La cultura como praxis Zygmunt Bauman INTRODUCCIÓN

 Libro La cultura como praxis


En este libro, uno de los principales teóricos sociales de la actualidad acomete el tema que más ha fascinado a los científicos sociales durante los últimos años: la cultura. Bauman pretende clasificar los significados de la cultura distinguiendo entre la cultura como concepto, la cultura como estructura y la cultura como praxis. Analiza, por consiguiente, las diferentes formas en que se utiliza en cada uno de dichos ámbitos. Enfrentado al enfoque relativista, Bauman recela de aquellos tratamientos que abordan la cultura en forma de reportajes. Para Bauman, se trata de un aspecto vivo y cambiante de las interacciones humanas, por lo que se debe entender y estudiar como parte integral de la vida. En el fondo de esta aproximación subyace una propuesta según la cual la cultura es intrínsecamente ambivalente. En consecuencia, para Bauman, la cultura es tanto un agente de desorden como una herramienta de orden, tanto un factor que envejece como una condición atemporal. Es a la vez un espacio de creatividad y un marco de regulación normativa. Bauman ilustra cómo aquellos enfoques que priorizan una faceta de la cultura en detrimento de las otras corren el peligro de producir una comprensión sesgada de la cuestión.
    Esta nueva edición del libro de Bauman incluye una acertada introducción que demuestra la relevancia de La cultura como praxis en la obra más reciente del autor en torno a la modernidad, la posmodernidad y la ética.
    El libro se convierte así en un eslabón crucial en el desarrollo del pensamiento de Bauman. Tal como él mismo admite, se trata de la primera de sus obras que intenta tantear un nuevo tipo de teoría social, en contraste con las falsas certezas y los burdos teoremas que dominaron buena parte del período de posguerra. En él hallamos al mejor Bauman: el más insolente pero también el más sutil.
    La cultura como praxis constituirá una lectura fundamental para todos aquellos que se interesen por la teoría social y los estudios culturales.

Zygmunt Bauman
La cultura como praxis
    ePub r1.0
    diegoan 06.03.16

Título original:
Culture as Praxis
    Zygmunt Bauman, 1999
    Traducción: Albert Roca Álvarez
    Diseño de cubierta: Mario Eskenazi
    Editor digital: diegoan
    ePub base r1.2



INTRODUCCIÓN


    La reimpresión de un libro aparecido hace tres décadas exige una explicación. Y si resulta que el autor todavía está vivo, esa tarea explicativa recae sobre él.
    La primera parte de esta tarea consiste en averiguar, después de todos estos años, qué aspectos del libro continúan siendo lo suficientemente innovadores y significativos como para justificar que se vuelvan a ofrecer a los lectores, unos lectores una o dos generaciones más jóvenes que los que pudieron haber leído el libro cuando se publicó originalmente y, por tanto, distintos a ellos. La segunda parte es opuesta y complementaria a la primera: se trata de ponderar qué es lo que el autor habría cambiado en el texto si lo hubiese escrito ahora por primera vez.
    La primera parte no resulta fácil se mire como se mire, dada la velocidad alucinante con que todas las ideas se desvanecen y caen en el olvido antes de tener la oportunidad de madurar y envejecer adecuadamente, una velocidad propia de nuestra era de pensamientos y cosas calculadas para generar «un impacto máximo y una obsolescencia instantánea», tal como decía George Steiner. Otro reputado escritor caracterizó nuestra época como aquella en la cual el tiempo que un éxito de ventas se mantiene en el estante se sitúa en algún punto entre la leche y el yogur. A primera vista, es una tarea temible, quizá simplemente imposible…
    De todos modos, se puede obtener algún consuelo de la sospecha, no del todo fantasiosa, de que, dada la rapidez con que se reemplazan y olvidan «los temas de conversación de moda en la ciudad», no se puede estar seguro ni de que esas ideas que se han esfumado hayan envejecido realmente, ni de que resulten verdaderamente obsoletas, habiendo perdido su utilidad. ¿Se deja de hablar de un tema porque ha perdido actualidad o dicho tema pierde actualidad porque la gente se ha cansado de hablar de él? Gordon Allport dijo una vez sobre nosotros, los científicos sociales, que nunca resolvíamos ningún problema, sino que simplemente los aburríamos. Pero desde que lo dijo, el hecho de que ya no avancemos ni de creer que lo hacemos desplazándonos en su lugar hacia los lados y, a menudo, de atrás hacia delante y otra vez hacia atrás, se ha convertido en un sello característico de nuestra sociedad en conjunto. Por otra parte, vivimos en una época de re-ciclaje en la que nada parece morir del todo, de la misma forma que nada, ni siquiera la vida eterna, parece destinado a durar para siempre.
    Por consiguiente, se puede enterrar vivas a las ideas —mucho antes de que estén «realmente muertas»—, siendo su muerte aparente un mero artefacto derivado de su salida de escena: en realidad, lo que certifica la muerte no es ninguna prueba clínica, sino simplemente el acto mismo del funeral. Si se las exhuma de la amnesia colectiva en la que se las había sumergido, a modo de hibernación, quién sabe si no podrían recuperar algún aliento de vida (aunque, sin duda, de nuevo por poco tiempo). En cualquier caso, dicha resurrección no sería únicamente consecuencia de no haberlas apurado hasta el final durante su primera estancia, sino más bien, tal como funciona la dinámica de los discursos, se debería al hecho de que las ideas impulsan y fijan el debate moviéndose «por impactos», sin que apenas nunca dicho efecto inicial desemboque en una asimilación plena. En principio, no hay límite para el número de entradas repetidas. El impacto tiene un efecto novedoso en cada ocasión, como si fuera la primera vez que tiene lugar: si es cierto que no se puede entrar dos veces en «el mismo» río, también lo es que una «misma» idea no se puede meter dos veces en el río de los pensamientos. Hoy en día, más que actuar a partir de un aprendizaje continuo y acumulativo, lo hacemos a través de una mezcla de olvidos y recuerdos.

    Esta parece una razón bastante buena por sí misma como para volver a publicar un libro, especialmente porque ninguno regresa solo. Cada uno de ellos se escribió en un diálogo activo con otros libros; todos juntos configuraron la primera línea del debate intelectual en su momento, pero también todos han acabado por acumular polvo en las estanterías de las bibliotecas. No estaría de más que aquellos que se encuentra inmersos y absortos en las preocupaciones actuales recordaran los problemas que dichas obras afrontaron y trataron de resolver.
    Al menos superficialmente, la segunda parte se antoja más simple, además de ser más gratificante para el autor. Se refiere a algo para lo cual los autores raramente tienen tiempo en su pensar y escribir cotidianos: volver la mirada hacia la senda recorrida o, más bien, componer un símil de camino a partir de sus huellas dispersas. Al responder a esta llamada, los autores tienen la rara oportunidad de imaginar (¿descubrir?, ¿inventar?) una progresión lógica en lo que han vivido como una sucesión de problemas unitarios, en el tiempo y en el contenido, una tarea que normalmente queda para los estudiantes que deben presentar tesis sobre su trabajo. Y al confrontar una vez más sus propios pensamientos anteriores, los autores pueden conferir mayor agudeza a sus ideas presentes, Al fin y al cabo, todas las identidades, incluyendo las de las ideas, están constituidas por diferencias y continuidades.
