El impulso y la razón, por Fernando Mires

 

El impulso y la razón






1. Que el ser humano sea errático es parte de nuestra condición, por no decir naturaleza. Viene de nuestro más grande atributo: la palabra. La palabra que lleva al conocimiento, al saber, al pensar. Significa que estamos condenados a buscar la conexión entre las palabras y las cosas. Por eso erramos. No siempre la palabra se ajusta a la cosa. Vivimos desajustados.

Pensamos con palabras. Las palabras son instrumentos que nos llevan a vincular el cuerpo con el alma. Si no fuera por ellas jamás podríamos pensar. Estaríamos librados al orden que nos imponen nuestros instintos, pulsiones e impulsos. Tres palabras usadas como sinónimos pero cuya diferencia conviene explicar. Sobre todo debido al hecho de que los primeros psicoanalistas, Freud a la cabeza, tendieron a usarlas como sinónimos. Los traductores también.

Seamos simples: los instintos están integrados en nuestra naturaleza biológica o animal, sobre todo el instinto de vida o de supervivencia del que los demás son derivados. La pulsión, en cambio, se da cuando sentimos el llamado del instinto biológico representado, casi siempre de modo indirecto o sinuoso, como palabra o como imagen en el alma. El impulso, a su vez, sería el reconocimiento del objeto sobre el cual realizaremos nuestro instinto. Pongamos por ejemplo, para no hablar siempre de sexo, el hambre.

El instinto de comer forma parte del instinto de supervivencia. El instinto de comer para sobrevivir llama a su pulsión o apetito. El apetito busca a su objeto. En el impulso de comer lo que primero encontremos es la tercera fase. Elegir el objeto a comer, o a su representación psíquica, ya no tiene mucho que ver con el impulso sino con la cultura en la que vivimos.

Cuando una cultura no nos deja realizar nuestro impulso surge entonces, según Freud, un malestar: El malestar en la cultura. Significa que más allá del instinto, la pulsión y el impulso, han sido establecidas demasiadas transiciones. El malestar en la cultura es el síntoma inequívoco de una contradicción entre nuestra naturaleza biológica con nuestra naturaleza social, entre los deseos y los deberes, entre las pulsiones y sus objetos. El tributo que debe pagar nuestra condición humana para seguir siendo humana.

Somos los hijos de un segundo parto, ya no biológico sino cultural. Desde el momento en que entramos al campo de la cultura abandonamos la larva del lactante, renacemos, y eso significa: somos otros distintos a los que éramos. Freud lo entendió perfectamente cuando en su El yo y el ello escribió que existe un «algo» psíquico anterior al lenguaje, un «algo» que no necesita de las palabras para hacerse consciente. Y aquí viene la contradicción más grande: a ese «algo» no podemos acceder con palabras porque ese «algo», el del inconsciente, no se ajusta a nuestro lenguaje. O lo que es parecido, tenemos que dislocar nuestras palabras de sus objetos para aproximarnos a ese mundo que, según Freud, no es una fase preinfantil sino una que se desplaza desde la preinfancia hacia lo desconocido, hacia lo que no sabemos, hacia lo que no entendemos ni lograremos entender jamás y que, sin embargo, es real, real porque existe. Ese fue el hallazgo de Lacan. Por eso el vocabulario de Lacan no es el de los diccionarios.

El deseo, según Lacan, no es lo que deseamos sino lo que está más allá o antes del deseo, en una relación en donde el objeto no es un objeto sino un sustituto de un objeto que no sabemos lo que es ni donde está.

Lo real-lacaniano no es «nuestra» realidad. Si se quiere, es una metarrealidad. Es lo inaccesible. Tan inaccesible como es al analista la mente del paciente enloquecido, como los sueños a nuestras fallidas interpretaciones. Más inaccesible todavía porque a ese mundo, según el mismo Freud, no podemos acceder con nuestras palabras, pero que, por otra parte, posee un lenguaje desconocido por nosotros. Ese es un mundo que, siendo nuestro, siempre seremos extranjeros en él.

2. Hay momentos, sin embargo, en los cuales la metarrealidad deja asomar algunas diminutas puntas de su iceberg. Suele suceder en las no tan mal llamadas «situaciones límites». En eso pensaba al terminar de ver una serie danesa que en idioma alemán se titula Wenn die Stille einkehrt y que en español podría traducirse como «Cuando vuelve la calma». La serie está centrada en ocho personajes, cada uno con sus respectivos contornos familiares, sociales y culturales. El hecho desencadenante de la trama fue un sangriento ataque terrorista perpetrado en un restaurant muy concurrido. Después del atentado, la tragedia será presentada en las reacciones experimentadas por los ocho sobrevivientes. Pero no voy a contar la historia. Me limitaré a extraer solo un caso, justamente el que me llevó a pensar en el artículo que ahora estoy escribiendo.

