Tom Wolfe Retrato descarnado de las elitistas universidades norteamericanas,

"Hay que hacer un mundo protegido de la hipocresía."
T.Wolfe
| Autor: James Nava














Novela de Tom Wolfe, uno de los grandes de la literatura norteamericana. Ambientada en un campus universitario, adonde llega una brillante alumna de un pequeño pueblo de North Carolina, becada debido a sus excelentes calificaciones académicas.
Tom Wolfe realiza un retrato descarnado de algunas de las elitistas universidades norteamericanas, en especial de las que forman la Ivy League. No deja títere con cabeza y realiza un repaso del microcosmos humano habitual que pueblan estos campus: las jóvenes ricas y descerebradas, los deportistas, las hermandades, los profesores, los antiguos alumnos, los nuevos…
La novela es una llamada de atención sobre la banalidad, la corrupción, el sexo sin amor, las drogas, la pedantería, la autocomplacencia e idiotez de las clases acomodadas, encerrados en sus ricas e irreales vidas. Y un reflejo de cómo una chica “auténtica” del campo, con sus valores tradicionales, choca contra este mundo de forma clamorosa.
En suma, es una denuncia de la crisis de valores que azota la sociedad desde hace ya mucho tiempo, que empieza su degeneración muy a menudo en la universidad y prosigue después en la vida adulta.
Una novela muy bien escrita, que incluye el lenguaje típico que podemos escuchar actualmente en muchos jóvenes, perfectamente documentada, con un ritmo adecuado que se hace entretenido y una buena historia que contar.


Les dejo la síntesis del argumento:

Charlotte Simmons, una brillante estudiante de una diminuta y puritana población de Carolina del Norte, obtiene, gracias a una beca, la posibilidad de estudiar en la prestigiosa y selecta Universidad de Dupont. Esta entidad, a la altura de Harvard o Yale, alberga a la flor y nata de la juventud americana en un suntuoso entorno de capiteles góticos y de césped primorosamente cuidado.
Charlotte, que por fin ha dejado atrás el mundo de pueblerinos aficionado a mascar tabaco y trasegar cerveza, no tarda en descubrir, sin embargo, que el espíritu de Dupont se parece más al de Sodoma que al de Atenas, y que el sexo, las drogas y el alcohol juegan un papel mucho más destacado que el saber y los libros de texto.
Una serie de personajes, magistralmente retratados, contribuirán a abrirle los ojos: Beverly, su compañera de habitación, obsesionada con el sexo, la ropa de marca y los deportistas del campus; Jayjay Johanssen, el único titular blanco del equipo de baloncesto de Dupont, que ve peligrar su puesto por la aparición de un as negro salido de los suburbios de la ciudad; Hoyt Torpe, un golfo redomado, aunque con estilo y clase, que lidera el círculo más exclusivo y desmadrado de la universidad; y Adam Seller, un intelectual judío, redactor del periódico del campus, que se gana el sustento repartiendo pizzas y escribiéndoles los trabajos académicos a los deportistas que no tienen tiempo ni cerebro para hacerlos.
Poco a poco, Charlotte irá adquiriendo conciencia del poder que le otorgan su singularidad y su inocente belleza, y llegará a desempeñar un efecto catalizador en la vida de todos ellos.
Novela recomendable cien por cien.
Autor: Tom Wolfe
Título: Soy Charlotte Simmons
Pags: 897
Ediciones B

http://www.jamesnava.com/2010/06/04/soy-charlotte-simmons-tom-wolfe/
Tom Wolf, en su casa de Nueva York.
Tom Wolf, en su casa de Nueva York



Élites tóxicas
RENÉE LÓPEZ DE HARO 26 JUN 2011



Todo parece conjurarse para que el desbarajuste y la confusión acaben por convencernos de que el presente es un caos y de que, nosotros también, estamos locos. Pues no, amigos. Seguro que todos conocemos gente perfectamente cuerda, incluso dentro de estos indignados (del 15-M) que si no han dado el paso a la abierta rebeldía -las élites tóxicas tratan de contaminarlos con su violencia- es precisamente porque les mueve una sensatez pedestre, democrática al fin.
A estas alturas, está perfectamente estudiado y definido -hasta por películas- cómo y por qué se ha llegado a una situación de miseria moral (los ricos reciben limosna de los pobres ante las narices atónitas de nuestros representantes democráticos) que puede parecer un tráiler del "fin del mundo". Esta miseria moral, impulsada por minorías tóxicas, promueve el miedo y la parálisis para tener el campo libre.

Es llamativo que los medios, tan dados a personalizar, no pongan nombres y apellidos a los "mercados"
Nada nuevo. La historia ha conocido crisis, dificultad y terror, pero, a largo plazo, acaba venciendo lo que permite tener esperanza en la humanidad. Pura supervivencia de la inteligencia frente a la estupidez.
Olvidar que siempre es una minoría -enloquecida, ciega- la que crea los grandes problemas es un enorme error. Lo llamativo es que nuestra cultura mediática, maniática del género people y de personalizar éxitos o fracasos, mantenga tan descomunal recato e incapacidad para nombrar a los promotores de estilos de vida tóxicos. Así, se recurre a la fabulosa abstracción de "los mercados" y a la ingeniosa generalización de que "todos somos culpables" por haber creído la fantasía thatcheriana del "capitalismo popular", inventada por Milton Friedman, padre de los muy tóxicos Chicago boys. (Si llego a saber la influencia que tendría el señor Friedman cuando le entrevisté en mi juventud periodística, en 1973, me lo hubiera tomado más en serio). Los fantasmales "mercados" encuentran su réplica en ese latiguillo prepolítico de los indignados: en ambos casos, la realidad no tiene nombres.
Pero ahí están esas élites tóxicas que, como dicen Alain Touraine y Edgar Morin en sus últimos libros, "han destruido la idea de sociedad". Y, de paso, la idea de Europa y todo lo que ha representado el método europeo de colaboración y trabajo inclusivo.
¿Quiénes forman esas élites tóxicas? "La historia es el crematorio de las aristocracias" escribió el sociólogo Vilfredo Pareto, él mismo aristócrata, a finales del siglo XIX, que definió la teoría sobre la circulación de las élites. Acusado de fascista y antidemócrata, describió perfectamente cuando una élite -una minoría que sobresale por sus conocimientos, poder o influencia- se convierte en una aristocracia que utiliza la astucia y la corrupción para mantener su poder. Una conducta tóxica que se repite y en la que sociedades y gentes tropiezan una y otra vez. Actualicémonos.
Desde que el escritor Tom Wolfe los bautizó como "los amos del universo", en su memorable La hoguera de las vanidades (1987), el prototipo no ha hecho otra cosa que crecer, multiplicarse, enredarse, sofisticarse, perfeccionarse y degenerar. Hasta convertirse en unaespecie depredadora que solo entiende la sociedad -esa abstracción que formamos todos los individuos- como territorio de caza.
¿Qué se caza? Poder, dominio, influencia, visibilidad, legitimidad, autoridad: este es el abanico moral del asunto. ¿Demasiado abstracto? Nada de eso: la partida de caza casi siempre se traduce en algo muy concreto y vulgar: dinero. Si, por un casual, el dinero fuera secundario, el gran premio va en especies: vanidad saciada.
La especie tóxica tiene élites representantes en todos los ámbitos, desde la política y las finanzas hasta, incluso, sus víctimas más conspicuas, pasando por escuelas -¿de negocios?- que imparten verdades fundamentalistas sobre una convivencia exclusivamente entre rivales. Los políticos que ignoran la pluralidad y la responsabilidad pública, quienes se benefician de ingresos salvajes y quienes los jalean, quienes mercadean con las víctimas y aquellos que hacen de "el otro" un enemigo, forman élites que sintonizan en la toxicidad.
Su individualismo sin fisuras, su vocación aristocrática, convive con un instinto tribal de comunidad de intereses: ayuda mutua a cambio de protección. Los llamamos lobbies, también "mafias". Con su influencia, la caza adquiere envergadura, autoridad y se transforma en modelo social y estilo de vida tóxico, como si fuera lo normal.
Así llegamos a endeudarnos y pensar que todo estaba a nuestro alcance. Es bueno que hoy se reivindique la austeridad. Lo tóxico es que esa austeridad se aconseje a los pobres: lo que llegue a pagar Dominique Strauss-Kahn por su defensa -lo mínimo son cinco millones de euros- es una obscenidad.
Como siempre, el exceso engendra su fracaso: ya percibimos anticuerpos, antitoxinas. Los síntomas están ahí: empieza a reivindicarse la democracia y la política real. ¿Una pequeña élite, abierta y generosa, puede construir un futuro mejor? Desde luego: las minorías también sirven para eso.
Margarita Rivière es periodista y escritora.



La vida de Charlotte

Tom Wolfe disecciona en su nuevo libro, 'Soy Charlotte Simmons' (Ediciones B), la vida de los universitarios. El autor de 'La hoguera de las vanidades' critica de forma ácida y sin piedad a los jóvenes norteamericanos, y los describe como ávidos de sexo, alcohol y droga. Una obra polémica.
TOM WOLFE 20 MAR 2005


Bettina, Charlotte y su nueva amiga Mimi, otra chica de primero, acababan de regresar de PowerPizza y estaban en el cuarto de la primera, con su habitual batiburrillo de sábanas y mantas arrugadas, almohadas retorcidas, ropa y toallas desparramadas por todas partes, catálogos, manuales y hojas de instrucciones abandonados, estuches de CD, revistas de belleza, paquetes de lentillas vacíos, cargadores sin nada que cargar y pelusa, pelusa y más pelusa. (…)
Y allí estaban las tres, evaluando la situación, que se resumía así: era viernes por la noche y estaban encerradas en una habitación de la residencia sin el más remoto plan.
-Tengo que… Me voy al gimnasio -anunció por fin Mimi.
-¿A las diez y media de la noche del viernes? -se sorprendió Bettina-. Seguro que está cerrado. Además, qué cuelgue. No somos tan patéticas.

