Fundamentos de la mística tibetana Anagarika Govinda

 Libro Fundamentos de la mística tibetana

PRÓLOGO
    La importancia de la tradición tibetana para nuestro tiempo y para el desarrollo espiritual de la Humanidad reside precisamente en el hecho de que el Tíbet representa el último eslabón vivo que nos liga a las culturas de un pasado lejano. Los cultos mistéricos, tanto de Egipto como de Mesopotamia, de Grecia, de los Incas o de los Mayas, escapan a nuestro conocimiento a causa de la desaparición de las culturas de estos pueblos, excepción hecha de algunas tradiciones fragmentarias, a las viejas culturas de la India y de la China, aunque preservadas en gran medida gracias al arte y a la literatura y aunque espléndidas aún sobre las cenizas del pensamiento actual, están al mismo tiempo recubiertas y penetradas por tal cantidad de capas compuestas por corrientes culturales diferentes, que resulta muy difícil, por no decir imposible, distinguir en ellas sus elementos particulares y reconocer su naturaleza primigenia.
    El Tíbet, debido a su aislamiento natural y a su inaccesibilidad (reforzada aún más por las vicisitudes políticas de los últimos siglos) consiguió no sólo conservar con toda su pureza las tradiciones de su pasado más lejano, sino que incluso las conservó vivas, lo mismo que conservó latente el conocimiento de las fuerzas que el alma humana lleva escondidas en su interior, y mantuvo incólumes los más altos conocimientos esotéricos de los sabios hindúes.
    Sin embargo, ante el empuje de los acontecimientos que conmueven al mundo —un empuje del que ya no se libra ningún pueblo y que ha arrancado al Tíbet de su aislamiento—, todas estas conquistas espirituales parecen abocadas a desaparecer o, por el contrario, a convertirse en el futuro fundamento de una cultura humana más elevada.
    Tomo Géshé Rimpoché ( tro-mo dgé-bses rin-po-ché ), reconocido como una de las grandes autoridades espirituales del Tíbet moderno, un auténtico Maestro de la visión interior, que había previsto estos acontecimientos, abandonó su eremitorio de las montañas, lejos del mundo, donde durante doce años se había sumido en la meditación, y proclamó que había llegado el tiempo de hacer accesibles al mundo entero los tesoros espirituales conservados en el Tíbet durante más de un milenio. Porque la humanidad ha llegado a la encrucijada misma de sus más graves decisiones: ante ella se encuentra el camino que conduce al poder por el dominio de las fuerzas naturales —camino de esclavitud y de autodestrucción— y otro camino que puede conducir a la Iluminación, el Bodhisattva-mārga , el cual mediante el dominio de las potencias interiores, lleva a la libertad y a la Realización de Uno mismo. Señalar este último camino y ayudar a recorrerlo con el propio ejemplo fue la meta vital de Tomo Géshé Rimpoché.
    El ejemplo vivo de este gran instructor, de cuyas mismas manos recibió el autor, hace ya veinticinco años, la primera iniciación y el más fuerte impulso espiritual de su existencia, le ha abierto las puertas de los misterios del Tíbet y le ha animado a transmitir al mundo los conocimientos adquiridos, al menos en la medida en que las palabras lo permitan. Si, a pesar de los inconvenientes propios de tal intento, lo que fue así transmitido pudiera servir de ayuda a otros buscadores, el mérito recaería sobre el Gurú que dio lo mejor de sí mismo. Y el autor piensa igualmente, en este sentido, en todos aquellos otros Maestros que, desde la partida del primero, tomaron su antorcha para hacer madurar la obra emprendida por él. A todos ellos va dirigido su profundo reconocimiento.
    Porque, a través de ellos, brilla el espíritu del primer gurú, que vivirá para siempre jamás en el corazón de sus discípulos.
    ¡Gloria a Él, el Maestro!
    OṀ MUNI MUNI MAHĀMUNI ŚĀKYAMUNIYE SVĀHĀ !
    Ashram de Kasar Devi, Kumaon, Himalaya (India) el quinto mes del año 2500 después de la entrada de Buddha en el supremo Nirvā ṇa .
    Octubre de 1956.
    EL AUTOR


PRIMERA PARTE

    OṀ
    EL CAMINO DE LA UNIVERSALIDAD
    AVALOKITEŚVARA
    A quien está consagrada la fórmula sagrada OṀ MAṆI PADME HŪ Ṁ .

I
    LA MAGIA DE LA PALABRA Y LA FUERZA DEL LENGUAJE
    Todo lo visible tiende hacia lo Invisible,
    lo audible hacia lo Inaudible,
    lo tangible hacia lo Intangible.
    Y —tal vez— lo pensable hacia lo Impensable.
