Hannah Arendt vs Adolf Eichmann, arquitecto de la Shoah: ¿se puede decir que el mal es banal?

 



"Hubo muchos hombres como Eichmann. No fueron pervertidos ni sádicos, sino hombres terroríficamente normales”, manifestó la escritora

Hannah Arendt
se atrajo muchos reproches cuando describió a Adolf Eichmann, uno de los arquitectos de la Shoah, como un hombre mediocre e identificó el mal con la banalidad. Muchos objetaron que Eichmann era un nazi fanático. No se limitaba a obedecer órdenes. Trabajó incansablemente para materializar “la solución final al problema judío”. Durante los últimos días de la guerra, comentó a sus hombres: “Saltaré de alegría en la tumba por el hecho de haber enviado a la muerte a cinco millones de judíos. Es algo que me produce una enorme satisfacción”. 

Tras presenciar su juicio en Jerusalén, Hannah Arendt señaló que el defecto más significativo de Eichmann “era su incapacidad casi total de considerar cualquier cosa desde el punto de vista de su interlocutor”. Arendt observó que Eichmann utilizaba un lenguaje burocrático. No lograba elaborar frases o razonamientos que no fueran estereotipos. Albergaba todos los prejuicios de las personas conservadoras que habían aupado a los nazis al poder.

No le creaba problemas ser uno de los principales responsables del asesinato industrial de judíos, gitanos, homosexuales, testigos de Jehová y eslavos, pero cuando se hallaba encarcelado en Israel y pidió libros para matar el tiempo, rechazó indignado un ejemplar de Lolita, de Nabokov, alegando que era una novela “completamente malsana”. Eichmann era un hombre hueco. Su vacío interior es la causa de su inhumanidad.

Solo había que escuchar sus palabras en la sala del juicio para descubrir “su incapacidad para pensar, particularmente, para pensar desde el punto de vista de otra persona”. Arendt señala que no era posible comunicarse con Eichmann, pues se había parapetado detrás de consignas, lo cual le permitía aislarse de los otros y de la realidad como tal.

Se ha intentado explicar el nazismo como un virus propagado por un loco. Hitler habría subyugado a una nación como el capitán Ahab subyugó a la tripulación del Pequod. Ahab pretendía vengarse de un cachalote. Hitler deseaba ajustar cuentas al pueblo judío, al que responsabilizaba de todas las desgracias de Alemania. Ambos ejercieron un poder hipnótico, involucrando en sus delirios a los que se hallaban a su alcance y llevándolos a la perdición. Pienso que es una hipótesis infantil y maliciosa. Infantil porque nadie tiene el poder de desviar el curso de la historia.

El nazismo no habría sido posible si previamente no hubiera existido un caldo de cultivo propicio a sus políticas criminales

Hitler no inventó el antisemitismo ni el nacionalismo. Ya estaban ahí, esperando que alguien encabezara la expresión de esos prejuicios. Y maliciosa porque exculpa a la sociedad. El nazismo no habría sido posible si previamente no hubiera existido un caldo de cultivo propicio a sus políticas criminales. El antisemitismo era un viejo prejuicio implantado por el cristianismo en todos los países occidentales.

En cuanto al autoritarismo, era una tendencia con un gran arraigo en la cultura germánica, tal como se muestra en La cinta blanca, la inquietante y lírica película de Michael Haneke, donde unos niños secuestran a un niño discapacitado y lo torturan, abandonándolo malherido en el bosque. Previamente, habían utilizado una cuerda para provocar que el médico local se cayera del caballo. La cinta blanca era un símbolo de pureza, pero en el pueblo donde transcurren los hechos se convierte en la manifestación de odio de una comunidad hacia la razón y la libertad.

El nazismo no fue una anomalía, sino la estación final de una tradición basada en el culto a la sangre y el suelo. En esa penumbra centroeuropea que describió tan bien Thomas Mann, la exaltación de la obediencia y la jerarquía combatía a los valores igualitarios de la Ilustración y el liberalismo. Frente a la compasión y el humanitarismo que impulsaban los filósofos amigos del progreso y las sociedades libres, los tradicionalistas abogaban por la violencia y la deshumanización para garantizar el orden del Antiguo Régimen, donde el individuo era irrelevante y el poder desconocía límites y divisiones.

Eichmann fue el producto de esa mentalidad, muy extendida en el mundo rural y en la pequeña burguesía de los entornos urbanos. “Hubo muchos hombres como él -apunta Hannah Arendt-. No fueron pervertidos ni sádicos, sino hombres terroríficamente normales”. A pesar de los esfuerzos que hizo el fiscal por presentarle como un monstruo, prevaleció la impresión de que era un “payaso”. Es decir, un hombrecillo grotesco y mediocre. Su insignificancia no le hacía menos peligroso, sino infinitamente más dañino. Muchas personas podían identificarse con él, pues albergaban los mismos prejuicios y limitaciones.

A pesar de los esfuerzos del fiscal por presentar a Eichmann como un monstruo, prevaleció la impresión de que era un “payaso”

Aunque la Shoah se escondió bajo el nombre “Noche y niebla”, se conocía su existencia. Había más de 40.000 campos de concentración y exterminio repartidos por Europa y los trenes no dejaban de cruzar pueblos y ciudades con miles de deportados. En sus DiariosVictor Klemperer cuenta que en Alemania se hacían chistes sobre las cámaras de gas. Había millones de hombres y mujeres como Eichmann. Ciudadanos “terroríficamente normales” que apoyaban las medidas eugenésicas y las políticas de exterminio. La idea era eliminar impurezas e imperfecciones para crear un Estado-jardín basado en la homogeneidad racial, cultural y lingüística.

¿Podemos concluir que el mal es banal? Sí, pero también perverso y estúpido. Su principal aliado es que siempre resulta más fácil obedecer que protestar. Sin embargo, la libertad y la democracia solo se mantienen con hombres y mujeres que prefieren reflexionar a obedecer. Ciudadanos que están dispuestos a alzar la voz contra las injusticias y dejar un testimonio de insumisión, como Franz Jägerstätter, un campesino austriaco que se negó a luchar en la Wehrmacht por sus convicciones cristianas y que afrontó la muerte en la guillotina por su negativa a jurar fidelidad a Hitler. Jägerstätter era un hombre normal, pero no era perverso y estúpido, como Eichmann.

La libertad y la democracia solo se mantienen con hombres y mujeres que prefieren reflexionar a obedecer

Terrence Malick ha llevado su historia a la pantalla con una bella película titulada Vida oculta (A Hidden Life, 2019), con August Diehl en el papel de Jägerstätter. Se ha criticado a Malick por su estética preciosista, pero creo que sin ella la película habría resultado insoportable. La luminosidad recorre todo el filme. Está en los valles austriacos, en el patio de la cárcel, en las celdas, en la sala de justicia. Solo hay unos minutos de penumbra cuando la ejecución de Jägerstätter es inminente. El último fotograma es un plano de las montañas, con el sol despuntando por encima de las cumbres.

Después, aparecen unas palabras de George Eliot: “El bien creciente del mundo depende en parte de los actos no históricos; y que las cosas no estén tan mal contigo y conmigo como podrían haber estado se debe en parte a aquellos que vivieron fielmente una vida oculta, y descansan en tumbas que nadie visita”.

La vida oculta de Jägerstätter no es una vida oscura. La luz de la película de Malick no es un simple fenómeno natural, sino una fuerza que emana del interior de Jägerstätter, un hombre tranquilo, valiente, silencioso, humilde. No es un intelectual, pero posee algo de lo que carecía Eichmann: la capacidad de ponerse en la piel de los otros, de ver el mundo con sus ojos, de experimentar el sufrimiento que afecta a otras vidas. El mal es banal porque no aporta nada. En cambio, el bien siempre es fructífero. Y la peripecia de Jägerstätter salvó al mundo, como dice el Talmud, pues demostró que los hombres terroríficamente normales no pueden borrar el bien. El corazón humano puede envilecerse, sumirse en espesas tinieblas, pero también puede ser un foco de luz.

Jägerstätter no fue un caso único. En su ensayo sobre Eichmann, Arendt cita la historia de Anton Schmid, soldado alemán de origen austríaco. Electricista de profesión y propietario de una pequeña tienda de radios en Viena, fue movilizado y enviado a Vilna (Lituania), donde fue testigo de las matanzas de judíos. Tras presenciar como dos niños eran apaleados hasta la muerte, comenzó a facilitar documentación falsa a familias judías para ayudarles a huir. De ese modo salvó doscientas cincuenta vidas. Sus superiores lo descubrieron y ordenaron su fusilamiento.

“La lección de esta historia es sencilla –apunta Hannah Arendt– y al alcance de todos. Desde un punto de vista político, nos dice que en circunstancias de terror, la mayoría de la gente se doblegará, pero algunos no se doblegarán, del mismo modo que la lección que nos dan los países a los que se propuso la aplicación de la Solución Final es que pudo ponerse en práctica en la mayoría de ellos, pero no en todos. Desde un punto de vista humano, la lección es que actitudes como la que comentamos constituyen cuanto se necesita, y no puede razonablemente pedirse más, para que este planeta siga siendo un lugar apto para que lo habiten seres humanos”.

El mundo seguirá siendo un lugar digno y luminoso mientras haya hombres y mujeres que no se dobleguen. El individuo que obedece ciegamente, como Eichmann, nos arroja a todos a la oscuridad. A pesar de la monstruosidad de la Shoah, soy optimista. Los nazis perdieron la guerra y hoy Eichmann es sinónimo de infamia. En cambio, Franz Jägerstätter es un símbolo de esperanza y ha inspirado una película que nos muestra la irresistible fuerza del bien.


¿Qué está haciendo internet en nuestros cerebros?

 

 

Mentes en peligro: El daño de internet en nuestro cerebro

 


Rodrigo Sandoval-Almazán

 



Carr, Nicholas (2010), The Shallows: What the Internet Is Doing to Our Brains, New York: W. W. Norton & Company, 276 pp. ISBN: 978-0393072228

 

Universidad Autónoma del Estado de México, México/rsandovala@uaemex.mx

 

 

Quienes nacimos antes de la era de internet y hemos visto su veloz evolución, lo sospechábamos: internet daña nuestras mentes. Sin embargo, ante la falta de evidencia y estudios concretos que nos permitan afirmar con certeza sobre el grado e impacto del daño que nos puede causar el uso de esta tecnología lo hemos olvidado.

La velocidad con que la tecnología llega a nuestras vidas es apabullante. Nuevos teléfonos inteligentes, mejores y más veloces computadoras, acceso a bases de datos, mejores sistemas para organizarnos y trabajar. Conexiones con nuestros familiares y amigos a la velocidad de un click. Ante tal avalancha de datos, de cambio de hábitos, se nos olvida dónde ha quedado internet.

Un llanero solitario cuya voz proclama en este desierto tecnológico es Nicholas Carr, quien después de su artículo "¿La tecnología importa?", publicado en la Harvard Business Review en 2004 y que se convirtió en un libro —best seller en 2009—, ha sido de los pocos autores que han hablado en contra de internet y su impacto.

Su nuevo libro, que podríamos traducir: La superficialidad: ¿Qué está haciendo internet en nuestros cerebros? es un ejemplo de esto. La principal argumentación de la obra se centra en demostrar cómo el internet está dañando nuestra manera de pensar, de aprender y de ser.

