George Steiner: diez glosas al crítico

Ronaldo González Valdés



Además del ensayo de largo aliento, George Steiner escribió novela, cuento y poesía. El tamaño y reconocimiento de su obra crítica, sin embargo, supera con mucho al de su obra narrativa o su casi desconocida obra poética. Ha querido la curiosa ventura que el aniversario de su nacimiento coincida con la celebración del Día Internacional del Libro. A los libros, esos objetos vulnerables que entrañan la promesa de un sentido, dedicó Steiner buena parte de su vida intelectual. Estas notas son una tentativa de encontrar algunas claves de su legado como lector, como crítico de los libros, esos ríos por los que corre “la vida misma, la sangre de los grandes espíritus”, como dijo Milton en su desbordada expresión de gratitud.

I

Desde 1963, Steiner lanzaba su polémica afirmación: “la crítica existe gracias al genio de otros hombres”, aunque en ese mismo ensayo atribuía al ejercicio crítico “un lugar modesto pero vital”, e insistía en su triple función, a saber: en primer lugar, “debe enseñarnos qué debe releerse y cómo”; segundo, debe y puede establecer vínculos que amplíen y compliquen “el mapa de la sensibilidad”, interpretando comparativamente la obra literaria; y, en tercer término, last but not least, debe hacer “el juicio de la literatura contemporánea”, preguntándose “no sólo si tal arte constituye un adelanto o un refinamiento técnico, si añade un giro estilístico o si juega astutamente con la sensibilidad del momento, sino también por lo que contribuye o sustrae a las menguadas reservas de la inteligencia moral.” En un mundo en que la sensibilidad estética cede ancho campo al culto de lo formal, a la moda credencialista y a la laxitud ética, sigue importando la pregunta: “¿Qué medida del hombre propone esta obra?”. Y tal vez siga importando concluir, en consecuencia, que “la labor de la crítica literaria es ayudarnos a leer como seres humanos íntegros, mediante el ejemplo de la precisión, del pavor y del deleite. Comparada con el acto de creación, ésta es una tarea secundaria. Pero nunca ha representado tanto. Sin ella, es posible que la misma creación se hunda en el silencio”.1
Es esta pretensión la que permite hacer la crítica de un autor, sin duda genial, como Louis-Ferdinand Céline. El reconocimiento mismo de su maestría en el manejo y la exploración de la lengua francesa y sus usos dialectales, sugiere la pugna de lo territorial con lo extraterritorial en su obra:
La identificación de Céline con la lengua francesa constituía una parte tan íntima de su desequilibrado ser, que debería odiar el “esperanto” de la sensibilidad judía. Como lo dice claramente en sus manifiestos, no podía aceptar el dominio del francés literario alcanzado por escritores “de afuera” como Proust, Henri Bernstein y Maurois, vagabundos que se sentían en su propia casa en varias lenguas sin estar arraigados en ninguna.2
A Céline lo arrasa la fuerza de la palabra; a diferencia de Proust, lo arrolla la “franca materialidad” de la palabra. Es esa logorrea que se hunde en su territorialidad la que lo hace revolverse en un caldo nacionalista y racista, es ese juego estético con lo popular lo que lo conduce al más vulgar y cruel populismo existencial y político en sus manifiestos.
He aquí un caso de giro estilístico extraordinario, de uso original del lenguaje, de “juego astuto con la sensibilidad del momento” (epidérmica esa sensibilidad antisemita, se diría, en aquella Europa en que, después de sus dos grandes obras maestras Viaje al fin de la noche y Muerte a crédito, se publicaron los panfletos Bagatelas para una masacre en 1937, y La escuela de los cadáveres en 1938) que impide penetrar en el sentido trascendente de la vida, del mundo, de la palabra, tan característico de un escritor extraterritorial como Borges, en cuyo universalismo “Lo que cuenta no es la duda o la fantasía específica. Se trata de la idea central del escritor como huésped, como un hombre cuya empresa consiste en dejarse influenciar por muchísimas presencias extrañas, como una persona que tiene que dejar abiertas las puertas de su habitación a todos los vientos”.3

