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"En torno a 2000, la materia prima es, en muy buena medida, la propia información: se va consolidando la Sociedad de la Información.!
"La información: el gran cambio de hoy (2005)
"Si de hace cien años nos queda la imagen del trabajador manual, recordemos que fue hace más de 40 años cuando el ya citado profeta del management (Peter Drucker) acuñó la expresión “knowledge worker” para referirse a trabajadores que manejan la información continuamente y toman las mejores decisiones. Empero, todavía hoy este concepto de trabajador del nuevo siglo parece apuntar al futuro, como si el siglo XXI estuviera todavía por llegar. Aunque aceptemos que muchos de nosotros tenemos que completar nuestro perfil profesional como nuevos “knowledge workers”, se diría que el progreso es lento y que no siempre tomamos las decisiones a que nos habría conducido un mayor grado de conocimiento, derivado de un acceso proactivo a información más completa e idónea.
Entendemos el conocimiento como capacidad de actuar, es decir, de tomar las mejores decisiones; pero el hecho es que la demanda de conocimientos parece crecer a menudo más deprisa que el aprendizaje, y también más deprisa que los esfuerzos de organización del saber (gestión del conocimiento) en las empresas. Insistamos en que, para los denominados “trabajadores del conocimiento”, la información es la materia prima esencial: para directivos, ingenieros, investigadores, arquitectos, periodistas, economistas, médicos, psicólogos, tecnólogos, consultores, docentes, abogados, enfermeras, gestores, sociólogos, farmacéuticos, políticos…
Todos estos profesionales, y muchos otros, viven de manera especial el aprendizaje continuo; a menudo deben actuar pidiendo también ayuda a su imaginación, a su intuición y, sobre todo, deben hacer cotidiano uso de especiales destrezas informacionales. Habiendo dejado el aprendizaje de ser una actividad casi pasiva (escuchar al docente) para empezar a exigir una permanente actitud proactiva, el individuo precisa ahora de nuevas y específicas competencias informacionales; precisa, entre otras capacidades, la capacidad de aprender por sí mismo a partir de la información disponible (no siempre muy didáctica, ni muy rigurosa, ni muy a mano).
De modo que, entre los muchos cambios a que estamos asistiendo en los últimos años, cabe destacar la necesidad de aprender continuamente, y, en sintonía con esto, la necesidad de “aprender a aprender”, de modo proactivo. De esto ya habrá oído hablar el lector, pero querría moverles a la reflexión sobre el hecho de que, a veces, son los propios conocimientos ya almacenados los que impiden la llegada de otros de nueva vigencia; no olvidemos tampoco el “aprender a desaprender”, que tendría algo que ver, quizá, con la flexibilidad, la amplitud de miras, el pensamiento reflexivo, el autoconocimiento y autocuestionamiento, la catálisis de los cambios…"
La ciudad del conocimiento
Ciudad de la ciencia, ciudad del conocimiento, ciudad digital y otros términos similares han venido apareciendo últimamente en los medios de comunicación, tratando de representar el reto que se plantean actualmente las ciudades y los países para intentar liderar el proceso de generación y difusión del conocimiento a escala global. Hace unos días mi tocayo y amigo Miquel Barceló (i Garcia) se refería en estas mismas páginas a la ciudad de la ciencia que intenta impulsar el Ayuntamiento de Barcelona.Aparte de suscribir la tesis subyacente en el citado artículo, se puede considerar la ciudad de la ciencia como una parte de un concepto más amplio que se empieza a conocer como ciudad del conocimiento.
La nueva ciudad se organiza en función del saber acumulado por las personas y las organizaciones, y constituye el entorno natural en el que se difunde y asimila la información que se incorpora a la propia cultura personal. El proceso de aprendizaje fundamental para el funcionamiento de la comunidad urbana resulta más o menos favorecido en función de la existencia de determinadas organizaciones que tienden a favorecer el flujo de información entre agentes. El conocimiento pasa a ser el factor de producción determinante de la riqueza de un territorio y de ahí la importancia de un entorno que favorezca su generación, difusión y asimilación.