-¿Alguna tiene cartas o algún juego de mesa? -sugirió Charlotte.-Bueno, pues ¿qué propones tú?
-¡Va, venga! ¡Que ya no estamos en el insti! -bufó Bettina.
-¿Y una competición de chupitos, de esas que el que pierde tiene que beber? -propuso Mimi.
-¿Chupitos de alcohol? -preguntó Charlotte, intentando tragarse el susto.
-Sí. ¿Sabes lo que quiero decir?
-Sí… -contestó Charlotte, que no lo sabía en absoluto.
-¿Y de dónde vamos a sacar el alcohol? -preguntó Bettina.
-Es verdad -reconoció Mimi. (…)
Comenzaban a llegar gritos procedentes del patio, los chillidos inconfundibles, una vez más, de chicas que pregonaban su falsa angustia ante las payasadas de los chicos, que también metían bastante ruido con su estruendosa respuesta coral de risas varoniles, bramidos y exclamaciones. Para Charlotte, aquellos berridos se habían convertido en el himno de las vencedoras, es decir, de las chicas lo bastante atractivas, lo bastante experimentadas y lo bastante hábiles como para triunfar en Dupont, un éxito que, por lo visto, se medía en función de los chicos. (…)
-Podemos ir a la bolera -aventuró Charlotte.
-Vaaaale -convino Mimi, alargando la palabra con voz cansina-. ¿Alguna tiene coche?
-No.
-No.
-Bueno, pues como que va a ser difícil.
-Vale, pero vamos a algún lado -insistió Bettina-. No sé, a una fiesta de alguna hermandad o lo que sea. Se ve que hay una en Saint Ray.
-¿Estás invitada? -quiso saber Charlotte, mirando también a Mimi para incluirla en la pregunta.
-Da igual -contestó Bettina-. A veces no dejan entrar a algún tío, pero las tías siempre pasan.
-Pero no conocemos a nadie -objetó Charlotte.
-Pues por eso mismo. Vamos a conocer gente. ¿Cómo vamos a hacer amigos si no salimos nunca de este pabellón repleto de colgados?
-¿Está muy lejos? ¿Cómo vamos a ir? ¿Y a volver?
-Con un poco de suerte, no hará falta volver -terció Mimi.
-¿Qué quieres decir? -preguntó Charlotte.
-Pues que a lo mejor conocemos a unos chulazos y no nos hace falta volver a casa. (…)
En el cuarto de Bettina se encontró con dos chicas más que impacientes. Mimi llevaba vaqueros y el top rojo de Bettina con la espalda abierta, y ésta, también vaqueros y una camiseta ajustada, de las caras y elegantes, pero lo que más destacaba era el maquillaje. Las dos tenían los ojos marcados con las sombras de la noche, como los de Beverly cada vez que salía. Las dos eran rubias, pero de repente tenían cejas y pestañas negras. (…)
Al poco estaban andando a oscuras por el paseo Ladding, en la zona más antigua del recinto universitario. (…) El lugar estaba envuelto en un silencio tan profundo que costaba hacerse a la idea de que fueran a toparse con una gran fiesta. (…)
Ascendieron cuatro o cinco escalones bajos hasta el pórtico y cruzaron una puerta de dos hojas muy señorial para toparse con (¡toma ya!) aullidos, golpes sordos, chillidos, gruñidos y demás agonías de guitarras eléctricas, bajos eléctricos, teclados eléctricos, baterías amplificadas, sintetizadores digitales y cantantes jóvenes chillando a grito pelado por alguna extraña razón; un buen escándalo, en resumen, una tormenta que rugía sobre una nube de chicos y chicas que aullaban y gañían, que se retorcían por un lado y por otro, que revoloteaban como gorgojos en un delirante desfile a media luz, mientras un olor a podrido, acre, intenso y dulce iba extendiéndose como gas entre el calor (¡qué calor tan horroroso!) de tantos cuerpos aplastados unos contra otros y entrando en combustión a golpe de adrenalina. (…)
Les cortaba el camino una pesada mesa de madera al otro lado de la cual se sentaban dos chicos con camisas azules ligeramente desabrochadas y enormes cercos de sudor bajo las axilas. (…) Charlotte vio a una chica recia con vaqueros de cintura baja y el ombligo al aire colarse como pudo y seguir adelante sin hacer caso de los de la mesa, y a su espalda Bettina le metía prisas:
-¡No te pares! ¡No te pares!
Así pues, también ella se coló. Tenía la impresión de estar cometiendo una imprudencia, se sentía culpable, estaba asustada y no soportaba el calor. Bettina y Mimi también pasaron y las tres lograron apiñarse.
Mimi se pegó a Charlotte para hablarle por encima del estruendo general.
-¿Lo ves? ¡No es nada del otro mundo! -La seguridad, sin embargo, no se reflejaba en su rostro.
Se quedaron allí unos instantes tratando de orientarse. La tormenta acústica que se abatía sobre ellas procedía… ¿de dónde? Estaban tocando dos grupos, uno en cada extremo de la casa. En la oscuridad, en la otra punta del pasillo, parpadeaban luces estroboscópicas sobre una multitud de caras, blancas un momento y al siguiente en la más absoluta oscuridad, de modo que las propias caras parecían encenderse y apagarse entre risas, gritos y aullidos. Chicos que hacían ostentación de su estado etílico zigzagueaban entre la gente llevando vasos de plástico de medio litro, sonriendo con la boca abierta y dando manotazos a diestro y siniestro. Había dos a los que les temblaban espasmódicamente la cara, los ojos, el cuello y las manos, mientras otros tres los miraban desternillándose de risa. Aquel comportamiento febril dejó muda de asombro a Charlotte. Estaba ante docenas de chicos y chicas que se desgañitaban, sumidos en un éxtasis debido… ¿a qué? Se le iba la vista de una chica a otra en aquel palpitante crepúsculo discotequero. (…)
¿Y los destinatarios de los ardides de seducción que veía por todas partes? Los chicos presentaban el mismo aspecto de todos los días, aunque también sudaban. Camisas con los faldones por fuera de los vaqueros, pantalones caqui, camisetas, polos, bermudas, zapatillas de deporte y chanclas. "Exactamente la misma ropa que un crío de doce años", se dijo Charlotte. Críos con la cara ensombrecida por barbas de una semana, con el pelo sin raya y despeinado, cayéndoles sobre la frente casi como si llevaran flequillo, aunque algunos se habían puesto gomina para darle forma. (…)
Apenas a metro y medio, un chico de caderas anchas y cejas pobladas y oscuras se abrió paso a codazos entre la multitud, borracho con orgullo, enarbolando un vaso de plástico y berreando:
-¡¡Quiero pillar cacho!! ¡¡Tengo que pillar cacho!! ¿Alguien sabe dónde se puede pillar cacho? (…)
La crudeza de aquella gracia dejó a Charlotte aturdida y asustada, presa de un miedo que se acrecentaba por momentos, el miedo a que se produjera una catástrofe de naturaleza desconocida. Charlotte Simmons se había convertido en una náufraga en aquel alboroto infernal ¡y todo el mundo iba a darse cuenta! ¡Debía de parecerles patética! Una niñata de pueblo vestida como una gazmoña en un sitio así, sin maquillaje, un animalillo desamparado en plena tormenta. (…)
Volvió a abrirse paso entre la multitud en busca de Bettina y Mimi. Se topó con un corrillo de chicas y pasó casi pegada a una de ellas, de aspecto exótico y con una melena morena lisa, muy larga y con raya en medio que le enmarcaba la cara.
-Pero ¿qué dices, tía? -gritaba-. ¡Qué va! ¡Si no hicimos nada!
En ese instante un chico corpulento y risueño dio un paso atrás y empujó a Charlotte, cuyo hombro a su vez chocó contra el de la chica, que volvió la cabeza y la miró con ceño desde su capucha de pelo.
-¡Lo siento! -se disculpó Charlotte.
La otra estudió su cara y su vestido estampado sin decir nada, ni siquiera una palabra de reproche. Luego se centró de nuevo en sus amigas y, como si Charlotte se hubiera desvanecido por arte de magia, dijo:
-Las tías de primero es que me dan una rabia… Yo voy a tercero y no tengo novio, pero no me paso todo el día por ahí de guay en plan: "Tío, pégame un polvo". ¡Y ellos como que flipan! Les va la carne fresca cantidad.
Más desesperada que nunca por encontrar refugio, Charlotte se retorció y serpenteó entre la gente para seguir avanzando. (…)
Sintió una mano en el brazo. Se volvió y se topó con un chico que aparentaba más de veinte años. Era asombrosamente guapo, aunque tenía la cara colorada y la frente cubierta de sudor. Todo él le pareció imponente: la hendidura del mentón y la mandíbula recta, el pelo castaño claro perfecto, los ojos color avellana que sin duda se burlaban de ella, la sonrisa que denotaba apenas una pizca de suficiencia, la camisa blanca con cuello de botones (tan recién lavada y planchada que aún se veían las marcas del doblez) y los pantalones caqui, que no estaban sucios, desgastados y deformados como los de los demás chicos, sino lavados y planchados impecablemente, con la raya bien visible. Irradiaba autoridad por todos los poros. Charlotte había quedado atrapada en su red. No quería ni pensar en las palabras que él estaba a punto de pronunciar, que serían "¿quién te ha invitado?" y luego "¿pues entonces qué haces aquí?".
-¡Hola! -exclamó el chico, inclinando la cabeza hacia ella para que lo oyera-. ¿Te molesta que te pregunte una cosa? Seguro que estás superharta de que la gente te diga que te pareces a Britney Spears.
Pero ¿a qué venía aquello? Llevaba un vaso de plástico blanco en una mano, ¿estaría borracho? Charlotte tardó unos instantes en plantearse la posibilidad de que en realidad estuviera ligando con ella. Enrojeció como un tomate y sonrió para evitar que se le notara el nerviosismo. Por fin logró decir:
-Pues no.
¡Pero con qué vocecilla! ¡Y con una sonrisita tan torpe y tan tonta! ¡Y una ambigüedad tan burda! El chico quizás entendería que no se cansaba de que la confundieran con Britney Spears. ¡Qué violenta se sentía entre aquel enjambre de chicas estupendas con el ombligo al aire y falditas de cuero de cintura baja!
El chico volvió a ponerle la mano en el brazo, como si sólo pretendiera sostenerse mientras se acercaba un poco más.
-Bueno, a mí me parece que eres clavada, y los de Saint Ray no decimos mentiras. (…)
