Carrasco-Conde: “A hacer el mal también se aprende”

 La filósofa Ana Carrasco-Conde publica 'Decir el mal. Comprender no es justificar' (Galaxia Gutenberg, 2021).

Ana Carrasco-Conde. BEGOÑA RIVAS

Ana Carrasco-Conde es filósofa, una disciplina que imparte como profesora en la Universidad Complutense de Madrid. El día que presentó su último ensayo en Madrid, Decir el mal. Comprender no es justificar, unos alumnos y alumnas pidieron el turno de palabra para decirle que sus clases les habían cambiado la vida. Para bien. Porque Carrasco-Conde lleva años sumergiéndose en el mal, desentrañando sus mecanismos y dinámicas, porque cree que si logramos entender cómo la maldad, lo abyecto, la crueldad consiguen convertirse en lo cotidiano, en lo habitual, podremos fomentar también la bondad, la solidaridad, la compasión, en definitiva, el bien, eso que a menudo planteamos como lo excepcional. Porque nos hemos instalado en el derrotismo de asumir que el ser humano es malo por naturaleza cuando la naturaleza nos dice que sin el bien no habría posibilidad de supervivencia.

Sobre todo ello conversamos con la filósofa.

Escribe un libro para desentrañar el mal, su origen, su naturaleza, y lo hace a través de un recorrido por las interpretaciones de los filósofos y filósofas más importantes de la historia, incluidos aquellos que tienen más influencia en su pensamiento. Desgrana las debilidades de sus propuestas para ir engarzando nuevas ideas hasta alcanzar sus propias conclusiones. ¿De dónde le viene este interés por el origen último del mal como para emprender una tarea tan ambiciosa? 


Desde pequeña me interesan los temas vinculados con las sombras, los monstruos, los abismos marinos, las cuevas subterráneas. Quería saber qué había allí dentro, como en la película The Abyss, de James Cameron. En ella, sus protagonistas intentan llegar a la zona de Hadal, donde no alcanza la luz, y descubren que detrás de la oscuridad hay algo, otra parte de la realidad que no conocemos. De hecho, quería estudiar Ciencias del mar y terminé estudiando ciencias del mal.

Siendo pequeña encontré en la estantería de la habitación de mis padres Meditaciones metafísicas, de Descartes. Era la primera vez que leía un libro de filosofía y flipé. Se trata de la primera ocasión en que un filósofo escribe en su lengua materna y en primera persona, tipo: “Estaba yo pensando…”. Me atrajo mucho su manera de preguntarse por los abismos de la existencia. Y así fue como terminé estudiando Filosofía y adentrándome en uno de los abismos, el problema del mal, del que me preocupó mucho saber si en algún momento encontraría luz. No porque tenga una necesidad imperiosa de explicar la injusticia, sino porque quería ver cosas que no se habían visto. 

Pero según leía a distintos autores de la filosofía, ninguna explicación terminaba de convencerme. Leí con mucho pasmo la explicación de Sócrates de que el mal es ignorancia. En ese camino de maduración me di cuenta de que también hay que ser valiente para soltar la mano de los grandes autores y bajar por ese abismo tú sola. Pero no bajas sola porque si puedes estudiar estos temas es porque tienes unos buenos lazos afectivos que te recuerdan la posibilidad del bien.

¿Es desde el bien desde donde se puede empezar a comprender el mal? 

Por eso empecé hablando de la película The Abyss, porque lo que no vemos no es el mal, lo que no vemos es el bien. La necesidad de estudiar y entender el mal es porque si no entendemos sus lógicas no podemos intentar encararlo y, por tanto, no nos llegamos a creer que podemos hacer el bien. El hecho de intentar entender el mal es un acto de amor porque implica que confías en que puedes cambiar las cosas, ver que el bien existe, y combatir ciertas dinámicas invisibilizadas y visibilizar otras del bien en las que no solemos reparar.

Escribe: “Encontrar las palabras que neutralicen la ceguera con la que afrontamos la realidad”. El libro tiene dos puntos de partida importantes. El primero, el título, Decir el mal, que constituye ya una ruptura con esa excusa que se suele emplear para no abordarlo, esa que sostiene que, realmente, no hay palabras que puedan explicar su dimensión y consecuencias. Por el contrario, usted defiende que no solo sí se puede, sino que, además, se debe. Y luego está el subtítulo de Comprender no es justificar que, en realidad, podríamos aplicar para cualquier cuestión. ¿Por qué esa reivindicación de la necesidad de recuperar la capacidad de la palabra y de enmarcar ese afán recordando que comprender no es justificar? 

Solemos pensar intentando neutralizar la sensibilidad, pero con temas humanos, es cuando más tenemos que aplicarla, porque lo contrario a la razón no es la sensibilidad, sino la insensibilidad. La filosofía se puede pensar desde el corazón. Hay que decir el mal porque, primero, hay una distinción que es clave: una cosa es el mal y otra, el daño. El daño sí que tiene que ver con un dolor que es inconmensurable, que no lo puedo expresar y si lo intento describir, no voy a poder transmitir su verdadera dimensión. Y este tiene que ver con la víctima.

