Kamala Harris, la equilibrista

 Harold Meyerson


AGOSTO 2020

Bueno, ella no es John Nance Garner, el primer vicepresidente de Franklin Roosevelt, que era un texano conservador racista. La pregunta es si se parece en algo al siguiente texano que apareció en una boleta demócrata, Lyndon Johnson. Cuando John Kennedy anunció que iba a elegir al senador de Texas en la Convención Demócrata de 1960, liberales como el sindicalista Walter Reuther, algunos de los fanáticos progresistas de Adlai Stevenson y el puñado de negros que eran delegados aullaron. Ninguno de ellos, y prácticamente nadie más, predijo que Johnson se transformaría en el único progresista genuino en política interna que ocuparía la Casa Blanca desde Franklin Delano Roosevelt. (La política exterior fue otro asunto).

Kamala Harris, a quien Joe Biden ungió como su compañera de fórmula el martes 11 de agosto, es una astuta operadora política, pero aún está por verse si tiene algo del genio político que le permitió a Lyndon Johnson responder a los movimientos de derechos civiles y los movimientos progresistas de su época cambiando las leyes de la nación. Como Biden, ella se ha dejado llevar. Como fiscal de distrito de San Francisco y fiscal general de California, hizo lo que solían hacer los fiscales de distrito y los fiscales generales demócratas en aquellos tiempos: promover políticas legales generalmente progresistas en temas ambientales y de igualdad de derechos, y al mismo tiempo «duras con el delito», incluso cuando California tenía más personas en las cárceles que la gran mayoría de las naciones. Esa era la fórmula aceptada para el ascenso político, y Harris rápidamente comprendió e implementó esa fórmula.

También es hábil en lo que respecta al tradicional equilibrismo que practican los demócratas entre empresas y trabajadores. Harris tiene una postura favorable a los sindicatos, por supuesto; pero también tiene, como cualquier demócrata del norte de California, buenas relaciones personales con las grandes empresas de tecnología de la información (su cuñado fue director jurídico de Uber) y depende de sus aportes económicos. No practica ningún populismo, ni en el mal sentido de la palabra ni en el bueno.

Pero, nuevamente al igual que Biden, es un animal político que comprende que la nación, y el Partido Demócrata en particular, se han movido hacia la izquierda y que las políticas de un gobierno de Biden, por lo tanto, tienen que ser más progresistas que las de Clinton y Obama. Cuánto más progresista, en particular en lo que respecta al equilibrio entre capital y trabajo, no lo sabemos realmente.

En resumen, una de las razones por las que Biden la eligió es que, como él, Harris ocupa el actual centro blando del Partido Demócrata. Y por ese motivo –razonó quizás– es improbable que ella dañe demasiado sus posibilidades. Los republicanos la atacarán por ser mujer (cierto), negra (cierto), atea (¿quién sabe?) y socialista (no), pero esos ataques no funcionarán tan bien fuera de la base de votantes de Trump.

Las otras dos mujeres afroestadounidenses que ocupaban un lugar destacado en su lista presentaban riesgos mayores. Al igual que Biden, Susan Rice personificaba al establishment de la política exterior de Obama, pero como candidata sin antecedentes de ningún tipo en asuntos nacionales, económicos o raciales, planteaba un riesgo demasiado grande una vez que entrase en la campaña electoral (ni hablar en el Salón Oval). Karen Bass podría haber alentado a más jóvenes negros a votar, ya que su historial como líder de un movimiento interracial por la justicia social es virtualmente inigualable en la política estadounidense, pero su vinculación durante años con organizaciones radicales también la convertían en un riesgo demasiado grande.

De todas las posibles vicepresidentas, Elizabeth Warren se destacaba como la que claramente podría asumir la Presidencia si un día le sucediera algo a Biden, pero no es afroestadounidense. Además, su designación para la dupla presidencial podría haber reducido a un mínimo la financiación de Wall Street a Biden. Por otro lado, ella y Bass eran las dos opciones que podrían haber persuadido a algunos progresistas más de acudir a las urnas, y a un mayor número de progresistas no solo a votar por la fórmula demócrata sino a trabajar por ella.

Por supuesto, si Biden quiere tener una presidencia verdaderamente progresista, siempre puede nombrar a Warren al frente del Tesoro. De hecho, en caso de que ganen los demócratas, el gobernador de California, Gavin Newsom, podría nombrar a Bass para el escaño que Harris ocupa actualmente en el Senado: su pasado radical no debería representar ningún obstáculo para el electorado californiano. La lista de posibles nombramientos y candidatos para ese escaño en el Senado rivaliza con la cantidad de senadores estadounidenses en funciones, aunque, como siempre en California, el establishment intentará ungir a un candidato que facilite las cosas, como lo hicieron con Newson para la gobernación y... con Kamala Harris para el Senado en 2016.

En síntesis, observando las alternativas que se le presentaron, Biden probablemente concluyó que Harris planteaba el menor riesgo electoral. El triunfo de Harris, en realidad, es un triunfo del posicionamiento: ella era la política correcta en el lugar correcto y en el momento correcto. Admitamos que es una polemista realmente buena que debería poner nervioso a Mike Pence, y que es inteligente y maleable cuando se la presiona. Y que los progresistas solo triunfan cuando dan impulso a políticos maleables.


Traducción: Carlos Díaz Rocca

Fuente: IPS


https://nuso.org/articulo/quien-es-kamala-harris/

Extrema derecha y lugares comunes Entrevista a Cas Mudde

Sebastiaan Faber

 



Diversos analistas siguen insistiendo en tópicos trillados y equivocados sobre la clase obrera blanca o la población rural blanca sin educación universitaria, constituyen la base de la derecha trumpista, aún cuando hay evidencia no demuestra ese planteo. El fenómeno de las extremas derechas está siendo malinterpretado y sometido a lugares comunes. En esta entrevista, Cas Mudde, experto en la materia, destierra los clichés y apuesta por un análisis con datos reales.

