Luigi Zoja: "El individuo urbano está traumatizado de manera regular; el neurótico ya no es la excepción"

12 de julio de 2015


Las sociedades contemporáneas están sometidas a una serie de trastornos, de desórdenes, de conflictos, de crisis, que dificultan y entorpecen tanto la vida social como la individual. La paranoia, la alienación, el narcisismo, la indiferencia, la discriminación, son deficiencias severas que generan un malestar generalizado y relaciones en las cuales la violencia, tanto manifiesta como simbólica, está institucionalizada. Es un fenómeno complejo que tiene diversas fuentes -que en algún punto siempre remiten a la forma en que socialmente organizamos nuestra vida- y que exige analizar su dimensión cultural como requisito fundamental para poder profundizar cualquier análisis sobre el mismo. El psicoanalista italiano Luigi Zoja (1943) viene desde hace años explorando en su trabajo la calidad ético-psicológica de nuestra vida como seres sociales en el mundo contemporáneo. Es autor de una veintena de ensayos, entre los que sobresalen, "Problemi di psicologia analítica. Una antologia post-junghiana" (Problemas de psicología analítica. Una antología post-junghiana), "Nascere non basta. Iniziazione e tossicodipendenza" (Drogas. Adicción e iniciación), "Crescita e colpa. Psicologia e limiti dello sviluppo" (Crecimiento y culpa. Psicología y límites del desarrollo), "Contro Ismene. Considerazioni sulla violenza" (Contra Ismene. Consideraciones sobre la violencia), "Utopie minimaliste" (Utopías minimalistas), "Paranoia. La follia che fa la storia" (Paranoia. La locura que hace la historia) y "La morte del prossimo" (La muerte del prójimo). Justamente sobre estas dos últimas obras habla Zoja en las entrevistas realizadas por Ana Prieto para los nros. 545 y 613 de la revista "Ñ" aparecidos el 7 de marzo de 2014 y el 27 de junio de 2015 respectivamente.


En una carta de 1932, Freud le escribió a Einstein que "todo lo que impulse la evolución cultural obra contra la guerra". Casi cien años después, evolución cultural y revolución tecnológica mediante, ¿qué piensa usted de esa afirmación?

Esa es la frase final de un intercambio de cartas destinado a publicarse: un manifiesto que pretendía darle coraje a los pacifistas. Freud gritaba su empeño contra la guerra, pero en lo personal era más bien pesimista. Más tarde, después de la invasión nazi a Austria en 1938, empezó él también a imaginar que para detener a Hitler era necesaria una guerra. Si sentimos que la guerra se avecina, se activa la parte paranoica en cada uno de nosotros. Pensamos que después de los primeros disparos, después de los primeros muertos, comenzará a correr sangre. A esa altura preferimos no pensar más en la paz, sino atacar primero.

Usted afirma que a la paranoia colectiva, o "contagio del mal", se le opone hoy una mayor conciencia, pero a su vez se le proporcionan más y mejores medios de comunicación. Esa actual multiplicidad de medios ¿no puede también contener y desarticular la difusión de la paranoia; atentar contra ella?

Sucede que las fuerzas en juego son muy vastas, opuestas entre sí y absolutamente nuevas, por lo que no podemos estar seguros. Ciertamente, durante el fascismo, el nazismo o en la Unión Soviética los medios de comunicación fueron manipulados totalmente por el poder. La visión de la realidad se simplificaba señalando un chivo expiatorio y quitándole al público toda responsabilidad: la culpa siempre era de los enemigos nacionales, raciales o de clase. Estas condiciones no existen más ni en Europa ni en América Latina. El lado positivo del sufrimiento de dos Guerras Mundiales y de la Guerra Fría es que estamos más atentos al Estado de Derecho y tenemos más garantías. Y no sólo en lo que respecta a las leyes: la tecnología permite una difusión infinita de la información a un bajísimo costo. Pero justamente la infinita concurrencia de los medios de comunicación disminuye su propia calidad: se vende mejor el mensaje más simple, que muchas veces es justamente el mensaje paranoico. Hoy estamos mucho más informados sobre lo que sucede, pero contemporáneamente estamos también mal informados. En Italia, por ejemplo, nació un racismo que no existía en tiempos del fascismo. Está quien culpa de la desocupación a los inmigrantes, que en su mayoría hacen solo trabajos que los italianos ya no quieren hacer. Es fácil demostrar que esas ideas son paranoicas: varios sondeos indican que estos racistas creen que el número de los inmigrantes es muy superior al real, incluso diez veces mayor.

Usted distingue la dictadura militar en Argentina de otras dictaduras sudamericanas, en tanto sus líderes abrazaron una particular obsesión paranoica que hizo que la represión fuera preventiva y por lo tanto, más feroz. ¿Existen factores culturales o históricamente condicionados que marquen las tendencias paranoicas de un grupo de poder determinado?

No soy historiador. Pero de todas mis lecturas sobre las dictaduras de Sudamérica, tengo la impresión que la Argentina tenía un fuerte componente ideológico. Me parece que su país se ha caracterizado por debates políticos más fuertes, con más referencias filosóficas y culturales que sus vecinos latinoamericanos. Para permanecer en un país grande, los militares brasileños se daban por satisfechos con el hecho de que la sociedad fuera controlada por ellos. Muchos militares argentinos, en cambio, tenían ideas rígidas sobre cómo la sociedad debía ser reeducada. Es más, existían rivalidades fuertes entre diferentes grupos de las fuerzas armadas, como consecuencia de las distintas ideologías. Como dijo Solzhenitsyn, "la ideología es un peligro multiplicador de la violencia colectiva". Un multiplicador paranoico. Ya no alcanza con destruir al grupo que es el enemigo: es necesario destruir también a otro grupo (por ejemplo, estudiantes de filosofía que leen a ciertos autores) que, se sospecha, podría convertirse en el enemigo. Un programa delirante y omnipotente de reeducación de la sociedad está implícito en el robo de hijos de desaparecidos y su entrega a padres ideológicamente "justos" para la dictadura. Cometer un crimen como el secuestro de recién nacidos porque se piensa en darles una educación "políticamente correcta", me parece una forma extrema de paranoia preventiva.