Él le dio unas palmaditas en el brazo y añadió:
-No, mujer, que es broma. Sí que te pareces a Britney Spears, pero, si quieres que te sea sincero, lo que pasa es que me apetecía saludarte. -Clavó los ojos en los de ella desde una distancia de quince centímetros. Le puso la mano en el hombro y se lo apretó, como si fuera un mentor a punto de hacer una pregunta muy importante a su joven discípula-. ¿Te lo pasas bien? (…)
-Supongo -respondió-. Más o menos.
Él apartó la mano del hombro, puso la palma hacia arriba y la miró boquiabierto.
-¡Que lo supones! ¡Más o menos! -La mano regresó a su sitio-. ¿Y cómo podemos remediar eso?
Ella seguía sonriendo.
-Es que estoy buscando a dos personas.
-¿Chicos o chicas?
-Dos chicas de mi pabellón, del Patio Menor.
-Ah, qué alivio. En ese caso, ¿bailamos?
La sola idea la aterró. No sabía prácticamente nada sobre bailes modernos, su experiencia en ese campo se limitaba a los bailes country del Grange Hall, en Sparta. No obstante, si recibía las atenciones de un chico tan atractivo no tendría que seguir preocupándose por si estaba de más en la fiesta.
Tardó un poco, pero acabó asintiendo con la cabeza y diciendo con voz tenue:
-Vale.
-¡Perfecto! -exclamó él.
Le dio más palmaditas en el brazo, bebió un sorbo del vaso, le colocó la otra mano en la parte baja de la espalda y empezó a guiarla entre la multitud. Bueno, lo único que hacía era ayudarla, ¿no? No resultaba fácil avanzar entre tanta gente. Hacía un calor espantoso y sudaba tanto que la presión de la palma de su acompañante le pegaba el vestido al cuerpo. ¡Gemidos! ¡Ruidos sordos! La percusión le hacía temblar el tórax. (…)
Junto a una pared, cerca del grupo musical, entre destellos, un chico y una chica bailaban encima de una mesa también por fases. Eran dos cabezas que se meneaban, que aparecían y desaparecían (luz, oscuridad, luz, oscuridad) por fases, unos brazos que se agitaban como aspas de molino por fases, unas piernas que se abrían y se cerraban por fases, pero los dos estaban unidos por la cadera. Ambas pelvis se sacudían y se erguían por fases, sin separarse en ningún momento. Ella llevaba unos vaqueros de cintura tan baja que, cuando se retorcía lo suficiente, se vislumbraba el final de la hendidura entre unas nalgas sudorosas y resbaladizas. Los socarrones "uuuuh", "uuuuh", "uuuuh" de los chicos arremolinados en torno a la mesa hacían cabrillas sobre la cresta del estruendo. Hoyt también aparecía y desaparecía por fases, lo mismo que los brazos de la propia Charlotte, cuya vista fue acostumbrándose gradualmente al fenómeno. Entonces descubrió parejas en la pista que también bailaban así, pubis contra pubis. Dio un respingo. ¡Estaban simulando el acto sexual! ¡Allí delante de todo el mundo! Se acordó de una expresión repugnante de Regina, "follar en seco". ¡Estaban frotándose los genitales! ¡Algunas chicas se encorvaban para que ellos pudieran simular el coito por detrás, toma, toma, toma, toma, como perros en un corral!
Hoyt volvió a pasarle el brazo por detrás, inclinó la cabeza hasta casi pegarla a la de ella y preguntó:
-¿Te apetece bailar?
Charlotte fue incapaz de responder, tan horrorizada se sentía, y rechazó la propuesta con un brusco gesto de la cabeza.
-¡Eh, no puedes hacerme eso! -exclamó él con tono jocoso. ¿O quizá no? Charlotte abrió la boca pero sólo logró componer una sonrisa forzada (al fin y al cabo, no era culpa suya) mientras volvía a sacudir la cabeza. (…)
Él dobló el cuello y la miró fijamente con la lengua clavada en la mejilla, como diciendo: "¿Te crees tú que voy a dejar que te niegues?".
-¡Vamos! -La agarró de la mano y tiró de ella hacia la pista.
-¡Eh! -chilló ella. Un arrebato de rabia irrefrenable-. ¡Suéltame! ¡Déjame! ¡He cambiado de opinión, no quiero bailar!
Él la soltó, sorprendido por aquel arranque, y levantó las manos en actitud defensiva.
-¡Vale, tía! Tranquila, que no pasa nada. -Sonrió de oreja a oreja-. ¿Quién quería bailar? ¡He dicho que iba a darte una vueltecita para que vieras la casa y voy a dártela! (…)
Cuando volvió a colocarle la mano en la parte baja de la espalda y encauzarla desde la terraza hacia el gran salón, Charlotte fue consciente de que debía zafarse, pero… ¡Bettina y Mimi! Estaban en medio de la multitud con varias chicas, entre ellas Hadley, la amiga de la primera, ¡y Bettina la estaba mirando fijamente! La distancia les impedía decirse algo a gritos, pero Charlotte vio que arqueaba las cejas y hacía una mueca que prácticamente decía: "¡Qué fuerte! ¡Menudo chulazo te has buscado!". Mimi se quedó helada y la miró con gesto de sorpresa y envidia. Bettina y ella aún seguían metidas en una manada de novatas. (…)
Cuando quiso darse cuenta, Hoyt ya la había guiado por un mal iluminado y neblinoso pasillo de paredes revestidas de nogal tallado. En las juntas entre panel y panel había medias columnas nervadas del mismo tipo de madera. Los paneles eran tan oscuros que absorbían la poca luz existente. La neblina se convertía en una bruma espesa y los asistentes a la fiesta iban de un lado para otro parloteando y cacareando de forma demencial. (…)
Hoyt volvió a pasarle el brazo por la cintura, como si sólo quisiera hacerla cruzar el umbral. Charlotte se puso rígida por un instante, pero no se soltó. Hoyt solamente quería… ser un buen anfitrión.
-¿Adónde vamos? -insistió.
-Abajo -insistió él.
-¿Y abajo qué hay?
-Ya lo verás. (…)
Cada vez estaba más molesta, y no se tranquilizó cuando Hoyt la hizo entrar en la sala sin soltarla en ningún momento. "¡Que me quite la mano de encima de una vez!". Sin embargo, aquel cuarto subterráneo lleno de gente que bebía y fumaba le dio claustrofobia, y además él era su protector y su carta de presentación, así que dejó que la condujera así hacia lo desconocido. Los estudiantes estaban arremolinados en torno a una antigua barra de madera oscura con reposapiés de latón. Contentos (excesivamente contentos) por haber llegado a un territorio al que no podían acceder los demás, parloteaban, reían y chillaban. La parte inferior de una botella surgió describiendo un arco por encima de las cabezas del enjambre. Charlotte tardó un instante en darse cuenta de que la sujetaba un chico que dirigía el chorro de su contenido, fuera el que fuese, directamente hacia su propia garganta. (…)
Tras la barra había dos negros cuarentones con camisa blanca arremangada dejando los antebrazos al descubierto y corbata negra muy apretada en torno a la garganta. Los dos tenían grandes cercos de sudor bajo las axilas. Ante ellos, sobre la barra, tenían una hilera de botellas de whisky, ron, vino, vodka y otras bebidas más difíciles de distinguir. Todo (fuera cerveza, vino o vodka) se servía en vasos de plástico idénticos.
Sin dejar de aferrar a Charlotte, Hoyt le ofreció:
-¿Te apetece beber algo?
-Nada, gracias.
Sonrisa forzada.
-Va, mujer. ¡Si ni siquiera has querido bailar conmigo! ¡Al menos tómate una copa! -Lo dijo a gritos y la gente de la mesa se volvió hacia ellos.
Poco más que un susurro:
-Es que no bebo.
A grito pelado:
-¿Ni siquiera cerveza?
Con voz ronca:
-Eh… no. Pero tú tampoco estás bebiendo nada.
Sin dejar de berrear:
-¡Si te tomas una copa me animo!
Seguía con el brazo en torno a Charlotte. La miró, sonrió, le dio un buen achuchón y empezó a llevarla hacia el bar. (…)
-A lo mejor una copita de vino.
-¡Así me gusta! -se alegró él, y sin soltarla la llevó hasta el grupo de gente que había en la barra.
El grandullón Julian se les acercó y soltó:
-Qué morro tienes, Hoyt.
Como si ella no estuviera delante.
Hoyt se inclino hacia él y le dijo en voz baja:
-Vive y deja mojar, Julian, colega. -Se volvió hacia Charlotte y añadió-: ¿Tinto o blanco?
-No sé. ¿Tinto?
La soltó un momento y empezó a abrirse camino a la fuerza hacia primera línea de la barra. De pronto se detuvo y miró hacia un lado. Y acto seguido gritó a pleno pulmón:
-¡Eh! ¡Que no tenemos por qué enterarnos de todo!
El chico del sofá había encajado una pierna enfundada en vaquero entre los muslos enfundados en vaquero de su compañera, que había subido una pierna hasta prácticamente rodearlo por la cintura, y se movían con pequeñas embestidas. La gente se echó a reír y tres o cuatro chicos les gritaron también en tono jocoso que se fueran a otro lado. La pareja se desenredó y se incorporó a medias para mirar con cara de tontos a su público. La chica sostenida por Julian empezó a hacer un ruidito con los labios apretados, como si se escapara el aire por la boquilla de un globo sujetada con dos dedos. Le temblaban los labios y tenía los ojos abiertos, pero sin ver nada. Y así, sin más, se derrumbó. Julian evitó por los pelos que fuera a dar con sus huesos en el suelo.
-¡Qué putada! -exclamó. Levantó el cuerpo inerte y se lo echó al hombro-. Me cago en el Rohypnol.
Se dio media vuelta para llevársela y quedó visible un reguero fangoso que le bajaba a la chica por la parte trasera de una pierna. Era repugnante. Heces.
-Hoyt… Hoyt… -empezó Charlotte, horrorizada.
-Puaj -exclamó él-. No te preocupes -le sonrió-. Esa tía está chalada. Se mete relajantes musculares.
Al cabo de poco rato, Hoyt regresó de la barra con dos vasos de plástico, uno para ella y otro para él, que levantó como proponiendo un brindis. (…) Como no se le ocurría nada más, ella se lo llevó a los labios y bebió un sorbo. No era tan repugnante, pero aun así sintió una punzada de culpa. El único motivo por el que sostenía aquella bebida alcohólica era el miedo a quedar como una majadera delante de un montón de borrachos a los que no había visto en su vida. Sin embargo, bebió otro sorbo, esta vez más largo, y después otro aún más largo. Hasta entonces no había reparado en que Hoyt ni siquiera se había llevado el vaso a los labios.
