Tom Wolfe Retrato descarnado de las elitistas universidades norteamericanas,

"Hay que hacer un mundo protegido de la hipocresía."
T.Wolfe
| Autor: James Nava














Novela de Tom Wolfe, uno de los grandes de la literatura norteamericana. Ambientada en un campus universitario, adonde llega una brillante alumna de un pequeño pueblo de North Carolina, becada debido a sus excelentes calificaciones académicas.
Tom Wolfe realiza un retrato descarnado de algunas de las elitistas universidades norteamericanas, en especial de las que forman la Ivy League. No deja títere con cabeza y realiza un repaso del microcosmos humano habitual que pueblan estos campus: las jóvenes ricas y descerebradas, los deportistas, las hermandades, los profesores, los antiguos alumnos, los nuevos…
La novela es una llamada de atención sobre la banalidad, la corrupción, el sexo sin amor, las drogas, la pedantería, la autocomplacencia e idiotez de las clases acomodadas, encerrados en sus ricas e irreales vidas. Y un reflejo de cómo una chica “auténtica” del campo, con sus valores tradicionales, choca contra este mundo de forma clamorosa.
En suma, es una denuncia de la crisis de valores que azota la sociedad desde hace ya mucho tiempo, que empieza su degeneración muy a menudo en la universidad y prosigue después en la vida adulta.
Una novela muy bien escrita, que incluye el lenguaje típico que podemos escuchar actualmente en muchos jóvenes, perfectamente documentada, con un ritmo adecuado que se hace entretenido y una buena historia que contar.


Les dejo la síntesis del argumento:

Charlotte Simmons, una brillante estudiante de una diminuta y puritana población de Carolina del Norte, obtiene, gracias a una beca, la posibilidad de estudiar en la prestigiosa y selecta Universidad de Dupont. Esta entidad, a la altura de Harvard o Yale, alberga a la flor y nata de la juventud americana en un suntuoso entorno de capiteles góticos y de césped primorosamente cuidado.
Charlotte, que por fin ha dejado atrás el mundo de pueblerinos aficionado a mascar tabaco y trasegar cerveza, no tarda en descubrir, sin embargo, que el espíritu de Dupont se parece más al de Sodoma que al de Atenas, y que el sexo, las drogas y el alcohol juegan un papel mucho más destacado que el saber y los libros de texto.
Una serie de personajes, magistralmente retratados, contribuirán a abrirle los ojos: Beverly, su compañera de habitación, obsesionada con el sexo, la ropa de marca y los deportistas del campus; Jayjay Johanssen, el único titular blanco del equipo de baloncesto de Dupont, que ve peligrar su puesto por la aparición de un as negro salido de los suburbios de la ciudad; Hoyt Torpe, un golfo redomado, aunque con estilo y clase, que lidera el círculo más exclusivo y desmadrado de la universidad; y Adam Seller, un intelectual judío, redactor del periódico del campus, que se gana el sustento repartiendo pizzas y escribiéndoles los trabajos académicos a los deportistas que no tienen tiempo ni cerebro para hacerlos.
Poco a poco, Charlotte irá adquiriendo conciencia del poder que le otorgan su singularidad y su inocente belleza, y llegará a desempeñar un efecto catalizador en la vida de todos ellos.
Novela recomendable cien por cien.
Autor: Tom Wolfe
Título: Soy Charlotte Simmons
Pags: 897
Ediciones B

http://www.jamesnava.com/2010/06/04/soy-charlotte-simmons-tom-wolfe/
Tom Wolf, en su casa de Nueva York.
Tom Wolf, en su casa de Nueva York



Élites tóxicas
RENÉE LÓPEZ DE HARO 26 JUN 2011



Todo parece conjurarse para que el desbarajuste y la confusión acaben por convencernos de que el presente es un caos y de que, nosotros también, estamos locos. Pues no, amigos. Seguro que todos conocemos gente perfectamente cuerda, incluso dentro de estos indignados (del 15-M) que si no han dado el paso a la abierta rebeldía -las élites tóxicas tratan de contaminarlos con su violencia- es precisamente porque les mueve una sensatez pedestre, democrática al fin.
A estas alturas, está perfectamente estudiado y definido -hasta por películas- cómo y por qué se ha llegado a una situación de miseria moral (los ricos reciben limosna de los pobres ante las narices atónitas de nuestros representantes democráticos) que puede parecer un tráiler del "fin del mundo". Esta miseria moral, impulsada por minorías tóxicas, promueve el miedo y la parálisis para tener el campo libre.

Es llamativo que los medios, tan dados a personalizar, no pongan nombres y apellidos a los "mercados"
Nada nuevo. La historia ha conocido crisis, dificultad y terror, pero, a largo plazo, acaba venciendo lo que permite tener esperanza en la humanidad. Pura supervivencia de la inteligencia frente a la estupidez.
