GÉZA CSÁTH carácter morboso autodestrucción más completa

Budapest

La caída en espiral de Géza Csáth en la autodestrucción más completa, en apenas 32 años de vida, puede identificarse por igual con su carácter morboso, con su profesión paralela a la de escritor (la de neurólogo y psiquiatra en diversos sanatorios), con la adicción que desarrolló al opio y, por último, con el escenario que le tocó en suerte vivir: la hecatombe que aniquiló a la última generación del Imperio Austro-Húngaro entre las alambradas y el estallido de obuses. Con casi un millón de habitantes en 1910 y un florecimiento artístico y cultural sin precedentes, ligado al de Viena, Budapest, hoy epicentro de la industria pornográfica pero todavía “ciudad de los suicidas”, con el gran Danubio partiéndolo en dos, ofreció a principios del siglo XX una serie de poetas y narradores de signo crepuscular a caballo entre lo decimonónico y la modernidad, agrupados en torno a los cafés y tabernas y a la revista Nyugat (“Occidente”), algo así como la versión húngara del magazine londinense fin-de-siècle The Yellow Book que hizo célebre Aubrey Beardsley con sus ilustraciones.
Géza Csáth (pseudónimo de Jozsef Brenner) fue lo que se dice un niño prodigio: músico, pintor, dramaturgo y poeta, con catorce años se adelantaba publicando críticas musicales sobre Béla Bartók, y en los años siguientes sus cuentos y ensayos aparecieron con frecuencia en revistas y periódicos de la capital, a la vez que su autor concluía sus estudios de medicina y comenzaba a ejercer en psiquiátricos y en balnearios. Sus Diarios nos han dejado la imagen de un tipo al que no le faltaba ambición ni amor propio, voluntariosamente cientificista, como correspondía a su época por otra parte, propenso a psicoanalizarse de forma cotidiana (y a veces hasta la náusea), hedonista y sensual en su relación con las mujeres pero incapaz de dominar su temprana afición por la morfina, a la que por su profesión siempre tuvo fácil acceso:
24 de septiembre.
“Decidí mandarla a casa para hacerle daño. Se echó a llorar amargamente en la calle. Entonces resolví llevármela a casa. Le dije a la francesa que se fuera y la subí a mi habitación furtivamente. Tenía una sensación extraña, enfermiza. Como si todo estuviese ocurriendo en el otoño de 1910. La chica estuvo espléndida, se me entregó con pasión. Después se puso a llorar desconsoladamente. Tenía malos presagios. Nos vestimos y nos fuimos. (…) Volví a casa con el estómago revuelto y el corazón roto, medio muerto de sueño, y juré acabar con el consumo del maldito tóxico”
Movilizado como muchos otros miles por el estallido de la Gran Guerra, Csáth acabó siendo expulsado del ejército y regresó del frente convertido en un guiñapo, con toda su fortaleza física y psíquica hecha trizas; en 1919 se le internó en un sanatorio, escapó y mató a tiros a su mujer, Olga, y a continuación trató de envenenarse y cortarse las venas. Fue ingresado de nuevo y volvió a escapar, reclamando que lo llevaran al psiquiátrico de Moravcsik. En su huida intentó suicidarse de nuevo y lo consiguió, acosado por la guardia fronteriza yugoslava.
El posterior período de entreguerras redujo el territorio húngaro en sus dos terceras partes y, a grandes rasgos, dividió a sus escritores entre los que abrazaban tendencias socialistas, los fascistas nacionalistas y los tradicionalistas de corte católico. Políticamente próxima a Berlín –los sucesivos gobiernos húngaros despacharon a cientos de miles de judíos a los campos de exterminio-, Hungría cayó bajo el yugo de la Unión Soviética tras la derrota del III Reich, quedando relegados los libros de Csáth al reducto de una época malsana. Desde los años noventa se le viene recuperando en muchos idiomas y sus piezas teatrales se representan con frecuencia en Europa, aunque su traductora Eva Cserhàti recuerda esos recientes años “rojos” en el prólogo a la edición española de sus relatos:
“Géza Csáth es autor de culto en Hungría, no solo por su vida morbosa, sino por el hecho de que durante el comunismo fue prohibido por ser un burgués decadente, un morfinómano perdido, un psicoanalista surrealista. Tenía catorce años cuando conseguí mi ejemplar de los Diarios en una librería de segunda mano, en edición ilegal que había escapado al control de la policía cultural. Me lo leí de una sentada, y al día siguiente se lo dije a mi profesor de literatura en tono triunfante y provocador: ‘Ayer estuve leyendo a Géza Csáth´. Mi profesor, Gábor Liszka, una excelente persona, gran conocedor de la obra de Csáth, me contestó con voz tranquila: ‘Me alegro, Eva, de que no te hayas matado’”.