    Novalis
    Las palabras son las marcas del espíritu, los puntos finales o, más exactamente, las sucesivas etapas de series infinitas de experiencias que, saliendo del pasado más inimaginable, alcanzan el presente y constituyen, a su vez, los puntos de partida de nuevas series indefinidas que alcanzarán un futuro igualmente inimaginable. Son eso que es audible y tiende a lo inaudible . Son el pensamiento y lo pensable que emergen desde lo impensable.
    La esencia de la palabra no se termina, pues, ni en su utilidad en tanto que trasmisora de sentimientos o de ideas, ni en su significación presente; posee, al mismo tiempo, propiedades que van mucho más allá de lo representable, del mismo modo que una melodía, aunque esté íntimamente ligada a un contenido concreto, no llega a identificarse con él ni puede ser reemplazada por él. Y es precisamente esta propiedad irracional la que conmueve nuestro más profundo sentimiento, la que exalta nuestro ser íntimo y lo hace vibrar con los demás.
    El encanto que ejerce sobre nosotros la poesía radica precisamente en este factor irracional, asociado al ritmo que se desprende de dicha fuente. Ésta es la razón por la que la magia poética es más potente que el contenido objetivo de las palabras y más potente que el entendimiento con toda su carga de lógica, en cuya fuerza todopoderosa tan firmemente creemos.
    El éxito de los grandes oradores no depende sólo de lo que dicen, sino más bien de la manera en que lo dicen. Si los seres humanos pudieran ser convencidos por la lógica y por la demostración científica, hace ya mucho tiempo que los filósofos habrían convertido a sus doctrinas a la mayor parte de la Humanidad. Por otra parte, las Escrituras sagradas de las religiones universales jamás habrían ejercido tan enorme influencia, porque lo que nos comunican bajo la forma de pensamiento puro es muy débil comparado con las creaciones de los grandes sabios y de los grandes pensadores. Podemos decir, pues, con toda razón, que la fuerza de estos libros sagrados reposa en gran parte en la magia de la palabra, es decir, en la fuerza oculta que conocían los sabios de antaño, porque se encontraban muy cerca de la Fuente de la Palabra.

    El nacimiento del lenguaje fue al mismo tiempo el nacimiento de la Humanidad. Cada palabra era el equivalente fonético de una experiencia, de un acontecimiento, de un estímulo interior o exterior. Un potente esfuerzo y una experiencia creadora estaban incluidos en esta formación de sonidos que debió escucharse a lo largo de largos períodos y gracias a la cual el ser humano llegó a elevarse por encima de los animales.
    Si el Arte puede considerarse como una nueva creación y el aspecto plástico de la Realidad por medio de la experiencia humana, del mismo modo podemos considerar la creación de la palabra como el logro artístico más importante de la Humanidad. Cada palabra, en su origen, era un núcleo de energías en las que se originaba la trasmutación de la realidad en modulaciones de la voz humana: expresión vital del alma. Por medio de esta creación verbal, el ser humano tomó posesión del universo. Más aún: descubrió una nueva dimensión, todo un mundo que estaba en el interior de sí mismo y a través del cual se le abría la perspectiva de una forma más elevada de vivir, sobrepasando el estado actual de la conciencia del mismo modo que la conciencia del hombre supera a la del animal.
    El presentimiento —y hasta la certeza— de la existencia de estados de conciencia tan elevados, va ligado a determinadas experiencias de naturaleza tan fundamental que es imposible explicarlas ni describirlas. Son tan sutiles que resultaría imposible compararlas a nada que pudiera ser expresado con un pensamiento o con una representación. Y, sin embargo, estas experiencias son más reales que cualquier otra cosa que pudiera ser percibida por nosotros: vista, pensada, tocada, sentida u oída. Y esto sucede porque están repletas de todo aquello que precede y abarca la totalidad de las sensaciones particulares, de tal modo que no puede identificarse con ninguna de ellas. Por este motivo, únicamente los símbolos pueden sugerir el sentido de estas experiencias. Y tales símbolos no son de ningún modo invenciones arbitrarias, sino formas espontáneas de expresión, surgidas de las regiones más profundas del espíritu humano.
    Los símbolos surgen del vidente bajo la forma de visiones y del cantor bajo la forma de sonidos ; y surgen directamente, con el encantamiento de la visión o de la melodía. Su presencia esencial constituye la totalidad de la fuerza sagrada del poeta-vidente ( kavi ). Lo que están proclamando sus labios no está contenido en las palabras comunes ( shabda ); los sonidos no son los que constituyen una conversación: son «mantra», fuerzan a la creación de una imagen mental, y la fuerzan ejerciendo su acción sobre lo que es , precisamente para que surja tal como es realmente en su Ser esencial. Son también experiencia: inmediata y recíproca penetración del conocedor y de lo conocido. Tal como existía en la primera palabra de fuerza evocadora, por medio de la cual lo inmediato se fundía sobre el poeta-vidente, adoptando la forma de la palabra y de la visión a un tiempo, con cuya fuerza el poeta dominaba de inmediato la realidad por medio de palabras y de imágenes del mismo modo y desde el principio de los tiempos, aquel que consigue utilizar las palabras-mantra poseerá la fuerza del conjuro, el medio mágico de actuar sobre la realidad inmediata, que es revelación divina y juego sempiterno de las fuerzas del universo.