    El objetivo de esta introducción es intentar llevar a buen término dicha tarea en sus dos facetas.
    Para prever la dirección que puede tomar este intento, baste decir que, leído treinta años después de ser escrito, el libro parece superar bien la prueba de la «verdad», mientras que se defiende peor en la prueba de «nada más que la verdad» y falla, más bien ignominiosamente, en la prueba de «toda la verdad». Creo que la mayor parte de lo que no funciona en el libro es aquello que le falta, pero que debería estar presente, tal como hoy lo veo, en cualquier explicación sobre la cultura que pretenda ser global y duradera. Si tuviese que escribir el libro otra vez, quizás borraría algo del antiguo texto, pero, con toda probabilidad, añadiría un buen puñado de temas y, todavía con más seguridad, remodelaría el énfasis. Por lo tanto, el resto de la introducción incluirá algunas revisiones, pero se centrará sobre todo en llenar los huecos que el texto original encerraba sin darse cuenta.
    Se impone una observación más, en particular si tenemos en cuenta el alcance notoriamente corto de nuestra memoria colectiva. Un libro acerca de la cultura escrito hace treinta años se dirigía forzosamente a unos lectores muy distintos de los que cabe esperar en su segunda encamación. Poco se podía dar por arraigado en las ideas del lector de entonces, mientras que hoy el mismo libro tendría que contar con que los lectores están bien avezados en la «problemática de la cultura» y disponer de marcos cognitivos básicos y de conceptos esenciales sólidamente asimilados. Algunas ideas que había que explicar laboriosamente hace treinta años parecerían ahora evidentes hasta el límite de lo trivial.
    El caso más conspicuo es la misma noción de cultura. En Gran Bretaña, el concepto brillaba por su ausencia, tanto entre el público en general como, sobre todo, en el discurso de los científicos sociales de los sesenta, a pesar del esfuerzo pionero de Matthew Arnold por insertarlo en el vocabulario de las clases cultas británicas y pese a la posterior y valerosa lucha de Raymond Williams y Stuart Hall por legitimarlo. Admito gustosamente que, por suerte para la opinión culta británica, hoy es difícil creer que semejante estado de cosas se diera hace apenas treinta años, pero, incluso más recientemente, algún tiempo después de la primera edición de este libro, tuve que pasar por la agonía de explicar qué significaba la palabra «cultura» ante los ilustres estudiosos que componían el comité de planificación universitaria: fue con ocasión de la propuesta de instituir un Centro de Estudios Culturales interdepartamental, por aquel entonces una especie rara en las islas británicas, Tampoco resultaba fácil transmitir la idea de estructura como un fenómeno diacrónico más que sincrónico, antes de que la «estructuración» de Anthony Giddens la introdujera en el canon de los cursos de primer año de sociología (con lo que los lectores empezarían a captarla y digerirla).
    Parece ser una regla general que lo que en su día fue una audaz aventura intelectual acaba por caer en la repetición irreflexiva de la rutina. Está en la naturaleza de las ideas que nazcan como molestas herejías y mueran como aburridas ortodoxias. Resucitar, y no digamos ya revitalizar, su potente impacto provocador y emancipador requiere un gran poder imaginativo: baste, por ejemplo, evocar la conmoción creada por la concepción de cultura de Lévi-Strauss, con sus inacabables series de permutaciones. Al fin y al cabo, la función de toda rutina es convertir en lujos prescindibles la reflexión, el escrutinio, la experimentación, la vigilancia y otros esfuerzos que exigen costos y tiempo.
    Consecuentemente, además de las dos tareas o subtareas mencionadas previamente, es cosa del autor volver a «afilar» algunas ideas hoy rutinarias, con la esperanza de restaurar si es posible, su capacidad para cortar o, si así lo preferís, resucitar en una nana su pasado toque de clarín. 

LA CULTURA COMO CONCIENCIA DE LA SOCIEDAD MODERNA

    En sintonía con la concepción sociológica que prevalecía hace treinta años, veía la cultura como un rasgo de la realidad social, uno de los muchos «hechos sociales» que se debían captar, describir y representar adecuadamente. La principal preocupación del libro que ahora se publica de nuevo era cómo hacer todo eso correctamente. Asumía que existía un fenómeno objetivo llamado «cultura» que, debido a un conspicuo «lapso de conocimiento», se podría haber descubierto con retraso, pero que, desde su descubrimiento, se podía disponer como un punto de referencia objetivo, respecto al cual se podía medir y evaluar la adecuación de cualquier modelo cognitivo. Lo que ocurría es que podían haber habido tres discursos diferentes alrededor de los cuales habría girado el mismo vocablo, produciendo cierta confusión semántica. Se necesitaba, pues, separarlos cuidadosamente, de manera que el significado conferido a la palabra «cultura» en cada caso quedara claro, libre de contaminación alguna procedente de los otros usos. Por aquel entonces, la cohabitación y la interferencia mutua de los tres discursos no se me antojaba problemática en sí misma. Se trataba de otro «hecho social», no de un rompecabezas que exigiera el esfuerzo de una excavación arqueológica o necesitase ser «deconstruido». Todavía no se podía contar con la ayuda de un Foucault o un Derrida.
    Es una paradoja que la deconstrucción del concepto de cultura llegara finalmente en el alba de la «culturalización» de las ciencias sociales. Originalmente, en la segunda mitad del siglo  XVIII se acuñó la idea de cultura para separar los logros humanos de los «duros y rápidos» hechos de la naturaleza. La «cultura» significaba lo que los humanos podían hacer, mientras que la «naturaleza» designaba lo que los humanos debían obedecer. Sin embargo, durante el siglo siguiente la tendencia general del pensamiento social fue «naturalizar» la cultura, lo que culminaría con el concepto de «hecho social» de Émile Durkheim. Los hechos culturales podían ser productos humanos, pero, una vez producidos, se encaraban a sus otrora autores con la obstinación indómita e implacable de la naturaleza; los esfuerzos de los pensadores sociales se centraban en la tarea de mostrar que eso era así y en explicar por qué y cómo se generaba tal situación. Sólo en la segunda parte del siglo  XX esta tendencia se empezó a invertir, gradual pero firmemente: había llegado el tiempo de la «culturalización» de la naturaleza.