Los Estados Unidos están experimentando, con éxito, la destrucción de blancos vía control remoto y la tendencia se sofisticará en el futuro. ¿Qué efecto psicológico cree que tendrá en el pueblo estadounidense -tan propenso a la paranoia- este tipo de guerra aséptica?

La distancia del enemigo, la relación con "el otro" a través de la tecnología en lugar del encuentro físico y personal, facilita la violencia de masa y la percepción paranoica del adversario. Es un problema psicológico en buena medida nuevo, creado por los progresos de la técnica y de las relaciones virtuales. Este "progreso" puede favorecer la destrucción absoluta del adversario, es decir, una regresión moral. Naturalmente, incluso antes de las armas de fuego se odiaba el enemigo y se lo mataba. Pero cortarle la cara causaba horror: no sólo al hombre herido, sino también al victimario. Y el horror por las víctimas causadas es un mecanismo instintivo que limita la destrucción. Esta limitación natural desaparece en el bombardeo atómico. Basta con presionar un botón: si la bomba ha matado a cien mil personas uno lo sabrá por la radio, sin experimentar el horror. Pero el bombardeo con drones guiados por un piloto que está en una oficina en los Estados Unidos, cerca de una piscina, en un restaurante, en la casa donde vive, representa un salto hacia una alienación todavía más radical, y una paranoia todavía más preventiva: se mata a un grupo de paquistaníes que se encuentra en sus montañas, pero que podrían en un futuro atacar a los Estados Unidos. En pocos minutos, este "asesino virtual" abraza a sus hijos sin saber todavía si ha matado a una masa de chicos que se parecen a los suyos. Los "pilotos virtuales" sufren ahora mismo algún tipo de disociación y de trauma que antes no existía. En cuanto a las consecuencias psicológicas para el público estadounidense, dependerán de cómo reciban la información sobre estos bombardeos a distancia por parte de los medios y del gobierno, que no tiene mucho interés en hacer saber que asegura la vida de soldados estadounidenses, mientras mata civiles en un país lejano.

La desconfianza y la sospecha, dice en su libro, son tentaciones recurrentes, y es nuestro deber aplacarlas; decirles no. ¿Cómo lo logramos?

Es muy difícil contrastar un impulso inconsciente como la paranoia. El psicoanálisis es el primero en decir que las buenas intenciones por sí solas no son suficientes. En la práctica, para resistir a la paranoia sería necesario escuchar menos a los políticos populistas, que encuentran rápidamente el modo de atribuir culpas a los "otros". A los que hay que escuchar es a quienes estudian los problemas de una manera crítica y con rigor. Y más que a los psicólogos, habría que seguir a los historiadores. Y tal vez aquí la tradición argentina tenga una ventaja: hay un respeto tradicional por la cultura, que acerca al hombre común a las élites intelectuales, como la de los historiadores.

Usted dice que los embates del mercado y la publicidad han pulverizado "la vergüenza del narcisismo". ¿Cuál es la función de esa vergüenza?

El narcisismo se define como una condición patológica en la que se rompe un mecanismo muy sencillo de solidaridad y de igualdad para con el otro, trocándolo por la autoexaltación. El ser humano es en principio un animal social, y en ese sentido la vergüenza del narcisismo tiene una función primaria de equipararnos al otro y por lo tanto de respetarlo. Hoy eso se va perdiendo y respetamos sólo a los exitosos. Dejamos de respetar a nuestros pares por el simple hecho de que lo sean, y pasamos a respetarlos sólo si visten Armani o tienen un BMW. Los seres humanos "comunes" tienden a interesarnos menos. A esto se suma que ese narcisismo, esa necesidad de exaltar los propios éxitos, no se corresponde con éxitos verdaderos, sino con apariencias.

El narcisismo necesita, pues, de otro ante quien mostrarse.

Bueno, desde una concepción jungiana se ha perdido el balance entre la extroversión y la introversión; son dos conceptos de Jung que tendrían que ser equivalentes en el ser humano, y hoy están desfasados: el extrovertido funciona y el introvertido pierde. Y en realidad, conectarse con el mundo interior es tan fundamental como conectarse con el mundo exterior.

Poniéndonos pesimistas, si otra generación los sigue concibiendo como "ganadores", ¿no se va a terminar perdiendo el parámetro moral?

Absolutamente; la dimensión moral es sustituida por un tipo de darwinismo social de selección del más fuerte. Podemos ponerlo en términos de la metáfora del lobo y el cordero. Siempre tiene razón el lobo. Y construye argumentaciones paranoicas para que todas las responsabilidades recaigan sobre el cordero porque lo único que interesa es comerse al cordero.

¿Usted ve esta situación en su práctica psicoanalítica?

Lo veo en los hijos o nietos de mis pacientes. Los niños usan más y más el término estadounidense "loser" (perdedor), perteneciente a esta mentalidad que comete un pequeño crimen que antes no existía, para el que empleamos el término "mobbing" (acoso): cuando todos en una clase arremeten contra uno. Es la peor de las competiciones, porque son los cobardes los que se unen contra uno solo, tal vez el más flaco o introvertido. Es terrible, y una demostración de fuerza eminentemente masculina. Los chicos se vuelven muy primitivos. En lugares muy pobres, es suficiente que un niño llegue con un revólver para que todas las jerarquías en el grupo escolar se inviertan. Es una admiración basada en la fuerza, sin moral.

¿La tecnología atenta contra los modelos morales?