Una conocida cantante y su novio cenan mirándose intensamente, ambos muy enamorados, hasta el punto de que para estar juntos aceptan comenzar una vida nueva rompiendo en parte con las relaciones familiares e incluso profesionales contraídas antes de conocerse. Pues bien, apenas irrumpieron los terroristas, el novio corrió a refugiarse en el WC del restaurant, dejando a su novia librada a su suerte. Después escapó aterrado hacia su casa, y de la cantante, si te he visto ni me acuerdo.

En nuestras palabras: el instinto de vida del enamorado despertó, se convirtió en una pulsión por sobrevivir y así consumó el impulso que lo llevó a esconderse y huir dejando a su novia abandonada. Días después sobrevinieron los remordimientos y comenzó a pedir disculpas a la cantante.

El comportamiento del enamorado contrastó con el del dueño del restaurant, hasta ese momento mostrado como un empresario calculador, sin muchos escrúpulos. Sin embargo, entre las balas, logró salvar la vida de la cantante. Volviendo a nuestra terminología: en la naturaleza del empresario yacía escondido un fondo moral y cultural del que el novio, un personaje culto y civilizado, carecía. Fue esa razón por la que la cantante, luego de pensarlo mucho, decidió abandonar a su enamorado para siempre.

En una situación límite, ese enamorado, en contra de sus propios deseos e ideales, se había mostrado como un cobarde. No obstante, lejos de juzgar al enamorado con las categorías morales de uso común, podemos afirmar que él solo reaccionó siguiendo el llamado de su primera naturaleza, la biológica. En cambio, el empresario ya había interiorizado, quizás sin saberlo, algunos elementos de una segunda naturaleza, la moral y la cultural.

El episodio narrado me llevó a recordar un texto de Levinas en donde el filósofo afirma que el don moral puede ser solo reconocido en situaciones límites. Pone el ejemplo de alguien que, de pronto, ve a otra persona ahogándose en las profundas aguas de un río. Sin pensarlo dos veces se lanza al agua a salvar al ahogado. Ese es el acto de un ser moral, según Levinas.

El que lo piensa dos veces ya es portador de alguna imperfección, pues entre el impulso moral y el hecho de salvar a alguien introduce el momento de la reflexión. Entonces, el impulso deja de ser un impulso y, aun en caso de que la decisión sea salvar al ahogado, solo sería un deber. Sin embargo, pienso yo, dicha conclusión no es tan simple si damos vuelta el ejemplo de Levinas en sentido contrario.

Imaginemos que alguien te ofende de modo brutal. Si tú respondes con un insulto peor, o con una bofetada, accedes al primer impulso que es el de defender tu integridad personal frente a un agresor. Pero, si en lugar de responder con insultos o una bofetada, no le haces caso o simplemente respondes con una frase civilizada, actúas, reflexivamente, de acuerdo con la moral social o cultural.

Podríamos llenar páginas y páginas con ejemplos parecidos. Al final concluiremos en que la moral no es una cosa en sí. Puede estar integrada en los impulsos primarios, pero también en la reflexión.

3. En la serie televisiva de referencia hubo otro caso que me llamó la atención. Se trata de una mujer llamada Elizabeth, una política de un partido democrático, tolerante y abierto a los cambios. Desde su cargo de ministra de Justicia, Elizabeth dedica casi toda su actividad a crear una legislación que amplíe los derechos de los emigrantes. Sin embargo, en el atentado fue asesinada su mujer, el amor de casi toda su vida. Después de ese acontecimiento, Elizabeth se convirtió en alguien radicalmente distinta a la que hasta entonces había sido: intolerante, con arranques lindantes en el racismo, capaz de descargar toda su furia sobre un pobre muchacho de origen palestino al que sin pruebas ella intentaba culpabilizar a todo precio.

Queda entonces la pregunta abierta: ¿quién era Elizabeth? ¿Era la representante de la tolerancia y civilidad que la caracterizaba antes del atentado, o esas virtudes eran un simple camuflaje ideológico y cultural para ocultar al energúmeno facho aparecido después del atentado? Fue en ese momento cuando recordé una de las más interesantes teorías de Donald Winnicott.