    ¿Cuál podía ser la causa de semejante viraje? Sólo se puede conjeturar que, después de una época dominada por la búsqueda frenética de bases sólidas e inamovibles del orden humano, consciente de su fragilidad y falto de confianza, llegó un tiempo en el que una espesa capa de artefactos humanos hizo casi invisible la naturaleza —y sus fronteras, sobre todo las hasta entonces infranqueables, se hicieron cada vez más distantes y exóticas—. Los fundamentos de la existencia humana construidos por el propio hombre se hicieron tan profundos que convirtieron en redundante la preocupación por otro tipo de fundamentos, mejores o no. Había llegado la hora del contraataque: las armas, la voluntad y la confianza en sí mismo no escaseaban en absoluto. La «cultura» ya no tenía que enmascarar su propia fragilidad humana ni excusarse por la contingencia de sus elecciones, La naturalización de la cultura formaba parte del moderno desencantamiento del mundo. Su deconstrucción, que siguió a la culturalización de la naturaleza, resultó posible, y tal vez inevitable, a raíz del reencantamiento posmoderno del mundo.
    Reinhart Koselleck bautizó el siglo XVIII como «la era de los puertos de montaña» ( Sattelzeit [1] ). Merecía tal nombre ya que, antes de que acabase la centuria, una especie de brusca divisoria de aguas filosófica se había negociado y dejado atrás, afectando simultáneamente a varios puntos. Las consecuencias de ese evento en la historia del pensamiento humano serían tan influyentes como lo habían sido en la historia política los efectos de que César atravesara el Rubicon. En 1765, el concepto de «filosofía de la historia» apareció en el Essai sur les moeurs [ Ensayo sobre las costumbres ] de Voltaire, generando un aluvión de tratados de Geschichtsphilosophie . En 1719, Gottfried Müller había empezado a dar clases de antropología filosófica, en un curso que expandía el sujeto cognitivo cartesiano hasta el modelo de tamaño natural del «hombre completo». Y en 1750, Alexander Gottlieb Baumgarten había publicado su Aesthetica , que ampliaba aún más la idea de «humanidad» de los seres humanos, añadiendo la sensibilidad y la necesidad creativa a las facultades racionales. En general, surgió una concepción del «hombre» que iba a ser el centro alrededor de la imaginería del mundo durante los siguientes doscientos años.
    Era una visión nueva, el producto colectivo de una nueva filosofía, una filosofía que contemplaba el mundo como una creación esencialmente humana y un campo de pruebas para las facultades humanas. Desde entonces, el mundo se debía entender en primer término como el escenario de las metas, elecciones, triunfos y pillajes de los seres humanos. En un intento por explicar la súbita aparición de una nueva Weltanschauung , Odo Marquard cita a Joachim Ritter: de repente, el futuro no se «emparejaba» con el pasado, ya que alboreaba la percepción de que un futuro que tenía su punto de partida en la sociedad humana no mostraba continuidad con el pasado. El propio Koselleck apunta la nueva experiencia de una quiebra entre la realidad y las expectativas: ya no se podía continuar siendo una criatura de hábitos, ya no se podía deducir un estado de cosas futuro a partir de etapas presentes o pasadas. Con la aceleración del ritmo de cambios, año tras año, el mundo cada vez se parecía menos a Dios, es decir, cada vez era menos eterno, menos impermeable y menos intratable. En vez de ello, asumía una forma más y más humana, convirtiéndose, a «imagen del hombre», en proteico, veleidoso y titilante, caprichoso y lleno de sorpresas.
    De todas formas, el asunto iba más allá: el rápido ritmo de cambio revelaba la temporalidad de todos los arreglos mundanos, y la temporalidad es un rasgo de la existencia humana, no de la divina. Lo que pocas generaciones antes había parecido una creación divina, un veredicto inapelable ante cualquier tribunal terreno, pasó entonces a ser sospechoso de esconder la tozuda huella de las empresas humanas, que, tanto si son correctas como si no, siempre resultan mortales y revocables. Y, si la impresión no era engañosa, el mundo y la gente que lo habitaba se podían contemplar como una tarea más que como algo dado e inalterable. Dependiendo de cómo la gente la abordara, esa tarea se podía llevar a cabo de manera más o menos satisfactoria. Se podía hacer una chapuza o se podía hacer bien, en beneficio de la felicidad, la seguridad y el sentido de la vida humana. Para garantizar el éxito y evitar el fracaso, era necesario empezar por un cuidadoso inventario de los recursos humanos: ¿qué podía hacer la gente, estirando al máximo sus facultades cognitivas, su capacidad lógica y su determinación?
    En dos palabras esta era la premisa de la nueva Weltanschauung , del moderno humanismo, del cual John Carroll escribió que [2] :
    […] intentaba reemplazar a Dios con el hombre, poner al hombre en el centro del universo. […] Su ambición era hallar un orden humano en la tierra, un orden en el que prevalecieran la libertad y la felicidad, sin apoyos trascendentales ni sobrenaturales, un orden enteramente humano. […] Pero si el individuo humano tenía que convertirse en el punto fijo del universo, necesitaba tener algún sitio sobre el que permanecer sin que se tambaleara bajo sus pies. Se tenía que construir el humanismo sobre una roca. Tenía que crear de la nada algo tan fuerte como la fe del Nuevo Testamento, que pudiese mover montañas.
    En Legislators and Interpreters (Polity Press, 1987), tracé las raíces comunes y la resonancia mutua, la «afinidad electiva» entre el nuevo desafío al que se enfrentaban los gestores de la vida social —la tarea de sustituir el ruinoso orden divino o natural de las cosas por otro artificial, construido por el hombre sobre una base legislativa— y la preocupación de los filósofos por reemplazar la revelación con la verdad racional. Estas dos inquietudes esencialmente modernas y estrechamente entrelazadas convergían con una tercera: la pragmática de la construcción del orden, que implicaba una tecnología del control conductual y de la educación, una técnica del modelado de la mente y de la voluntad. Los tres nuevos intereses, nuevos pero agudos y asfixiantes, se iban a mezclar en la idea de «cultura», el cuarto, y quizá sobresaliente, hito del «puerto» del siglo  XVIII , junto con la Geschichtsphilosophie , la antropología y la estética.
    Lo que había conducido el pensamiento del siglo  XVII hasta el puerto había sido la lacerante e insidiosa duda sobre la fiabilidad de las garantías divinas de la condición humana. De repente, ninguna sentencia innegociable del Supremo Poder parecía cimentar esa condición humana, a veces sabia, a veces ignorante o estúpida. El destino, indómito y predeterminado desde el momento de la Creación, empezaba a asemejarse más bien a un momento en la historia, un logro humano y un reto al ingenio y la voluntad de los hombres; ya no era un caso abierto y cerrado, sino un capítulo inacabado que esperaba ser completado por los protagonistas de la trama. En otras palabras, bajo los meandros del destino, se anunciaba la autodeterminación humana.
