Todas las grandes tradiciones místicas de la humanidad coinciden unánimemente en una serie de enseñanzas que constituyen el núcleo de la llamada filosofía perenne. A saber: que existe un fundamento, divinidad, brahman o shunyata, que es el principio no manifiesto de todas las cosas. Este cimiento absoluto es simultáneamente trascendente e inmanente. Y lo que es más relevante: este fundamento divino puede conocerse, amarse y hasta realizarse. Tal es el propósito de la existencia humana. Y eso es el tao que debe ser recorrido o el dharma que debe seguirse. Ocurre así que cuanto más atrapados estamos en el deseo, el intelecto o el lenguaje — cuanto más identificados con el ego—, menos «divinidad» hay en nosotros. Por consiguiente, la vía del místico consiste en cultivar la humildad y el amor, desarrollar la conciencia y trascender la condición humana. A partir de estas premisas, Huxley profundiza en diversos aspectos de «lo divino». Con la elegancia característica de su prosa, y con la lucidez propia de los verdaderos sabios, Huxley penetra en campos como la contemplación, el rezo, la noción de tiempo, la vía del Zen, la experiencia, la idolatría, el progreso, etcétera. Sobre la divinidad es, indiscutiblemente, una de las más brillantes exposiciones de la filosofía perenne para el gran público. En sintonía con el pensamiento de Alan Watts, Huston Smith o Jiddu Krishnamurti, Sobre la divinidad resulta una obra indispensable para todos aquellos que, independizados de las iglesias organizadas, han decidido tomar el rumbo de su propia progresión espiritual abriéndose a la dimensión divina de la realidad.
« Oficialmente soy agnóstico» , afirmó Aldous Huxley en 1926, « aunque [matizaba] cuando me hallo en las circunstancias emocionales propicias, con ciertos paisajes, ciertas obras de arte… ciertas personas, sé que “Dios está en Su cielo y que todo está bien en este mundo”» . Este pasaje, tomado de un ensayo escrito cuando el autor tenía treinta años, muestra a las claras que cultivaba sentimientos de ambivalencia acerca de la religión y de Dios. Lo intuitivo frente a lo racional.
Tal como aquí aparece, el « germen místico» de Huxley, por utilizar la frase con que designaba William James su propia voz interior, permaneció muchos años aletargado. En sus novelas y ensay os de la década de los veinte, Huxley se mostró mordazmente escéptico frente a la religión y frente a sus píos aspirantes « a retirarse de esta vida» . Sus dioses eran « la vida, el amor, el sexo» . De cualquier religión que negase esta trilogía se burlaba abiertamente. Detestaba los puntos de vista de Swift, Pascal, Baudelaire, Proust e incluso de san Francisco de Asís. De acuerdo con Huxley, todos coincidían en « su odio a la vida» . Los primeros mentores de Huxley fueron hombres apasionados que ante todo « afirmaban la vida» : Robert Burns, D. H. Lawrence, William Blake. Con sus propias palabras, era un « adorador de la vida» . Creía en la diversidad del ser humano; todos los deseos estaban a su servicio, aunque atemperados por la razón. La moderación que predicaba Aristóteles, la filosofía de la dorada mediocridad. Era, como escribió Huxley, cuestión de « equilibrio entre los excesos compensados» . Al igual que los griegos, abogaba por la adoración de muchos dioses, por celebrar todos los aspectos de la vida humana. Era posible vivir con esta « celebración de los excesos» , como él la llamaba, sencillamente por medio de la discriminación, el equilibrio y la buena educación; era un concepto de fragilidad imposible para todos, salvo para personas de la nobleza intelectual y moral de Huxley.