Olvidar que siempre es una minoría -enloquecida, ciega- la que crea los grandes problemas es un enorme error. Lo llamativo es que nuestra cultura mediática, maniática del género people y de personalizar éxitos o fracasos, mantenga tan descomunal recato e incapacidad para nombrar a los promotores de estilos de vida tóxicos. Así, se recurre a la fabulosa abstracción de "los mercados" y a la ingeniosa generalización de que "todos somos culpables" por haber creído la fantasía thatcheriana del "capitalismo popular", inventada por Milton Friedman, padre de los muy tóxicos Chicago boys. (Si llego a saber la influencia que tendría el señor Friedman cuando le entrevisté en mi juventud periodística, en 1973, me lo hubiera tomado más en serio). Los fantasmales "mercados" encuentran su réplica en ese latiguillo prepolítico de los indignados: en ambos casos, la realidad no tiene nombres.
Pero ahí están esas élites tóxicas que, como dicen Alain Touraine y Edgar Morin en sus últimos libros, "han destruido la idea de sociedad". Y, de paso, la idea de Europa y todo lo que ha representado el método europeo de colaboración y trabajo inclusivo.
¿Quiénes forman esas élites tóxicas? "La historia es el crematorio de las aristocracias" escribió el sociólogo Vilfredo Pareto, él mismo aristócrata, a finales del siglo XIX, que definió la teoría sobre la circulación de las élites. Acusado de fascista y antidemócrata, describió perfectamente cuando una élite -una minoría que sobresale por sus conocimientos, poder o influencia- se convierte en una aristocracia que utiliza la astucia y la corrupción para mantener su poder. Una conducta tóxica que se repite y en la que sociedades y gentes tropiezan una y otra vez. Actualicémonos.
Desde que el escritor Tom Wolfe los bautizó como "los amos del universo", en su memorable La hoguera de las vanidades (1987), el prototipo no ha hecho otra cosa que crecer, multiplicarse, enredarse, sofisticarse, perfeccionarse y degenerar. Hasta convertirse en unaespecie depredadora que solo entiende la sociedad -esa abstracción que formamos todos los individuos- como territorio de caza.
¿Qué se caza? Poder, dominio, influencia, visibilidad, legitimidad, autoridad: este es el abanico moral del asunto. ¿Demasiado abstracto? Nada de eso: la partida de caza casi siempre se traduce en algo muy concreto y vulgar: dinero. Si, por un casual, el dinero fuera secundario, el gran premio va en especies: vanidad saciada.
La especie tóxica tiene élites representantes en todos los ámbitos, desde la política y las finanzas hasta, incluso, sus víctimas más conspicuas, pasando por escuelas -¿de negocios?- que imparten verdades fundamentalistas sobre una convivencia exclusivamente entre rivales. Los políticos que ignoran la pluralidad y la responsabilidad pública, quienes se benefician de ingresos salvajes y quienes los jalean, quienes mercadean con las víctimas y aquellos que hacen de "el otro" un enemigo, forman élites que sintonizan en la toxicidad.
Su individualismo sin fisuras, su vocación aristocrática, convive con un instinto tribal de comunidad de intereses: ayuda mutua a cambio de protección. Los llamamos lobbies, también "mafias". Con su influencia, la caza adquiere envergadura, autoridad y se transforma en modelo social y estilo de vida tóxico, como si fuera lo normal.
Así llegamos a endeudarnos y pensar que todo estaba a nuestro alcance. Es bueno que hoy se reivindique la austeridad. Lo tóxico es que esa austeridad se aconseje a los pobres: lo que llegue a pagar Dominique Strauss-Kahn por su defensa -lo mínimo son cinco millones de euros- es una obscenidad.
Como siempre, el exceso engendra su fracaso: ya percibimos anticuerpos, antitoxinas. Los síntomas están ahí: empieza a reivindicarse la democracia y la política real. ¿Una pequeña élite, abierta y generosa, puede construir un futuro mejor? Desde luego: las minorías también sirven para eso.
Margarita Rivière es periodista y escritora.



La vida de Charlotte

Tom Wolfe disecciona en su nuevo libro, 'Soy Charlotte Simmons' (Ediciones B), la vida de los universitarios. El autor de 'La hoguera de las vanidades' critica de forma ácida y sin piedad a los jóvenes norteamericanos, y los describe como ávidos de sexo, alcohol y droga. Una obra polémica.
TOM WOLFE 20 MAR 2005


Bettina, Charlotte y su nueva amiga Mimi, otra chica de primero, acababan de regresar de PowerPizza y estaban en el cuarto de la primera, con su habitual batiburrillo de sábanas y mantas arrugadas, almohadas retorcidas, ropa y toallas desparramadas por todas partes, catálogos, manuales y hojas de instrucciones abandonados, estuches de CD, revistas de belleza, paquetes de lentillas vacíos, cargadores sin nada que cargar y pelusa, pelusa y más pelusa. (…)
Y allí estaban las tres, evaluando la situación, que se resumía así: era viernes por la noche y estaban encerradas en una habitación de la residencia sin el más remoto plan.
-Tengo que… Me voy al gimnasio -anunció por fin Mimi.
-¿A las diez y media de la noche del viernes? -se sorprendió Bettina-. Seguro que está cerrado. Además, qué cuelgue. No somos tan patéticas.

-¿Alguna tiene cartas o algún juego de mesa? -sugirió Charlotte.-Bueno, pues ¿qué propones tú?
-¡Va, venga! ¡Que ya no estamos en el insti! -bufó Bettina.
-¿Y una competición de chupitos, de esas que el que pierde tiene que beber? -propuso Mimi.
-¿Chupitos de alcohol? -preguntó Charlotte, intentando tragarse el susto.
