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Fragmento
PRÓLOGO
El miércoles 13 de julio de 1955, en la primera página de El Espectador, una nota anónima titulada «El Espectador envía redactor a Ginebra» y acompañada por un retrato de García Márquez anunciaba que éste estaba próximo a salir de Colombia para ir a cubrir ese hecho trascendental en la política mundial de la posguerra que fue la conferencia llamada «de los Cuatro Grandes». «Mañana viajará a Barranquilla donde el viernes hará conexión con El Colombiano de Avianca que hace su vuelo regular de esta semana a Europa —decía la nota, y agregaba—: García Márquez llegará en la madrugada del sábado a París y continuará inmediatamente a Ginebra». El jueves 14, El Heraldo de Barranquilla informaba, también en primera plana, «Gabriel García Márquez llega hoy a Barranquilla», y retomaba los datos divulgados la víspera por El Espectador. Al cable del corresponsal capitalino allí reproducido se añadía, con tipos distintos, una ‘Nota de la Redacción’ que decía:
Un cordial y deferente saludo tiene El Heraldo para Gabriel García Márquez, quien por muchos meses fue colaborador de planta de este periódico. Sabe Gabito con qué regocijo registramos esta noticia de su viaje al Viejo Continente, viaje que él había soñado y comentado tanto entre nosotros y que hoy, andando los días, se cumple como justa compensación para quien como él ha sabido distinguirse por sus excelsas condiciones de intelec (tual) de prestigio1.
El viernes 15, El Espectador anunciaba: «Hoy viaja García Márquez a París»: el periodista había llegado a Barranquilla «en las últimas horas de la tarde de ayer» y «seguirá hoy vuelo con dirección a París». El viaje se desarrolló según lo que se anunciaba, ya que García Márquez, en un reportaje escrito el 17 y remitido por correo aéreo, se refería a lo que vio «hace dos noches, en París» y estaba en Ginebra a tiempo para informar sobre la apertura de la conferencia.
No solamente los detalles iniciales del viaje correspondieron a lo que se había previsto en las oficinas de El Espectador, sino todo un largo período que García Márquez había de pasar en Europa por cuenta del periódico. El programa no falló sino al cabo de varios meses, debido a la evolución de la situación política en Colombia y al conflicto entre la dictadura y la prensa liberal, que concluyó con la clausura de los periódicos opositores, El Espectador entre ellos. Puede pensarse que la corresponsalía de García Márquez hubiera durado más o menos un año, y es probable incluso que, terminado este tiempo, igualmente habría optado él por quedarse muchos meses más. Salvo los problemas políticos que conoció El Espectador, no intervino ningún imprevisto en las actividades de García Márquez. Éste contó, años más tarde, en entrevistas ampliamente difundidas y tomadas a veces al pie de la letra, que si pasó de Ginebra a Roma, una vez terminada la Conferencia de los Cuatro Grandes, fue que desde Bogotá le escribieron que se fuera a Roma «por si el Papa se muere de hipo». El Papa, efectivamente, había estado enfermo meses antes, y El Espectador había informado sobre el caso como todos los periódicos del mundo (y hasta puede sospecharse que el mismo García Márquez dedicó a la noticia al menos una nota en la columna ‘Día a día’), pero lo cierto es que, como atestiguan los reportajes europeos, no había en julio y agosto de 1955 ninguna pontificia crisis de hipo. Todo lo que sucedió estaba rigurosamente previsto cuando salió García Márquez de Colombia, así como lo atestigua el final de la nota aparecida el 13 de julio en El Espectador:
Después de «cubrir» la información sobre la Conferencia de los «Grandes» en Ginebra, Gabriel García Márquez viajará a Italia para asistir al próximo Festival Mundial de Cine, en Venecia. Luego permanecerá algún tiempo en París y en otras ciudades europeas, antes de su regreso a Colombia.
Todo, al parecer, está en esas líneas: Italia y precisamente Venecia, París, y quizá esté Viena en la alusión a «otras ciudades» de Europa.
