Jorge Luis Borges: Entrevista con Mario Mactas [10 de septiembre de 1970]






Pasó junto al afilador que soplaba la flauta en México y Perú, rozó las paredes con el bastón, se detuvo un instante para que el sol lamiera la cabeza blanca y aspiró el aire de la mañana mientras dos palomas se perseguían sobre los adoquines. Al lado de un semáforo los minutos se llenaban de bocinas. Unos cuantos chicos pasaron corriendo a su lado, lo rozaron, le pidieron disculpas. Sonrió y acarició el vacío: los chicos alcanzaban la esquina, Borges estaba solo. Como protegido por una burbuja fabricada con su pensamiento, sus sueños, su miedo a tropezar con una piedra o con un hombre llegó Jorge Luis Borges a la Biblioteca Nacional a las diez, como todos los días. "Buen día, don Borges", dijo el que pintaba las columnas. "Buenos días", susurró la garganta de Borges. Los pies lo condujeron hacia la escalera. El bastón tocó el primer peldaño. "Suban —dijo—, suban conmigo." Mientras subía quizá la memoria de Borges reinventaba el juego del regreso. Tal vez se haya detenido caprichosamente en 1949:
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos) / hay alguno que ya nunca abriré. / Este verano cumpliré cincuenta años; / la muerte me desgasta, incesante.
—En general creo que se habla demasiado de Borges. Es una cosa que no entiendo. Hay tantos escritores argentinos que me parecen superiores a mí... Silvina Ocampo, Mujica Láinez, Mallea, Bioy. Y les estoy hablando de los vivos. Si le hablase de los muertos, la lista sería interminable.
Se había sentado frente a una ventana Borges, con la chimenea a su espalda y la luz en la cara señalándole los valles, los ríos secos. En los estantes esperaban las manos y los ojos de la gente ochocientos mil volúmenes. Él hablaba clavando en las cortinas una pupila verde y otra celeste, más grande. Sorprendido porque hablábamos de Borges.
—A veces no me creen, pero a mí no me gusta lo que escribo. Sí, claro, seguramente entre tantas páginas habrá algunas más o menos valiosas, nada más. ¿El premio? Me avisó el embajador de Brasil y pensé que se trataba de una broma de algún amigo. Cuando entendí que era cierto me sentí abrumado, lleno de gratitud. Veinticinco mil dólares, eso es, sí. Pero estoy seguro que los que me lo adjudicaron —y no sé cómo decirlo sin ingratitud— se equivocaron. Como se equivocarían los probables y posibles miembros de la Academia sueca si me dieran el Nobel. ¿No creen?
Temblaron suavemente los labios de Borges y luego sonrieron. El sol entibiaba las maderas y los libros, y las palomas brillaban ahora en el balcón.
"Hay algunas cosas que no me disgustan", dijo. "En mi último libro, El informe de Brodie, hay un cuento —'La intrusa'— que no me parece malo, y otro narrado por un compadrito que tampoco me parece desechable. ¿Los compadritos? Ellos vinieron a mi vida y a mi obra con los malevos y los arrabales un poco por curiosidad, y otro poco porque en la religión que ellos habían construido —la del coraje— yo encontraba cosas que le faltaban a mis días. Usted sabe: el arrojo físico, la valentía, todo eso. En esa especie de nostalgia también tenían que ver mis antepasados militares".
De calles que repiten los pretéritos nombres / de mi sangre: Laprida, Cabrera, Soler, Suárez. .. / Nombres en que retumban (ya secretas) las dianas / las repúblicas, los caballos y las mañanas, / las felices victorias / las muertes militares.
—¿Sigue sintiendo esa nostalgia?
—No, ya no. Ahora sé que cuando escribí: "Vida y muerte le han faltado a mi vida" estaba totalmente equivocado. En aquel tiempo, claro, mi vida me parecía pobre comparada, por ejemplo, con la de aquel bisabuelo mío que había comandado una carga de caballería en la batalla de Junín. Actualmente no pienso eso. Ahora creo que la vida de un hombre de acción no puede tener tanto interés como la vida de un hombre sedentario que piensa sobre ella. He ido llegando a esa conclusión. Estoy seguro que la vida de Homero fue mucho más rica que la de Ulises o la de Aquiles, porque aquéllos hicieron las cosas y Homero las recreó y seguramente les dio grandeza y belleza. De modo que cuando yo escribí eso estaba en un error. La vida no puede faltarle a nadie, porque ¿qué otra cosa tenemos sino la vida? En cuanto a la muerte, estuve cerca de ella en varias oportunidades y todo fue desagradable pero no muy interesante. Ni siquiera me interesó pensar que podía ocurrir después. Si hay otra vida —pensé— lo sabré, sabré qué sucedió. Si no la hay, bueno, habré sido aniquilado.