-Sí. ¿Sabes lo que quiero decir?
-Sí… -contestó Charlotte, que no lo sabía en absoluto.
-¿Y de dónde vamos a sacar el alcohol? -preguntó Bettina.
-Es verdad -reconoció Mimi. (…)
Comenzaban a llegar gritos procedentes del patio, los chillidos inconfundibles, una vez más, de chicas que pregonaban su falsa angustia ante las payasadas de los chicos, que también metían bastante ruido con su estruendosa respuesta coral de risas varoniles, bramidos y exclamaciones. Para Charlotte, aquellos berridos se habían convertido en el himno de las vencedoras, es decir, de las chicas lo bastante atractivas, lo bastante experimentadas y lo bastante hábiles como para triunfar en Dupont, un éxito que, por lo visto, se medía en función de los chicos. (…)
-Podemos ir a la bolera -aventuró Charlotte.
-Vaaaale -convino Mimi, alargando la palabra con voz cansina-. ¿Alguna tiene coche?
-No.
-No.
-Bueno, pues como que va a ser difícil.
-Vale, pero vamos a algún lado -insistió Bettina-. No sé, a una fiesta de alguna hermandad o lo que sea. Se ve que hay una en Saint Ray.
-¿Estás invitada? -quiso saber Charlotte, mirando también a Mimi para incluirla en la pregunta.
-Da igual -contestó Bettina-. A veces no dejan entrar a algún tío, pero las tías siempre pasan.
-Pero no conocemos a nadie -objetó Charlotte.
-Pues por eso mismo. Vamos a conocer gente. ¿Cómo vamos a hacer amigos si no salimos nunca de este pabellón repleto de colgados?
-¿Está muy lejos? ¿Cómo vamos a ir? ¿Y a volver?
-Con un poco de suerte, no hará falta volver -terció Mimi.
-¿Qué quieres decir? -preguntó Charlotte.
-Pues que a lo mejor conocemos a unos chulazos y no nos hace falta volver a casa. (…)
En el cuarto de Bettina se encontró con dos chicas más que impacientes. Mimi llevaba vaqueros y el top rojo de Bettina con la espalda abierta, y ésta, también vaqueros y una camiseta ajustada, de las caras y elegantes, pero lo que más destacaba era el maquillaje. Las dos tenían los ojos marcados con las sombras de la noche, como los de Beverly cada vez que salía. Las dos eran rubias, pero de repente tenían cejas y pestañas negras. (…)
Al poco estaban andando a oscuras por el paseo Ladding, en la zona más antigua del recinto universitario. (…) El lugar estaba envuelto en un silencio tan profundo que costaba hacerse a la idea de que fueran a toparse con una gran fiesta. (…)
Ascendieron cuatro o cinco escalones bajos hasta el pórtico y cruzaron una puerta de dos hojas muy señorial para toparse con (¡toma ya!) aullidos, golpes sordos, chillidos, gruñidos y demás agonías de guitarras eléctricas, bajos eléctricos, teclados eléctricos, baterías amplificadas, sintetizadores digitales y cantantes jóvenes chillando a grito pelado por alguna extraña razón; un buen escándalo, en resumen, una tormenta que rugía sobre una nube de chicos y chicas que aullaban y gañían, que se retorcían por un lado y por otro, que revoloteaban como gorgojos en un delirante desfile a media luz, mientras un olor a podrido, acre, intenso y dulce iba extendiéndose como gas entre el calor (¡qué calor tan horroroso!) de tantos cuerpos aplastados unos contra otros y entrando en combustión a golpe de adrenalina. (…)
Les cortaba el camino una pesada mesa de madera al otro lado de la cual se sentaban dos chicos con camisas azules ligeramente desabrochadas y enormes cercos de sudor bajo las axilas. (…) Charlotte vio a una chica recia con vaqueros de cintura baja y el ombligo al aire colarse como pudo y seguir adelante sin hacer caso de los de la mesa, y a su espalda Bettina le metía prisas:
-¡No te pares! ¡No te pares!
Así pues, también ella se coló. Tenía la impresión de estar cometiendo una imprudencia, se sentía culpable, estaba asustada y no soportaba el calor. Bettina y Mimi también pasaron y las tres lograron apiñarse.
Mimi se pegó a Charlotte para hablarle por encima del estruendo general.
-¿Lo ves? ¡No es nada del otro mundo! -La seguridad, sin embargo, no se reflejaba en su rostro.
