Diario de una camarera (1964) Apuntes sobre fetichismo y lucha de clases




 Diario de una camarera (1964)
 

Apuntes sobre fetichismo y lucha de clases

diario-de-una-camarera-6Tras rodar en Méjico El ángel exterminador (1962), Luis Buñuel se embarca en la realización de Diario de una camarera (1964), una producción filmada en el departamento francés de Essonne durante el otoño de 1963. La gestación de este proyecto resulta interesante ya que por primera vez pone en contacto a Buñuel con el productor Serge Silbermann y con el guionista Jean Claude Carrière, que serían en el futuro colaboradores esenciales en la obra del cineasta aragonés.

Silbermann, judío de origen polaco, superviviente de los campos de concentración nazis, y productor de films como Bob el jugador (Jean Pierre Melville, 1955) o La evasión (Jacques Becker, 1959), contactó con Luis Buñuel en Madrid a través del actor Fernando Rey, amigo común, y con la inestimable ayuda de una botella de whisky afianzaron una gran amistad que duró hasta el final de sus vidas. Silbermann se convirtió, fruto de esta magnífica relación, en el productor de hasta cinco de las películas de Luis Buñuel.

En las reuniones en Madrid, productor y director se pusieron de acuerdo en adaptar Le journal d’une femme de chambre, publicada en 1900 por el escritor francés Octave Mirbeau, aunque desplazando la acción a finales de los años veinte, periodo de entreguerras clave en el alumbramiento de los fascismos y que el director conocía de primera mano.

Buñuel necesitaba un colaborador que le ayudara a adaptar la novela y con este propósito se organizaron varias reuniones con guionistas en el Festival de Cannes de 1963; uno de los escritores con los que se contactó fue Jean Claude Carrière, que sólo había realizado algunas colaboraciones con Pierre Etaix y la adaptación de una TV movie; las reuniones se organizaron alrededor de una comida, donde se habló de la obra de Mirbeau, pero también de entomología y de la comedia del absurdo, aficiones comunes a Carrière y Buñuel, gestándose el comienzo de una sincera relación personal y profesional, que se consolidó en sucesivos films, incluida la colaboración del guionista en el libro de memorias de Buñuel, Mi último suspiro.

El antecedente: la versión de Jean Renoir

La novela de Mirbeau ya había sido adaptada previamente por Jean Renoir en su etapa americana (Memorias de una doncella, 1946). Algo minusvalorada en comparación con la adaptación de Buñuel, quizá por su tono vodevilesco y unas interpretaciones exageradas (sobre todo de Burgess Meredith y de la entonces su mujer, Paulette Goddard), vista hoy presenta algunos aspectos interesantes que complementan la visión desesperanzada ofrecida por el director español dieciocho años más tarde.

En concordancia con la época de producción, presenta un tono menos transgresor en los aspectos fetichista o eróticos, aunque sorprende el giro argumental por el que la dueña de la mansión, Madame Lanlaire (interpretada por la siempre inquietante Judith Anderson), incita a la recién llegada Celestine (Paulette Goddard) a seducir a su enfermizo hijo, con el objeto de que éste no abandone el hogar materno. A Madame Lanlaire no le importa prostituir a Celestine y la viste con peinados y ropajes libidinosos (sic) y perfumes, con el único objetivo de atrapar a su hijo en su tela de araña.

Resulta más explícito el trasfondo político-social, donde se enfrentan la burguesía pro-monárquica que añora el antiguo régimen, frente al pueblo llano que apoya la república (ejemplificada en la celebración en el pueblo de los festejos del 14 de julio que conmemoran la toma de la Bastilla). Sin embargo la actitud de la camarera Celestine y también del criado Joseph resultan confusas a este respecto, ya que en realidad no pretenden derrocar los privilegios de sus adinerados amos sino conseguir la suficiente riqueza para convertirse en perfectos burgueses, aunque para ello tengan que recurrir al robo, a los matrimonios de conveniencia o incluso al asesinato.

No obstante Celestine logra redimirse en los minutos finales, repartiendo al populacho los enseres de plata robados a sus señores y rechazando al malvado Joseph en favor del pánfilo hijo de Madame Lanlaire.