El fenómeno de las extremas derechas no puede analizarse solo de manera global. Debe, necesariamente, apelarse a lo específico de cada país. En esta entrevista, Cas Mudde analiza la situación de la extrema derecha en Estados Unidos tras la derrota de Trump, diferenciándola de la de otras experiencias políticas del mismo signo ideológico. Mudde es profesor en la Escuela de Asuntos Públicos e Internacionales de la Universidad de Georgia y profesor en el Centro para la Investigación sobre Extremismo en la Universidad de Oslo. Su último libro, The far right today, ha sido aclamado como una «descripción general completa de la política contemporánea de extrema derecha» por la LSE Book Review.


Parece que gran parte de su trabajo público consiste en corregir las impresiones equivocadas de la ultraderecha que difunden periodistas y opinadores progresistas o liberales. ¿Cuáles son los mayores malentendidos que aún circulan sobre el electorado de Trump?

La verdad es que da vergüenza ajena. Algunos artículos que aparecen hoy dan la impresión de haberse escrito en 2016. Siguen insistiendo en los temas trillados y equivocados sobre la clase obrera blanca o la población rural blanca sin educación universitaria, cuando sabemos de sobra que el núcleo electoral de Trump no es ese. También persiste la idea de que, por un lado, hay un Partido Republicano de centroderecha y, por otro, el electorado de Trump, que representaría a una derecha radical. La realidad es que ya hace años que la base del Partido Republicano está mucho más cerca de las ideas de Trump que del neoliberalismo de Paul Ryan, por ejemplo. Es doloroso ver lo poco que hemos aprendido estos últimos años.

Me sorprende que lo diga en primera persona del plural. Esa falta de aprendizaje, ¿no afecta a periodistas y opinadores más que a politólogos como usted?

No lo crea. Mi conocimiento también tiene muchas lagunas. De hecho, recientemente he publicado una columna en The Guardian en la que planteo que quizá debamos dejar de hablar de «fascismo» y no empeñarnos en observar el presente con la lente europea de la década de 1930 o la latinoamericana de la década de 1970. Estos últimos años yo mismo me he dejado llevar por esa especie de psicosis colectiva. Y debo confesar que no he aprovechado para analizar a fondo qué ha estado ocurriendo aquí en Estados Unidos.

¿Qué quiere decir?

Bueno, hay muchísimas cosas que pensábamos que Trump iba a hacer que al final no ha hecho. Esto no significa que no fuera un líder de ultraderecha de verdad o que no fuera antidemocrático. Pero lo que no sabemos aún es lo que ha significado exactamente la presidencia de Trump para Estados Unidos. Y esa falta de comprensión me parece que tiene que ver con que estamos muy ligados a esquemas y marcos del pasado. Yo soy el primero en admitir cuánto me queda por aprender. Es más, diría que en este campo los investigadores universitarios tenemos mucha más responsabilidad que los opinadores. Mi problema es que yo soy ambas cosas. Ahora bien, los periodistas y los opinadores viven de esto. Y les ha ido francamente bien estos últimos cuatro años. Los que nos dedicamos a la investigación, en cambio, deberíamos guardar más distancia y estudiar y aprender más.

¿Qué le ha impedido a usted hacerlo? ¿Ha sido el peso de los marcos heredados? ¿O es que el fenómeno de la ultraderecha simplemente es demasiado complejo?

El mundo entero es demasiado complejo. Pero creo que quizá he pasado demasiado tiempo haciendo de opinador. No niego que tener una presencia en los medios tiene grandes ventajas. Pero también hay inconvenientes. Es fácil dejarse llevar por la dinámica mediática. Estos últimos años he pasado muchísimo más tiempo leyendo noticias que investigaciones académicas. No es algo que necesariamente te haga más inteligente.

Me parece que está subestimando la importancia de su propio papel como pensador universitario que interviene en la esfera pública para difundir un conocimiento científico, basado en la investigación empírica, sobre fenómenos de gran urgencia política –aunque solo fuera para subrayar una y otra vez la complejidad de esos fenómenos–.

No lo niego. Como digo en el prefacio de La ultraderecha hoy, fui educado por intelectuales públicos y esto siempre lo he visto como una tarea central de la ciencia. Pero hay que encontrar un equilibrio. Y la verdad es que el mundo de los opinadores te empuja en una dirección y el de la ciencia, en otra. Como opinador, cuánto más contundentes sean tus opiniones, más impacto tienes. Esto representa una tentación que hay que resistir de forma constante. Por otra parte, mis columnas me han servido para plantear ideas o hipótesis para las que aún no tengo la suficiente evidencia como para publicarlas en un medio científico. Sigo creyendo que la combinación de esos dos papeles puede ser muy importante y productiva. Pero hay que tener mucho cuidado. Lo que yo aporto al mundo de los opinadores no es, por así decirlo, mi estilo. No: yo aporto un conocimiento científico. Pero esa reputación es fácil derrocharla.

¿Le ha costado encontrar ese equilibrio?

Me sigue costando. Por ejemplo, hace dos o tres años escribía una columna semanal y no pasaba un día en que no me entrevistara con algún periodista. No era casual: en 2017 y 2018 yo percibía que la democracia liberal corría mucho peligro. Estaba ganando terreno la convicción de que no era posible ganarle la batalla al populismo y que tocaba domarlo o canalizarlo. En ese momento, la urgencia me parecía tal que el trabajo puramente académico, para mí, se convirtió en secundario. Pero pagué un precio, ya que también leía menos investigación académica y dedicaba menos tiempo a la reflexión.