¿Cómo demostrarlo?

Para lograrlo el autor nos regala diez capítulos y tres reflexiones que complementan su pensamiento. Por ejemplo, en su primer capítulo —"Hal y yo"— nos recuerda esa película de Stanley Kubrick: 2001 Odisea del Espacio, en que la computadora de la nave espacial ha evolucionado tanto que ahora tiene sentimientos y... comienza a tener miedo. ¿Podremos llegar a ese extremo? Al parecer sí.

Según Carr, ya contamos con este tipo de computadora, lo cual demuestra que hemos perdido la calma, la atención concentrada y el pensamiento profundo, como resultado de una exposición frecuente y constante a internet. Incluso hemos llegado a sentirnos intoxicados y necesitamos de esa droga que se llama información, cuando recibimos un mensaje de texto o un correo electrónico.

Una de las tantas pruebas que nos ofrece Carr es la forma en que escribimos ahora a través de los procesadores de palabras: "Así como Microsoft Word me ha convertido en un procesador de textos de carne y hueso, el Internet, en cierto sentido me ha convertido en algo así como una máquina procesadora de datos de alta velocidad, en un HAL humano. Extraño mi viejo cerebro".

La argumentación de Carr puede sintetizarse de la siguiente forma: nuestro cerebro es plástico, por lo tanto puede adaptarse a las circunstancias, las tecnologías y las formas de aprendizaje. Según los estudios presentados por el autor, esto rompe el mito de que el cerebro no cambia. A partir de este razonamiento, el autor explora las distintas "tecnologías" que han cambiado a la humanidad.

Comienza con los mapas. Este invento de hace varios siglos permitió a los navegantes descubrir nuevas tierras, llegar en menos tiempo a territorios donde hacer la guerra o comerciar. Pero nos quitó la posibilidad de ubicarnos con la naturaleza, las estrellas u otros mecanismos que tenía nuestro cerebro. El ejemplo más palpable en la actualidad es el uso de los Sistemas de Posicionamiento Global (GPS) en los taxistas de Londres. Esta "ayuda", según el estudio presentado por Carr en el capítulo "Caminos vitales", les va a modificar a los taxistas el área del hipocampo y perderán su capacidad de posicionamiento global en el largo plazo.

Otra de las tecnologías que presenta para sustentar su argumento es el reloj. Cuando este aparato no existía, las sociedades se orientaban mediante el flujo del tiempo, las cosechas, los cambios en las estaciones, etc. A partir de que comenzó en las iglesias o los conventos a colocarse públicamente el reloj, las campanas del tiempo nos "organizaron" la vida en horas, días y fechas muy concretas. El tiempo se volvió veloz y la vida cambió. Cuando llegó el "reloj portátil", el cambio fue mayor, pudimos estructurar nuestras actividades y nuestra vida a través de esta medida.

A estas tecnologías Carr las denomina tecnologías intelectuales —véase capítulo 3. "Herramientas de la mente"—, ya que aumentan nuestros poderes mentales como: búsqueda, clasificación de información, formulación y articulación de ideas, compartir conocimiento, expandir la capacidad de memoria, entre otras.

Un pasaje interesante del tercer apartado es cómo llega la máquina de escribir —tercer invento— y modifica la forma de escribir de Nietzsche, quien antes lo hacía mano. Dice Carr que uno de los amigos de Nietzsche vio este cambio: "Su prosa se volvió más restringida, más telegráfica". De tal forma que su equipo para escribir había modificado (¿estructurado?) su pensamiento para escribir ahora usando la máquina.

Aun con estos argumentos, Carr indica que las tecnologías "intelectuales" han sido difíciles de medir el impacto que ocasionan en el cerebro de las personas. Por ello nos lanza un argumento determinante: la escritura y la imprenta.

En su cuarto capítulo, que se podría traducir como la página profunda, el autor comienza recordando la historia de la escritura desde su concepción mental, y la manera en que se articulan las palabras y las ideas en nuestro cerebro para descansar en la tinta, el papel y finalmente en el libro. Con ello da paso a la revolución de la imprenta y al "cambio tecnológico" que causó tener a cientos de libros en la calle. ¿Cómo digerir tantos libros que aparecieron de repente?, se preguntaban los contemporáneos de Gutenberg y los de la edad de los iluminados; es lo mismo que nos preguntamos hoy en día cuando vemos la avalancha de información disponible en internet.

En el quinto capítulo, titulado "Un medio de naturaleza muy natural", Carr demuestra que al parecer ahora escribimos más... pero mensajes de texto a través de las pantallas de celulares, con cerca de dos trillones de mensajes al año entre adolescentes norteamericanos. Gracias a estos aparatos nunca estamos desconectados de las pantallas. Esto es cierto cuando, según datos presentados por el autor, pasamos más horas del día frente a distintas pantallas: el televisor, el celular o la computadora. Según estos datos, nos han llevado a leer menos aunque escribamos más.

El autor nos presenta la metáfora de que cuando nos conectamos a internet ya no vemos el bosque, bueno, ni siquiera los árboles, vemos sólo hojas y ramas, pues entramos a "un ecosistema de tecnologías de interrupción", donde tanto Google como Microsoft nos presentan pedazos o fragmentos de la realidad a través de sus buscadores.

En "la sola imagen de un libro", Carr comienza diciendo que las tres novelas más exitosas de Japón fueron escritas originalmente para un celular, y hace de este quinto capítulo un homenaje a las virtudes del libro impreso, su facilidad para leer, tomar nota, facilidad de transporte, que no necesita corriente ni batería, etcétera, hasta llegar al Kindle de Amazon, que es un nuevo lector de libros electrónicos conectado a internet, para comparar esta "nueva forma" de leer textos impresos a textos digitales; pero esta nueva forma también "distrae" a los lectores y les impide esa profundidad e inmersión que ofrecen los textos impresos. La distracción proviene de las tantas ligas o vínculos a otros textos complementarios, datos o información anexa al texto principal que se está leyendo.

Sin embargo, el capítulo central de la última pieza de Nicholas Carr es precisamente el séptimo, titulado: "El cerebro malabarista". A partir de una cita de Klingberg, un neurocientífico sueco, quien dice que la tendencia del ser humano es buscar cada vez más información, más datos y más complejidad, buscando situaciones con una sobrecarga de información. En este sentido, nuestro cerebro, según el autor, desarrolla nuevas habilidades, pero pierde otras. Esto se debe a que los caminos por los que transitan nuestros pensamientos al interior del cerebro se están modificando continuamente. Se retoman varios experimentos científicos para demostrar que el internet está alterando nuestros cerebros. Van algunos ejemplos.

En 2008, Gary Small, profesor de Psiquiatría de la UCLA, reclutó 24 voluntarios. Doce de ellos expertos en internet y doce novatos a quienes les escanearon sus cerebros al momento de realizar búsquedas en Google. El escaneo reveló que los expertos mostraban una mayor actividad en su cerebro, mientras que los novatos una mínima. Sin embargo, la segunda parte del experimento que se llevó a cabo seis días después reveló más datos; en el transcurso de estos días, los investigadores les pidieron a los novatos que hicieran búsquedas durante una hora diaria. Al llegar la nueva evaluación, los escaners cerebrales revelaron que tanto novatos como expertos tenían la misma actividad cerebral. En tan sólo cinco días con una hora diaria los cerebros de los novatos se habían modificado.

Carr argumenta que esto es resultado de un proceso mental donde debe evaluar cada uno de los links de búsqueda y decidir cuál de ellos abrir, lo que genera más actividad neuronal. En este sentido, el internet le ofrece más distracciones al cerebro en lugar de concentración. Otro ejemplo que ofrece el autor es con la lectura en línea y la lectura tradicional. Se puso a dos grupos de estudiantes en una universidad a leer el mismo texto, pero en estas dos versiones. Al final, se les hicieron preguntas de comprensión de texto, aquellos que comprendieron más fueron los que leyeron el texto en papel, pero no sólo eso, sino que lo hicieron más rápido que los del texto digital.

La razón es que los que tenían el texto en línea podían visitar los vínculos externos (complementarios) o distraerse; esto afectó su memoria, su velocidad y su comprensión del texto. Para leer, dice Carr, nuestra mente necesita estar calmada, lejos de las distracciones constantes que nos ofrece el internet. Los lectores con hipertexto siempre generan una gran confusión. De tal forma que nuestro cerebro está haciendo malabares tratando constantemente de repartir nuestra atención entre lo importante y lo superficial. ¿Cuándo tiene tiempo para razonar?

A partir de esta idea, Carr va más allá y se enfoca con el mayor distractor: Google. En el capítulo: "La Iglesia de Google", describe magistralmente la influencia de este buscador en nuestras vidas, partiendo desde su historia hasta el futuro que plantean sus directivos.

Para Google, parafraseando a Carr, lo importante es generar distractores. Aunque sus directivos insisten que lo relevante es hacer del conocimiento y la información algo para todos. Con esta idea se dieron a la tarea de digitalizar todos los libros que han podido, lo que ahora se llama: google scholar; lo cual, dicen, ha beneficiado a los cibernautas al tener gratuitamente acceso a más información y datos.

Para Carr, se ha perdido la esencia del libro al sólo tener pedazos de los textos en línea, que es lo que nos arroja el buscador google, en lugar de tener el razonamiento completo y la explicación amplia y profunda de las ideas en la forma lineal tradicional que presentan los textos. Una cita suya al respecto es: "... la lenta excavación del significado ha sido reemplazada por la veloz minería que desnuda el contenido relevante". Ahora, dice el autor, los estudiantes dicen que es una pérdida de tiempo leer un libro completo cuando pueden encontrar el resumen en internet. Para Google, dice Nicholas Carr, "el verdadero valor de un libro no es su contenido literario, sino la pila de datos que puede ser extraído de él".

Aunque para muchos Google se ha convertido en el oráculo que tiene todas las respuestas, dice Carr, no creamos si es Dios o el Demonio, sino ver que detrás de Google hay delirios de grandeza de quienes quieren controlar la información y el conocimiento de la humanidad.

En estricto sentido, esta forma de "programar" cerebros humanos, cambiando el cerebro a partir de sus dosis diarias de internet, resulta revelador desde el punto de vista de Carr y que comparten otros autores como Castells en Comunicación y Poder (Taurus, 2009), cuando habla de esta forma de programación en las sociedades.

Pero Nicholas Carr deja para el último un argumento vital: la memoria. En su noveno capítulo el autor repasa cómo el internet ha afectado a esta herramienta mental vital en nuestros días. Su razonamiento parte del uso que le damos a libros como una extensión de nuestra memoria, un complemento que nos ayuda a entender mejor la realidad. Si bien es cierto que están en nuestros libreros, podemos regresar a ellos, porque nos acordamos de aquel autor, cita o idea que se encuentra dentro. Citando a Humberto Eco, dice que los libros retan y mejoran la memoria, no la narcotizan.

El problema, según Carr, es que siempre hemos generado memorias artificiales, desde las cintas de audio, pasando por los discos flexibles de 5 1/4, hasta las memorias USB y los discos duros de las computadoras y los teléfonos portátiles; citando a Clive Thompson, director de Wired: "Internet es un cerebro exterior". Nuestra memoria funciona como un índice, apuntando a donde tenemos guardada cierta idea o conocimiento; ese índice ahora está en internet. Este mismo argumento lo refuerza Don Tapscott —autor de Wikinomics—, quien dice que la memorización es una pérdida de tiempo. En cambio, William James señala que el "arte de recordar es el arte de pensar".