    La libertad asociada a la autodeterminación es una bendición y una maldición: estimulante para los audaces y para las personas de recursos, aterradora para los pobres de espíritu, los débiles o los indecisos. Pero hay más. La libertad es una relación social: para que algunos sean libres de alcanzar sus objetivos, aquellos que puedan resistirse a ellos deben perder su libertad. La libertad de uno mismo puede ser desagradable ya que está impregnada por el peligro de equivocarse, mientras que, a primera vista, la libertad de los otros parece ser un obstáculo pernicioso para la libertad de acción propia. Incluso si se puede contemplar esta libertad propia como una dicha sin tara alguna, la homóloga ajena raramente despierta regocijo. La idea de «restricciones necesarias» apenas ha sido soslayada, ni siquiera entre los más ardientes entusiastas de la autodeterminación humana. En su manifestación más radical, encarnada en la idea de emancipación y trascendencia, la apoteosis de la libertad humana se complementaba como norma con la preocupación por los límites que se tenía que imponer sobre quienes la disfrutaban. Lo que se denominaba orgullosamente un ejercicio de libre albedrío en el caso propio tendía a apodarse como extravagancia e irresponsabilidad, cuando no malicia, en el momento en que se contemplaba como una posibilidad para todo el mundo. Los heraldos de ese doble rasero no siempre se atrevían a ir tan lejos como lo hizo el pretendidamente protofascista Nietzsche («la gran mayoría de los hombres no tienen derecho a la existencia y son, por el contrario, una desgracia para los hombres superiores») [3] o el socialista H. G. Wells («los enjambres de gentes negras, morenas, mestizas y amarillas», que no cumplen los elevados criterios establecidos para la reafirmación humana, «tienen que desaparecer [4] »), pero nadie albergaba duda alguna sobre la necesidad de atar corto a aquellos en los que no se podía confiar.
    La idea de cultura que pasó a ser de uso corriente hacia el final del siglo  XVIII reflejaba fielmente esta actitud ambivalente. De hecho, ese carácter de doble filo de la cultura, a la vez «capacitadora» y «restrictiva», del que tanto se ha escrito recientemente se encontraba presente en el concepto desde sus inicios. En un mismo modelo de cultura «universalmente humano», se mezclaban dos predicamentos humanos marcadamente distintos, con lo que, desde el comienzo, el concepto de cultura encerraba una paradoja endémica.
    El concepto se acuñó para distinguir y poner en primer plano un área creciente de la condición humana que se juzgaba «infradeterminada», es decir, que no se creía poder determinar plenamente sin la mediación de las elecciones humanas, un área que, por esa misma razón, abría un espacio para la libertad y la autoafirmación. Pero se quería que el concepto designase simultáneamente los mecanismos que permitían limitar el alcance del uso de la propia libertad, restringir las elecciones potencialmente infinitas en un patrón finito, abarcable en conjunto y manejable. La idea de «cultura» servía para reconciliar toda una serie de oposiciones, desconcertantes debido a su ostensible incompatibilidad: libre y necesario, voluntario y obligatorio, teleológico y causal, elegido y determinado, aleatorio y pautado, contingente y respetuoso con la ley, creativo y rutinario, innovador y repetitivo; en suma, la autoafirmación frente a la regulación normativa. Se diseñó el concepto de cultura para responder a las preocupaciones y ansiedades de la «era de los puertos» y la respuesta estaba condenada a ser tan ambigua como ambivalentes eran las nostalgias nacidas de dichas ansiedades.
    Aquellos que escribían acerca de la cultura trataron seriamente de borrar esa ambigüedad, pero no podían tener éxito ya que la idea de cultura en tanto que «determinación autodeterminada» debía precisamente su atractivo intelectual a la armonía de su ambivalencia interior con las otras ambivalencias endémicas de la condición moderna. En realidad, dichos intentos tenían poco sentido a menos que trataran de «basar» simultáneamente la libertad y la falta de ella. Estaban destinados, pues, a compartir la cualidad de la «indecidibilidad» con el pharmacon (droga) de Derrida, cura y veneno a la vez, o con el himen , simultáneamente la virginidad y su pérdida.
    El discurso acerca de la cultura se ha caracterizado por mezclar temas y perspectivas que apenas pueden encajar en una narrativa coherente y sin contradicciones. El volumen de «anomalías» y de incongruencias lógicas habría hecho estallar hace tiempo el más duradero de los paradigmas kuhnianos. Es difícil concebir un ejemplo que ilustrara mejor el argumento de Foucault sobre la capacidad de las formaciones discursivas para generar proposiciones mutuamente contradictorias sin escindirse.
    Hace treinta años, intenté esclarecer las incoherencias evidentes en los usos de la «cultura» separando los tres contextos discursivos distintos en los que se había enmarañado el concepto. Ello suponía extraer los diferentes significados que adoptaba en cada contexto. En ese intento, asumí que en principio las incoherencias en cuestión eran rectificables. Me guiaban la creencia de que habían surgido sobre todo de fallos analíticos, así como la esperanza de que se podía evitar la confusión de categorías asociadas a un mismo término siempre que se actuara con el cuidado suficiente. Y aún creo que mantener aislados los tres discursos que ofrecen tres significados relacionados, aunque diferentes, a la idea de cultura continúa siendo una condición preliminar para cualquier intento de clarificar los desacuerdos en torno al tema. Sin embargo, ya no creo que semejante operación acabe por hacer desaparecer la ambivalencia que necesariamente contiene el discurso de la cultura. Y, lo que es más importante, no pienso que, de ser posible, la eliminación de dicha ambivalencia resultara algo bueno, al fortalecer la utilidad cognitiva de la palabra. Por encima de todo, ya no acepto que la ambivalencia que realmente cuenta fuese un efecto accidental, un descuido metodológico o un error; me refiero a esa ambivalencia que me empujó en primer lugar a diseccionar el complejo significado de la cultura, pero que salió ilesa de la operación, perpetuándose en tanto que blanco elusivo. Por el contrario, creo que la ambivalencia inherente a la idea de cultura, ambivalencia que refleja fielmente la ambigüedad de la condición histórica que se suponía que debía captar y narrar, es exactamente lo que ha hecho de esa idea una herramienta de percepción y de pensamiento tan fructífera.
    La ambigüedad que de verdad cuenta, la ambivalencia que confiere sentido, el fundamento genuino sobre el que reposa la utilidad de concebir el hábitat humano como el «mundo de la cultura» es la ambivalencia entre «creatividad» y «regulación normativa». Ambas ideas no se pueden separar, sino que están presentes en la idea compuesta de cultura, y así deben permanecer. La «cultura» se refiere tanto a la invención como a la preservación, a la discontinuidad como a la continuidad, a la novedad como a la tradición, a la rutina como a la ruptura de modelos, al seguimiento de las normas como a su superación, a lo único como a lo corriente, al cambio como a la monotonía de la reproducción, a lo inesperado como a lo predecible.
    La ambivalencia nuclear del concepto de «cultura» refleja la ambivalencia de la idea de orden construido, la piedra angular de la existencia moderna. El orden levantado por el hombre es impensable sin la libertad humana para elegir, la capacidad humana para elevarse imaginativamente por encima de la realidad, para soportar y contestar sus presiones. Sin embargo, inseparable de la idea de un orden erigido por el hombre se halla el postulado según el cual la libertad debe desembocar al final en el establecimiento de una realidad que no requiera su ejercicio, es decir, la libertad se despliega y desarrolla al servicio de su propia anulación.