Iba a preguntarle sobre las conclusiones que saca de las elecciones presidenciales norteamericanas, pero quizá sea mejor no apelar a su papel de opinador…

Muchas de las conclusiones que se están sacando son prematuras porque se basan en sondeos a pie de urna que, casi con toda seguridad, resultarán muy poco fiables. Una pregunta central será: ¿cuáles han sido los cambios del voto? No es algo superficial, porque sirve para determinar la dirección de los gobiernos: ¿debe la izquierda gobernar como izquierda o adoptar una posición más bien centrista, por ejemplo? A mí, como a cualquiera, me gustaría que hubiera datos empíricos que confirmaran mi propia preferencia. Pero, por ahora, aún no he visto esos datos.


Cuando estén esos datos, ¿qué nos dirán?

Lo que me urge saber –y esto sí que lo sabremos más bien pronto– es la profundidad del apoyo del que goza Trump entre los republicanos. En 2016 era claramente una persona a la que habían de aceptar, aunque tuvieran poca afinidad con él. Pero gracias a la enorme polarización de los últimos años, en gran parte fomentada por el mismo Trump, parece que se ha producido una coincidencia cada vez mayor entre los republicanos y los seguidores de Trump. Yo lo que me pregunto es si esa coincidencia es real. Y, si lo es, si la identificación es con Trump como líder o con su ideología. La distinción es importante, pero la verdad es que no sabemos mucho de esa dinámica en Estados Unidos. En Europa, se ha demostrado que, al fin y al cabo, los partidos tienen más peso que los líderes. Cuando el austriaco Jörg Haider se escindió del Partido por la Libertad de Austria (FPÖ, por sus siglas en alemán), casi todos sus votantes se quedaron con el partido. Pero el FPÖ era un partido ultraderechista, fuera del mainstream. El Partido Republicano estadounidense, en cambio, es una formación mainstream que ha sido secuestrada por un líder ultraderechista. La comparación no es fácil.

Sabemos que la diferencia entre la ideología de Trump y la del votante medio del Partido Republicano no es muy grande, a pesar de lo que nos diga el puñado de republicanos que se identifican con «never Trumpers» (trumpistas nunca). Aun así, hay cierto margen. ¿Hasta qué punto se han radicalizado los votantes del Partido Republicano? La polarización, ¿seguirá en los niveles actuales una vez que Trump se haya ido?

En su libro, dice que la pregunta que se le hace con más frecuencia es cómo afrontar la ultraderecha. Admite que no tiene una buena respuesta, en parte porque la ultraderecha en un país no es la misma que en otro. Aun así, con frecuencia ha afirmado que nos toca reforzar la democracia liberal. También aboga por que la socialdemocracia, erosionada por el neoliberalismo y la tercera vía, se vuelva a inyectar de ideología. En Estados Unidos, ¿esto significa que el Partido Demócrata debe seguir la pista de su ala izquierda o a activistas como Stacey Abrams, que tanto ha hecho en el estado de Georgia por movilizar el voto afroamericano?

Para empezar, es importante subrayar algo que es más obvio para los que vivimos en Georgia que para los de fuera: Stacey Abrams es bastante centrista en términos socioeconómicos. Esto es algo que malinterpretan muchos fuera del heartland: es posible rechazar de forma vehemente que la policía mate a personas afroamericanas y, al mismo tiempo, apoyar políticas centristas o capitalistas. El hecho de que muchos afroamericanos voten por el Partido Demócrata no significa que favorezcan políticas radicales.

Pero con referencia a la rivalidad entre el centro y el ala izquierda hay algo más importante. Lo que indican los sondeos es que hay muchísimas áreas que cuentan con un gran consenso entre los diferentes grupos de votantes demócratas. Esas son las áreas en que debe concentrarse Biden. Una es, simplemente, reforzar la democracia, proteger el derecho al voto. Otra es crear empleos bien remunerados y subir la renta mínima. Personalmente, me parecen muy importantes las infraestructuras –cuyo estado actual es lamentable– porque ofrecerían muchas posibilidades de crear un ambicioso plan de empleo que beneficiaría a muchísimas personas. E incluso en las áreas donde parece haber más división interna, como por ejemplo la política identitaria, el antirracismo o el derecho al aborto, hay margen para políticas consensuadas.

En ese sentido, ¿el conflicto abierto entre el grupo de Alexandria Ocasio-Cortez y Nancy Pelosi, en la Cámara de Representantes, es más bien una distracción innecesaria?

Hay que reconocer que también es una lucha de poder que, entre otras cosas, es generacional. Las generaciones de los millennials para abajo tienen otra forma de hacer política, tanto en la izquierda como en la derecha. Hemos prestado mucha atención al modo en que la derecha se ha hecho más agresiva y combativa, pero en la izquierda ocurre lo mismo. Se ve en la revista Jacobin, por ejemplo, que está muy metida en esa lucha interna. No es que la izquierda de hoy sea más radical que antes, pero sí hace política de forma diferente, y se nota que eso, a la generación mayor, le cuesta asumirlo, incluso a nivel personal. Y, también importa la región que representa cada uno. Los demócratas del Bronx o de Brooklyn, en Nueva York, no son los mismos que los demócratas en Georgia. Pero en un sistema bipartidista como el norteamericano, esos grupos están obligados a compartir el mismo partido. Por tanto, es una lucha que será necesario librar. Hay una diferencia considerable entre los Estados Unidos de Alexandria Ocasio-Cortez (AOC) y los de Joe Biden. Es más, en un contexto europeo, Biden y AOC representarían a partidos totalmente distintos.

Todo quedará en agua de borrajas si los demócratas no ganan las elecciones de enero en Georgia en las que se decidan los últimos dos escaños senatoriales. De otro modo, los republicanos mantendrán su control del Senado. ¿Cómo ve las posibilidades para los dos candidatos demócratas?