A partir de la estadía en Viena se plantea una duda sobre lo que hizo García Márquez. Hay que tener en cuenta que entonces acababa de informar sobre el Festival de Venecia y que iba saliendo en Bogotá su largo reportaje sobre el caso Montesi. Este reportaje le había exigido un largo trabajo de documentación y redacción, con lo cual queda explicado el hecho de que enviara tan sólo dos crónicas breves desde Roma en todo el mes de agosto. En Venecia ya no debía trabajar en esa larga crónica o, cuando más, la estaría terminando. Pero entonces resulta sorprendente el tiempo transcurrido entre la estadía de Viena y la aparición de las tres crónicas vienesas en el Dominical: más de un mes. ¿Qué hacía García Márquez en Viena? Debe suponerse que allí estuvo solamente de paso, viajando en realidad hacia los países socialistas, precisamente Checoslovaquia y Polonia.
Es decir, que García Márquez incluyó mucho tiempo después sus impresiones de esos dos países en un relato referido a su viaje de 1957. No le era posible escribir sobre países socialistas en la prensa colombiana de 1955, e incluso el solo hecho de haber viajado al otro lado de la Cortina de Hierro, si se llegaba a conocer entonces, podía crearle más de un problema y quizá creárselo a El Espectador. Es notable que, aún en 1957, disimulara la identidad de quienes viajaron con él a Alemania del Este. Se trataba de Plinio Apuleyo Mendoza y su hermana Soledad; ésta fue presentada como Jacqueline, enfermera francesa, y aquél como Franco, de nacionalidad italiana2. El hecho que Franco fuera personaje del reportaje sobre Checoslovaquia pertenece a la ficción y puede deberse en parte a la necesidad de trampear un poco para borrar mejor las pistas. El caso es que Plinio Apuleyo Mendoza nunca estuvo con García Márquez en Checoslovaquia, ni en 1957 ni en ninguna otra fecha. Si se consideran las fechas extremas que da García Márquez en sus publicaciones sobre los países socialistas, aparece claramente que era imposible visitar tanto en tan poco tiempo. Era además imposible llegar a Moscú a tiempo para ver el Festival de Juventudes después de pasar el tiempo que García Márquez dice que pasó en Alemania, Checoslovaquia y Polonia. Finalmente, hay que subrayar que Plinio Apuleyo Mendoza tiene la certidumbre de que cuando, hacia la Navidad de 1955, se encontró con García Márquez en París, le oyó contar sus experiencias de Praga y Varsovia.
Esa estadía en Checoslovaquia y Polonia tuvo que verificarse en octubre de 1955, en un mes en el que García Márquez no publicó nada en El Espectador. Viena era etapa y no meta de un viaje en el que era también el único momento confesable. La explicación de ese viaje es evidentemente el congreso cinematográfico de Varsovia, al que se hizo invitar García Márquez, y es muy llamativo ver que casi empató el Festival de Venecia con el Congreso de Varsovia. En Venecia debió hacer los contactos necesarios y es probable que hiciera las gestiones para la visa en Viena que era, de todos modos, paso obligado3.
El primer viaje a la Europa socialista quedó en el secreto que imponía la situación colombiana en 1955. Sólo dos años después se recuperó periodísticamente, cuando García Márquez escribió la serie 90 días en la Cortina de Hierro. Se publicó más tarde aún, en 1959, cuando García Márquez vendió la serie a Cromos4.
El proyecto inicial de El Espectador era que su enviado especial se quedara principalmente en Italia. La idea no aparecía muy claramente en la nota anónima del 13 de julio de 1955, pero se manifestaba en cambio sin la menor ambigüedad en la fraterna despedida que Eduardo Zalamea Borda «Ulises» le dio a García Márquez, en su columna ‘La ciudad y el mundo’, el 14 de julio. «Ulises» tenía que saber del proyecto de García Márquez de estudiar cine en Roma. Decía:
Mañana comienza para Gabriel García Márquez una grande experiencia: va a Europa, concretamente a Ginebra, enviado por El Espectador con motivo de la reunión de la conferencia de los Cuatro Grandes y después irá a Venecia, en general a Italia, prolongando su estadía en diversos países europeos por algún tiempo5.