La ciudad del conocimiento aglutina de forma compleja e interactiva una pluralidad de elementos, como universidades y centros de I+D, organizaciones empresariales intensivas en personal cualificado, una potente oferta artística y cultural, un sector productivo relacionado con las tecnologías de la información y de las comunicaciones creciente y dinámico, un rico tejido de servicios avanzados y centros tecnológicos relacionados con los sectores productivos, y -no menos importante- un avanzado sistema educativo y de formación permanente. Este nuevo entorno urbano se configura como un organismo vivo que favorece el desarrollo del capital intelectual, factor esencial de la nueva ciudad y base de la riqueza material de un país.
Hoy en día, ciudades como Cambridge en Europa , Nueva York, Boston y San Francisco en América, y Singapur y Bangalore en Asia se están orientando hacia este nuevo paradigma que representa la sociedad del conocimiento aplicado al entorno urbano. En estos casos, y en otros muchos, el cambio de la ciudad industrial a la ciudad del conocimiento se está produciendo a partir de procesos plurales, no dirigistas, con funciones de liderazgo distribuidas y con un fuerte papel de la sociedad civil. Las sociedades industriales han comportado históricamente un ejercicio del poder concentrado y jerárquico que ya no se corresponde con las necesidades económicas, sociales y políticas de la nueva sociedad. Las recientes elecciones al Parlamento de Cataluña representarían un episodio más en este proceso de cambio imparable hacia la nueva sociedad.
En Cataluña, ciudades como Sabadell, Mataró, Manresa y Viladecans, entre otras, han iniciado proyectos importantes en la línea de la nueva ciudad del conocimiento, que requerirán el apoyo del sector privado y políticas públicas hoy en día inexistentes por parte del Gobierno de la Generalitat.
El caso de Barcelona presenta iniciativas importantes como el Parque Científico y Tecnológico de Pedralbes, impulsado por la Universidad Politécnica de Cataluña (UPC) y por la Universidad de Barcelona (UB); sin embargo, el barrio del Poblenou, auténtica joya de la corona, sigue sin concretarse en un proyecto ambicioso y viable que se convierta en símbolo y locomotora de la ciudad del conocimiento y de la propia transformación del país.
Las ciudades, y las personas, necesitan realizar un cambio cultural de los valores propios de la sociedad industrial a los de la sociedad del conocimiento. De la cultura del objeto físico a la cultura de la información. De un urbanismo basado en el cemento a un modelo de ciudad capaz de evolucionar hacia la ciudad del conocimiento.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 26 de noviembre de 1999
Ciudad del conocimiento
13 de Febrero de 2007
En esto radica la preocupación por definir y actuar en consecuencia con las vocaciones productivas, tal como lo demuestran el éxito alcanzado por muchas de las ciudades en el mundo, para quienes la innovación, la investigación, el desarrollo y la tecnología se han convertido en la mejor estrategia de transformación.
Son notorios los logros alcanzados en ciudades como Bangalore (India), Austin (Texas), Boston (Massachussets), Cambridge (Inglaterra), Champagne Urbana (Francia), Tel Aviv (Israel) y en el Valle del Silicom (California), todas ellas de la mano de la industria del Hardware y software; Emilia Romagnia y Umbria (Italia) y Evora (Portugal) a través de sus industrias de cerámica; Castellón del Plan (España) con la de cítricos; Dublín (Irlanda) con los contact center; Faro (Portugal) con la industria del corcho; Hangzhou (China) convertida en ciudad de negocios, Hamburgo (Alemania) y Nueva Hamburgo (Brasil), con la industria del calzado; Sialkot (Pakistán) con sus reconocida industria de instrumentos quirúrgicos; Kobe (Japón) con la industria de la medicina; Taiwán (Taiwán) con la microelectrónica; entre otras muchas ciudades que han terminado por crear un nuevo modelo de desarrollo, en el que la actividad productiva de bienes y servicios esta determinada por la capacidad de agregar valor e innovar. Ciudades que sin duda se han convertido en un ejemplo para otras que buscan un crecimiento endógeno sostenido e incluso alcanzar una activa participación en los mercados internacionales.
