


En 1969 se inicia una nueva etapa de esplendor en la producción de De Sica, con la realización de "Los girasoles", interpretada magistralmente por Sofía Loren y Marcello Mastroianni
Nexos 168, diciembre de 1991.
Traducción de José María Pérez Gay
El lunes cinco de diciembre de 1791, Wolfgang Amadeus Mozart murió a los treinta y cinco años de edad y, al día siguiente, fue sepultado en una fosa común. Cualquiera que haya sido la grave enfermedad que causó su muerte prematura, poco tiempo antes Mozart se encontraba en un estado cercano a la desesperación. Se sentía un hombre golpeado por la vida. Las deudas aumentaban. La familia siempre cambiaba de domicilio. El éxito en Viena -una de las cosas que más le importaban- se alejaba cada día más. La elegante sociedad vienesa se apartó de él. El vertiginoso desenlace de su enfermedad fue el resultado de una certeza. Mozart murió con la sensación de haber fracasado socialmente, vale decir: la pérdida total de la fe en lo que deseaba desde lo más profundo de su corazón. Las dos fuentes de su voluntad -lo que lo impulsaba a seguir viviendo, lo que le daba la conciencia de su propio valor- se habían secado: el amor de una mujer a quien podía confiarse, y el amor del público vienés por su música. Ambos los disfrutó durante una época. Ambos ocuparon el primer lugar en la jerarquía de sus deseos. En los últimos años de su vida, Mozart sintió que los perdía. Esta es su -y nuestra- tragedia.
Hoy en día, cuando el nombre de Mozart se ha convertido para muchos en el símbolo de la más dichosa de las creaciones musicales que conocemos, parece increíble que un individuo con esa mágica fuerza creativa haya muerto a los treinta y cinco años, porque la falta de amor y reconocimiento de los otros provocaron la pérdida del sentido y valor de su propia vida. Todo esto sorprende cuando uno se interesa más por su obra que por su persona. Sin embargo, no debemos equivocarnos al medir lo que uno juzga como cumplimiento o pérdida con lo que para otros significa el cumplimiento o pérdida de su vida. Quiero decir, debemos entender lo que otros consideran como cumplimiento o pérdida de su existencia.
Mozart era un individuo consciente de su extraordinario talento y, sin duda, habría dado mucho más. Pasó una gran parte de su vida trabajando incansablemente. Sería arriesgado decir que no se dio cuenta de que su arte musical trascendía la época. No obstante, el presentimiento de la importancia de su obra en las futuras generaciones nunca lo consoló ante el fracaso de los últimos años de su vida, sobre todo en Viena. La posteridad le importaba relativamente poco; el presente, todo. Mozart luchó por el presente con plena conciencia de su propio valor. Necesitaba que su talento fuese reconocido por los otros, sobre todo por sus amigos y conocidos más cercanos. Finalmente todos lo abandonaron, incluso la mayoría de sus amigos más antiguos. Esto no sólo fue su error, la historia nunca es tan simple. Sin duda se fue quedando solo. Al final, se derrotó a sí mismo y se dejó morir.
"El rápido desgaste de Mozart" -escribe Wolfgang Hildesheimer, uno de sus biógrafos- "los largos periodos de intenso trabajo interrumpidos por enfermedades y malestares, la breve y angustiosa agonía, la muerte violenta luego de dos horas en estado de coma todo, esto necesita de una mejor explicación que la explicación de la medicina académica".
Mozart vivía atormentado por las dudas acera del cariño y fidelidad de Constanze, a quien amaba. El segundo esposo de ella asegura que Constanze siempre tuvo más respeto por la obra de Mozart que por su persona. Para ella, la grandeza de su talento fue menos el resultado de su comprensión de la música, que del éxito que esa música tenía en el público.
Cuando el éxito desapareció, cuando la sociedad cortesana, su antigua protectora y patrona, abandonó su música y se entregó a otra más fácil, Mozart perdió el aprecio de Constanze, pues nunca estuvo dispuesto a pactar en favor de una música insípida. La creciente pobreza de la familia -consecuencia directa de la decreciente resonancia de su música al final- seguramente contribuyó a que se enfriara más el cariño de Constanze, que nunca fue muy profundo. De este modo dos pérdidas -la de su público y el amor de su mujer- se encuentran imbricadas. Se trata de dos efigies de la misma moneda: la sensación de pérdida que lo abrumó al final de su vida.
Por otra parte, Mozart era un individuo dominado por una insaciable necesidad de amor físico y emocional. Uno de los enigmas de su vida: es probable que desde muy niño haya tenido la sensación de que nadie lo amaba. En su música uno encuentra esa búsqueda continua de cariño. La búsqueda de un hombre que desde la infancia no estaba seguro de merecer el amor de los otros y que, desde otra perspectiva, tampoco se amaba a sí mismo. La palabra "tragedia" es un lugar común y suena demasiado ampulosa. No obstante, uno puede decir con razón que el lado trágico de su existencia consistió en buscar el amor y el reconocimiento de los otros y que muy joven, al final de su vida, creyó que nadie lo amaba, ni siquiera él a si mismo. Ciertamente esa sensación puede llevar a la pérdida del sentido de la vida, que puede provocar la muerte. Mozart estaba, al parecer, solo y desesperado, sabía que iba a morir y en su caso eso significó que deseaba su muerte, y que una buena parte del Requiem era un requiem por él mismo.