    «En la palabra mantra se encuentra la raíz man (pensar: de ahí el griego menos y el latín mens ) unida a la partícula tra , que forma parte de las palabras que designan los útiles. Así sucede con mantra: es un útil para pensar, una herramienta que permite aprehender una imagen mental. Por su resonancia, llama a la inmediata realización de su contenido. El mantra es potencia y no simple opinión que el espíritu podría contradecir o incluso eludir. Lo que designa el mantra es así , está aquí , se realiza . Aquí —y en ninguna otra parte como aquí— las palabras son actos cuya realización es inmediata» [1] .
    De esta manera, la palabra constituyó, desde el instante mismo de su nacimiento, un centro de fuerza y de realidad; sólo el hábito ha hecho de ella un simple modo de expresión estereotipada. La palabra-mantra ha escapado, hasta cierto punto, de este destino, precisamente porque no tenía ningún significado concreto y, por consiguiente, no se prestaba a fines utilitarios.
    Sin embargo, aunque las palabras-mantra han seguido existiendo, su tradición casi se ha extinguido y en nuestros días quedan pocos que tengan conciencia de su auténtica naturaleza y que sepan servirse de ellas. La humanidad moderna no es siquiera capaz de representarse hasta qué punto la magia de la palabra y de la voz ha sido auténticamente vivida en las antiguas civilizaciones y qué fuerte influencia ejerció sobre la vida en su conjunto, fundamentalmente desde una perspectiva religiosa.
    En la era de la radio y de los periódicos, cuando las palabras —dichas o escritas— se proyectan a millones por el mundo entero, el valor del vocablo ha descendido tanto que es difícil darle al hombre de hoy una idea —siquiera sea lejana— de la actitud tremendamente respetuosa que el hombre de otros tiempos más espiritualizados y las civilizaciones religiosas observaban frente a la palabra, portadora de la tradición sagrada y encarnación del espíritu.
    Los últimos vestigios de estas civilizaciones resuenan todavía en los países de Oriente. Pero un solo país ha conseguido mantener vivas hasta hoy mismo las tradiciones mántricas: el Tíbet. Allí no es únicamente la palabra un signo sagrado, sino que lo es cada letra del alfabeto, cada sonido. Hasta en los casos en los que sirven a fines profanos, nunca se olvida ni se desprecia completamente su origen y su valor. La palabra escrita es tratada siempre con respeto; jamás se tira inconscientemente por los rincones donde pudiera ser humillada o pisoteada por los hombres o por los animales. Y cuando se trata de palabras o de escritos de naturaleza religiosa, el menor de sus fragmentos es tratado como una preciosa reliquia y jamás se destruye arbitrariamente, aunque haya dejado de servir. Se deposita en santuarios o en relicarios, o incluso en el interior de algunas grutas, para que su destrucción sea totalmente natural.
    Para quien observe estos hechos desde fuera, todo esto puede parecer una superstición primitiva. Esta apariencia tomará cuerpo si se consideran tales procedimientos aislados de sus relaciones metafísicas con los motivos ancestrales. Porque lo que aquí está en juego no es un pedazo de papel y los signos que tiene dibujados, sino la actitud del espíritu que se expresa por medio de cada uno de estos procedimientos y que tiene su fundamento en la evocación de una realidad superior que está siempre presente y que actúa eficazmente sobre nosotros, empapada del contacto con sus propios símbolos.
    El símbolo, por este motivo, jamás es sacado de su profunda realidad para ser nuevamente deglutido a niveles de uso simple y cotidiano o de una mera espiritualidad dominical; es algo vivo y actual, a lo que se somete todo aquello que es profano, material o utilitario. Sí, porque todo aquello que denominamos profano y material es, mediante esta actitud, despojado de sus características inmediatas y convertido en expresión de una realidad que se mantiene escondida detrás de las apariencias. Una realidad que, por sí sola, da sentido a nuestra vida y a nuestra actividad, incluyendo en él a las cosas más nimias y menos aparentes en la vasta correlación de todo cuanto sucede y de todo cuanto existe.
    «En lo más pequeño encontrarás un Maestro al que jamás servirás suficientemente desde lo más profundo de tu ser». (Rilke)
    Si esta actitud espiritual se interrumpiera en algún punto, perdería su unidad y, en consecuencia, su consistencia y su fuerza.