II

El crítico tendría que ser el principal sacudido por el descubrimiento de la paradoja religiosa que encierra la creación artística como facultad demiúrgica, por un lado, y como capacidad de lidiar con las “presencias reales” que nos pueblan, por otro; tendría que ser, por lo mismo, el primero en ponerse en disposición de simpatizar con aquello que ha provocado su extrañamiento y lo impele a leer de la manera más íntegra (e integral) posible la obra.
Su labor no se limita a explorar la técnica, el estilo o la oportunidad que el momento pone frente a sí, también debe escudriñar el contexto histórico, los usos lingüísticos, la tradición literaria a la que apela y la personalidad o la biografía mismas del autor. De aquí la idea del (inalcanzable) “lector integral” postulada por Steiner en Después de Babel. El crítico literario confronta algunos de los problemas torales del traductor, su tarea es en este punto la misma: no sólo la literalidad de las palabras o la construcción gramatical, el vocabulario o la sintaxis, sino el sentido, el desentrañamiento del significado: “El verdadero traductor sabe que el fruto de su industria ‘es del olvido’ (inevitablemente, cada generación retraduce) ‘o del otro’, aquel a quien debe la existencia, su procreador, la gran sombra que lo ha precedido”.4 Esa sombra es la del autor tanto como la de su tiempo, su circunstancia, las propias traducciones sucesivas y las convenciones orales y escritas de una época. Algunos años más tarde, ante la pregunta: “¿Cuál es, en su opinión, la función del crítico literario?”, Steiner es congruente cuando, asumiendo su vocación de professore, comparando una vez más la labor del traductor con la del crítico, contesta: “Lo que nunca podemos hacer es confundir el genio del creador con el trabajo del crítico. Pushkin dijo de sus traductores que eran sus carteros. Por supuesto que es un trabajo estupendo, pero él los llamó así”.5
El mensaje que el cartero deposita en el buzón tiene, eso sí, su propia escritura y es resultado de un tipo específico de razonamiento. Por ejemplo, el hallazgo del “doble plano” que el crítico riguroso —no rígido sino dispuesto, esto es, en “simpatía” con la creación que se le ofrece— encuentra en la escritura de clásicos como Homero y Tolstói, tiene que ver con una lectura atenta, inteligente, de buen “cartero”, y sí, amorosa, de la obra de arte. El cuento Después del baile de Tolstói es un caso en que el autor clásico se mueve junto con su personaje en dos realidades que descubren la contradictoria condición de un hombre que apenas habiendo hecho alarde de su distinguida civilidad, saliendo del festejo en que se encontraba, ordena los despiadados azotes a un soldado. Algo similar puede encontrarse en varios pasajes de Guerra y paz, como la escena de la velada en honor a Bagratión, en la cual los prominentes invitados, unos momentos antes esparcidos con elegante discreción en la sala, se apiñan “como centeno amontonado con una pala” en torno al arribo de la figura merecedora de todos los honores. En este Tolstói es claro el interés por destacar el doble plano de la vida de la ciudad, falsa y convencional, y la vida del campo, auténtica y arraigada en el ciclo de la tierra.6 La metáfora del “centeno amontonado con una pala” tiene esos dos sentidos: el desprecio de la cortesanía citadina y la remisión a la figuración elemental de la vida rural. También aquí se impone el desdoblamiento como disposición, digamos, técnica, pero sobre todo la imaginación moral, esa imaginación que para llegar al sentido de lo moral tiene que penetrar y trascender la trama de convenciones sociales que la representan.
Lo mismo puede decirse del recurso de la “ficción en la ficción”, tal y como ocurre en su análisis de la primera parte de Memorias del subsuelo de Dostoievski, el monólogo interior de un hombre frustrado, de un típico antihéroe dostoievskiano: “Para esa ficción se utiliza un recurso tradicional que Poe usó para efectos similares; se nos pide que creamos que un manuscrito, cuyo autor nunca pensó en su publicación, ha sido ‘transcrito’ anónimamente”.7 Un recurso que Steiner utilizó con el “hallazgo” de uno de los pergaminos “un poco carbonizados” de un tal Epicarno de Agra en Fragmentos, su último ensayo publicado.

III

Pero en el trabajo del crítico hay —y esto lo convierte en un oficio mayor— algo más que juicio estético, literatura comparada, imaginación moral o “sentimiento de misión” tal y como se entendía en la tradición humanista o en la antigua crítica. Está también el contexto:
El contexto que informa cualquier frase de, por ejemplo, Madame Bovary es el párrafo inmediato, el capítulo anterior, o posterior, la novela entera. Y es también el estado de la lengua francesa en el momento y en el lugar en que escribió Flaubert, es la historia de la sociedad francesa, la ideología, la política, los giros coloquiales y el terreno de referencias implícitas y explícitas lo que pesa –lo que acaso subvierte o ironiza- sobre las palabras, sobre los giros de una frase determinada.8
No es solamente el estilo, la innovación o el refinamiento artístico, es la búsqueda de aquello que, sin menoscabo del genio creador, lo explica en alguna medida.
En esa explicación se embarca cuando estudia no sólo la literatura stricto sensu, lo hace del mismo modo con la escritura filosófica. En la introducción a su Heidegger ubica, antes de entrar en materia, una crisis espiritual que dio marco al surgimiento de una reacción frente al caos, una re-vuelta intelectual, un regreso a las “cosas últimas” cristalizado en las obras de autores tan característicos de ese periodo como Ernst Bloch, Oswald Spengler, Karl Barth y el propio Martín Heidegger con Sein und Zeit (1927). Después de la claudicación de 1918, en una Alemania que no sufrió afectaciones materiales trágicas, el telón de fondo estaba puesto no sólo para levantar el orgullo nacionalista con Hitler, sino para erigir la obra grandiosa del pensamiento que renunciaba a la teología pero no a la búsqueda de los fundamentos del Ser, asunto muy conveniente para un régimen que acudía al expediente de las fuentes y los fines últimos para su legitimación. El verdadero modo de ser del hombre en el mundo, esa búsqueda trasciende el propósito político, pero no lo excluye, como quedó dramáticamente demostrado en el episodio del nazismo. Seguramente no fue la única, pero sí fue, presumiblemente, una de las causas del silencio de Heidegger hasta su muerte.