La moral requiere consideraciones, evaluaciones y toma de conciencia. La tecnología en sí es un instrumento neutral, pero existe el riesgo de que se emplee más rápidamente en sentido negativo que positivo. Y a mayor rapidez, menor profundidad. Para que una reacción moral exista, se necesitan entre ocho y diez segundos. La computadora induce a reacciones que requieren de dos segundos como máximo.

¿Cuál es el mecanismo mediante el cual los "otros" se vuelven invisibles e invasivos?

Somos una especie animal que evolucionó hasta el Cromagnon. Tenemos el mismo cuerpo y el mismo sistema nervioso que hace miles de años. El paleoantropólogo Robin Dunbar, de Oxford, ha creado un concepto que se llama "Número de Dunbar", que designa el umbral pasado el cual empezamos a desconectarnos de los otros. Hay variaciones individuales, pero nuestras condiciones naturales para entablar conocimiento con los demás se limitan a cinto cincuenta o doscientos individuos. En el pasado, más del 90% de los seres humanos conocía en su vida a esa cantidad de personas porque vivía en el campo o en un pueblo pequeño. Desde 2007, más de la mitad de la población mundial vive en grandes ciudades. Así, el individuo urbano está traumatizado y neurotizado de manera regular; el neurótico ya no es la excepción. Porque no nos conectamos. Tanto es así que ya estamos teniendo enfermedades de los músculos faciales. En la pequeña aldea, cuando te encontrabas con una persona sonreías automáticamente. No había emoticones ni necesidad de ellos; no tenías que calcular si sonreír o no, te salía automáticamente. El número de Dunbar está sobrepasado y vivimos en una situación constante, no siempre percibida, de ansiedad y alarma. En condiciones naturales nuestro instinto es no darle la espalda a los desconocidos. Pero eso se vuelve imposible en las grandes ciudades y, por lo tanto, en la nueva condición natural.

Los ataques de pánico suscitan en quien los padece la necesidad de huir de esas multitudes...

El pánico es una expresión, como todo, y en él se puede emplear la idea de inconsciente colectivo. Ese síntoma no sólo expresa un padecimiento individual sino algo más complejo. En la civilización urbana, el exceso de presencias sin relación entre sí es patológico, y el rechazo de algo patológico es una conducta sana y natural en sí misma. El problema es la falta de conciencia sobre ella. Cuando uno escapa de las aglomeraciones se siente mal porque cree que los otros, ese exceso de personas, son los normales y uno no.

Al comienzo de "La muerte del prójimo" usted se refiere al surgimiento del psicoanálisis como la consecuencia del aumento del aislamiento social; como un tipo de relación humana que se construye, no con el prójimo, sino con un profesional…

Sí, es triste que el ser humano moderno necesite pagar por esa cercanía. Es un síntoma de alienación, y no en el sentido marxista. Nosotros estamos hechos para relacionarnos con una persona a la vez y en presencia física. Y aquí quiero abrir un paréntesis respecto de un problema de mi profesión. Puede que yo sea uno de los últimos románticos, pero creo que la sesión psicoanalítica implica la presencia. Desde luego, uno tiene que ser flexible, y en ese sentido la tecnología puede ser maravillosa. Pero ya hay en Estados Unidos toda una generación de psicoterapeutas que desde su primera sesión trabaja a través de Skype. ¿Y dónde están los pacientes neuróticos de ese país? En Chicago y en Nueva York, donde los alquileres son muy caros y los inviernos muy largos. Y los psicoterapeutas abren sus consultas en Florida, al borde de una piscina o al lado del mar, donde los alquileres son más baratos y el clima más agradable. Y esa presencia de la sesión psicoanalítica no se concreta.

Hay problemas que siguen suscitando reacciones masivas. Por ejemplo, en relación a los cuarenta y tres estudiantes mexicanos desaparecidos, en gran parte convocadas por las redes sociales.

Afortunadamente quedan seres humanos. Cuando el poder tecnológico exagera vendiéndonos tan sólo imágenes sin profundidad, hay una necesidad de emociones más directas, de protestar uniéndose en la calle. El problema es que en relación a las protestas de generaciones pasadas, que siempre fueron callejeras, ahora se agrega la relación virtual, que es más eficaz y más sencilla, pero también menos profunda. Conviven las dos caras. Y si bien la mayoría de los seres humanos permanecen sanos, también hay una sensación de alienación muy extrema que no se debe solamente a la concentración de poder económico o de poder político, sino a la tecnología. Pero no nos damos cuenta de que al emplearla y volvernos sus permanentes consumidores, nos volvemos sus víctimas, no sólo actores.

28 de noviembre de 2014

Miquel Bassols: "Cuando uno se detiene y escucha el malestar de cada persona se da cuenta muy pronto de que no hay un malestar igual a otro, que el malestar, el síntoma, el sufrimiento, es lo más singular que hay en cada sujeto" (5)

Lo que sigue es la quinta y última parte de la compilación editada de varias entrevistas concedidas por el psicoanalista catalán: a José Manuel Ramírez para la edición del 2 de enero del diario "Rosario/12", a Pablo E. Chacón para la entrada del 26 de febrero de la página web de la agencia de noticias "Telam", a Marta Berenguer para la entrada del 23 de mayo del portal de "La Casa de la Paraula", a Mario Goldenberg para el nº 572 de la revista "Ñ" del 13 de septiembre, y a Zully Flomenbaum para el nº 2 de "Lacan Digital. Revista de Psicoanálisis" de noviembre, todas ellas del corriente año 2014. En ella, el presidente de la Asociación Mundial de Psicoanálisis Miquel Bassols habla sobre las neurociencias que aún sueñan con la idea de que mapeando el cerebro y sus conexiones neuronales llegaremos a encontrar las huellas de este virus que es el lenguaje, y sobre la "página en blanco", ese objeto "tan invisible como silencioso" que puede ser la antesala de una exitosa novela, o bien el comienzo de una carta de amor, el lienzo de un dibujo o el soporte donde garabatear un número de teléfono. Bassols explica que, a menudo, la literatura afronta la hoja por escribir desde la angustia, el arte organiza su producción en torno a él, la religión lo sacraliza para conjurar el horror al vacío y la ciencia promete colmarlo de saber.