—¿Hay otra vida? ¿Usted qué piensa?
Se pasó la mano por el pelo, recorrió con los dedos una cicatriz que le divide la cabeza en hemisferios, oprimió un pañuelo sobre el ojo de la pupila verde.
—Yo espero que no. No querría otra vida. Pero si la hubiera preferiría no recordar quién he sido. Siempre me sorprendió ese deseo que tenía Miguel de Unamuno de seguir siendo Miguel de Unamuno. Probablemente porque ser Miguel de Unamuno es algo importante. Pero yo no desearía seguir siendo quien soy. En todo caso, me gustaría olvidar. Eso no quiere decir que no haya habido momentos muy gratos en mi vida. Momentos de dicha entrecruzándose con momentos de desdicha a tal punto que es difícil distinguirlos. En mi juventud, sobre todo. La veo como algo muy lejano, como algo ajeno que ni siquiera tiene el interés de lo ajeno.
—¿Cómo fue su juventud? El afilador de la esquina hizo sonar la flauta una vez más. Borges aclaró su garganta y pareció de pronto más endeble, más solo, desamparado en el trabajo de la evocación.
—Mire: yo perseguía la desdicha, como todos los jóvenes, y padecía de un exceso de literatura. Llegaba a creer que yo era el príncipe Hamlet o Raskolnikov, dentro de mis módicas posibilidades. Pero a pesar de eso me sentía feliz muchas veces. Claro que a fuerza de cultivarla se consigue la desdicha. En mis primeros poemas hablo mucho de atardeceres, de puestas de sol, de soledad. En cambio hoy puedo sentirme solo sin que me duela.
—¿Se siente solo ahora?
—No. Este no es un período de soledad. Es un periodo de trabajo y amistades. Me siento querido por la gente, noto que tiene una actitud generosa hacia mí. Tal vez por algún raro mecanismo sepan que estoy superando una crisis a través del trabajo intenso.
—¿Se refiere a la crisis de su matrimonio?
—Me refiero a esa crisis, sí. Aunque no quisiera que se hablara de eso. Es algo muy delicado, muy íntimo. Se produjo después de tres años y cuesta un poco retomar los caminos anteriores. Usted ya sabe: cuando uno se casa tiene la intención o la ilusión de que sea algo definitivo. Yo no fui una excepción. Pero a medida que pasó el tiempo advertí que había una completa incompatibilidad entre mi mujer y yo, y resolvimos separarnos. Fue un acuerdo amistoso y no quisiera que de estas palabras surgiera algo malo para ella. Ya todo está en manos de los abogados.
La mano derecha se había vuelto blanca, porque apretaba el bastón. Sacó un reloj del bolsillo, lo acercó a la luz, preguntó la hora. "Creo que voy a trabajar bastante poco esta mañana", dijo.
—La gente es demasiado buena, demasiado generosa con Borges. No lo entiendo.
—¿Cómo lo nota? ¿Cuando se acercan a usted? ¿Cuando lo ayudan a cruzar una calle?
—En eso. Me conmueve que alguien que no me conoce me vea vacilando en una equina y me ayude a cruzar. Me da fuerzas.
—¿Se siente sin fuerzas a veces?
—A veces sí. Aunque también siento que éste es un período muy propicio para mí como escritor. Claro que eso puede ser una ilusión mía y que lo que yo produzca no sea muy bueno. Pero eso no es importante, y aquí puedo repetir la frase de Carlyle. El dijo que "toda obra humana es deleznable, pero su ejecución no lo es". Cuando uno escribe se siente razonablemente feliz, y todo hombre tiene el deber de tratar de ser feliz. Ya se sabe que la felicidad no depende de cosas absolutas, que puede estar hecha de circunstancias. Si a un hombre lo envían a la cárcel para siempre, y un buen día lo cambian de celda, le dan otra mejor, iluminada y más limpia, se sentirá feliz. Es un ejemplo, desde luego. Pero también podría darle el de mí ceguera.