Las lecciones son claras, las ciudades requieren configurar un sistema integrado basado en el conocimiento. Las iniciativas a favor del fortalecimiento de la C&T han pasado a sustituir en buena parte a los retos tradicionales asociados a la modernización de las ciudades como en el caso del adecuamiento urbano, la movilidad interna y la oferta de servicios especiales (sistemas financieros de talla mundial y telecomunicaciones); lo que señala el rumbo que deberían tomar muchas en el país, y el lugar hacia donde deberían converger los esfuerzos institucionales públicos y privados.
Si bien en ciudades como Medellín no son pocos los debates acerca de la prospectiva de la ciudad, con el paso de los años estos han terminado en letra muerta. Son escasos, cuando no nulos, los logros a través de estrategias de identificación y orientación del talento humano, en el desarrollo de nuevos esquemas organizacionales basados en el encadenamiento productivo y en clusters de competitividad, la asociatividad y la conectividad, así como en la consolidación de redes para la innovación, la incubación de empresas, entre otras estrategias posibles de implementar de manera efectiva en los ámbitos locales y regionales.
El desarrollo de estas estrategias obliga a que Estado, Empresa y Universidad implementen nuevos escenarios de acercamiento, establezcan con claridad los compromisos frente a un desarrollo regional y local que está obligado a basarse en el conocimiento. El modelo de ciudad que se ha venido imponiendo en el contexto de la globalización enfatiza en la estrecha relación entre la generación de conocimiento, la ciencia y tecnología, con la productividad y competitividad, y Medellín no puede ser ajena a esta realidad. Al respecto, es evidente que se requiere avanzar de inmediato en la consolidación de una cultura de la innovación, y en ello las universidades juegan un papel determinante; igualmente se tiene que el gobierno local como actor fundamental debe comprometerse con condiciones que posibiliten una educación de excelencia y la creación de más y mejores centros tecnológicos capaces de liderar procesos a favor de la actividad productiva; el apoyo de la industria a la investigación y el desarrollo; el compromiso con la innovación de producto y servicio es sin duda un reto que tendrán que asumir las empresas una vez la iniciativa de crear una ciudad basada en el conocimiento sea la apuesta de futuro para Medellín. Por el momento, habrá que esperar que los nuevos Planes de Desarrollo sean elaborados con visión de futuro y de esta manera den el primer paso para la institucionalización de tan urgentes y necesarias estrategias.
Ciudad y conocimiento
Hablar de Economía del Conocimiento o de Ciudad del Conocimiento pasa por alto las que parecen cuestiones muy estratégicas de la vida social como lo es la creación de un nuevo equilibrio entre las investigaciones científicas y las artes humanísticas. Horacio González escribe este artículo para adentrarnos en un debate de gran interés, donde el próximo gobierno argentino deberá decir su palabra sobre estos temas, como forma cautelosa y crítica de afrontar los tiempos que vienen.