    Esa contradicción lógica en la idea de construcción de orden es, a su vez, el reflejo de la genuina contradicción social constituida a partir de la práctica constructora de orden.
    El «orden» se opone al azar. Supone la reducción progresiva del espectro de posibilidades. Una secuencia temporal es «ordenada» y no azarosa cuando no todo puede ocurrir o, al menos, cuando no todo es igualmente probable. En otras palabras, «producir orden» significa manipular las probabilidades de los acontecimientos. Si lo que se debe ordenar es un conjunto de seres humanos, la tarea consiste en incrementar la probabilidad de que se den ciertas pautas de conducta mientras las de otras se reducen o eliminan. Esa tarea implica dos requisitos: primero, se tiene que determinar una distribución óptima de las probabilidades; segundo, se tiene que asegurar la obediencia a las preferencias elegidas. El primer requisito apela a la libertad de elección, el segundo significa la limitación de las elecciones, si no su total eliminación.
    Ambos requisitos se han proyectado sobre la imagen de la cultura. Un único concepto debe subsumir, conciliar, superar y obliterar la oposición genuina entre las condiciones de legislar o ser legislado, de gestionar o ser gestionado, de poner las reglas o seguirlas (una oposición asentada en divisiones sociales de roles y potenciales de acción igualmente genuinas): un proyecto con pocas probabilidades de ser completado con éxito algún día.
    La idea de cultura fue una invención histórica impulsada por la necesidad de asimilar intelectualmente una indudable experiencia histórica. Y sin embargo, la idea por sí misma no podía capturar esa experiencia si no era en términos suprahistóricos, en términos de la condición humana como tal. La idea de cultura, en tanto que propiedad universal de todas las formas de vida humana, elevaba al rango de paradoja existencial de la humanidad las complejidades que se revelaban al lidiar con una tarea de construcción de orden históricamente determinada (Gadamer apuntaba que ninguna determinación conseguía imponerse a menos que se reconociera como tal).
    Tal como nos recuerda Paul Ricoeur, la «paradoja» comparte con la «antinomia» el hecho de no poder ser resueltas: en ambos casos, «dos proposiciones resisten ser refutadas con la misma fuerza, con lo que sólo se las puede aceptar o rechazar conjuntamente». Sin embargo, la paradoja difiere de la antinomia en que, en su caso, las dos tesis en cuestión se basan en el mismo universo discursivo. En este sentido, se puede hablar de la incurable condición paradójica de la idea de cultura, tal como se conformó en el umbral de la era moderna porque, aunque proyectada sobre la condición humana de todos los tiempos, las ideas irreconciliables amalgamadas en ella habían surgido de la misma experiencia histórica.
    La paradoja que emerge del universo del discurso cultural es la de autonomía y vulnerabilidad (o fragilidad , tal como prefiere Ricoeur). El ser humano autónomo no puede ser más que frágil, no puede haber autonomía sin fragilidad (es decir, sin la ausencia de una base sólida, sin una infradeterminación y sin contingencia), «la autonomía es un rasgo del ser frágil, vulnerable». Observemos que el vínculo íntimo entre autonomía y fragilidad sólo se convierte en una «paradoja» cuando se concibe como una problema filosófico, destinado por su naturaleza a buscar la Eindeutigkeit , la «claridad», la coherencia y la lógica en un mundo que no posee ninguna de estas características y que trata toda ambivalencia como un desafío a la razón. Visto como un dilema filosófico, el parentesco entre la autonomía y la vulnerabilidad presenta realmente un problema incómodo [5] :
    [las figuras de la vulnerabilidad y la fragilidad] conllevan unos sellos particulares, apropiados a nuestra modernidad, que hacen difícil el discurso filosófico, condenándolo a consideraciones híbridas sobre la condición moderna, o incluso extremadamente contemporánea, con características que se pueden tratar, si no como universales, sí al menos como de larga o muy larga duración.
    Podemos añadir que lo que hace que el tratamiento filosófico acordado a la cuestión de la autonomía y la fragilidad tenga tan poco futuro es su negación a tomar la historia en serio, en tanto que causa de la «condición humana» más que como un caso ilustrativo. Ese rechazo comporta la tendencia a pasar por alto o minimizar las contradicciones sociológicas que se reflejan en las paradojas lógicas. Sociológicamente hablando, el par autonomía/fragilidad refleja la polarización entre capacidad e incapacidad, abundancia o falta de recursos, poder de reafirmación y ausencia de él. Lo que es fundamentalmente moderno es la condición en la cual el lugar entre los polos que delimitan el continuo sobre el que discurren los seres humanos nunca está completamente «arraigado» y es objeto perpetuo de negociación y debate. El hado de los individuos modernos, sin vínculos y, consecuentemente, infradeterminados, infraconstituidos y, por lo tanto, condenados a constituirse a sí mismos, es ir virando del poder a su ausencia, para así percibir su libertad como una «bendición mixta», una modalidad saturada de ambivalencia.
    Cuando se traduce en tanto que problema filosófico, la ambivalencia real de la vida se convierte en una paradoja lógica. Deja de existir el problema de afrontar la ambivalencia que estructura el flujo de la vida real y, en su lugar, aparece el problema de refutar una paradoja que ofende la lógica. Tal como lo expresa Ricoeur [6] :
    […] numerosos pensadores contemporáneos, particularmente politólogos, opinan que la era de la democracia se inició con la pérdida de garantías trascendentes, con lo que el «vacío fundacional» subsiguiente tuvo que ser llenado con disposiciones contractuales y de procedimiento. […] [Sin embargo, dichos pensadores] no pueden evitar simarse de alguna manera en un momento posterior a la fundación, a ese Big Bang moral, asumiendo el fenómeno de la autoridad con sus tres frentes: precedencia, superioridad y exterioridad.
    Los filósofos experimentan un impulso arrollador por diseccionar a través del pensamiento las contradicciones de la vida, algo  que no parece que vaya a cambiar. Las contradicciones se metamorfosean en paradojas, que constituyen dolorosas espinas clavadas en el cuerpo mismo de la filosofía, ese proyecto hercúleo de rehacer el complejo mundo de la experiencia humana a partir de patrones de elegancia y armonía que sólo se pueden encontrar en el orden sereno del pensamiento.
    El concepto de cultura despliega todos los atributos de semejante impulso, dado que incorpora una concepción de la condición humana moderna reciclada ya en la forma de paradoja lógica. Aspira, por lo tanto, a superar la oposición entre autonomía y vulnerabilidad, concebidas como proposiciones , al tiempo que pasa por alto las contradicciones de la «vida real» entre lo autónomo y lo vulnerable, entre la tarea de constituirse a sí mismo y el hecho de ser constituido por otro.