A lo largo de los años siguientes, su actitud hedonista comenzó a remitir, y el « germen místico» fue madurando. El pluralismo dio lugar al monismo, como se ve en La filosofía perenne (1944), documento de la doctrina común a todas las grandes religiones: la verdad es universal, Dios es Uno. En la década de los cuarenta, Huxley fue etiquetado como « místico» . Es una descripción precisa si se entiende el misticismo según la definición de Blake: « el yo se hace uno con Dios» , sin perder de vista la descripción que traza Plotino del éxtasis espiritual, « la huida del que está solo hacia la Soledad» . El misticismo a menudo es considerado por los malos poetas como lo misterioso, mientras los sabios sofistas lo entienden como « la conversión de los humanos en la divinidad» . La definición literal de la palabra es « la unión íntima del alma con Dios por medio de la contemplación y el amor» . Afirmar que Aldous Huxley creía firmemente en Dios podría sobresaltar a la reciente generación de jóvenes entusiasmados en mayor o menor medida con Un mundo feliz (1932), que ha sido una de las lecturas favoritas de los agnósticos universitarios más beligerantes, por más que nunca se molestaran en leer ninguna de las novelas posteriores del autor. Que Aldous Huxley conocía intuitivamente la realidad de Dios —o el « Divino Fundamento de Nuestro Ser» , o la « Dama Gorda» de Jerome David Salinger, « la Fuerza» de Georges Lucas, la « Alta Potencia» de Bill Wilson o la « Divina Chispa» de Emerson— es algo que se expresa con gran belleza en estos ensay os. Originariamente publicados en la revista bimestral Vedanta and the West entre 1941 y 1960, aquí se recogen en un solo volumen por vez primera. Vedanta and the West, ya extinta, fue publicada por la Vedanta Society de California del Sur entre 1941 y 1970, alcanzando una modesta circulación que nunca llegó al millar de suscriptores. Entre los célebres directores que estuvieron al frente de la publicación figuran, aparte del propio Huxley, Cristopher Isherwood, John van Druten, Gerald Heard y Swami Prabhavananda, que encabezaba también la organización. Entre los más ilustres colaboradores de la revista hay que destacar a Nehru, el rabino Asher Block, U Thant, Somerset Maugham, Arnold Toy nbee, Vincent Sheean, Tagore, Alan Watts y el doctor Joseph Kaplan, jefe del departamento de física de la UCLA. Durante las dos décadas que estuvo Huxley relacionado con el Centro Vedanta, aportó más de cuarenta artículos a la revista. Hemos elegido los más representativos de su producción. Son ensayos por otra parte nuevos para el público lector, ya que durante treinta años han estado perdidos en los fondos de la Sociedad Vedanta.
Algunos de estos artículos a la sazón fueron incorporados parcialmente a las novelas que Huxley escribía por entonces, siendo la más importante de ellas Time Must Have a Stop (1945), la obra preferida por Huxley entre las suyas. Huxley siguió siendo un adepto de Prabhavananda, monje de la respetada orden Ramakrishna de la India; durante este período fue iniciado por él. No obstante, sobrevino una ruptura entre discípulo y maestro cuando Huxley comenzó a experimentar con mescalina y con LSD en tanto herramientas utilizables en el camino de la iluminación. Prabhavananda se opuso siempre en redondo al uso de las drogas, sobre todo al uso de las drogas como atajo en el camino hacia la espiritualidad. El guru de Huxley sostenía que las drogas eran disuasorias y perjudiciales para el crecimiento espiritual: el que sea un idiota al ingresar en el estado visionario que inducen las drogas, seguirá siendo un idiota cuando regrese a la conciencia normal. En cambio, una experiencia genuinamente espiritual lo dejará a uno transformado e iluminado, como atestiguan las vidas de los grandes santos y de los genios del espíritu. A la larga, Huxley se sintió atraído hacia Krishnamurti, el cual defendía la libertad respecto de cualquier profeta y de cualquier camino, con lo cual se situó más cerca del Zen que del Vedanta. Aun cuando se alejase progresivamente y sin traumas de la Sociedad Vedanta, Huxley siguió facilitando sus ensay os a la revista. Su admiración por Swami Prabhavananda nunca flaqueó. Su última conferencia, titulada « Símbolo y experiencia inmediata» , la pronunció en 1960, tres años antes de su muerte. Jacqueline Hazard Bridgeman INTRODUCCIÓN Desde que conocí a Aldous Huxley cuando y o tenía veintiocho años, hasta su muerte, acaecida diecisiete años después, fue un hombre importantísimo para mí no sólo como escritor, sino también como mentor y amigo. Así pues, antes de proceder a desarrollar el principal objeto de esta introducción, que no es otro que situar los ensay os recogidos en este libro dentro del contexto de la trayectoria literaria de Huxley, insertaré un texto que escribí para el Times de Los Ángeles con ocasión del vigésimo quinto aniversario de la muerte de Huxley. Hubo un momento en la década de los cincuenta en que se habló de la posibilidad de aunar el talento de Aldous Huxley, el de Igor Stravinsky y el de Martha Graham para convertir el Libro Tibetano de los Muertos en un ballet con un coro a la manera griega. Pasó ese momento, pero cuando murió Aldous Huxley, hace esta semana y a veinticinco años, fueron precisamente las palabras de ese manual tibetano las que le fueron leídas al oído en cumplimiento de su propio requisito: « Ahora se aproxima esa clara y blanca luz del Vacío. No temas.
