simulacro que fulminó, en la cámara negra y escarlata, al enmascarado príncipe Próspero. En cambio, Chesterton prodigó con pasión y felicidad esos tours de force . Cada una de las piezas de la Saga del Padre Brown presenta un misterio, propone explicaciones de tipo demoníaco o mágico y las reemplaza, al fin, con otras que son de este mundo. La maestría no agota la virtud de esas breves ficciones; en ellas creo percibir una cifra de la historia de Chesterton, un símbolo o espejo de Chesterton. La repetición de su esquema a través de los años y de los libros ( The Man Who Knew Too Much, The Poet and the Lunatics, The Paradoxes of Mr. Pond ) parece confirmar que se trata de una forma esencial, no de un artificio retórico. Estos apuntes quieren interpretar esa forma.
Antes, conviene reconsiderar unos hechos de excesiva notoriedad. Chesterton fue católico, Chesterton creyó en la Edad Media de los prerrafaelistas (« Of London, small and white, and clean »), Chesterton pensó, como Whitman, que el mero hecho de ser es tan prodigioso que ninguna desventura debe eximirnos de una suerte de cómica gratitud. Tales creencias pueden ser justas, pero el interés que promueven es limitado; suponer que agotan a Chesterton es olvidar que un credo es el último término de una serie de procesos mentales y emocionales y que un hombre es toda la serie. En este país, los católicos exaltan a Chesterton, los librepensadores lo niegan. Como todo escritor que profesa un credo, Chesterton es juzgado por él, es reprobado o aclamado por él. Su caso es parecido al de Kipling, a quien siempre lo juzgan en función del Imperio británico.
Poe y Baudelaire se propusieron, como el atormentado Urizen de Blake, la creación de un mundo de espanto; es natural que su obra sea pródiga de formas del horror. Chesterton, me parece, no hubiera tolerado la imputación de ser un tejedor de pesadillas, un monstrorum artifex (Plinio, XXVIII , 2), pero invenciblemente suele incurrir en atisbos atroces. Pregunta si acaso un hombre tiene tres ojos, o un pájaro tres alas; habla, contra los panteístas, de un muerto que descubre en el paraíso; que los espíritus de los coros angélicos tienen sin fin su misma cara [5] ; habla de una cárcel de espejos; habla de un laberinto sin centro; habla de un hombre devorado por autómatas de metal; habla de un árbol que devora a los pájaros y que en lugar de hojas da plumas; imagina ( The Man Who Was Thursday , VI ) que en los confines orientales del mundo acaso existe un árbol que ya es más, y menos, que un árbol, y en los occidentales, algo, una torre, cuya sola arquitectura es malvada. Define lo cercano por lo lejano, y aun por lo atroz; si habla de sus ojos, los llama con palabras de Ezequiel (1, 22) un terrible cristal , si de la noche, perfecciona un antiguo horror (Apocalipsis, 4, 6) y la llama un monstruo hecho de ojos .
No menos ilustrativa es la narración How I Found the Superman . Chesterton habla con los padres del Superhombre; interrogados sobre la hermosura del hijo, que no sale de un cuarto oscuro, éstos le recuerdan que el Superhombre crea su propio canon y debe ser medido por él. («En ese plano es más bello que Apolo. Desde nuestro plano inferior, por supuesto…»); después admiten que no es fácil estrecharle la mano («Usted comprende; la estructura es muy otra»); después, son incapaces de precisar si tiene pelo o plumas. Una corriente de aire lo mata y unos hombres retiran un ataúd que no es de forma humana. Chesterton refiere en tono de burla esa fantasía teratológica.
Tales ejemplos, que sería fácil multiplicar, prueban que Chesterton se defendió de ser Edgar Allan Poe o Franz Kafka, pero que algo en el barro de su yo propendía a la pesadilla, algo secreto, y ciego y central. No en vano dedicó sus primeras obras a la justificación de dos grandes artífices góticos, Browning y Dickens; no en vano repitió que el mejor libro salido de Alemania era el de los cuentos de Grimm. Denigró a Ibsen y defendió (acaso indefendiblemente) a Rostand, pero los Trolls y el Fundidor de Peer Gynt eran de la madera de sus sueños, the stuff his dreams were made of . Esa discordia, esa precaria sujeción de una voluntad demoníaca, definen la naturaleza de Chesterton. Emblemas de esa guerra son para mí las aventuras del Padre Brown, cada una de las cuales quiere explicar, mediante la sola razón, un hecho inexplicable [6] . Por eso dije, en el párrafo inicial de esta nota, que esas ficciones eran cifras de la historia de Chesterton, símbolos y espejos de Chesterton. Eso es todo, salvo que la «razón» a la que Chesterton supeditó sus imaginaciones no era precisamente la razón sino la fe católica, o sea un conjunto de imaginaciones hebreas supeditadas a Platón y a Aristóteles.