Se quedaron allí unos instantes tratando de orientarse. La tormenta acústica que se abatía sobre ellas procedía… ¿de dónde? Estaban tocando dos grupos, uno en cada extremo de la casa. En la oscuridad, en la otra punta del pasillo, parpadeaban luces estroboscópicas sobre una multitud de caras, blancas un momento y al siguiente en la más absoluta oscuridad, de modo que las propias caras parecían encenderse y apagarse entre risas, gritos y aullidos. Chicos que hacían ostentación de su estado etílico zigzagueaban entre la gente llevando vasos de plástico de medio litro, sonriendo con la boca abierta y dando manotazos a diestro y siniestro. Había dos a los que les temblaban espasmódicamente la cara, los ojos, el cuello y las manos, mientras otros tres los miraban desternillándose de risa. Aquel comportamiento febril dejó muda de asombro a Charlotte. Estaba ante docenas de chicos y chicas que se desgañitaban, sumidos en un éxtasis debido… ¿a qué? Se le iba la vista de una chica a otra en aquel palpitante crepúsculo discotequero. (…)
¿Y los destinatarios de los ardides de seducción que veía por todas partes? Los chicos presentaban el mismo aspecto de todos los días, aunque también sudaban. Camisas con los faldones por fuera de los vaqueros, pantalones caqui, camisetas, polos, bermudas, zapatillas de deporte y chanclas. "Exactamente la misma ropa que un crío de doce años", se dijo Charlotte. Críos con la cara ensombrecida por barbas de una semana, con el pelo sin raya y despeinado, cayéndoles sobre la frente casi como si llevaran flequillo, aunque algunos se habían puesto gomina para darle forma. (…)
Apenas a metro y medio, un chico de caderas anchas y cejas pobladas y oscuras se abrió paso a codazos entre la multitud, borracho con orgullo, enarbolando un vaso de plástico y berreando:
-¡¡Quiero pillar cacho!! ¡¡Tengo que pillar cacho!! ¿Alguien sabe dónde se puede pillar cacho? (…)
La crudeza de aquella gracia dejó a Charlotte aturdida y asustada, presa de un miedo que se acrecentaba por momentos, el miedo a que se produjera una catástrofe de naturaleza desconocida. Charlotte Simmons se había convertido en una náufraga en aquel alboroto infernal ¡y todo el mundo iba a darse cuenta! ¡Debía de parecerles patética! Una niñata de pueblo vestida como una gazmoña en un sitio así, sin maquillaje, un animalillo desamparado en plena tormenta. (…)
Volvió a abrirse paso entre la multitud en busca de Bettina y Mimi. Se topó con un corrillo de chicas y pasó casi pegada a una de ellas, de aspecto exótico y con una melena morena lisa, muy larga y con raya en medio que le enmarcaba la cara.
-Pero ¿qué dices, tía? -gritaba-. ¡Qué va! ¡Si no hicimos nada!
En ese instante un chico corpulento y risueño dio un paso atrás y empujó a Charlotte, cuyo hombro a su vez chocó contra el de la chica, que volvió la cabeza y la miró con ceño desde su capucha de pelo.
-¡Lo siento! -se disculpó Charlotte.
La otra estudió su cara y su vestido estampado sin decir nada, ni siquiera una palabra de reproche. Luego se centró de nuevo en sus amigas y, como si Charlotte se hubiera desvanecido por arte de magia, dijo:
-Las tías de primero es que me dan una rabia… Yo voy a tercero y no tengo novio, pero no me paso todo el día por ahí de guay en plan: "Tío, pégame un polvo". ¡Y ellos como que flipan! Les va la carne fresca cantidad.
Más desesperada que nunca por encontrar refugio, Charlotte se retorció y serpenteó entre la gente para seguir avanzando. (…)
Sintió una mano en el brazo. Se volvió y se topó con un chico que aparentaba más de veinte años. Era asombrosamente guapo, aunque tenía la cara colorada y la frente cubierta de sudor. Todo él le pareció imponente: la hendidura del mentón y la mandíbula recta, el pelo castaño claro perfecto, los ojos color avellana que sin duda se burlaban de ella, la sonrisa que denotaba apenas una pizca de suficiencia, la camisa blanca con cuello de botones (tan recién lavada y planchada que aún se veían las marcas del doblez) y los pantalones caqui, que no estaban sucios, desgastados y deformados como los de los demás chicos, sino lavados y planchados impecablemente, con la raya bien visible. Irradiaba autoridad por todos los poros. Charlotte había quedado atrapada en su red. No quería ni pensar en las palabras que él estaba a punto de pronunciar, que serían "¿quién te ha invitado?" y luego "¿pues entonces qué haces aquí?".
-¡Hola! -exclamó el chico, inclinando la cabeza hacia ella para que lo oyera-. ¿Te molesta que te pregunte una cosa? Seguro que estás superharta de que la gente te diga que te pareces a Britney Spears.
Pero ¿a qué venía aquello? Llevaba un vaso de plástico blanco en una mano, ¿estaría borracho? Charlotte tardó unos instantes en plantearse la posibilidad de que en realidad estuviera ligando con ella. Enrojeció como un tomate y sonrió para evitar que se le notara el nerviosismo. Por fin logró decir:
-Pues no.
¡Pero con qué vocecilla! ¡Y con una sonrisita tan torpe y tan tonta! ¡Y una ambigüedad tan burda! El chico quizás entendería que no se cansaba de que la confundieran con Britney Spears. ¡Qué violenta se sentía entre aquel enjambre de chicas estupendas con el ombligo al aire y falditas de cuero de cintura baja!
El chico volvió a ponerle la mano en el brazo, como si sólo pretendiera sostenerse mientras se acercaba un poco más.
-Bueno, a mí me parece que eres clavada, y los de Saint Ray no decimos mentiras. (…)
Él le dio unas palmaditas en el brazo y añadió:
-No, mujer, que es broma. Sí que te pareces a Britney Spears, pero, si quieres que te sea sincero, lo que pasa es que me apetecía saludarte. -Clavó los ojos en los de ella desde una distancia de quince centímetros. Le puso la mano en el hombro y se lo apretó, como si fuera un mentor a punto de hacer una pregunta muy importante a su joven discípula-. ¿Te lo pasas bien? (…)
-Supongo -respondió-. Más o menos.