Según los estudios presentados por el autor en este capítulo (estudio de Muller y Pilzecker), para fijar algo en nuestra memoria se requiere algo así como una hora para dejarlo como memoria de largo plazo, cualquier distracción puede evitar que se complete el proceso mental y físico para que se fije en la memoria. En cambio, la memoria de corto plazo no requiere todo este tiempo ni este proceso mental.

Carr explica a detalle la relación entre el proceso mental y el proceso biológico que podríamos resumir así: "Los dos tipos de memoria —largo y corto plazo— implican diferentes procesos biológicos. La memoria de largo plazo requiere de nuevas proteínas, la memoria de corto plazo no".

En este sentido, esa fuerte conexión entre neuronas favorece el crecimiento y enriquecimiento de las memorias humanas. El autor nos ofrece una explicación de Kobi Rosenblum, quien vincula la memoria humana con la memoria informática. Este investigador israelí dice que la memoria artificial —computacional— recibe la información y la guarda de inmediato; en cambio, la memoria biológica tarda en procesar la información antes de guardarla; por lo tanto, la calidad de las memorias dependerá de la forma en que se guarda.

El ser humano, dice Carr, fortalece y enriquece su memoria, y con ello aumenta su inteligencia. La computadora no. Y cito textualmente al autor: "When we start using the Web as a substitute for personal memory, bypassing the inner processes of consolidation, we risk emptying our minds of their riches". Una traducción diría que cuando comenzamos a utilizar el internet como sustituto de la memoria personal y nos saltamos el proceso de consolidación, corremos el riesgo de vaciar nuestras mentes de su riqueza.

El internet es una tecnología del olvido. Su inmediatez y su velocidad nos envían pensamientos fugaces que impiden concentrarnos, y que, según Carr, distrae nuestros recursos de razonamiento y obstaculiza nuestra consolidación de recuerdos. Y concluye: "Entre más usemos internet más entrenamos nuestro cerebro a ser distraído. Procesando información rápida y eficientemente pero sin atención".

En "Una cosa como yo", Carr recapitula y argumenta que todas las herramientas tecnológicas imponen limitaciones y abren nuevas posibilidades: "Entre más las usemos más nos amoldamos a su forma y su función". Desde la letra escrita para llevar nuestros pensamientos, hasta el automóvil que nos ahorra tiempo y distancia, pero nos impide disfrutar el paisaje que vemos sólo caminando. ¿Qué hacer ante este reto que nos impone el autor? ¿Desconectarnos de una realidad avasallante? ¿Cerrar el navegador, cancelar el Twitter, el Facebook y el correo electrónico?

Carr nos ilustra sobre los riesgos, las limitaciones y los problemas, que aunque falta mucho por investigar es evidente nuestro cambio. Por ello, lo mejor es retomar el equilibrio. Utilizar la herramienta —como el reloj, el mapa, el auto, la escritura, el libro, la PC— sin perder el equilibrio, sin intoxicarnos ni olvidar que existen otras herramientas para hacer lo mismo, y sin perder nuestra esencia humana.

Si no corremos el riesgo tal vez tengamos que regresar a 2001: Odisea del Espacio y gritarle a HAL: "Hal tengo miedo de estar sin internet", espero que nunca lleguemos a eso.

 

Información sobre el autor

Rodrigo Sandoval Almazán. Doctor en Administración con especialidad en Sistemas de Información (ITESM). Profesor de la Facultad de Contaduría y Administración de la Universidad Autónoma del Estado de México (Toluca, México). Ha sido profesor del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), Campus Toluca. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Líneas de investigación: gobierno electrónico, sistemas de información para la estrategia de negocio, análisis político, teoría de la organización, métodos de investigación, teoría de la administración pública y gobierno local de administración. Publicaciones recientes: "Propuesta de Evaluación para Portales de Gobierno Electrónico Basada en el Enfoque Teórico Evolutivo", en Estado, Gobierno y Gestión Pública. Revista Chilena de Administración Pública (2010); como coautor de "Web 2.0 en los Portales Estatales en México: Una Primera Aproximación", en Revista de Administración Pública, XLV (121) (2010).



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Redes 108: El cerebro construye la realidad - neurociencia

CAP 2 ✔ "EL CEREBRO" [DOCUMENTAL]

CAP 1 ✔ "EL CEREBRO" [DOCUMENTAL]







The Brain. David Eagleman. Capítulo 2 subtitulado







Diálogo con Marta Peirano: "Contra el futuro. Resistencia ciudadana frente al feudalismo climático"

- Marta Peirano: "Ni inteligente ni artificial"

Sacristán sobre Gramsci

 

Francisco Fernández Buey

Nadie ha hecho tanto por el conocimiento de Gramsci en España como el filósofo Manuel Sacristán (Madrid, 1925-Barcelona, 1985). Se ha dicho de éste que fue sin duda la figura más relevante del marxismo en España desde los años sesenta hasta su muerte en 1985. Y con el paso del tiempo esta afirmación resulta aún más verdadera. Sacristán editó, tradujo y presentó las obras más importantes de Marx, de Engels, de Lukács y de Korsch, además de introducir también en nuestro país a algunos de los más conocidos filósofos analíticos anglosajones. Pero de todos los clásicos marxistas de la tercera generación (si se nos permite hablar así) la ocupación de Sacristán con Gramsci fue la más constante y también la más problemática.La más constante por la sencilla razón de que él siempre consideró que la reflexión político-cultural de Antonio Gramsci, particularmente en los Quaderni del carcere, era (de todas las reconsideraciones comunistas que se produjeron después de la muerte de V.I.Lenin) la más próxima a las preocupaciones, necesidades y aspiraciones de las clases trabajadores de la Europa occidental en la época de la guerra fría. Y la más problemática también, porque, insertándose en la misma tradición emancipatoria que Gramsci y compartiendo como compartía la dimensión político-moral del pensamiento de éste, la formación intelectual y las aficiones filosófico-científicas de Sacristán eran sensiblemente distintas de las del pensador sardo. En efecto, formación y aficiones intelectuales (por la lógica, por la metodología y la teoría de la ciencia) inclinaban al filósofo español hacia un tipo de marxismo en el que la preocupación moral fue siempre unida al interés por la epistemología, con la particularidad, además, de que Sacristán prefería la filosofía de la ciencia de orientación analítica a las vaguedades especulativas o a las exageraciones cientificistas de los marxismos contemporáneos más divulgados durante aquellos años (althusserianismo y dellavolpismo, sobre todo).

Este aspecto de su formación distanciaba mucho a Sacristán del ambiente intelectual en el que tomó cuerpo el pensamiento de Antonio Gramsci, particularmente del idealismo croceano, tan proclive a ignorar o despreciar ciertos desarrollos importantes de las ciencias del siglo XX. Pero, simultáneamente, Sacristán consideraba el marxismo como una tradición emancipatoria moderna, como una tradición del movimiento obrero, no como un sistema teórico; motivo éste que (junto con la decisión de tomarse rigurosamente en serio la declaración de Marx contra el papanatismo y el dogmatismo de aquellos que ya en su tiempo se denominaban marxistas) le impulsó a situar en el centro de su discurso no el marxismo mismo (como cuerpo doctrinal) sino el comunismo marxista entendido a la vez como tradición, o conjunto de creencias, como movimiento y como ideal de liberación. Una distinción en la que no es difícil ver, si se quiere, la traducción libre (con ligerísima modificación de los términos) de ciertos pasos del Gramsci de los Quaderni.

Esta tensión permanente entre el motivo epistemológico de procedencia analítica (orientado a librar a la tradición comunista tanto de los “megalitos hegelianos” como de los excesos estructuralistas) y la dimensión político-moral de su discurso hizo del marxismo de Sacristán un caso más bien insólito en el panorama europeo de los años sesenta y setenta, lo que le da una dimensión que probablemente acabará siendo reconocida cuando haya terminado de editarse toda su obra, durante algún tiempo un tanto dispersa en publicaciones de difícil localización. En cualquier caso, fue la identificación de fondo con la orientación político-moral del pensar y del hacer de Gramsci lo que explica el carácter recurrente con el que Sacristán se ocupó de su obra.

La tensión entre motivos éticos y epistemológicos está también presente en todo lo que Sacristán escribió y enseñó sobre Gramsci desde finales de la década de los sesenta. Ya en 1967, en un artículo titulado «La interpretación de Marx por Gramsci», dedicado en lo sustancial a la formación de este último, son visibles desde el principio los dos aspectos de la tensión aludida. Y lo son igualmente en la exposición de las razones que allí se daban para la reconsideración de la obra de Gramsci. Tales razones eran, para Sacristán, en aquel momento, dos. En primer lugar, describir un caso realmente difícil de recuperación y reelaboración de la inspiración marxiana en un marco de ideas y creencias sumamente desfavorable a ellas. En segundo lugar, señalar un importante problema pendiente en el pensamiento socialista contemporáneo, el del papel de la ideología, que Sacristán consideraba planteado en la obra de Gramsci pero no resuelto en ella.

Aunque la alusión a un marco de ideas y creencias sumamente desfavorables al marxismo hace pensar, por analogía, en la situación española de entonces, debe advertirse que Sacristán no se estaba refiriendo en este caso a las dificultades creadas por el fascismo mussoliniano (puesto que, como se ha dicho, el centro del ensayo es la formación del marxismo de Gramsci antes de la Marcha sobre Roma), sino al ambiente cultural italiano de los años inmediatamente anteriores y posteriores a la primera guerra mundial, años dominados, como se sabe, por el positivismo y por la reacción idealista. En la influencia de esta última en el joven Gramsci, y más precisamente en su carácter sólo reactivo contra un positivismo trivial, como era el de Achile Loria, vió Sacristán la principal debilidad del primer marxismo de Gramsci; una debilidad que, aun con muchas matizaciones, persistiría en los Quaderni, y que nuestro autor atribuye a un factor ambiental inmediatamente puesto de manifiesto por el hecho de que entonces se hubiera impuesto en Italia la mediocridad positivista de Loria a la agudeza (también positivista, por cierto) de Vailati y de Peano, por ejemplo. Un tema, éste, del que se han ocupado también en Italia, desde perspectivas distintas, el joven Giacomo Marramao y el historiador de la ciencia Paolo Rossi.

La de Sacristán es una reconstrucción histórico-crítica de la obra de Gramsci que no tiene nada de encomiástica ni de hagiográfica. Arranca de la idea de que hay que leer la obra de Gramsci como la de un clásico de la filosofía moral y política, evitando la intencionalidad instrumental, la interpretación estrechamente politicista en uno u otro sentido. De ahí que cuando bastantes años después, en 1977, se hizo moneda corriente en España referirse a Gramsci como antecedente directo (o padre) del “eurocomunismo”, el filósofo español, además de mostrarse sorprendido porque Gramsci se estuviera convirtiendo entonces en una moda, protestara enérgicamente contra las manipulaciones sectarias de su obra: Gramsci es un clásico, o sea, un autor que tiene derecho a no estar de moda nunca y a ser leido siempre. Y por todos, escribió en aquella oportunidad. Por cierto, que tanto en aquel ensayo de 1967 como en esta declaración de 1977 hay un elogio de Sacristán a la cultura política comunista italiana que (de Togliatti a Gerratana) hizo posible el que, comparativamente, Gramsci haya llegado a ser un clásico marxista de los mejor leídos, de los menos embalsamados.