Recuerdo dos parábolas que se oponen. La primera consta en el primer tomo de las obras de Kafka. Es la historia del hombre que pide ser admitido a la ley. El guardián de la primera puerta le dice que adentro hay muchas otras [7] y que no hay sala que no esté custodiada por un guardián, cada uno más fuerte que el anterior. El hombre se sienta a esperar. Pasan los días y los años, y el hombre muere. En la agonía pregunta: «¿Será posible que en los años que espero nadie haya querido entrar sino yo?». El guardián le responde: «Nadie ha querido entrar porque a ti sólo estaba destinada esta puerta. Ahora voy a cerrarla». (Kafka comenta esta parábola, complicándola aún más, en el noveno capítulo de El proceso ). La otra parábola está en el Pilgrim’s Progress , de Bunyan. La gente mira codiciosa un castillo que custodian muchos guerreros; en la puerta hay un guardián con un libro para escribir el nombre de aquel que sea digno de entrar. Un hombre intrépido se allega a ese guardián y le dice: «Anote mi nombre, señor». Luego saca la espada y se arroja sobre los guerreros y recibe y devuelve heridas sangrientas, hasta abrirse camino entre el fragor y entrar en el castillo. Chesterton dedicó su vida a escribir la segunda de las parábolas, pero algo en él propendió siempre a escribir la primera.
De Otras inquisiciones
UNA ROSA AMARILLA
Ni aquella tarde ni la otra murió el ilustre Giambattista Marino, que las bocas unánimes de la Fama (para usar una imagen que le fue cara) proclamaron el nuevo Homero y el nuevo Dante, pero el hecho inmóvil y silencioso que entonces ocurrió fue en verdad el último de su vida. Colmado de años y de gloria, el hombre se moría en un vasto lecho español de columnas labradas. Nada cuesta imaginar a unos pasos un sereno balcón que mira al poniente y, más abajo, mármoles y laureles y un jardín que duplica sus graderías en un agua rectangular. Una mujer ha puesto en una copa una rosa amarilla; el hombre murmura los versos inevitables que a él mismo, para hablar con sinceridad, ya lo hastían un poco:
Púrpura del jardín, pompa del prado,
Gema de primavera, ojo de abril…
Entonces ocurrió la revelación. Marino vio la rosa, como Adán pudo verla en el Paraíso, y sintió que ella estaba en su eternidad y no en sus palabras y que podemos mencionar o aludir pero no expresar y que los altos y soberbios volúmenes que formaban en un ángulo de la sala una penumbra de oro no eran (como su vanidad soñó) un espejo del mundo, sino una cosa más agregada al mundo.
Esta iluminación alcanzó Marino en la víspera de su muerte, y Homero y Dante acaso la alcanzaron también.
De El hacedor
RAGNARÖK
En los sueños (escribe Coleridge) las imágenes figuran las impresiones que pensamos que causan; no sentimos horror porque nos oprime una esfinge, soñamos una esfinge para explicar el horror que sentimos. Si esto es así, ¿cómo podría una mera crónica de sus formas transmitir el estupor, la exaltación, las alarmas, la amenaza y el júbilo que tejieron el sueño de esa noche? Ensayaré esa crónica, sin embargo; acaso el hecho de que una sola escena integró aquel sueño borre o mitigue la dificultad esencial.
El lugar era la Facultad de Filosofía y Letras; la hora, el atardecer. Todo (como suele ocurrir en los sueños) era un poco distinto; una ligera magnificación alteraba las cosas. Elegíamos autoridades; yo hablaba con Pedro Henríquez Ureña, que en la vigilia ha muerto hace muchos años. Bruscamente nos aturdió un clamor de manifestación o de murga. Alaridos humanos y animales llegaban desde el Bajo. Una voz gritó: «¡Ahí vienen!», y después: «¡Los Dioses! ¡Los Dioses!». Cuatro a cinco sujetos salieron de la turba y ocuparon la tarima del Aula Magna. Todos aplaudimos, llorando; eran los Dioses que volvían al cabo de un destierro de siglos. Agrandados por la tarima, la cabeza echada hacia atrás y el pecho hacia delante, recibieron con soberbia nuestro homenaje. Uno sostenía una rama, que se conformaba, sin duda, a la sencilla botánica de los sueños; otro, en amplio ademán, extendía una mano que era una garra; una de las caras de Jano miraba con recelo el encorvado pico de Thoth. Tal vez excitado por nuestros aplausos, uno, ya no sé cuál, prorrumpió en un cloqueo victorioso, increíblemente agrio, con algo de gárgara y de silbido. Las cosas, desde aquel momento, cambiaron.