La estadía en París estaba prevista desde el principio. Según los documentos disponibles parece que García Márquez llegó allí hacia fines de febrero de 1956 para informar sobre el proceso llamado por él «de los secretos de Francia», el «Affaire des Fuites». Da una pista fidedigna el anuncio de ese reportaje, aparecido en la primera página de El Independiente, sustituto provisional de El Espectador, el 12 de marzo. Esa nota, titulada «Enviado especial de El Independiente al proceso más sensacional del siglo», indica que «hace pocos días llegó a París, procedente de Italia, Gabriel García Márquez, corresponsal especial de El Independiente en Europa, con el encargo de documentarse sobre el “proceso más sensacional del siglo” cuyas audiencias están por iniciarse en la capital francesa. En carta sobre esa misión periodística que recibimos ayer, García Márquez nos informa: “París está hoy hirviendo en esa salsa. Las sensacionales sesiones sobre filtraciones de secretos de seguridad franceses a los comunistas, en las que serán testigos entre otros los ex premiers Mendès-France, Bidault y Pleven, serán secretas en general. Pero ya he reunido suficientes documentos para explicar a los colombianos por qué este proceso se ha convertido en Europa en el escándalo más trascendental en materia periodística, desde la Mata-Hari. Y además he hecho la solicitud para formar parte del grupo de corresponsales extranjeros que será admitido en determinadas sesiones. Los primeros artículos de esta serie irán por el próximo correo.”»
De allí podría deducirse que García Márquez se quedó en Italia hasta finales de febrero. Sin embargo, salió de Roma en diciembre de 1955, cuando estaba apareciendo en El Espectador su serie sobre el Vaticano. Los estudios que emprendió semanas antes en el Centro Sperimentale di Cine duraron realmente muy poco6. Es decir, que aquí también las cosas pasaron en forma distinta a lo que parecen sugerir los documentos. Plinio Apuleyo Mendoza llegó a París, procedente de Mallorca, en diciembre de 1955, y recuerda que allí se encontró con García Márquez poco antes de la Navidad. Era un reencuentro porque se habían conocido en Bogotá en 1947 o 19487. Plinio Apuleyo Mendoza estaba con otros dos colombianos, el escritor Arturo Laguado y el matemático y literato Carlos Obregón, cuando vio a García Márquez en el bar La Chope Parisienne. Sobre el hecho escribió años más tarde un interesante texto de testimonio8. Pasaron juntos la Navidad y también estaban juntos cuando, por una nota aparecida en Le Monde, se enteró García Márquez de que El Espectador había tenido que suspender su publicación9. Plinio Apuleyo Mendoza regresó a Caracas en los últimos días de enero de 1956.
Con el largo reportaje sobre el caso de las filtraciones se interrumpió la colaboración de García Márquez con la prensa de su país. Era que, desde el año anterior, y un poco a raíz de las espectaculares crónicas en que él había revelado verdades molestas para el gobierno de Rojas Pinilla, la situación se había vuelto cada vez más difícil para la prensa liberal. Ya El Tiempo había sido clausurado por la dictadura en agosto de 1955 (volvería a aparecer no como El Tiempo, sino como Intermedio, el 21 de febrero de 1956, volviendo a llamarse El Tiempo el 8 de junio de 1957, a raíz de la caída de la dictadura), y el Ministerio de Hacienda hacía entonces revisar los libros de contabilidad de los periódicos más sólidos del país, que eran al mismo tiempo periódicos de oposición (El Espectador, El Tiempo y El Colombiano, este último de Medellín). El 6 de enero de 1956 se restableció la censura de prensa, al par que se le imponía una enorme multa a El Espectador (más de 600.000 pesos) por presuntas inexactitudes en sus declaraciones de renta. Refiriéndose a esa situación crítica, el que era entonces director de la publicación escribió años más tarde:
La dirección de El Espectador escribió ese mismo día un editorial titulado «El tesoro del pirata», por medio del cual rechazaba, como era obvio, la injusta e infame exacción económica que el régimen dictatorial le imponía por razones claramente políticas. Dicho editorial fue sometido a la censura reimplantada el día anterior con la evidente finalidad de no permitirle al periódico defenderse del doble ataque a su integridad moral y a su patrimonio financiero; pero lo hizo con la perentoria advertencia de que, si no se le permitía ejercer el derecho de defensa o si se le recortaba en lo más mínimo ese legítimo derecho, el periódico dejaría de publicarse por tiempo indefinido.