Conviene destacar la composición del actor Francis Lederer, que interpreta al mayordomo Joseph, un tipo amoral y sin escrúpulos, en realidad un verdadero asesino, y que utiliza para sus crímenes un largo y afilado punzón con el que sacrifica a las ocas sin que estas se desangren y que guarda en el bolsillo interior de su chaqueta. Todo un inquietante hallazgo.

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Diario de una camarera (Luis Buñuel, 1964)

Buñuel rueda en la fría y húmeda campiña del norte de París la historia de la joven Celestine, que a finales de los años veinte llega procedente de París para trabajar como sirvienta en la mansión de unos adinerados burgueses de provincias, entablando peculiares relaciones tanto con sus señores como con el resto del servicio, sobre todo con el mayordomo Joseph con el que incluso llega a contraer matrimonio.

Mirada amarga y desencantada de Buñuel a la condición humana, el film deja muy pocos resquicios para la ilusión o la esperanza, dándonos la sensación que las frías brumas del paisaje y la mezquindad de los personajes acaban socavando nuestro ánimo. Por un lado, la represión afectiva y las perversiones sexuales, y por otro, la lucha de clases en el contexto de una época convulsa caracterizada por el racismo y el ascenso de los fascismos conforman los dos ejes fundamentales de la película, y aunque ambas líneas están fuertemente imbricadas y a veces es difícil distinguir sus límites, intentaremos analizarlas por separado.

El fetichismo y el deseo sexual, tan queridos al maestro Buñuel, aparecen ya desde el primer momento ejemplificados en las piernas de la atractiva Celestine, interpretada por la subyugante Jeanne Moreau; al inicio del film, atusándose las medias en el carro que la lleva a la mansión de los Monteil, o probándose los botines que el señor Ravour, pervertido patriarca de la casa, colecciona para calzar a sus camareras y, ya en el tramo final del film, de nuevo las piernas de la camarera enfundadas en unas atractivas medias negras como reclamo sexual para el embrutecido Joseph.

El propio Buñuel no se corta a la hora de describir su admiración (y quizá enamoramiento) por Moreau: “En <Memorias de una doncella>, durante la escena de los botines, tuve un verdadero placer en hacerla caminar y en filmarla. Cuando anda, su pie tiembla ligeramente sobre el tacón del zapato. Inquietante inestabilidad. Actriz maravillosa, yo me limitaba a seguirla, corrigiéndola apenas. Ella me enseñó sobre el personaje cosas que yo no sospechaba” (1).

Finalmente, el anciano señor Ravour, encerrado en su dormitorio a cal y canto, es encontrado muerto en la cama, abrazado a sus queridos botines de señora. Sin duda una muerte muy dulce para el fetichista patriarca.

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En este contexto de rigidez y ocultación del deseo, la frigidez sexual del ama de la casa (Françoise Lugagne) es alimentada por la influencia castradora de la iglesia católica. En una excelente escena vemos al cura —interpretado por el guionista Jean Claude Carrière— adoctrinando a Madame Monteil sobre las prácticas sexuales que debe evitar con su marido. El marido rechazado e inflamado de deseo, magnífico Michel Piccoli, no duda en acosar sexualmente a Celestine (que lo rechaza sin contemplaciones) e incluso abusar sexualmente de la sirvienta más humilde que no puede evitar los empeños libidinosos de su poderoso amo.

Sin embargo, Buñuel no atribuye el patrimonio de la perversión sexual a la clase dominante, sino que también las clases populares son capaces de las mayores abyecciones; así, el personaje del mayordomo Joseph, católico integrista, fascista y antisemita siente inclinaciones pedófilas hacia la pequeña Claire.

En una escena prodigiosa en su elegante y sencilla planificación, Joseph aprovecha que Claire busca caracoles en el bosque para violarla y asesinarla. Mientras Claire pasea inocente con su caperuza por el frio bosque, Joseph le grita: “Cuidado con el lobo”. Este lobo fascista es un claro antecedente del personaje de Attila Mellanchini interpretado por Donald Sutherland en Novecento (1976), también asesino y pederasta. La violación y muerte de Claire se elude en un necesario fuera de campo, y sólo vemos en un plano impactante las piernas de la niña recubiertas por los caracoles que han escapado de su cesta.