    El vidente, el poeta, el cantor, el creador espiritual, el alma sensible, el santo, todos conocen la esencia de la forma en la palabra y en el sonido, en lo visible y en lo tangible. Nunca traicionan lo que es pequeño, porque saben distinguir en ello lo que tiene de grande. En sus labios, la palabra se convierte en mantra, los sonidos y los signos de que se compone se hacen portadores de fuerzas misteriosas; ante sus ojos, lo visible se hace símbolo, el objeto se convierte en instrumento creador del espíritu y la vida se vuelve un río profundo, que fluye de una a otra eternidad: «Todo es significativo; todo es espejo; todo, por tanto, se mantiene velado a las miradas brumosas», así lo expresa admirablemente, Melchior Lechter.
    Bueno será que nos acordemos de vez en cuando de que esta actitud del Oriente tuvo también carta de ciudadanía en Europa y que, hasta un determinado momento, la tradición de la palabra interior y de la eficacia del símbolo tuvo sus paladines. Quisiera ceñirme al recuerdo del concepto mántrico de la palabra en Rainer Maria Rilke, que supo captar la esencia de la voz en sus más profundas significaciones:
    «Allí donde, lentamente, más allá de lo olvidado,
    remonta hasta nosotros lo que fue sentido,
    dominado, dulce, más allá de todo límite
    y vivido intensamente en lo ponderable,
    allí da comienzo la palabra, tal como la escuchamos,
    su valor, sin embargo, nos supera,
    porque el Espíritu, que nos ansía solos,
    desea igualmente la seguridad de vernos juntos».

II
    ORIGEN Y UNIVERSALIDAD DE LA SÍLABA OṀ
    L a importancia dada a la palabra en la India antigua puede apreciarse en el siguiente fragmento:
    La esencia de todos los seres es la tierra;
    La esencia de la tierra es el agua;
    Las plantas son la esencia misma del agua;
    El ser humano es la esencia de las plantas;
    La esencia del hombre es el Verbo;
    La esencia del Verbo es el Ṛgveda ;
    La esencia del Ṛgveda es el Sāmaveda ;
    La esencia del Sāmaveda es el Udgītha [2] .
    Este Udgītha es la mejor, la más alta de todas las esencias,
    y merece el más alto puesto: el octavo.
    ( Chāndogya Upaniṣad )
    En otros términos: las fuerzas y las propiedades latentes de la tierra y del agua se concentran y se transforman en el organismo más elevado de las plantas; las fuerzas de éstas son transformadas y concentradas en el ser humano; las fuerzas del hombre se concentran en su aptitud para la reflexión intelectual y en su posibilidad de expresión por medio de equivalencias sonoras que, uniendo la forma interior (pensamiento) a la forma externa (palabra audible), producen la palabra, por medio de la cual el ser humano se distingue de las formas vivas inferiores.
    La expresión más preciosa de este logro intelectual, la suma de sus experiencias, constituye la ciencia sagrada ( veda ), bajo la forma de poesía ( Ṛgveda ) y de música ( Sāmaveda ). La poesía está más allá de la prosa, porque su ritmo crea una unidad superior que rompe las cadenas que sujetan al espíritu. Pero la música es aún más sutil que la poesía, en tanto que nos hace trascender el sentido de las palabras y nos coloca en un estado de receptividad intuitiva.
    Finalmente ambas, lo mismo que el ritmo y la melodía, encuentran su síntesis y su conjunción (que podría aparecer incluso como una disolución del intelecto ordinario) en las vibraciones profundas y penetrantes del fonema sagrado OṀ . Aquí se alcanza la cúspide de la pirámide, elevándose desde la  llanura de las grandes diferenciaciones y de las materializaciones de los elementos groseros (los mahābhūta ), hasta la cima de la máxima unificación y espiritualización, que contiene las propiedades latentes de todos los grados intermedios, como es el caso de la semilla o del germen ( bīja ). En este sentido, OṀ es la quinta esencia, la sílaba-germen ( bīja-mantra ) del universo, la palabra mágica (éste era el sentido original de la palabra brahman ), la fuerza universal, la conciencia capaz de penetrarlo todo.
    Por la identificación de la palabra sagrada con el universo, la idea de brahman se extendió a la totalidad del espíritu universal y de la fuerza omnipresente de la conciencia, en la cual participan los seres humanos, los dioses y los animales, pero que, sin embargo, no se convierte en experiencia total más que en los santos y en los iluminados.