Todo empezó por la sospecha (tal vez exagerada) de que los Dioses no sabían hablar. Siglos de vida fugitiva y feral habían atrofiado en ellos lo humano; la luna del islam y la cruz de Roma habían sido implacables con esos prófugos. Frentes muy bajas, dentaduras amarillas, bigotes ralos de mulato o de chino y belfos bestiales publicaban la degeneración de la estirpe olímpica. Sus prendas no correspondían a una pobreza decorosa y decente sino al lujo malevo de los garitos y de los lupanares del Bajo. En un ojal sangraba un clavel; en un saco ajustado se adivinaba el bulto de una daga. Bruscamente sentimos que jugaban su última carta, que eran taimados, ignorantes y crueles como viejos animales de presa y que, si nos dejábamos ganar por el miedo o la lástima, acabarían por destruirnos.
Sacamos los pesados revólveres (de pronto hubo revólveres en el sueño) y alegremente dimos muerte a los Dioses.
De El hacedor
DEL INFIERNO Y DEL CIELO
El Infierno de Dios no necesita
el esplendor del fuego. Cuando el Juicio
Universal retumbe en las trompetas
y la tierra publique sus entrañas
y resurjan del polvo las naciones
para acatar la Boca inapelable,
los ojos no verán los nueve círculos
de la montaña inversa; ni la pálida
pradera de perennes asfódelos
donde la sombra del arquero sigue
la sombra de la corza, eternamente;
ni la loba de fuego que en el ínfimo
piso de los infiernos musulmanes
es anterior a Adán y a los castigos;
ni violentos metales, ni siquiera
la visible tiniebla de Juan Milton.
No oprimirá un odiado laberinto
de triple hierro y fuego doloroso
las atónitas almas de los réprobos.
Tampoco el fondo de los años guarda
un remoto jardín. Dios no requiere
para alegrar los méritos del justo,
orbes de luz, concéntricas teorías
de tronos, potestades, querubines,
ni el espejo ilusorio de la música
ni las profundidades de la rosa
ni el esplendor aciago de uno solo
de Sus tigres, ni la delicadeza
de un ocaso amarillo en el desierto
ni el antiguo, natal sabor del agua.
En Su misericordia no hay jardines
ni luz de una esperanza o de un recuerdo.
En el cristal de un sueño he vislumbrado
el Cielo y el Infierno prometidos:
cuando el Juicio retumbe en las trompetas
últimas y el planeta milenario
sea obliterado y bruscamente cesen
¡oh Tiempo! tus efímeras pirámides,
los colores y líneas del pasado
definirán en la tiniebla un rostro
durmiente, inmóvil, fiel, inalterable
(tal vez el de la amada, quizá el tuyo)
y la contemplación de ese inmediato
rostro incesante, intacto, incorruptible,
será para los réprobos, Infierno;
para los elegidos, Paraíso.
1942
De El otro, el mismo
POEMA CONJETURAL
El doctor Francisco Laprida, asesinado el día
22 de septiembre de 1829, por los montoneros
de Aldao, piensa antes de morir:
Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos.
Como aquel capitán del Purgatorio
que huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes,
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.
Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí… Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta.
1943
De El otro, el mismo
LÍMITES
De estas calles que ahondan el poniente,
una habrá (no sé cuál) que he recorrido
ya por última vez, indiferente
y sin adivinarlo, sometido
a Quien prefija omnipotentes normas
y una secreta y rígida medida
a las sombras, los sueños y las formas
que destejen y tejen esta vida.
Si para todo hay término y hay tasa
y última vez y nunca más y olvido
¿quién nos dirá de quién, en esta casa,
sin saberlo, nos hemos despedido?
Tras el cristal ya gris la noche cesa
y del alto de libros que una trunca
sombra dilata por la vaga mesa,
alguno habrá que no leeremos nunca.
Hay en el Sur más de un portón gastado
con sus jarrones de mampostería
y tunas, que a mi paso está vedado
como si fuera una litografía.
Para siempre cerraste alguna puerta
y hay un espejo que te aguarda en vano;
la encrucijada te parece abierta
y la vigilia, cuadrifronte, Jano.
Hay, entre todas tus memorias, una
que se ha perdido irreparablemente;
no te verán bajar a aquella fuente
ni el blanco sol ni la amarilla luna.
No volverá tu voz a lo que el persa
dijo en su lengua de aves y de rosas,
cuando al ocaso, ante la luz dispersa,
quieras decir inolvidables cosas.