IV

Llegados a este punto, quizá debamos asomarnos —y uno no puede más que asomarse a estos lugares— al agitado paraje en que se ha escenificado un venerable debate en la tradición crítica. En las páginas introductorias de Uncommon Readers, Christopher J. Knight propone un común denominador en la personalidad intelectual de autores como Denis Donoghue, Frank Kermode y George Steiner. Los tres son críticos con un alto perfil público, polémicos, influyentes pero también vituperados. Partiendo de la convocatoria de Matthew Arnold de concebir a la crítica como un arte con el mismo derecho que la literatura, la música o la pintura (George Steiner, como se sabe, no podrá más que disentir con Arnold), lo que tendría que ser inevitable es la consideración del influjo que el contexto ejerce sobre sus juicios. Aún con el dilatado aliento de la discusión que, con otras modalidades, en algún momento avivó Marcel Proust en su célebre Contra Sainte-Beuve, no sobra poner de relieve lo que apunta Knight. Para empezar, las notas distintivas de su escritura pueden comprenderse (aunque no agotarse) desde sus respectivos orígenes religiosos y culturales. Donoghue católico e irlandés, Kermode anglicano de la isla de Man, Steiner judío, extraterritorial declarado y, sin embargo, en la definición de Christopher Domínguez, de una “germanidad seminal”.9 Así las cosas, ese intelectual de “alto perfil público” que es George Steiner, toma el riesgo de exponerse en la defensa vehemente y convencida de la importancia de la historia de la literatura en la crítica literaria. Para ser completa, la crítica literaria tendrá que ser, en alguna medida significativa, crítica de la cultura.
De acuerdo con Felipe González Alcázar, lo curioso de la relación entre la literatura y la crítica literaria es que es circular y, en esa medida, permite vislumbrar un conjunto de afirmaciones nunca totalmente satisfechas:
todas las que se derivan de la conexión entre medios y fines, así como la necesidad de que la crítica en su función ancilar nos devuelva una y otra vez al punto de partida. En palabras de Ortega, saber qué es literatura es inseparable de saber por qué se hace literatura. Así pues, también este argumento tiene su reverso ya que los problemas de la crítica son problemas de la literatura, y esto remite a una circularidad muy aprovechada por las corrientes postmodernas.10
Teorías cada vez más sofisticadas sobre la literatura y el arte han ido y venido, pero el arte y la literatura permanecen, y justo ese es el límite del anticlasicismo y de las modas anticanónicas: son teorías. A propósito de la circularidad a que alude González Alcázar, muy a pesar de los deseos de los usufructuarios del análisis posmoderno, la teoría y la crítica se han visto obligadas recientemente a hacer el viaje de regreso de la intertextualidad a la textualidad de la obra: todo texto es un discurso y toda intertextualidad es un discurso sobre un discurso que se pretende único, es decir, uno solo. Pero el discurso original de la literatura es primero, es primordial y distinto, es el que origina a los demás:
Se sobreentiende que también la teoría y la crítica han hecho el mismo viaje, pero a diferencia de la literatura, que puede impregnar todos los discursos y salir airosa (tan viejo como que Homero siempre triunfa sobre Platón), aquellas no pueden seguir a su rebufo y se hunden.11
Es a esto a lo que Steiner se refiere cuando reivindica la necesidad de volver a una “antigua crítica”. Y es esa misma disposición “antigua” la que haría al propio Steiner diferir acaso del ejemplo utilizado por el crítico González Alcázar: ¿es Platón el creador de un discurso literario tal y como lo fue Homero? Sin duda hay un estilo en toda escritura filosófica, pero en el caso de Platón quizá tengamos que ir más allá. Eso sostiene George Steiner cuando en La poesía del pensamiento señala que nos sigue faltando “un análisis de la incomparable dramaturgia de Platón, de su manera de inventar y situar personajes, que rivaliza con la de Shakespeare, Molière o Ibsen […]. El relato platónico del juicio y la muerte de Sócrates ha sido considerado durante mucho tiempo, junto con el Gólgota, arquetipo del arte y el sentimiento trágicos occidentales in toto. Sabemos que Platón empezó escribiendo tragedias. Algunos diálogos, El Banquete y El Fedro entre ellos, han sido llevados a la escena”.12 Dejo anotada solamente la observación, reiterando mi acuerdo con la clara idea de González Alcázar acerca de la relación entre teoría y literatura.