Así pues, a través del hilo de una lectura histórico-crítica orientada a subrayar la debilidad idealista desde el punto de vista epistemológico y metodológico, pero al mismo tiempo a poner de manifiesto una evolución política e intelectual en la que se solapan corrientes ideales contrapuestas, se llega finalmente al importante problema pendiente en el pensamiento socialista que, en opinión de Sacristán, Gramsci identificó aunque no resolvió. Se trata de si el pensamiento revolucionario ha de ser o no ideológico. La hipótesis interpretativa de Sacristán es que, en su tratamiento del tema de la ideología (incluyendo en este caso los desarrollos más maduros de los Quaderni), Gramsci se equivocó: en parte –mantiene Sacristán– porque leyó mal a Marx en este punto y en parte por la influencia del ambiente idealista y culturalista en que se formó. Consecuencia de este déficit habría sido la imposibilidad de salir de la antítesis positivismo/ideología al aceptar que esta última, la ideología, es la única instancia mediadora entre la fuerza social y la acción.

Según esto, Gramsci habría identificado el problema, habría estado incluso cerca de su resolución al acentuar el principio de la práctica, pero habría recalado finalmente en el “ideologismo” sin llegar a legarnos una praxeología racional, concreta y crítica. Lo que, de acuerdo con la interpretación de Sacristán, nos legó Gramsci es el planteamiento veraz y hondo de un problema, el de la posible eliminación de la especulación ideológica en el pensamiento socialista, con ineludibles implicaciones para la configuración del programa político y cultural. Lo que Sacristán proponía en ese contexto era precisamente arrancar del problema de Gramsci, reanudar la crítica marxiana de lo ideológico también en el pensamiento socialista, sin ignorar por ello los peligros de la ideología que empezaba a hacerse dominante en nuestras sociedades (la ideología del fatalismo tecnológico y del final de las ideologías), a sabiendas, por tanto, de que la tarea tiene la suficiente importancia teórico-práctica como para arrostrar el riesgo de una apresurada identificación con esta última por parte de las corrientes más o menos hegelianizantes del marxismo.

La verdad es que esta orientación anti-ideológica, lo que Sacristán llamaba entonces (a mediados de los años sesenta) “el programa de la hora” tuvo escaso eco en el marxismo hispánico. Y ello seguramente por motivos parecidos (aunque modificados, y no para mejor) a los que el propio Sacristán identificara como obstáculos principales en la formación de Gramsci. Pues también la cultura socialista (entendiendo la palabra en un sentido amplio) de la época osciló en España entre las nuevas versiones del positivismo o del cientificismo y el idealismo reactivo, teñido de voluntarismo. Pero, en cualquier caso, aquella interpetación de Gramsci por Sacristán nos situaba ante una lectura problematizadora que ha dado también sus frutos.

Sacristán amplió a la totalidad de la obra de Gramsci esta lectura mientras preparaba la selección de textos gramscianos que componen su antología publicada en México en 1970 por la editorial Siglo XXI. Con este volumen de algo más de quinientas páginas, en el que se incluyen artículos del período ordinovista, cartas anteriores al encarcelamiento y material procedente de los Quaderni que no había sido editado antes en España, la censura franquista no tuvo concesiones. Tuvieron que pasar más de cuatro años para que el régimen autorizara su publicación en Madrid en un momento en que eran ya de dominio público los primeros síntomas de la enfermedad que acabaría con la vida del Dictador.

La Antología tenía que haber aparecido con una introducción del traductor y antólogo, pero no pudo ser. Este se limitó a proporcionar al lector numerosas y valiosísimas notas aclaratorias y contextualizadoras de los textos de Gramsci, que revelan dedicación, paciencia y documentación destacadísima, así como a insertar una breve nota previa en la que declaraba que «por el momento conviene hacer de la necesidad virtud y descubrir que los textos de Gramsci están probablemtente mejor sin compañía». El mismo párrafo introductorio aludía a causas sustanciales que aconsejaban al antólogo aplazar la investigación iniciada.

Muchos lectores (pues esta vez los lectores fueron en verdad muchos) de las varias reimpresiones y ediciones de la Antología de Antonio Gramsci en castellano se han preguntado por las causas sustanciales a las que Sacristán aludía tan lacónicamente en aquella breve nota de advertencia. Lo he contado ya en otro lugar, en ocasión de la muerte de Manuel Sacristán, y pienso que no es indiscreto volver a contarlo aquí porque la explicación tiene importancia para entender el sentido de la interpretación de Gramsci por Sacristán.

Lo que obligó a Sacristán a aplazar la investigación en curso fue el sufrimiento que le produjo el estudio detallado de la vida y de la obra de Gramsci en unas fechas muy difíciles para el movimiento comunista (eran los meses que siguieron al doble aldabozano del 68: París y Praga), y aún más en un país como el nuestro en el que, al estar el movimiento comunista prohibido por la dictadura franquista, ni siquiera era posible la discusión abierta, entre amigos naturales, de lo que estaba ocurriendo. La comprensión empática de la tragedia del comunista Gramsci en las cárceles del fascismo mussoliniano, el desacuerdo con la actitud del partido comunista francés durante los hechos de mayo, la repulsión provocada por la intervención de los tanques soviéticos en Praga y la contradictoria situación de un comunismo español crítico de la invasión de Checoslovaquia pero casi obligado al silencio por la clandestinidad son, sin duda, factores que justifican suficientemente un proceso depresivo en personas sensibles con convicciones morales. La sensibilidad moral de Sacristán, su identificación profunda con la tragedia personal de aquel hombre, al que también el mundo se le fue haciendo grande y terrible, pudo más que la capacidad de concentración intelectual.

El manuscrito inacabado que Sacristán redactó a finales de 1968 tiene dos partes. La primera está dedicada al Gramsci joven (1891-1917) y la segunda al dirigente revolucionario de los años 1917 a 1926. Estas dos partes van precedidas por una breve consideración metodológica dedicada a situar a Gramsci en la historia del comunismo marxista y a explorar la mejor manera de aproximarse a su pensamiento. Sacristán empieza con una diatriba frente a la instrumentalización de Gramsci en los años sesenta y dirige sus dardos polémicos contra “la orientación eclesiástica” del pensamiento comunista de la época de Stalin y contra la “mentalidad formalmente teológica” de los herederos intelectuales de la casta stalinista para subrayar, por contraste, el carácter crítico y autocrítico del pensamiento y de la acción de Gramsci. Mantiene que la mejor manera de evitar las parcialidades y las polémicas instrumentales al aproximarse a la obra de Gramsci no es fijarse en las afirmaciones casuales o en determinados aforismos sueltos (como entonces se hacía habitualmente en las organizaciones políticas) sino tratar de captar el ritmo de su pensamiento en desarrollo.

Al fijarse en la importancia que para el hombre Gramsci han tenido las nociones de “orden” y “tiempo” Sacristán llama la atención acerca de la contradictoriedad existente entre la afirmación del joven revolucionario de veintitantos años, que llega a decir que el pensamiento revolucionario niega el tiempo como factor de progreso, y el revolucionario experimentado que escribe, ya en la cárcel, que el tiempo es un simple pseudónimo de la vida misma. El carácter patético de esta contradicción impulsa a Sacristán a preguntarse si la biografía es el método más adecuado para la comprensión de la obra de Gramsci. Su respuesta a esta pregunta ilustra sobre lo que él mismo se proponía hacer en la introducción inacabada: «La clave de la comprensión de los escritos y el hacer de Gramsci, en su variedad y en sus contradicciones, no es la biografía individual, pero sí la totalización cuasi biográfica de numerosos momentos objetivos y subjetivos en el fragmento de la historia de Italia, historia de Europa e historia del movimiento obrero cuyo .anudamiento. bajo una consciencia esforzada fundaría el .centro. que fue Antonio Gramsci».

De hecho lo que Sacristán llegó a redactar en 1968 es una reflexión sobre la formación de Gramsci y sobre la evolución de su marxismo desde los años en la universidad de Turín hasta su detención durante el invierno de 1926. Esta reflexión combina muy bien aproximación biográfica (basada en la obra de Fiori y en las referencias autobiográficas que hay en el epistolario), diálogo con los principales intérpretes de la obra de Gramsci y de la historia del partido comunista italiano (que por entonces eran Togliatti, Tasca, Spriano y Paggi) y lectura crítica de algunos de los más notables escritos de Gramsci que el mismo Sacristán había seleccionado para la Antología. Esta lectura atiende primordialmente a cuatro cosas: el conocimiento real que Gramsci llegó a tener de la obra de Marx antes de los Quaderni, la influencia del ambiente cultural italiano de la época, el momento de la praxis revolucionaria y la forma en que el propio Gramsci captó, a partir de 1917, el significado de la revolución rusa y la aportación de Lenin en ella.

Los pasos más sugestivos de esta lectura siguen siendo, en mi opinión, su equilibrada valoración del “provincianismo” y del “europeísmo” del joven Gramsci en el marco de la cultura idealista y antipositivista de los años de la primera guerra mundial; el análisis del conflicto o contradictoriedad entre la formación idealista o espiritualista y la tarea política e ideal que se propone Gramsci a partir de 1917; la explicación de las causas que condujeron a la “pasividad” o “inercia” de Gramsci en el momento de la fundación del partido comunista de Italia, en Livorno, en enero de 1921; y la descripción, (en relación con el concepto de tiempo histórico) de lo que eran el “derechismo” y el “izquierdismo” en el pensamiento socialista de los años veinte.

El destino quiso que una parte de aquella investigación, reelaborada, quede hoy (en la forma de una “presentación” del undécimo cuaderno de Gramsci en la cárcel) como el último escrito de los publicados por el propio Sacristán.

Este escrito de 1985 recupera, efectivamente, las líneas básicas de lo que había sido la investigación anterior y amplía la crítica al “ideologismo” gramsciano refiriéndola ahora al undécimo cuaderno de la cárcel. Pero al mismo tiempo la matiza al afirmar que una lectura no sesgada de los Quaderni ha de prestar atención al buen sentido de Gramsci incluso en las cuestiones más ideológicas. La matización de la crítica anti-ideológica acaba recordando un punto pocas veces tenido en cuenta y que, sin emabrgo, es doblemente interesante viniendo como viene de un excelente conocedor de la filosofía de la ciencia contemporánea. Helo aquí:

La misma orientación histórica y sociológica de la mirada, que a veces hace caer a Gramsci en ilogicismos historicistas y sociologistas, le permite también formular criterios que luego han aparecido en la filosofía de la ciencia académica de la cultura capiutalista (sobre todo desde el libro de T.S. Kuhn sobre La estructura de las revoluciones científicas

Junto a esta equilibrada visión del lado débil de la filosofía gramsciana es mérito de este último escrito de Sacristán, en mi opinión, el haber esbozado la particular importancia que en aquel singular centro de anudamiento de relaciones que fue el hombre Gramsci tuvieron los conceptos de “orden” y “tiempo”, la aspiración a un orden intelectual y moral colectivo, a un orden nuevo, y la percepción del tiempo desde la tajante negación voluntarista contenida en Il grido del popolo (el pensamiento revolucionario niega el tiempo como factor de progreso) a la trágica afirmación final del mismo como simple pseudónimo de la vida (una referencia, ésta última, que también para Sacristán, quien cuando escribía esto sabía que tenía los días contados, cobraba un significado muy preciso).