¿Y el incesante Ródano y el lago,
todo ese ayer sobre el cual hoy me inclino?
Tan perdido estará como Cartago
que con fuego y con sal borró el latino.
Creo en el alba oír un atareado
rumor de multitudes que se alejan;
son lo que me ha querido y olvidado;
espacio y tiempo y Borges ya me dejan.
De El otro, el mismo
UNA ROSA Y MILTON
De las generaciones de las rosas
que en el fondo del tiempo se han perdido
quiero que una se salve del olvido,
una sin marca o signo entre las cosas
que fueron. El destino me depara
este don de nombrar por vez primera
esa flor silenciosa, la postrera
rosa que Milton acercó a su cara,
sin verla. Oh tú bermeja o amarilla
o blanca rosa de un jardín borrado,
deja mágicamente tu pasado
inmemorial y en este verso brilla,
oro, sangre o marfil o tenebrosa
como en sus manos, invisible rosa.
De El otro, el mismo
EWIGKEIT
Torne en mi boca el verso castellano
a decir lo que siempre está diciendo
desde el latín de Séneca: el horrendo
dictamen de que todo es del gusano.
Torne a cantar la pálida ceniza,
los fastos de la muerte y la victoria
de esa reina retórica que pisa
los estandartes de la vanagloria.
No así. Lo que mi barro ha bendecido
no lo voy a negar como un cobarde.
Sé que una cosa no hay. Es el olvido;
sé que en la eternidad perdura y arde
lo mucho y lo precioso que he perdido:
esa fragua, esa luna y esa tarde.
De El otro, el mismo
A UNA MONEDA
Fría y tormentosa la noche que zarpé de Montevideo.
Al doblar el Cerro,
tiré desde la cubierta más alta
una moneda que brilló y se anegó en las aguas barrosas,
una cosa de luz que arrebataron el tiempo y la tiniebla.
Tuve la sensación de haber cometido un acto irrevocable,
de agregar a la historia del planeta
dos series incesantes, paralelas, quizá infinitas:
mi destino, hecho de zozobra, de amor y de vanas vicisitudes,
y el de aquel disco de metal
que las aguas darían al blando abismo
a los remotos mares que aún roen
despojos del sajón y del fenicio.
A cada instante de mi sueño o de mi vigilia
corresponde otro de la ciega moneda.
A veces he sentido remordimiento
y otras envidia, de ti que estás,
como nosotros, en el tiempo y su laberinto
y que no sabes.
De El otro, el mismo
LA SEÑORA MAYOR
El 14 de enero de 1941, María Justina Rubio de Jáuregui cumpliría cien años. Era la única hija de guerreros de la Independencia que no había muerto aún.
El coronel Mariano Rubio, su padre, fue lo que sin irreverencia puede llamarse un procer menor. Nacido en la Parroquia de la Merced, hijo de hacendados de la provincia, fue promovido a alférez en el ejército de los Andes, militó en Chacabuco, en la derrota de Cancha Rayada, en Maipú y, dos años después, en Arequipa. Se cuenta que la víspera de esta acción, José de Olavarría y él cambiaron sus espadas. A principios de abril del 23 ocurría el célebre combate de Cerro Alto que, por haberse librado en el valle, suele denominarse también de Cerro Bermejo. Siempre envidiosos de nuestras glorias, los venezolanos atribuyeron esta victoria al general Simón Bolívar, pero el observador imparcial, el historiador argentino, no se deja embaucar y sabe muy bien que sus laureles corresponden al coronel Mariano Rubio.
Este, a la cabeza de un regimiento de húsares colombianos, decidió la incierta contienda de sables y de lanzas, que preparó la no menos famosa acción de Ayacucho, en la que también se batió. En ésta recibió una herida. El 27 le fue dado actuar con denuedo en Ituzaingó, a las órdenes inmediatas de Alvear. Pese a su parentesco con Rosas, fue hombre de Lavalle y dispersó a los montoneros en una acción que él llamó siempre una sableada. Derrotados los unitarios, emigró al Estado Oriental, donde se casó. En el decurso de la Guerra Grande, murió en Montevideo, plaza sitiada por los blancos de Oribe. Estaba por cumplir cuarenta y cuatro años, que ya eran casi la vejez. Fue amigo de Florencio Varela. Es harto verosímil que los profesores del Colegio Militar lo hubieran aplazado; sólo había cursado batallas pero ni un solo examen. Dejó dos hijas, de las cuales María Justina, la menor, es la que nos importa.
