El hombre de los Andes, vencedor del Altiplano inclemente, encontró para su innata aspiración espiritual, honda raigambre en la estupenda naturaleza que le rodeaba. Frente a dos infinitos, la Altipampa en que vivía y el cielo que contemplaba, encontró en esos dos objetivos atributos de la naturaleza, la fuente prima y segura para dar paso a sus aspiraciones místicas.
Dominados del esfuerzo imaginativo que condujo a otros pueblos a la elaboración diríase intelectual de teogonías, encontraba la explicación de la fenomenalidad ambiente, en esas dos potencias generadoras de todo cuanto bueno estaba a su alcance. La tierra y el cielo, y en este el sol fueron sus elementos máximos, y en los cuerpos y seres que poblaban el universo, vio la teleología inmediata de todos los fenómenos, y en todos ellos encontró motivo de misticismo y adoración.
Desde los apus primitivos que vivían en el seno de las cavernas andinas; que veían brotar milagrosamente de la admirable tierra, las plantas que asistían a sus menesteres, y que con el milagro del sol, que ya intuían vivificador, tenían la explicación del secreto del origen de la laboriosa alquimia que se producía en la tierra, hasta el culto Tiwanakhota y el Sabio del Incario vieron en la tierra y en el Sol las más supremas fuerzas invariables, siempre bondadosas, y ante todo, inermes para analizar, justipreciar, premiar o castigar los actos humanos.
Es ese el carácter genuino, eminentemente vernáculo de la mitología aymara-khechua .
0 Comentarios