Él apartó la mano del hombro, puso la palma hacia arriba y la miró boquiabierto.
-¡Que lo supones! ¡Más o menos! -La mano regresó a su sitio-. ¿Y cómo podemos remediar eso?
Ella seguía sonriendo.
-Es que estoy buscando a dos personas.
-¿Chicos o chicas?
-Dos chicas de mi pabellón, del Patio Menor.
-Ah, qué alivio. En ese caso, ¿bailamos?
La sola idea la aterró. No sabía prácticamente nada sobre bailes modernos, su experiencia en ese campo se limitaba a los bailes country del Grange Hall, en Sparta. No obstante, si recibía las atenciones de un chico tan atractivo no tendría que seguir preocupándose por si estaba de más en la fiesta.
Tardó un poco, pero acabó asintiendo con la cabeza y diciendo con voz tenue:
-Vale.
-¡Perfecto! -exclamó él.
Le dio más palmaditas en el brazo, bebió un sorbo del vaso, le colocó la otra mano en la parte baja de la espalda y empezó a guiarla entre la multitud. Bueno, lo único que hacía era ayudarla, ¿no? No resultaba fácil avanzar entre tanta gente. Hacía un calor espantoso y sudaba tanto que la presión de la palma de su acompañante le pegaba el vestido al cuerpo. ¡Gemidos! ¡Ruidos sordos! La percusión le hacía temblar el tórax. (…)
Junto a una pared, cerca del grupo musical, entre destellos, un chico y una chica bailaban encima de una mesa también por fases. Eran dos cabezas que se meneaban, que aparecían y desaparecían (luz, oscuridad, luz, oscuridad) por fases, unos brazos que se agitaban como aspas de molino por fases, unas piernas que se abrían y se cerraban por fases, pero los dos estaban unidos por la cadera. Ambas pelvis se sacudían y se erguían por fases, sin separarse en ningún momento. Ella llevaba unos vaqueros de cintura tan baja que, cuando se retorcía lo suficiente, se vislumbraba el final de la hendidura entre unas nalgas sudorosas y resbaladizas. Los socarrones "uuuuh", "uuuuh", "uuuuh" de los chicos arremolinados en torno a la mesa hacían cabrillas sobre la cresta del estruendo. Hoyt también aparecía y desaparecía por fases, lo mismo que los brazos de la propia Charlotte, cuya vista fue acostumbrándose gradualmente al fenómeno. Entonces descubrió parejas en la pista que también bailaban así, pubis contra pubis. Dio un respingo. ¡Estaban simulando el acto sexual! ¡Allí delante de todo el mundo! Se acordó de una expresión repugnante de Regina, "follar en seco". ¡Estaban frotándose los genitales! ¡Algunas chicas se encorvaban para que ellos pudieran simular el coito por detrás, toma, toma, toma, toma, como perros en un corral!
Hoyt volvió a pasarle el brazo por detrás, inclinó la cabeza hasta casi pegarla a la de ella y preguntó:
-¿Te apetece bailar?
Charlotte fue incapaz de responder, tan horrorizada se sentía, y rechazó la propuesta con un brusco gesto de la cabeza.
-¡Eh, no puedes hacerme eso! -exclamó él con tono jocoso. ¿O quizá no? Charlotte abrió la boca pero sólo logró componer una sonrisa forzada (al fin y al cabo, no era culpa suya) mientras volvía a sacudir la cabeza. (…)
Él dobló el cuello y la miró fijamente con la lengua clavada en la mejilla, como diciendo: "¿Te crees tú que voy a dejar que te niegues?".
-¡Vamos! -La agarró de la mano y tiró de ella hacia la pista.
-¡Eh! -chilló ella. Un arrebato de rabia irrefrenable-. ¡Suéltame! ¡Déjame! ¡He cambiado de opinión, no quiero bailar!
Él la soltó, sorprendido por aquel arranque, y levantó las manos en actitud defensiva.
-¡Vale, tía! Tranquila, que no pasa nada. -Sonrió de oreja a oreja-. ¿Quién quería bailar? ¡He dicho que iba a darte una vueltecita para que vieras la casa y voy a dártela! (…)
Cuando volvió a colocarle la mano en la parte baja de la espalda y encauzarla desde la terraza hacia el gran salón, Charlotte fue consciente de que debía zafarse, pero… ¡Bettina y Mimi! Estaban en medio de la multitud con varias chicas, entre ellas Hadley, la amiga de la primera, ¡y Bettina la estaba mirando fijamente! La distancia les impedía decirse algo a gritos, pero Charlotte vio que arqueaba las cejas y hacía una mueca que prácticamente decía: "¡Qué fuerte! ¡Menudo chulazo te has buscado!". Mimi se quedó helada y la miró con gesto de sorpresa y envidia. Bettina y ella aún seguían metidas en una manada de novatas. (…)
Cuando quiso darse cuenta, Hoyt ya la había guiado por un mal iluminado y neblinoso pasillo de paredes revestidas de nogal tallado. En las juntas entre panel y panel había medias columnas nervadas del mismo tipo de madera. Los paneles eran tan oscuros que absorbían la poca luz existente. La neblina se convertía en una bruma espesa y los asistentes a la fiesta iban de un lado para otro parloteando y cacareando de forma demencial. (…)
Hoyt volvió a pasarle el brazo por la cintura, como si sólo quisiera hacerla cruzar el umbral. Charlotte se puso rígida por un instante, pero no se soltó. Hoyt solamente quería… ser un buen anfitrión.