¿Cuál es la diferencia del cuerpo para el psicoanálisis y el cuerpo para la ciencia?

Partamos de la diferencia entre organismo y cuerpo. Para llegar a tener un cuerpo es necesario cierto recorrido, más bien complejo, que pasa por el vínculo con los otros, que supone la construcción de una imagen real de ese cuerpo para el ser que habla, una construcción que Lacan investigó ya con su famoso "estadio del espejo" como formador de la función del Yo. No nacemos con un cuerpo, nacemos con un organismo, y debemos pasar por ciertos circuitos de lenguaje, circuitos enteramente simbólicos distintos del orden puramente biológico, para llegar a hacernos con ese cuerpo. Y, en efecto, "nos hacemos" con el cuerpo del mismo modo que podemos afirmar que hablamos con el cuerpo. Llegar a tener un cuerpo supone un vínculo con el lenguaje a partir del cual este cuerpo será experimentado de una u otra forma. De modo que, como afirmará Lacan, no somos un cuerpo sino que sólo llegamos a tenerlo gracias a ciertas operaciones simbólicas fundamentales que el psicoanálisis estudia en la clínica. Por ejemplo, podemos verificar que en ciertos sujetos diagnosticados de autismo este cuerpo no se construye de una manera evidente, que la relación con los agujeros y los límites del cuerpo siguen una lógica muy singular, diferente a la que mantienen otros sujetos. Basta ver la angustia del niño que rodea de manera repetida y frenética el borde de un agujero como si pudiera ser tragado por él, como si ese agujero estuviera en continuidad con los agujeros de su propio cuerpo sin poder distinguirlos de él. En este tipo de operaciones podemos verificar qué supone experimentar el cuerpo como un conjunto desordenado de agujeros, sin poder disponer de una imagen corporal unificada. De modo que el cuerpo es una construcción simbólica e imaginaria a partir de un organismo que, en sí mismo, no dispone de ninguna función subjetiva. La ciencia trata generalmente con organismos, seres que califica de vivos aún sin tener nada claro todavía qué es la vida como tal, qué es lo que especifica a un ser como vivo. La pregunta fue ya planteada por Erwin Schrödinger en su famoso texto "¿Qué es la vida?" y está todavía por responder. Pues bien, aún es más enigmática para la ciencia la pregunta: ¿Qué es un ser que habla?. Y sólo un ser que habla llega a tener propiamente un cuerpo. Es este ser que habla con un cuerpo el que trata el psicoanálisis.

Es sabido que para la ciencia de nuestro tiempo los cuerpos dicen, hablan por sí mismos, significan cosas con un saber ya escrito en ellos, ya sea en un gen o en una neurona. ¿Qué del sujeto para la ciencia entonces?

Es cierto, la ciencia también se confronta a su manera con este "misterio del cuerpo que habla", como lo llamaba Jacques Lacan. De hecho, tanto la física como las neurociencias de nuestro tiempo se dan de cabeza por distintos caminos con este real imposible de resolver. La física divulgada por un Stephen Hawking termina por aceptar que en el fundamento del universo en el que vivimos se encuentra el "milagro", literalmente, del lenguaje. ¿De dónde viene este aparato infernal del lenguaje que sirve tanto para hacer frente a lo real como para dejarse aniquilar por él? Las neurociencias sueñan todavía con la idea de que topografiando el cerebro y mapeando todas su zonas y conexiones neuronales llegaremos a encontrar las huellas de este virus que es el lenguaje, un virus que modifica al cuerpo hasta límites insospechados. La moda es sólo un juego de niños al lado de lo que hoy nos promete la ciencia para modificar este cuerpo. Sin embargo, la localización del lenguaje en el sistema nervioso -ya sea en el cerebro como en sus conexiones con el resto del organismo-, se resiste de manera especial. La búsqueda sigue, inútilmente porque se busca en el mal lugar con la excusa de que ahí hay más luz, como el personaje de aquel cuento que había perdido su llave y la buscaba debajo del farol con este argumento. Finalmente, lo mejor que se puede decir desde esta perspectiva (como, por ejemplo, lo dijeron hace una década neurocientíficos como G. Edelman y G. Tononi), es que el lenguaje viene del lugar del Otro, que no hay nada en la naturaleza y evolución del sistema nervioso que pueda asegurar su presencia, y que este lenguaje nos convierte a cada uno en una "muestra comparable a nada", en seres absolutamente distintos unos de los otros. Es muy sugerente, es una idea que nos conduce a lo más genuino de la concepción que el psicoanálisis tiene del síntoma, incluso del síntoma al final de un análisis, una muestra singular que no es comparable a nada, a ningún otro síntoma. Por otra parte, la ciencia encuentra un saber ya escrito en lo real, en lo real del gen o de la neurona por ejemplo, como si alguien lo hubiera escrito ya allí. El problema es que a veces en nombre de este saber que se supone ya escrito en lo real se deja de escuchar al sujeto responsable de sus actos, al sujeto del síntoma. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando se hace de la genética la causa de fenómenos que tocan el sentido singular de la vida y de la elección del sujeto, como es su elección sexual. Lacan sostenía que cuanto más la ciencia avanzaba, más lo real enmudecía y más se hacía escuchar correlativamente en los nuevos síntomas de nuestra época. Ahí está el retorno del sujeto excluido por la ciencia. El psicoanálisis es el que se hace destinatario del mensaje de este sujeto enmudecido que habla en el síntoma. Con todo, es interesante rastrear en el interior de la propia ciencia las huellas de este sujeto excluido por su operación. De nuevo alguien como Erwin Schrödinger puede ser muy ilustrativo de este retorno del sujeto en el interior del propio campo de la ciencia.

