Leonardo Padura: Yo quisiera ser Paul Auster”y otros escritos sobre el escritor americano

7 febrero 2012 |



Texto escrito por el autor, especialmente para el libro “La memoria y el olvido”, presentado recientemente en La Habana
Hay días en que yo quisiera ser Paul Auster. No es que me importe o me hubiera gustado demasiado haber nacido en Estados Unidos (ni siquiera en Nueva York, que, como se sabe, casi no es Estados Unidos), aunque pienso que sí me hubiera encantado, como Paul Auster, haber pasado unos años en París, justo en esos años de la vida en que para un escritor París puede ser una fiesta: la época en que la ciudad luz, como vulgarmente se le suele llamar, es el mejor lugar del mundo para un aprendiz de novelista. Y eso a pesar de sus cielos grises, su metro sucio, sus camareros agresivos, tópicos sobradamente compensados con sus maravillosos museos, edificios y croissants matinales.
Leonardo Padura
Cuando pienso que yo quisiera ser Paul Auster es por razones que ni siquiera tienen que ver con los premios, la fama, el dinero. No niego, sin embargo, que me hubiera gustado (muchísimo, la verdad), haber escrito La trilogía de Nueva York, Brooklyn Follies, Smoke, por ejemplo. Pero yo desearía ser Paul Auster, sobre todo, para que cuando fuese entrevistado, los periodistas me preguntasen lo que los periodistas suelen preguntarles a los escritores como Paul Auster y casi nunca me preguntan a mí -y no por la distancia sideral que me separa de Auster.
El caso es que resulta muy extraño que a alguien como Paul Auster lo interroguen sobre los rumbos posibles de la economía norteamericana, o quieran saber por qué se quedó viviendo en su país durante los años horribles del gobierno de Bush Jr. -o si dejaría su país en caso de que subiera al poder Sarah Palin. Nadie insiste en preguntarle siempre, siempre qué opina de la cárcel de Guantánamo, ni si considera que las medidas económicas de Obama sean sinceras o justas, y muchísimo menos si él mismo o su obra están a favor o en contra del sistema. En una entrevista con el afortunado Paul que acabo de leer ni siquiera le preguntan acerca de temas tan sensibles como la ardua vigilancia a la que han sido sometidos los ciudadanos norteamericanos como ganancia del 11-S, o del control de los individuos por el FBI (casi todo el mundo suele tener allí un expediente, aunque no tan voluminoso como el de Hemingway), por la agencia de seguridad nacional, por el Departamento del Tesoro y por otras entidades controladoras, bancos incluidos, que saben desde el ADN hasta la marca de papel sanitario que usa una persona (según hemos aprendido viendo series como CSI y Without Trace).
Si yo fuera Paul Auster y estuviera a favor o en contra de Obama o de Bush o de Palin, mi posición política apenas sería un elemento anecdótico, como la decisión de seguir viviendo en Brooklyn o de poder largarme a París hasta que me harte de su cielo encapotado. Porque, sobre todo, podría hablar en entrevistas, como esa recién leída, de asuntos amables, agradables, incluso capaces de hacerme parecer inteligente, cosas de las que (creo) sé bastante: de beisbol, por ejemplo, o de cine italiano, de cómo se construye un personaje en una ficción o de dónde saco mis historias y qué me propongo con ellas -estéticamente hablando, incluso socialmente hablando, pero no siempre políticamente hablando…
Pero, ya lo saben, no me llamo Paul Auster y mi suerte es diferente. Apenas soy un escritor cubano, mucho menos dotado, que creció, estudió y aprendió a vivir en Cuba (por cierto, sin la menor oportunidad de soñar siquiera con irme una temporada a París, cuando más ganancioso resulta irse a París -entre otras razones porque no hubiera podido irme a París, pues vivía en un país socialista en donde viajar- olvidemos por ahora el dinero) requería y requiere de autorizaciones oficiales. Un cubano que tenía que estudiar en Cuba y, cada año, pasar voluntariamente un par de meses cortando caña o recogiendo tabaco, como le correspondía a un germen de Hombre Nuevo, el cual se suponía yo debía desarrollar. Pero, sobre todo, porque como soy un escritor cubano que decidió, libre y personalmente, y a pesar de todos los pesares, seguir viviendo en Cuba, estoy condenado, a diferencia de Paul Auster, a responder preguntas diferentes a las que suelen hacerle a él, preguntas que en mi caso, por demás, casi siempre son las mismas. O muy parecidas.