Quien haya leído en serio a Gramsci, atendiendo no sólo a los Quaderni sino también a las Lettere, donde tantas claves hay para la comprensión de los primeros, sabe que es dificil llegar hasta el final de su reflexión sin que le invada a uno un sentimiento de melancolía; un sentimiento acentuado acaso por la misma fuerza con que aquel hombre insistía en ser considerado sencillamente como un combatiente que ha sido derrotado pero al que no hay que compadecer porque ha cumplido con lo que consideró su deber y lo ha hecho, además, consciente y voluntariamente (pues la pasión compartida, la simpatía, el compadecerse, en suma, tampoco pueden ser ajenos a la constatación de que el humor de Gramsci se fue haciendo con el tiempo sombrío, melancólico también él). Razón de más, de las del corazón ésta, para apreciar como se merece la serenidad y el equilibrio de un filósofo comunista español que había pasado antes por ese mismo sentimiento y que en el ensayo todavía inédito e inacabado que nos dejó sobre Gramsci insistió en la importancia metodológica de la aproximación “cuasihistórica” (no sólo biográfica en el sentido tradicional) a su pensar, a su quehacer, en la necesidad, esto es, de pasar por encima de las clasificaciones académicas cuando, como en este caso, se aspira a entender un pensamiento revolucionario, a reconstruir la individualidad del hombre que identificó política con pasión y con economía.

Fuente: https://www.lainsignia.org/2001/diciembre/cul_043.htm

Sacristán, lector de Sartre

 

Sacristán, lector de Sartre

Juan Manuel Aragüés

Prólogo a Sobre Sartre, de Manuel Sacristán, en edición de Salvador López Arnal y José Sarrión Andaluz. Zaragoza: Universidad de Zaragoza, 2021

Introducción

Entre 1958 y 1980, año este último, precisamente, de la muerte de Jean-Paul Sartre, el filósofo español Manuel Sacristán dedicó varios textos y conferencias a reflexionar sobre la obra del autor de El ser y la nada. En estos textos, Sacristán se esfuerza por dar a conocer en España la obra del filósofo francés, su obra publicada. Y hacemos esta precisión, que dio a conocer la obra publicada, porque para Sacristán, como para sus contemporáneos, había un Sartre oculto y subterráneo que no comenzaría a salir a la luz hasta después de su muerte, con la publicación de una ingente cantidad de textos póstumos. Sacristán, en una conferencia que pronunció al poco tiempo del fallecimiento de Sartre, erró al considerar «que salgan inéditos de importancia» era «cosa difícil».[1] Y estos inéditos nos permiten tener una visión de Sartre que a Sacristán le permaneció vedada. A pesar de ello, los textos de Sacristán que presentamos a continuación suponen un testimonio muy interesante y cumplen un doble objetivo: servir para conocer ciertos elementos del pensamiento sartriano y permitirnos profundizar un poco más en la labor de Sacristán como exégeta y transmisor de la filosofía contemporánea.

Como decimos, Sacristán se ve privado de una gran cantidad de textos póstumos que vierten luz en la evolución de Sartre.[2] Sin embargo, Sacristán nos sitúa con precisión ante ciertas problemáticas: el desajuste entre El ser y la nada y la posterior producción teórica de Sartre, el problema de la ética, la polémica con el marxismo ortodoxo. Y pone de relieve la que, a mi modo de ver, es una de las grandes virtudes de Sartre: su capacidad para cuestionarse constantemente, para no dar nunca por cerrado el discurso, su empeño en reflexionar siempre desde las cambiantes situaciones ante las que nos sitúa el devenir histórico. Y precisamente ese autocuestionamiento, ese carácter de la escritura que huye constantemente de sí misma, es lo que impide el privilegio de alguno de los textos sartrianos sobre los demás. Todos ellos son Sartre y ninguno llega a serlo de modo completo. Es comprensible el impacto que la última entrevista concedida por Sartre a Benny Lévy pocas fechas antes de su muerte causara en quienes habían tenido, en algún momento, interés por la obra de Sartre. Pero no resulta conveniente concederle el privilegio hermenéutico que Sacristán le acuerda. Quizá esa sea la cuestión en la que manifestamos una cierta distancia[3] con las lecturas que podemos encontrar en los textos que vienen a continuación: la consideración excesiva que se concede a dos textos a nuestro entender menores, la citada entrevista y la conferencia de 1945 publicada en 1946 bajo el título de El existencialismo es un humanismo. Obras que, como el resto de obras, o quizá incluso algo menos que el resto, no expresan sino un momento concreto, una preocupación concreta, una situación, por utilizar ese concepto tan caro al archivo sartriano.

En todo caso, y al hilo de los textos de Sacristán, nos parece interesante reconstruir de alguna manera el recorrido filosófico de Sartre, pues entendemos que ello servirá para una mejor comprensión de los textos que prologamos, así como su relación, teórica, política y literaria, con España.

Sartre: escritura y práctica

«He ido a la manifestación contra la muerte de Sartre», confesaba a su padre una tarde de abril de 1980 el hijo de Olivier Revault d’Allonnes.[4] Sartre, no cabe duda, es una figura de las que hacen época, capaz de convocar a su entierro a una multitud que entiende que su gesto es algo más que una ceremonia del adiós. Sartre escritor, Sartre filósofo, Sartre defensor de todas las causas que debían ser defendidas, Sartre: voz, gesto y escritura.

No siempre fue así. En los albores de su labor teórica y literaria, allá por los años treinta, Sartre se mostraba ajeno a cualquier compromiso que desbordase los estrechos límites de su mundo idiota. En las elecciones de 1936, con una guerra civil en España, con el nazismo y el fascismo perimetrando Francia, Sartre ni siquiera vota. Hará falta que la guerra divida su vida en dos,[5] para que Sartre advierta la necesidad del compromiso, del encuentro con el otro, al que hasta entonces había considerado como un enemigo a batir. Hasta ese momento, su práctica, y su escritura, eran la expresión de un individualismo radical, como puede constatarse en las páginas de El ser y la nada. Como bien señala Sacristán,[6] el universo teórico de esta obra no encaja con la posterior deriva sartriana.

Sartre, lo hemos señalado más arriba, es un autor que se cuestiona a sí mismo. Consecuencia lógica del constante intento de ajustar su escritura a su práctica. El texto siempre va por detrás del cuerpo, en el caso de Sartre. El ser y la nada es una obra que en el momento mismo de su publicación ya suponía el pasado teórico de un Sartre que, en un París ocupado, experimenta la necesidad de la acción resistente, que él expresa a través de la creación de dos pequeños colectivos, Sous la botte y Socialisme et liberté.[7] A partir de aquí, estamos en 1943, se abre una larga etapa, nada menos que diecisiete años, hasta la publicación de la Crítica de la razón dialéctica (1960), en la que Sartre se empeña en teorizar su práctica. En efecto, desde su paso por el campo de concentración en 1939, Sartre no cesa de desarrollar una actividad política que se sustanciará, incluso, en la creación de un partido político en 1948, el Rassemblement Démocratique Révolutionnaire (RDR). Una actividad política que no se halla sustentada teóricamente y que obligará a Sartre a un enorme esfuerzo de reelaboración discursiva, buena parte del cual se produce mediante textos que no serán dados a la imprenta en vida del autor.

La desorientación teórica sartriana tras la publicación de El ser y la nada es evidente. La obra se cierra con el anuncio de una moral que nunca verá la luz como tal, pero que se halla esbozada en los Cahiers pour une moral, unos cuadernos de los que nos han quedado en torno a ochocientas páginas y en los que Sartre intenta perfilar un nuevo rumbo. Tal como señala Pierre Verstraeten, nos encontramos ante un «banco de pruebas»[8] cuyas contradicciones internas resultan tan evidentes —podemos hallar hasta tres tesis no solo diferentes, sino enfrentadas— que cualquier intento de publicación resulta impensable. Pero, en todo caso, cumplen una función fundamental, la de permitir a Sartre visualizar esas contradicciones y, por tanto, perfilar estrategias para su superación. Estrategias en las que la aproximación al marxismo en los años cincuenta desempeñará un papel importante, hasta el punto de que en la Crítica de la razón dialéctica considerará al marxismo como «filosofía insuperable de nuestros tiempos»,[9] calificación no compartida por Sacristán.

Ética y marxismo: dos preocupaciones paralelas

A mediados de los años cuarenta Sartre pronuncia una conferencia que se convertirá en uno de sus libros más señalados: El existencialismo es un humanismo. Si todas las obras de Sartre responden a una problemática social o a una posición personal concreta, esta lo hace de una manera, a nuestro modo de ver, más acusada, hasta el punto de que su conveniencia se diluye al mismo tiempo que la situación que la sustenta. No en vano nos encontramos ante una obra que generó un profundo estupor en el entorno de Sartre, tal como constata Michel Tournier en su obra El viento paráclito:

«El 28 de octubre de 1945 Sartre nos convocó. Nos precipitamos a su llamada […]. El mensaje de Sartre se podía encerrar en cinco palabras: el existencialismo es un humanismo. Y nos contó una historia de guisantes en una caja de cerillas para ilustrar su pensamiento. Estábamos aterrados. Así pues, nuestro maestro recogía de la basura donde lo había enterrado aquel desperdicio que apestaba a sudor y a vida interior, el Humanismo, y lo pegaba como suyo a aquella otra noción absurda, el existencialismo. Y todo el mundo aplaudía».[10]

No es de extrañar el estupor que manifiesta Tournier, ya que Sartre, en los años treinta, y más en concreto en las páginas de la más conocida de sus novelas, La náusea (1938), había realizado, por boca de Roquentin, una feroz crítica del humanismo. No es de extrañar, tampoco, si tomamos en consideración la crítica que el existencialismo realiza a toda forma de esencialismo. Nos atrevemos a aventurar que el rapto humanista que sufre Sartre en 1945 es el reflejo del profundo malestar, de la intensa desazón, que los horrores de la guerra provocan en quienes han sido testigos de ellos y ahora, una vez finalizada, constatan los crímenes cometidos por el nazismo. Nos hallamos ante un gesto propio del momento, pues desde diferentes ámbitos ideológicos —marxismo, existencialismo, liberalismo— el humanismo se convierte en horizonte teórico. Como se convertirá en la Unión Soviética tras la denuncia de los crímenes del estalinismo en el XX Congreso del PCUS, donde se establece la doctrina del humanismo socialista. Pero es un gesto, en el caso que nos ocupa, de una extremada incoherencia filosófica, solo disculpable por los avatares de la situación.