La censura no devolvió siquiera el original sometido a su consideración y, en consecuencia, El Espectador no volvió a aparecer en público, pero de todos modos hizo conocer ampliamente su alegato dentro y fuera del país10.
Entonces debió pasar García Márquez sus primeras inquietudes sobre su suerte material en Europa. Habían de ser breves en esa primera ocasión. En efecto, el 15 de febrero de 1956, o sea menos de un mes y medio después de suspenderse la publicación, apareció El Independiente, un nuevo diario que era igualmente propiedad de la sociedad El Espectador y que era un sustituto del periódico momentáneamente suspendido por voluntad de sus dueños a manera de protesta contra la censura y las presiones económicas. El director de El Independiente era el líder del liberalismo colombiano, Alberto Lleras Camargo, literato y periodista, antiguo y futuro presidente de la nación y ex secretario de la OEA. Fue entonces cuando García Márquez escribió su largo reportaje sobre el caso de las filtraciones. Sin embargo, el respiro fue de poca duración: el 15 de abril se suspendió la publicación de El Independiente, que no volvería a aparecer hasta febrero del año siguiente.
García Márquez prefirió quedarse a vivir en Europa con el valor del pasaje aéreo que le mandaron los responsables de El Independiente y entonces empezó su época de estrechez económica.
***
La intención de viajar a Europa era un sueño viejo de García Márquez, del que aparecen algunas señales en la producción periodística de Barranquilla. El periodismo fue el pretexto —si bien plenamente justificado por los logros obtenidos— para emprender la travesía del océano. Debió de ser un poderoso aliciente el deseo de estudiar cine, pero lo cierto es que una revisión de los reportajes escritos en Europa y un cotejo de la evolución literaria con la producción periodística llevan a la pregunta de saber qué utilidad tuvo ese viaje o, en otros términos, llevan a la certidumbre de que nada tenía que buscar García Márquez en Europa, porque ya disponía de sus convicciones culturales; las claves que por entonces ignoraba, ya las poseía en realidad, sin saberlo. A Europa viajó, cuando más, a confirmar lo que ya sabía. Antes de partir era ya todo un latinoamericano. Los intelectuales de las generaciones anteriores habían aprovechado su estadía en Europa para enriquecer o cuajar sus preocupaciones y experiencias americanas, lo cual demostraba que les era necesario el viaje. En cambio, con García Márquez, como efecto de sus propios esfuerzos y reflexiones, se da un caso de nuevo cuño: el de quien da el salto con sus convicciones ya forjadas. Es un tropical el que se planta con desenfado y humor ante la realidad humana del Viejo Mundo.
En cierto modo, él ya sabía desde hacía tiempo lo que le esperaba en Europa. En este aspecto, son más que todo espectaculares —sin perder nada de su indiscutible ejemplaridad— sus alusiones a los sacrificios que imponen las vocaciones auténticas, las que habían aparecido en su reportaje sobre el escultor Arenas Betancourt y las que habían de aparecer a propósito del tenor santandereano Rafael Ribero Silva (y es cierto que, escrita poco antes de las clausuras de El Espectador y El Independiente, es bien llamativa la frase: «Lo importante es no atortolarse»). Vale la pena tener en cuenta esa rigurosa conciencia de cuanto exige una ambición estética, pero no deja de tener un tinte anecdótico, y resulta marginal o superficial comparada con el concepto que García Márquez tenía desde hacía tiempo, de lo que había de ser el viaje.
Tres años antes, en la «Jirafa» Un poeta en la ciudad (30 de junio de 1952), dedicada al poeta antioqueño Carlos Castro Saavedra, García Márquez había definido los límites y las ambiciones de quien viaja a Europa. Quizá más que a la experiencia de Castro Saavedra, esas frases certeras se aplicaban al proyecto del propio autor de ‘La Jirafa’. Según él, el poeta había estado visitando, no La Meca o Las Mecas de la cultura occidental, sino «el pueblo de otros pueblos». El contacto con Europa no significaba ninguna aportación de elementos nuevos, sino que concluía un proceso de tipo químico, puramente americano: «Ese viaje debió servir para precipitar la madurez de Castro Saavedra». Lo que había de surgir de la visión de Europa no eran los cansados valores europeos, sino los valores americanos: «Cuando regresó a nosotros, pocos meses después, nos trajo a los colombianos, desde la bisabuela Europa, noticias de Colombia». En Música en la calle, el último poemario de Castro Saavedra, reconocía García Márquez el «vigoroso testimonio de un hombre que viajó y encontró en el mundo, en las ciudades y los hombres del mundo, todo lo que su patria tiene de universal».
