Ninguna circunstancia histórica es tan oscura como para reprimir la necesidad humana de la celebración social; testimonio de ello son las capturas nocturnas de Luis Felipe Toro (1881-1955), en las que el fotógrafo retrata, a partir de la década de 1930, muchos de los festejos, banquetes y encuentros de la élite caraqueña, en un tiempo que se divide entre los años últimos de la dictadura gomecista y los pasos iniciales de una breve, pero reconfortante época de adelantos para el país.
Abundantes, refinadas y selectivas, las fiestas particulares de la primera mitad del pasado siglo venezolano son un acertado reflejo de las nuevas condiciones económicas de un delimitado grupo de la población nacional. Círculo conformado por una clase social ascendente, de notables influencias basadas en el consumo de formas modernas de la cultura norteamericana, atribuidas a los abruptos procesos de inculturación, que modifican de manera sustancial los hábitos tradicionales del ciudadano promedio, hasta hace poco no más que “un ser austero y asceta por necesidad, de escasas aspiraciones y referencias simplistas” (Vilda, 1999).
Mientras las costumbres y perspectivas cambian las formas de habitar y de relacionarse entre sí, el escenario público de las manifestaciones sociales del poder seguirá siendo el mismo: el contexto capitalino, embellecido entre 1925 y 1936, para el disfrute exclusivo de una plutocracia satisfecha, la cual construye los más ostentosos clubes campestres de la región, como lo son el Country Club, el Club Florida y el Paraíso, una serie de artificios monumentales de escritura política en clave edilicia.
En paralelo, otros cambios surgen para dar un nuevo carácter a la urbanidad nacional en metamorfosis, como lo son la significativa incorporación de la mujer al mercado laboral no doméstico, la oficialización de la democracia con las elecciones posteriores a Gómez y el considerable aumento de la inmigración europea.
Retrato nocturno de mujeres en fiesta (S/F) | Luis Felipe Toro ©Archivo Fotografía urbana
La belleza de las fotografías de este período es también consecuencia inseparable de los avances tecnológicos de la época, que repercuten incluso en la mecánica de las cámaras, cuyos procedimientos se aligeran para permitir importantes mejorías en la calidad final de sus resultados. Cada vez más rica en texturas, profundidades y definiciones, la fotografía es ahora una técnica apta para lograr retratos y escenas antes imposibles, como lo eran la noche descampada y los interiores arquitectónicos, que tenuemente iluminados, se deslumbraban ante los rudimentarios dispositivos artificiales de resplandor por detonaciones químicas, que hacían a “la luz del retrato, brillar desde su fondo oscuro” (Nancy, 2006).
Siempre en búsqueda de imágenes novedosas, ‘Torito’ será uno de los primeros fotógrafos nacionales que explore los procesos reactivos del polvo de magnesio como fuente de luz instantánea, un peligroso recurso por su alta volatilidad, de naturaleza inestable y propensa a la inflamación. Sin embargo, Toro hará uso de las combustiones ‘controladas’ en numerosas ocasiones, llegando a testimoniar una serie de accidentes en eventos oficiales como en el funeral de Alí Gómez, en 1918, o la estruendosa explosión en una noche de teatro, hasta la llegada de los primeros flashes electrónicos a partir de 1930, que inauguran una nueva época en la historia de la fotografía, tanto mundial como local.
Representativas de las circunstancias que retratan, las fotografías nocturnas corresponderán a un nuevo gusto cosmopolita, adquirido por algunos e impuesto para otros, por los códigos de etiqueta, los bailes de gala y los importados ritmos del boogy y el swing. Entre otras formas de entretenimiento, el teatro y la ópera serán los lugares predilectos para la recreación cultural de la alcurnia citadina, que entre la brillante ignición del magnesio y posteriormente el uso de lámparas fungibles, será plasmada en sus ambientes por el ojo de Luis Felipe Toro, en un momento en el cual, más que nunca, la fotografía forma parte de la vida cotidiana, con la llegada de la prensa tanto a la casa del obrero, como a la del funcionario industrial.
Reseñadas en páginas periódicas de eventos sociales, las fiestas y sus retratos son “la expresión de los deseos y las necesidades de las capas sociales dominantes, y de la interpretación, a su manera, de los acontecimientos de la vida social” (Freund, 2006). Una vida colectiva que una vez más sufrirá una serie de cambios radicales y significativos, en el proceso de entenderse a sí misma como parte de una nación, ahora en pleno umbral de la segunda Guerra Mundial, que si bien implicará la recesión de importaciones y proyectos, también acelerará el desarrollo petrolero del país, hasta consolidarlo como uno de los más importantes proveedores del producto crudo a nivel internacional.