Tiendo a ser pesimista. Me parece que el miedo republicano a que los demócratas controlen la Casa Blanca y las dos cámaras es mucho mayor que el entusiasmo demócrata por una administración de Biden capaz de hacer cosas. Es difícil exagerar el miedo que hay ante un control monopartidista de la Casa Blanca y el Congreso. Es algo que empujará a las urnas incluso a republicanos muy moderados. Eso sí, sea cual sea el resultado de las elecciones en enero, sabemos que será muy, muy ajustado, como lo serán todas las elecciones en Georgia en los próximos años.

Si los demócratas no se hacen con el Senado, Biden tendrá las manos atadas.

Lo más probable es que los demócratas no logren pasar medida alguna fuera de las executive orders presidenciales. Cualquier reforma estructural estará fuera de alcance, para empezar porque no controlarán los presupuestos. Los republicanos, por su parte, continuarán en el cinismo que ya vimos en los años de Obama. Y volverán a la austeridad.

¿Y Biden?

Lo aceptará, en parte porque esa posición ideológicamente le pilla cerca y en parte porque no le quedará otra.

Lo cual complicaría la situación de los demócratas en las elecciones de medio término de 2022, en las que se jugarán el control de la Cámara de Representantes.

Mucho. Y las presidenciales de 2024 también se pondrán difíciles.

En este escenario, ¿cuál sería el papel del expresidente Trump? ¿Desaparecerá? ¿Montará su propio imperio mediático?

Eso está por verse. Cuando hablé de ello en mi podcast con Nicole Hemmer, que es experta en medios derechistas, me aseguró que Trump carece de la disciplina necesaria para llevar siquiera un programa de radio o televisión diario. No nos engañemos: incluso siendo presidente, a Trump le ha costado interesarse por la política. Pues imagínate como expresidente. Su hijo, Donald Trump Jr., sí que tiene ese perfil, pero su audiencia es mucho más limitada. No, lo que veo mucho más probable es un regreso del Partido Republicano de Mitch McConnell. Pero para la democracia de Estados Unidos eso es casi igual de malo.

Este artículo es producto de la colaboración entre Nueva Sociedad y CTXT. Puede leer el contenido original aquí

Fuente de la foto: De Morgen

https://nuso.org/articulo/extrema-derecha-y-lugares-comunes/

María Lejárraga, la historia de la escritora española que firmó todos sus libros con el nombre de su marido

 


Se escondía bajo Gregorio Martínez Sierra, con el que se la conoció hasta su muerte. Tres expertas en su figura nos arrojan luz a esta pluma en la sombra.

En España hubo una mujer que tuvo apoteósicos éxitos como dramaturga, reconocimientos por sus discursos políticos y feministas, y grandes ventas con su literatura. Sus obras se estrenaron en los mejores teatros de medio mundo: Nueva York, Buenos Aires, Madrid, México. Ella es Gregorio Martínez Sierra, el nombre de su marido, que firmó hasta su muerte todo lo que escribió ella: María de la O Lejárraga. Las escritoras Vanessa Montfort e Isabel Lizarraga, ambas han novelado sobre ella, y la catedrática Nuria Capdevila-Argüelles arrojan luz a esta pluma en la sombra.

Las primeras décadas del siglo XX estuvieron marcadas por la derrota del 98 y por la conciencia de que España necesitaba regenerarse. María nació en 1874 y tuvo una educación en la Asociación para la Enseñanza de la Mujer, cuna del primer feminismo español. Allí se impregnó de los valores de la vanguardia como la coeducación o la enseñanza experimental y activa (asociadas a la Institución Libre de Enseñanza) y se formó como maestra con el absoluto convencimiento de que la educación es la forma de avance y progreso social. María Lejárraga fue durante 10 años maestra, profesión aceptada por la mentalidad machista de la época al considerarse “actividad femenina”. Pero la sociedad de entonces concebía a las mujeres únicamente como “ángeles del hogar”, cuidadoras y bajo tutela del padre o esposo siempre. Muy pocas publicaban, escribir era una actividad exclusiva de varones.

Cuenta la historiadora feminista y catedrática Nuria Capdevila-Argüelles: “A nivel legal, la gran avanzada en materia de igualdad se produjo en la Segunda República. Pero eso no significa que la igualdad se hubiese conquistado socialmente. Al contrario: España tuvo una moderna ley de divorcio en un país en el que el divorcio no se toleraba. Y esto es solamente un ejemplo. Leyes o no leyes, nos interesa destacar la omnipresencia de la entonces llamada cuestión femenina o problema de la mujer en todas las áreas del debate cultural y político de aquella España regeneracionista, en la que María Lejárraga escribe a destajo libros y obras con el nombre de su marido. Las mujeres adquirían visibilidad, conquistaban el espacio público lentamente, con el patriarcado ojo avizor. La mujer obrera, la universitaria, la estudiante, fueron identidades muy criticadas”.

María se casó con Gregorio Martínez Sierra en 1900, y aunque este se lio años más tarde con la actriz  Catalina Bárcena, e incluso tuvo una hija con ella, hasta la muerte de su marido Lejárraga siempre firmó todos los textos con su nombre. Gregorio Martínez Sierra fue por tanto un laureado director de teatro que, a ojos del público y la crítica, era autor prolífico de todo tipo de textos. Los focos, los aplausos, las consideraciones, así como los alternes y los actos de relaciones públicas en los cafés de la época eran asunto y protagonismo de él. María no tuvo ni visibilidad, ni autoría, ni menciones acorde. Aunque Isabel Lizarraga, editora de María y autora de Luz propia. El enigma de María Lejárragaseñala que en el mundillo del artisteo todo el mundo lo sabía: “Los actores de las obras teatrales, los periodistas, los músicos… y, al parecer, a nadie le extrañaba. El propio Gregorio, en varias entrevistas, reconoció a partir de 1914 que su mujer era también su colaboradora”.