    El esfuerzo por resolver dicha paradoja ha arrojado unos resultados tan escasamente convincentes que no maravilla que haya nacido una nueva tendencia a separar ambas proposiciones, torpemente enlazadas hasta ahora. Así, se olvida o se quita importancia a su origen y destino comunes, transformando la irresoluble paradoja de dos cualidades incompatibles que brotan de una misma raíz en una antinomia entre dos fuerzas ajenas y sin relación alguna entre ellas, comparables a dos ejércitos enfrascados en una guerra, una guerra que puede ser ganada o perdida con la consiguiente derrota o desgaste de uno de los antagonistas. Las ideas que no se pueden fusionar fácilmente en un único concepto tienden a ejercer presiones centrífugas que, tarde o temprano, terminan por hacer explotar la frágil totalidad.
    No sorprende, pues, que dos discursos distintos y no fácilmente reconciliables se ramificasen de un tronco común, divergiendo progresivamente. Para decirlo en dos palabras: un discurso generó la idea de cultura en tanto que la actividad del espíritu libre, la sede de la creatividad, de la invención de la autocrítica y de la autotrascendencia; el otro discurso plantea la cultura como un instrumento de continuidad, al servicio de la rutina y del orden social.
    El producto del primer discurso era la noción de cultura como capacidad de resistirse a las normas y erigirse por encima de lo ordinario: poïesis , arte, creación ab nihilo al estilo divino. Significaba aquello que distinguía a los espíritus más atrevidos, menos complacientes y conformistas: irreverencia ante la tradición, valor para ir más allá de horizontes bien conocidos y fronteras celosamente vigiladas para abrir nuevas sendas. Entendida así, uno podía poseer la cultura o no hacerlo: se trataba de la propiedad de una minoría, destinada a continuar siéndolo. Para el resto de la humanidad, la cultura se manifestaba en la forma de don, en el mejor de los casos: fundamentaba «obras de arte», objetos tangibles de los que otros seres no creativos se podían apropiar o que, al menos, podían aprender a apreciar. Esos esfuerzos para aprender a apreciar los productos de la alta cultura no hacían creativos a quienes los experimentaban, que, como antes, continuaban siendo receptores más o menos pasivos (lectores, oyentes, espectadores). Con todo, al obtener la posibilidad de echar un vistazo al arcano mundo del espíritu elevado, los componentes de esa mayoría no creativa no dejarían de convertirse en «seres mejores», experimentando un proceso de ascensión, fortalecimiento y ennoblecimiento espirituales.
    El producto del segundo discurso era la noción de cultura formada y aplicada en la antropología ortodoxa. En ese ámbito, la «cultura» significaba regularidad y modelo, mientras que la libertad se presentaba bajo las rúbricas de «desviación» y «ruptura de normas». La cultura era un agregado o, mejor, un sistema coherente de presiones apoyadas sobre sanciones, de valores y normas interiorizados, de hábitos que garantizasen la repetición de las conductas individuales (y, así, también su predictibilidad) y la monotonía de su reproducción, es decir que asegurasen la continuidad en el tiempo, «la preservación de la tradición», la mêmeté de Ricoeur a nivel colectivo. En ese sentido, la «cultura» contribuía junto con otras palabras a «llenar el vacío» dejado por la desaparición del orden preordenado (en la experiencia vital y como artefacto explicativo). Transmitía una imagen de elecciones volátiles e indeterminadas, solidificadas en fundamentos. Implicaba la «naturalización» del orden artificial construido por el hombre; contaba la historia de la manera en que una especie condenada a la libertad utilizaba dicha libertad para invocar necesidades tan arrolladoras y adaptables como las de la «naturaleza», ciega y sin propósito. La narrativa antropológica ortodoxa acerca de la «cultura» surgió a principios de la época moderna, cuando «cundió» la idea del orden como teoría de la coherencia social al mismo tiempo que relato moral.
    Las dos nociones de cultura se erigían la una frente a la otra: una negaba lo que la otra proclamaba; una se centraba en aquellos aspectos de la realidad humana que la otra presentaba como imposibles o anormales, en el mejor de los casos. La «cultura artística» explicaba por qué los modos y medios humanos resultan efímeros; por el contrario, la cultura de la antropología ortodoxa explicaba por qué eran duraderos, obstinados y tremendamente difíciles de cambiar. La primera constituía la historia de la libertad humana, de lo aleatorias y contingentes que eran todas las formas de vida construidas por el hombre; la segunda asignaba a la libertad y a la contingencia un papel similar al de mitos etiológicos, concentrándose en cómo se podía difuminar y neutralizar su potencial de disrupción del orden.
    La segunda historia fue la que prevaleció en el seno de las ciencias sociales durante cerca de un siglo. Alcanzó su expresión máxima (justo antes de colapsarse y perder autoridad) con el monumental sistema teórico de Talcott Parsons, que contemplaba la cultura como un factor que contrarrestaba el azar.
    Parsons reescribió la historia de las ciencias sociales como una sucesión de intentos fallidos para dar una respuesta a la interrogación de Hobbes: ¿cómo es que agentes humanos voluntarios, dotados de libre albedrío y persiguiendo sus propios objetivos individuales, libremente escogidos, se comportaban sin embargo de manera notablemente uniforme y regular, hasta el punto de que podía decirse que su conducta «seguía un patrón»? Según Parsons, la cultura, en tanto que codiciada respuesta a tan enojosa cuestión, está llamada a representar un papel decisivo como mediadora que asegure el «encaje» de los sistemas «social» y de «personalidad»: «Sin cultura, no son posibles ni las personalidades humanas ni los sistemas sociales humanos». Sólo resultan posibles en la medida en que están coordinados y la cultura es, precisamente, el sistema de ideas o creencias, de símbolos expresivos y de valores, que garantiza dicha coordinación a perpetuidad [7] :
    Naturalmente, las selecciones [de valores] son siempre acciones individuales, pero dichas selecciones no se pueden producir interindividualmente al azar en un sistema social. De hecho, uno de los imperativos funcionales más importantes para el mantenimiento del sistema social es que las orientaciones hacia determinados valores que presentan los diferentes actores de un mismo sistema social se deben integrar en cierta medida en un sistema común . […] Compartir dichas preferencias de valores resulta particularmente crucial. […] La regulación de todos estos procesos de asignación, así como del rendimiento de las funciones que mantienen en marcha el sistema o el subsistema de un modo suficientemente integrado, es imposible sin un sistema de definición de roles y sanciones asociados a las categorías de conformidad y desviación.
    «No puede producir», «se deben», «es imposible»… No se podría pensar en una vida ordenada (es decir, en un sistema duradero, con una identidad propia y continuada, que se equilibra y perpetúa a sí mismo) si no fuese por las funciones coordinadoras llevadas a cabo por un conjunto consensuado y compartido de valores, preceptos y normas ligadas a roles (por la cultura, por ejemplo). La cultura es la estación de servicio del sistema social: al penetrar en los «sistemas de personalidad» durante los esfuerzos por mantener el modelo (por ejemplo, al ser «internalizada» en el proceso de «socialización»), asegura «la identidad consigo mismo» del sistema en el tiempo, es decir, «mantiene la sociedad en funcionamiento», en su forma más distintiva y reconocible.