No sabemos qué tan fieles sean las pinturas de Mozart, y en especial del joven, pero uno de los rasgos que nos lo hacen más familiar, y si se quiere más humano, es que ninguna pintura presenta uno de esos rostros heroicos, como los de Goethe o Beethoven, cuya expresión los convierte en hombres extraordinarios, en genios, en el momento en que entran a un salón o cruzan por la calle. Mozart no tenía un rostro heroico. La nariz prominente, que parecía encontrarse con su quijada, desapareció en la medida en que su rostro fue llenándose; los ojos vivos y soñadores miraban siempre más allá. El joven de veinticuatro años, que aparece en la pintura de familia de Johann Nepomuck della Croce, da la impresión de timidez (sheepish sería la palabra inglesa intraducible), aunque seguro de sí mismo y soñador, como en las últimas pinturas. Estas imágenes revelan una parte de Mozart que -por el gusto del público amante de sus conciertos al elegir ciertas obras- se perdió y que merece mencionarse si uno quiere conocer al músico. Me refiero al bromista, al clown que salta por encima de las mesas y las sillas, rompe las cosas con una voltereta, juega con las palabras y, desde luego, con los tonos musicales. No entenderemos a Mozart si olvidamos que en un profundo y escondido rincón de su persona alientan como señas particulares el "Ríe, payaso" o el recuerdo de la malquerida y engañada Petruschka.
Después de su muerte, Constanze contaba que ella había tenido compasión por el marido engañado. Es muy probable que ella lo haya engañado (si la palabra es la adecuada) y que él lo sabía. Es muy probable también que Mozart no haya renunciado a relaciones con otras mujeres, como lo afirmaba en los últimos años. Sin embargo, esa es la historia de los últimos años, cuando las luces de su vida se apagaban, cuando la sensación de ser un fracasado, un malquerido, era abrumadora, cuando el carácter depresivo -siempre presente- se impuso bajo la presión de los fracasos profesionales y la miseria familiar. Fue entonces cuando surgió la discrepancia que tanto llama la atención en Mozart: la discrepancia entre su existencia social, la perspectiva del éxito y el reconocimiento, y la perspectiva del yo, la sensación de que vivía una existencia en ruinas y sin sentido.
En un principio, durante muchos años todo parecía ir bien. La dura disciplina que su padre le había impuesto rindió sus frutos. Se transformó en una autodisciplina ejemplar, en la capacidad de traducir los sueños confusos que perseguían al adolescente en una música pública, limpia de obsesiones íntimas y sin perder la espontaneidad o la riqueza de la imaginación. De cualquier modo, el precio que Mozart pagó por esa enorme ganancia, por la capacidad de darle vida a su imaginación musical fue demasiado alto.
Para entender a un hombre es necesario conocer cuáles son los deseos dominantes que sueña llevar a cabo. Si su vida tiene sentido depende de hasta qué punto este hombre ha logrado realizarlos. Pero estos deseos no existen antes de toda experiencia. Se forman en la infancia más temprana y en la convivencia con otras personas, se coagulan en su forma definitiva con el paso de los años, algunas veces gracias a una experiencia fundadora. Sin duda, los hombres de deseos dominantes, los que controlan su trayectoria, no son siempre conscientes de su imperiosa necesidad. Muchas veces no depende de ellos si esos deseos logran realizarse, pues siempre se encuentran en relación con los otros hombres, en la trama social que los define. Casi todos los hombres tienen deseos definidos que se mantienen dentro del espacio de lo realizable; casi todos tienen también deseos sencillamente imposibles.
Uno puede detectar los deseos imposibles de Mozart; ellos son en parte responsables de su trágica trayectoria. Por otro lado contamos con el estereotipo de los términos técnicos que describen aspectos de su carácter. Se puede hablar de una personalidad maniaco-depresiva con rasgos paranoicos, cuyo impulso fue controlado, en un principio, por la capacidad del sueño diurno de la música volcado hacia la realidad, por el éxito que esa actividad trajo un tiempo consigo. Las mismas fuerzas que después se convirtieron en impulsos autodestructivos que destruyeron la realidad del éxito y el reconocimiento. No obstante, la constitución de esas tendencias en Mozart nos impone acaso la necesidad de utilizar otro lenguaje que el psiquiátrico para entender su vida.