Hay un notable desajuste con relación a los criterios que expresó «Ulises» en su ya citada nota de ‘La ciudad y el Mundo’, al referirse al viaje de García Márquez, definido como «una grande experiencia». Escribió en particular «Ulises»:
El primer contacto con Europa es decisivo y en ciertos casos produce los más felices resultados. Creo que tal es el de nuestro admirado y querido compañero, que en tan poco tiempo se ha impuesto lo mismo en el campo periodístico que en el literario, que no son opuestos, sino muy vecinos, en cierto modo complementarios, como él mismo, entre otros, se ha encargado de demostrarlo [...].
No vamos a habituarnos fácilmente a la ausencia de «Gabo», pero tendremos con frecuencia sus impresiones de Europa, apreciaremos su enfoque de las más diversas situaciones y podemos estar seguros de que todo lo que nos envíe será interesante. Pero, sobre todo, sabremos que está aprendiendo, que está preparándose mejor para el futuro, adquiriendo conocimientos y experiencias, viviendo para que su talento y su sensibilidad den, más tarde, frutos aún mejores. Por eso no lo despedimos con pesar, sino con el gozo que nos da la certidumbre de que sabrá aprovechar esta magnífica oportunidad que se le ofrece en el momento más indicado.
En realidad puede pensarse que, si ése era en efecto «el momento más indicado», era justamente porque García Márquez se había colocado en una situación tal que no tuviera que «aprovechar esta oportunidad», porque ya no la necesitaba y él mismo se encontraba ya más allá de toda necesidad en materia de cultura. Su viaje no tenía por qué ser «decisivo». Además de usar con relación a Europa un criterio que era de su propia generación y no podía abarcar el fenómeno que ya representaba García Márquez, «Ulises» veía desde demasiado cerca sus recientes éxitos de periodista y escritor11 para poder captar a cabalidad lo que era el momento real que vivía su joven colega, pese a conocerlo muy bien.
Si García Márquez pudo sentirse satisfecho al encontrarse en Europa e impresionado ante los prestigios antiguos y modernos del Viejo Mundo, lo cierto es que no lo demuestran sus crónicas. Puede haber una parte de ingenua provocación, la del provinciano que quiere mostrarse indiferente o burlón ante la metrópoli, pero no pasaría de ser algo anecdótico porque no deja de llamar la atención, en los textos, esa constancia con la que García Márquez manifiesta su irrespeto ante las realidades europeas. Le interesan «las ciudades y los hombres del mundo», como escribía en 1952, le interesa la cultura pasada y presente, la de las grandes obras, le interesa el aprendizaje de las técnicas del cine, pero se niega a asumir posturas reverentes; sabe que viene de un mundo tan respetable y más prometedor humana y culturalmente. Sabe que el colonial complejo de inferioridad se está muriendo de viejo y ello en un momento en que Europa solamente está empezando a tomar conciencia de que existe y despierta algo que poco tiempo antes un sociólogo francés empezó a llamar Le Tiers Monde.
Desde un principio García Márquez mide las cosas con un parangón estrictamente colombiano. Ginebra le parece ser una ciudad comparable con Manizales; la topografía ginebrina se explica en base a la topografía bogotana; se oye música afro-cubana y «la gente viste como en Barranquilla». Salvo por su mansedumbre, los perros de Ginebra le recuerdan a García Márquez los de Magangué. Uno de los grandes políticos presentes en la Conferencia se parece a Daniel Lemaitre, conocido compositor cartagenero de música popular costeña. Hasta llega a afirmar García Márquez que un cabaret de Ginebra tomó su nombre del título de un mambo de Pérez Prado, cuando es probable que sabía que el personaje de Mimí Pinzón, la arquetípica modistilla del París decimonónico, tuvo que esperar muchos años antes de que le metiera ritmo tropical su admirado músico cubano. En Castelgandolfo reconoce García Márquez rasgos propios de los pequeños centros urbanos del Tolima. Un corresponsal de la prensa egipcia le parece ser un «ejemplar típico del camaján barranquillero»12. En Viena la gente ve «las mismas películas que se dan en Bogotá».