No es, en absoluto, esa la vía por la que Sartre transitará para acomodar su discurso a su activismo político. La referencia al humanismo desaparecerá casi por completo de su obra. Es más, en la pretensión de construir una ética, el humanismo no aparece como referencia. En efecto, una de las grandes preocupaciones de Sartre a lo largo de su vida fue la redacción de una ética, ética que, como tal, nunca llegó a redactar. Merece la pena subrayar, en este sentido, el paralelismo con otro autor por el que Sacristán mostró igualmente un enorme interés, György Lukács, quien también pretendió redactar una ética que nunca vio la luz. Sartre redactó varios textos sobre ética, como los mencionados Cahiers pour une morale (1947-1948), que constituyen, sin ninguna duda, el intento de dar cumplimiento a la promesa con la que se cierra El ser y la nada referente a la redacción de una ética, y, en los años sesenta, al menos cuatro textos, extensos, que abordan la cuestión. Pero Sartre nunca llegó a redactar esa ética, aunque, como declaró en una entrevista de 1969, «está enteramente constituida en espíritu y no prevé ya ahora más que problemas de redacción».[11]

Sacristán apunta una hipótesis tremendamente juiciosa: «En cualquier caso, lo que me permito sugerir como hipótesis es que la función o el lugar que parecía que en el desarrollo del pensamiento de Sartre fuera a tener que ocupar un tratado de ética lo ha ocupado este largo período, todos los años cincuenta, de roce, de choque y de discusión con el marxismo». Y añade con enorme precisión: «Menos en la teoría que en la práctica».[12] En efecto, la práctica marca el camino a una teoría que, siempre a la zaga, acaba por no llegar. Pero en esta época convulsa y de incertidumbres teóricas, el diálogo crítico con el marxismo puede entenderse en el mismo ámbito de preocupación que la prometida ética. Quizá esa ausencia sea consecuencia de que Sartre, tras las certezas desterradas de El ser y la nada, ya no volvió a encontrar un terreno firme en el que asentarse. Ello lo atestigua un camino sembrado de textos no publicados (Verdad y existencia, su Mallarmé, biografía existencial de Mallarmé,[13] el segundo volumen de la Crítica de la razón dialéctica, entre otros).

No cabe duda de que Sartre mantuvo una relación conflictiva con el marxismo, derivada en parte, muy probablemente, de las tremendas limitaciones teóricas del PCF, cuyo servilismo hacia las directrices soviéticas empobrece sobremanera sus análisis teóricos. Sartre había mirado siempre con simpatía a Marx, incluso en sus textos más tempranos, pero no compartía las lecturas dogmáticas del marxismo ortodoxo. Su primer texto en el que el marxismo adquiere un evidente protagonismo es Materialismo y revolución (1946), texto en el que ya aparece la que se va a convertir en crítica constante al marxismo ortodoxo: su olvido de la subjetividad. Sacristán señala que Sartre mantuvo diferentes polémicas con autores marxistas, como Garaudy, Kanapa o Aragon, pero no hace referencia a la que tuvo un mayor recorrido teórico, la que mantuvo con G. Lukács, precisamente como consecuencia de la publicación de la obra que acabamos de mencionar. En efecto, Materialismo y revolución, que, según Dobson,[14] Sartre redactó después de haber leído Sobre el materialismo dialéctico y el materialismo histórico, fue respondida inmediatamente por Lukács con otra obra, ¿Existencialismo o marxismo?, en la que desarrolla un feroz ataque a Sartre que, en última instancia, no está sustentado en discrepancia filosóficas insalvables, como pondrá de manifiesto la posterior evolución de ambos autores. A pesar de ello, en 1949, y quizá como respuesta al desembarco de Sartre en la arena política con la fundación del RDR, un partido de orientación socialista revolucionaria, Lukács, convertido en voz autorizada del oficialismo marxista, acude a París para continuar su labor de crítica de las propuestas sartrianas.

Desde una perspectiva teórica, el núcleo del debate de Sartre con el marxismo tiene que ver, como acertadamente señala Sacristán, con la cuestión de las mediaciones. Será en la Crítica de la razón dialéctica, pero más específicamente en las «Cuestiones de método», que obran como su prólogo pero que habían aparecido de modo independiente dos años antes, en 1958, donde Sartre desarrolle una extensa reflexión en torno a las insuficiencias del marxismo ortodoxo. El marxismo oficialista venía teñido, desde tiempo atrás, por un economicismo mecanicista que había derivado en una analítica empobrecida en la que todo fenómeno tendía a ser explicado por factores económicos. Es algo que venía siendo criticado por ciertos sectores del marxismo, como la Escuela de Fráncfort o por autores como Korsch y, significativamente, Lukács, desde los años veinte. Frente a ese planteamiento simplista y perezoso, Sartre señalará la necesidad de construir una jerarquía de mediaciones dentro del marxismo que permita dar cuenta mucho más precisa del actuar subjetivo. No se trata, en realidad, sino de volver al propio Marx, cuando señala en su sexta tesis sobre Feuerbach que «la esencia humana es el conjunto de sus relaciones sociales».[15] Esas relaciones sociales, esas mediaciones a las que está sometida la subjetividad, son las que acaban delimitando los perfiles de la misma y las que permiten explicar sus prácticas. Sartre, que entiende que el marxismo ortodoxo ha disuelto a la subjetividad «en un baño de ácido sulfúrico»,[16] se aplica a proporcionar al marxismo una teoría de la subjetividad, que no es otra que el existencialismo. Sartre entiende el existencialismo como una teoría de la subjetividad dentro del marxismo que, al dotar a este de herramientas como el método progresivo-regresivo y el psicoanálisis existencial, multiplicará su eficacia analítica. Es preciso señalar que los planteamientos de Sartre en la Crítica y los de Lukács en su Ontología del ser social, publicada póstumamente en 1971, resultan de una cercanía que limita los efectos de la agria polémica que mantuvieron en 1949.

Sartre y España

Preguntar sobre la relación de J.-P. Sartre con España es otro modo de preguntar por la relación de Sartre con la política, pues España, la España de la Guerra Civil (1936-1939) y de la sanguinaria dictadura fascista del general Franco (1939-1975), es, a lo largo de buena parte del siglo xx, un tema eminentemente político. Imposible eludir la carga política que resuena en ese nombre: España.

Es por ello por lo que la mirada de Sartre hacia España es una mirada compleja, teñida por una relación con la política que dista mucho de ser sencilla. Cualquier conocedor de la obra de Sartre, de su biografía —¿es acaso posible separarlas?—, sabe la distancia que separa al Sartre de los años treinta, sumergido en los vericuetos apolíticos del «homme seul», del militante sesentayochista. Aunque lo que sigue es un ejercicio de problematización de las declaraciones de Sartre y de su entorno más cercano respecto de sus posiciones políticas, daremos crédito a la afirmación de Sartre respecto a la importancia que la Segunda Guerra Mundial tuvo en su devenir vital y filosófico, tal como hemos señalado más arriba. La guerra abre un imparable proceso de politización, de búsqueda del compromiso y de la acción colectiva. Y España queda a los dos lados de esa frontera que es la guerra.

Si hubiéramos de creer las declaraciones de los interesados, la Guerra Civil Española fue un Acontecimiento en la vida de Sartre y Simone de Beauvoir. Ella, en La Force l’âge, escribe, con una contundencia que debiera dejar poco lugar a la duda, que, «de regreso a París, nos sumergimos en el drama que dominó nuestra vida durante dos años y medio: la guerra de España».[17] Merece la pena extender algo más la cita, por el dramatismo que de ella se desprende:

«Era una epopeya que nos llenaba de desasosiego y por la que nos sentía- mos directamente concernidos. Ningún país nos era más cercano que España […]. En febrero, la voz de La Pasionaria había exaltado esas esperanzas: su derrota nos hubiera alcanzado como un desastre personal. Por otro lado, sabíamos que en la guerra de España se jugaba nuestro propio futuro […]. Nadie en nuestro campo dudaba de la victoria republicana. Recuerdo una cena, en el restaurante español del que he hablado y que era frecuentado exclusivamente por republicanos. Una joven cliente española se levantó de repente y declamó un poema a la gloria de su país y de la libertad; no comprendíamos las palabras —uno de nuestros vecinos nos indicó el sentido general— pero fuimos conmovidos por la voz de la joven, por su rostro. Todos se levantaron y gritaron: “Viva la República Española”».[18]

Por su parte, Sartre, en una entrevista concedida en 1967 a la revista Jeune Cinéma sobre su relato El muro, ambientado en la Guerra Civil Española, declara: «Cuando escribí El muro no estaba en relación con las tesis marxistas, estaba, simplemente, en revuelta total contra el hecho del fascismo español».[19] Declaraciones de una contundencia que no debiera dejar lugar a duda alguna. Sin embargo, los hechos no parecen refrendar el entusiasmo militante de la pareja. Al parecer, el tiempo nubla los recuerdos. Comprobémoslo.

Simone de Beauvoir comienza su apunte señalando que acaban de regresar a París. No es un dato irrelevante, pues el lugar del que regresan es la Italia de Mussolini, la Italia que tomará partido en la contienda española y que mandará sus tropas a combatir en el bando fascista. En el verano de 1936, en el que, desde el 18 de julio, España se desangra, Sartre y De Beauvoir se afanan en recorrer Italia, ajenos, al parecer, a su situación política y a su alineamiento internacional.

Más significativos nos resultan otros datos. Como, por ejemplo, que entre 1936 y 1939, ese «drama que dominó nuestra vida durante dos años y medio», en palabras de De Beauvoir, no aparece mencionado ni una sola vez en la correspondencia que ella dirige a Sartre. También se puede señalar que ninguno de los dos participa en el Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, que tuvo lugar en Madrid en julio de 1937 y en el que sí participaron, por ejemplo, Nizan y Malraux. O que ni siquiera firmaron la «Declaración de intelectuales republicanos sobre los acontecimientos de España», publicada en la revista Commune en diciembre de 1936. No parece, a tenor de los hechos, de las posiciones públicas de Sartre, que realmente el conflicto español ocupara un lugar privilegiado, siquiera importante, entre las preocupaciones del autor de El muro.

J.-P. Sartre en sus textos sobre España

España, con ese trasfondo político al que hacíamos referencia, aparece en diversas ocasiones en la producción sartriana. Cinco son los textos en los que podría decirse que España es el tema: El muro, relato de 1937 ambientado en la Guerra Civil; las diversas referencias que se encuentran, entre 1945 y 1949, en su trilogía novelística Los caminos de la libertad; el prólogo de 1950 a la novela de Juan Hermanos El fin de la esperanza; un artículo, en versión francesa e italiana, de 1963, sobre la ejecución del dirigente comunista español Julián Grimau; y el extenso prólogo al libro de Gisèle Halimi, Le Procès de Burgos, de 1971. Excepto este último texto, que nos parece especialmente poco riguroso, intentaremos a continuación desentrañar la posición política que de ellos se desprende.