Vanessa Montfort, por su condición de escritora, señala: “El autor es el que se sienta y escribe. No el que da ideas, propone mejoras o hace apuntes. Manuel de Falla, Turina y Usandizaga se sentaban con ella a trabajar los textos”. El absurdo es tal que Gregorio Martínez Sierra dio en el teatro Eslava, en 1917, un discurso sobre feminismo porque la cuestión de la mujer era un tema recurrente en “sus textos” periodísticos. Vanessa nos cuenta que María/Gregorio Martínez Sierra escribía un teatro aparentemente suave pero de fondo lucen temas como la maternidad, el condicionamiento que es ser madre para la mujer, la hipocresía social o la homosexualidad: “Temas que siempre han interesado a María y que en los discursos o libros que firma con su nombre (una vez fallecido su marido) como La matriarca o Fiesta en el Olimpo se reconocen fácilmente”.

Vanessa Montfort ha escrito La mujer sin nombre sobre “la historia de la primera dramaturga de España, el caso de fraude literario más importante de nuestro país”. Señala la cantidad de disparates que se dan en la autoría incierta de María Lejárraga. El marido firma traducciones en idiomas que desconoce, la amante de Gregorio representa obras que no sabe que no las ha escrito él o Martínez Sierra le pide a Lejárraga que le escriba una carta (en su nombre) de pésame por el fallecimiento de Torcuato Luca de Tena. Hay documentos en los que el apuntador de una obra cuenta que están parados los ensayos porque María no ha enviado las siguientes escenas (no Gregorio).

Para Vanessa Montfort, si Lejárraga hubiera firmado sus textos no se habrían publicado ni estrenado o “habría sido algo muy residual porque las dramaturgas mujeres no existían y el alterne que conlleva con los artistas y la farándula no era bien visto en las mujeres”. Puede que María Lejárraga, mujer muy astuta, considerara desde el primer momento que firmando como hombre, su voz, textos y teoría feminista llegaría más lejos y tendría calado social. Vanessa mantiene que “Martínez Sierra” al final era como una marca; es por eso que cuando en 1947 su marido (estaban separados por el adulterio) fallece, ella empezara a firmar como María Martínez Sierra. “Tras la muerte de Gregorio, María recibía el 50% que le correspondía de derechos de autor como viuda, no como autora. Estando exiliada no logró el reconocimiento de su autoría por parte de la Sociedad General de Autores”, explica la escritora Isabel Lizarraga.

María Lejárraga formó parte de una generación de feministas con conciencia de grupo. Elena Fortún, María de Maeztu, Carmen Baroja, Carmen de Burgos, Luisa Carnés, Amparo Poch, Maruja Mayo, incluso Pardo Bazán son alguna de ellas. Para Nuria Capdevila-Argüelles el trabajo pionero de rescate de esta herstory (la historia de nuestras mujeres artistas y feministas) fue Las modernas de Madrid de Shirley Mangini, con la cara de María Lejárraga en la cubierta. El rescate del olvido, los silencios y la autoría robada o cedida de María Lejárraga se lo debemos a la profesora Alda Blanco.

En España hay otros casos de mujeres que firmaban con seudónimo debido una sociedad machista y patriarcal, por ejemplo Luciano de San Saor, que era Lucía Sánchez Saornil, o Gracián Quijano, que era Francisca Sáenz de Tejada. Nuria Capdevila-Argüelles cuenta: “Fíjense que la primera es anarquista y la segunda de derechas. Independientemente de posiciones políticas el poder del otro masculino era eso: poder, ejercido sobre todas. Y a aquella generación de feministas les costó mucho verse independientemente del otro masculino”.

Eva Franch Arquitectura para el futuro


 

Texto de Marta Ricart Foto de Mané Espinosa 23/02/2020

La arquitecta ebrense Eva Franch Gilabert, que dirige la AA de Londres, una de las mejores escuelas de arquitectura de Europa, plantea cómo deberá cambiar en las próximas décadas su profesión y, con ella, las ciudades

Cuando Eva Franch llegó en el 2018 a la dirección de la Architectural Association (AA) de Londres, la escuela de arquitectura más antigua del Reino Unido (fundada en 1847), The Guardian y el Financial Times la llamaron “tornado español”, calificativo del que reniega: “Es cierto que tengo intensidad pero no creo que desestabilice”. No será un tornado pero sí un poco transgresora y decidida a cambiar cosas.

Franch (Deltebre, 1978) se tituló en Arquitectura en la Universitat Politècnica de Catalunya, que la homenajeó el pasado verano como exalumna ilustre. Apenas tiene obra hecha, lo que no impidió que su currículo tuviera lustre como para que una escuela como la AA, considerada de las mejores del mundo –por ella pasaron iconos de la profesión como David Chipperfield, Zaha Hadid, Rem Koolhaas o Richard Rogers–, la eligiera casi por aclamación (de 75 aspirantes quedaron tres).

La arquitecta cree que la división de usos que imperaba en las ciudades ya no vale: “La oficina o el comercio pueden ser hoy tu móvil”

La arquitecta empezó a trabajar en un estudio holandés pero decidió completar su formación en EE.UU., en la Universidad de Princeton (con una beca de La Caixa) y acabó dirigiendo en el 2010 Storefront for Arts & Architecture, una renombrada organización, con una galería en el Soho de Nueva York, que se dedica a la agitación urbanística y artística. Además, dio clases en universidades como Cooper Union y Columbia.

“Vi que podía diseñar proyectos pero, a la vez, que había más cosas. En EE.UU. me concentré en lo intelectual y académico y comprendí que no necesariamente uno ha de construir edificios para ser arquitecto. Para mí, la arquitectura es una manera más de entender y de cambiar el mundo”, explica.

Desde Nueva York, esta hija de capataz portuario y peluquera y amante de las matemáticas y el patinaje, dio el salto a Londres. “Creo que mi espíritu y el de la escuela son similares”, señala. La venerable edad de la AA engaña: “Es uno de los lugares más pioneros y radicales de lo que es la pedagogía y la definición de la arquitectura, ha producido grandes arquitectos y ha asumido históricamente muchos riesgos, siempre como plataforma de ideas. Algunos proyectos de los alumnos son visionarios”, dice la directora.