I
Desde hace varias décadas se percibe un cambio en la antiquísima noción de conocimiento, la vieja gnosis de los latinos y también de los griegos. Imposible pensar o escribir nada sin su auxilio y lo prueba nuestro primer párrafo, la palabra noción es también otro modo de aludir al conocimiento, en su misma raíz en la lengua. De estas palabras que conocieron -valga la reiteración-, los pueblos más antiguos, provienen también términos como noción, notar, noble o ignorante. Un vocablo, en su fondo último, es todos los vocablos. Pero ahora veamos la expresión “economía del conocimiento”. Hay incluso una ley nacional con ese nombre; se promueve la ciencia a la luz de las tecnologías digitales. Expresiones con valor similar a esta tienen ya varias décadas y pueden resumirse en dos, que se usan de forma indistinta, “sociedad del conocimiento” o “sociedad de la información”. Un capítulo posterior nos da “economía del conocimiento”. ¿Esto quiere decir que son los costos y financiamientos de un tipo especial de acción de conocimiento? Por ejemplo, el de promoción de la ciencia -que no es imposible ligar a arte o a técnica vía el griego tekné, y obviamente ligada a la carrera del vocablo gnosis- y de sostenerla con financiamientos adecuados, sobre todo por parte del Estado.
No obstante, la expresión economía del conocimiento, heredera de la “sociedad del conocimiento”, es habitual escucharla en las jergas de los ejecutivos de multinacionales de la informática, esa enorme experiencia de traslado de signos en grandes mazos de datos que en infinitas combinatorias se convierten en algoritmos y en una fusión de textos e imágenes, donde cada término es intercambiable, un “transistor” convierte la voz en un conjunto de datos, un texto en íconos o símbolos lógico-matemáticos. La imagen acepta convertirse en códigos numéricos o en píxeles, buscando unidades mínimas de carácter matemático a partir de las cuales respetar el color u otras sustancias que en una fase anterior del mundo representacional se obtenían con recursos analógicos. La representación analógica no pretende llamar realidad a lo que representa, no necesita reconocer el problema de cómo se desestabiliza la relación entre lo representado y la representación. Así se conocieron las grandes reflexiones sobre la mímesis y sobre la teoría del lenguaje en tanto signos significantes.
II
En muchos libros y sitios de Internet puede leerse la historia de Silicón Valley como órgano territorial desértico donde se instalan fábricas que emiten un nuevo conocimiento, basado en invenciones como el transistor, que daría forma a una nueva ciudad, una Tecnópolis, donde las tecnologías de la conversión de un tipo de signo en otro meta-signo basado en fórmulas binarias y combinatorias, acuden al modo de la identidad en la diferencia, la primera como “soporte” y la segunda como “contenido”. Nos es imposible, claro, definir en tan pocas e improvisadas líneas, el carácter y las proyecciones de estos importantísimos movimientos de la referencialidad de lo real, que hace temblar los cimientos milenarios que sostuvieron las convenciones sobre el significado de la verdad, las creencias y los modos discursivos. Pero interesa considerar, en primer lugar, cómo el mundo aparentemente autónomo de la política se sintió obligado a seguir estos desplazamientos con una actitud de admiración y de cautelosa incorporación.
Este seguimiento entusiasta de los grandes tópicos científicos se hizo sin resistencia, aunque variaron los modos de adaptación ante el avance arrollador con el cual, y ante el cual, se readecuaban desde las finanzas hasta la vida diaria, desde el arte a la enseñanza universitaria, desde las diversas poéticas literarias hasta la escolaridad básica. Recuerdo un ejemplo muy lejano y al parecer insignificante, pero algo dice: en uno de sus mensajes desde Madrid, a fines de los años sesenta, el exilado general Perón decía con gracia la palabra “transistor”, con el gracejo de indicar que él estaba atento a los lenguajes artificiales que fabrica la tecnología aplicada del capitalismo, y sabe usarla como político, entre la ironía y el asentimiento. Le era un lenguaje extraño, pero necesitaba incorporarlo.