Al parecer Mozart, quien siempre estuvo orgulloso de su enorme talento, nunca se quiso a sí mismo. Además es posible que nunca se viera como una persona que pudiese despertar el amor de los otros. Su cuerpo no era atractivo. Su rostro pasaba desapercibido. Acaso siempre deseó tener otro rostro cuando se miraba en el espejo. El círculo satánico de esa situación consistió en que su rostro y su cuerpo eran los de un hombre que no correspondía a sus deseos más íntimos, porque en ellos se concentraba una parte de su sentimiento de culpa por el desprecio que sentía por su persona. Cualesquiera que hayan sido las causas de su desequilibrio, en los últimos años apareció la sensación de que nadie lo quería ni deseaba, unida a la necesidad incontenible de ser amado y deseado por una o varias mujeres, por varias personas. Es decir, como hombre y como músico. Su inmensa capacidad de soñar en figuras musicales estaba al servicio del secreto deseo de obtener el amor y el reconocimiento.
Ciertamente el soñar en tonos y figuras musicales era un fin en sí mismo. La riqueza de su imaginación musical dispersó por un tiempo, al parecer, el duelo por la carencia y la pérdida del amor. Probablemente ahogó por un tiempo la sospecha indestructible de que su mujer amaba a otros hombres, y la sensación de que no era digno del amor de ninguna persona. Esa misma sensación que lo fue apartando del cariño y el aprecio de los otros, y que volatilizó el enorme éxito como si fuese humo.
La tragedia del payaso es sólo una imagen. Sin embargo, nos aclara el nexo entre Mozart, el bromista, y el gran músico, entre el eterno niño y el hombre creador, entre el tralalá de Papageno y la profunda seriedad de Pamina y su nostalgia por la muerte. El hecho de que un hombre sea un gran artista no excluye que tenga algo de un clown; que sea un triunfador, una ganancia para el arte, no excluye que en el fondo crea ser un perdedor, y de ese modo se haya condenado a ser de veras un verdadero perdedor. El carácter trágico de Mozart quedó oculto para sus futuros escuchas gracias a la magia de su música. No tenemos razón cuando, muchos años después, separamos al artista del hombre. Acaso es difícil amar el arte de Mozart sin amar un poco al hombre que lo creó.
El músico burgués en la sociedad cortesana
La figura de Mozart se convierte en nuestra memoria en algo más vivo si tenemos en cuenta sus deseos en el contexto de la época. Su vida es el caso ejemplar de una situación cuya particularidad se nos escapa, porque estamos acostumbrados a trabajar con conceptos estáticos. Mozart era -nos preguntamos- un representante del rococó en la música, o un burgués del siglo XIX. ¿Su obra fue la última manifestación de la música prerromántica y objetiva, o esa música revela ya las huellas del creciente subjetivismo?
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La dificultad radica en que con estas categorías no podemos avanzar. Se trata de abstracciones académicas que ocultan el proceso de los hechos sociales a los que se refieren. Estas categorías son el producto de una mentalidad que procede de acuerdo a la higiénica división de la historia en distintas épocas, como se encuentran divididos los materiales en los libros de historia. Todo hombre reconocido por la grandeza de sus actos será, sin duda, el punto culminante o el inicio de otra época. Sin embargo, si observamos detenidamente los grandes acontecimientos suelen acumularse en épocas en que -según estos conceptos estáticos- pueden definirse como periodos de transición. Y crecen siempre de la dinámica del conflicto entre los grupos que pierden su fuerza y tienden a desaparecer y los nuevos grupos que ascienden al poder.
Para Mozart esta dinámica es cierta. Uno no puede entender la trayectoria de sus deseos y las causas por las cuales -contra el juicio de la posteridad- al final de su vida se sintió un fracasado y un perdedor, si no entendemos bien el conflicto de las distintas reglas de esa época. El conflicto no sólo se daba en el amplio campo social entre las reglas de la aristocracia cortesana y las de la burguesía, las cosas nunca fueron así de fáciles. El conflicto tuvo lugar sobre todo en muchos individuos, en Mozart mismo, como un enfrentamiento entre distintas reglas que definieron su existencia social.
La vida de Mozart ilustra nítidamente la situación de los grupos burgueses que eran marginales dependientes, y que pertenecían a un sistema económico dominado por la aristocracia cortesana. Todo esto en un tiempo donde el poderío del establishment cortesano era muy grande, pero no tan grande como para silenciar las manifestaciones de protesta por lo menos en el políticamente poco peligroso terreno de la cultura. Mozart emprendió -como un burgués marginal al servicio de la corte- con una valentía sorprendente una lucha de liberación contra sus amos y patrocinadores. Combatió por propia iniciativa, por su dignidad personal y por su trabajo musical. Y perdió ese combate -como era de preverse, añadiríamos con arrogancia los que vivimos un siglo después-. Pero esta arrogancia deforma aquí, como en otros casos, la mirada en lo que hoy llamamos Historia. Al mismo tiempo esa arrogancia bloquea la inteligencia para entender el sentido que los acontecimientos de una época tuvieron para aquellos habitantes del pasado.