    OṀ jugaba ya un papel muy importante en el paralelismo cósmico del ceremonial de los sacrificios védicos y se convirtió, en siglos posteriores, en uno de los símbolos más importantes del yoga, en el cual, liberado tanto de la mística y de la magia de las prácticas sacrificiales como de las especulaciones filosóficas del pensamiento anterior, se transforma en un medio esencial para la práctica de la meditación. De símbolo metafísico pasó a ser, en cierta manera, procedimiento psicológico.
    «Lo mismo que una araña se eleva con la ayuda de su hilo y alcanza la libertad, el yogui alcanza la liberación gracias a la sílaba OṀ ».
    En el Maitrāyana Upaniṣad , OṀ es comparado a una flecha cuya punta es el pensamiento ( manas ) y que, partiendo del arco del cuerpo humano, atraviesa las tinieblas de la ignorancia y alcanza la luz del estado superior.
    Una comparación se halla en el Muṇḍaka-Upaniṣad , donde se dice:
    «Habiendo empuñado a modo de arco la gran arma de la ciencia secreta ( Upaniṣad ),
    se coloca sobre ella la flecha aguzada, por una incesante meditación.
    El espíritu, henchido de Ella (la Conciencia Universal, el Brahman ) tensa el arco y atraviesa, oh noble joven, su diana: lo Imperecedero.
    El praṇava ( OṀ ) es el arco, la flecha es el Yo.
    El brahman es la diana.
    Por medio de la atención, es atravesado.
    Hay que unirse a él como una flecha se clava en su diana».
    En el Mā ṇḍ ūkya -Upaniṣ ad , la sílaba OṀ es analizada en sus elementos vocales, según los cuales O es considerado como una combinación de los sonidos A y U, de tal manera que nos encontramos en presencia de tres elementos, A, U, M, en los que OṀ es la expresión de la más alta conciencia, estando los tres elementos presentes como los tres grados de esa conciencia, del modo siguiente: A como conciencia vigilante ( jāgrat ), U como conciencia en estado de sueño ( svapna ) y Ṁ como la conciencia del sueño profundo ( suṣupti ), mientras que OṀ , en tanto que totalidad, constituye el estado de conciencia cósmica o «cuarto estado» ( turīya ), que lo abarca todo y sobrepasa toda expresión. Ésta es la conciencia de la cuarta dimensión.
    Las expresiones «conciencia vigilante», «conciencia de sueño», y «conciencia de sueño profundo» no deben, naturalmente, tomarse al pie de la letra, sino más bien como:
la conciencia subjetiva del mundo exterior; es decir, de nuestro estado ordinario; la conciencia de nuestro mundo interior; es decir, de nuestro pensamiento y de nuestro sentimiento, de nuestras esperanzas y de nuestros deseos: aquello que designamos como nuestra conciencia intelectual; y la conciencia que reposa en sí misma, no escindida en sujeto y objeto, la unidad indiferenciada, que es designada en el budismo como el estado de vacío sin cualificación ( śūnyatā ).
    Por el contrario, el cuarto y supremo estado ( turīya ) se describe de muy diversos modos, según lo que se concibe como el fin o el ideal más elevado. Para algunos es el estado de Ser Puro en Sí, o Ser-Existencia ( kevalatva ); según otros es el acceso a un Ser más elevado ( sāyujyatva ) o el estado impersonal del Brahman universal; para otros aún, es la libertad y la independencia sin límites ( svātantriya ), etc. Para todos, sin embargo, se trata de un estado inmortal, sin dolor, sin nacimiento ni envejecimiento; y cuanto más nos aproximamos a la era búdica, más claro se hace que este estado nunca podría alcanzarse sin el abandono de todo aquello que representa el pretendido «yo» o «ego».
    De este modo, OṀ se asocia a la Liberación, bien sea como el medio de llegar a ella, bien sea como símbolo de dicha Realización. A pesar de la multitud de caminos por los que se busca o se define dicha liberación, OṀ jamás ha constituido propiedad exclusiva de una escuela filosófica particular, sino que se ha mantenido fiel a su carácter simbólico, que es el de expresar su entidad más allá de nombres y de formas, más allá de delimitaciones y de clasificaciones, de definiciones y de explicaciones: es, en nosotros, la experiencia del infinito y puede ser experimentada como una meta lejana o como un simple presentimiento —una aspiración— o puede ser reconocida como una realidad creciente que se realiza mediante la destrucción de todas las limitaciones y por la victoria sobre la tiranía de las intenciones desviadas.
    Hay tantas infinitudes como dimensiones, tantas formas de liberación como temperamentos; todas, sin embargo, llevan consigo la misma marca distintiva. Aquellos que padecen servidumbres y limitaciones sentirán la liberación como un gozo infinito. Aquellos que sufren en la oscuridad la captarán como una luz igualmente infinita. Los que gimen bajo el peso de la muerte y del sentimiento de lo efímero experimentarán la liberación como pura infinitud. Y aquellos que no alcanzan el reposo gozarán de su paz y de su infinita armonía.