Cierto es que un escritor cubano con un mínimo sentido de su papel intelectual y, sobre todo, ciudadano, está obligado a tener algunas ideas sobre la sociedad, la economía, la política de la isla (y, si se atreve, a expresarlas). En Cuba las torres de marfil no existen -casi nunca han existido- y desde hace cincuenta años la política se vive como cotidianidad, como excepcionalidad, como Historia en construcción de la cual no es posible evadirse. Y tras la política marcha la trama económica y social que, como en pocos países, depende de la política que destila de una misma fuente, aun cuando el líquido chorreante pueda salir por las bocas de diferentes leones que, al fin y al cabo, comparten un mismo estómago: el Estado, el gobierno, el partido, todos únicos y entrelazados. Por tal razón, la política, en Cuba, es como el oxígeno: se nos mete dentro sin que tengamos conciencia de que respiramos, y la mayoría de las acciones cotidianas, públicas, incluso las decisiones íntimas y personales, tienen por algún costado el cuño de la política.
Hay escritores cubanos que, desde un extremo al otro del diapasón de posibilidades ideológicas, han hecho de la política centro de sus obsesiones, medio de vida, proyección de intereses. La política les ha pasado de la respiración a la sangre y la han convertido en proyección espiritual. Unos acusando al régimen de todos los horrores posibles, otros exaltando las virtudes y bondades extraordinarias del sistema, ellos extraen de la política no solo materia literaria o periodística, sino incluso estilos de vida, estatus económicos más o menos rentables, y especialmente, representatividad. Para ellos -y no los critico por su libre elección ideológica o ciudadana- la denuncia o la defensa política los define a veces incluso más que su obra artística y muchas veces las precede.
No está de más recordar que la compacta realidad politizada hasta los extremos que ha vivido Cuba en las últimas décadas no podía dejar de producir tales reacciones entre sus escritores y artistas. Y tampoco se debe olvidar que la proyección pública e intelectual detentada por muchos creadores ha dependido de esa coyuntura dominada por la política, la cual, parafraseando a Martí (tan político en buena parte de su literatura) les ha funcionado como pedestal, más que como ara. Pero no menos memorable resulta el hecho de que ese escritor, por vivir o provenir de un contexto como el cubano, arrastra consigo (quiéralo o no) la responsabilidad de tener unas opiniones políticas sobre su país (mientras más radicales y maniqueas, mejor), por la simple razón de que no tenerlas sería físicamente imposible e intelectualmente increíble. Solo que, obviamente, para algunos de ellos la política es una responsabilidad, como debería ser; para otros un modo de acercarse al calor y a la luz, y a veces hasta de poder llevar un látigo con el cual marcar las espaldas de los que no piensan como ellos.
A diferencia de Paul Auster, el escritor cubano de hoy -es mi caso, y de ahí mi envidia austeriana- empieza a definirse como escritor por el lugar en que resida: dentro o fuera de la isla. Tal ubicación geográfica se considera, de inmediato, indicador de una filiación política cargada de causas y consecuencias, también políticas. Nadie -o casi nadie, para ser justos- lo acepta solo como un escritor, sino como un representante de una opción política. Y sobre tal tema se le suele interrogar, en ocasiones con cierto morbo, y por lo general esperando escuchar las respuestas que confirmen los criterios que el interrogador ya tiene en su mente (todo el mundo tiene una Cuba en la mente): la imagen del paraíso socialista o la estampa del infierno comunista.