De afuera uno tiene la idea de que la medicina se ocupa de cuerpo y el psicoanálisis de la mente. ¿Cuesta explicar que esa división no es así?

Bueno, es todo un tema actual. Disciplinas como las neurociencias no tienen nada clara esa relación entre mente y cerebro. Hay mucha dificultad para articular una cosa con la otra. Para Freud, el aparato psíquico tenía una ordenación en el cuerpo que no permitía distinguirlo de él. Cuando decimos "hablar con el cuerpo", decimos que el cuerpo es el aparato psíquico también. Pero es un cuerpo que no se reduce al organismo, no es un conjunto de elementos neuronales sino cuerpo organizado ya por el lenguaje. En ese punto psique y cuerpo están en una continuidad, no hay separación entre una cosa y otra.

¿Entonces no puede haber un cuerpo hasta que no hay lenguaje?

Esa es una buena definición. No puede haber cuerpo hasta que no hay lenguaje. Y el cuerpo es un producto del lenguaje. Armamos nuestro cuerpo a partir de las relaciones con los otros, fundamentalmente con la gente cercana, en nuestra infancia y con nuestros padres. Pero también en relación con nuestro partenaire, a partir de relaciones de lenguaje con el otro. Para decirlo de forma clara: ahí es donde el cuerpo se distingue de un organismo. Si un organismo nos viene dado de entrada, con limitaciones y posibilidades equis, el cuerpo es algo que construimos a través de la relación con el otro. Para llegar a tener un cuerpo hay que hacer una serie de procesos y poder hablar con él: se ve en el arte, la danza o el cine, donde el cuerpo encarna un discurso dirigido al otro. Hay sujetos, como los niños autistas, que se rehúsan a eso. No llegan a tener un cuerpo para poder hablar y poder dirigirse al otro.

En las últimas décadas hubo una especie de carrera espacial hacia el interior del cerebro. ¿Cómo se acomoda el psicoanálisis a los hallazgos de las neurociencias?

Ha habido distintas vías. Primero fue decir que Freud se planteó el tema de la localización del aparato psíquico y del lenguaje en el sistema nervioso central, ese tema que ahora las neurociencias investigan. Su primera idea fue que el lenguaje tenía su sede en el cerebro, pero abandonó muy pronto esa idea, le pareció un delirio científico. Se dio cuenta, porque escuchaba y entendía el lenguaje, que la localización del inconsciente no está en el organismo si no, tomando la idea de antes, en el cuerpo. Esto s algo difícil de hacer entender a cierta línea del psicoanálisis que ha virado hacia las neurociencias y se ha alejado de la idea freudiana de que lenguaje está en la relación con el otro, en una cierta exterioridad. Igual dos de los mejores neurocientíficos, Gerald Edelman y Giulio Tononi, terminan su libro sobre la conciencia diciendo que el problema de la conciencia no se puede entender sin la introducción de la alteridad y que en esa medida cada persona es distinta, no hay ningún modelo determinado para explicar esa operación singular que establece un sujeto con otro.

¿Usted cree que hay disciplinas hostiles al psicoanálisis?

Sí. Hay un movimiento que se puede llamar "cientificismo", que no es la ciencia sino uno de los efectos de la ciencia, que reduce todo lo que es del ámbito subjetivo a algo cuantificable, evaluable por números y observaciones. Ese discurso siempre va a ser reacio a un discurso como el psicoanálisis. O a cualquier otro que haga aparecer la singularidad del sujeto como algo no reducible a un dato empírico. Pero yo estoy atento a los movimientos actuales de la ciencia y noto que comienza a haber un movimiento de división interna, con científicos que se plantean la cuestión de lo no cuantificable del sujeto, lo no evaluable. Hasta en la física está pasando eso. El psicoanálisis no es una ciencia y debemos partir de eso. No en los términos actuales de lo que la ciencia considera su método y su funcionamiento. Pero a la vez, muchas disciplinas que se consideran científicas tampoco cumplen con esos criterios de "cientificidad", lo puedo decir de la psicología misma. Hay un movimiento dentro del psicoanálisis, que yo creo que no es el más productivo, de querer convertirlo a toda costa un método científico. Me parece que ahí se pierde lo más sustancial de lo que Freud descubrió y es que el inconsciente no puede ser un objeto científico en los términos actuales de la ciencia porque escapa a los métodos de conocimiento objetivo.

Por último, ¿qué es la "página en blanco" que usted analiza en "Lecturas de la página en blanco. La letra y el Objeto"?

Un objeto tan invisible como silencioso atraviesa el ser. La literatura afronta a veces desde la angustia; el arte lo bordea para organizar su producción en torno a él; la religión lo sacraliza para conjurar el horror al vacío, la ciencia nos promete cada día colmarlo de saber. La historia de la clínica, en la descripción de los síntomas y malestares más diversos del sufrimiento psíquico, lo detecta como algo sin nombre ni representación posible: la angustia, la tristeza, las fobias se ceban en él. La política, decididamente, no sabe dónde ponerlo aunque retorna una y otra vez en toda suerte de lapsus y equivocaciones, desencuentros y malentendidos que las transcripciones de los periódicos suelen omitir como algo sin sentido. Parece casi nada, como para pasar de largo, y sin embargo insiste en su modo de presentarse, más bien paradójico, como un objeto que no cesa de no aparecer, de no representarse. Llamemos así por el momento a este objeto sin nombre: la página en blanco. Es este singular objeto, reacio a toda representación, el que tanto el arte como el psicoanálisis han hecho posible leer de formas distintas para cada sujeto. Encontrarlo bajo la forma de «la página en blanco» tal vez sea un buen modo de abordar el ser del sujeto que navega hoy sediento de representaciones por el espacio virtual, un sujeto que parece también liquidarse en la nada de su goce cada vez más fugaz e insustancial. Leer la página en blanco formaría parte así de una apuesta ética formulable en cada disciplina, cada una a su manera. Para este quehacer, hemos llamado en nuestra ayuda al escritor y al científico, al calígrafo y al tipógrafo, al artista y al pensador, al poeta y al psicoanalista. Y hemos creído encontrar lecturas de la página en blanco que pueden despertar una verdad que, al igual que el inconsciente freudiano leído por Jacques Lacan, esperaba a convertirse en letra para ser leída en su justo lugar.