En El proceso de la civilización he escrito algo sobre el conflicto de las reglas entre la nobleza cortesana y los grupos burgueses. Intenté demostrar que en la segunda mitad del siglo XVIII conceptos como civilidad y civilización por un lado, y el de cultura por el otro tuvieron en Alemania el estatus de símbolos para las distintas reglas de la conducta y la sensibilidad. En el uso de estas palabras se reflejaba la tensión crónica entre el establishment aristócrata cortesano y los grupos burgueses marginales. Pero no sólo faltan investigaciones sobre la estructura y la duración de este conflicto entre la aristocracia y la burguesía europeas. Hacen falta también investigaciones de las tensiones sociales en sus aspectos íntimos. La vida de Mozart enseña de un modo paradigmático el destino de un hombre burgués al servicio de la sociedad cortesana hacia el final del periodo, cuando casi en toda Europa el gusto de la aristocracia cortesana fue decisivo y se impuso para todo artista sin importar su origen social. Sobre todo en el campo de la música y la arquitectura.
En el ámbito de la literatura y la filosofía alemanas era posible, durante la segunda mitad del siglo XVIII, liberarse de la regla del gusto de la aristocracia cortesana. Los individuos creadores pudieron alcanzar a su público mediante libros. Durante la segunda mitad del siglo XVIII en Alemania existía un público burgués lector muy amplio. Por esta razón se desarrollaron relativamente temprano formas culturales que no correspondían a la regla del gusto aristócrata cortesano. Estos grupos supieron fortalecer su conciencia ante el dominio aristócrata cortesano.
En relación con la música la situación era muy distinta, sobre todo en Austria y su capital Viena, el corazón de la corte, y en todas las pequeñas provincias alemanas. Los individuos que se ganaban la vida en el mundo de la música dependían completamente en Alemania y Francia del favor, el patrocinio y, por lo tanto, del gusto de los círculos aristócratas cortesanos. Los patricios burgueses urbanos se orientaban también según las reglas del gusto cortesano. En efecto, para un músico de la generación de Mozart, que pretendiera ser reconocido socialmente como un artista serio y, por lo tanto, estuviera en condiciones de alimentar a su familia, era imprescindible ocupar un puesto en la red de instituciones aristócratas cortesanas y sus patrocinadores. No tenía otra salida. Si sentía la vocación por la música, ya fuese como intérprete virtuoso o compositor, era algo más que natural que buscara el camino hacia un empleo fijo en una corte, de preferencia en una corte rica y deslumbrante. En los países protestantes le quedaba la posibilidad de desempeñarse como organista en una iglesia, o maestro de capilla, en una de las grandes ciudades semiautónomas, que eran gobernadas casi siempre por grupos de patricios burgueses. No obstante, también ahí era aconsejable para un músico profesional, como lo enseña la vida de Telemann, haber ocupado un puesto como músico de alguna corte.
Lo que nosotros definimos como la corte del príncipe (Furstenhof) no es otra cosa que la descripción de una casa. Los músicos eran ahí tan imprescindibles como el panadero, el cocinero o el ayuda de cámara. En la jerarquía de la corte los músicos tenían el mismo rango que estos últimos. En términos despectivos eran aduladores cortesanos (Hofschranzen). La mayoría de los músicos se daban por satisfechos con la vida de la corte, como los otros burgueses al servicio de los aristócratas. El padre de Mozart se contaba entre los que siempre criticaron la servidumbre; sin embargo, terminó por aceptar las circunstancias a las que no podía escapar.
El destino individual de Mozart, su destino como un hombre inteligente y como un magnífico artista, estaba marcado por este espacio social, por su dependencia de la corte como cualquier otro músico al servicio de la aristocracia cortesana. Aquí podemos apreciar qué difícil es presentar en la forma de una biografía para las generaciones posteriores los problemas vitales de un individuo -independientemente de su persona o su talento- cuando no se domina el oficio del sociólogo.
La historia es conocida. A los veintiún años de edad Mozart le pide a su señor, el obispo de Salzburgo, que lo despida de la corte, después de que le habían sido negadas las vacaciones, y se dirige fresco, vitalísimo y lleno de esperanzas hacia Munich, a la corte de los patricios absburgo, y luego a Mannheim y París donde intenta hacer la corte a las damas y los señores influyentes y finalmente regresa amargado y contra su voluntad a Salzburgo. Se convierte en organista de la corte y director de orquesta. Por conocida que sea la historia, el significado de esta experiencia para Mozart -y por lo tanto para su música- no puede interpretarse a fondo si no tenemos en cuenta las estructuras e instituciones sociales de su época. La tragedia de Mozart consistió en que quiso siempre rebasar los obstáculos infranqueables del poder de su tiempo, un poder que se expresaba sobre todo culturalmente en la hegemonía del gusto aristócrata cortesano.