Los Diarios, o el extracto que de ellos hace la edición española, abarcan los años 1912-1913, y su lectura puede convertirse a ratos en una experiencia incómoda, oscilando entre el relato clínico de sus hazañas sexuales, la preocupación por su bloqueo creativo, sus problemas económicos y la premonición de su agonía con las drogas. Mucho más gratificante resulta enfrentarse a sus cuentos, siquiera sea por su extraordinario don para dar forma al horror en pequeños y cuidados cuadros que igual pueden traer a la mente a Kafka (“Padre e hijo”) como a Guy de Maupassant (“La pequeña Emma”) o incluso a un Lord Dunsany que se diera al éter (“Sueño vespertino”, “El jardín del brujo”).
A Csáth, “el psiquiatra seductor”, se le ha calificado de vicioso y misógino (por escribir abiertamente un diario íntimo, nada chocante bajo el prisma actual) y de bastardo, sus propios viejos conocidos sin ir más lejos (Arthur Phillips, en su prefacio a la edición inglesa:  “This ‘villain’ is a man of vast gifts.  A bastard, of course, but so are a lot of people with nothing else to be said for them”); nadie duda de su gran talento que es lo que importa, pero los relatos contenidos en el volumen de la editorial El Nadir  “Cuentos que acaban mal” no son, pese a lo que se diga, los escritos amorales de un hombre sin conciencia. Lo atestiguan piezas como “Homicidio”, donde se narra el animalesco asesinato de un pobre ladrón medio muerto de hambre en la oscuridad de una habitación a manos de un filántropo (Csáth no era ajeno al humor negro), o los episodios sobre vivisecciones y tortura de animales, perros, gatos y búhos, en los que insiste una y otra vez, ligados a la maldad y a un inminente crimen. Sí era, o al menos es la impresión que queda, un ser humano insensato, caprichoso e insobornable en su exigencia del éxtasis y de la vida plena, con una conciencia penetrante tanto de su propia naturaleza como del mundo de pesadilla a donde hemos ido a caer. Una combinación letal.