El peronismo se caracterizaba por la idea de “la estrella del conductor”, “el saber conquistar” a los pueblos con el plan estatal, económico y tecnológico. Las investigaciones sobre el transistor, que comienzan en Estados Unidos y Alemania en la década del 30, ya están maduras hacia fines de los sesenta. Las personas iban a las canchas de futbol con susurrados “transistores”, y miraban el partido al mismo tiempo que escuchaban el partido con la radio en la oreja. Eso mutó la forma de ver el fútbol por parte de las muchedumbres urbanas. A Perón no se le pasaba por alto este fenómeno, el peronismo había nacido basado en los poderes de la radio (además de los que ya conocemos) y pronunció la palabra transistor para decir, quizás, que peronismo y tecnología no eran sinónimos, pero había significativos paralelismos, que entenderá muy bien todo el que recuerde la gran frase “socialismo más electricidad”. En ambos casos, la tecnología se incorpora como acompañante exógena al núcleo esencial de las ideas sociales, pues tiene exterioridad respecto del ser político.
Nos parece posible afirmar que lo que llamamos tecnología nunca deja de intentar la sustracción de lo político y atraerlo enteramente hacia sí. Esto no siempre se nota: los grupos de científicos y técnicos que se agrupan en torno a ciertos ideales políticos piensan específicamente en cuestiones, sea de financiación estatal o privada, o sea en asuntos éticos respecto a si los rumbos de la invención científica sirven para trazar formas liberadas de vida o para impedirlas. Pero es inevitable que de la realidad del poder que genera la institución científica se desprenden también ideas concluyentes sobre la política. Si muchos científicos revestidos de la ética del beneficio a la humanidad y las pasiones democráticas, piensan en que la política es una institución diferente a las de la ciencia (aunque ésta no sea neutral), otros a veces sin percibirlo hacen desprender de sus ideogramas y lenguajes científicos una teoría del Estado y de la Vida.
III
Es que, entre las ciencias de mayor estatuto, renombre y realizaciones universales, están las ciencias físicas, biológicas o matemáticas, de donde salen las biotecnologías, los experimentos con nanopartículas e inteligencia artificial o los microcontroladores de memoria, que están en los múltiples desplazamientos de las industrias farmacéuticas, de fertilizantes o electrónicas. Estos horizontes científicos y tecnológicos que caracterizan la segunda mitad del siglo XX, en algunos casos basados en conocimientos que la humanidad ancestral ya poseía como, por ejemplo, el tratamiento de la cerámica, suelen reagruparse ahora en conceptos como “sociedad del conocimiento” o “economía del conocimiento”. Son conceptos dudosos, visiones que tienen sobre sí mismas las industrias de software, de imaginerías en principio utópicas, pero luego partes de una teoría del control de los impulsos vitales, que inspiran a las redes, a los almacenamientos de memorias, a los cálculos de lógica matemática en términos de bits o cualquier otra medida que se enclava en el exacto lugar en que el proceso de conocimiento se reduce a la economía, y ésta ya no es keynesiana o marxista, o lo que sea, sino un acto de clasificación de micropartículas, sea la voz, los gustos, los deseos humanos, todo establecido por las pulsaciones sobre pantallas táctiles. Todo sujeto social en ese sentido es un data-entry.
Todo ello paralelo a los movimientos en la lingüística, hasta llegar a lo que contemporáneamente tiene el deconstruccionismo como protagonista de una perspectiva de lectura que interfiere en el sustento aparentemente liso y homogéneo del lenguaje. En todos los tiempos se consideró que las ciencias físico matemáticas y la teoría del arte, incluyendo sus efectos (u orígenes positivos), como la novela, la poesía o la pintura, guardan una relación semejante a los ecos que genera cualquier cadena paralela de reconocimiento para, entre ellas, retroalimentarse mutuamente. Es célebre el ejemplo de las teorías del color de Newton y Goethe, en el siglo XVIII, contrastantes en todo. Para uno el color es una refracción física y para o el otro un módulo de la sensibilidad. Pero un físico y un poeta podían hablar de lo mismo con sus respectivos lenguajes. Este tema perdurará en la imaginación crítica del mundo moderno, porque había sido el legado de los antiguos. ¿Cómo vincular o relacionar las ciencias de la naturaleza con las ciencias del espíritu? ¿O el mundo físico con el mundo humano?