La mayoría de los individuos que se dedicaban por ese tiempo a la música no fueron nobles; en nuestra terminología, eran burgueses. Si querían hacer una carrera en la corte, es decir, si deseaban desarrollar su talento como intérpretes o compositores, debían someterse no sólo a las reglas del gusto musical de la corte, sino también a las reglas de la conducta y la sensibilidad de la aristocracia cortesana, como por ejemplo al modo de vestir y a sus rituales. En nuestros días ese proceso de adaptación se lleva a cabo de un modo casi natural. Los empleados de un gran consorcio o de una cadena de almacenes, sobre todo si quieren ascender en la jerarquía de los puestos, aprenden rápidamente a moldear su conducta de acuerdo a las reglas del establishment. Las relaciones de poder entre el establishment económico y las personas marginales, dentro de sociedades con un mercado relativamente libre para la oferta y la demanda, son ahora más reducidas que las del príncipe absoluto y sus músicos en la corte; aunque algunos artistas conocidos vivieron a la moda en la corte y lograron obtener ganancias. El conocido Gluck, un hombre de origen pequeño burgués, logró hacer suyos tanto el gusto musical como las reglas de conducta gracias a una retórica eficiente, y podía comportarse en la corte como cualquier aristócrata. Es decir, no sólo existía la nobleza, sino también la burguesía cortesana.
El padre de Mozart pertenecía a esta clase de cortesanos. Fue un empleado, o más exactamente: un asalariado del arzobispo de Salzburgo, quien era el príncipe regente en un pequeño Estado. Como todos los poderosos de su tiempo, el arzobispo tenía en sus manos todos los hilos del poder, los puestos necesarios para contar con una pequeña corte absoluta y sometida a su voluntad. Dominaba también la capilla y su música. Leopold Mozart era el vicedirector de la capilla. Un puesto como este era como el de un empleado del siglo XIX en una empresa privada. Leopold Mozart, el sirviente del principe y el burgués cortesano, había educado al joven Wolfgang no sólo de acuerdo a las reglas del gusto musical de la corte, sino también de acuerdo con cánones cortesanos de la conducta y la sensibilidad. Desde la perspectiva de la tradición musical, Leopold logró más o menos su cometido. Pero fracasó rotundamente en cuanto a las reglas de la conducta y la sensibilidad. Su intento de convertir a Mozart en un hombre de mundo fue inútil, no pudo educarlo en el arte de la diplomacia de la corte, de la cortesía con los poderosos gracias a las astutas desviaciones, al estilo indirecto lleno de insinuaciones. Más bien alcanzó lo contrario: Wolfgang Mozart conservó siempre sus ademanes indomables. Si su música estaba llena de una increíble espontaneidad de los sentimientos, su trato personal con los demás se distinguía por su estilo directo extraordinario. Le costaba mucho trabajo esconder o insinuar lo que sentía, disimular sus odios y hacerse el tonto, como si nada hubiera pasado. Aunque creció a la orilla de una pequeña corte y, unos años más tarde, viajó de corte en corte, el estilo cortesano no era lo suyo. Nunca fue un homme du monde, un gentleman del siglo XVIII. A pesar de los esfuerzos de su padre, Wolfgang conservó durante toda su vida la actitud de un clásico ciudadano burgués.
Nunca alteró esa actitud. Mozart sabia la superioridad que le otorgaba a un individuo la pertenencia a la corte, y seguramente alguna vez deseó convertirse en un gentleman, en un hônnete homme, un hombre de honor. En efecto, muchas veces habla de su honor, esa idea central de la conducta aristócrata cortesana que Mozart había incluido entre las suyas. Pero nunca la empleó en el sentido del modelo cortesano. Para Mozart, el honor era una pretensión de igualdad ante los miembros de la corte, y como nunca le faltó tampoco esa vena histriónica, el honor fue un rasgo teatral. Desde niño aprendió a vestir como un cortesano con todo y peluca, aprendió a caminar correctamente y a decir piropos y cortesías. Sin embargo, el niño empezó desde muy temprano a burlarse de las ceremonias y los ademanes cortesanos. No hay que olvidar el quinteto para cuerdas g-moll (KV 516).
Después de un tono trágico y excitado, aparece un tema casi trivial como si Mozart no quisiera darle a la agonía y el dolor más espacio del que merecen, como si una melodía suave y plana, digna del clown, oprimiera a la tragedia. Naturalmente Mozart vuelve al tema trágico, pero ya no se siente tan abrupto y fuerte como al principio, cuando irrumpe de pronto en el escucha. Wittgenstein ha dicho: de lo que no podemos hablar, debemos callar. Creo que podríamos decir con el mismo derecho: de lo que no podemos hablar, hay que lanzarse a buscar.