“Una nunca sabe si es capaz de dirigir una escuela como esta –reconoce– pero la AA necesitaba un director, estaba en un momento de reinvención y pensé que igual podía aportar algo. Además, no soy persona que rehúya los retos”. Siempre admiró el centro, con 780 estudiantes de 80 nacionalidades y 350 profesores. Le habría gustado estudiar ahí, pero es privada y no pudo acceder, una de las cosas que ella ha empezado a cambiar implantando becas.

Eva Franch admira “a los que construyen, más con las dificultades con que muchos se encuentran”´, pero, para ella, “todos somos responsables, en cierta manera, de lo que se construye y de lo que no se llega a construir, de la buena y de la mala arquitectura”. Es una idea que subyace en su concepción de la disciplina. Cuando, con varios colegas, asumió el proyecto del pabellón de Estados Unidos en la Bienal de Venecia del 2014, jugaron con el doble sentido de Office Us, de oficina de EE.UU. y de que la oficina es uno mismo. O todos.

“Me interesa redefinir la forma en que se practica la arquitectura porque hay estructuras (el despacho con uno o dos arquitectos, las jerarquías…) que me parecen un sistema de producción obsoleto y busco qué arquitectura se debe hacer hoy y cómo hacerla. Creo que ha de ser más colectiva, teniendo en cuenta las nuevas tecnologías, los ámbitos compartidos con otras profesiones…”, advierte.

Cuando dirigía Storefront Franch lanzó la iniciativa, a la que se fueron sumando ciudades (Madrid y Barcelona incluidas) “Cartas al alcalde”, en que los arquitectos enviaban al alcalde de su ciudad misivas para ayudarle a identificar problemas y proponerle soluciones. Su carta es “que el alcalde escuche a los arquitectos; por ejemplo, si quieres hacer políticas sociales, hay que construirlas”, señala.

“Hay grandes conflictos sociales, ecológicos, generacionales, emocionales… –reflexiona Franch–. La cuestión es cómo participa la arquitectura en ellos, porque busca redefinir espacios legales, económicos, sociales… desde la forma en que entendemos la propiedad, el urbanismo o el entorno público. Y hoy, ya no vale la división de usos que imperaba en las ciudades porque la oficina o el comercio pueden estar en tu móvil”.

Esto, según ella, obligará a replantear estructuras en las ciudades. Como también un movimiento masivo de lo compartido: coworking, cohabitación, servicios compartidos para hogares uniparentales o unipersonales... “La arquitectura del futuro se transformará radicalmente por aspectos como éstos. Y porque cambian el diseño y la producción. Ahora con una impresora ya puedes producir materiales”, recuerda.

Otro eje de cambio que ve es el medioambiental: “Se estudia los efectos de los materiales en el medio ambiente, en la salud… Quizás se trabajará en biomas, se diseñarán microentornos apropiados para el trabajo, para el descanso… Ya no se habla sólo de materiales sostenibles, sino de edificios que contribuyan a mantener sanos a sus residentes y al planeta, que absorban el ruido, el CO2, que reciclen sus desechos…”.

Pese a estos aspectos globales, Franch defiende que la arquitectura no debe ser homogénea, sino “entender que en cada lugar los problemas requieren soluciones locales”. “Tenemos que plantearnos cómo son las ciudades en la era del antropoceno. Cómo queremos que sean y proyectarlas pensando en los usuarios del futuro”, concluye.


http://www.magazinedigital.com/personajes/el-personaje/eva-franch-arquitectura-para-futuro

Martin Scorsese "La ignorancia es el germen de la violencia"



Texto de Juan Luis Álvarez y fotos de Brigitte Lacombe

 10/11/2019

 En su medio siglo tras la cámara, Martin Scorsese ha regalado a la historia del cine títulos tan memorables como Taxi Driver, Infiltrados o El lobo de Wall Street. Es uno de los grandes. Y como tal, conversa sin prisas sobre su oficio, la vida, la política y sobre esa mafia que vuelve a retratar en El irlandés, de nuevo con varios de sus actores fetiche, como Robert De Niro o Joe Pesci.

Ha cumplido 76 años, pero conserva intacta su risa socarrona que brota con naturalidad en varias ocasiones durante la charla con Magazine. También está presente esa peculiar voz algo nasal y de marcado acento neoyorquino que utiliza para recontarse a sí mismo –“cosas de hacerse mayor”–, con toda tranquilidad. No impone cuestionario previo ni nadie avisa de que haya temas sobre los que no se le pueda preguntar. Su única condición es que cada entrevista dure al menos 30 minutos, porque le gusta charlar sin andar mirando el reloj. Las maravillas no acaban ahí. Martin Scorsese, el director de Malas callesTaxi DriverToro salvajeUno de los nuestros, Infiltrados o El lobo de Wall Street  reflexiona, con sentido de la responsabilidad y mente abierta, sobre el lugar del arte en los difíciles tiempos que corren o sobre los cada vez más desdibujados límites de lo que se considera “humano”. Sobre la redención y sobre el peligro de la ignorancia elegida y buscada. Y sí, les da una patadita a las cintas de superhéroes, que tras la polémica reciente –dijo que los filmes de Marvel no eran cine, en realidad–, ha levantado en Hollywood unas cuantas ampollas, seguramente porque el que eso afirma es nada menos que uno de los tres grandes, junto a Spielberg y Coppola, y eso, a estas alturas, ni el mejor publicista del mundo lo podría emborronar.

