Adelanto de “Contra la tentación populista”, de Slavoj Žižek



Acaba de publicarse en la Argentina “Contra la tentación populista” el nuevo libro del filósofo y psicoanalista esloveno Slavoj Žižek.
En este ensayo, Žižek toca temas relacionados a las oleadas de derecha como movimientos políticos, el brexit, la apatía del votante medio y la baja participación popular en política, entre otros.
“Uno está acostumbrado a escuchar a los que se quejan de la creciente apatía de los votantes o de la cada vez más baja participación popular en política; los liberales, alarmados, hablan constantemente de la necesidad de que las personas se movilicen en iniciativas surgidas de la sociedad civil, de que se involucren más en el proceso político. Sin embargo, cuando la gente se despierta de su modorra apolítica, lo hace invariablemente bajo la forma de una revuelta populista de derecha, y acaba no siendo raro que muchos tecnócratas liberales ilustrados se pregunten si aquella “apatía” no era, en el fondo, una bendición.”, afirma el autor.
Según Žižek “Para un populista la causa de los problemas nunca es el sistema como tal, sino el intruso que lo corrompe (son los especuladores financieros, por ejemplo, y no necesariamente los capitalistas); no se trata, en definitiva, de un vicio fatalmente inscripto en la estructura, sino de un elemento que no desempeña correctamente su rol dentro de ella. Por el contrario, para un marxista (como para un freudiano), lo patológico (el comportamiento desviado de ciertos elementos) es síntoma de lo normal, un indicador de lo que está mal en la estructura misma en la que se integran como amenaza esos arrebatos “patológicos”.”
A continuación, un fragmento del libro a modo de anticipo.

EL PAPA VERSUS DALAI LAMA

¿Cuáles son las consecuencias prácticas, hoy, de esta comprensión del acto? Mientras estaba terminando de preparar para su edición uno de mis primeros libros en inglés, el editor me insistió en que pusiese todas las referencias bibliográficas bajo la infame normativa “autor-fecha”: en el cuerpo principal del texto solo debe mencionarse el apellido del autor, el año de publicación y el número de página, y luego ofrecer la referencia completa en un listado hecho por orden alfabético al final del libro. Para vengarme del editor, entonces, apliqué el mismo criterio a las citas de la Biblia y así, en la lista final, incluí la entrada “Cristo, Jesús (33): Discursos y pensamientos reunidos, editado por Marcos, Mateo, Lucas y Juan, Jerusalén”, mientras que en el texto principal deslicé fragmentos de tipo: “Sobre esta noción de mal, ver también los interesantes aportes en Cristo (33)”. El editor rechazó el esquema diciendo que lo mío era una blasfemia de mal gusto y exhibiendo el mayor desinterés ante mi argumento en defensa propia, el cual consistió en decir que aquella forma de proceder era profundamente cristiana, puesto que trataba a Cristo como un ser plenamente humano, como al Dios que es siendo ser humano (autor), algo en sintonía, entre otras cosas, con su crucifixión entre dos delincuentes comunes. Cristo es el primer y único dios-readymade de la historia de las religiones, alguien completamente humano e indistinguible de otros humanos comunes y corrientes: nada en su apariencia física hace de él un dios. Tal como la bicicleta o el urinario de Duchamp carecen de propiedades inherentemente artísticas y se vuelven arte por el lugar que ocupan, Cristo no es un dios dado en función de sus intrínsecas cualidades divinas y solo en tanto es hijo de Dios puede performar (milagros) para ponerse en ese lugar simbólico. Hay cierto pasaje de lo trágico a lo cómico y hasta lo bufo en el núcleo mismo de la iniciativa cristiana: la de Cristo no es, claramente, la figura del amo heroico y digno.

Por eso mismo es que todo buen cristiano puede, lejos de sentirse ofendido, divertirse sin culpa cuando se cruza con parodias como la de Edward Moser en The Politically Correct Guide to the Bible [Guía políticamente correcta de la Biblia]. Si algún defecto tiene este libro hilarante es que se basa siempre en un mismo procedimiento, el de abrir cada pasaje con un versículo bíblico más o menos conocido para adosarle enseguida un final de frase con una observación totalmente contemporánea. Así, al modo de la célebre salida de Marx acerca de cómo funcionan en la vida real, bajo las órdenes del mercado, los derechos humanos garantizados por la Revolución Francesa (“Libertad, igualdad y Bentham”), Moser escribe: “Aunque pase por un valle tenebroso, ningún mal temeré, porque ‘mal’ y ‘bien’ son meros constructos lógicos”, o también: “Y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, y cada uno los oía hablar en su propia lengua, en virtud de los programas de educación bilingüe”. La parodia toca su punto más alto cuando Moser reescribe los diez mandamientos como “Las diez recomendaciones”, de las que alcanza con citar dos: “Acuérdate del sábado, para que puedas ese día hacer todas tus compras” y “No pronunciarás el nombre de Dios en vano, sino con todas las ganas, sobre todo si eres un cantante de gangsta rap” .
El problema es que eso que hasta aquí se presenta como una exageración satírica es algo que ocurre en la vida de hoy constantemente. John Gray, el autor de Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus, desplegó en una seguidilla de programas de Oprah Winfrey toda una vulgata del psicoanálisis narrativista-deconstructivista: dado que en última instancia somos las historias que nos contamos sobre nosotros mismos, la solución para un bloqueo psíquico reside en una reescritura creativa, positiva, del relato de nuestro pasado. Lo que Gray tenía en mente no era solo la terapia cognitiva convencional, transformadora de las “falsas creencias” negativas acerca de uno mismo en confianza en que uno es amado por los otros y capaz de asegurarse logros en lo creativo, sino una noción más radical, pseudofreudiana, de regresión a la escena de la herida traumática primordial. Es decir que Gray acepta la noción psicoanalítica de un núcleo duro formado por alguna experiencia traumática de la primera infancia, que marcó para siempre el desarrollo ulterior del sujeto, dándole un giro patológico. Pero en su propuesta, después de regresar a esa escena traumática primitiva y enfrentarla directamente, el sujeto, bajo la guía del terapeuta, debe reescribir esa escena, ese marco fantasmático último de su subjetividad, en un relato más productivo, benigno y positivo. Digamos: si la escena traumática primordial que ha insistido en el inconsciente, deformando e inhibiendo nuestra actitud creativa, es la de nuestro padre gritándonos: “¡No vales nada! ¡Te desprecio! ¡Nunca vas a llegar a nada!”, deberíamos poder reescribirla en una nueva escena con un padre benévolo que nos sonríe cariñosamente y nos dice: “¡Qué hijo estupendo! ¡Confío plenamente en ti!”. (En uno de los programas conducidos por Oprah Winfrey, Gray representó directamente esta experiencia de reescritura del pasado con una mujer que terminó abrazándolo con gratitud, llorando de felicidad ante la certeza de que ya no la obsesionaría la actitud despectiva de su padre hacia ella).