Es notable que al llegar a Roma solamente se interese en hechos de secundaria importancia, como eran las vacaciones del Papa o un congreso de Testigos de Jehová. Es probable que, a pesar de todo, debió dar una vuelta por los sectores prestigiosos de los monumentos antiguos e interesarse en las realidades contemporáneas, pero nada de eso apareció en sus crónicas iniciales. Se limitó a contar detalles del viaje del Papa a Castelgandolfo (con el episodio de la mujer descabezada, que reaparecería más tarde en el cuento Los funerales de la Mamá Grande) y a soltar una serie de chistes despiadados sobre las actividades de una secta marcada por los presupuestos del american way of life. Más tarde, Viena será el marco de una aventura estrictamente personal. La serie de tres crónicas sobre «la ciudad de El tercer hombre» habla de las peripecias vividas por García Márquez y de su fingido desencanto ante una ciudad que le remite la imagen que en realidad él buscaba, la imagen de su ubicuo mundo costeño, su indeleble mundo interior. Es evidente que las cosas no podían haber pasado como él las cuenta, pero basta con que las cuente así para que sea un hecho plenamente significativo. «En aquel enorme salón lleno de humo, bailando cumbia con espermas encendidas y comiendo butifarras, me pareció que no había valido la pena atravesar el Océano Atlántico para volver a las fiestas de San Roque en Barranquilla. Sólo faltaba el negro Adán. Lo demás es literatura barata»13. Es decir, que sólo al cabo de dos meses pasados en Europa, la realidad concreta del Viejo Continente («lo demás») le parecía «literatura barata» y permanecían en pie, intactos e invulnerables, los valores costeños y americanos.
La imagen que García Márquez da de Europa occidental —los países socialistas son para él otra cosa, otro mundo que requiere otros criterios— es la de un universo decadente, cercano a un agotamiento total14, cuyas enseñanzas válidas parecen limitarse entonces a las aportaciones del cine (siempre De Sica), y donde un tenor colombiano demuestra que un latinoamericano, si no se atortola, puede triunfar en una disciplina tan exótica, tan europea como es la ópera. No debe ser por casualidad si las dos series más largas que escribe entonces García Márquez evocan casos judiciales famosos, no sólo porque representaban un buen material periodístico, sino también, y quizá principalmente, porque en ellos se veía la imagen de un mundo que se desmoronaba. El caso Montesi dejaba entrever la podredumbre moral de la alta sociedad y de la política italianas, un tema que Fellini explotaría luego en La dolce vita. El caso de las filtraciones, que se terminaba como un «relajo» —y la elección de esa muy libre versión caribeña del término francés extravagance no era casual— ilustraba muy bien la impresión de inminente derrumbe que podía darle a García Márquez la Francia de la Cuarta República, incapaz de resolver el problema de Argelia. También llama la atención que, viviendo en París, hubiera dedicado tantos «reportajes» a las peripecias de la vida política inglesa que él tenía que ver como las últimas manifestaciones de una tradición moribunda. Frente al despertar del Tercer Mundo, Europa le daba a García Márquez la impresión de un mundo en sus postrimerías: no en vano escribía sobre la crisis de Suez y por algo la usó como trasfondo en El coronel no tiene quien le escriba, que entonces estaba escribiendo. Bien podía hablar, sobre un tema tan intrascendente como el verano en París, de «la vieja y empobrecida Europa que todavía se alimenta con las ruinas de la civilización occidental». La historia se está haciendo en otras partes del mundo; García Márquez lo siente y lo expresa desde el principio, cuando en Ginebra ve «la casa donde nació Juan Jacobo Rousseau; un viejo caserón lleno de ventanas que debe haber
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