Norbert Elias (Breslau, 22 de junio de 1897- Ámsterdam, 1 de agosto de 1990) Sociólogo judío-alemán cuyo trabajo se centró en la relación entre poder, comportamiento, emoción y conocimiento. Ha dado forma a la llamada «sociología figuracional». Fue poco conocido en el campo académico hasta los años 70, cuando fue "redescubierto". Su trabajo de una sociología histórica, puede explicar estructuras sociales complejas sin menoscabo de agencias individuales.
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Milenio (México).Traducción de María Teresa Meneses.06/06/2009
Umberto Eco: En uno de mis libros hacía yo una distinción entre el imbécil, el cretino y el estúpido. El cretino no nos interesa porque es un individuo que en lugar de llevarse la cuchara a la boca se la lleva a la frente; no nos interesa porque es aquel sujeto que no entiende lo que le estás diciendo. Su caso es sencillo. Por el contrario, la imbecilidad es una cualidad social y, en lo que a mí respecta, también puedes llamarla de otro modo, dado que para algunos "estúpido" e "imbécil" son términos que se refieren a la misma cosa. El imbécil es aquel que siempre, llegado el momento, se le ocurrirá decir exactamente lo que no debería decir. Es el autor de metidas de pata involuntarias. Por el contrario, el estúpido es diferente; su déficit no es social sino lógico. A primera vista, tal parece que razona de una manera correcta; y resulta muy difícil darse cuenta, de inmediato, que esto no es así. Por eso es peligroso. (...) Te pongo un ejemplo. El estúpido dirá: "Todos los habitantes del Pireo son atenienses. Todos los atenienses son griegos. Por lo tanto, todos los griegos son habitantes del Pireo". Te asalta la duda de que algo no está funcionando bien porque sabes que existen griegos de Esparta, por ejemplo. Pero eres incapaz de explicar, expeditamente, en dónde y por qué el estúpido se ha equivocado. Tendrías que conocer muy bien las reglas de la lógica formal. Eso es, creo que deberíamos ocuparnos específicamente del estúpido.
Jean-Claude Carrière: Yo creo que al estúpido no le basta con equivocarse. Afirma claro y fuerte su error, lo proclama a los cuatro vientos, quiere que todos lo escuchen. Es sorprendente ver lo estridente que es la estupidez. "Ahora sabemos por fuentes fidedignas que...". Y le sigue una garrafal sarta de estupideces.
UE: Tienes toda la razón. Si empiezas a afirmar con insistencia una verdad común, trivial, de inmediato se transforma en una estupidez...
JCC: Flaubert dice que la estupidez consiste en querer sacar conclusiones. El imbécil quiere llegar, por sí solo, a soluciones perentorias y definitivas. Le gustaría ponerle fin de una vez y para siempre a los argumentos. Pero esta estupidez, que de ordinario es percibida como una verdad por un cierto tipo de personas, para nosotros ha sido, en el transcurso de la historia, extremadamente instructiva. Ya habíamos dicho que la historia de la belleza y de la inteligencia, únicos temas a los que hemos limitado nuestra educación, tan sólo constituyen una ínfima parte de la actividad humana. Quizá sería necesario pensar y, por otra parte, tú ya lo estás haciendo, en una historia general del horror, de la ignorancia, así como de la brutalidad. (...)
UE: Después de lo que has dicho, me parece que la estupidez es un poco diferente a la estulticia. Se puede ser un estúpido sin llegar a ser por completo una "bestia". Ser, por casualidad, un estúpido. (...) Un caso de epifanía de la imbecilidad (en el sentido en el que yo la entiendo) nos lo ofrece James Joyce cuando refiere una conversación con míster Skeffington: "Me enteré que ha muerto su hermano", dice Skeffington. "Y solamente tenía diez años", le responden. "En todo caso es doloroso", responde Skeffington.
JCC: A menudo, la estupidez está muy cercana del error. Fue mi pasión por la imbecilidad la que hizo que me ha acercara a tu investigación sobre los falsos. Aquí tenemos dos recorridos rigurosamente ignorados por la enseñanza. Cada época posee, por una parte, sus verdades, y por la otra, a sus notorios imbéciles, enormes, pero se asume la tarea de enseñar y de transmitir únicamente la verdad. De alguna manera se filtra la estupidez. Sí, existe lo "políticamente correcto" y lo "inteligentemente correcto". Dicho de otra manera, una buena manera de pensar. Lo queramos o no.