Pero también tenemos la dimensión del mal, que no tiene tanto que ver con el dolor de la víctima sino con la acción del perpetrador. Y se debe decir el mal de tal manera que tengamos la valentía suficiente como para darnos cuenta de que todas aquellas explicaciones que hemos utilizado para explicar el mal no han sido para comprenderlas sino para justificarnos. 

Cuando vemos un horror y pensamos que esa persona es un monstruo, un enfermo, un animal o un egoísta, estamos acudiendo a conceptos para etiquetar a una persona y, así, dejar de buscar razones porque para qué lo vamos a hacer si ya sabemos lo que es. Por eso quería explicar el mal, porque muchas veces no nos va a gustar la respuesta, porque al estudiarlo podemos reconocernos como perpetradores.  

De hecho, utilizo siempre la primera persona del plural, ‘nosotros’, porque el mal lo solemos interpretar como algo del otro, pero también nos afecta. Yo creo en el bien y en el ser humano, y cuando se dice que el mal es consustancial a la persona, entonces, lo que nos queda son leyes coercitivas, gobiernos tipos Hobbes, Estados protectores, paternalistas, en los que las leyes sirven para coaccionar porque con entienden que con libertad estamos abocados al mal… Pero la libertad también nos permite hacer el bien. 

«Las explicaciones que hemos utilizado para explicar el mal no han sido para comprenderlas sino para justificarnos»

De hecho, lo describe así: “El mal no se reduce a una cuestión de agencia, de padecimiento o de un orden estructural que parece existir al margen de las personas, sino a una dinámica que lo alimenta y que genera modos de ver, comprender, identificar y tratar al otro. Incluso produce modos de ceguera. Es por tanto una cuestión del nosotros”. ¿Qué ocurre cuando nos convertimos en parte de esa sociedad que permite el mal; que permite, con su silencio cómplice, por ejemplo, que nuestros líderes políticos aprueben medidas que tienen como consecuencia que decenas de miles de personas mueran ahogadas en su huida? ¿En qué nos convertimos nosotros al ser conscientes y no actuar?

Es una pregunta difícil, pero certera. Cuando estaba escribiendo el libro pensaba en ese tipo de elementos. De hecho, tiene una pequeña trampa. Habla de los acontecimientos más atroces de la historia, del genocidio de Ruanda, de la Alemania nazi, y aborda la típica pregunta de cómo es posible que ocurriera. Normalmente nos vamos al extremo para concluir que no son cosas que nos incumban.

Es interesante darnos cuenta que en determinadas circunstancias podemos llegar a cometer los crímenes más atroces, porque si el mal es una dinámica, esa dinámica no aparece como un hecho atroz aislado, en forma de Auschwitz o Ruanda, sino que tiene que ver con gradaciones en las dinámica. Es decir, con nuestra indiferencia, con pensar que la vida de los otros es solo de los otros, que su sufrimiento es suyo, que no va conmigo… Todo ello es una forma de cobardía porque no asume la responsabilidad de intentar cambiar el mundo.

Siempre entendemos que el mundo lo tienen que cambiar los políticos o determinadas personalidades, y no nos damos cuenta de que cada uno de nosotros puede generar determinadas dinámicas, contribuir para el mundo sea un lugar mejor, dar un trato de mayor consideración y entender que la inacción es una forma de acción. 

La modernidad nos ha llevado a creer que somos sujetos individuales y autónomos, cuando somos seres intersubjetivos: soy quien soy por mi trato con los demás, por la cultura en la que he vivido, por la educación que he recibido, por la relación que he tenido con otras personas y por cómo ellas me tratan a mí. 

El filósofo alemán Siegfried Kracauer publicó un libro llamado De Galigari a Hitler. Sostiene que se ha explicado el nazismo desde las razones económicas, sociales y políticas, pero que no se ha tenido en cuenta el estado anímico de la sociedad alemana en ese momento. Esa aproximación se puede trasladar a la época actual: qué tipo de relaciones estamos estableciendo y no delegar la posibilidad de hacer el bien en los Estados porque, a menudo, las instituciones y los gobernantes juegan con ciertas pasiones que despiertan los miedos para que intentemos proteger lo nuestro y no sintamos al prójimo. 

«El horror de los grandes genocidios tiene que ver con una planificación perfecta«

Defiende que para pensar el mal no hay que interpretar que lo contrario a la sensibilidad es la razón, sino la incapacidad de sentir. Y esto rompe con todas las interpretaciones que se han dado a lo largo de la historia: que el mal es una anomalía, un error del sistema, el defecto, la demostración de la libertad que nos legó Dios, que es innato a la naturaleza humana… Y como ejemplo, pone Auswitch, donde Heincrich Himmler supervisaba el cumplimiento de los métodos para cumplir con su finalidad con, como usted escribe, “templanza en el mal”. Esa asunción de que debe cumplirse una orden sin cuestionarla, como hablaba Arendt, quizás sea lo que más nos desconcierta, ¿no?