La parte más dramática de no poder gozar de los privilegios de hablar sobre literatura de que disfruta alguien como Paul Auster llegan cuando el escritor, por la razón que fuere, decide vivir y escribir en Cuba. Tal opción, por personal que sea, lo ubica de un lado de una frontera muy precisa. Y si por casualidad ese escritor expresa criterios propios, no cercanos e incluso lejanos de los oficialmente promovidos, ocurre una perversa operación: sobre él caen las acusaciones, sospechas o cuando menos recelos de los talibanes de una u otra filiación. (Sobre este tema, como de beisbol, también sé bastante. En mi espalda llevo marcas de varios tipos de látigos).
El lado más circense de este drama lo constituye la condición de pitoniso, astrólogo o babalao que se espera tenga un escritor que, por ser cubano y solo para empezar, debe conocer de economía, sociología, religión, agronomía, etc., además, por supuesto, de ser experto en política. Pero, sobre todo, por tal condición de gurú debe tener la capacidad de predecir el futuro y ofrecer datos exactos de cómo será, y fechas precisas de cuándo llegará ese porvenir posible.
Como debe suponer -o quizás hasta saber- quien haya leído los párrafos anteriores, además de no ser Paul Auster, yo soy un escritor cubano que vive en Cuba y, como ciudadano de la isla, en muchas ocasiones atravieso circunstancias similares a las del resto de mis compatriotas, comunes y corrientes (neurocirujanos, cibernéticos, maestros, choferes de guaguas y gentes así), afincados en el país. Respecto a la mayoría de ellos (no lo niego), tengo privilegios que, espero, he tenido la fortuna de haber ganado con mi trabajo: publico en editoriales de varios países, vivo modesta pero suficientemente de mis derechos como escritor, viajo con más libertad que otros cubanos (sobre todo que los neurocirujanos), e incluso, gracias a un premio literario ganado en 1996, pude comprarme el auto que tengo desde 1997 y que tendré hasta sabe Dios cuando en este, mi país de prohibiciones…
Tengo además, vamos a ver, una casa que construí comprando y cargando cada ladrillo colocado en ella, una computadora que nadie me regaló e, incluso, acceso a internet (sin habérselo mendigado a nadie). Pero, como muchos de esos cubanos con quienes comparto espacio geográfico, debo “perseguir” ciertos bienes y servicios, buscar un “socio” para llegar más rápido a una solución (incluso sanitaria, tal vez con un amigo neurocirujano), ser “generoso” con algún funcionario para agilizar la realización de un trámite y, algún que otro día, debo cargar un par de cubos de agua extraídos de un pozo que cavó mi bisabuelo, pues el acueducto nos puede haber olvidado por varios días. Entre otras peripecias rocambolescas en las cuales no me imagino envuelto -a juzgar por las entrevistas que suelen hacerle- a un escritor como Paul Auster.
Lo curioso, sin embargo, es que aun cuando muchas veces quisiera transfigurarme en Paul Auster, por el hecho de ser un escritor cubano ese deseo no me compete: la vida de mi país, lo que ocurre en mi país, mis opiniones sobre la sociedad en donde vivo no pueden serme lejanas. La realidad me obliga a lidiar con un tiempo en el cual, como escritor, cargo una responsabilidad ciudadana y una parte de ella es (sin tener por ello que ser adivino, sin tener que alejarme de las gentes entre las que nací y crecí) dejar testimonio, siempre que sea posible, de arbitrariedades o injusticias cuando estas ocurran, y de pérdidas morales que nos agreden, como seguramente también hace Paul Auster cuando los periodistas lo abocan a tales temas: porque es un verdadero escritor y porque también él debe tener una conciencia ciudadana.
(Tomado de IPS)