A fines del 53 la viuda del coronel y sus hijas se fijaron en Buenos Aires. No recobraron el establecimiento de campo confiscado por el tirano, pero el recuerdo de esas leguas perdidas, que no habían visto nunca, perduró largamente en la familia. A la edad de diecisiete años, María Justina casó con el doctor Bernardo Jáuregui, que, aunque civil, se batió en Pavón y en Cepeda y murió en el ejercicio de su profesión durante la fiebre amarilla. Dejó un hijo y dos hijas; Mariano, el primogénito, era inspector de rentas y solía frecuentar la Biblioteca Nacional y el Archivo, urgido por el propósito de escribir una exhaustiva biografía del héroe, que nunca terminó y que acaso no empezó nunca. La mayor, María Elvira, se casó con un primo suyo, un Saavedra, empleado en el Ministerio de Hacienda; Julia, con un señor Molinari, que, aunque de apellido italiano, era profesor de latín y una persona de lo más ilustrada. Omito a nietos y a bisnietos; basta que mi lector se figure una familia honrosa y venida a menos, presidida por una sombra épica y por la hija que nació en el destierro.
Vivían modestamente en Palermo, no lejos de la iglesia de Guadalupe, donde Mariano recordaba aún haber visto, desde un tranvía de La Gran Nacional, una laguna que bordeaba uno que otro rancho de ladrillo sin revocar, no de chapas de zinc; la pobreza de ayer era menos pobre que la que ahora nos depara la industria. También las fortunas eran menores.
La casa de los Rubio ocupaba los altos de una mercería del barrio. La escalera lateral era angosta; la baranda, que estaba a la derecha, se prolongaba en uno de los costados del oscuro vestíbulo, donde había una percha y unas sillas. El vestíbulo daba a la salita con muebles tapizados, y la salita al comedor, con muebles de caoba y una vitrina. Las persianas de hierro, siempre cerradas por temor a la resolana, dejaban pasar una media luz. Me acuerdo de un olor a cosas guardadas. En el fondo estaban los dormitorios, el baño, un patiecito con pileta de lavar y la pieza de la sirvienta. En toda la casa no había otros libros que un volumen de Andrade, una monografía del héroe, con adiciones manuscritas, y el Diccionario Hispano-Americano de Montaner y Simón, adquirido porque lo pagaban a plazos y por el mueblecito correspondiente. Contaban con una pensión, que siempre les llegaba con atraso, y con el alquiler de un terreno —único resto de la estancia, antes vasta— en Lomas de Zamora.
En la fecha de mi relato, la señora mayor vivía con Julia, que había enviudado, y con un hijo de ésta. Seguía abominando de Artigas, de Rosas y de Urquiza; la primera guerra europea, que le hizo detestar a los alemanes, de los que sabía muy poco, fue menos real para ella que la revolución del Noventa y que la carga de Cerro Alto. Desde 1932 había ido apagándose poco a poco; las metáforas comunes son las mejores, porque son las únicas verdaderas. Profesaba, por supuesto, la fe católica, lo cual no significa que creyera en un Dios que es Uno y es Tres, ni siquiera en la inmortalidad de las almas. Murmuraba oraciones que no entendía y las manos movían el rosario. En lugar de la Pascua y del Día de Reyes había aceptado la Navidad, así como el té en vez del mate. Las palabras protestante, judío, masón, hereje y ateo eran, para ella, sinónimas y no querían decir nada. Mientras pudo no hablaba de españoles sino de godos, como lo habían hecho sus padres. En 1910, no quería creer que la Infanta, que al fin y al cabo era
una princesa, hablara, contra toda previsión, como una gallega cualquiera y no como una señora argentina. Fue en el velorio de su yerno donde una parienta rica, que nunca había pisado la casa pero cuyo nombre buscaban con avidez en la crónica social de los diarios, le dio la desconcertante noticia. La nomenclatura de la señora de Jáuregui siguió siendo anticuada; hablaba de la calle de las Artes, de la calle del Temple, de la calle Buen Orden, de la calle de la Piedad, de las dos Calles Largas, de la plaza del Parque y de los Portones. La familia afectaba esos arcaísmos, que eran espontáneos en ella. Decían orientales y no uruguayos . No salía de su casa; quizá no sospechaba que Buenos Aires había ido cambiando y creciendo. Los primeros recuerdos son los más vividos; la ciudad que la señora se figuraba del otro lado de la puerta de calle sería muy anterior a la del tiempo en que tuvieron que mudarse del centro. Los bueyes de las carretas descansarían en la plaza del Once y las violetas muertas aromarían las quintas de Barracas. «Ya no sueño más que con los muertos» fue una de las últimas cosas que le oyeron decir. Nunca fue tonta, pero no había gozado, que yo sepa, de placeres intelectuales; le quedarían los que da la memoria y después el olvido. Siempre fue generosa. Recuerdo los tranquilos ojos claros y la sonrisa. Quién sabe qué tumulto de pasiones, ahora perdidas y que ardieron, hubo en esa vieja mujer, que había sido agraciada. Muy sensible a las plantas, cuya modesta vida silenciosa era afín a la de ella, cuidaba unas begonias en su cuarto y tocaba las hojas que no veía. Hasta 1929, en que se hundió en el entresueño, contaba sucedidos históricos, pero siempre con las mismas palabras y en el mismo orden, como si fueran el Padrenuestro, y sospeché que ya no respondían a imágenes. Lo mismo le daba comer una cosa que otra. Era, en suma, feliz.