No temas. Es amiga tuya. Avanza sin miedo hacia esa Luz del Vacío» (traducción abreviada). Fue asimismo el Vacío el tema del que más me habló Huxley durante nuestro primer encuentro, en 1947. Estaba con su esposa María en su cabaña del desierto de Mojave, y Aldous me llevó a dar un largo paseo por aquella extensión inhóspita. Amaba el desierto, me dijo, por su poder simbólico. Su vaciedad vaciaba su mente. « Sus arenas ilimitadas [parafraseo sus palabras] extienden un manto de igualdad, y de ahí la unidad, sobre la multiplicidad del mundo, tal como hace la nieve. La Nada por la que se sintieron compelidos los padres eremitas que se retiraron al desierto no es una negación en blanco; es una ausencia de todas las cosas en la cual todo se halla tan fundido y entreverado que las divisiones se trascienden. La luz en estado puro contiene todas las frecuencias del arco iris, sólo que sin delimitar. El vacío es un complejo de ausencia-plenitud, que aferramos por su vértice de aspiración» . Años después, cuando contribuí a que Huxley viniera al Massachussets Institute of Technology a impartir clase durante el segundo semestre de 1960, la audiencia que se congregaba para asistir a sus conferencias públicas aumentó hasta el extremo de que, a mitad de curso, el departamento de policía de Boston tuvo que mandar refuerzos los miércoles por la tarde a la zona comprendida entre Cambridge y el río Charles, en donde el tráfico a menudo se colapsaba. Cuando le mencioné este hecho a manera de homenaje, Huxley le quitó importancia. « Es porque llevo demasiado tiempo por aquí» , dijo. « Me he convertido en una especie de monumento que es obligatorio visitar al menos una vez.
Si llegara a vivir cien años, en este sentido sería como Stonehenge» . No llegó a los cien, y cuando murió a los sesenta y nueve años el mundo perdió una inteligencia excepcionalmente creativa. Es más, perdió una mentalidad enciclopédica. Cuando uno de los principales periódicos expresó la idea de que la decimocuarta edición de la Enciclopedia Británica debería ser sometida a revisión, a nadie le sorprendió que la tarea fuese asignada a Aldous Huxley. (Que la consideró inferior a la undécima edición). Más impresionantes aún que la amplitud de miras del hombre eran sin duda su simpatía y su interés. Desde William James, pocas inteligencias privilegiadas han estado tan abiertas a todo. El interés de Huxley por el misticismo era bien conocido, hasta el punto de ser incluso notorio. Lo que algunos han pasado, en cambio, por alto es su idéntico interés por el mundo cotidiano y sus exigencias: la paz, la explosión de la población mundial, la conservación de los recursos naturales. A los que en su ciego y codicioso empeño por alcanzar la trascendencia dan en despreciar las cosas de este mundo, les aconsejaba que obtuviésemos lo mejor de un mundo y del otro. Para los que se hallaban en el polo opuesto, los positivistas, su mensaje era el mismo, aunque expresado de manera distinta: « Es justo; primero un mundo, luego el otro. Pero no por mitades» . Su ingenio era tan incisivo como lúdico. Alan Watts pasó casualmente por Cambridge durante la estancia de Huxley en el MIT, y cuando descubrí que estos dos británicos aclimatados en California no se habían conocido, organicé una cena para presentarlos. Alan tenía que marcharse temprano, pues debía dar una conferencia en otra parte, y cuando Huxley y yo volvimos a sentarnos siguió una pausa durante la cual casi le oí poner en orden sus ideas.