Para contar la historia de El irlandés, título de su último trabajo que se estrena en cines y en la plataforma Netflix casi simultáneamente, ha convencido a Joe Pesci para que abandone su retiro –le costó lo suyo, al parecer–, y ha contado de nuevo con ese actor al que conoció cuando eran poco más que veinteañeros y que le ha acompañado durante una carrera de más de 50 años: Robert De Niro. Representa a un desengañado veterano de guerra que acaba trabajando como asesino a sueldo para la mafia durante décadas y enredado en el caso Hoffa, sindicalista pringado hasta el tuétano en negocios turbios misteriosamente desaparecido, que interpreta Al Pacino. Con todo ello parece haber realizado el que para muchos es el filme definitivo sobre la mafia; sus entresijos, sus conexiones políticas y su vertiente personal.

¿Era su intención?
Tal vez, no lo sé. El eje lo constituyen personas inmersas en el crimen organizado, pero esto sirve para reflexionar sobre las motivaciones, los comportamientos y los elementos de la naturaleza humana que son comunes a todos. Conceptos como el deber, la confianza, la necesidad de pertenecer a un grupo más o menos afín. La ambición y la codicia también. Incluso el amor. Todo eso está ahí, en la mafia, pero es trasladable a otros colectivos que no están definidos por la delincuencia: desde las familias hasta los gobiernos. Creo que haber podido mostrar esa correspondencia ha dado pie a ese tipo de comentarios, por otro lado tan halagadores.

“La mafia tiene la violencia como seña de identidad y eso la hace muy interesante. Yo crecí con ella alrededor. Junto al vínculo familiar y la religión, es lo que más me influyó de niño, cuando estás formando al hombre que serás”

¿Por qué ha marcado la mafia su vida profesional?
Es un colectivo que tiene la violencia como seña de identidad, y eso lo hace especialmente interesante. Yo crecí con todo esto alrededor y, aunque no lo quisiera, estaba ligado a ello. Son, junto al vínculo familiar y a la religión, los elementos que me influyeron más en los primeros años de vida; cuando estás dando forma al hombre que serás. Por eso son tres constantes en mi cine y siempre que puedo intento que vayan de la mano en mis películas.

¿Cree que los humanos somos intrínsecamente violentos?
Sí. Creo que es un instinto natural del cual aún no nos hemos librado. La violencia también nos define; el grado en el que está presente en nosotros dice mucho sobre cómo somos. ¿Podemos hacerla desaparecer? ¿Queremos hacerlo?  Verá, por hacerlo corto y dejando claro que no soy un filósofo, yo querría decirle simplemente que forma parte de la naturaleza humana. Pero, en realidad, es algo mucho más complejo y tiene muchos aspectos colaterales que hay que tener en cuenta, como la compasión que sentimos unos por otros y como eso nos hace defender a los que amamos, a veces usando la violencia que también ponemos en juego para preservar nuestros principios y nuestras convicciones, cuando lo entendemos como algo necesario…

¿Qué sería lo más parecido a la mafia en estos momentos? ¿Las grandes entidades económicas? ¿Las altas esferas de la ­política?
Sin querer pecar de cínico, podría decir que esos dos ejemplos que ha citado se parecen bastante al crimen organizado, porque en ellos el poder desempeña un papel esencial, pero también entre ellos mismos hay estratos. Hay personas o colectivos que tienen en su mano, por su posibilidad de manejar ingentes cantidades de dinero, un poder inmenso que parece colocarlos por encima de cualquier gobierno y a menudo los percibimos supeditados a ellos. Pero la misión de los gobernantes es  servir y proteger al pueblo. ¿No es todo endiabladamente retorcido?

Hablando de políticos, ¿cómo va llevando la era Trump?
De la única forma que puedo. Lidio con ello desde mi trabajo hablando acerca de los asuntos de referencia que nos tienen, a menudo, tan sorprendidos. Al final, ya sea en películas con trasfondo religioso como Silencio o que ejemplifican a través de una figura pública la libertad personal, como es el caso del documental sobre Bob Dylan  que acabo de rodar, mi contribución debe centrarse en inspirar continuamente a la gente joven hacia el valor que tiene el arte. Es libre y te hace libre. Puede ser la llave del mundo si eres capaz de apreciarlo y de aprender a amarlo y además puede ser una especie de bálsamo en este momento tan difícil que estamos viviendo y del que ni siquiera somos capaces de imaginar las consecuencias. Ojo; no significa que la acción no sea necesaria. Nuestro sistema está siendo fuertemente testado por todos en general y por los jóvenes en particular, que se están planteando cosas tan interesantes como la vigencia de las constituciones y si se pueden reescribir, cuánto hay de monolítico en el sistema judicial, hasta dónde pueden llegar los ciudadanos en su protesta, si tienen derecho a saltarse la ley cuando quieran y hasta donde debe llegar la autoridad para imponerse. En mi país, estas cuestiones no se planteaban prácticamente desde la guerra civil americana.

“Los jóvenes se plantean hoy cosas tan interesantes como hasta dónde pueden llegar los ciudadanos en su protesta y la autoridad a la hora de imponerse”

¿Imaginó que llegaría un momento tan crucial?
Nunca pensé que vería esto. Una situación política tan desesperanzadora. Pero parece que todas las ideologías y las formas de gobernar del siglo XX se han quedado algo obsoletas. El mundo ya no funciona como en los años cincuenta, que todo era como de cuento de hadas, o en los ochenta o noventa, tan divertidos y tan libres. Creo que hay que hallar nuevas formas de desarrollo basadas en lo que somos ahora; en cómo somos ahora, y ahí los jóvenes que representan las nuevas formas de pensar tienen una responsabilidad especial, pero los mayores debemos ser generosos y ­darles el relevo a un mundo que les brinde oportunidades. Supongo que hay mucha gente que no estará de acuerdo, pero yo ahora mismo, como americano, lo siento así.