Dormir, según se sabe, es el más secreto de nuestros actos. Le dedicamos una tercera parte de la vida y no lo comprendemos. Para algunos no es otra cosa que un eclipse de la vigilia; para otros, un estado más complejo, que abarca a un tiempo el ayer, el ahora y el mañana; para otros, una no interrumpida serie de sueños. Decir que la señora Jáuregui pasó diez años en un caos tranquilo es acaso un error; cada instante de esos diez años puede haber sido un puro presente, sin antes ni después. No nos maravillemos demasiado de ese presente que contamos por días y por noches y por los centenares de las hojas de muchos calendarios y por ansiedades y hechos; es el que atravesamos cada mañana antes de recordarnos y cada noche antes del sueño. Todos los días somos dos veces la señora mayor.
Los Jáuregui vivían, ya lo hemos visto, en una situación algo falsa. Creían pertenecer a la aristocracia, pero la gente que figura los ignoraba; eran descendientes de un procer, pero los manuales de historia solían prescindir de su nombre. Es verdad que lo conmemoraba una calle, pero esa calle, que muy pocos conocen, estaba perdida en los fondos del Cementerio del Oeste.
La fecha se acercaba. El 10, un militar de uniforme se presentó con una carta firmada por el propio ministro anunciando su visita para el 14; los Jáuregui mostraron esa carta a todo el vecindario y recalcaron el membrete y la firma autógrafa. Luego fueron llegando los periodistas para la redacción de la nota. Les facilitaron todos los datos; era evidente que en su vida habían oído hablar del coronel Rubio. Gente casi desconocida habló por teléfono para que los invitaran.
Con diligencia trabajaron para el gran día. Enceraron los pisos, limpiaron los cristales de las ventanas, desenfundaron las arañas, lustraron la caoba, pulieron la platería de la vitrina, modificaron la disposición de los muebles y dejaron abierto el piano de la sala para lucir el cubreteclas de terciopelo. La gente iba y venía. La única persona ajena a esa bulla era la señora de Jáuregui, que parecía no entender nada. Sonreía; Julia, asistida por la sirvienta, la acicaló, como si ya estuviera muerta. Lo primero que las visitas verían al entrar sería el óleo del procer y, un poco más abajo, a la derecha, la espada de sus muchas batallas. Aun en las épocas de penuria se habían negado siempre a venderla y pensaban donarla al Museo Histórico. Una vecina de lo más atenta les prestó para la ocasión una maceta de malvones.
La fiesta empezaría a las siete. Fijaron como hora las seis y media, porque sabían que a nadie le gusta llegar a encender las luces. A las siete y diez no había un alma; discutieron con alguna acritud las desventajas y ventajas de la impuntualidad. Elvira, que se preciaba de llegar a la hora precisa, dictaminó que era una imperdonable desconsideración tener esperando a la gente; Julia, repitiendo las palabras de su marido, opinó que llegar tarde es una cortesía, porque si todos lo hacen es más cómodo y nadie apura a nadie. A las siete y cuarto la gente no cabía en la casa. El barrio entero pudo ver y envidiar el coche y el chauffeur de la señora de Figueroa, que no las invitaba casi nunca, pero que recibieron con efusión, para que nadie sospechara que sólo se veían por muerte de un obispo. El presidente envió a su edecán, un señor muy amable, que dijo que para él era todo un honor estrechar la mano de la hija del héroe de Cerro Alto. El ministro, que tuvo que retirarse temprano, leyó un discurso muy conceptuoso, en el cual, sin embargo, se hablaba más de San Martín que del coronel Rubio. La anciana estaba en su sillón, contra unos almohadones, y a ratos inclinaba la cabeza o dejaba caer el abanico. Un grupo de señoras distinguidas, las Damas de la Patria, le cantaron el Himno, que pareció no oír. Los fotógrafos dispusieron a la concurrencia en grupos artísticos y prodigaron sus fogonazos. Las copitas de oporto y de jerez no daban abasto. Descorcharon varias botellas de champagne . La señora de Jáuregui no articuló una sola palabra: acaso ya no sabía quién era. Desde esa noche guardó cama.