    Todas estas expresiones, sin perder su carácter específico, son portadoras de un epíteto común: infinito . Y esto es importante, porque demuestra que incluso las más elevadas realizaciones pueden conservar un sabor de individualismo: sabor de su cuerpo originario, sin que por ello tenga que sentirse influido su valor universal. Ni siquiera en esas cimas supremas de la conciencia se encuentran, con sentido absoluto, los conceptos de identidad y de no-identidad. Sigue habiendo entre ellos una profunda relación que nada tiene que ver con una igualdad átona, porque jamás podría ser fruto de un crecimiento vivo, sino sólo producto de un mecanismo inanimado.
    De esta manera, la experiencia de la infinitud se transformó en cosmología en los más antiguos Vedas , en ritual mágico en los Brāhmanas , en monismo idealista en los Upaniṣads , en pensamiento biológico en el jainismo, en profundidad psicológica de la meditación en el budismo, en metafísica en el vedanta , en amor religioso místico ( bhakti ) en el vishnuismo , en ascesis victoriosa en el shivaísmo , en potencia maternal creadora del universo ( Śakti ) en el tantrismo hinduista, en transformación de fuerzas y de fenómenos psicocósmicos, penetrándolos con el rayo de luz de una conciencia trascendente ( prajnā ).
    Las distintas posibilidades de expresión de la experiencia de infinitud no se agotan —¡faltaría más!—, lo mismo que no se agotan sus combinaciones y su capacidad de penetración. Muy al contrario, muchos de estos rasgos aparecen frecuentemente combinados y los diversos sistemas que los adoptan nunca están sujetos a una división radical; parcialmente, cabalgan unos sobre otros. Y, de todos modos, la acentuación de este rasgo o de aquel tema dominante confiere a cada sistema religioso su carácter propio.
    Por lo demás, OṀ aparece ante unos como símbolo de infinita potencia, ante otros como espacio infinito, ante terceros como Existencia infinita o Vida eterna. Para algunos, OṀ significa la Luz omnipresente, para otros la ley universal; otros, en fin, lo conciben como Conciencia omnipotente o como Divinidad que todo lo penetra, como Amor que todo lo abraza, como ritmo cósmico, como fuerza creadora siempre presente o como conocimiento infinito; y así sucesivamente, hasta el infinito.
    Lo mismo que un espejo refleja todas las formas y todos los colores sin modificar su naturaleza, del mismo modo OṀ refleja las variaciones de todos los temperamentos o toma las formas de todos los ideales elevados, sin limitarse a uno o a otro. Su naturaleza es el Infinito, sin más. Si esta sílaba sagrada pudiera significarse con cualquier significación inteligible; si se volviera hacia un ideal cualquiera sin conservar la cualidad irracional e intangible de su esencia, jamás habría servido para simbolizar este estado de espíritu supraconsciente en el que toda aspiración individual encuentra su síntesis y su realización.

III
    LA IDEA DEL «SONIDO CREADOR» Y LA TEORÍA DE LAS VIBRACIONES

    Como todo lo que vive, los símbolos tienen sus períodos de crecimiento y de declive; épocas de ascenso y de descenso. Cuando su fuerza ha alcanzado el apogeo, descienden por todas las sendas de la vida cotidiana, hasta convertirse en expresiones convencionales que nada tienen que ver con la experiencia original, o toman un significado demasiado restringido o demasiado general, de manera que se pierde su significación profunda. Es entonces cuando otros símbolos vienen a reemplazarlos, mientras ellos emprenden la retirada y se enquistan en un círculo íntimo de iniciados, de los cuales resurgen con un nuevo impulso juvenil cuando llega su momento preciso.
    Cuando me refiero a «iniciados» no designo a seres humanos organizados en grupos definidos, sino a seres individualizados que, debido a su sensibilidad, se han vuelto permeables a las influencias de los símbolos que les han ido llegando a través de la tradición o de la propia intuición. En el caso de los símbolos mántricos, las vibraciones sutiles de un sonido juegan en ellos un papel muy importante, a pesar de que las asociaciones mentales que se cristalizan en torno suyo, por tradición o por experiencia, contribuyen a intensificar su acción.
    El secreto de esta potencia oculta del sonido o de las vibraciones, que proporciona la clave de los misterios de la creación y de la fuerza creadora, lo mismo que descubre la naturaleza de las cosas y de los fenómenos vitales, era bien conocido de los videntes de tiempos pasados, los sabios rishis que vivían en las laderas de los Himalayas, los «magos» persas, los Adeptos mesopotámicos, los sacerdotes egipcios y los iniciados griegos, por no hablar de aquellos que dejaron su huella en la tradición.