Hay una mueca en la cara de Borges, que ha comenzado a hablar en voz muy baja. Sobre el escritorio un telegrama reitera la invitación a Inglaterra, para recibir su título de doctor honoris causa en Oxford. Las palomas han abandonado ya el balcón.
—Yo perdí al vista en 1955, el año que me designaron director de la biblioteca. Escribí entonces un poema. ¿Cómo era? Ahí, sí: "Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche". Me encontré aquí, rodeado de tantos libros, y haciendo un esfuerzo podía apenas leer los títulos, las carátulas. Pero me acostumbré a dictar y a hacer que me lean. Además, en esos días en que comprobé que no podía leer pensé que eso no tenía que ser el fin de algo sino el principio de otra cosa. Y resolví estudiar anglosajón, y ahora estoy estudiando encandinavo antiguo. Si me dedico a pensar que estoy quedándome del todo ciego, eso no puede llevarme a nada bueno. Por otra parte, la ceguera es para mí un lento y gradual crepúsculo. Mi padre fue ciego en la última etapa de su vida, mi abuela fue ciega. Por eso la ceguera no es patética para mí.
Las dos manos oprimieron el bastón, ahora suavemente. Entre los autos y el humo nacía en la calle un partido de fútbol.
—¿Y su infancia, Borges? ¿Cómo fue?
—¿Mi infancia? Recuerdo a mi padre. Era abogado y profesor de psicología en el Colegio de Lenguas Vivas. Ganaba cien pesos por mes y me enseñaba filosofía sin nombrar ningún filósofo. Yo jugaba muy poco. Era mi hermana Norah, la pintora, la que me sugería trepar al molino de casa o explorar los techos. Yo era muy tímido, muy quieto, muy miope. Bastante distinto de mis antepasados. Bastante distinto, por cierto.
Nada o muy poco sé de mis mayores / portugueses, los Borges: vaga gente / que prosigue en mi carne, oscuramente, / sus hábitos, rigores y temores.
—¿Con quién vive?
—Con mi madre. He vuelto a vivir con mi madre. Ella me lee un poco casi todas las noches.
Caminaba la calle Perú muy cautelosamente. El bastón daba la alarma de los pozos y la gente.
—¿Cuántos años tiene?
—Cumplí setenta y uno la semana pasada. Y tengo ganas de escribir. Claro que no es lo mismo dictar que escribir, pero en tantos años me he ido acostumbrando. ¿Sabe algo bastante curioso? Otro director de la Biblioteca Nacional, Mármol, él de Amalia, murió ciego. ¿No es extraño ese parentesco?
—¿No le parece también extraño que un escritor de literatura tan difícil como la suya sea reconocido, saludado en la calle?
—¿Me han saludado?
—Sí. ¿No lo notó?
—Me pareció por un momento. Pero debe ser por estas máquinas fotográficas. Seguramente por eso. ¿Me saludaban? Cuando yo acompañaba a Lugones por la calle nadie lo reconocía. Y era entonces el escritor más importante de la Argentina. Las cosas han ido cambiando. Groussac decía que ser famoso en Sudamérica no significa dejar de ser un desconocido. Pero eso ya no es cierto. Pensándolo bien, recuerdo que ayer me detuvieron dos mujeres para darme la mano.
En la mitad de la cuadra lamentó que Monserrat —"en un tiempo casi la provincia"— estuviera pareciéndose al centro, con apuro, con malos modales.
—¿Mujeres? Hay mujeres en mi obra, sí. Y algunos poemas de amor por aquí y por allá. Me han preocupado mucho las mujeres y me he enamorado muchas veces. Por eso mismo tardé en unirme a una mujer, porque estaba como zarandeado por diversas pasiones, violentas y fugaces. Recién en mi vejez intenté una relación más tranquila y más longeva. No dio buen resultado, pero es necesario sobreponerse. ¿No lo cree?
Volvió a sacar el reloj del bolsillo, volvió a preguntar la hora. "Muy tarde", susurró, y recorrió con el bastón las molduras de una pared. "Me cuesta adivinar su cara. ¿Un bigote negro, tal vez?" En Perú y México alzó la cara, cerró los ojos, dejó que el sol le acariciara de nuevo la cabeza y la inclinó como si el aire en realidad fuera un regazo.






En revista Gente, 10 de septiembre de 1970
Fotos de la entrevista: Gabriel Alvarado
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