Cuando los extraños se fueron la familia improvisó una pequeña cena fría. El olor del tabaco y del café ya había disipado el del tenue benjuí.
Los diarios de la mañana y de la tarde mintieron con lealtad: ponderaron la casi milagrosa retentiva de la hija del procer, que «es archivo elocuente de cien años de la historia argentina». Julia quiso mostrarle esas crónicas. En la penumbra, la señora mayor seguía inmóvil, con los ojos cerrados. No tenía fiebre; el médico la examinó y declaró que todo andaba bien. A los pocos días murió. La irrupción de la turba, el tumulto insólito, los fogonazos, el discurso, los uniformes, los repetidos apretones de manos y el ruidoso champagne habían apresurado su fin. Tal vez creyó que era la Mazorca que entraba.
Pienso en los muertos de Cerro Alto, pienso en los hombres olvidados de América y de España que perecieron bajo los cascos de los caballos; pienso que la última víctima de ese tropel de lanzas en el Perú sería, más de un siglo después, una señora anciana.
De El informe de Brodie
MIS LIBROS
Mis libros (que no saben que yo existo)
son tan parte de mí como este rostro de sienes grises y de grises ojos
que vanamente busco en los cristalesLos diarios de la mañana y de la tarde mintieron con lealtad: ponderaron la casi milagrosa retentiva de la hija del procer, que «es archivo elocuente de cien años de la historia argentina». Julia quiso mostrarle esas crónicas. En la penumbra, la señora mayor seguía inmóvil, con los ojos cerrados. No tenía fiebre; el médico la examinó y declaró que todo andaba bien. A los pocos días murió. La irrupción de la turba, el tumulto insólito, los fogonazos, el discurso, los uniformes, los repetidos apretones de manos y el ruidoso champagne habían apresurado su fin. Tal vez creyó que era la Mazorca que entraba.
Pienso en los muertos de Cerro Alto, pienso en los hombres olvidados de América y de España que perecieron bajo los cascos de los caballos; pienso que la última víctima de ese tropel de lanzas en el Perú sería, más de un siglo después, una señora anciana.
De El informe de Brodie
MIS LIBROS
Mis libros (que no saben que yo existo)
son tan parte de mí como este rostro de sienes grises y de grises ojos
y que recorro con la mano cóncava.
No sin alguna lógica amargura
pienso que las palabras esenciales
que me expresan están en esas hojas
que no saben quién soy, no en las que he escrito.
Mejor así. Las voces de los muertos
me dirán para siempre.
De La rosa profunda
ANIMALES DE LOS ESPEJOS
En algún tomo de las Cartas edificantes y curiosas que aparecieron en París durante la primera mitad del siglo XVIII , el P. Zallinger, de la Compañía de Jesús, proyectó un examen de las ilusiones y errores del vulgo de Cantón; en un censo preliminar anotó que el Pez era un ser fugitivo y resplandeciente que nadie había tocado, pero que muchos pretendían haber visto en el fondo de los espejos. El P. Zallinger murió en 1736 y el trabajo iniciado por su pluma quedó inconcluso; ciento cincuenta años después Herbert Allen Giles tomó la tarea interrumpida. Según Giles, la creencia del Pez es parte de un mito más amplio, que se refiere a la época legendaria del Emperador Amarillo.
En aquel tiempo, el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no estaban, como ahora, incomunicados. Eran, además, muy diversos; no coincidían ni los seres ni los colores ni las formas. Ambos reinos, el especular y el humano, vivían en paz; se entraba y se salía por los espejos. Una noche, la gente del espejo invadió la tierra. Su fuerza era grande, pero al cabo de sangrientas batallas las artes mágicas del Emperador Amarillo prevalecieron. Este rechazó a los invasores, los encarceló en los espejos y les impuso la tarea de repetir, como en una especie de sueño, todos los actos de los hombres. Los privó de su fuerza y de su figura y los redujo a meros reflejos serviles. Un día, sin embargo, sacudirán ese letargo mágico.
El primero que despertará será el Pez. En el fondo del espejo percibiremos una línea muy tenue y el color de esa línea será un color no parecido a ningún otro. Después, irán despertando las otras formas. Gradualmente diferirán de nosotros, gradualmente no nos imitarán. Romperán las barreras de vidrio o de metal y esta vez no serán vencidas. Junto a las criaturas de los espejos combatirán las criaturas del agua.