Luego, su veredicto: « ¡Qué hombre tan curioso! Parece mitad monje, mitad corredor de apuestas» . Cuando más adelante le comuniqué a Alan su valoración, a él le encantó, aparte de reconocer su exactitud. No era solamente el ingenio de Huxley, por descontado, el combustible de sus charlas: era en general un maestro de la conversación. Su imponente estatura y su aquilino perfil eran otros factores, pero era sobre todo el modo en que utilizaba las palabras para dar forma a las ideas el auténtico responsable de su magia. He estado con él en restaurantes en los que los ocupantes de las mesas más cercanas se callaban para captar al menos a medias su conversación. Rara vez lo dejaba sin la sensación de haber recargado las pilas, como si se me acabase de abrir de golpe un nuevo rincón del mundo, una nueva panorámica del ser. Si se acepta que « la verdad subyace en el fondo de un pozo muy embarrado» , él era de los que descendían hasta el fondo mismo de la percepción extrasensorial, del ácido lisérgico, de la « visión sin lente» . Pero nunca lo hacía como un renegado belicoso, sino que, antes bien, era el impulso sereno de su mentalidad indagadora el que le llevaba hasta los intersticios existentes entre los lugares comunes y el saber establecido. Si al final de su vida menguó en parte su reputación entre los intelectuales académicos, no fue debido a su interés omnívoro, sino porque simplemente no se contentaba con hacer lo que sabía hacer bien. Su competencia era algo que le aburría. Así, el maestro de la palabra se desplazaba hacia lo que elude la palabra, no sin comentar por encima del hombro que « el lenguaje es un instrumento para extraer el misterio de la realidad» . Sin necesitar la victoria, la adulación, los discípulos, podía sortearlo todo camino de la verdad. Y podía sortearlo por no tener egoísmo de ninguna clase. Se caracterizó hasta el final, que le sobrevino el mismo día en que fue asesinado John F. Kennedy, por una olímpica falta de pretensión.
« Es bastante vergonzoso» , decía, « haber estado ocupado durante toda la vida por el problema del ser humano y haber descubierto que uno no tiene mucho más que ofrecer, a modo de consejo, que el consabido “Intenta ser un poco más amable”» . Si, tal como mencionaba antes, la técnica central del conocimiento es para el hombre « el arte de obtener la libertad a partir de la fundamental incapacidad humana que es el egoísmo» , Huxley alcanzó la libertad, sin duda. Pero no fue ése su logro supremo, y a que su problema personal no fue nunca el orgullo, sino el pesimismo. « ¿Ha ocurrido esta noche algo más, aparte de los desastres de costumbre?» . Eso me preguntó una mañana al aproximarse a la mesa del desay uno, en la cual y o hojeaba el periódico. Y por debajo de los desastres del mundo se hallaba aún la vanidad del mundo, la aparente falta de significado de todas las cosas: « mañana, mañana, mañana se cuela a diario, con sigilo, en este lugar insignificante» . Su última victoria, por consiguiente, no era salir sin egoísmo de todas las batallas, sino conquistarlo todo por medio de la ecuanimidad, de un equilibrio de espíritu y de un ánimo infatigable. De ahí, en efecto, el verso escogido por él como cierre de la que posiblemente sea su mejor novela, Contrapunto (1928), que es un adecuado epitafio también para su propia tray ectoria vital. « Así está hecho el Reino de los Cielos» . Dicho esta vez, conste, sin sarcasmo. El primer libro de Huxley, The Burning Wheel (1916), fue una colección de poemas publicada cuando tenía veinte años. Durante los cuarenta y nueve años siguientes, publicó más de treinta libros: novelas, poesía, colecciones de relatos, tratados sobre temas sociales y filosóficos. Ningún otro autor de este período se ha inscrito con tanta lucidez en la historia. El New Yorker lo consideraba « uno de los pocos novelistas de expresión en inglés que realmente parece tener una educación más que considerable» , y era verdad, y a que a lo largo de su vida, incluso después de que le fallara la vista, ley ó con auténtica voracidad. Estuvo provisto de un vastísimo saber en el que supo apoy arse siempre que le pareció oportuno, así como de un inmenso vocabulario, que empleaba con economía y con precisión.