-¿Adónde vamos? -insistió.
-Abajo -insistió él.
-¿Y abajo qué hay?
-Ya lo verás. (…)
Cada vez estaba más molesta, y no se tranquilizó cuando Hoyt la hizo entrar en la sala sin soltarla en ningún momento. "¡Que me quite la mano de encima de una vez!". Sin embargo, aquel cuarto subterráneo lleno de gente que bebía y fumaba le dio claustrofobia, y además él era su protector y su carta de presentación, así que dejó que la condujera así hacia lo desconocido. Los estudiantes estaban arremolinados en torno a una antigua barra de madera oscura con reposapiés de latón. Contentos (excesivamente contentos) por haber llegado a un territorio al que no podían acceder los demás, parloteaban, reían y chillaban. La parte inferior de una botella surgió describiendo un arco por encima de las cabezas del enjambre. Charlotte tardó un instante en darse cuenta de que la sujetaba un chico que dirigía el chorro de su contenido, fuera el que fuese, directamente hacia su propia garganta. (…)
Tras la barra había dos negros cuarentones con camisa blanca arremangada dejando los antebrazos al descubierto y corbata negra muy apretada en torno a la garganta. Los dos tenían grandes cercos de sudor bajo las axilas. Ante ellos, sobre la barra, tenían una hilera de botellas de whisky, ron, vino, vodka y otras bebidas más difíciles de distinguir. Todo (fuera cerveza, vino o vodka) se servía en vasos de plástico idénticos.
Sin dejar de aferrar a Charlotte, Hoyt le ofreció:
-¿Te apetece beber algo?
-Nada, gracias.
Sonrisa forzada.
-Va, mujer. ¡Si ni siquiera has querido bailar conmigo! ¡Al menos tómate una copa! -Lo dijo a gritos y la gente de la mesa se volvió hacia ellos.
Poco más que un susurro:
-Es que no bebo.
A grito pelado:
-¿Ni siquiera cerveza?
Con voz ronca:
-Eh… no. Pero tú tampoco estás bebiendo nada.
Sin dejar de berrear:
-¡Si te tomas una copa me animo!
Seguía con el brazo en torno a Charlotte. La miró, sonrió, le dio un buen achuchón y empezó a llevarla hacia el bar. (…)
-A lo mejor una copita de vino.
-¡Así me gusta! -se alegró él, y sin soltarla la llevó hasta el grupo de gente que había en la barra.
El grandullón Julian se les acercó y soltó:
-Qué morro tienes, Hoyt.
Como si ella no estuviera delante.
Hoyt se inclino hacia él y le dijo en voz baja:
-Vive y deja mojar, Julian, colega. -Se volvió hacia Charlotte y añadió-: ¿Tinto o blanco?
-No sé. ¿Tinto?
La soltó un momento y empezó a abrirse camino a la fuerza hacia primera línea de la barra. De pronto se detuvo y miró hacia un lado. Y acto seguido gritó a pleno pulmón:
-¡Eh! ¡Que no tenemos por qué enterarnos de todo!
El chico del sofá había encajado una pierna enfundada en vaquero entre los muslos enfundados en vaquero de su compañera, que había subido una pierna hasta prácticamente rodearlo por la cintura, y se movían con pequeñas embestidas. La gente se echó a reír y tres o cuatro chicos les gritaron también en tono jocoso que se fueran a otro lado. La pareja se desenredó y se incorporó a medias para mirar con cara de tontos a su público. La chica sostenida por Julian empezó a hacer un ruidito con los labios apretados, como si se escapara el aire por la boquilla de un globo sujetada con dos dedos. Le temblaban los labios y tenía los ojos abiertos, pero sin ver nada. Y así, sin más, se derrumbó. Julian evitó por los pelos que fuera a dar con sus huesos en el suelo.
-¡Qué putada! -exclamó. Levantó el cuerpo inerte y se lo echó al hombro-. Me cago en el Rohypnol.
Se dio media vuelta para llevársela y quedó visible un reguero fangoso que le bajaba a la chica por la parte trasera de una pierna. Era repugnante. Heces.
-Hoyt… Hoyt… -empezó Charlotte, horrorizada.
-Puaj -exclamó él-. No te preocupes -le sonrió-. Esa tía está chalada. Se mete relajantes musculares.
Al cabo de poco rato, Hoyt regresó de la barra con dos vasos de plástico, uno para ella y otro para él, que levantó como proponiendo un brindis. (…) Como no se le ocurría nada más, ella se lo llevó a los labios y bebió un sorbo. No era tan repugnante, pero aun así sintió una punzada de culpa. El único motivo por el que sostenía aquella bebida alcohólica era el miedo a quedar como una majadera delante de un montón de borrachos a los que no había visto en su vida. Sin embargo, bebió otro sorbo, esta vez más largo, y después otro aún más largo. Hasta entonces no había reparado en que Hoyt ni siquiera se había llevado el vaso a los labios.
No hacía más que vigilar de refilón el interior del vaso de ella y, con la sonrisa más afable y más sincera que pudiera imaginarse, mirarla a los ojos. Luego echó a andar hacia la puerta metálica.