A mí no me sorprende porque vengo de la tradición de Schelling, que sostuvo que el mal no es un defecto, sino efectivo, real, con capacidad racional para hacerse. A hacer el mal también se aprende. Se suele asociar la templanza al bien, a la sensatez, pero también tiene que ver con saber hacer ciertas cosas sin perder los papeles. El horror de los grandes genocidios tiene que ver con una planificación perfecta y eso no puede atribuirse a la  enajenación de toda una población. 

Esa templanza también tiene que ver con cierta indiferencia. Para el libro me acerqué a los libros de Sade, y lo hice con miedo porque hay especialistas que sostienen que quienes leen Las 120 jornadas de Sodoma no se quedan igual. Ahí ves cómo el mal es un cálculo absoluto: los horarios de la comida, de la fornicación, de la tortura… porque para que algo salga bien tienes que pensarlo y razonarlo.

Pero cuando vas leyendo, y te adentras en sus otras novelas, hay un momento en el que te das cuenta de que todas esas barbaridades son siempre las mismas, lo que genera cierto tedio. Pero el sufrimiento es único y singular y de una persona que solo vive una vez. Esa indiferencia que se genera por la repetición no solo se da en alguien con una psicopatía o que sea especialmente cruel, sino también en cualquiera de nosotros: otra vez hay refugiados, otra vez un conflicto bélico…

En la correspondencia de Sade encontramos que lo que busca es, explícitamente, generar indiferencia. El mal tiene que ver con acostumbrarse a que lo horrible sea lo de siempre. A veces, hacemos el mal de forma inconsciente; otras, consciente; y otras, de manera muy planificada y con bastante templanza, como el padre que asesina a sus dos niñas para hacerle daño a su madre. 

Pero, a veces, es indispensable alejarse de tanto sufrimiento para no caer en el cinismo o en la indiferencia. 

Insensibilizarse es un mecanismo de defensa para evitar daños psicológicos, pero una cosa es insensibilizarse porque estás recibiendo daño y otra, generar la indiferencia de pensar que ya ni me interesa ese mal.  

Y también porque no es fácil admitir que nosotros también ejercemos el mal. 

Creemos que vivimos en una sociedad totalmente secularizada, pero es profundamente teocrática y tenemos muchas de sus asunciones muy interiorizadas. Cuando hablamos de la crisis climática, desde la izquierda pensamos que la especie humana es lo peor, que somos un virus, que no tenemos remedio, que el mundo estaría mejor sin nosotros. 

Desde la derecha lo que se plantea es que el ser humano es malo, que nacemos con una mancha del mal y que, por eso, solo queda la salida de las leyes coercitivas. Me preocupan las consecuencias de ese derrotismo: si consideras que una persona es por naturaleza mala, ¿para qué vas a invertir en su reinserción?

Pero en eso también tiene responsabilidad parte de la izquierda que también plantea al otro como enemigo, alimentando la polarización y crispación social.

Hay un jurista y filósofo de extrema derecha, Carl Schimidt, que plantea que cuando conviertes al otro en el enemigo existencial, cuando demonizas tanto una posición, ese otro no puede vivir. Hay que recuperar el concepto de rival, de adversario, en los que se mantiene el concepto de respeto, responsabilidad, elementos en los que siempre se mantiene la vinculación. 

De hecho, escribe: “El mal se hace profundo cuando no sólo no hay empatía, sino una manifiesta apatía”. Y añade que la desconexión de los demás y de nosotros mismos es un arma que puede llevarnos a la autodestrucción. ¿Por qué?

Tenemos que entender que la humanidad no es algo propio de cada ser humano sino que somos seres intersubjetivos y que cuando yo te trato mal a ti, el daño no es solo tuyo, sino que el daño también tiene que ver conmigo que te lo he provocado. Una de las prácticas propias del perpetrador es aislar a las víctimas y estamos en una sociedad en la que cada vez estamos más aislados.

Debemos renunciar a creernos el centro del mundo, a actuar como si los demás fuesen actores secundarios de nuestras vidas, y a llevar un estilo de vida insostenible. Hemos de renunciar a creer que la libertad es hacer lo que queramos porque tenemos dinero y entender que somos libres con los demás, que el otro tiene que ver con la construcción de algo más grande. 

Hemos hablado sobre qué es el mal. Y el bien, ¿qué es?

El bien tiene que ver con ser conscientes de la intersubjetividad y tener relaciones que minimicen, en lo posible, el daño innecesario. Somos seres mortales, finitos, vulnerables y enormes en algunas ocasiones. Es inevitable que sintamos daño o dolor cuando alguien toma una decisión que me perjudica. Pero el bien está relacionado con la consciencia de intentar decir y hacer las cosas intentando generar el mínimo daño: saber decir que no a tiempo, despedirse de alguien adecuadamente, saber soltar a otra persona, saber quererla… También hay daño necesario, como el que me duela un golpe o cuando alguien cercano muere. Pero el bien sería hacer que muera de la mejor manera posible y matar el daño innecesario.

https://www.lamarea.com/2021/12/14/carrasco-conde-a-hacer-el-mal-tambien-se-aprende/

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