IV
Con este tipo de denominaciones circuló el debate a fines del siglo XIX en los ambientes filosóficos, tratando de diferenciar las competencias de cada núcleo de saberes, el saber de leyes, las ciencias naturales, y el saber de singularidades, las ciencias del hombre. También llamadas ciencias morales, o ciencias humanas, o simplemente humanidades. Podría darse que la lingüística cambiara esta armoniosa perspectiva de los filósofos de aquella época, y luego de la publicación del Curso de lingüística general de Saussure, en 1911, medio siglo después un núcleo de ideas que se llamó a sí mismo como estructuralismo, postulaba que había una unidad científica homogénea y no dos ramas de la ciencia, una humanística y otra de la naturaleza. Ahora, en ambas, debía regir una única modalidad metodológica, para estirar los diferentes niveles y luego articularlos. La estructura era una figura del conocimiento que tanto les daba sentido a las ciencias físicas como a las ciencias sociales. Pero esto no alcanzaba, pues tanto la publicación de Kuhn (La estructura de las revoluciones científicas) como la de Foucault (Las palabras y las cosas), las dos a comienzos de los años 60, desestabilizaron estos intentos científicos que incluso alcanzaban al marxismo, retomando de otra manera la asociación que Engels había hecho de Darwin con Marx, en su célebre discurso fúnebre en el cementerio de Highgate.
En verdad, no funcionaba el viejo intento de embutir una manera científica en la otra -la naturaleza en la conciencia humana-, y la dificultad se reveló en el marxismo con el concepto de dialéctica de la naturaleza, que Engels propone, pero luego es rechazada por Lukács, y aunque Gramsci es más prudente en este caso, la simple apelación a un materialismo le parece un mero efecto de la metafísica, palabra dicha condenatoriamente. Por supuesto, no podemos resumir tan arbitrariamente un problema acuciante, pero podemos decir que en todo momento una imagen de las ciencias que procuran ser paradigmáticas (lo que tan burdamente se designa como ciencias duras) siempre intervino y no necesariamente como el otro lado de la balanza, sino como modelo orientador, sobre las ciencias humanas (llamadas a veces toscamente de ciencias blandas, en contraposición a la anterior denominación), nombres que revelan la incapacidad de tomar el problema, huyendo por el lado de la trivialidad de un nomenclador, como si se clasificara una pasta dentífrica según el grado de consistencia.
La fenomenología, escapando de su propio creador, que la consideraba una ciencia estricta, culminó en las diversas variantes del existencialismo (también en contra de la dialéctica de la naturaleza) o del “orden anterior a los predicados” o del “cuerpo como un conjunto de significaciones vividas”. Nunca hubo un momento en la historia conceptual del significado del pensar humano, en el cual no se tratase de discernir qué cosa le correspondía a lo humano y qué a la técnica. Cuando se intentó integrar los dos aspectos, se llegó al punto máximo con la idea de crítica a la razón instrumental, que a su vez llevó a la crítica a la industria-cultural, eso a mediados de nos años 40. Pero en general siguió predominando el modelo de doble entrada, las ciencias exactas que construyen leyes y las ciencias en torno de lo humano, que buscan la singularidad irrepetible de los fenómenos.
Esto no pudo evitar que las ciencias que procedían por acumulación y se basaban en paradigmas de larga duración, influyeran sobre las más volátiles ciencias humanas. De ahí la absurda clasificación entre ciencias duras y blandas, que solo habla del desconcierto y la perdonable tontería que reina en esas esferas. En la Argentina especialmente, el positivismo, que fue un intento de unificar el espíritu científico en un único modelo de investigación, dependió de la paleontología, aunque también se sintió atraído do por el estudio del lenguaje, como lo revela la obra de Ingenieros. Habría que discutir bastante para concluir si el estructuralismo, o su hijo putativo, el “acontecimientismo”, y luego el deconstruccionismo, tiraron la toalla ante las “economías del conocimiento”, sin que ello significara que como en un eco, esas grandes filosofías mostraran que los mismos problemas que planteaban esas ciencias más institucionales o ministeriales (o con toda razón, vinculadas a la soberanía científica del país), fueran equivalentes a la otra dimensión del pensamiento. ¿Cuál? La meditación filosófica que las podía acompañar como un fantasma no inocente ni minusválido, incluso con una promesa explicativa mayor respecto al tumultuoso mundo en que vivimos.