    Pitágoras, que fue iniciado en la sabiduría oriental y fundó una de las más influyentes escuelas de filosofía mística de Occidente, hablaba de «la armonía de las esferas», a la que aportaban sus notas particulares todos los cuerpos celestes —y esto se aplica por igual a los átomos—, por el simple hecho de su movimiento, de sus ritmos o de sus vibraciones. Todas estas notas o vibraciones formaban una armonía universal, en la que cada elemento, aun conservando sus características y sus funciones particulares, contribuía a la unidad del conjunto.
    La noción del sonido creador se perpetuó en la doctrina del Logos , que fue parcialmente recogida por el cristianismo primitivo, tal como puede apreciarse en el Evangelio de San Juan, que comienza con estas palabras misteriosas:
    «En el principio fue el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios (…) Y el Verbo se hizo carne…».
    Si estas profundas enseñanzas —que podrían haber unido el cristianismo a la filosofía gnóstica y a las tradiciones orientales— hubieran conseguido conservar su influencia, el mensaje universal de Cristo se habría salvado del cáncer de la intolerancia y de la estrechez de espíritu.
    Sin embargo, en la India se mantenía vivo el sentido del conocimiento de su creador. Este conocimiento se mantuvo a través de los diversos sistemas de yoga y encontró su plenitud en estas escuelas budistas cuyo fundamento filosófico estaba constituido por la doctrina de los Vijñānavādins . Estas enseñanzas eran conocidas también con el nombre de yogācāra , es decir, «comportamiento en el yoga» y su tradición se mantuvo hasta nuestros días en los países donde floreció el budismo mahāyāna , el Tíbet y el Japón.
    Alexandra David-Neel, en el capítulo octavo de su Viaje al Tíbet, describe a un «Maestro del sonido» que estaba en condiciones de conferir a su instrumento (una especie de címbalo) todas las modalidades posibles de extraños sonidos, así como de declarar —lo mismo que Pitágoras— que todos los seres y todas las cosas emitían sonidos acordes con su naturaleza o con el estado particular en que se encontraban.
    «Esto se debe —decía— a que todos los seres y todas las cosas son conglomerados de átomos que bailan y producen sonidos a través de su movimiento. Cuando el ritmo cambia, cambia también el sonido que emiten… Cada átomo canta constantemente su aire y el sonido crea a cada instante formas compactas o sutiles, según su mayor o menor materialidad. Lo mismo que existen sonidos creadores, hay sonidos que destruyen y aquel que es capaz de emitir unos y otros puede crear o destruir a su placer».
    Tenemos que llevar cuidado y no interpretar tales declaraciones en el sentido en que lo haría la ciencia materialista. Se ha afirmado que la fuerza del mantra reside en el efecto de las ondas sonoras y en la oscilación mínima de las infinitamente pequeñas partículas de materia que se agrupan —como puede demostrarlo la experiencia— en formaciones geométricas determinadas, correspondientes a la cualidad, a la intensidad y al ritmo del sonido.
    Si un mantra pudiera actuar de esta forma mecánica, podría obtenerse el mismo efecto por medio de un fonógrafo. Sin embargo, incluso a través de un intermediario humano, su repetición queda sin efecto cuando procede de un ser ignorante, y esto incluso si el tono es el mismo del de un Maestro desde todos los puntos de vista. La superstición que asegura que la eficacia de un mantra depende sólo de la acentuación es la consecuencia directa de la teoría vibratoria de algunos aficionados europeos que se llaman a sí mismos científicos y que confunden los efectos de las vibraciones espirituales con los de las ondas sonoras físicas. Si la eficacia de los mantras estuviera ligada a la justa pronunciación todos los mantras del Tíbet habrían perdido su sentido y su eficacia, porque no están expresados conforme a las reglas de pronunciación del sánscrito, sino a la manera tibetana (por ejemplo: « OṀ MAṆI PADME HŪ Ṁ » se pronuncia « OṀ MAṆI Péme HŪ Ṁ »).
    Esto quiere decir que la fuerza y el efecto de un mantra dependen de la actitud espiritual, de la ciencia, del sentimiento de responsabilidad, de la madurez de alma del individuo. El shabda (sonido) de un mantra no es una vibración física (aunque ésta pueda acompañarlo), sino un sonido espiritual. El oído es incapaz de percibirlo, pero sí puede hacerlo el corazón. La boca no puede pronunciarlo, pero puede pronunciarlo el corazón. Los mantras carecen de fuerza y hasta de sentido, para aquellos que no tienen conciencia de iniciados, es decir, aquellos que han atravesado el estadio de experiencia desde el cual ha surgido la palabra o la fórmula mántrica a la que se han ligado indisolublemente, desde lo más profundo de su ser.