En 1937, y sin ninguna duda influido por los acontecimientos de España, Sartre publica un volumen de narraciones, El muro, que toma el título de una de las mismas, ambientada en la Guerra Civil. En ella se narran las horas de cautiverio previas a la ejecución de un grupo de republicanos apresados por las tropas franquistas. En el origen del texto parece hallarse un hecho biográfico concreto: el deseo de uno de los amigos más cercanos de Sartre en aquel momento, Jacques-Laurent Bost, de acudir a España a luchar en favor del bando republicano. Bost pidió a Sartre que hablara con Malraux para que este, a través de sus contactos, le facilitara el viaje a España. La petición incomodó profundamente a Sartre, quien no estaba de acuerdo con la iniciativa de Bost.[20] Surge así un relato en el que el conflicto bélico sirve como telón de fondo para una reflexión sobre la muerte y en el que no se encuentra ningún posicionamiento político. Sartre en su texto pretende subrayar el absurdo de unas muertes que serán inútiles para la causa política, pues la guerra está perdida.[21] Aparece así uno de los temas recurrentes en su relación con la guerra de España, el absurdo del compromiso con una causa que se cree perdida. Si De Beauvoir argumenta que en aquel momento nadie dudaba de la victoria republicana, Sartre la pone en cuestión constantemente en sus textos. Aunque quizá pueda verse en ello una estrategia para justificar su propia falta de compromiso, a diferencia de lo que sucede con amigos como el mencionado Bost o Fernando Gerassi. En todo caso, en El muro Sartre se libra a una reflexión subjetivista, fruto del malestar que le provoca la decisión de su amigo. Esa guerra que aparecía en los periódicos, que ocasionalmente se manifestaba en conversaciones y acontecimientos que podían olvidarse con facilidad, se cuela de repente en el círculo más próximo de Sartre, obligando a que su mirada se pose sobre ella. Por eso, Sartre la interioriza en forma de malestar, pero de un malestar íntimo, que nada tiene que ver con posiciones políticas, con la lucha contra el fascismo. Él mismo lo confirma al subrayar que es «una reacción afectiva y espontánea a la guerra de España».[22]

Donde sí podemos encontrar una presencia más sólida y teórica de la Guerra Civil es en la trilogía Los caminos de la libertad, y muy especialmente en el segundo volumen, El aplazamiento, publicado en 1945. Es el año de la famosa conferencia El existencialismo es un humanismo, en la que ya se muestran evidentes signos de alejamiento de las posiciones de El ser y la nada, en especial de su concepción hobbesiana de relación con el Otro. Volviendo a la trilogía, es preciso subrayar su indisimulado carácter autobiográfico. En un tiempo de fuertes mudanzas personales, Sartre parece utilizar el texto como instrumento para clarificar su devenir vital, para repasar un itinerario personal que conllevará profundas repercusiones filosóficas y políticas. En ese sentido, la guerra, tanto la de España como la mundial, tienen una presencia constante en el texto. Ambas son acontecimientos de primera magnitud para Sartre, pues le tocan en lo más personal. La Guerra Civil Española, porque alcanza a su entorno más cercano. Ya hemos mencionado el caso de Jacques-Laurent Bost, pero hay que añadir el de Fernando Gerassi, amigo muy próximo de Sartre que decide partir hacia España en cuanto se desencadena la guerra. Decisión que sorprende a Sartre, pues lo consideraba un alma gemela en cuanto a su dedicación al arte, en este caso la pintura, y su distanciamiento de las cosas materiales. La Segunda Guerra Mundial, porque implicará la movilización de Sartre y, como consecuencia, el abandono, práctico y teórico, de su idea del «homme seul».

Quizá sea el momento de recordar la deriva del pensamiento sartriano, en especial en la cuestión de la intersubjetividad, en los años cuarenta. La gran obra de referencia de esta época, El ser y la nada, desarrolla un planteamiento hipersubjetivista en el que la relación con el Otro es siempre de conflicto, tal como, desde una perspectiva literaria, se encarga de transmitir uno de los protagonistas de A puerta cerrada, Garcin, cuando declara que «el infierno son los otros».[23] Infierno de la alteridad que solo puede ser borrado mediante el sometimiento o la aniquilación del Otro. Tras la tensión entre los tres protagonistas a todo lo largo de la obra, esta se cierra con un «pues bien, recomencemos», que sustancia el pesimismo sartriano. Las relaciones intersubjetivas están teñidas de violencia, en una dialéctica amo/esclavo cuyo resultado necesario es el surgimiento de una subjetividad dominante. Ese es el «homme seul» al que acabamos de hacer referencia. Sin embargo, cuando se produce la publicación de El ser y la nada (1943), y precisamente como consecuencia de la guerra y la movilización, las posiciones sartrianas han desbordado el texto. El individualismo radical, el necesario enfrentamiento con el Otro han sido desmentidos por una práctica política, en el marco de la Resistencia, que exige la acción común. Y la experiencia vital de la terrible violencia de la guerra y de los horrores del nazismo pondrán en cuestión también ese universo de violencia que se había venido teorizando hasta ese momento. Por ello, esos años, a partir de 1943, son años de búsqueda, de experimentación teórica sobre los modos de buscar la intersubjetividad y la superación de la violencia. Donde de un modo más evidente se aprecia esto es en los póstumos Cahiers pour une morale, en que se ensayan estrategias de aproximación al Otro fuera del universo de la violencia. Aparecen figuras como la «ayuda» y la «colaboración»[24] en el marco de una relación destotalizada en el que todos los sujetos poseen el mismo nivel ontológico, y se perfila una propuesta de acción colectiva, de constitución de un nosotros, que anticipa lo que se teorizará en la Crítica de la razón dialéctica. En todo caso, y por lo que aquí nos interesa, a pesar de las vacilaciones y las dudas, la violencia aparece como un problema y desaparece del ámbito de las relaciones intersubjetivas. La vida había modificado el texto.

Ese cambio biográfico, preludio del tránsito filosófico, es lo que se explicita en la novela. Mathieu, alter ego de Sartre, se ve atrapado por un mundo en el que las guerras, la de España, la mundial, se muestran obstinadamente. Pero, desde nuestro punto de vista, esa presencia tiene una dimensión exclusivamente subjetiva, no política. La guerra nos habla, por boca de Mathieu, de un malestar individual, como el Acontecimiento que da al traste con una forma de vida. La movilización coloca a Mathieu ante un mundo cuya presencia había podido sortear, o cuando menos moldear, hasta ese momento. Pero «de golpe el cartel se puso a apuntarle; era como si hubieran escrito su nombre con tiza en la pared, en medio de insultos y amenazas. Movilizado […]. Es la guerra […]».[25] La violencia de la situación queda convenientemente subrayada, pues Mathieu se siente amenazado; toma como un requerimiento personal el cartel que llama a la movilización. Pues sabe —Mathieu (Sartre, que lo redacta)— que su vida ya no es la misma; incluso pudiera decirse que ya no es suya. «El porvenir de Mateo [sic] estaba ahí al descubierto, fijo y vidrioso, fuera de su campo de acción».[26] Y añade Mathieu-Sartre:

«Ahora la guerra está aquí, mi vida ha muerto; era eso, mi vida: hay que recomenzarlo todo desde el principio […]. Dejaba su vida tras sí, he hecho una muda. Cruzó la calzada, fue a acodarse en la balaustrada, frente al mar. Se sentía siniestro y ligero; estaba desnudo, se lo habían robado todo. Ya no tengo nada mío, ni siquiera mi pasado».[27]

Por su parte, la guerra de España se muestra fundamentalmente a través de la relación de Mathieu-Sartre con Gómez, alter ego, en este caso, de Fernando Gerassi, amigo de Sartre que, como hemos apuntado, se trasladó inmediatamente a España para defender la República y luchar contra el fascismo. La Guerra Civil Española es un acontecimiento que anticipa el futuro de Mathieu, un presente que se ha querido ajeno, que se rechaza, aun con remordimientos, pero que se perfila en el horizonte:

«La guerra estaba allí —se abisma Mathieu mientras come con Gómez— en la pista blanca, era el resplandor muerto del claro de luna artificial, la falsa acidez de la trompeta tapada, y ese frío sobre el mantel, entre el olor del vino tinto y esa vejez secreta de los rasgos de Gómez. La guerra, la muerte, la derrota».[28]

Dejando un tanto de lado el tema de la amistad entre ambos, tanto de los personajes de ficción como de los reales, es la posición ante la Guerra Civil la que va a marcar la tensión que se aprecia entre Gómez y Mathieu. Se advierte a lo largo del texto un Mathieu a la defensiva, que intenta rechazar las razones para un compromiso que le impulsara a modificar su modo de vida, al tiempo que siente remordimientos por el abandono que ha sufrido la agredida democracia española. En el texto se trasluce una posición teórica que ya había comenzado a plasmarse en los Cuadernos de guerra, a saber, la responsabilidad individual ante el devenir de los acontecimientos. El Sartre movilizado de los Cuadernos ya se muestra consciente de los efectos de la falta de compromiso práctico. Por eso, la posición teórica no es suficiente. Quizá ahí pueda estar la explicación de que, a la vuelta del campo de concentración, Sartre encargara a sus alumnos una redacción con un tema muy significativo, el remordimiento. Mathieu, antes de ser movilizado, habla ya con la voz del Sartre movilizado:

«Callaron. Mateo no estimaba tanto a Gómez […]. Pero se sentía culpable ante él porque era un español. Se estremeció. Un pez contra el vidrio del acuario. Y él era francés bajo esa mirada, francés hasta la médula. Culpable. Culpable y francés. Tenía ganas de decirle: “¡Pero qué diablos!, yo era intervencionista”. Pero esa no era la cuestión. Lo que él había deseado personalmente no contaba. Él era francés y de nada servía que rompiera su solidaridad con los otros franceses. Yo decidí la no-intervención en España, yo no mandé armas, yo cerré la frontera a los voluntarios».29

Pero el apoliticismo sartriano de preguerra se cuela en el texto:

«—¡Gómez!, dijo de pronto Mateo. Usted es fuerte, sabe por qué se bate.
—¿Quiere decir que usted no lo sabría?
—Sí, creo que lo sabría. Pero no pensaba en mí. Hay tipos que no tienen más que su vida, Gómez. Y nadie hace nada por ellos. Nadie. Ningún gobierno, ningún régimen. Si el fascismo reemplazara aquí a la República, ni siquiera lo advertirían. Tome un pastor de los Cévennes. ¿Cree que sabría por qué se bate?
—Entre nosotros los pastores son los más rabiosos, dijo Gómez.
—¿Y por qué se baten?
—Depende. Los he conocido que se batían para aprender a leer».[30]

Y ese apoliticismo individualista, esa posición a la defensiva que hemos subrayado, desembocará en un planteamiento a nuestro modo de ver obsceno. Sartre, especialmente atento a la autojustificación retrospectiva, hace pasar a Gómez, es decir, a su amigo Fernando, por un amante de la violencia de la guerra. No se trata de una posición política, Gómez no ha corrido a España a defender la República, la democracia, a luchar contra el fascismo; España y la guerra son el lugar de un deseo de violencia y muerte:

«[Gómez] Adelantó la mano por encima del mantel, y cogió el antebrazo de Mateo: Mateo —dijo en voz baja y lenta—, la guerra es hermosa. Su rostro llameaba. Mateo trató de desprenderse, pero Gómez le apretó el brazo con fuerza y continuó: A mí me gusta la guerra».[31]

Repugnante estrategia de justificación por parte de Sartre. La distancia que le separa de Gerassi no es el compromiso de este, sino su pasión por la violencia. Gerassi es un violento que ha acudido a España a dar rienda suelta a sus bajos instintos; por su parte, Sartre repudia la violencia y por ello no se implica en la guerra. Más allá de la injusta reflexión sartriana, una pregunta se impone: ¿el que habla es el Sartre que en 1945 publica estas líneas o el Mathieu de 1939 que protagoniza la escena? La falta de compromiso parece hablarnos en favor del personaje literario de 1939, pues la biografía sartriana refleja ya posiciones de un cierto compromiso al poco de la Ocupación, como hemos señalado más arriba. El rechazo de la violencia, sin embargo, no es propio de la preguerra; no en vano El ser y la nada describe, como hemos dicho, unas relaciones intersubjetivas marcadas por la violencia. Esto último nos llevaría a apostar por el redactor de 1945 como la voz que descalifica a Gómez y, con él, el compromiso con la República española.