"INFORME DEL INTERIOR" ES EL NUEVO LIBRO DEL POPULAR AUTOR NEOYORQUINO

Nuevo viaje al recuerdo del escritor Paul Auster

"Informe del interior", de reciente aparición en español, es el nuevo libro del escritor norteamericano Paul Auster. Se trata de una nueva incursión del autor de "Leviatán" en la escritura autobiográfica, esta vez centrado en su juventud.


Gonzalo Palermo
Con treinta años de carrera, Auster ha construido a esta altura todo un mapa autobigráfico en sus libros. Los datos de su vida salpican su obra, tanto sus novelas como sus obras no ficcionales.
Es en esta última categoría en la que se inscribe Informe del interior, su cuarta incursión en el territorio de la memoria, algo que inició en 1982 con La invención de la soledad, continuó en 1997 con A salto de mata: Crónica de un fracaso precoz y culminó el año pasado con Diario de invierno.
Este Informe viene a ser justamente algo así como la cara B de aquel Diario: si en esa oportunidad Auster abordaba toda su vida desde el cuerpo, reviviendo los dolores, las pulsiones, la atracción física, los viajes y el paso del tiempo, ahora lo hace desde la mente; los descubrimientos del niño, la incertidumbre del adolescente y las dudas del joven.
El eje central de lo narrado transcurre entre 1966 y 1969, cuando el todavía aspirante a escritor tenía entre 19 y 22 años.
Hay también algo de cierre de ciclo con estos libros. En Diario el Auster de la tercera edad (cumplió 66 en febrero) recordaba al joven, mientras que en La invención... era este último el que, entre otras cosas, se preguntaba varias cosas sobre su incierto presente. En esta misma sintonía, Informe retoma etapas de su vida que el autor ya recorrió en A salto de mata.

Partes.

"Guardas sólo algunos recuerdos, elementos dispersos, breves destellos de reconocimiento que surgen inesperadamente en ti en momentos aleatorios: suscitados por algún olor, el tacto de algo, o la forma en que la luz recae sobre un objeto en el presente de la edad madura", así arranca este nuevo libro, que vuelve a recurrir como su predecesor a la segunda persona.
La primera parte de la obra busca las primeras partículas de recuerdo de la niñez, el descubrimiento del mundo, los dibujos animados, la pasión por el fútbol americano, la primera vez que se fue de campamento y hasta las peleas domésticas. La segunda parte es una descripción exhaustiva de dos películas que lo marcaron: El increíble hombre menguante, de Jack Arnold, y el policial Soy un fugitivo, de Mervyn LeRoy. Es algo que ya ha hecho incluso en obras de marcada ficción y que delata su pasión por el cine (que dio como resultado su incursión como director años atrás).
Seguramente el tramo más interesante del libro es el tercero, el de los años universitarios de Columbia, el de las cartas de amor con su novia y posteriormente esposa, la también escritora Lydia Davis, el de sus tentativas como escritor y los años de joven artista solitario en París. Para el final, una serie de fotografías sobre hechos memorables de su infancia y juventud. Queda claro: Informe del interior tiene mucho de lo que ya se sabe del escritor (su pasión por el recuerdo, por el cine, por la fotografía) y vuelve sobre episodios que sus más fiele seguidores ya se conocen de memoria, con algunos agregados, claro.

Obra.

Es otra vuelta de tuerca en la que un hombre que ya ha pasado a papel su vida varias veces -en primera, segunda y tercera persona- logra renovar el interés. O tal vez sea más justo decir que tiene el interés ganado de antemano, puesto que éste -como Diario o el muy flojo Aquí y ahora junto a J.M. Coetzee- es otro libro "para lectores de Auster".
Seguramente no sea lo mejor (por lo pronto no está al nivel de Diario) pero para estos últimos alcanza porque inspirada o no, su prosa siempre atrae.
Para los demás, aquellos que apenas leyeron a Auster o piensan hacerlo, quedará en el mero ejercicio de la memoria y alguna reflexión interesante sobre el paso del tiempo. Las puertas de entrada al "Universo Auster" siguen siendo, por lejos, sus trabajos de décadas pasadas: la Trilogía de Nueva York, El palacio de la luna, La música del azar y Leviatán.
A propósito, este regreso del neoyorquino a lo autobiográfico coincide con una baja en el nivel de su obra ficcional. Sus últimas dos novelas, Invisible y Sunset Park, no se acercan a su mejor versión. Por lo tanto, esta parece ser la manera más eficaz que tiene el autor de mantener el nivel de productividad -de por lo menos un libro al año- mientras espera que vuelva la inspiración.

http://www.elpais.com.uy/divertite/arte-y exposiciones/nuevo-viaje-recuerdo-escritor-paul.html