25 de noviembre de 2014

Miquel Bassols: "Cuando uno se detiene y escucha el malestar de cada persona se da cuenta muy pronto de que no hay un malestar igual a otro, que el malestar, el síntoma, el sufrimiento, es lo más singular que hay en cada sujeto" (4)

El psicoanalista español Miquel Bassols analiza, en esta cuarta parte del resumen de entrevistas, la condición de la estructura entre la corrupción y el sentimiento de culpa, y diferencia esa situación en las tradiciones católicas, protestantes y shintoistas, en un mundo estragado por la pobreza donde, de 7.000 millones de habitantes, 2.500 no tienen las más mínimas condiciones sanitarias, laborales ni políticas. 
El sentimiento de culpa está ligado, en la tradición judeocristiana, a un obrar en oposición a la moral convenida que conlleva el castigo. En cuanto a la impunidad, en esta perspectiva quedaba vinculada a una vivencia clandestina y mal vista, pero hoy el goce, satisfacción que empuja a su máximo logro, le otorga otro estatuto. Ya no se trata de los viejos vicios privados -discretamente practicados- que quedaban sin reprimenda; ahora, el no ser castigado se presenta a menudo precedido de una investidura social positiva: la idolatría de ciertos personajes (algunos enjuiciados) como ejemplos públicos resulta muy significativo al respecto. 
"Los vínculos inconscientes que existen entre la corrupción y los sentimientos de culpa son -dice Bassols-, más bien paradójicos y fuente de toda suerte de hipocresías. Son tan secretos que terminan por ser secretos para cada uno. La historieta contada por el cómico americano Emo Philips lo resume muy bien: 'Cuando era pequeño solía rezar cada noche para tener una bicicleta. Un día me di cuenta de que Dios no funciona así, de modo que robé una y recé para que me perdonara'. Así de paradójica es la relación del sujeto de nuestro tiempo con el goce y con la culpa. El cinismo del argumento no excluye la mísera verdad escondida en la operación: mejor creer en la absolución de la culpa, en la impunidad del goce inmediato, que en el deseo que me haría merecer por mí mismo este objeto de goce. Es una ecuación que el psicoanálisis descubre en los entresijos del sentimiento de culpa: sólo la certeza y la constancia de un deseo me hacen responsable de un goce que nunca obtendré de manera impune". 


¿Por qué serían paradojales las relaciones entre la corrupción y la culpa?

La paradoja empieza con la idea de que los corruptos son siempre los otros y que eso nunca es responsabilidad mía. Sigue con la idea de que el corrupto lo es con el único fin de un beneficio y de un goce propios. Y sigue todavía más con la idea de que el corrupto nunca se siente responsable, de que es alguien sin escrúpulos, sin sentimiento alguno de culpa, alguien que goza como nadie con el beneficio de su secreta corrupción. Si esto fuera tan cierto, la historia no estaría tan sembrada de corrupción explícita, de una corrupción socialmente permitida, cuando no promovida desde la propia política. Alguien tan políticamente correcto como Winston Churchill pudo decir, no sin cierto cinismo, aquella frase que cité y que hoy ningún político osaría defender: "Un mínimo de corrupción sirve como lubricante benéfico para el funcionamiento de la máquina de la democracia". O también: "Corrupción en la patria y agresión fuera, para disimularla". ¿Se justifica así la corrupción? El problema no es tan sencillo, pero todos hemos escuchado casos de corrupción llevada a cabo con las mejores de las intenciones. Quienes han estudiado el fenómeno, como Carlo Brioschi en su "Breve historia de la corrupción", han tenido que ponerse a cierta distancia de algunos prejuicios. No ha habido, en efecto, ninguna época de la historia sin una dosis de corrupción en los distintos ámbitos sociales y políticos. Y esta extensión de la corrupción viene siempre acompañada de un secreto sentimiento de culpa. Corrupción y sentimiento de culpa parecen así una pareja inseparable. Entonces, cuando este vínculo se hace demasiado evidente, la paradoja nos conduce hacia el polo opuesto: ¡todos corruptos, todos culpables! Mire las primeras páginas de los periódicos de cada día. La paradoja se mantiene en la medida en que creemos que la corrupción no supone en ningún caso un sentimiento de culpa, sentimiento que según Freud es siempre inconsciente. El ideal del corrupto, el corrupto perfecto sería alguien que no sentiría culpa en ningún caso, es decir, un verdadero perverso. Los hay, es cierto, pero no tantos como creemos entre los que se consideran social o políticamente corruptos. Aunque cuando aparece alguno, también es cierto que no hay quien lo pare. Por otra parte, el verdadero culpable, el que siente un intenso sentimiento de culpa, no sabe nunca verdaderamente de qué es culpable, como en los mejores personajes de Kafka. Tanto es así que existe una especie, mucho más extendida de lo que creemos, diagnosticada por el mismo Freud como delincuentes por culpabilidad. Son los que delinquen o se corrompen para satisfacer un sentimiento inconsciente de culpa. Y los hay, se lo aseguro; los psicoanalistas los escuchamos a veces en los divanes, pero también pueden encontrarse casos en algunas historias de delincuentes conocidos, y en ejemplos de corrupción política reciente.

¿Podría usted extender esa idea de que en los países de tradición luterana los estragos de la corrupción son menores que en los de tradición católica? Esa idea, ¿condenaría a los países del sur? ¿Y qué pasa en los Estados Unidos?