En el Yunnan no se habla del Pez sino del Tigre del Espejo. Otros entienden que antes de la invasión oiremos desde el fondo de los espejos el rumor de las armas.
De El libro de los seres imaginarios
LA DICHA
El que abraza a una mujer es Adán. La mujer es Eva.
Todo sucede por primera vez.
He visto una cosa blanca en el cielo. Me dicen que es la luna,
pero qué puedo hacer con una palabra y con una mitología.
Los árboles me dan un poco de miedo. Son tan hermosos.
Los tranquilos animales se acercan para que yo les diga su nombre.
Los libros de la biblioteca no tienen letras. Cuando los abro surgen.
Al hojear el atlas proyecto la forma de Sumatra.
El que prende un fósforo en el oscuro está inventando el fuego.
En el espejo hay otro que acecha.
El que mira el mar ve a Inglaterra.
El que profiere un verso de Liliencron ha entrado en la batalla.
He soñado a Cartago y a las legiones que desolaron a Cartago.
He soñado la espada y la balanza.
Loado sea el amor en el que no hay poseedor ni poseída, pero los dos se entregan.
Loada sea la pesadilla, que nos revela que podemos crear el infierno.
El que desciende a un río desciende al Ganges.
El que mira un reloj de arena ve la disolución de un imperio.
El que juega con un puñal presagia la muerte de César.
El que duerme es todos los hombres.
En el desierto vi la joven Esfinge, que acaban de labrar.
Nada hay tan antiguo bajo el sol.
Todo sucede por primera vez, pero de un modo eterno.
El que lee mis palabras está inventándolas.
De La cifra
UN SUEÑO EN ALEMANIA
Esta mañana soñé un sueño que me dejó abrumado y que fui ordenando después.
Tus mayores te engendran. En la otra frontera de los desiertos hay aulas polvorientas o, si se quiere, depósitos polvorientos, con filas paralelas de pizarrones muy gastados, cuya longitud se mide por leguas o por leguas de leguas. Se ignora el número preciso de los depósitos, que sin duda son muchos. En cada uno hay diecinueve filas de pizarrones y alguien los ha cargado con palabras y con cifras arábigas, escritas con tiza. La puerta de cada una de las aulas es corrediza, a la manera del Japón, y está hecha de un metal oxidado. La escritura se inicia en el borde izquierdo del pizarrón y empieza por una palabra. Debajo hay otra y todas siguen el rigor alfabético de los diccionarios enciclopédicos. La primera palabra, digamos, es Aachen , nombre de una ciudad. La segunda, que está inmediatamente abajo, es Aar , que es el río de Berna, en tercer lugar está Aarón , de la tribu de Leví. Después vendrán abracadabra y Abraxas . Después de cada una de esas palabras se fija el número preciso de veces que las verás, oirás, recordarás o pronunciarás en el decurso de tu vida. Hay una cifra indefinida, pero indudablemente no infinita para el número de veces en que pronunciarás entre la cuna y la sepultura, el nombre de Shakespeare o de Kepler. En el último pizarrón de un aula remota está la palabra Zwitter , que vale en alemán por hermafrodita, y abajo agotarás el número de imágenes de la ciudad de Montevideo que te ha sido fijado por el destino y seguirás viviendo. Agotarás el número de veces que te ha sido fijado para pronunciar tal o cual hexámetro y seguirás viviendo. Agotarás el número de veces que le ha sido dado a tu corazón para su latido y entonces habrás muerto. Cuando esto ocurra las letras y los números de tiza no se borrarán enseguida. (En cada instante de tu vida alguien modifica o borra una cifra). Todo esto sirve para un fin que nunca entenderemos.
De Atlas
— FIN —
FERNANDO SAVATER. FERNANDO SAVATER (San Sebastián, España, 1947) es escritor, filósofo, y catedrático de Filosofía, además de formar parte de varias agrupaciones comprometidas con la paz y en contra del terrorismo. Ha publicado más de cincuenta obras de ensayo político, literario y filosófico, narraciones y obras de teatro, además de cientos de artículos en la prensa española y extranjera. Algunos de sus libros han sido traducidos a más de veinte lenguas. Entre sus obras destacan La tarea del héroe (Premio Nacional de Ensayo, 1982) y las novelas El jardín de las dudas (finalista del Premio Planeta, 1993) y La hermandad de la buena suerte (Premio Planeta, 2008). Entre sus publicaciones más recientes destacan la novela Los invitados de la princesa (Premio Primavera de Novela, 2012) y el ensayo Ética de urgencia , que se suma a las varias otras obras con las que Savater ha acercado la filosofía —siempre engarzada en el devenir del mundo actual— a los jóvenes, como Política para Amador o en Ética para Amador .
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