UE: Es el test del papel tornasol que nos permite verificar si estamos ante la presencia de un ácido o de una base. Si existiese un papel tornasol para estos casos, podríamos saber, de vez en vez, si estamos ante la presencia de un estúpido o de un imbécil. Pero regresando a la relación que estableces entre la estupidez y lo falso: lo falso no es, por fuerza, expresión de estupidez o de imbecilidad. Simple y sencillamente es un error. Tolomeo creía, de buena fe, que la Tierra no se movía. Cometía un error por falta de información científica. Pero podría ser que el día de mañana descubramos que la Tierra no gira alrededor del Sol y entonces tendremos que rendirle un homenaje a la sagacidad de Tolomeo. Obrar de mala fe significa decir lo contrario de lo que se considera verdadero. Pero nosotros siempre cometemos nuestros errores en buena fe. Por lo tanto, el error recorre toda la historia de la humanidad; afortunadamente, si no seríamos dioses. La noción de "falso", que he estudiado, en realidad es muy sutil. Existe lo falso, que debe ser idéntico (en el sentido leibniziano del término) a su modelo. Quienes presentan un falso como si fuese verdadero, a sabiendas de que no lo es, obra de mala fe, y engaña. Tenemos, además, el razonamiento falso de Tolomeo, que hablando en buena fe, se equivoca. Tolomeo no era un falsario porque en verdad creía que la Tierra no se movía.
JCC: Esta precisión no nos facilita nuestro esfuerzo de definición: Picasso decía que él podía pintar picassos falsos. También se vanaglorió de haber pintado los mejores picassos falsos del mundo.
UE: De Chirico también confesó que había pintado falsos de chirico. Y debo confesar que también yo he realizado falsos eco. Una revista satírica italiana, una especie de "Charlie Hebbo", preparó un número especial de Il Corriere della Sera a propósito de la llegada de los marcianos a la Tierra. Evidentemente se trataba de una noticia falsa. Me pidieron un falso artículo firmado por mí, como parodia de Eco.
JCC: Es una manera de salir de sí mismos, de la propia carne, del propio oficio. Y también de la propia cabeza.
UE: Pero, ante todo, es una forma de criticarse, de poner entre comillas nuestros lugares comunes, porque eran precisamente los lugares comunes los que yo debía repetir para realizar "un falso eco". El ejercicio que consiste en producir un falso de sí mismos es, por lo tanto, muy sano.
JCC: Lo mismo sucede para esta pesquisa sobre la estupidez que nos ha ocupado por algunos años. Se trató de un prolongado periodo en el que Bechtel y yo sólo leíamos, incansablemente, libros muy pero muy malos. Expurgábamos los catálogos de las bibliotecas, y la mera lectura de ciertos títulos ya nos daban una idea del tesoro que nos esperaba. Cuando descubres, en tu lista, un título como "De la influencia del velocípedo en las buenas costumbres", puedes estar seguro de que encontrarás miel.
UE: El problema se presenta cuando un loco interfiere en tu vida. Como ya lo he dicho, realicé una investigación acerca de los locos que son publicados en lavanity press (editoriales en las que los autores pagan por publicar. N. de la T.), y para mí era evidente que yo estaba resumiendo sus ideas con total y absoluta ironía. Ahora bien, algunos de ellos no percibieron la ironía y me escribieron para agradecerme que hubiera tomado en serio su pensamiento. Lo mismo sucede con El péndulo de Foucault, que arremetía contra los fanáticos del complot y del ocultismo y que suscitó en ellos algunos casos de manifestaciones de entusiasmo totalmente inesperadas. Todavía recibo (o mejor dicho: mi esposa o mi secretaria, que son las que las filtran) llamadas de teléfono por parte de un maestro de los Templarios. (...)
Dicho esto, la dificultad para decidir si alguien es un cretino, un estúpido o un imbécil se deriva del hecho de que estas categorías representan tipos ideales, son unos idealtypen, como dirían los alemanes. Pero la mayoría de las veces encontraremos en un mismo individuo una mezcolanza de las tres actitudes juntas. La realidad es más compleja que esta tipología. (...)
JCC: En efecto, la primera cosa que se descubre estudiando a la estupidez es que también nosotros somos unos estúpidos. Es evidente. No se puede tratar impunemente a los demás como si fuesen unos estúpidos, si uno no se da cuenta de que su estupidez es un espejo para nosotros. Un espejo permanente, preciso y fiel.
UE: Caemos en la paradoja de Epiménides, que dice que todos los cretenses son mentirosos. Ya que él es de Creta, entonces también él es mentiroso. Si un imbécil te dice que todos los demás son imbéciles, el hecho de que él sea imbécil no impide que acaso te esté diciendo la verdad. Si luego agrega que todos los demás son imbéciles como él, entonces da prueba de inteligencia. Por lo tanto, no es imbécil. Porque los verdaderos imbéciles solamente se pasan la vida olvidándose de que lo son.
También existe el riesgo de caer en otra paradoja, que ha sido enunciada por Owen. Todas las personas son imbéciles, excepto tú y yo. Pero también tú, a decir verdad, si lo pienso bien...
JCC: Nuestra mente es delirante. Todos los libros que coleccionamos, tú y yo, testimonian una dimensión realmente vertiginosa de nuestro imaginario. Es particularmente difícil distinguir la divagación y la locura, por una parte, y la imbecilidad por la otra.