V

En la crítica hay mucho más que el análisis del texto como pretexto para hilvanar un discurso que lo trascienda y se pretenda superior a él. Y hay mucho más que modelos de análisis estructural, supuestamente despojados de toda subjetividad y carga ética o valorativa. Un ejemplo temprano y conocido, precisamente de la consideración del Ethos, del halo ético y los valores que animan al autor y su obra, se encuentra, de nuevo, en Tolstói y Dostoievski:
Ni los maestros europeos ni, por lo que a esto hace, los norteamericanos del siglo XX han sido capaces de acercarse al terminante y amplio credo en el que Dostoievski echó raíces, ni tampoco al solitario, autointoxicado y no obstante racional paganismo de Tolstói. La contemporaneidad del fervor religioso y de la imaginación poética en la Rusia del siglo XIX, la relación dialéctica entre la plegaria y la poesía, fue una circunstancia histórica específica. No estaba menos presente en un momento del tiempo que aquella mezcla de ocasión y genio que hizo posible la tragedia griega y el drama isabelino.13
“Marcos de significación” se les llama a estos contextos simbólicos en la historia cultural. Crítica literaria indisociable de la crítica histórica y cultural.
Otro asunto, sobre el que no puedo más que anticipar una provisional conclusión, es preguntarnos si Steiner convendría, como otros autores declaradamente proclives a la historia literaria, en la idea de que es hoy necesaria una “repolitización del canon”. Historia y contexto son imprescindibles para la crítica literaria. ¿Implica eso la consideración de la política en cualquiera de sus acepciones? Desde luego, y uno no podría dejar de hacerlo con ningún autor importante. “Repolitizar el canon”, sin embargo, suena un poco determinista. Habrá que irse con cautela. En una expresión tan fuerte uno escucha sin remedio la resonancia de algún redencionismo estético. Creo que la llamada repolitización del canon vale para el autor más que para la obra. Un crítico como Sartre estaría, es de suponerse, en desacuerdo con esta afirmación. En su versión del existencialismo, ciertamente humanista (de cuya ascendencia, como se sabe, Heidegger se deslindó terminantemente), no cabe más que la angustia de la elección, el autor es responsable de la obra: su trama, su tema, su estilo y sus personajes son su entera responsabilidad. Steiner cita al Sartre de Qu’est-ce que la littérature?:
Un escritor, pues, no encuentra nunca nada salvo su conocimiento, su voluntad, sus proyectos, en una palabra, a sí mismo; sólo capta su propia subjetividad […]. Proust no “descubrió” en ningún momento la homosexualidad de Charlus, puesto que lo había decidido antes de emprender su obra.
Dostoievski sería el responsable de las palabras de su Kirilov en su novela Los demonios: “El punto culminante de mi libre albedrío consiste en suicidarme”. La náusea de Antoine Roquentin sería La Nausée de Sartre, autor y demiurgo, diríase “titular” de sus figuraciones narrativas. Curioso demiurgo, habría que decir, porque su personaje depende totalmente de él; en consecuencia no tendría vida propia, y esto lo distinguiría de nosotros, los seres “reales” que somos creaturas de un Dios metafísico o un Dios de Natura.
Ilustración: Jorge Cejudo

VI

A diferencia de posturas como la de Sartre, Steiner alude a una doble condición del autor como demiurgo. En primer lugar, aun cuando no se pueda negar que el personaje es obra de la subjetividad del autor (¿y quién podría negarlo?), hay en su creación un proceso de descubrimiento, una autoiluminación reveladora; el autor no es el mismo después de la écriture, su conciencia se ha acrecentado gracias a su personaje: “Don Quijote, Falstaff y Emma Bovary representan tales descubrimientos de la conciencia; creándolos, y en la iluminación recíproca del acto creador y del crecimiento de la cosa creada, Cervantes, Shakespeare y Flaubert llegaron literalmente a conocer ‘partes’ de sí mismos antes insospechadas”.14 Pero hay mucho más que eso, el autor sabe que su única posibilidad de trascender más allá (o más acá) de la muerte —y esta es otra lectura de su reto a la divinidad— reside en la vida futura de sus personajes que entonces serán, paradójicamente, independientes de él mismo en tanto creador. Steiner continúa con el ejemplo de Tolstói, el creyente rayano en un paganismo sui generis:
Tolstói percibía en el acto de la narración una analogía con la obra de la Deidad. En el principio fue el verbo, para Dios y para el poeta. Los personajes de Guerra y paz y de Ana Karenina habían brotado de la conciencia de Tolstói completamente armados de vida y llevaban dentro de sí las semillas de la inmortalidad. Ana Karenina muere en el mundo de la novela, pero cada vez que leemos el libro resucita, y aun después de haberlo leído tiene otra vida en nuestro recuerdo. En cada personaje literario hay algo del fénix inmortal.15
Es contradictoria la relación del autor con sus personajes. Matthew Arnold se molestaba por la crueldad del “sentimiento petrificado” con que Flaubert persiguió con “malignidad” a Emma Bovary, y esta actitud no puede escapar al juicio del crítico. Steiner apunta: “Pero uno se pregunta si Matthew Arnold comprendió del todo por qué Flaubert acosó tan despiadadamente a Emma Bovary. No era la moralidad de su protagonista lo que le molestaba a Flaubert, sino más bien sus patéticos esfuerzos por vivir la vida de la imaginación”.16 A Flaubert, el realista, le molestaban las fantasías de su personaje más que su moralidad; sin esas fantasías, su moralidad no se hubiera visto trastocada. En alguna presentación del Quijote, Mario Vargas Llosa insistió en la realidad que la obra puede crear en sus lectores: “Así, el sueño que convierte a Alonso Quijano en don Quijote de la Mancha no consiste en reactualizar el pasado, sino en algo todavía mucho más ambicioso: realizar el mito, transformar la ficción en historia viva”.17 Y, de hecho, como ha demostrado Roger Chartier en sus más recientes estudios refiriéndose a Shakespeare, la obra y sus personajes cargan sin duda la atmósfera mental de una época y un lugar. Acaso esa metarealidad ascienda temblorosa, en principio, ante los ojos del autor mismo. Flaubert era un realista tan consecuente que no pudo renunciar a dejarse ir, aunque la repudiara, con la realidad que su personaje representaba, fue su personaje quien lo arrastró a lugares extremos de la experiencia deplorados por él mismo.