No hacía más que vigilar de refilón el interior del vaso de ella y, con la sonrisa más afable y más sincera que pudiera imaginarse, mirarla a los ojos. Luego echó a andar hacia la puerta metálica.
-Ya te he dicho que no íbamos a quedarnos mucho -recordó el hombre del que una siempre podía fiarse-. Ven, voy a enseñarte lo de arriba.
Charlotte asintió y engulló otro trago.
Por fin se había relajado; confiaba plenamente en él. Qué cambio: en lugar del escalofrío de ansiedad que se había apoderado de ella nada más poner un pie en aquella casa, de repente corría algo cálido y tranquilizador por sus venas. Aquel chico tan guapo, Hoyt, que la había estimulado y asustado a un mismo tiempo, había resultado todo un caballero, además de todo un "chulazo", como diría Mimi. ¡Qué cara se le había quedado! ¡Y a Bettina! Eso era lo que veía al mirar a Hoyt a los ojos. No le importó que la agarrara de la mano y se la llevara escaleras arriba. (…)
Hoyt la conducía hacia la escalera noble, justo delante, con una barandilla que ascendía hasta el piso superior describiendo una curva exuberante. Se puso tiesa por una punzada de remordimientos provocada por la Gran Duda… ¿De verdad era sensato ir a ver "lo de arriba", fuera lo que fuese? Pero ya había compañeros de ambos sexos que subían y bajaban, en realidad, un flujo considerable. Tampoco era que el chico y ella fueran a quedarse solos en aquel piso. (…)
La escalera desembocaba en un rellano el triple de grande que el salón de la casa de Charlotte en Sparta. Nunca había visto un techo tan alto en el piso de arriba de una casa. En el centro, donde en su época tenía que haber habido una araña, había un fluorescente que emitía una luz cruda, azulada y gaseosa. Por un ancho pasillo vio montones de estudiantes agrupados en torno a las puertas abiertas, riendo a mandíbula batiente y estallando en vítores, alaridos y aplausos con los que evidentemente fingían dar su aprobación a alguien a modo de chanza, o en gemidos y rechiflas para mostrar su decepción, también simulada, sin dejar de beber de sus grandes vasos de plástico.
-¿Qué hacen? -quiso saber Charlotte. (…)
-No sé -suspiró él, moviendo la cabeza para dar a entender que daba igual, porque seguramente se trataba de algo absurdo, tedioso e infantil que no valía la pena investigar-. Venga, que te enseño las habitaciones. Vas a flipar. (…)
Hoyt se detuvo ante una puerta, esperó unos instantes en silencio a ver si oía algo y después la abrió. Era un gran dormitorio repleto de estudiantes de ambos sexos sentados al borde de las camas o en el suelo, en medio de una nube de humo de olor intenso y dulzón, sin decir palabra. Observaron a los recién llegados con unos ojos cautelosos y bien abiertos que recordaban a los de un mapache sorprendido en su escondite en plena noche, salvo una chica que se llevó a los labios un deforme cigarrillo sostenido entre pulgar e índice y aspiró una buena bocanada con los ojos cerrados.
-Paz -saludó Hoyt mientras cerraba la puerta y se alejó.
Abrió otra. Estaba a oscuras. La luz del pasillo bastó para revelar una litera. Accionó el interruptor de la pared. Una manta rojiza con estampado de indios norteamericanos metida por debajo del colchón de arriba y por debajo del de abajo formaba una especie de tienda. Charlotte oyó el susurro de una voz masculina:
-¿Quién coño anda ahí?
Hoyt apagó la luz y cerró la puerta.
-¿Has oído algo? ¿Alguien ha dicho algo?
-Sería algún tío que está durmiendo, no sé -contestó Hoyt.
Siguió avanzando a toda prisa por el pasillo, tirando de ella. Otra puerta. La abrió y asomó la cabeza. La luz estaba encendida. Dos camas. Una estaba hecha un asco, con las sábanas, la manta y la almohada revueltas y el forro del colchón arrugado. En la otra, la manta estaba estirada sobre la almohada como si alguien hubiera querido hacerla con esmero, pero por debajo había unos extraños bultos. Hoyt le indicó que entrara y cerró la puerta. Rodeándole los hombros con delicadeza, señaló la pared del fondo.
-Mira qué ventanas. Tienen más de dos metros y medio de altura. (…)
-¿Ésta es tu habitación? -preguntó Charlotte.
-No. La mía está abajo, donde toda la gente. En realidad es más grande que ésta, pero, vamos, ésta es un buen ejemplo. ¿Sabes qué?, le tengo muchísimo cariño a esta casa. (…)
En aquel instante se abrió la puerta del cuarto y en el umbral resonó una conversación animada casi convertida en un agudo canto. Sin soltar un ápice a Charlotte, Hoyt giró sobre los talones. Estaba entrando un chico alto y delgado de cabello rubio y alborotado. Rodeaba con el brazo a una chica castaña, pequeña y guapa que prácticamente se salía de una camisetita de tirantes finos y unos vaqueros de tiro bajo, atuendo que le dejaba el ombligo al aire.
-¡Joder, Vance, sal de aquí! -vociferó Hoyt-. ¡Esta habitación la hemos pillado nosotros!
La chica se quedó inmóvil, con una sonrisa tonta congelada en la cara.
-¡Vaaaale, tío! -contestó Vance sin liberarla-. Tranqui, tranqui, tranqui. Es que Howard y Lamar me habían dicho…
-¿Tú ves a Howard y a Lamar por alguna parte? Aquí estamos nosotros. Nos la hemos pillado.
El intruso miró el reloj y añadió:
-No sé, Hoyt, a mí me parece como que hace rato que se han acabado los siete minutos.
-Vance…
Vance levantó las manos hacia su amigo y cedió:
-Vale, de buen rollo. Pero cuando acabéis me avisas, ¿vale? Estamos en el piso de en medio.
"¡Esta habitación la hemos pillado nosotros!". "¡Vale, cuando acabéis me avisas!". A Charlotte se le helaron las manos. Tenía la cara al rojo vivo. Se soltó del abrazo de Hoyt y le dijo:
-¡Me parece que no te has enterado! ¡No hemos pillado esta habitación, te la habrás pillado tú! ¡Y no vamos a acabar nunca porque no vamos ni a empezar!
Hoyt miró un instante a Vance y a la morenita y luego echó la cabeza atrás y a un lado, suspiró y abrió los brazos con gesto de indefensión hasta quedar en posición de crucificado.
-Ya lo sé…
-¡Tú qué vas a saber! -chilló ella-. ¡Eres un guarro!
-¡Eh! ¡Tampoco hay que gritar! Es que… ¡Coño!
Era el macho eterno, de conducta modificada perpetuamente por la Mujer que Monta una Escena.
-¡Grito si me apetece! ¡Y me voy!
Y dicho eso echó a andar, ya con lágrimas en las mejillas, pasando por delante de él, de Vance y su morenita…
-¡Eh! ¡Espera…! -llamó Hoyt sin convicción. (…)
Cuando salió del ascensor en el quinto piso y se encontró con el vestíbulo totalmente silencioso le pareció un santuario, o al menos el único al que podía acudir Charlotte Simmons, y se permitió un buen sollozo lastimero. Luego enfiló el pasillo y… oyó susurros… ¡Santo cielo! Seis, siete, ocho chicas sentadas en hilera con el trasero en el suelo, la espalda contra la pared y las piernas, las de casi todas, estiradas para formar una fila de vaqueros envejecidos, pantalones cortos, zapatillas de deporte, chanclas, pies descalzos, rodillas huesudas… Ojos, todos los ojos, clavados en ella. Eran alumnas de primero que vivían en aquel piso. ¿Qué hacían en mitad del pasillo en plena noche? ¿Y qué pensarían de ella? Lagrimones, ojos hinchados… Tenía la impresión de que su nariz había doblado de tamaño, tan congestionada estaba de tanto llorar. Y seguro que habían oído el gemido que había soltado al salir del ascensor. Su presencia era un reto. Para dejarla llegar a su cuarto tendrían que mover las piernas. Si se veía obligada a hablar con ellas, a pedirles que la dejaran pasar… ¡No; sería incapaz! ¡Se echaría a llorar otra vez! Se mordió el labio inferior y se ordenó ser fuerte, muy fuerte, venga, sin rendirse, aguantando. El primer par de rodillas y vaqueros raídos se plegó para dejarle paso. Eran de lo más enclenque y pertenecían a una chica de origen chino, esquelética, con la cara sumamente pálida y el pelo color manzanilla y cortado a lo garçon. Se llamaba Maddy y era horrorosa, a pesar de que había ganado una competición de ciencias muy importante a nivel nacional, el premio Westinghouse o algo así. Charlotte no la soportaba, pero no logró escapar de aquellos ojazos desproporcionados, que se alzaron hacia ella para que la asquerosa de Maddy preguntara:
-¿Qué te ha pasado?
Charlotte mantuvo la cabeza gacha y se limitó a sacudirla, que era todo lo que se sentía capaz de hacer para indicar que no le había pasado nada. Sólo sirvió para azuzar la curiosidad de Maddy.
-Te hemos oído llorar. (…)
A Charlotte no se le ocurrió ninguna forma de responder con un movimiento de la cabeza y, además, tenía interiorizada la idea, por ósmosis social, de que era protorracista no hacer caso a los estudiantes negros, por mucho que la chica en cuestión tuviera un padre, como por lo visto sabía todo el mundo en la planta, que era uno de los principales promotores inmobiliarios de Atlanta, seguramente más rico que todos los Simmons de las montañas Azules de toda la historia juntos. Así pues, hizo un esfuerzo para reforzar la presa que contenía el torrente y pronunció sólo dos palabras:
-Una hermandad.
No hizo falta más. La presa reventó y Charlotte recorrió los metros que le quedaban tambaleándose, sollozando y temblando. Las brujas la remataron por la espalda:
-¿Qué hermandad?
-¿Había una fiesta?
-¿Seguro que no quieres que vayamos a ayudarte?
-¿Ha sido un tío?
Cuando por fin giró el pomo de su puerta ya se oían los cotorreos, los susurros, las risillas, la falsa compasión de aquel colectivo contrahecho.
"Lo que me faltaba", se dijo entre lágrimas. El desmoronamiento de Charlotte Simmons acababa de convertirse en el gran entretenimiento del viernes por la noche de aquella panda.
La novela de Tom Wolfe 'Soy Charlotte Simmons', traducida al español por Eduardo Iriarte y Carlos Mayor, y publicada por Ediciones B en su colección Afluentes
http://elpais.com/diario/2005/03/20/eps/1111303608_850215.html  