    En otras palabras, la cultura de Parsons es lo que hace imposible o, al menos, muy improbable la separación respecto a un modelo establecido. La cultura es un factor inmovilizador, «estabilizador»; de hecho, estabiliza tan bien que, a menos que la cultura «funcione mal», cualquier cambio de patrón es increíble y la ocurrencia real de los cambios constituye un rompecabezas que no se puede resolver dentro del marco de la misma teoría que puede dar cuenta de la inercia del sistema. En la descripción típica e ideal de cultura en términos de «debe» y «no puede, pero», no hay lugar para la alteración de las pautas arraigadas. La explicación del cambio constituía el conspicuo talón de Aquiles de la versión parsoniana del concepto ortodoxo de cultura, una versión que en realidad se limitaba a resaltar lo que había sido la debilidad fundamental del vigente enfoque de la antropología cultural.
    Esa debilidad fue la que finalmente hizo trizas toda esperanza de escaparse de la paradoja de la cultura, dividiendo la moneda por la mitad y tratando de arrojar sus caras por separado. El estado actual de la teorización cultural refleja la nueva determinación (otros dirían el consentimiento resignado) a enfrentarse a la paradoja en toda su complejidad, en toda su ambivalencia por lo que se refiere a la capacitación o la discapatitación para la libertad o la represión.
    Como en otras tantas «nuevas» ideas en la teoría social, mucho antes del abortado intento parsoniano de superar la paradoja reduciendo la imagen de cultura a una de sus dos inseparables caras, Georg Simmel había predicho la futilidad última de semejantes probaturas, así como la necesidad de una teorización de la cultura que pudiera abarcar la ambivalencia endémica del modo mismo de existencia de la cultura, sin tratar de descartarla teóricamente y sin menospreciarla como un mero error de método.
    Simmel prefería hablar de la tragedia de la cultura, más que de la paradoja. En su opinión, el símil que mejor encajaba con los misterios de la cultura se encontraba en el universo dramatúrgico griego más que en la esfera del embarazo lógico. De hecho, en la manera de vivir humana, dos fuerzas formidables se enfrentaban la una a la otra: «La vida subjetiva, que es inquieta pero finita en el tiempo; y sus contenidos, que, una vez creados, se fijan y adquieren una validez atemporal. […] La cultura se hace realidad con la reunión de ambos elementos, ninguno de los cuales puede abarcar por sí mismo a la cultura [8] ». Lo que convierte el drama en una verdadera tragedia es el hecho de que los dos adversarios sean parientes cercanos. Lo «fijo y atemporal» es la prole de lo «inquieto y finito», nada más que la traza solidificada, «reificada», de esas obras del pasado a través de las cuales se ha expresado el segundo. Sin embargo, el hijo se enfrenta a su padre al estilo de Electra, como una fuerza hostil, extraña. El movimiento emancipador alumbró ecos de coerción e inquietud en la fijeza, el espíritu ingobernable e intratable creó sus propios grilletes.
    Hablamos de cultura siempre que la vida produce ciertas formas mediante las cuales se expresa y se realiza: obras de arte, religiones, ciencias, tecnologías, leyes y muchas cosas más. Estas formas engloban el flujo de la vida y le proporcionan forma y contenido, orden y libertad. Pero, aunque estas formas surgen del proceso de la vida, no comparten el ritmo incansable e inquieto de esta, en razón de su constelación única. […] Adquieren identidades fijas, así como una lógica y una legislación propias; esta nueva rigidez las ubica inevitablemente a cierta distancia de la dinámica espiritual que las creó y que las ha hecho independientes. […]
    Ahí descansa la razón última de que la cultura tenga una historia. […] Una vez creada una forma cultural, cualquiera que sea, las fuerzas de la vida la roen con más o menos intensidad. […]
    El combate nunca se detiene, es el verdadero estilo de vida de todas las culturas. La sedimentación de las formas y su erosión van de la mano, a pesar de que actúan en proporciones y ritmos diversos, con lo que, de vez en cuando, se altera el equilibrio entre los dos aspectos del proceso cultural. Según Simmel, nuestro propio tiempo —moderno— está marcado por una especial inquietud de las fuerzas vitales: «El impulso básico que se halla detrás de la cultura contemporánea es de naturaleza negativa, y ello se debe a que, a diferencia de los hombres de épocas anteriores, ya llevamos cierto tiempo viviendo sin compartir ideal alguno, tal vez incluso sin ningún ideal en absoluto [9] ».
    Uno se pregunta por qué podría ser así. Puede ser que la búsqueda moderna de orden, el osado y consciente salto de la temporalidad a la atemporalidad, del movimiento a la quietud, suponga la propia derrota de los que la emprenden. Si no existe ninguna «forma fija» que pueda reclamar otro fundamento que la fuerza creativa humana que la hizo nacer, tampoco es probable que alguna forma alcance el estatus de un «ideal», en el sentido de un «estado final» o de un «objetivo último», que, una vez alcanzado, conduciría al cese de toda crítica sobre las formas, induciendo por fin a una convivencia armónica entre la «vida subjetiva» y «sus contenidos». Cuanto más consciente, determinado e ingenioso es el imperativo por crear el orden, más visible es la impronta de fragilidad que conllevan sus productos, y cuanto más débil se muestra la autoridad de dichos productos, menos «atemporal» resulta ser su fijeza.
    La tragedia de la cultura según Simmel, como todas las tragedias, carece de un final feliz. Como todas las tragedias, cuenta una historia de actores zarandeados por fuerzas que se revelan más indómitas cuanto más tratan de domeñarlas, guiadas por un hado que ellos no pueden controlar. Hoy, en términos más mundanos, aunque no menos dramáticos, las influyentes ideas se repiten a lo largo y ancho del reino de las ciencias sociales, muy particularmente en el modelo de sociedad de riesgo , postulado por Ulrich Beck, o en el concepto de incertidumbre manufacturada , de Anthony Giddens o, incluso, en la visión de la democracia moderna de Cornelius Castoriadis como «un régimen de reflexividad y autolimitación», una sociedad que sabe, o debería saber, que no tiene garantizado un significado, que vive inmersa en el caos, que es un caos en sí misma, ese caos que necesita conferirse una forma, que nunca se fija de una vez por todas [10] .
    Resumiendo, tal como se tiende a entenderla actualmente, la cultura resulta ser un agente del desorden tanto como un instrumento del orden, un elemento sometido a los rigores del envejecimiento y de la obsolescencia, o como un ente atemporal. La obra de la cultura no consiste tanto en la propia perpetuación como en asegurar las condiciones de nuevas experimentaciones y cambios. O, más bien, la cultura «se perpetúa» en la medida en que se mantiene viable y poderosa, no el modelo, sino la necesidad de modificarlo, de alterarlo y reemplazarlo por otro. Así pues, la paradoja de la cultura se puede reformular como sigue: todo aquello que sirve para la preservación de un modelo socava al mismo tiempo su afianzamiento.