-Ya te he dicho que no íbamos a quedarnos mucho -recordó el hombre del que una siempre podía fiarse-. Ven, voy a enseñarte lo de arriba.
Charlotte asintió y engulló otro trago.
Por fin se había relajado; confiaba plenamente en él. Qué cambio: en lugar del escalofrío de ansiedad que se había apoderado de ella nada más poner un pie en aquella casa, de repente corría algo cálido y tranquilizador por sus venas. Aquel chico tan guapo, Hoyt, que la había estimulado y asustado a un mismo tiempo, había resultado todo un caballero, además de todo un "chulazo", como diría Mimi. ¡Qué cara se le había quedado! ¡Y a Bettina! Eso era lo que veía al mirar a Hoyt a los ojos. No le importó que la agarrara de la mano y se la llevara escaleras arriba. (…)
Hoyt la conducía hacia la escalera noble, justo delante, con una barandilla que ascendía hasta el piso superior describiendo una curva exuberante. Se puso tiesa por una punzada de remordimientos provocada por la Gran Duda… ¿De verdad era sensato ir a ver "lo de arriba", fuera lo que fuese? Pero ya había compañeros de ambos sexos que subían y bajaban, en realidad, un flujo considerable. Tampoco era que el chico y ella fueran a quedarse solos en aquel piso. (…)
La escalera desembocaba en un rellano el triple de grande que el salón de la casa de Charlotte en Sparta. Nunca había visto un techo tan alto en el piso de arriba de una casa. En el centro, donde en su época tenía que haber habido una araña, había un fluorescente que emitía una luz cruda, azulada y gaseosa. Por un ancho pasillo vio montones de estudiantes agrupados en torno a las puertas abiertas, riendo a mandíbula batiente y estallando en vítores, alaridos y aplausos con los que evidentemente fingían dar su aprobación a alguien a modo de chanza, o en gemidos y rechiflas para mostrar su decepción, también simulada, sin dejar de beber de sus grandes vasos de plástico.
-¿Qué hacen? -quiso saber Charlotte. (…)
-No sé -suspiró él, moviendo la cabeza para dar a entender que daba igual, porque seguramente se trataba de algo absurdo, tedioso e infantil que no valía la pena investigar-. Venga, que te enseño las habitaciones. Vas a flipar. (…)
Hoyt se detuvo ante una puerta, esperó unos instantes en silencio a ver si oía algo y después la abrió. Era un gran dormitorio repleto de estudiantes de ambos sexos sentados al borde de las camas o en el suelo, en medio de una nube de humo de olor intenso y dulzón, sin decir palabra. Observaron a los recién llegados con unos ojos cautelosos y bien abiertos que recordaban a los de un mapache sorprendido en su escondite en plena noche, salvo una chica que se llevó a los labios un deforme cigarrillo sostenido entre pulgar e índice y aspiró una buena bocanada con los ojos cerrados.
-Paz -saludó Hoyt mientras cerraba la puerta y se alejó.
Abrió otra. Estaba a oscuras. La luz del pasillo bastó para revelar una litera. Accionó el interruptor de la pared. Una manta rojiza con estampado de indios norteamericanos metida por debajo del colchón de arriba y por debajo del de abajo formaba una especie de tienda. Charlotte oyó el susurro de una voz masculina:
-¿Quién coño anda ahí?
Hoyt apagó la luz y cerró la puerta.
-¿Has oído algo? ¿Alguien ha dicho algo?
-Sería algún tío que está durmiendo, no sé -contestó Hoyt.
Siguió avanzando a toda prisa por el pasillo, tirando de ella. Otra puerta. La abrió y asomó la cabeza. La luz estaba encendida. Dos camas. Una estaba hecha un asco, con las sábanas, la manta y la almohada revueltas y el forro del colchón arrugado. En la otra, la manta estaba estirada sobre la almohada como si alguien hubiera querido hacerla con esmero, pero por debajo había unos extraños bultos. Hoyt le indicó que entrara y cerró la puerta. Rodeándole los hombros con delicadeza, señaló la pared del fondo.
-Mira qué ventanas. Tienen más de dos metros y medio de altura. (…)
-¿Ésta es tu habitación? -preguntó Charlotte.
-No. La mía está abajo, donde toda la gente. En realidad es más grande que ésta, pero, vamos, ésta es un buen ejemplo. ¿Sabes qué?, le tengo muchísimo cariño a esta casa. (…)
En aquel instante se abrió la puerta del cuarto y en el umbral resonó una conversación animada casi convertida en un agudo canto. Sin soltar un ápice a Charlotte, Hoyt giró sobre los talones. Estaba entrando un chico alto y delgado de cabello rubio y alborotado. Rodeaba con el brazo a una chica castaña, pequeña y guapa que prácticamente se salía de una camisetita de tirantes finos y unos vaqueros de tiro bajo, atuendo que le dejaba el ombligo al aire.
-¡Joder, Vance, sal de aquí! -vociferó Hoyt-. ¡Esta habitación la hemos pillado nosotros!
La chica se quedó inmóvil, con una sonrisa tonta congelada en la cara.
-¡Vaaaale, tío! -contestó Vance sin liberarla-. Tranqui, tranqui, tranqui. Es que Howard y Lamar me habían dicho…
-¿Tú ves a Howard y a Lamar por alguna parte? Aquí estamos nosotros. Nos la hemos pillado.