El diario de Géza Csáth


El diario de la morfina

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Más que como narrador o psiquiatra, Géza Csáth (Hungría, 1887-1919) pasará a la historia como monstruo. Un monstruo que se iba autodestruyendo a la misma vez que escribía sus textos. Sus relatos, siempre cortos y torcidos, atravesados por esa “bilis negra” tan propia de la vanguardia centroeuropea, no nos hablan sólo de su cinismo o adicción a la morfina (los “veinte millones de años de eternidad” que la droga, según Csáth, otorga a todo aquel que la consume), sino, sobre algo más profundo o contracanónico, una suerte de desidia hacia la escritura, un hastío.
Hastío que en su caso tendrá más que ver con el autoanálisis: el autoanálisis de aquel que sólo aspira a autodestruirse, y lo llevará, pathos más ironía más fisiología, a intentar modelarse a sí mismo como un déspota. Es decir, alguien incapaz de respetar a nadie y que sólo se concentra en sus “bajos instintos”, tal y como la moral tipo siglo xix definía al coito. Alguien capaz de matar para obtener su porción cotidiana de morfina.
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Su Diario, libro de culto ya bajo el apagón comunista en Hungría, no son más que las notas que József Brenner (verdadero nombre del escritor, músico y dramaturgo Géza Csáth) tomó durante los dos años que trabajó como psiquiatra del Sanatorio de Moravcsik entre 1912 y 1914. Años en que se acababa de licenciar de medicina y cimentaba su pertenencia al reconocido grupo literario Nyugat, uno de los renovadores de la literatura magyar en el siglo pasado y de donde saldrían a posteriori escritores tan importantes como Mihaly Babits, Gyula Krúdy, Margit Kaffka o Frygies Karinthy.
Pero, más allá de todo lo que informa su Diario, ¿quién era en verdad Géza Csáth? ¿Pudiera compararse su libido, su fetichismo, su enfermedad, sus violaciones a la de un Barba Azul, un Wilmot, un Sade o, más cercano en el tiempo, a la de una suerte de Genet agresivo e infiel a todos?
Por lo que cuenta Dezs? Kosztolányi (ver el epílogo del Diario), en la misma medida que Géza Csáth fue entrando en su mundo: el de la morfina, el de la pasión-odio por Olga (esposa y cómplice), el de la paranoia, el de la suspensión de las pastillas a sus pacientes, el de la gordura, se fue proporcionalmente alejando de todo y todos, cosa que hizo que muriera a los treinta y tres años en lo que intentaba llegar a pie a Budapest mientras, en el pequeño hospital psiquiatrico donde por intento de suicidio fue ingresado, lo buscaban por haberse llevado consigo además del chaleco, el gorro con el escudo de “la noble y soberana Hungría”. El gorro-institución. Institución donde a todas luces le negaban La Gran M, como clasifica varias veces en su libro al derivado del opio, y donde temía, por cierto, quedar encarcelado o recluído.
“Es una vida enormemente asquerosa, despreciable. Soy tan detestable, débil y patético que hasta me extraña que Olga siga queriéndome y no me engañe. Que no se haya hartado definitivamente de mi voz débil, apagada, de que continuamente me mire en el espejo (es el movimiento reflejo, propio de mi complejo de salud), de mi pene cínico y arrugado, de mi cara demacrada, de mi habla sin genio, de mi vida impotente, sin trabajo, de mi existencia sospechosa, de la impudicia con que me retiro largos ratos en el váter varias veces al día, de mi ignorancia. Creo que además apesto porque tengo el olfato deteriorado y no percibo el olor ni de mi culo sucio, ni de mi boca pestilente”
Sin embargo, más allá de ciertos momentos de autocompasión, lo que convierte al Diario en pieza única es, ante todo, su principio de crueldad, ese deseo de construirse a sí mismo como ente perverso. El doctor Csáth, no sólo fuerza, humilla, martiriza y destruye hasta donde la ciencia admite a sus pacientes ?todas mujeres y todas debido a la sacralidad médica: vacas listas para el matadero? sino que apunta incluso en él los orgasmos que le ha provocado en la última semana a su mujer (a la que terminará matando de un pistoletazo junto a su hija), las dosis de morfina que ha podido sumar a su interminable lucha con lo cotidiano, el asco que le provocan otros médicos o personas afines, su juego con las situaciones masoquistas o humillantes, los nuevos moratones que le han producido en el cuerpo los pinchazos de la última semana o su fascinación por la droga y el viaje que ésta produce. Viaje que entre otras cosas asume como una suerte de educación filosófica, una preguntica por el límite y el saber.
Educación negativa que ha tenido en la literatura muy pocos seguidores (el último ejemplo fue el de los libertinos franceses), y convierte al apuesto Dr. Csáth, tal y como le gustaba que sus pacientas-amantes-víctimas lo describieran, en un bicho extraño. No sólo por su buena prosa: la prosa de un escritor que lucha de alguna manera para no serlo. Sino, por ese “trabajo” que hizo consigo mismo y esa descripción de la crueldad como casi ningún libro antes ni después de él ha mostrado. Una crueldad más allá de la ficción y atravesada por el bios propio: el de la privacidad y el de la experiencia. Una crueldad tan grande como el cuchillo de un carnicero húngaro.
© 2015, Carlos A. Aguilera. All rights reserved.

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