Mientras el mundo se prepara para reiniciar un nuevo periodo bélico, la fotografía afina sus logros técnicos para la producción de las imágenes del campo iconográfico tal vez más característico del siglo XX: la fotografía de guerra, de sólidos antecedentes creados en el primer encuentro de conflicto global, al que se suma la creciente tradición del foto-documentalismo. Por su parte, ante las imágenes de guerra, Susan Sontag afirma que “no debería suponerse un nosotros cuando el tema es la mirada al dolor de los demás”. Un poderoso pensar coincidente con las políticas internacionales de la Venezuela de entreguerras, la cual se mantiene al margen de toda posición radical.
En medio de la penumbra que se extiende lentamente a lo largo del mundo, las suntuosas celebraciones venezolanas se muestran como una forma de entender el momento específico de la situación nacional, bajo la convicción de que las fiestas son siempre una metáfora de la sociedad en la que se desarrollan. En particular, “las fiestas privadas dicen mucho de lo que somos, de lo que creemos y de lo que esperamos ser (…) Tienen gramática, jerarquía, roles y liturgias que hablan de un colectivo que está en el mismo sitio, pero no de la misma manera” (Straka, 2015). Desde esta perspectiva, observamos en las fotos de ‘Torito’ la estructura de muchas reuniones, rigurosamente organizadas alrededor de lujosas mesas y arreglos, en las que se reúnen importantes personajes del íntimo círculo político del entonces, en una puesta ensimismada de ostentoso regocijo y ficciones anticipadas del progreso.
Entre los personajes, conscientes de ser retratados, es posible identificar rostros recurrentes del gobierno de Gómez, congregados en el Pabellón del Hipódromo hacia 1935, así como la repetida aparición en fiestas de la cantante María Luisa Escobar, o la figura de Eleazar López Contreras en su inicial ascenso a la popularidad; también se encuentran imágenes de su futuro sucesor, el General Isaías Medina Angarita, en situaciones como el banquete en honor al dictador cubano Fulgencio Batista, en 1945, o la presencia de Rómulo Gallegos, en 1948, entre otros. Para el momento, pocos actos ocurrirán sin la presencia de Luis Felipe Toro, quien ya no es solo un fotógrafo por contrato, sino que es reconocido como un maestro.
Naturalmente, al observar una fotografía apuntamos nuestros ojos hacia el rostro de la persona retratada, pues es en este lugar donde se fundamenta el sentimiento de lo otro y lo semejante. Un sentimiento de pertenencia y parentesco que nos permite superar la mera observación de un humano para apuntar mucho más fino: al grupo, a la clase, a un clan, una familia. Estos procesos de identificación del retrato, según Jean-Luc Nancy (2006), funcionan a dos niveles, el de reconocimiento y el de rememoración:
Mientras el primero genera el parecido que nos permite reconocer a la persona retratada, el segundo logra evocar la esencia inmaterial e invisible que nos afecta. Es por ello que, al ver las imágenes de ‘Torito’ posteriores a 1935, vemos mucho más que las fiestas o los personajes conocidos que en estas participaron, para evocar el regocijo de una sociedad que abandonaba la barbarie para apostarlo todo –sin certezas– a la civilización, una lucha que se extiende en su duda hasta la actualidad que nos acontece.
Finalmente, los retratos de ‘Torito’ logran hablar de lo que fuimos, desde la instauración del régimen arcaico de Juan Vicente Gómez a los albores de la fugaz modernidad democrática de López Contreras, así como su abrupta interrupción con el derrocamiento de Medina Angarita por parte la Unión Patriótica Militar. Acompañada por sus imágenes, buena parte de la historia del inicial siglo XX venezolano se escribirá gracias al testimonio visual de Luis Felipe Toro, un nombre relegado al olvido tras la instauración de nuevos gustos y formas de hacer fotografía, en un país que le daba la bienvenida a la tendencia moderna de la fotografía autoral.
Sin embargo, ‘Torito’ vuelve a nosotros gracias a la labor de investigadores e instituciones que vieron en su legado mucho más que el trabajo del fotógrafo de ‘la vieja Caracas’ o del ‘fotógrafo de Gómez’. Títulos que no alcanzan para comprender y apreciar el verdadero aporte del creador de las imágenes de un pasado por el que, aparentemente, entendemos nuestro presente, y cuyas fotografías, sin dudarlo, pertenecerán a nuestro porvenir. Un futuro del que esperamos no menos de lo perdido a través del tiempo, retratado por ‘Torito’ en sus últimos años de celebraciones, progreso y democracia.
Referencias
Dorronsoro, Josune (1987): Luis Felipe Toro: Crónica fotográfica de una época. Caracas. 67 Publicidad S.A.
FREUND, Gisèle (2006): La fotografía como documento social. Barcelona. Gustavo Gili.
Nancy, Jean-Luc (2006): La mirada del retrato. Buenos Aires. Amorrortu.
Straka, Tomás (2015): La República Fragmentada: Claves para entender a Venezuela. Caracas. Editorial Alfa.
Vilda, Carmelo (1999): Proceso de la cultura en Venezuela. Caracas. Universidad Católica Andrés Bello.
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