Pero no parece fácil superar una crisis de valores tan profunda…
Valores. Exacto. En eso es en lo que el artista puede ayudar. A transmitir su mirada del mundo a través de un cuadro, de una canción, de una película o de una novela. A hacer llegar su valor a una sociedad que anda muy necesitada de referentes cuanto más diversos mejor. Internet es fantástico. Ha creado una nueva manera de comunicación y de que fluya la información, pero, a la vez, nos ha provocado varios problemas, nos ha vuelto caprichosos y a veces parece que vivimos sólo para  tener en las manos el último iPhone. Sufrimos la ansiedad que provoca la necesidad y la globalización. Si un país quiere mantener su cultura, sus valores y su forma de vivir, esto lo hace más difícil, pero por otro lado: ¿cómo vamos a negar nuestra curiosidad? El mundo es tan grande y tan interesante… Casi tan complejo como los que vivimos en él.

Y en este momento tan complejo de la humanidad, ¿qué le hace sentirse especialmente preocupado?
La ignorancia y la división. Cuando estaba creciendo aprendí mucho de gente muy diferente a mí; de otras culturas,  a menudo a través de películas indias, francesas, japonesas o italianas. Comprendí otras formas de pensar, otras artes, otras músicas. Eso se está perdiendo, y podrían inspirar a nuestros jóvenes hasta niveles increíbles. La ignorancia es especialmente terrible porque implica que pudiste aprender y no quisiste. En la ignorancia está el germen de la división, del racismo, del sexismo y de la violencia que todo eso conlleva. Pero el ignorante lo es, al menos es lo significa la palabra en mi idioma, porque no quiere saber y por tanto siempre piensa que lo suyo es mejor y critica sin conocimiento porque no entiende su entorno y la cabeza no le da para darse cuenta de que hay algo más allá. Y todo se va desuniendo cuando, sin esos ignorantes, ocurriría lo contrario.

Sus filmes no son banales. ¿Le parece imprescindible que tengan un nivel de compromiso humano, social, con la historia…?
Eso pienso, sí. Pero el mensaje siempre deben transportarlo los personajes desde la profundidad de su humanidad, de los conflictos morales a los que se enfrentan o que tratan de evitar y que se ven transformados por las situaciones por las que transitan. Para mí este es el modo, y no sé hacerlo de otra forma.

“Nunca pensé que vería una situación política tan desesperanzadora. Las ideologías y los modos de gobernar del siglo XX han quedado obsoletos”

Usted se educó como católico. ¿Cómo cree que se refleja esto en su cine?
Bueno, mi educación fue católica en los Estados Unidos de los años cincuenta, pero la real llegó a través de mentores que me ofrecieron  un ejemplo sobre cómo debería vivir mi vida. No sé si, por mis valores religiosos de infancia, veo el mundo como una continua prueba acierto/error en el que predomina lo segundo. Objetivamente hay gente mala, y no hablo de asesinos en serie. Simplemente de personas que se creen superiores, trasgreden las normas constantemente incluso haciendo daño a otros y hasta me hacen preguntarme si esa humanidad, ese término, es finito. Si hay humanos que ya no lo son. Y supongo que esa educación es la que me hace plantearme cómo pueden vivir consigo mismos después de haber cometido actos execrables y si puede existir redención para ellos. Lo de la redención es muy muy católico…

En El irlandés sus personajes intentan redimirse de forma fehaciente casi por primera vez en su cine…  
Me interesa ese tema; la redención y el perdón. Igual es que me estoy haciendo mayor. Pero me interesa porque no sé muy bien cómo funciona. ¿Cómo se puede redimir alguien que destrozó la vida de otros? ¿Son realmente malvados, o un reflejo de quien los mira como tales? ¿O todo el mundo alberga algo de bondad en su interior que merece ser tenida en cuenta? En el Nuevo Testamento se explica que Jesús siempre iba acompañado de los que se consideraban lo peor de la sociedad y cuando le preguntaban por qué, habiendo tanto ciudadano ilustre con ganas de sentarse a su mesa, explicaba que, aunque fuera intuitivamente, buscaban esa redención. Ese es el tipo de cristianismo que me gusta, el de la solidaridad, el perdón, la generosidad y la reflexión.

¿De qué se arrepiente usted?
(Risas) No sé muy bien qué decirle. A veces uno se arrepiente de cosas y después las mira desde otro punto de vista y no era para tanto. Claro que hay gente a la que no he tratado como debía y situaciones que he vivido y me gustaría enmendar. Lo único que puedes hacer es reconocerlo y tratar de manejar tus fallos con honestidad. Como le dice Frank (De Niro) a su hija en la película: ‘’Si hay algo que pudiese hacer para cambiar las cosas, lo haría. Pero no puedo; ya es muy tarde para eso’’.

El irlandés se estrena casi a la vez en salas y en Netflix. ¿Cómo ve el futuro del cine?
Las necesidades son otras. El mundo cambia, la tecnología es incluso abrumadora. El cine está en todas partes: en teléfonos, tablets, por streaming. Pero siento que no tiene el poder de antes, quizá por el empacho que vivimos de películas espectacularmente hechas y con unos efectos increíbles pero absolutamente superficiales y que nada aportan a quienes las ven. Superficiales es una cosa y de entretenimiento otra. Las de Hitchcock eran muy comerciales, pero aprendías algo sobre la vida viéndolas. Claro que puedes ver una película en un iPad, pero nunca será lo mismo que verla en un cine porque te faltará la conexión humana, que no se puede comparar con nada. Pero hay que tener  la mente abierta. Creo que, al final, habrá películas hechas para diferentes experiencias de visionado que en ningún caso deberían acabar con esa casi mágica experiencia.

¿Cómo le gustaría ser recordado?
Es una pregunta difícil. Me gustaría que mi trabajo fuera algo más que una obra que pueda ser consumida durante una hora y media o dos y luego olvidada. Me gustaría pensar que se discutirá sobre sus valores, que inspirará y hará reflexionar especialmente a los jóvenes. Pero nunca había pensado en ello, la verdad.

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