V
Hoy estamos en medio de esta disyuntiva. El ascenso en un corto tiempo de tres o cuatro décadas de la “economía de la información”, con sus metáforas desafiantes, la big data, la expresión “redes” usada de manera antropológica, como mercado, como el símil de un antropoide, las “aplicaciones”, el “manager knowledge”, “the power of know”, etcétera, se dirá que son caricaturas de la ciencia, y es cierto, son las consignas que recorren el planeta categorizando campañas o bloques colosales de consumidores. Llaman libertad a esta coacción, pero no puede negarse que surgen de laboratorios universitarios, centros de experimentaciones de empresas como Oracle, Microsoft, Amazon, Mercado Libre, que son la fusión entre las finanzas, las comunicaciones y las políticas de circulación urbana. Esto no quiere decir que el par ciencia-tecnología, que se Interpenetra continuamente por causa de su necesariamente incierta relación epistemológica, deban ser condenados en nombre de un ataque repentino de irracionalismo de un conjunto de monjes intelectuales, irritados porque no tienen ningún Arsat que les sea equivalente en materia de conceptos filosóficos, y tiene que conformarse con la “epojé” de Husserl o el “esquizoanálisis” de Deleuze y Guattari. Sabemos bien que no se trata de eso.
Se trata del conocimiento, del mismo concepto de conocimiento, pues sin tener de él un conocimiento reconstituido -o sea un conocimiento del conocimiento, esa forja de todos los horizontes culturales y científicos posibles-, no podríamos sino repetir y calcar los slogans sobre el papel dominante que juegan hoy las tecnologías, y el propio concepto de tecnología. Hablar de economía del conocimiento o de ciudad del conocimiento pasa por alto las que parecen cuestiones de vida social muy estratégicas. Y éstas son la creación de un nuevo equilibrio entre las investigaciones científicas y las artes humanísticas, cada una con su lenguaje y cada una con su capacidad de integrarse a las prolongaciones más audaces de la otra.
Por eso escribo estas líneas, para adentrarnos en un debate de gran interés, donde el próximo gobierno argentino deberá decir su palabra interesada en estos temas. Hasta el momento he leído definiciones favorables a la economía del conocimiento y a la ciudad del conocimiento. Todo bien, son expresiones de la hora, redacciones para atraer votantes, consignas que son necesarias. Pero es necesario advertir que también están impulsadas por grandes corporaciones, al mismo tiempo que son parte de la lengua popular. Las acepto entonces por el hecho que son del dominio común y se las pronuncia con ansiedad de participar de los frutos de una modernidad más democrática. No obstante, los problemas que ambas acarrean, en primer lugar, cierto apagamiento de los problemas críticos ensayados por las humanidades, aconsejan retornar a las consecuencias de estos conceptos. Las leo como puntos relevantes de la campaña electoral, usadas por nuestros candidatos. Está claro que no restan, sino que suman votos, y se suma también el mío, como es obvio. Pero no me parece innecesario, sino más bien indispensable, que un nuevo gobierno popular proponga este debate en el horizonte, porque nunca la ciencia se privó de él, ni nunca las humanidades dejaron de ser tan necesarias como ahora. Si se dice que Buenos Aires va a ser una Ciudad del Conocimiento, no será un mal camino tomar estas y otras preguntas como forma cautelosa y crítica de afrontar los tiempos que vienen.
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