El intruso miró el reloj y añadió:
-No sé, Hoyt, a mí me parece como que hace rato que se han acabado los siete minutos.
-Vance…
Vance levantó las manos hacia su amigo y cedió:
-Vale, de buen rollo. Pero cuando acabéis me avisas, ¿vale? Estamos en el piso de en medio.
"¡Esta habitación la hemos pillado nosotros!". "¡Vale, cuando acabéis me avisas!". A Charlotte se le helaron las manos. Tenía la cara al rojo vivo. Se soltó del abrazo de Hoyt y le dijo:
-¡Me parece que no te has enterado! ¡No hemos pillado esta habitación, te la habrás pillado tú! ¡Y no vamos a acabar nunca porque no vamos ni a empezar!
Hoyt miró un instante a Vance y a la morenita y luego echó la cabeza atrás y a un lado, suspiró y abrió los brazos con gesto de indefensión hasta quedar en posición de crucificado.
-Ya lo sé…
-¡Tú qué vas a saber! -chilló ella-. ¡Eres un guarro!
-¡Eh! ¡Tampoco hay que gritar! Es que… ¡Coño!
Era el macho eterno, de conducta modificada perpetuamente por la Mujer que Monta una Escena.
-¡Grito si me apetece! ¡Y me voy!
Y dicho eso echó a andar, ya con lágrimas en las mejillas, pasando por delante de él, de Vance y su morenita…
-¡Eh! ¡Espera…! -llamó Hoyt sin convicción. (…)
Cuando salió del ascensor en el quinto piso y se encontró con el vestíbulo totalmente silencioso le pareció un santuario, o al menos el único al que podía acudir Charlotte Simmons, y se permitió un buen sollozo lastimero. Luego enfiló el pasillo y… oyó susurros… ¡Santo cielo! Seis, siete, ocho chicas sentadas en hilera con el trasero en el suelo, la espalda contra la pared y las piernas, las de casi todas, estiradas para formar una fila de vaqueros envejecidos, pantalones cortos, zapatillas de deporte, chanclas, pies descalzos, rodillas huesudas… Ojos, todos los ojos, clavados en ella. Eran alumnas de primero que vivían en aquel piso. ¿Qué hacían en mitad del pasillo en plena noche? ¿Y qué pensarían de ella? Lagrimones, ojos hinchados… Tenía la impresión de que su nariz había doblado de tamaño, tan congestionada estaba de tanto llorar. Y seguro que habían oído el gemido que había soltado al salir del ascensor. Su presencia era un reto. Para dejarla llegar a su cuarto tendrían que mover las piernas. Si se veía obligada a hablar con ellas, a pedirles que la dejaran pasar… ¡No; sería incapaz! ¡Se echaría a llorar otra vez! Se mordió el labio inferior y se ordenó ser fuerte, muy fuerte, venga, sin rendirse, aguantando. El primer par de rodillas y vaqueros raídos se plegó para dejarle paso. Eran de lo más enclenque y pertenecían a una chica de origen chino, esquelética, con la cara sumamente pálida y el pelo color manzanilla y cortado a lo garçon. Se llamaba Maddy y era horrorosa, a pesar de que había ganado una competición de ciencias muy importante a nivel nacional, el premio Westinghouse o algo así. Charlotte no la soportaba, pero no logró escapar de aquellos ojazos desproporcionados, que se alzaron hacia ella para que la asquerosa de Maddy preguntara:
-¿Qué te ha pasado?
Charlotte mantuvo la cabeza gacha y se limitó a sacudirla, que era todo lo que se sentía capaz de hacer para indicar que no le había pasado nada. Sólo sirvió para azuzar la curiosidad de Maddy.
-Te hemos oído llorar. (…)
A Charlotte no se le ocurrió ninguna forma de responder con un movimiento de la cabeza y, además, tenía interiorizada la idea, por ósmosis social, de que era protorracista no hacer caso a los estudiantes negros, por mucho que la chica en cuestión tuviera un padre, como por lo visto sabía todo el mundo en la planta, que era uno de los principales promotores inmobiliarios de Atlanta, seguramente más rico que todos los Simmons de las montañas Azules de toda la historia juntos. Así pues, hizo un esfuerzo para reforzar la presa que contenía el torrente y pronunció sólo dos palabras:
-Una hermandad.
No hizo falta más. La presa reventó y Charlotte recorrió los metros que le quedaban tambaleándose, sollozando y temblando. Las brujas la remataron por la espalda:
-¿Qué hermandad?
-¿Había una fiesta?
-¿Seguro que no quieres que vayamos a ayudarte?
-¿Ha sido un tío?
Cuando por fin giró el pomo de su puerta ya se oían los cotorreos, los susurros, las risillas, la falsa compasión de aquel colectivo contrahecho.
"Lo que me faltaba", se dijo entre lágrimas. El desmoronamiento de Charlotte Simmons acababa de convertirse en el gran entretenimiento del viernes por la noche de aquella panda.
La novela de Tom Wolfe 'Soy Charlotte Simmons', traducida al español por Eduardo Iriarte y Carlos Mayor, y publicada por Ediciones B en su colección Afluentes
http://elpais.com/diario/2005/03/20/eps/1111303608_850215.html  

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