Según el destacado psiquiatra británico, todos somos portadores de dos yo. Winicott los llama el verdadero y el falso yo. El primero es el instintivo, el yo biológico, el de las pulsiones y el de los impulsos. El segundo es el yo social, cultural; y aquí agregamos: político.

Ahora bien, lejos de haber una contradicción entre ambos yo, Winnicott ve una relación de recíproco apoyo. Vista así, la tarea del falso yo sería la de brindar protección al verdadero yo. Esos dos yo, sin embargo, deben permanecer en comunicación. Si existe una separación muy grande entre ellos —o el primer yo queda librado a sus pulsiones— se convierte en un peligro para la sociedad y la cultura, o el segundo yo lleva a su portador a transformarse en un autómata sin sentimientos.

Como demuestra el caso de la ministra Elizabeth, el político ideal sería aquel que deja lugar para que ambos yo coexistan amistosamente en una persona. En ese sentido, si concordamos con Max Weber en que la política es lucha por el poder, ambos yo —y no uno solo— deben estar imbricados en los objetivos a lograr.

En países gobernados por dictaduras, o simplemente gobiernos autoritarios, la tarea política es desalojar del poder a los opresores, personas y grupos que impiden que los ciudadanos expresen su ser en libertad y democracia. La tarea del segundo yo, el llamado «falso» por Winnicott, sería la de encontrar los medios menos violentos y más políticos para lograr ese objetivo. En otras palabras, convertir la ira legítima del primer yo en una estrategia civil y democrática. Ese camino lleva a buscar el diálogo, directo o indirecto con los opresores, aceptar condiciones de lucha no ideales y a contraer compromisos ineludibles con el poder establecido.

El político, para ser político, debe saber mantenerse a sí mismo como político, y esa fue la falla del personaje Elizabeth quien, cuando fue acosada por sus impulsos más primarios, dejó de ser una mujer política, capitulando frente a la lógica de los terroristas. Esa es la diferencia entre los grandes políticos y los que ceden al embate de sus pasiones. Pues los demagogos y populistas no solo engañan, suelen creer en la verdad de sus impulsos. Para ellos solo existen fines, no medios. Es por eso que permanentemente proponen objetivos grandiosos, pero sin dar a conocer los medios para lograrlos.

Probablemente, Mandela nunca simpatizó con de Klerk. Quién sabe si alguna vez fue tentado por la idea de permanecer en prisión, esperando una revolución de masas que pusiera fin a la usurpación, asumiendo así un rol de mártir frente a la historia universal.

Seguro también que a Walessa tampoco le caía muy bien el general Jaruzelsky, quien mantenía en prisión a muchos de sus camaradas obedeciendo al mandato de la URSS. Eso no lo llevó sin embargo a rehuir el diálogo cuando descubrió que podía hacerlo. Por razones similares, los socialistas y comunistas españoles no sentían ninguna simpatía por el franquista Adolfo Suarez, pero decidieron deponer sus sentimientos y sus identidades ideológicas para contraer compromisos y llevar al restablecimiento de una monarquía erigida sobre bases republicanas y democráticas. Del mismo modo, los demócratas chilenos que fueron al plebiscito sabían que iban a una elección llena de fraudes y que probablemente era más digno gritar —como hacían los comunistas— «a Pinochet no hay que revocarlo sino derrocarlo». No obstante, decidieron renunciar a sus odios y venganzas en aras de la posibilidad democrática.

Esos ejemplos, y otros, nos muestran cómo la política no solo es el lugar de la exaltación, de las marchas sin destino, de las visiones moralistas, de las salidas apocalípticas.

Los cubanos, que recién hicieron su puesta en escena en contra de un régimen con muchas características totalitarias, ya aprenderán que corear «Abajo la dictadura» sin crear estructuras, afinar organizaciones y generar dirigencias, nunca podrán alcanzar los objetivos deseados. Ese «nosotros» formado por muchos individuos políticamente organizados no solo puede ser moral ni mucho menos moralista sino, además, político.

Los políticos son ciudadanos con máscaras. La máscara es la representación que ellos asumen frente a los demás. Pues máscara, nunca hay que olvidarlo, quiere decir en griego, persona. Y una persona no muestra en público sus instintos, sus pulsiones y sus impulsos. Su tarea es construir frases estructuradas en sujetos y predicados cuyo objetivo no puede ser otro sino ordenar el orden simbólico de la polis, la ciudad de todos. O dicho en otros términos: de lo que se trata es de imponer la lógica de la razón por sobre el mandato tiránico de los impulsos. Quien quiera vivir en democracia debe comenzar a practicarla consigo mismo.

Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.

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