UE: Otro ejemplo de estupidez que me viene a la mente es el de Nehaus, autor de un pamphlet sobre los Rosacruces escrito en la época en la que, hacia 1623, la gente quería saber si realmente existían o no. "El sólo hecho de que nos escondan su existencia es la demostración de que existen", afirma este autor. (...)
Y para concluir, otra historia. En nuestras sociedades, en las que el problema del trabajo se le plantea a todos por igual, algunas personas están redescubriendo a los trabajadores manuales. A menudo, cuando he hecho uso de sus servicios, me sucede que al leer mi nombre en la tarjeta de crédito manifiestan conocer el oficio al que me dedico; y creo que esos mismos artesanos, hace 50 años, no habrían tenido la más mínima noticia acerca de mis libros. Por lo tanto, muchos trabajadores manuales de hoy en día, antes de dedicarse a un oficio manual, completaron su formación superior. Un amigo me contaba que un día, junto con un colega filósofo, tuvo que coger un taxi que lo llevara de la universidad de Princeton a Nueva York. El chofer, en la narración de mi amigo, era un oso cuyo rostro estaba completamente cubierto por largos vellos hirsutos. Éste da inicio a la conversación para saber un poco con quiénes estaba tratando. Ellos le dicen que imparten clases en Princeton. Pero el chofer quiere saber más. El colega, un poco fastidiado, le dice que se ocupa de las ontologías regionales y de la epojé fenomenológica, y el chofer lo interrumpe diciendo: "Ah, ¿usted quiere decir Husserl, no?". Se trataba, naturalmente, de un estudiante de filosofía que trabajaba como taxista para pagarse los estudios. Pero en otra época, un taxista que conociese a Husserl era una especie absolutamente rara. En la actualidad ustedes se pueden topar con un taxista que escuche música clásica y que a mí me plantee preguntas acerca de mi último trabajo semiótico. No es algo del todo surrealista.
JCC: En su totalidad, son noticias positivas, ¿no?
UE: Podemos insistir en los progresos de la cultura, que son manifiestos y que tocan categorías sociales que antes estaban excluidas de ella. Pero a la vez, cada vez hay más imbecilidad. No porque en el pasado los campesinos se quedaban callados esto quería decir que eran tontos. Ser cultos no significa, necesariamente, ser inteligentes. No. Pero en la actualidad todas estas personas quieren hacerse notar y, fatalmente, en algunos casos sólo logran hacernos sentir su imbecilidad. Por lo tanto, podríamos decir que la imbecilidad de un tiempo no se exponía, no se hacía reconocer, mientras que ahora ofende nuestros días.
Dos intelectuales, dos amigos, el semiólogo italiano Umberto Eco y el cineasta francés Jean-Claude Carrière, quienes comparten una profunda pasión por los libros, se reunieron durante varias sesiones -tanto en el apartamento parisino de Carrière como en la casa de campo de Eco en Monte Cerignone- para dialogar -desde sus experiencias profesionales y desde sus culturas particulares- acerca de un tema que preocupa a los lectores, escritores y a la industria editorial en general: ¿el libro impreso tiene un futuro ante el surgimiento de nuevas tecnologías que difunden cada vez más el libro electrónico? Eco y Carrière sostuvieron un diálogo cultísimo pero, al mismo tiempo, irónico, mordaz y rico en citas y anécdotas en torno al futuro del libro, la importancia de la memoria para la transmisión del saber, el cine y las artes visuales, el mundo y su futuro, la sociedad y el individuo, los temas fundamentales que actualmente se tienen que poner en la balanza para poder entender al individuo inserto en una colectividad globalizada.
El fruto de estas conversaciones ha sido recogido en un libro -cuya edición estuvo bajo el cuidado de Jean-Philippe de Tonnac- que en unos días circulará en Italia bajo el sello de Bompiani: Non sperate di liberarvi dei libri (No esperen liberarse de los libros).
En la pasada XXII Feria Internacional del Libro de Turín 2009, que se desarrolló en la tercera semana de mayo, Umberto Eco inauguró el programa con la presentación de Non sperate di liberarvi dei libri; y ante la pregunta acerca de la diferencia que existe entre internet y una gran biblioteca, respondió: "Internet es la gran madre de todas las bibliotecas. Como toda biblioteca, contiene el Evangelio y Mein Kampf. Las diferencias existentes entre ellas son dos: primero, los libros de una biblioteca muestran, a través del nombre del editor, su grado de confiabilidad, y en los sitios de internet no encontramos esto (se necesita una gran cultura y una gran astucia para usar bien internet); segundo, internet incluso ofrece ediciones completas de grandes obras, pero sólo en traducciones sin derechos y no en la más reciente edición crítica. Por lo tanto, no resulta una buena opción para muchas investigaciones con calidad filológica".
El fragmento que publicamos en estas páginas forma parte del capítulo en el que estos dos grandes intelectuales se dedican a desmenuzar el fenómeno de la idiotez, sus consecuencias y, por ende, su peligrosidad en el mundo contemporáneo.
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