Emil M. Cioran - Los peligros de la sensatez (Biografía,Aforismos otros)





 Cuando se toma en cuenta la importancia que para la conciencia normal revisten las apariencias, es imposible aceptar la tesis del Vedanta según la cual «la no-distinción es el estado natural del alma». Lo que aquí se entiende por estado natural es la vigilia, estado que, precisamente, no tiene nada de natural. El ser vivo percibe existencia por todas partes; desde el momento en que está despierto, en que ya no es naturaleza, empieza a descubrir lo falso en lo aparente, lo aparente en lo real y termina por sospechar incluso de lo real. No más distinciones, por lo tanto, no más tensión ni drama. Contemplado desde muy alto, el reino de la diversidad y de lo múltiple se desvanece. A un cierto nivel del conocimiento, sólo el no-ser se sostiene.
 No vivimos sino por carencia de saber. Desde el momento en que sabemos, ya no nos abastecemos de nada más. Mientras permanecemos en la ignorancia, las apariencias prosperan y provocan una sospecha de inviolabilidad que nos permite amarlas y detestarlas, estar en lucha con ellas. Pero, ¿cómo medirnos con fantasmas? Y en eso se transforman las apariencias cuando, desengañados, no podemos promoverlas ya al rango de esencias. El saber, el despertar, mejor dicho, suscita entre ellas y nosotros un hiatus que, por desgracia, no es un conflicto, pues si lo fuera todo estaría mejor, sino la supresión de los conflictos, la funesta abolición de lo trágico.
Contrariamente a la afirmación del Vedanta, el alma es llevada con naturalidad hacia la multiplicidad y la diferenciación, sólo florece en medio de simulacros y se marchita si llega a desenmascararlos y a liberarse de ellos. Despierta, el alma se priva de sus poderes y no puede ni desencadenar ni sostener el menor proceso creativo. La liberación es el polo opuesto de la inspiración, abocarse a ella equivale, para un escritor, a una dimisión, es decir, a un suicidio. Si el escritor quiere producir, que siga sus buenas y sus malas inclinaciones, las malas sobre todo, pues si se emancipa de éstas, se aleja de sí mismo: sus miserias son sus oportunidades. El medio más seguro para que eche a perder sus dones es que se sitúe por encima del éxito y del fracaso, del placer y del pesar, de la vida y de la muerte. Si insiste en liberarse, se encontrará un buen día exterior al mundo y a sí mismo, capaz todavía de concebir algún proyecto, pero desesperado ante la idea de realizarlo. Más allá del escritor, el fenómeno tiene un alcance general: a quien le importa la eficacia deberá hacer una disyunción total entre vivir y morir, agravar las parejas de contrarios, multiplicar abusivamente las irreductibilidades, regodearse en la antinomia, quedar, en suma, en la superficie de las cosas. Producir, «crear», es prohibirse la clarividencia, es tener el valor, o la suerte, de no distinguir la mentira de la diversidad, el carácter engañoso de lo múltiple. Una obra no es realizable a menos que nos ceguemos respecto a las apariencias: desde el momento en que dejamos de atribuirles una dimensión metafísica, perdemos todos nuestros recursos.
 Nada estimula tanto como agrandar las naderías, mantener falsas oposiciones y discernir conflictos donde no los hay. Si se resistiera uno a ello, el resultado sería una esterilidad universal. Sólo la ilusión es fértil, sólo ella es origen. Gracias a ella se da a luz, se engendra (en todos los sentidos) y se asimila uno al sueño de la diversidad. El intervalo que nos separa de lo absoluto bien puede ser irreal, nuestra existencia es esa irrealidad misma pues ese intervalo en cuestión no es de ninguna manera una mentira para los fervientes del acto. Mientras más nos anclamos en las apariencias, más fecundos somos: hacer una obra es acatar todas esas incompatibilidades, todas esas oposiciones ficticias por las que enloquecen los espíritus inquietos. Mejor que nadie, el escritor debería saber lo que se le debe a estas apariencias, a estos engaños, y cuidarse bien de no otorgarles importancia: si no le provocan curiosidad, si los delata, deja de pisar tierra firme, suprime sus materiales, no tiene ya nada más sobre que ejercitarse. Y si después se vuelve hacia el absoluto, lo que ahí encontrará, en el mejor de los casos, será la delectación en el pasmo.
 Sólo un Dios ávido de imperfección en sí mismo y fuera de sí, sólo un Dios devastado podía imaginar y realizar la creación, y sólo un ser igualmente desapacible puede pretender una operación del mismo género. Si la sensatez ocupa el primer lugar entre los factores de esterilidad, es porque trata de reconciliarnos con el mundo y con nosotros mismos; es la mayor desgracia que puede abatirse sobre nuestros talentos, los hace juiciosos, es decir que los mata, que socava nuestras profundidades, nuestros secretos, persigue aquellas de nuestras cualidades que son felizmente siniestras; la sensatez nos mina, nos hunde, compromete todos nuestros defectos.
 ¿Hemos atentado contra nuestros deseos, fastidiado y ahogado nuestras ataduras y pasiones? Maldeciremos a aquellos que nos han animado a hacerlo y, en primer lugar, a nuestro yo sensato, nuestro más terrible enemigo, culpable de habernos curado de todo sin quitarnos la añoranza de nada. La confusión no tiene límites para aquel que suspira por sus arrebatos de antaño y que, desconsolado por haber triunfado sobre ellos, se ve sucumbir al veneno de la quietud. Una vez que hemos percibido la nulidad de todos los deseos, es necesario un esfuerzo sobrehumano de obnubilación, es necesaria la santidad, para poder experimentarlos de nuevo y abandonarse a ellos sin reflexión. Si fuera creyente, el detractor de la sensación no cesaría de repetir: «Señor, ayúdame a caer en lo más bajo, a revolcarme en el fango de todos los errores y de todos los crímenes, inspírame palabras que te quemen y me devoren, que nos reduzcan a cenizas». No se puede saber lo que es la nostalgia de la decadencia si no se ha tenido la nostalgia de la pureza hasta sentir náuseas. Cuando se ha soñado demasiado con el paraíso, y el más allá se ha vuelto familiar, acabamos por llegar a la lasitud y a la irritación. El hartazgo de otro mundo conduce al ansia amorosa por el infierno. Sin esta obsesión las religiones, en lo que tienen de verdaderamente subterráneo, serían incomprensibles.  La repulsión por los elegidos, la atracción por los réprobos, es el doble movimiento de todos aquellos que sueñan con sus antiguas locuras y que cometerían cualquier pecado con tal de no tener que escalar «el camino de la perfección». Su desesperación es comprobar los progresos que han hecho en lo que se refiere a desprendimiento cuando sus inclinaciones no los llamaban a sobresalir en ello. En las Questions de Milinda, el rey Menandro le pregunta al asceta Nagasenta qué es lo que distingue al hombre sin pasión del hombre apasionado: «El hombre apasionado, ¡oh rey!, cuando come gusta del sabor y de la pasión del sabor; el hombre sin pasión gusta del sabor pero no se apasiona por el sabor.» Todo el secreto de la vida y del arte, todo lo de aquí abajo, reside en esa «pasión del sabor». Cuando ya no la sentimos más, sólo nos queda, en nuestro desamparo, el recurso de una sonrisa exterminadora. Avanzar por entre el desapego es privarnos de todas nuestras razones para actuar, es, al perder el beneficio de nuestros defectos y de nuestros vicios, zozobrar en ese estado que se llama cafard -ausencia que sigue a la desaparición de nuestros apetitos, ansiedad degenerada en indiferencia, hundimiento en la neutralidad. Si en la sensatez uno se sitúa por encima de la vida y la muerte, en el cafard (en tanto fracaso de la sensatez) se cae por debajo de ellas. Es ahí donde se igualan las apariencias, donde se invalida la diversidad. Las consecuencias de esto son desastrosas, especialmente para el escritor, pues si todos los aspectos del mundo se equivalen, no podrá inclinarse por ninguno en especial, y de ahí su imposibilidad para escoger un tema: ¿cuál preferir si incluso los objetos son intercambiables y distintos? De ese desierto pintoresco incluso el ser está fuera como algo demasiado pintoresco. Nos encontramos en el corazón de lo indiferenciado, del Uno monótono y sin falla donde, en lugar de la ilusión, se despliega una iluminación postrada que todo nos revela, pero cuya revelación nos es tan contraria que únicamente pensamos en olvidarla. Con todo lo que sabe, con lo que conoce, nadie puede salir avante, y menos aún el hombre de cafard que vive en medio de una pesada irrealidad: la no existencia de las cosas le pesa. Para realizarse, para respirar incluso, tendrá que liberarse de su ciencia. Así es como concibe la salvación: a través del no-saber. Sólo accederá a ella si se encarniza contra el espíritu de desinterés y de objetividad. Un juicio «objetivo», parcial, mal fundado, constituye una fuente de dinamismo: a nivel del acto sólo lo falso está cargado de realidad pero cuando estamos condenados a una visión exacta de nosotros mismos y del mundo, ¿a qué adherirse y contra qué sublevarse aún?
 Había un loco en nosotros, el sensato lo ha echado fuera. Con él se ha ido lo más precioso que poseíamos, lo que nos hacía aceptar las apariencias sin tener que practicar a cada paso esta discriminación, tan ruinosa para ellas, entre lo real y lo ilusorio. Mientras el loco estaba ahí, no teníamos nada que temer, ni tampoco las apariencias que, milagro ininterrumpido, se metamorfoseaban en cosas ante nuestros ojos. Desaparecido él, ellas pierden su rango y recaen en su indigencia primitiva. El loco le daba sabor a la existencia. Ahora, ningún interés, ningún punto de apoyo. El verdadero vértigo es la ausencia de la locura.
 Realizarse es abocarse a la embriaguez de lo múltiple. En el Uno lo único que cuenta es el Uno. Rompámoslo pues, si queremos escapar al hechizo de la indiferencia, si queremos que llegue a su fin la monotonía dentro y fuera de nosotros. Todo lo que centellea en la superficie del mundo, todo lo que en él se considera interesante, es fruto de embriaguez y de ignorancia. Pasada la embriaguez, sólo distinguimos alrededor soledad y desolación.
 Fuera de la ceguera, la diversidad se deshace al contacto del cafard -saber fulminado, gusto perverso por la identidad y horror de lo nuevo. Cuando este horror se apodera de nosotros y ya no hay acontecimiento que no nos parezca impenetrable y risible a la vez, ni cambio de cualquier tipo que no proceda del misterio y de la farsa, no es en Dios en quien pensamos, es en la deidad, en la esencia inmutable que no se digna crear, ni aun existir, y que, por su ausencia de determinación, prefigura ese instante indefinido y sin sustancia, símbolo de nuestra inconclusión.
 Si, según el testimonio de la antigüedad, el Destino gusta de echar a perder todo lo que se edifica, elcafard sería el precio que el hombre debería pagar por su elevación. Pero el cafard, más allá del hombre, afecta sin duda, aunque en menor grado, a todo ser vivo que de una manera u otra se aparta de sus orígenes. La vida misma está expuesta al cafard desde el momento en que acorta su paso y se calma el frenesí que la sostiene y anima. ¿Qué es ella, en última instancia, sino un fenómeno de furor? Furia bendita a la cual es importante entregarse. Desde el momento en que nos arrebata, nuestros impulsos insatisfechos se despiertan: mientras más refrenados estuvieron, mayor es su desencadenamiento. A pesar de su aspecto desolador, el espectáculo que en esos momentos ofrecemos prueba que nos reintegramos a nuestra verdadera condición, a nuestra naturaleza, aunque sea despreciable e inclusive odiosa. Más vale ser abyecto sin esfuerzo que «noble» por imitación o persuasión. Siendo preferible un vicio innato a una virtud adquirida, uno se siente necesariamente incómodo ante aquellos que no se aceptan, ante el monje, el profeta, el filántropo, ante el avaro esclavo del gesto, el ambicioso de la resignación, el arrogante de la prevención, ante todos los que se vigilan, sin exceptuar al sensato, el hombre que se controla y se constriñe, aquel que no es nunca él mismo. La virtud adquirida forma un cuerpo extraño, no la amamos ni en nosotros ni en los demás: es una victoria que nos persigue, un éxito que nos agobia y hace sufrir aun cuando nos sintamos orgullosos de él. Que cada quien se contente con lo que es: ¿no es acaso tener predilección por la tortura y la desgracia querer ser mejor a toda costa?
 No hay libro edificante, ni inclusive cínico, en donde no se insista sobre los daños de la cólera, esa hazaña, esa gloria del furor. Cuando la sangre se sube a la cabeza y empezamos a temblar, en ese instante se anula el efecto de días y días de meditación. Nada más ridículo ni más degradante que tal acceso, inevitablemente desproporcionado a la causa que lo desencadenó; sin embargo, pasado el acceso se olvida el pretexto, mientras que un furor concentrado corroe hasta el último de nuestros suspiros. Lo mismo sucede con las humillaciones que nos han infligido y que hemos soportado «dignamente». Si ante la afrenta que nos fue hecha, reflexionando en las represalias, hemos oscilado entre la bofetada y el perdón, esta oscilación, al hacernos perder un tiempo precioso, habrá consagrado nuestra cobardía. Es una vacilación de graves consecuencias, una falta que nos oprime, mientras que una explosión, aunque termine en algo grotesco, nos hubiera aliviado. Tan penosa como necesaria, la cólera nos impide ser presa de obsesiones y nos ahorra el riesgo de complicaciones serias: es una crisis de demencia que nos preserva de la demencia. Mientras podamos contar con ella, con su aparición regular, nuestro equilibrio estará asegurado, y también nuestra vergüenza. Es cierto que la cólera es un obstáculo para el avance espiritual pero para el escritor (ya que es su caso el que tratamos aquí) no es bueno, incluso es peligroso que llegue a dominar sus arranques. Que los sustente como pueda, bajo pena de muerte literaria.