La presencia constante de diversos animales durante todo el film dota a la película de oscuros simbolismos: así parece clara la confrontación de lo natural o salvaje frente al orden artificial establecido por los seres humanos. Ocas, conejos, perros, ranas, jabalíes, caballos, los consabidos caracoles y una mariposa volatilizada por un certero escopetazo conforman el marco natural donde se desenvuelve la verdadera bestia: el ser humano.

Este ambiente de secretismo y fetichismo sexual se engarza a la perfección con la descripción de los diversos estamentos sociales y la intolerancia política como motor de las relaciones sociales. En la película del director aragonés los burgueses pertenecientes a la clase dominante malgastan su tiempo ociosos, paseando y cazando en los bosques, estáticos en sus lujosos salones jugando a las cartas o revisando viejas fotografías. No hay nada que hacer ni que enturbie sus acomodadas existencias.

Por el contrario, las clases populares ejemplificadas en los sirvientes de la mansión no cesan de mantener una continua actividad: tienden la ropa, acarrean comida, cocinan, conducen carros, recogen leña, limpian las estancias o sirven las bandejas en los salones de los amos. Indolencia frente a laboriosidad. Esto lo conoce a la perfección Luis Buñuel y así lo describe en sus memorias retratando a su propia familia: “Hablando con franqueza, mi padre no hacía nada. Levantarse, desayuno, aseo personal, lectura cotidiana de la prensa (costumbre que yo conservo). Después de lo cual, iba a ver si sus cajas de cigarros habían llegado de la Habana, hacía sus recados, de vez en cuando compraba vino o caviar y tomaba el aperitivo” (1).

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No obstante la actitud de Celestine, al igual que ocurría en la versión de Renoir, es inequívocamente interesada. Ella en ningún momento pretende derrocar el sistema de clases sociales, sino que más bien al contrario, su único interés es formar parte de la burguesía dominante, aunque para ello tenga que casarse por conveniencia  con un maduro militar al que no ama, siendo muy clarificadora la escena cercana al final del film: allí una fría Jeanne Moreau casada con su antiguo vecino, el militar Mauger, reproduce el rol de burguesa frígida y caprichosa de su antigua ama Madame Monteil, rechazando sexualmente a su marido y entregada a la ociosidad. Ya se lo decía el mayordomo Joseph a Celestine, cuando ésta le recriminaba su actitud solicita y condescendiente con los amos: “Tú y yo somos iguales”.

La rica burguesía, aliada con la iglesia y con el populacho más inculto y embrutecido, representado por el mayordomo Joseph, crean con sus reuniones y complots el caldo de cultivo para el afianzamiento de posturas antisemitas y fascistas, con diálogos tan elocuentes y surrealistas como el que se produce entre una de las sirvientas (Muni) y el sacristán fascista:

—Pero ¿por qué habla siempre de matar a los judíos?

—¿No es usted patriota?

—Sí.

—¿Entonces?

La escena que cierra el film resulta aterradora y años más tarde Carrière volvería sobre el tema, de forma mucho más sutil, en la imponente La cinta blanca (2009).

Joseph ya se ha instalado en la ciudad, libre de los cargos de asesinato por falta de pruebas y ha abierto su propio negocio. Una manifestación fascista recorre las calles y un exaltado Joseph grita: “Viva Chiappe”. Esta broma privada de Buñuel recordaba al jefe de policía de París que prohibió en los lejanos años treinta la exhibición de La edad de oro en los cines galos. La manifestación fascista se aleja de forma entrecortada calle arriba, mientras un relámpago estalla en un cielo cargado de negros nubarrones que presagian lo peor.

El huevo de la serpiente está a punto de eclosionar.

Escribe Miguel Angel Císcar


Escena de asesinato en 'Diario de una camarera' (Luis Buñuel, 1964)


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