LA EDAD DORADA DEL OPIO




Una joven blanca educada y de buena familia comenzó a fumar opio a los dieciséis años en San Francisco en 1880, más tarde se convirtió en prostituta, se trasladó a Victoria, en la Columbia británica, y fue encontrada en un fumadero de opio en 1884 por la Royal Commision. La transcripción de parte de su interrogatorio lee como sigue:

P: ¿Por qué empezó a fumar opio?

R: ¿Por qué empieza la gente a beber? Problemas, supongo que ellos me llevaron al opio. Pienso que es mejor el alcohol. La gente que fuma opio no llama la atención; no dañan a nadie excepto a sí mismos, y en realidad no creo que lo hagan mucho.
P: ¿Y por qué lo fuma ahora?

R: Porque no tengo otro remedio; no puedo vivir sin el opio. En parte es por el tranquilo goce que me da; en parte por escapar del horror que me espera si dejo de fumar. Cuando fumo, todo está bien, puedo mantener la casa en orden. Me siento con energía y puedo trabajar como cualquier otra persona. No estoy nerviosa, no me siento enferma, ni siquiera siento la necesidad de fumar más opio.

P: Entonces, ¿por qué vuelve a él?

R: Ah, esa es la cuestión; llega un momento en que me fallan las manos, se me humedecen los ojos y lagrimeo, y ya estoy lista para caer de nuevo; entonces vengo aquí al fumadero y por un poco de dinero me pongo bien otra vez. Se dicen muchas tonterías del opio. Sin él la vida sería insoportable, no me quita la salud. Pero supongo que todos tienen sus propios problemas. Yo tengo los míos.

P: No deseamos ofenderla, pero ¿es usted lo que llamaríamos una mujer fácil?

R: Sí. Pero se equivocaría usted si imaginara que todas las mujeres que vienen aquí a fumar opio lo son. En San Francisco he conocido a gente de clase alta visitando estos lugares, y aquí en Victoria muchas personas respetables hacen lo mismo.

P: La gente de su clase, ¿es por lo general adicta al opio?

R: No. Es más aficionada al alcohol, y el alcohol les hace más daño. Beber excita las pasiones, mientras que el opio las calma; y cuando una mujer bebe, se convierte en presa fácil.

P: ¿Tiene usted algo que añadir...?

R: No; diría, de todas formas... que si los fumaderos de opio fuesen legales como lo son los salones donde se vende alcohol, una no tendría necesidad de venir a estos agujeros infames a fumar... Lo haríamos en bonitas habitaciones tumbadas en bonitos divanes, y esta degradación no tendría lugar. El gobierno que no permite salones de opio debería cerrar los bares y hoteles donde se vende vitriolo como si fuera whiskey y brandy, y donde los hombres se malogran con una rapidez y una certeza que está mucho más allá de las que pueda producir el opio.
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LA EDAD DORADA DEL OPIO II: DE GOTHAM AL GOLDEN GATE