VII

En En el castillo de Barba Azul, Steiner habla de la época contemporánea como de una poscultura en la que ha ocurrido la pérdida de un “núcleo articulador” de la sociedad en la dimensión simbólica. De ello dan cuenta, en el arte, el happening que privilegia la inmediatez y la condición efímera de la creación, la música aleatoria y el Shadow-Play colaborativo que desconfía de la autoridad excesiva del compositor, que juega con las sombras de los creadores inhibiendo su aparición declarada, lo mismo que los textos literarios que son obras colectivas, anónimas o simplemente se niegan a citar sus fuentes. Reality Hunger: A Manifesto de David Shields podría ser un ejemplo fresco: “No pierdas el tiempo; ve por cosas reales”, recomienda en su enunciado 128 este autor.18 De conformidad con esta perspectiva anticanónica, la novela ha muerto, ha nacido la “antinovela” que cruza géneros y no es más ficción; este tendrá que ser el tiempo de la novela readymade19 que reivindica el pastiche mezclado con el ensayo, el reportaje, la crítica literaria y de arte, la ficción con la no ficción, el tiempo también del reality televisivo que pone en valor lo inmediatamente veraz o la veracidad de lo inmediato.20
Sospecho que, por fortuna, el salto de la inactualidad del discurso amoroso en la original obra de Roland Barthes a la declaración de guerra a la novela de ficción o al ensayo que atiende a la historia de la literatura, ha sido tan abrupto como será, está siendo ya, efímero. En su momento, desalentar “la tentación del sentido” fue novedoso y estuvo muy bien para el genial Barthes de Fragmentos de un discurso amoroso, valiéndose indistintamente de Goethe, Proust, Stendhal, Diderot o Platón hasta Leibniz, Schönberg, Freud o Lacan. Pero a pesar de ser siempre posible fundarla como ensayo literario híbrido, en aras de buscar “el orden de lo absolutamente insignificante” (Barthes), la crítica tendrá que seguir su camino, es decir, tendrá que seguir proponiendo al lector “entrar en sentido”.21 La obra del Barthes maduro, explorador de la mezcla de géneros, es fascinante. Acaso, sin embargo, resulte más fascinante (y disfrutable) como literatura sin más que como crítica literaria. ¿Puede convertirse la crítica literaria en literatura? Y bien, Barthes pensaba que sí. Excepcionalmente, creo, él ha sido uno de los pocos que lo ha logrado.