 En la cólera uno se siente vivir, pero como desgraciadamente no dura mucho, hay que resignarse a sus subproductos que van desde la maledicencia hasta la calumnia y que, de todas maneras, ofrecen más recursos que el desprecio, demasiado débil, demasiado abstracto, sin calor ni aliento, e incapaz de procurar el menor bienestar. Cuando uno se aparta del desprecio descubre maravillado la voluptuosidad que hay en ensuciar a los demás, se encuentra uno al mismo nivel que ellos, no está más solo. Antes uno examinaba a los otros por el placer teórico de encontrar su punto débil, ahora para derribarlos. Quizá no debería uno ocuparse más que de sí mismo: es deshonroso, es innoble juzgar a los otros; sin embargo, es lo que todo el mundo hace, y abstenerse equivale a estar fuera de la humanidad. El hombre es un animal lleno de hiel, y cualquier opinión que emite sobre sus semejantes lleva ya algo de degradación. No es que no pueda hablar bien de los demás, pero experimenta una sensación de placer y de fuerza sensiblemente menor que cuando habla mal. Si rebaja y ajusticia a sus semejantes, no es tanto para dañarlos como para salvaguardar sus propios residuos de cólera, sus restos de vitalidad, para escapar a los efectos debilitadores que trae consigo una larga práctica del desprecio.
El calumniador no es el único que saca provecho de la calumnia, pues ésta le sirve igual, o más, al calumniado, a condición, sin embargo, de que la resienta vivamente, pues de esta manera le confiere un vigor insospechado, tan provechoso para sus ideas como para sus músculos; la calumnia lo incita a odiar; ahora bien, el odio no es un sentimiento sino una fuerza, un factor de diversidad, que hace prosperar a los seres a expensas del ser. Cualquiera que aprecie su status de individuo, debe buscar todas las ocasiones en que se vea obligado a odiar; siendo mejor la calumnia, estimarse su víctima, es emplear una expresión impropia, es desconocer las ventajas que se pueden sacar de ella. Tanto el mal que se dice de nosotros como el mal que se nos hace, sólo es válido si nos hiere, si nos fustiga y despierta. ¿Tenemos la desgracia de ser insensibles a él? Caeremos entonces en un desastroso estado de vulnerabilidad, pues perdemos el privilegio inherente a los golpes dados por los hombres, e incluso a los dados por la suerte (quien está por encima de la calumnia, estará sin dificultad por encima de la muerte). Si lo que se dice de nosotros no nos atañe de ninguna manera, ¿por qué agotarse en una tarea inseparable de las aprobaciones exteriores? ¿Se puede concebir una obra que sea producto de una autonomía absoluta? Volverse invulnerable es cerrarse a la casi totalidad de las sensaciones que se tienen en la vida en común. Mientras más se inicia uno en la soledad, más se desea abandonar la pluma. ¿De qué y de quién hablar si los otros no cuentan ya, si nadie merece la dignidad de enemigo? Dejar de reaccionar ante la opinión ajena es un síntoma alarmante, una superioridad fatal adquirida en detrimento de nuestros reflejos y que nos sitúa en la posición de una divinidad atrofiada, feliz de no moverse más porque encuentra que nada merece que se haga ni siquiera un gesto. Por el contrario, sentirse existir es empecinarse en aquello que es manifiestamente mortal, es dedicar un culto a la insignificancia, irritarse perpetuamente en el seno de la inanidad, buscarle tres pies al gato.
 Aquellos que ceden a sus emociones o a sus caprichos, aquellos que se dejan llevar por la cólera a lo largo de todo el día, están a salvo de trastornos graves. (El psicoanálisis sólo interesa a los anglosajones y a los escandinavos que tienen la desgracia de «saber comportarse»; en cambio, apenas si intriga a los pueblos latinos.) Para ser normales, para conservarnos en buena salud, no deberíamos tomar ejemplo del cuerdo sino del niño: rodar por tierra y llorar todas las veces que se nos venga en gana; ¿hay algo más lamentable que desearlo y no atreverse a hacerlo? Por haber desaprendido las lágrimas nos hemos quedado sin recursos -inútilmente limitados a nuestros ojos. En la antigüedad se lloraba, también en la Edad Media o durante el Gran Siglo (y según Saint-Simon, el rey lo hacía bastante bien). Desde entonces, fuera del intermedio romántico, se desacreditó uno de los más eficaces remedios que jamás haya tenido el hombre. ¿Se trata de un descrédito pasajero o de una nueva concepción del honor? Lo que parece seguro es que toda una parte de los infortunios que nos acosan, todos esos males difusos, insidiosos, indespistables, vienen de la obligación que tenemos de no exteriorizar nuestros furores o aflicciones, y de no dejarnos llevar por nuestros más antiguos instintos.
 Deberíamos tener la capacidad de aullar un cuarto de hora al día, cuando menos, y habría que crear, con ese fin, «aulladeros». «¿La palabra en sí, objetarán algunos, no aligera ya suficientemente?, ¿por qué regresar a usos tan gastados?» Convencional por definición, ajena a nuestras exigencias imperiosas, la palabra está vacía, extenuada, sin contacto con nuestras profundidades no hay ninguna que emane o descienda de ellas. Si en el principio, cuando hizo su aparición, podía servir, ahora es diferente: no hay una sola palabra, ni siquiera aquellas que se transforman en maldiciones, que contenga la menor virtud tónica: la palabra se sobrevive en un largo y lastimoso desuso. No obstante el principio de anemia que padece, ejerce sobre nosotros su influencia nociva. El aullido, por el contrario, modo de expresión de la sangre, nos subleva, nos fortifica y a veces nos cura. Cuando tenemos la dicha de entregarnos a él de inmediato nos sentimos próximos a nuestros lejanos ancestros que, seguramente, rugían sin parar en sus cavernas, todos, incluso aquellos que embadurnaban las paredes. Contrariamente a esos tiempos felices, hoy estamos reducidos a vivir en una sociedad tan mal organizada que el único lugar donde se puede aullar impunemente es el asilo de locos. De esa manera nos está prohibido el único método que tenemos para desembarazarnos del horror que nos producen los demás y del horror de nosotros mismos. ¡Si por lo menos hubiera libros de consuelo! Pero hay muy pocos, por la sencilla razón de que no hay consuelo, ni podrá haberlo mientras no se sacudan las cadenas de la lucidez y la decencia. El hombre que se contiene, que se domina en todo encuentro, el hombre «distinguido» es, en suma, un perturbado virtual. Lo mismo sucede con cualquiera que «sufre en silencio». Si tendemos a un mínimo de equilibrio, auspiciémonos en el grito, no perdamos ninguna ocasión de hacerlo y de proclamar su urgencia. El furor nos ayudará, ya que, por otra parte, procede del fondo mismo de la vida. Así, no es de extrañar que la cólera sea particularmente efectiva en las épocas en que la salud se confunde con la convulsión y el caos, en las épocas de innovación religiosa. No hay compatibilidad posible entre religión y sensatez: la religión es conquistadora, combativa, agresiva, sin escrúpulos, carga con todo y no le preocupa ni se detiene ante nada. Lo admirable en ella es que consiente en favorecer nuestros más bajos sentimientos, sin lo cual, por supuesto, no haría presa de nosotros tan fácilmente. Con ella puede uno ir tan lejos como se quiera, en cualquier dirección. Impura, puesto que es solidaria de nuestra vitalidad, nos invita a todos los excesos y no fija un límite ni a nuestra euforia ni a nuestro derrumbe en Dios.
 Y es porque la sensatez no dispone de ninguna de estas ventajas, por lo que resulta tan nefasta para el que quiere manifestarla y ejercer sus dones. La cordura es ese continuo despojo al cual sólo se acerca uno saboteando lo que se posee de irreemplazable, para bien y para mal. La sensatez no desemboca en nada, es el callejón sin salida erigido como disciplina. ¿Qué puede oponer al éxtasis que excusa y redime a las religiones en su totalidad? Únicamente un sistema de capitulaciones: la retención, la abstención, el retroceso, no sólo con respecto a este mundo sino a todos los mundos, una serenidad mineral, un gusto por la petrificación -tanto por miedo al placer como al dolor. Al lado de un Epicteto, cualquier santo, cristiano o de otra doctrina, parece un rabioso. Los santos son temperamentos afiebrados e histriónicos que seducen y arrebatan: halagan las debilidades de los otros en la misma violencia que ponen al denunciarlas. Por otra parte, se tiene la impresión de que con ellos uno podría entenderse: bastaría un mínimo de extravagancia o de habilidad. Con los sensatos, por el contrario, ni compromiso ni aventura. Encuentran el furor odioso y hacen a un lado todas sus manifestaciones al asimilarlas a una fuente de trastornos. El hombre de cafard piensa que se trata más bien de una fuente de energía y se acoge a ella porque la sabe positiva, dinámica, aunque pueda volverse contra él mismo.
 No es durante la inercia cuando uno se mata, es en un acceso de furia contra sí (Ayax perdura como el prototipo del suicida), es la exasperación de un sentimiento que podría definirse de la siguiente manera: «Ya no puedo soportar por más tiempo el estarme decepcionando de mí mismo.» De este sobresalto supremo en lo más profundo de una decepción de la cual somos objeto, aunque sólo lo hubiéramos presentido en raros intervalos, guardaríamos la obsesión a pesar de haber decidido no matarnos. Si a través de los años una «voz» nos asegurara que no levantaríamos la mano contra nosotros, esa voz, con la edad, iría haciéndose menos perceptible. Así es como, mientras más avanzamos, más estamos a merced de algún silencio fulgurante.
 Aquel que se mata demuestra que bien podía haber matado, que incluso sentía ese impulso, pero que lo dirigió contra sí mismo. Y si tiene aspecto taimado, por debajo, es porque sigue los meandros del odio a sí mismo, y porque medita, con pérfida crueldad, el golpe bajo al cual sucumbirá, no sin antes haber reconsiderado su nacimiento, que se apresurará a maldecir. Es, efectivamente, al nacimiento al que hay que detestar si se quiere extirpar el mal de raíz. Abominarlo es razonable y, no obstante, difícil e inhabitual. Uno se rebela contra la muerte, contra lo que debe sobrevivir; el nacimiento, suceso irreparable en otro sentido, se hace a un lado, no nos preocupamos por él: se presenta tan lejano en el pasado como el primer instante del mundo, y sólo aquel que sueña con suprimirse se remonta hasta él; se diría que no puede olvidar el mecanismo innombrable de la procreación y que trata, a través de un horror retrospectivo, de aniquilar el germen mismo del que ha salido.
 Inventivo y emprendedor, el furor de la autodestrucción no se limita a arrancar al individuo de la torpeza, también se apodera de las naciones y les permite renovarse haciéndoles cometer actos en contradicción flagrante con sus tradiciones. Aquella nación que parecía encaminarse hacia la esclerosis, se orientaba en realidad hacia la catástrofe y se hacía secundar por la misma misión que se había arrogado. Dudar de la necesidad del desastre es resignarse a la consternación, es situarse en la imposibilidad de comprender la boga de la fatalidad en ciertos momentos. La clave de todo lo inexplicable que hay en la historia bien podría encontrarse en el furor contra sí, en el terror a la saciedad y a la repetición, en el hecho de que el hombre preferirá siempre lo inesperado a la rutina. El fenómeno se concibe igualmente a nivel de las especies. ¿Cómo admitir si no que tantas de ellas hayan desaparecido sólo por el capricho del clima? ¿No es más verosímil que los grandes mamíferos, al cabo de millones y millones de años, hayan terminado por estar hartos de tanto arrastrarse por la superficie del globo y hayan alcanzado ese grado explosivo de hastío en el que el instinto, rivalizando con la conciencia, disputa consigo mismo? Todo lo que está vivo se afirma y se niega en el frenesí. Dejarse morir es signo de debilidad; aniquilarse, de fuerza. Lo que es de temer es la caída en ese estado en el que ya ni siquiera es posible imaginar el deseo de destruirse.
 Es paradójico, y quizá deshonesto hacer el proceso de la indiferencia después de haberla presionado durante tanto tiempo para que nos diera la paz y nos otorgara la incuriosidad del cadáver. ¿Por qué retrocedemos cuando por fin empieza a decidirse y aún conserva para nosotros el mismo prestigio? ¿No es acaso una traición este encarnizamiento contra el ídolo que más hemos venerado?
 Un elemento de felicidad entra innegablemente en todo cambio súbito, incluso se adquiere una sobrecarga de vigor: el renegar rejuvenece. Nuestra fuerza se mide por el número de creencias a las que hemos abjurado; así, cada uno de nosotros debería concluir su carrera como desertor de todas las causas. Si, a pesar del fanatismo que nos ha inspirado, la Indiferencia acaba por asustarnos, por parecernos intolerable, es porque, justamente, al suspender el curso de nuestras deserciones, ataca el principio mismo de nuestro ser y detiene su expansión. ¿Llevará en sí alguna esencia negativa de la cual no hemos sabido desconfiar a tiempo? Adoptándola sin reservas no podíamos evitar esas angustias de la incuriosidad radical en las que no se sumerge uno sin salir irreconocible. Aquel que solamente las ha entrevisto, no aspira ya a parecerse a los muertos ni a mirar como ellos hacia otra parte, hacia cualquier cosa, salvo hacia la apariencia. Lo que quiere es regresar hacia los vivos y volver a encontrarse, cerca de ellos, con sus antiguas miserias, las que ha pisoteado en su prisa hacia el desapego.
 Seguir los pasos de un sensato, si uno no lo es ya de por sí, es descarriarse. Tarde o temprano uno se fatiga de él, rompe todo lazo, aunque sólo sea por la pasión de la ruptura, le declara la guerra, como hay que declarársela a todo, empezando por el ideal que no se pudo alcanzar. Cuando se ha invocado durante años a Pirrón y a Lao Tse, ¿es acaso admisible traicionarlos en el momento en que se estaba más que nunca imbuido de sus enseñanzas? Pero, al traicionarlos de una vez por todas, ¿puede uno tener la presunción de considerarse su víctima cuando lo único que se les podría reprochar es que están en lo cierto? No es de ninguna manera confortable la condición de aquel que, después de haberle pedido a la sensatez que lo liberara del mundo y de sí mismo, termina por execrarla, por no ver en ella un obstáculo más.