El síndrome Paul Auster

Por Malcolm Otero Barral

Junio 2012 |
Si entendemos la ficción como una convención entre el creador y el lector o espectador, la verosimilitud no es, en sí misma, un valor. En tanto que existe una suerte de acuerdo tácito entre ambos por el que el grado de parecido a la realidad es irrelevante si el receptor acepta el engaño, si se deja llevar. Es pues tolerable, desde este punto de vista, que Paul Auster haga que el niño protagonista de su novela Mr. Vértigo tenga la capacidad de volar. Sin embargo, hay una característica que sus críticos subrayan como meramente definitoria y que es, a mi juicio, el punto débil de casi toda su obra y un vicio que se está demostrando contagioso: el abuso del azar. No hay nada más tramposo que hilvanar las historias con la casualidad. Esta concatenación de hechos azarosos supone romper ese contrato implícito con el lector y una dejación de la más mínima decencia narrativa.
Él mismo se defiende de esta acusación en Dossier de Paul Auster contraponiendo casualidad a linealidad y advirtiéndonos lo que todos ya sabíamos: que la vida está llena de momentos aleatorios que marcan el rumbo de nuestras vidas. Pero su excusa se aprovecha de la ambigüedad de los términos. Todos entendemos que las historias, como la vida, están llenas de contingencias y que el hecho de que un personaje muera atropellado o se salve de un accidente por un retraso circunstancial es perfectamente razonable. Lo que no es admisible es que la narración avance y se resuelva por hechos fortuitos que alteren de una manera burda los elementos fundamentales de la misma. Si, además, el autor convierte la historia en una hipérbole del “efecto mariposa” por el cual todo está relacionado, lo que obtenemos es un texto en el que no es preciso adentrarse en los complejísimos efectos causales, que son sustituidos por los casuales.
Casi todas sus obras son ejemplos de estas carencias, desde El Palacio de la Luna, de hace más de veinte años, donde una casualidad lleva al huérfano Marco Stanley a descubrir que el viejo que contrata es en realidad su abuelo, a la manera en la que se unen las piezas en la recienteSunset Park.
Ahora bien, es cierto que no es el único. Guillermo Arriaga, el flamante guionista de tres películas de Alejandro González Iñárritu y director él mismo, es considerado uno de los talentos más deslumbrantes del cine latinoamericano. Y, si se ha demostrado un genio en unir historias inconexas por detalles azarosos (otra vez el “efecto mariposa”), es en una de sus producciones más afamadas, Los tres entierros de Melquíades Estrada, donde vemos con más claridad el síndrome Paul Auster. Un resumen sucinto de algunos tramos argumentales nos sirven como muestra: un policía de fronteras dispara a un desconocido y, bendita casualidad, ese desconocido resulta ser el hombre con el que su mujer le estaba engañando. Ese mismo policía golpea fuertemente a una migrante ilegal que intenta cruzar a los Estados Unidos. En un viaje posterior del policía al desierto mexicano es mordido por una serpiente de cascabel y, ay, más casualidades, la mujer que le cura es la misma migrante a la que rompió la nariz.
Pero hay muchos otros autores que sacan ases de la manga de la casualidad. Y con acercarse someramente a la creciente infantilización de la literatura y a la simplificación de los superventas cinematográficos ya puede uno entrever que es una fórmula exitosa.
Paul Haggis en 2004 cautivó al público y a la crítica con su película Crash. La cinta era un compendio de todos los conflictos posibles en la ciudad de Los Ángeles: racismo, rabia, incomunicación... Una de esas películas que nacen cada cierto tiempo y que pretenden ser una radiografía de todos nuestros males. Ahora bien, para que tantos sentimientos disímiles cupieran en dos horas de metraje tuvo que abusar de lo azaroso. En un área metropolitana de más de quince millones de habitantes, los personajes, de toda índole social, se encuentran sin parar con el único fin de que la acción pueda avanzar. El espectador, bañado en lágrimas por la muerte a balazos de una niña o por el rescate del fuego de una accidentada, no se percata de lo exageradas que resultan las conexiones entre personajes.
Los defensores del “efecto mariposa” y de este uso desmedido de lo casual suelen argüir que el mundo es muy pequeño y esgrimen teorías de café como la de los seis grados de separación con otro ser humano en la tierra. Y sí, la teoría funciona cuando la persona elegida es Barack Obama o Bill Gates pero falla estrepitosamente si buscamos nuestra relación con un campesino de Extremadura o de una aldea de Lugo.
La vida es infinita y desordenada y la ficción tiene, entre otras misiones, la de encapsular, ordenar e interpretar la realidad en unas páginas o unos centímetros de celuloide. Explicar lo que les sucede a los personajes sin más engarce que el azar facilita las cosas al autor pero infringe la regla del porqué de las cosas que se le debe al lector o al espectador. ~

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