VIII

Creo que aquí puede encontrarse, por lo menos en parte, el sentido de algunas de las reivindicaciones y a la vez reproches que Steiner dirige al ejercicio de cierta crítica en los días que corren. En otros tiempos, como ha consignado el historiador Robert Darnton, La nueva Eloísa de Rousseau fue el mayor éxito de ventas del siglo XVIII, y Las penas del joven Werther de Goethe provocó una oleada de suicidios en Alemania, ambos libros, como Madame Bovary o el mismo Don Quijote, convertidos por la sensibilidad romántica en ejemplos, ahora cada vez más impensables, de la imitación del arte por la vida.22 Y aunque es cierto que una creación y una crítica que busquen hacer “entrar en sentido” no pueden, en estas fechas, ser populares o masivas,23 no lo es menos que dialogaban (y dialogan) con un canon, decantaban (y decantan) un gusto estético (y no sólo estético, también una sensibilidad moral), y lo hacían (y lo hacen) deliberadamente.
En estas latitudes nuestras, para echar mano de un ejemplo cercano, coincido en general con Pablo Sol Mora, quien, después de reconocer la claridad y sencillez de la prosa crítica de Juan Villoro en su libro compilatorio La utilidad del deseo, juzga como excesiva su apreciación de toda noción de canon como “imperial” y “autoritaria”: “No hay auctor sin auctoritas —estima Sol Mora—, y ésta es siempre vertical. No hay crítica literaria sin noción de jerarquía y, de hecho, si la crítica actual presenta un déficit es justamente el ocasionado por la erosión de dicha idea”.24 Aunque hay que decir que en la entrevista a la que alude Sol Mora, Villoro es muy cuidadoso de precisar que se refiere a la “idea imperial” de canon en Harold Bloom (de quien Steiner ha dicho: “Yo evitaría más bien las listas al estilo de Harold Bloom”)25 para, acto seguido, reconocer que “uno tiene siempre que dialogar con categorías jerárquicas —‘lo clásico’, ‘lo canónico’”. Tengo la impresión, en todo caso, de que Villoro más bien subraya la necesidad de salir de la cómoda recurrencia a los autores canónicos como principios de autoridad.26
En otros términos, George Steiner ha hecho ver también la ambivalencia de lo canónico y la densidad del tiempo de la alta creación que no puede compararse con el tiempo cronológico del indiscutible progreso de la ciencia:
Sin embargo, frente al imperativo del progreso en la ciencia y en la tecnología, la relación de la obra nueva con el pasado sustancial y formal, con las pinturas, las estatuas, las sinfonías, los edificios, los poemas o las novelas de la tradición es profundamente ambigua. La riqueza del canon, de lo ejemplar, es simultáneamente generadora e inhibidora, seminal y restrictiva. Proporciona alfabetos, apuntes para el reconocimiento, la inmediatez de la evocación y de la comparación tan penetrantes que apoyan al acto formador ejerciendo al mismo tiempo una enorme presión sobre él. En el Ulises de Joyce, en Omeros de Derek Walcott, en Doktor Faustus de Thomas Mann son estos apoyos y presiones los que se convierten en su tema explícito.27
Se entiende, en consecuencia, que lo que sí es, por así decirlo, innegociable en la gran obra y en la crítica es el conocimiento del canon, el diálogo con la tradición, la apelación y hasta la interpelación, implícita o explícita, a la tradición.

IX

A todo esto se suma la manera en que la llamada “democratización del gusto” ha afectado a la crítica; lo ha hecho al punto de provocar que reivindicar la tradición, referirse a ella, citarla (y no recitarla como frecuentemente ocurre con el “buen gusto”), apelarla o interpelarla pero conociéndola, se haya vuelto, cada vez más, disidencia.28 Poco después de En el castillo de Barbazul, Steiner advierte acerca de los peligros que supone mantener la atención en la mera actualidad editorial o en la minuciosa, hiperespecializada y muchas veces burocrática investigación universitaria.29 En el controvertido ensayo “Los archivos del Edén”, refiriéndose a Estados Unidos, ha sostenido que aún en aquellos lugares como los museos, bibliotecas, archivos y universidades norteamericanas, en los que se ha atesorado con celo el pasado clásico, se aprecia una separación de la enseñanza convencional con respecto, precisamente, de aquello que se resguarda con pulimentado afán de coleccionista.30
En la línea de Joyce (“¡Estrujadnos, somos aceitunas!”) o de Borges (“La censura es la madre de la metáfora”), se renueva una heterodoxa hipótesis de trabajo: las humanidades prosperan a contracorriente, germinan en ambientes fatigados o en climas opresivos como el de la ya desaparecida Unión Soviética, Europa del Este o las no tan lejanas dictaduras latinoamericanas. De aquí que, en 1995, al cuestionamiento de Ronald A. Sharp: “¿En el mundo de hoy, ¿dónde se produce la mejor literatura?”, respondiera sin titubear: “En Europa del Este y en América Latina, creo, casi sin ninguna duda. La gran literatura, el gran pensamiento, florecen bajo presión”.31 Vale la pena hacer notar que esta apreciación tiene que vincularse con su idea más general del lenguaje como generador o inhibidor (y, en situaciones extremas, aniquilador) de realidad. Las lenguas que se volvieron perdurables fueron aquellas que primero incorporaron la metáfora (hebreo, armenio, griego, chino), aquellas que hicieron del lenguaje la posibilidad o el medio de creación de futuro (como en los profetas hebreos) o de pasado (como en los historiadores de la Grecia clásica).
Habrá que volver, una vez más, al Steiner de Después de Babel. La riqueza lingüística de una sociedad, y tal vez sucede algo similar con la creación literaria, tiene una relación compleja con los diversos recursos, materiales o inmateriales, a su disposición:
Los idiomas más refinados y elaborados coexisten con modos de subsistencia extremadamente primitivos y fundados en una economía rudimentaria. Muchas culturas despliegan en su vocabulario y en su sintaxis refinamientos y energías adquisitivas de las que su vida cotidiana carece por completo. Las riquezas lingüísticas funcionan como mecanismos compensatorios. Algunas hordas hambrientas del Amazonas dilapidan en el comentario de su condición más tiempos verbales de los que hubiera podido emplear Platón.32
Así, bien podríamos pensar en la estandarización impuesta a las sociedades en los regímenes totalitarios, en las posdemocracias populistas o “democracias iliberales” con sus afanes de igualación, o en el gobierno de los algoritmos y la publicidad en estos abrumados días del consumismo sin freno y la interacción virtual sin diálogo, leyendo al Steiner de 1975:
Algunas civilizaciones han vivido épocas en que la sintaxis se vuelve rígida, épocas en que se marchitan los recursos disponibles de percepción viva y reformulación. Las palabras parecen transcurrir muertas bajo el peso del uso consagrado; aumentan entonces la frecuencia y la esclerótica fuerza de los clisés, de los símiles no examinados, de los tropos deslavados por el uso.33
¿Nos resultan familiares estas palabras al vernos arrastrados por el incesante flujo de posverdades corriendo por nuestras pantallas portátiles o el atiborramiento de literatura “ligera” en las mesas de novedades de nuestras librerías?