Pocos prosistas de esta época se le pueden equiparar. Esta introducción, en realidad, tiene por objeto perfilar qué lugar ocupaba Dios en su vida y en su obra. Ya en los primeros libros de Aldous Huxley queda bien claro que la religión le fascinó desde el principio. Con esto no pretendo decir que suscitase su aprobación. En sus primeras novelas apenas pierde la menor ocasión de ridiculizar por igual el cristianismo y el misticismo oriental, al tiempo que parece incapaz, diríase, de quitarse lo uno y lo otro de la cabeza. Antic Hay (1923) es característica en este sentido. Uno de los personajes más relevantes de la novela, el feroz y barbudo Coleman, es tan diestro cuando se trata de hallar oportunidades y maneras de blasfemar que su conversación parece una inacabable misa negra. Hasta cuando está en plena seducción, postpone momentáneamente su triunfo para preguntar a la damisela: « ¿Crees en Dios?» . Y cuando ella le responde que no, o que no demasiado, sigue diciendo lo siguiente: Te compadezco. La existencia tiene que resultarte terriblemente apagada. En cuanto uno cree en Dios, todas las cosas parecen multiplicarse por mil… Sólo cuando uno cree en Dios, y sobre todo en el infierno, puede realmente empezar a gozar de la vida. No era nada habitual, en los felices años veinte, que la religión ocupase un lugar tan prominente en las novelas como el que ocupa en las de Huxley. El modo en que él representaba la religión demuestra que estaba paradójicamente en disconformidad consigo mismo sobre este asunto. Su conciencia no hallaba el menor sentido a la vida, pero intuitivamente se rebelaba contra la vaciedad de semejante visión. Su odio por la fútil sensualidad de sus personajes da lugar a pasajes, en Antic Hay, pero también, aunque en menor grado, en Chrome Yellow, que son elevados al nivel de la grandeza profética.
Como reseñaba un crítico: « Cuanto may or es su odio, más lúcido es su estilo» . La atrofia moderna y la perversión del espíritu humano nunca han sido expresadas con una exactitud tan quirúrgica. En los tres años que separan la publicación de Antic Hay de su siguiente libro, una colección de ensay os reunidos bajo el título de Jesting Pilate (1926), el debate psicológico que sostenía Huxley es bien visible. Todo Jesting Pilate es testimonio del tumulto y de la confusión interior que experimentaba Huxley en esta época. Nos dice que el misticismo es pura filfa, pero no consigue ocultar el hecho de que hay algo que le atrae intensamente hacia el misticismo. Mentalmente, intenta sofocar una fuerte intuición contrapuesta y resistirse a ella. El conflicto alcanza su clímax en Contrapunto (1928). En esta novela, la may or parte de los personajes están envueltos en esa búsqueda de la felicidad, particularmente de la felicidad sexual, que iba a ser uno de los temas más genuinamente huxleyanos. Pero el lector cierra el libro con la sensación de que virtualmente todos ellos han llegado a un callejón sin salida. Ése era, en resumen, el Huxley de finales de los años veinte: un hombre que teóricamente abogaba por la vida equilibrada y redonda que habían preconizado supuestamente los griegos. Un mundo feliz (1932) no cambió nada en ese sentido. Obra maestra de la sátira, era una obra de puro ingenio. Huxley había dejado en el aire la cuestión de cómo debe vivirse la vida, al tiempo que pensaba a fondo, y dejaba para siempre atrás, la seductora perspectiva de que debía vivirse científicamente. Fuera cual fuese el camino que emprendiera posteriormente, no iba a tratarse de la superautopista de una utopía tecnológica. Una carta que escribió a Chad Walsh, director de Beloit College, muestra que aun cuando públicamente se había puesto de parte de los griegos, los místicos continuaban atrayéndole..
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