Jugar este juego hasta el final, como cuando el Hombre de los Lobos “regresó” a la escena traumática —presenciar el coitus a tergo parental— que había determinado su desarrollo psíquico ulterior, ¿sería tal vez reescribir esa escena de manera tal que, en los hechos, el Hombre de los Lobos solo viera a sus padres acostados, papá leyendo el diario y mamá una novela sentimental? (Por ridículo que parezca este procedimiento, no olvidemos que también tiene su versión políticamente correcta: la de las minorías étnicas, sexuales y demás que reescriben su pasado de una manera más positiva y autoafirmativa). Siempre en la misma línea, uno puede percibir que hoy se propone la reescritura hasta de textos como el Decálogo: ¿Alguno de los mandamientos es demasiado severo? Volvamos a la escena del Monte Sinaí y reescribámosla: adulterio, sí, siempre que sea sincero y sirva a tu objetivo de realización personal profunda. Ejemplo de esto es el libro The Hidden Jesus [El Jesús oculto], de Donald Spoto: una lectura new age-liberal del cristianismo donde a propósito del divorcio podemos leer:
Jesús condenaba claramente el divorcio y el casamiento en segundas nupcias. (…) Pero sin ir más allá y sin decir que el matrimonio no podía disolverse (…) en ninguna de sus enseñanzas se da una situación en la que Jesús ate por siempre a una persona a las consecuencias de su pecado. El trato que les daba a los demás era siempre para liberarlos, no para legislarlos. (…) Es evidente que, en efecto, algunos matrimonios simplemente se acaban, los compromisos se abandonan, las promesas se violan, el amor se traiciona.
Por más empáticas y liberales que nos parezcan, estas líneas muestran una confusión fatal entre lo que es del orden de los altibajos emocionales y lo que hace a un compromiso simbólico incondicional que en principio debería valer justamente cuando ya no cuenta con el apoyo de las emociones directas: “No te divorciarás, salvo que tu matrimonio ‘en efecto’ se acabe y lo vivas como una carga emocional insoportable, que frustra la realización de tu vida”. O sea, no te divorciarás, salvo en el caso de que el divorcio tenga sentido (ya que, ¿quién se divorciaría de un matrimonio que anda bien?).

Lo que desaparece en esta disponibilidad total del pasado a su subsiguiente reescritura retroactiva no son primordialmente los hechos duros, sino lo Real de un encuentro traumático cuyo papel estructurante en la economía psíquica del sujeto se resiste para siempre a su reescritura simbólica. Emblemática en este punto es la figura de Juan Pablo II. Incluso personas que respetan su posición moral como papa y lo admiran reconocen, sin embargo, que hay algo irremediablemente anticuado en su figura, algo medieval, atado a dogmas antiguos, desconectado de las demandas de los nuevos tiempos. ¿Cómo alguien puede ignorar hoy en día la contracepción, el divorcio, el aborto? ¿No son acaso cosas que simplemente ocurren, hechos de nuestra vida? ¿Cómo puede ser que el papa niegue el derecho a abortar incluso de una monja embarazada producto de una violación (como ocurrió entre las monjas violadas durante la guerra en Bosnia)? ¿No es evidente que, aun cuando fuésemos personas que se oponen por principios al aborto, deberíamos, ante casos extremos, atenuar nuestros principios y habilitar ciertas concesiones? Aquí es donde comprendemos por qué el Dalai Lama es una figura mucho más acorde con nuestra permisiva posmodernidad: es alguien que nos ofrece un vago y agradable espiritualismo sin obligaciones específicas, en el que cualquier persona, hasta la estrella más decadente de Hollywood, puede ser su seguidor sin tener que renunciar a su estilo de vida promiscuo y su ambición de dinero. El papa, por el contrario, nos recuerda que a toda actitud propiamente ética se llega pagando un precio, y es ese apego suyo, inflexible, a los valores antiguos, y esa disposición rigurosa a desestimar las demandas “realistas” de nuestra época incluso cuando se esgrimen con argumentos que pueden parecernos obvios (como en el caso de las monjas violadas), lo que hace de él una auténtica figura ética.

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