X

Todo esto se relaciona con la persistente invitación a hacer de la crítica un ejercicio para no entregarse al “fascismo de la vulgaridad”. Steiner lo subraya sirviéndose de las palabras de R. P. Blackmur, uno de sus indudables ascendientes críticos: “En la novela, como en todo lo relativo a las artes literarias, lo que se llama forma técnica o de ejecución tiene como propósito final dar vida –convertir en acción, para el escritor y para el lector- a un ejemplo de la percepción de lo que es la vida”.34 Y en nuestros días habrá que agregar que todo esto tiene que ver, y es ello lo que vincula su crítica literaria con su crítica cultural, con no conceder al nihilismo, al revivido populismo, al consumismo, al mercado y al mainstream que, en tiempos de lo que En el castillo de Barba Azul denomina una “poscultura”, banalizan el mundo humano, abren la puerta después de la cual no hay más que uniformidad, estandarización, noche a la que no puede seguir más que noche.
Entrar en sentido, iluminar, acaso esa encomienda haga que la crítica siga valiendo la pena ahora como ayer… ¿y mañana?

Ronaldo González Valdés
Sociólogo, historiador y ensayista. Su último libro publicado es Dispersa andadura, México, ISIC-Secretaría Federal de Cultura, 2018. Este año aparecerá su libro George Steiner: entrar en sentido.