    De este modo, lo mismo que una fórmula química no transmite su potencia más que a aquel que conoce la significación de su símbolo y las leyes y los métodos de su aplicación, el mantra no puede dar poder más que a aquél que es consciente de su esencia, al que conoce sus modos de aplicación, al que sabe que es el medio idóneo de despertar a las fuerzas que duermen dentro de sí mismo, por medio de las cuales puede estar en disposición de actuar sobre su propio destino y sobre lo que le rodea. Los mantras, pues, no son un «Sésamo, ¡ábrete!», tal como parecen afirmarlo todavía algunos notables sabios de Occidente; eso es lo mismo que decir que no actúan por su propio impulso, sino por mediación del espíritu que ha realizado la experiencia. Carecen de fuerza propia; no son más que medios para concentrar fuerzas que están ya dispuestas, lo mismo que una lente —que no posee por sí misma color alguno— puede convertir inocentes rayos solares en causa de incendios, si es convenientemente utilizada. Esto puede parecerle pura hechicería a un ser simple, que realiza la experiencia sin conocer sus causas. Pues bien: aquél que confunde mantra y hechicería apenas se distingue, en este aspecto, del ser primitivo, incluso reconociendo que ha habido (y aún hay) sabios que, echando mano de la filología, se han acercado a los mantras y han llegado a la conclusión de que no son más que balbuceos desprovistos de sentido ( gibberish ) [3] , después de haber constatado su estructura no gramatical y su carencia de relaciones lógicas. En este sentido, su empresa puede compararse al intento de cazar mariposas con pinzas. Sin necesidad de recurrir a lo impropio de los medios utilizados, es asombroso que estos sabios, sin poseer la mínima experiencia personal en estos campos y sin siquiera haber tratado de conocer, guiados por un maestro espiritual ( gurú ), la naturaleza de los métodos tradicionales mántricos, hayan tenido la pretensión de emitir juicios carentes de todo fundamento objetivo. Únicamente la obra valiente y precursora de Arthur Avalon —que había encontrado en el ideólogo alemán Heinrich Zimmer un genial y sagaz intérprete— ha podido mostrar al mundo, por vez primera, que el tantrismo no era ni un hinduismo ni un budismo degenerado y que en las tradiciones mántricas se expresan los más profundos conocimientos y experiencias en el dominio de la psicología humana [T1] .
    En cualquier caso, estos conocimientos y estas experiencias no pueden ser adquiridos más que con la ayuda de un gurú experto en la tradición viva y tras una práctica personal traducida en forma de entrenamiento constante. Sólo después de una preparación semejante pueden tener un sentido los mantras, puesto que únicamente entonces pueden despertar en los iniciados las fuerzas acumuladas, a lo largo de experiencias anteriores, y producir de este modo los efectos para cuya consecución fue creada la palabra mántrica. El no iniciado puede, si lo desea, articular un mantra, pero jamás conseguirá extraer de él el menor resultado. Por este motivo, los miles de mantras que existen pueden ser incluso impresos sin que llegue a desvelarse su secreto o su valor.
    El «secreto» de que se trata aquí no tiene nada que ver, sin embargo, con el intencionado recubrimiento de una determinada ciencia, sino que se liga al hecho de que debe adquirirse con el precio de la disciplina, de la concentración y de la interiorización. Como todo aquello que es precioso o como toda forma de conocimiento, esto no se adquiere sin esfuerzo. Sólo en este sentido se hace esotérico, lo mismo que toda sabiduría profunda que no se desvela a la primera ojeada, porque no depende de un conocimiento superficial, sino de una realización en las profundidades del espíritu. Por eso, cuando el quinto patriarca de la escuela búdica china Chán tuvo que responder a su discípulo Hui-Neng, que le había preguntado si existe una enseñanza esotérica, respondió con estas palabras:
    «Lo que yo puedo decirte no es esotérico; pero si vuelves tu mirada hacia el interior de ti mismo, descubrirás cuánto hay de esotérico en tu espíritu».
    De todos modos, lo mismo que el estudio de las ciencias superiores no se hace accesible más que a aquellos que están dotados y capacitados por determinadas cualidades, así los Maestros de todos los tiempos han exigido de sus discípulos la posesión de unas dotes específicas, antes de iniciarles en los más profundos conocimientos mántricos. Porque nada resulta más peligroso que un saber a medias o un conocimiento cuyo valor es exclusivamente teórico.
    Las cualidades exigidas eran las siguientes: confianza ilimitada en el gurú, total abandono de cualquier ideal personificado por él [E1] y veneración por todo lo que fuera espiritual. Las calificaciones particulares eran: conocimiento de las Escrituras sagradas y de la tradición en sus rasgos esenciales y propósito firme de pasar un determinado número de años bajo la dirección del gurú para consagrarse al estudio y a la práctica de las más recónditas enseñanzas.

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