Cioran Emil E. La caída en el tiempo. Planeta-Agostini, Barcelona, 1986. Págs. 121-138. Traducción de Esther Seligson.

No son los males violentos los que nos marcan, sino los males sordos, los insistentes, los tolerables, aquellos qué forman parte de nuestra rutina y nos minan meticulosamente como el tiempo.


Podemos estar orgullosos de lo que hemos hecho, pero deberíamos estarlo mucho más de lo que no hemos hecho. Ese orgullo está por inventar.


Algunos tienen desgracias, otros obsesiones. ¿Quiénes son más dignos de lástima?


La naturaleza, buscando una fórmula que pudiera satisfacer a todo el mundo, escogió finalmente la muerte, la cual, como era de esperar, no ha satisfecho a nadie.


Mi misión es matar el tiempo y la de éste matarme a su vez. Se está bien entre asesinos.


¿Qué sería de nuestras tragedias si un insecto pudiera contarnos las suyas?

A los últimos a quienes perdonamos su infidelidad es a aquellos a quienes hemos decepcionado.


Podemos imaginarlo todo, predecirlo todo, excepto hasta dónde podemos hundirnos.
Sé que mi nacimiento es una casualidad, un accidente sin importancia, y, no obstante, apenas me descuido me comporto como si se tratara de un acontecimiento capital, indispensable para la existencia y el equilibrio del mundo.


Siempre tenemos la impresión de que podríamos hacer mejor lo que los otros hacen. Desgraciadamente, no tenemos el mismo sentimiento hacia lo que nosotros mismos hacemos.


El límite de cada dolor es un dolor mayor.


El hecho de que la vida no tenga ningún sentido es una razón para vivir, la única en realidad.


Los dolores imaginarios son, con mucho, los más, reales ya que se les necesita constantemente y se inventan porque no es posible prescindir de ellos.


Miro las horas pasar... que es mucho mejor que intentar llenarlas.

La mentira es una forma de talento.


Desconfiad del rencor de los solitarios que dan la espalda al amor, a la ambición, a la sociedad. Se vengarán un día de haber renunciado a todo eso.

Émile Michel Cioran

(Émile Michel Cioran; Rasinari, 1911 - París, 1995) Filósofo francés de origen rumano cuyo pensamiento se caracteriza por su extremo pesimismo y nihilismo. Hijo de un pope rural, estudió filosofía en Bucarest, tras lo que escribió una tesis sobre Bergson. Viajó a Alemania y fue por breve tiempo profesor de filosofía en Brasov. Logró en 1937 una beca del Instituto Francés de Bucarest y marchó a París, donde, con alguna ausencia, residió hasta su muerte.
 
Émile Cioran
Comenzó escribiendo en lengua rumana, en su país y en Francia, en la que produjo libros, anticipatorios algunos de su marcada actitud pesimista y retadora de las ideologías y las convenciones sociales, comoEn las cimas de la desesperación (1934), El libro de las quimeras (1936), De lágrimas y de santos (1937), El ocaso del pensamiento (1940) y Breviario de los vencidos (escrito durante la ocupación nazi de París). El primero tuvo una gran acogida, pero el tercero provocó un fuerte escándalo, que consolidó su decisión de quedarse en París.
En 1946 renunció a su nacionalidad y se declaró apátrida. En 1947, mientras traducía al rumano a S. Mallarmé, decidió adoptar el francés como lengua de expresión. Breviario de podredumbre (1949) será su primer texto escrito en francés, a modo de desafío a sus raíces y a la afectividad que se vincula con ellas y con el idioma.
Su producción ensayística es inmensa, resuelta en numerosos casos por medio del aforismo y la paradoja, que le proporcionaron la libertad de polemizar sin necesitar de un sistema para hacerlo, fustigar y exponer sus opiniones y análisis. Entre sus numerosos libros figuran Silogismos de la amargura(1952), La tentación de existir (1956), La caída en el tiempo (1964), Del inconveniente de haber nacido(1973). Cada uno de ellos es un ataque furibundo a las ideologías, religiones y filosofías creadas por los seres humanos para justificar su comportamiento.


Su vida y su obra, indisociables, se sitúan en la periferia de lo establecido, al margen de cualquier convencionalismo. Así, renunció al término "filósofo", adoptando el de "pensador orgánico", según el cual, todo acontecimiento vivido, físico o intelectual, es aprovechado para moldear un cuerpo conceptual. Su estilo escapa del usual rigor formal de los filósofos, adquiriendo maneras más libres y literariamente ricas, poéticas incluso.
Su obra surge de un impulso interior negativo, fruto de una conciencia del sinsentido de la existencia y de una voluntad de oponerse a éste mediante el ejercicio terapéutico de la escritura. En sus textos, Cioran se muestra convencido de la naturaleza intrínsecamente maligna de la humanidad, y se complace en la recreación de la cara oscura de ésta, para extraer conclusiones en absoluto tranquilizadoras. En sus últimos tiempos abrazó el budismo
Libro a libro, Cioran fue afirmando su personalidad nihilista y marginal que, sin embargo, fue creciendo en popularidad. Con su radical libertad de pensamiento (que regía también su vida personal, al igual que el ascetismo y la actitud burlona hacia todo lo que le rodeaba), Cioran es uno de los pensadores más creativos y originales del siglo XX, por mucho que para su desprecio y diversión fuera a menudo calificado de hereje, provocador, "esteta de la desesperación" o "cortesano del vacío", a causa de su amargura y su visión corrosiva. Por otra parte, él se calificaba a sí mismo de "hombre sin biografía" y se aplicaba otras consideraciones igualmente burlonas. Otras obras suyas son Ejercicios de admiración (1986) y El crepúsculo del pensamiento(1991).