Es decir que, frente a las declaraciones de Sartre y Simone de Beauvoir sobre el papel que la Guerra Civil Española había desempeñado en sus posiciones políticas, en su vida misma, defenderemos que, en el caso de Sartre y sus textos primeros sobre ella, lo que encontramos es la expresión de un malestar subjetivo, no una posición política. Tanto en El muro como en El aplazamiento Sartre se ve interpelado por un Acontecimiento que, por la implicación de su entorno, le demanda un posicionamiento. En El muro, el hecho de que finalmente Bost no acudiera al frente español a exponer su vida, permitió a Sartre una implicación más alejada, un sobrevuelo que se sustancia en una reflexión sobre la posibilidad de una muerte que él entiende como absurda, pues ya considera, quizá una excusa más, la guerra perdida. En El aplazamiento, por su dimensión autobiográfica y por la participación de Fernando Gerassi en la guerra, la implicación es más intensa, pero las raíces del malestar permanecen. Sartre se ve interpelado de una manera directa por un Acontecimiento que trastorna su vida y que, por tanto, decide estigmatizar. No cabe duda de que Sartre sentía simpatía por las posiciones republicanas, pero no hasta el punto de que eso pudiera significar un compromiso político ni una alteración de su forma de vida.

Hay que esperar unos años para que su posición respecto a España adopte unos innegables tintes políticos. Será en 1950 cuando redacte el prólogo para la novela El fin de la esperanza de Juan Hermanos, seudónimo de un desconocido autor español. En dicho prólogo, política y remordimiento se dan la mano. Pero es un remordimiento que trasciende lo personal para instalarse en lo político:

«El autor ha elegido muy bien su seudónimo; esos españoles son hermanos nuestros; esperaban apasionadamente nuestra liberación porque nuestra liberación era también la suya. Y luego vino la liberación; y no era su liberación. Todo lo que nosotros hemos vivido alegremente, ellos lo han vivido en la angustia, la decepción y el estupor».[32]

Efectivamente, tras la derrota en la Guerra Civil, los republicanos españoles exiliados en Francia intentan prolongar el conflicto con actividad guerrillera en varias zonas montañosas de España. Los Pirineos, el Maestrazgo, la cordillera Cantábrica cobijan núcleos de maquis cuya pretensión es mantener vivo el conflicto para que los aliados, una vez liberada Francia, entren en España en apoyo de las fuerzas democráticas. Desde el otro lado de los Pirineos, incluso, se lanza, en 1944, una ofensiva con grupos de guerrilleros que tenían sus cuarteles generales en ciudades francesas como Pau.[33] España, sin embargo, fue abandonada de nuevo a las garras del fascismo. De Gaulle ordena a los guerrilleros españoles retirarse a 20 kilómetros de la frontera.[34] De ahí, el fin de la esperanza. De ahí que Sartre, de manera categórica, argumente que «es demasiado tarde».[35]

Finalmente, en 1963, y con ocasión del fusilamiento por el régimen franquista del dirigente comunista Julián Grimau, Sartre publicó un artículo en Libération, los días 27 y 28 de abril, bajo el título «Grimau», en el que condenaba la acción del Gobierno español. Julián Grimau había sido detenido en Madrid en 1962 por miembros de la policía secreta, tras despedirse de otro dirigente comunista, Víctor Díaz Cardiel. Trasladado a las dependencias de la policía política fue lanzado por una ventana, lo que le ocasionó graves heridas, pero no la muerte. Esta le llegaría tras un juicio-farsa el 20 de abril de 1963, ante un pelotón de fusilamiento. En su artículo, Sartre denuncia la «imbécil ferocidad del régimen» y advierte que solo hay «una solución para Franco: la sangre, tiene que correr. Cada vez más: el terror solo se mantiene incrementándose».[36] Su simpatía hacia las posiciones comunistas queda de manifiesto.

En todo caso, estos dos últimos textos, en los que la referencia a España está teñida de política, son fruto de un Sartre ya inmerso en el compromiso. Su apoliticismo de preguerra había ido cediendo paso a una progresiva politización, que desemboca en la fundación en 1949 de un partido político: el RDR. Si la mirada hacia España se vuelve política, es porque la mirada sartriana se había hecho política.

Una mirada a destiempo

Las líneas que anteceden desembocan en una clara conclusión: a pesar de las declaraciones de Sartre y Simone de Beauvoir en sentido contrario, la guerra de España no transformó ni los posicionamientos políticos ni las actitudes vitales de ambos. El evidente malestar por la Guerra Civil que se manifiesta en ciertos textos de Sartre tiene unas causas fundamentalmente subjetivas, no políticas. La politización de la mirada sartriana no tiene su origen en los acontecimientos de España. Antes al contrario, la transformación de la mirada sobre España, acontecida a partir de 1950, tiene su origen en una previa politización de Sartre.

Sí concedemos credibilidad a la afirmación sartriana de que la Guerra Mundial dividió su vida en dos. No cabe duda de que el Sartre movilizado, el Sartre que pasa por el Stalag, rompe amarras con el Sartre de preguerra. Se inicia un camino hacia la politización, pero un camino sinuoso y complejo. Un camino en el que el pasado reaparece en ciertos momentos, como se puede constatar en los Cahiers pour une morale. Por eso nos preguntamos: las posiciones que se ponen de manifiesto en El aplazamiento, ¿corresponden al Mathieu de 1939 o al Sartre de 1945? Probablemente, ni a uno ni a otro, sino a los dos, en una ósmosis difícilmente evitable. En todo caso, esta obra pone de manifiesto la nula carga política presente en la relación de Sartre con la Guerra Civil Española.

Mirada a destiempo. El compromiso de Sartre con España llega tarde, muy tarde. Demasiado tarde, como él mismo escribe. El momento de la solidaridad, ese que entendieron muchos intelectuales europeos, hubiera debido ser 1936. Pero Sartre, como Simone de Beauvoir, no se hallaba preparado para ello en fechas tan tempranas. Será preciso que sus biografías se vean alteradas por otra guerra para que germine una conciencia política. Hasta ese momento, España es la geografía de un malestar subjetivo, no el territorio en el que se está jugando nada menos que el destino de Europa. España fue abandonada. Las potencias democráticas prefirieron contemporizar con el fascismo antes que defender la democracia española. Sartre ni siquiera eso; la suya no fue una opción política, aunque esa opción no política tuviera, como siempre, consecuencias políticas. El «homme seul» se empeñaba en seguir mirando desde su atalaya.

Conclusión

A continuación nos encontraremos con unas páginas realmente interesantes, en las que uno de los filósofos más importantes del panorama español del siglo xx se aproxima a una figura de relevancia histórica como es el caso de Sartre. No en vano, Bernard-Henri Lévy calificó al siglo xx como el siglo de Sartre.[37] En estas breves páginas hemos querido familiarizar un poco más a quien se aproxime a este libro con Sartre, especialmente con un Sartre, el de los póstumos, al que Sacristán no tuvo acceso y que resulta imprescindible para entender la evolución de la obra del autor de la Crítica de la razón dialéctica. Sacristán trasluce a través de sus textos preocupaciones teóricas y políticas que aproximaban a ambos autores y que respondían a la inquietud compartida por la construcción de una sociedad más allá del capitalismo. Esa voluntad de cambio y transformación, a pesar de las evidentes distancias entre ambos, hermana a Sacristán y Sartre en una tarea que muchos de sus lectores e intérpretes todavía hacemos nuestra.

Juan Manuel Aragüés
Profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza

Notas

[1] Vid infra p. 121.
[2] Sobre los póstumos sartrianos, vid. J. M. Aragüés, El viaje del Argos. Derivas en los escritos póstumos de J.P. Sartre, Mira editores, Zaragoza, 1995, y J. M. Aragüés, Sartre en la encrucijada. Los póstumos de los años 40, Madrid, Biblioteca Nueva, 2004.
[3] En realidad, donde nos encontramos más alejados de Sacristán es en una cuestión que repite en dos ocasiones. Sacristán señala como «primer postulado ético del existencialismo de Sartre» el principio de Píndaro «llega a ser lo que eres». No podemos coincidir con ese planteamiento en la medida en que Sartre entiende el sujeto carente de una esencia definida, por lo que en modo alguno puede llegar a ser lo que es, pues ese ser carece de sentido en el planteamiento sartriano. Es más, la frase de Píndaro nos parece que ejemplifica de modo muy conveniente el concepto sartriano de «mala fe», en el que el sujeto se entiende constituido por una esencia que no es posible modificar.
[4] O. Revault d’Allonnes, «Tout homme est tout l’homme», Les Temps Modernes,
n.os 531-533 (1990), p. 85.
[5] J.-P. Sartre, «Autoportrait à soixante-dix ans», en Situations X, París, Gallimard, 1976, p. 180.
[6] Vid infra pp. 96-97.
[7] A. Cohen-Solal, Sartre, Barcelona, Edhasa, 1989, p. 224.
[8] Pierre Verstraeten, «Sartre et Hegel», Les Temps Modernes, n° 539, 1991, p. 132.
[9] J.-P. Sartre, Crítica de la razón dialéctica, Buenos Aires, Losada, 2004, p. 10.
[10] M. Tournier, El viento paráclito, Madrid, Alfaguara, 1994, p. 160.
[11] M. Contat y M. Rybalka, Les Écrits de Sartre, Gallimard, París, 1970, p. 426.
[12] Vid infra p. 117.
[13] J.-P. Sartre, Mallarmé. La lucidez y su cara de sombra, Madrid, Arena libros, 2008.
[14] A. Dobson, J.-P. Sartre and the Politics of Reason, Cambridge, Cambridge University Press, 1993, pp. 48-49.
[15] K. Marx, «Tesis sobre Feuerbach», en J. Muñoz, Marx, Barcelona, Península, 1988, p. 432.
[16] J.-P. Sartre, Crítica de la razón dialéctica I, Buenos Aires, Losada, 2004, p. 47.
[17] S. de Beauvoir, La Force de l’ âge, París, Gallimard, 1960, p. 283. 18
[18] Ib., p. 283-284.
[19] Citado en Contat y Rybalka, Les Écrits de Sartre, p. 59.
[20] Ib., p. 58-59.
[21] Ib., p. 59.
[22] Ib., p. 58.
[23] J.-P. Sartre, A puerta cerrada, Madrid, Alianza, 1981, p. 135.
[24] J.-P. Sartre, Cahiers pour une morale, París, Gallimard, 1983, pp. 285 y ss.
[25] J.-P. Sartre, El aplazamiento, Buenos Aires, Losada, 1948, pp. 71-72.
[26] Ib., pp. 72-73.
[27] Ib., pp. 73-74.
[28] Ib., p. 228.
[29] Ib., p. 219.
[30] Ib., p. 229.
[31] Ib.
[32] J.-P. Sartre, «El fin de la esperanza», en Situaciones vI, Buenos Aires, Losada, 1968, p. 56.
[33] M. Usabiaga, La joven guardia. Marcelo Usabiaga. Una vida de compromiso y lucha,
Irún, Ikerlanak, 2012.
[34] M. Yusta en AA. VV., Historias de maquis en el Pirineo aragonés, Jaca, Pirineum, 1999, p. 25.
[35] Sartre, «El fin de la esperanza», p. 57.
[36] Contat y Rybalka, Les Écrits de Sartre, p. 390.
[37] B.-H. Lévy, Le siècle de Sartre, París, Grasset, 2000.


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