Parece un hecho constatado por encuestas de este tipo, aunque no siempre sean ajenas a los fenómenos que pretenden denunciar con la elaboración de sus "rankings" internacionales de corrupción. En todo caso, es cierto que hay una importante diferencia entre la lógica del discurso católico y la lógica del discurso protestante. La tradición católica de la confesión de los pecados y de su posterior absolución -por supuesto, siempre en el ámbito del sacramento de la confesión-, propicia sin duda la impunidad del goce. Puedo permitirme mejor una falta si preveo su confesión y su posterior absolución, algo absolutamente fuera de lugar en la tradición protestante, que abomina de la confesión, especialmente de la confesión privada. Pero solemos ver hoy también este fenómeno en el ámbito público de los medios de comunicación. Cada vez queda mejor, por decirlo así, confesar públicamente ya sean los errores, las faltas o los supuestos pecados. Y cuando no se hace o se intenta negar la culpa, se paga un precio. El caso reciente del Rey Juan Carlos apareciendo en la televisión española pidiendo disculpas con su "me he equivocado y no volverá a ocurrir", después de haberse hecho pública su afición a la caza de elefantes, es un ejemplo. En realidad, era un desplazamiento de los casos de corrupción que han ido apareciendo en el seno de la propia familia real. Todo ello ha ido a la par de la caída de uno de los semblantes -como decimos los lacanianos-, uno de los símbolos mayores que sostuvo la llamada transición democrática española. La disculpa pública, impensable en una monarquía de antaño, ha tenido cierto efecto, entre patético y pacificador. El caso reciente de François Hollande en Francia intentando separar lo público y lo privado con el descubrimiento de su infidelidad, es un ejemplo inverso. De hecho, en Francia, estos asuntos no eran antes tomados tan en serio. Las infidelidades de Miterrand no produjeron tanto escándalo, y hasta su esposa pudo elogiarlas un poco: François era así, era un seductor. En los temas vinculados con la corrupción está ocurriendo algo similar. También se pasa a veces del mayor escándalo a la complacencia más secreta. Hay cierta hipocresía social al respecto. En todo caso, y para añadir más diferencias a las distintas tradiciones que articulan faltas, corrupciones y culpas, no debemos dejar de lado al Japón, donde la tradición shintoista implica una relación con el honor que puede hacer imperdonable seguir viviendo después de haberse descubierto una falta por corrupción. El honor japonés parece preferir el suicidio a la confesión o a la impunidad del goce. Y hay que señalar que el fenómeno llamado globalización está difuminando cada vez más las fronteras entre países y tradiciones, entre costumbres del norte y costumbres del sur, entre orientales y occidentales. Estamos ya en la época de la post-humanidad, como ha dicho Jacques Alain Miller en alguna ocasión, donde la primera corrupción, la más generalizada, sea tal vez la corrupción del lenguaje mismo a escala global. Hay palabras que pierden su poder evocador, hasta de interpretación.

Usted dice que el tráfico de influencias o prebendas está sancionado socialmente (en las formaciones luteranas) pero después dice que comprada la absolución, ésta puede tomar un matiz mimético, sin respetar tradiciones.

El tráfico de influencias está sancionado socialmente, incluso en el sentido de prohibido, pero en muchos casos también está regulado de forma más o menos institucionalizada. A veces, forma parte de manera explícita de lo que se da en llamar el sistema, y de ahí la idea tan extendida de que no hay corrupción en el sistema sino que el sistema es la corrupción. Pero no es por mimesis o imitación que eso se propaga. Lo que los estudiosos del fenómeno llaman ley de reciprocidad responde al hecho de que -especialmente en política económica pero no sólo en ella-, no hay ningún favor desinteresado, nada se hace por nada. Gozar de una prebenda estará entonces siempre justificado y la supuesta reciprocidad se contagia entonces como un ideal muy singular, según el cual cada uno piensa que debe gozar de lo mismo que goza el otro. ¡Si el otro puede gozar de ello yo también! Este es por otra parte el principio de la publicidad, y también el principio de la corrupción. Pero en realidad no hay nada tan singular, tan irrepetible y tan inimitable como el goce de cada uno, empezando por el goce sexual. Es lo que Jacques Lacan llamó el goce del Uno. Y esto es algo que atraviesa siglos y tradiciones, lenguas y fronteras, y cada vez de manera más rápida en nuestro mundo de realidades virtuales. Cuando uno ve en qué se gastan a veces los beneficios de la corrupción, la cuestión tiene un lado tragicómico. Es la inutilidad del goce.

Si la corrupción es un hecho de estructura, ¿será acaso porque el sistema de jerarquías que ordena una sociedad jamás es igualitario?

Por supuesto, la jerarquía no será nunca igualitaria. La corrupción puede entenderse por este sesgo, siguiendo un eje vertical en las relaciones sociales de poder. Pero la corrupción es también y sobre todo un fenómeno vinculado al reconocimiento entre pares, entre sujetos de una misma clase, sea cual sea esa clase, siguiendo su horizontalidad y según la ley de reciprocidad a la que antes aludíamos. Muchas veces, la propuesta de corrupción es más una afirmación de igualdad y de reconocimiento entre pares que no de afirmación de una diferencia en la estructura jerárquica del poder. Hay aquí una paradoja difícil de tratar: cuanto más homogéneo e igualitario se pretende un grupo, más segregación interna se produce, más tendencia a la corrupción podrá encontrarse entonces. Es algo que Lacan anticipó de manera sorprendente en los '60, cuando el ideal comunitario, especialmente el de la Comunidad Europea, parecía la promesa de una integración en condiciones ideales de igualdad, incluida también la Europa del Este. El resultado es en la mayor parte de los casos una feroz segregación interna y un aumento notable de las críticas a la corrupción generalizada. Pero el mismo Claude Lévi Strauss se encontró un poco abucheado al defender la necesaria diferencia y la separación de las poblaciones para mantener una convivencia soportable entre formas de gozar diferentes. La igualdad forzada por un lado retorna como diferencia segregada por el otro. Parece un virus para el que no encontramos antídoto. El psicoanálisis propone una ética del deseo, lo que supone siempre una pérdida de goce, y eso es siempre una buena vacuna contra la corrupción.