1 “La crítica y lo inhumano” (publicado como ensayo individual en 1963), compilado en Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano, Gedisa, Barcelona, 1986, pp. 17-27. Traducción de Miguel Ultorio. Título original en inglés, Language and Silence: Essays on Languaje, Literature and the Inhuman, New York, Atheneum, 1967.
2 “Grito de destrucción”, en Extraterritorial. Ensayos sobre literatura y la revolución del lenguaje, Argentina, Adriana Hidalgo Editora, 1971, pp. 68-69. Traducción de Edgardo Russo. Título original en inglés, Extraterritorial. Papers on Literature and the Language Revolution, London, Faber and Faber, 1971.
3 “Los tigres en el espejo”, en Ibid., p. 48. De este escrito habría que observar tal vez a Steiner su escueta referencia a Adolfo Bioy Casares como el “fiel colaborador” de Borges (Cfr. p. 42).
4 Después de Babel. Aspectos del lenguaje y la traducción, Fondo de Cultura Económica, México, 1980, p. 94. Traducción de Adolfo Castañón. Título original en inglés, After Babel. Aspects of Language and Translation, NewYork, Oxford University Press, 1975.
5 Entrevista en vísperas de la recepción del Premio Príncipe de Asturías, hecha por Rosa Mora y M. José Díaz de Tuesta, El País, Madrid, 27 de octubre de 2001.
6 Tolstói o Dostoievski, Madrid, Siruela, 2002,  pp. 92-95. Traducción de Agustí Bartra. Título original en inglés Tolstoy or Dostoevsky. An Essay in the Old Criticism, New York, Knopf, 1959.
7 Tolstói o Dostoievski, citado, p. 228.
8 Steiner, George, Errata. El examen de una vida, Siruela, Madrid, 2001, p. 33. Traducción de Catalina Martínez Muñoz. Título en inglés, Errata: an examinated life, Weinfeld & Nicolson, London, 1997.
9 Knight, Christopher J., Uncommon Readers. Denis Donoghue, Frank Kermode, George Steiner and the Tradition of the Common Reader, Toronto, University Press, 2003, “Introduction”, pp. 3-46. La expresión de Christopher Domínguez se encuentra en “George Steiner: el menos común de los lectores”, Confabulario, suplemento cultural de El Universal, México, 30 de junio de 2018.
10 González Alcázar, Felipe, “George Steiner o sobre el discurso ético en la crítica literaria”, en Revista de Literatura, España, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología (CSIC), julio-diciembre de 2018, vol. LXXX, núm. 160, p. 337 (cursivas en el original).
11 Ibid., p. 337, nota de pie 5.
12 Steiner, George, La poesía del pensamiento. Del helenismo a Celan, Fondo de Cultura Económica-Siruela, México, 2012, pp. 56-57 y ss. Traducción María Cóndor. Título original, The Poetry of Thought. From Hellenism to Celan, New York, New Directions, 2011.
13 Steiner, George, Tolstói o Dostoievski, citado, p. 325.
14 Steiner, George, Tolstói o Dostoievski, citado, p. 188.
15 Ibid., p. 258.
16 Ibid., p. 62.
17 Vargas Llosa, Mario, “Una novela para el siglo XXI”, presentación de la edición conmemorativa del IV Centenario de Don Quijote de la Mancha, Madrid, Real Academia Española, Asociación de Academias de la Lengua Española, 2004, p. XIV.
18 Hambre de realidad: un Manifiesto, Madrid, Círculo de Tiza, 2015. Traducción de Martín Schifino. Título original en inglés, Reality Hunger: A Manifesto, New York, Knopf, 2010.
19 Cfr.  Shaj Mathew, “La novela ready made”, en revista nexos No. 459, México, marzo de 2016.
20 Entre otras, una sólida crítica de este punto de vista, y particularmente de la proclamada “muerte de la novela”, puede leerse en el artículo “Hambre de realidad” de Enrique Vila-Matas, El País, Madrid, 22 de junio de 2015.
21 No me parece que lo de Barthes sea una declaración de guerra a la historia de la literatura, sino la búsqueda de otro enfoque, uno que de voz a lo inactual, deje correr el discurso (el Dis-cursus) y articule un decir, una afirmación, como lo hace saber en la introducción (“Cómo está hecho este libro”) de Fragmentos de un discurso amoroso (México, Siglo XXI, 2019. Traducción de Eduardo Lucio Molina y Vedia. Título original en francés, Fragments d’un discours amoureux, París, Éditions du Seuil, 1977).
22 Darnton, Robert, “Historia de la lectura”, en Peter Burke, Formas de hacer historia, Madrid, Alianza, 1996, pp. 179-180. Traducción de José Luis Gil Aristu. Título original en inglés, New Perspectives on Historical Writing, London, Polity Press, 1991.
23 Lo que no significa que, tal y como Steiner o Roger Chartier han señalado, la literatura no se sedimente en la memoria colectiva, compitiendo con la historia en el recuerdo del pasado y el otorgamiento de sentido al presente. Cfr. Roger Chartier, “El pasado en el presente. Literatura, memoria e historia”, en revista Co-herencia, Medellín, Colombia, Universidad EAFIT, vol. 4, núm. 7, julio-diciembre de 2007. De Steiner, entre otros, puede verse el cuarto ensayo de Errata. El examen de una vida, citado, pp. 43-55, donde ejemplifica con abundancia la influencia social de los clásicos en la mentalidad contemporánea, ilustrando particularmente con la obra de Shakespeare en el Reino Unido.
24 Sol Mora, Pablo, “Críticos y pirómanos”, en revista Letras Libres No. 232, México, abril de 2018, p. 62.
25 En una parte de su respuesta a la pregunta: “¿Quiénes son los mejores escritores vivos?”. En “El arte de la crítica. Entrevista con Ronald A. Sharp”, en Los logócratas, citado, p. 134. Enseguida, Steiner dice: “Aborrezco ese ejercicio. Lo que me horroriza son puntos muy concretos. En las librerías inglesas, las primeras novelas no duran más que diecisiete días. ¿Qué libro original, difícil, tendrá su oportunidad? Los libros de una naturaleza más ardua ¿van a sobrevivir en este supermercado de valores culturales con su falta de espacio, su bombo publicitario y sus hábiles técnicas de mercadotecnia?”.
26 Cfr. “Entrevista con Juan Villoro: ‘Toda noción de canon es autoritaria’”, hecha por Anna María Iglesia, en la edición digital de la revista Letras Libres, 10 de noviembre de 2017.
27 En Gramáticas de la creación, Madrid, Siruela, p. 260. Traducción de Andoni Alonso y Carmen Galán Rodríguez. Título original en inglés, Grammars of Creation, London, Faber and Faber, 2001 (cursivas mías, RGV).
28 Como lo ha apuntado Geney Beltrán Félix, a propósito de su comentario de Los logócratas, en “Steiner o la tradición como disidencia”, revista nexos No. 353, México, mayo de 2007.
29 En “Los disidentes del libro”, en Los Logócratas, citado, pp. 77-98.
30 “Los archivos del Edén” (originalmente publicado en 1981), compilado en Pasión intacta, Madrid, Siruela, 2001, pp. 315-316.  Traducción de Menchu Gutiérrez y Encarna Castejón. Título original en inglés, No Passion Spent. Essays 1978-1996, London, Faber and Faber Limited, 1996 (cursivas en el original).
31 “El arte de la crítica. Entrevista con Ronald A. Sharp”, en Los logócratas, citado, p. 132. Matizando el juicio de Steiner, uno no puede dejar de preguntarse cómo, si esto es así, el “gran pensamiento” no ha florecido en América Latina.
32 En Después de Babel, citado, p. 75.
33 Ibid., p. 37.
34 Referido en Tolstói o Dostoievski, citado, p. 276.

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