    La búsqueda del orden transforma a todo orden en flexible y en menos-que-eterno. La cultura no puede producir otra cosa que el cambio constante, aunque no pueda realizar cambios si no es a través del esfuerzo ordenador. La pasión por el orden, nacida del temor al caos, y el descubrimiento de la cultura, la percepción de que el destino del orden se halla en las manos del ser humano, fue lo que marcó la entrada del mundo moderno en la era de un imparable y acelerado dinamismo de formas y modelos. En la búsqueda de modelos y de Eindeutigkeit , la ambivalencia de la libertad ha encontrado el método patentado de su propia conservación.

Libro La cultura como praxis

Zygmunt Bauman - Wikipedia, la enciclopedia libre

ZYGMUNT BAUMAN (Poznan, Polonia, 1925) es un sociólogo, filósofo y ensayista polaco de origen judío. Miembro de una familia de judíos no practicantes, hubo de emigrar con su familia a Rusia cuando los nazis invadieron Polonia. En la contienda, Bauman se enroló en el ejército polaco, controlado por los soviéticos, cumpliendo funciones de instructor político. Participó en las batallas de Kolberg y en algunas operaciones militares en Berlín. En mayo de 1945 le fue otorgada la Cruz Militar al Valor. De 1945 a 1953 desempeñó funciones similares combatiendo a los insurgentes nacionalistas de Ucrania, y como colaborador para la inteligencia militar.
    Durante sus años de servicio comenzó a estudiar sociología en la Universidad de Varsovia, carrera que hubo de cambiar por la de filosofía, debido a que los estudios de sociología fueron suprimidos por «burgueses». En 1953, habiendo llegado al grado militar de mayor, fue expulsado del cuerpo militar con deshonor, a causa de que su padre se había presentado en la embajada de Israel para pedir visa de emigrante.
    En 1954 finalizó la carrera e ingresó como profesor en la Universidad de Varsovia, en la que permanecería hasta 1968. En una estancia de estudios en la prestigiosa London School of Economics, preparó un relevante estudio sobre el movimiento socialista inglés que fue publicado en Polonia en 1959, y luego apareció editado en inglés en 1972. Entre sus obras posteriores destaca Sociología para la vida cotidiana (1964), que resultó muy popular en Polonia y formaría luego la estructura principal de Pensando sociológicamente (1990).
    Fiel en sus inicios a la doctrina marxista, con el tiempo fue modificando su pensamiento, cada vez más crítico con el proceder del gobierno polaco. Por razones políticas se le vedó el acceso a una plaza regular de profesor, y cuando su mentor Julian Hochfeld fue nombrado por la UNESCO en París, Bauman se hizo cargo de su puesto sin reconocimiento oficial. Debido a fuertes presiones políticas en aumento, Bauman renunció en enero de 1968 al partido, y en marzo fue obligado a renunciar a su nacionalidad y a emigrar.
    Ejerció la docencia primero en la Universidad de Tel Aviv y luego en la de Leeds, con el cargo de jefe de departamento. Desde entonces Bauman escribió y publicó solamente en inglés, su tercer idioma, y su reputación en el campo de la sociología creció exponencialmente a medida que iba dando a conocer sus trabajos. En 1992 recibió el premio Amalfi de Sociología y Ciencias Sociales, y en 1998 el premio Theodor W. Adorno otorgado por la ciudad de Frankfurt.
    La obra de Bauman comprende 57 libros y más de 100 ensayos. Desde su primer trabajo acerca de el movimiento obrero inglés, los movimientos sociales y sus conflictos han mantenido su interés, si bien su abanico de intereses es mucho más amplio. Muy influido por Gramsci, nunca ha llegado a renegar completamente de los postulados marxistas. Sus obras de finales de los 80 y principios de los 90 analizan las relaciones entre la modernidad, la burocracia, la racionalidad imperante y la exclusión social. Siguiendo a Sigmund Freud, concibe la modernidad europea como el producto de una transacción entre la cesión de libertades y la comodidad para disfrutar de un nivel de beneficios y de seguridad.
    Según Bauman, la modernidad en su forma más consolidada requiere la abolición de interrogantes e incertidumbres. Necesita de un control sobre la naturaleza, de una jerarquía burocrática y de más reglas y regulaciones para hacer aparecer los aspectos caóticos de la vida humana como organizados y familiares. Sin embargo, estos esfuerzos no terminan de lograr el efecto deseado, y cuando la vida parece que comienza a circular por carriles predeterminados, habrá siempre algún grupo social que no encaje en los planes previstos y que no pueda ser controlado.
    Bauman acudía al personaje de la novela El extranjero de Albert Camus para ejemplificarlo. Abrevando en la sociología de Georg Simmel y en Jacques Derrida, Bauman describió al «extranjero» como aquel que está presente pero que no nos es familiar, y que por ello es socialmente impredecible. En Modernidad y ambivalencia , Bauman describe cómo la sociedad es ambivalente con estos elementos extraños en su seno, ya que por un lado los acoge y admite cierto grado de extrañeza, de diferencia en los modos y pautas de comportamiento, pero por dentro subyace el temor a los personajes marginales, no totalmente adaptados, que viven al margen de las normas comunes.
    En su obra más conocida, Modernidad y holocausto , sostiene que el holocausto no debe ser considerado como un hecho aislado en la historia del pueblo judío, sino que debería verse como precursor de los intentos de la modernidad de generar el orden imperante. La racionalidad como procedimiento, la división del trabajo en tareas más diminutas y especializadas, la tendencia a considerar la obediencia a las reglas como moral e intrínsecamente bueno, tuvieron en el holocausto su grado de incidencia para que este pudiera llevarse a cabo. Los judíos se convirtieron en los «extranjeros» por excelencia, y Bauman, al igual que el filósofo Giorgio Agamben, afirma que los procesos de exclusión y de descalificación de lo no catalogable y controlable siguen aún vigentes.
    Al miedo difuso, indeterminado, que no tiene en la realidad un referente determinado, lo denominó « Miedo líquido ». Tal miedo es omnipresente en la « Modernidad líquida » actual, donde las incertidumbres cruciales subyacen en las motivaciones del consumismo. Las instituciones y organismos sociales no tienen tiempo de solidificarse, no pueden ser fuentes de referencia para las acciones humanas y para planificar a largo plazo. Los individuos se ven por ello llevados a realizar proyectos inmediatos, a corto plazo, dando lugar a episodios donde los conceptos de carrera o de progreso puedan ser adecuadamente aplicados, siempre dispuestos a cambiar de estrategias y a olvidar compromisos y lealtades en pos de oportunidades fugaces.

Publicar un comentario

0 Comentarios