¿Es posible que los chinos se hayan contagiado también? ¿Cómo pensar una absolución (un goce) comprado en la tradición confuciana?

Y sí, China ha entrando ya de lleno en el contagio, no hay duda alguna. Y además de una manera que parece mucho más eficaz, es decir, posiblemente mucho más arrasadora para la subjetividad de nuestra época porque la propia transacción de bienes, por ejemplo, no es entendida de la misma forma. Pruebe a negociar con un comerciante o con un empresario chino, no terminará de saber nunca si se ha cerrado o no el acuerdo. Tal vez la tradición del confucionismo, que según Max Weber toleraba mucho más que otras tradiciones una gran variedad de cultos populares sin proponer un sistema cerrado, esté en el principio de esta facilidad de contagio que es a la vez signo de una gran flexibilidad. Pero aquí de nuevo, por muchas puertas al campo que se quieran poner, como con el endurecimiento de la censura en Internet por parte del gobierno chino, el contagio del lenguaje y de las formas de goce está asegurado. Y veremos adónde nos llevará.

Usted seguro usted leyó la nota sobre las fortunas que algunos jerarcas chinos han escondido en paraísos fiscales. ¿Qué relación tiene esa cultura con la culpa y el goce?

La idea de que el nuevo comunismo chino puede ser mucho más eficaz -eficaz también en el peor de los sentidos-, que el viejo capitalismo occidental puede parecer sorprendente. Un neocapitalismo de trabajadores ideales, dispuestos a trabajar masiva y solidariamente sin sentirse explotados porque encuentran las promesas de su estado realizadas de manera rápida, puede ser una maquinaria tan infernal como efectiva. Lo interesante es que todo ello parecería fundarse en la eficacia de un Estado-Padre que interviene sin contemplación en los mercados, sin dejarlos seguir la pendiente de su supuesto principio de autorregulación, ese principio del placer que se nos ha vendido en Occidente como la mejor de las leyes del aparato psíquico-financiero. Y es cierto, el principio del placer, el supuesto principio homeostático de los mercados, fracasa por definición, tal como hemos comprobado de manera trágica durante estas últimas décadas. Es el fracaso del principio del placer descubierto por Freud y del que Lacan extrajo la nueva economía del goce, la economía de lo inútil. El fracaso del principio del placer parece tener un vínculo con la crisis de los Estados-Padre. ¿Cómo no evocar aquí ese declive de la "imago" paterna que Lacan diagnosticaba hace unas cuantas décadas en Occidente como uno de los factores más sintomáticos de su malestar? Pero tampoco hay nada bueno que esperar de cualquier intento de restauración de esta figura de Un Padre, sea en el estado que sea. Tampoco en China. En todo caso, hay algo que aprender, especialmente en la nueva y vieja Europa: era más lógico haber partido de una unidad política que no de una comunidad económica y monetaria como ha sucedido con el euro y los tratados de Maastricht. Pero es también más prudente partir de la diversidad de las identidades en juego que de la homogenización impuesta por la identificación con Un Padre. La pluralización de los Nombres del Padre indicada por Lacan como un dato de la clínica psicoanalítica es un signo de nuestra era.

¿Qué incidencia puede tener el psicoanálisis en los ámbitos políticos y sociales? ¿Cuál sería la brújula del psicoanálisis en caso de plantearse tal incidencia?

Desde sus orígenes el psicoanálisis ha tenido incidencia en el campo social bajo distintas perspectivas, no solamente en lo que se refiere a la acción terapéutica y a las redes de salud, sino que ha tenido también una incidencia en el ámbito social y cultural. Esto, sin duda, nos retrotrae a Freud, nos induce a pensar en Lacan y en mayo del '68, que fue otro gran momento en el que se notó esta incidencia. También nos hace pensar, en un momento mucho más reciente, en la acción llevada a cabo por Jacques Alain Miller en distintos frentes, ya sea a propósito de la liberación de la psicoanalista iraní Mitra Kadivar o de la legislación sobre el matrimonio homosexual en Francia.

¿Pero no está usted refiriéndose a los grandes maestros del psicoanálisis?

No se reduce solamente a ellos, en efecto. Pero estamos de acuerdo en afirmar que son momentos donde ha tomado más relieve una acción de este tipo. Habría que estudiar bien la idea de acción, distinta por una parte del acto analítico mismo, pero que no es tampoco la acción como la que se produce en el activismo propio de un partido político, aunque tiene algo que ver también con el auge actual de los movimientos sociales que vemos en distintos lugares, especialmente en España. En la vida actual de la política española se están viendo una serie de movimientos sociales que están tomando muchas veces el relevo de lo que antes eran las acciones de los partidos políticos. El problema que se presenta es saber qué forma de representación política tomará esa acción. Es un debate muy interesante que se está produciendo actualmente en España, pero no solamente allí sino también en otros países de los distintos continentes. Con esto queremos decir que sin ser un partido político la orientación lacaniana, podemos considerar a la AMP y al Campo Freudiano una forma de acción, que llamamos acción lacaniana, que debe tener su incidencia en los ámbitos políticos y sociales con una política que es la política del síntoma. Tomamos en cuenta lo que podemos elaborar a partir de la noción de "política del síntoma", que motivó para Lacan el hecho de que el propio psicoanálisis estuviera a la cabeza de la política, como afirmó en su texto “"Lituratierra". Se trata de la política en el sentido fuerte de la palabra, del ordenamiento de la polis, de la ciudad, de lo que es la acción en lo social y en lo cotidiano. Tenemos líneas fundamentales y acciones concretas que ya se han llevado a cabo y que deben seguir desarrollándose.

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