De la serie documental francesa "Un siècle d'écrivains" que realiza biografias y aborda el pensamiento de personajes del siglo XX, principalmente de filosofos y artistas; hicieron un capitulo sobre el escritor y filosofo ((?), aunque tal adjetivo le hubiera horrorizado) Emil Cioran (1911-1995), el pensador pesimista (?) por supremacia, el nihilista (?) y agobiado por la existencia (aqui si no hay un signo de interrogacción)... Sus escritos abordan tan diversos temas como el absurdo, la decadencia, el aburrimiento, alienación, la historia, dios y tanto otros temas que se observaran en el documental... No hace falta palabras, nada más observar este documental muy bien realizado.
El documental se encuentra en online (youtube) y para descargar, con subtitulos.


 

Link:
Cioran malgré lui

Bibliografia - Español

En las cimas de la desesperación (Pe culmile disperării, 1934) (Tusquets Editores)

El libro de las quimeras (Cartea amăgirilor, 1936) (Tusquets Editores)

El ocaso del tiempo (Le Crépuscule des pensées, 1940)

Breviario de podredumbre (Précis de décomposition, 1949) (Taurus, 1988)

La tentación de existir (La tentation d'exister, 1956) (Taurus, 1979)

Historia y Utopía (Histoire et Utopie, 1960)

La caída en el tiempo (La chute dans le temps, 1966)

El aciago demiurgo (Le mauvais demiurge, 1969) (Círculo de Lectores, 1993)

Del inconveniente de haber nacido (De l'inconvénient d'être né, 1973)

Desgarradura (Écartelèment, 1979)

Adiós a la filosofía y otros textos (Alianza Editorial, 1982)

Anatemas y admiraciones (Aveux et anathèmes, 1987, y Exercices d'admiration, 1986)

Conversaciones con Fernando Savater, Simone Boué, Matei Calinescu, Ana Simon...
Carlos Cañeque / Maite GrauEditorial Sirpus, 2008



París sin Ciorán 

París sin Ciorán queda vacía de rebeldía genuina, no literaria. Con urgencia reeditan sus obras y hasta sus libros primeros, todavía escritos en rumano, su lengua materna. Gallimard publicó un tomo de mil páginas de una parte de las memorias de su vida en París.


¿Por qué se sigue hablando de un pensador que desdeñó la filosofía, asistemático y hasta contradictorio, sin ninguna simpatía por el: objeto de todo pensar y filosofar que es el Hombre?
¿Cuáles eran las atracciones de este enigmático rumano autoparisino?



Se tiene nostalgia de Ciorán, se extraña su presencia, porque se añora la autenticidad. Todos los pensadores se vuelven filósofos organizados o políticos, u opinantes previsibles al servicio de la industria editorial. Ciorán fue como un poeta que escribiese filosofía: vivió descuidado de su fama y de su negocio, enamorado de sus hallazgos, justezas y provocaciones. Esas frases o fragmentos de frases que anotaba durante sus caminatas por el Barrio Latino.



Había llegado a París en 1938, desde su Rumania natal, con una beca, y se quedó para siempre. En 1939, cuando la guerra logró evitar que lo envíen a Rumania y lo movilizasen para las batallas de entonces, siempre estúpidas cuando se las analiza veinte años después, siempre heroicas para el que las declara.
Ciorán, hijo de pastor, tuvo una formación metafísica y moralizante, dentro de los esquemas tradicionales de la filosofía europea. Su sentido crítico se fue transformando en escepticismo y cierto sarcasmo hacia el pensamiento de su época. Así como hay, pensadores que respetan y se ubican en los sistemas en boga y hacen su carrera pedagógica y académica dentro del signo o scudería optada, Ciorán se fue quedando al margen. Se erigió en un crítico sarcástico e involuntario de un tiempo de "grandes ideas" y universalismos que terminaban en las astutas manipulaciones de los mercaderes y comisarios, que se repartieron el poder en este siglo criminal que ya expira.



Le tocó el Occidente del nihilismo y de la decadencia. Su respuesta fue la autenticidad del pensar, la soledad y una sonrisa sarcástica ante los "bien pensantes" que se sucedían, desde Bertrand Russell, hasta Sartre y Camus y ahora esos \"nuevos filósofos\" comerciales de la Francia de nuestros días.
Ciorán había visto sucederse, desde su difícil soledad, todas esas corrientes triunfales: existencialistas, neocristianos salvacionistas, estructuristas, formalistas, antropologizantes, criptomarxistas, pragmatistas, etc.
Cultivó el oficio de pensar con la independencia de un Montaigne. Creó un lenguaje admirable y admirado donde la fuerza del rumano?latino sostenía la sutileza demasiado delicada del francés.



Ya desde Nietzsche la noción del hombre como recipendiario de las cualidades de Dios en la Tierra, había caído bajo sospecha. (En este sentido Nietzsche prefirió el escepticismo de Hobbes al entusiasmo humanista y laico de Rousseau.)
Ciorán rompió definitivamente con la corriente de autoalabanza: para él el hombre es un ser imperfecto y lamentable. Más un asesino en potencia que candidato a la santidad. La "Historia" es un río sangriento. Bastaría recordar algunos de los títulos que prueban la irreverencia de Ciorán: La tentación de existir, Del inconveniente de haber nacido. La caída en el tiempo, El impulso hacia lo peor. Son títulos que casi ironizan sobre el autoelogio humano de creerse la especie superior y digna de respeto en el orden creado.



Alguna vez, escuchando sus ironías y sarcasmos, que era su forma de rebelarse ante la estupidez de la política y de los poderes dominantes y asfixiantes, pensé que sería el último guerrero sarmung, esa secta de Gurdieff ubicada en el centro de Asia, de raíz zoroastriana, y que tenía como mandato impedir la proliferación del hombre sobre la Tierra. Combatían el amor, como peligro obvio y sólo toleraban la reproducción con el fin de conseguir los guerreros necesarios para continuar con su descomunal combate para preservar el mundo de la maldad humana. Una secta tan santa como los famosos assassinis.



Sin entenderse bien el tema, se acusó a Ciorán de defender el suicidio. En este sentido hay, que aclarar que el rumano pensaba este problema desde una dimensión parecida a la de los romanos: la posibilidad de decretar el propio fin más bien nos fortalece y nos ayuda a soportar la vida en las situaciones extremas. Los romanos jamás confundieron vida con duración. La dignidad heroica se opone al sentido judeocristiano de la vida como un aferramiento indigno.



El rebelde Ciorán pudo escribir: "Todo nacimiento me hunde en la consternación. Es insensato que se pueda mostrar un bebé, que se exhiba ese desastre virtual y que nos alegremos de su presencia...".



Ciorán se cansó del autoelogio filosófico y antropológico del hombre. La condición humana es el peligro cósmico. El hombro, el animal desleal por excelencia. En el siglo donde culmina su poder tecnológico, acaba al mismo tiempo con cien especies animales y vegetales, por día; quedan unas pocas familias de espléndidos tigres y un puñado de ballenas azules que flotan en un océano que huele a excremento de ciudades y a petróleo de sentina. ¡Cómo no extrañar los diálogos peripatéticos con Ciorán por las calles del Barrio Latino! ¿Cómo no recordar sus ataques furibundos contra el plagiario sublime de Sartre, contra su mujer causante de las páginas más negras de feminismo equivocado, contra esos políticos sometidos, en nombre de la democracia, a todas las entregas imaginables, a los poderes de la economía y la técnica?
Decía cosas terribles y nos miraba con sus ojos azules, desde la convicción honestísima de quien denuncia una época manejada por tabúes del pensamiento o de la política.



Como lo define brillantemente Gabriel Matzneff: "Era un hipocondríaco tónico cuya obra nos insufla la energía de vivir y no el deseo de morir".



Bien sospechaba Unamuno que en todo anarquista hay un teólogo al revés. Ciorán, lo supo destacar su comentarista y amigo Matzneff, es un despechado no de Dios, sino de este dios de la decadencia occidental. Se revela ante el dios represivo del judeocristianismo y ve en Pablo el "gran corruptor" que llevará a occidente a la cultura de la enfermedad espiritual crónica y pandémica.



Pero sólo lo emociona la aventura religiosa y poética de ese hombre que desprecia al verlo adorar la decadencia. .Anota en 1937: "Un filósofo no escapa de la mediocridad más que por las puertas del escepticismo o de la mística, esas dos formas de desesperación ante el conocimiento. El misticismo es una evasión fuera del conocimiento, el escepticismo es un conocimiento sin esperanza. Son dos formas de decir que el mundo no tiene solución...".



Y hablando de sus amigos del exilio rumano pudo decir: "Todos nosotros, con Mircea Eliade a la cabeza, somos creyentes, somos espíritus religiosos sin religión"... "Los filósofos de Occidente tienen sangre fría. Sólo hay calor cerca de Dios."



Y sin embargo, se burlará de estos arranques: \"Si yo creyera en Dios, mi fatuidad no tendría límites: me pasearía desnudo por las calles."



¿Cómo no extrañar a espíritus como el de Ciorán en estos años de chatura, de tierra de nadie espiritual?



Ciorán le devolvió al pensamiento filosófico, en Francia tan abstracto y determinado por el estilo académico, una calidad expresiva, de lenguaje, indispensable. Le devolvió al filosofar el hábitat del lenguaje poético, libre. La hipócrita imposición del estilo académico tiene una consecuencia castradora en el pensar. Le impide el riesgo, la sutileza, el camino de la contradicción y lo tangencial. En la escritura filosófica y ensayística de Iberoamérica padecemos ese reverencialismo limitador, como si Unamuno, Montaigne y Nietzsche no hubiesen existido. Ciorán, en Francia y en Europa, es la sonrisa que libera a quienes en medio de la mayor crisis de valores y de, pensar de la historia reciente, limitan su palabra a la jerga del claustro y de la monografía doctoral.



¿Cómo no extrañar al escritor que en estos tiempos de banalidades, de best sellers, afirma: "No se deberían escribir libros más que para decir cosas que uno no osaría confiarle a nadie"?



Abel Posse