Extractos de CALIFORNIA: DE GOTHAM AL GOLDEN GATE - Abril, mayo, junio de 1877
por MRS. FRANK LESLIE
CAP. XVI : EN UN FUMADERO DE OPIO
Nuestra siguiente visita fue al Royal Chinese Theatre de Jackson Street. El teatro es uno de los grandes lujos de los chinos, que lo frecuentan siempre que pueden permitírselo; en su cultura es también un signo de status, como sugiere que la entrada se fraccione –veinticinco centavos al principio de la obra, quince a partir de la mitad y sólo diez cuando está llegando a su final. Usualmente duran seis o siete horas, cerrando a las dos o tres de la mañana, y una sola obra requiere tres meses o más para ser exhibida en su totalidad –un acto o dos llevan una tarde-noche. Estas obras están basadas casi siempre en antiguos hechos históricos y tienden a rechazar cualquier tipo de innovación. La literatura china carece de grandes obras de teatro y la profesión de actor o actriz no es algo que se admire, así que no percibirás en estos artistas alarde alguno de vanidad. A las actrices en realidad no se las conoce; los papeles femeninos son representados por hombres toscamente maquillados y grotescamente vestidos con ropas femeninas. Sus actuaciones devienen en pura pantomima, y sus diálogos, en ocasiones, se limitan a un agudo, áspero falsetto que apenas recuerda a la voz humana.
Desde la calle accedimos a través de un largo corredor donde un chino detrás de una taquilla vendía delicatessen de su país, como higos, carne dulce de aspecto dudoso, caña de azúcar o nueces de betel enrolladas en hojas verdes acompañadas de rodajas de lima. En el interior nos aguardaba una sala desnuda y carente de toda decoración, el parqué compuesto de simples bancos de madera, con una galería arriba y luego otra más pequeña destinada a las mujeres, a las que no se permite ocupar el espacio principal. El escenario era solo una plataforma elevada como las que se usan en las conferencias, con un tramo de escaleras a cada lado. Lo único que en realidad recordaba a un escenario era dos puertecitas a ambos extremos, disimuladas con cortinas rojas, de donde entran y salen los actores sin más ceremonia; tanto es así que incluso cuando mueren sobre las tablas, representando actos de agonía y dolor, se limitan a levantarse y desaparecer por ellas, sonriendo e inclinándose ante los músicos o el resto de sus colegas actores. Estos músicos por cierto se sitúan en fila al fondo del escenario, entre las dos puertas, tocando diligentemente el gong o los timbales o esos pequeños violines chinos tan característicos. No parece haber orden ni concierto en su locura musical, limitándose cada uno a tocar cuanto más fuerte mejor.
Cuando entramos había tres actores sobre el escenario representando una tormentosa pantomima con el acompañamiento de la orquesta. El hombre parecía haber interpretado una emocionante escena con su mujer, quien alentada por su criada había iniciado una rebelión doméstica que de propiamente oriental no tenía mucho; el actor le dio un empujón, cerró una puerta imaginaria y se alzó triunfante, mientras ella –es decir: el actor que representaba a la mujer– se movía arriba y abajo tirando trastos inexistentes y golpeando el aire, hasta que ya más tranquila abandonó el escenario y se dio por concluida la escena.
Del otro lado se retiró la cortina e hizo acto de aparición un guerrero imperial que recordaba vagamente a un indio Pawnee, porque su atavío estaba compuesto por una indescriptible amalgama de colores chillones y su rostro había sido pintado en franjas no menos pintorescas. De los hombros ondeaban flecos como alas, de su cabeza plumas de faisán, y su barba y bigotes resultaban aterradores. El actor caminó a grandes zancadas por el escenario, pavoneándose, sosteniéndose sobre una pierna, agitando los puños y en general tratando de transmitir arrogancia y desafío, hasta que otros guerreros como él salieron en tropel de la otra puertecita, en apariencia aceptando su reto. A estos últimos le siguió un pequeño ejército de mujeres bajo el liderazgo de una amazona, a la sazón el actor más masculino del grupo.
Fue el detonante para que estas figuras fantasmales se lanzaran a las evoluciones más extrañas, yendo y viniendo de un lado a otro, escenificando las mismas feroces y monótonas actitudes con el bárbaro acompañamiento de la orquesta de músicos, hasta el punto de que todo parecía más bien una pesadilla, la fantasía de un lunático o el sueño de un fumador de opio. En el momento de pisar el escenario cada uno de los guerreros levantaba y dejaba caer pesadamente una pierna, simulando desmontar un caballo, y se tiraba de cabeza a la batalla sin importarle cuál pudiera ser su destino, culminando todo en la escena global más grotesca que se pueda imaginar, cuando diez o doce hombres desnudos hasta la cintura y formando una apretada fila daban volteretas al unísono, a una distancia de seis pies del suelo, girando y girando tan rápidamente que el ojo humano se las veía y deseaba para poder seguirlos. En cierto momento la batalla pasaba a un segundo plano, o parecía medio resuelta en un acrobático abrazo de los guerreros, más interesados a partir de ese momento en competir en volteretas que concluían con sus espaldas cayendo sobre el suelo de tan bestial manera que pensamos que se romperían todos los huesos. Pero todos se levantaban sin, en apariencia, el menor daño, y enseguida las repetían, o se lanzaban a algo más absurdo.
La escena final consistía en una actuación en solitario del hombre semidesnudo, quien con la nariz pintada de blanco enrollaba sus piernas detrás de su cuello, saltaba sobre sus codos, se sostenía cabeza abajo sobre la coronilla con los brazos recogidos y se propulsaba por el escenario de mil variadas formas.
Nuestro grupo, los únicos americanos en el auditorio, le brindó un gran aplauso que hizo que el resto de asistentes se girase mirándonos con asombro y burla, ya que los chinos nunca aplauden ni tienen por costumbre mostrar aprobación o desaprobación, sino que se sientan allí y se limitan a fumar y observar los actos estólidamente. Lo mismo las mujeres, las cuales concentradas en el lujo de sus chucherías llaman y despachan con desdén al vendedor de cañas de azúcar que va y viene entre ellas con su pequeño cesto sobre la cabeza, sin romper el silencio con palabra alguna.

EN UN FUMADERO DE OPIO



Del teatro, nuestro guía nos llevó a visitar un fumadero de opio, lo que en el Este solemos llamar tabazies, el lugar donde los chinos encuentran respiro tras su duro trabajo diario, y el nostálgico occidental se abandona a la indulgencia de una adicción no más horrible que cualquier otra; pues debemos recordar que el opiómano sólo se daña a sí mismo, mientras que el hombre enloquecido por el licor se convierte en un peligro para su familia y para la sociedad entera.

Después de atravesar un callejón penetramos en una sala tan oscura que sólo nos podíamos guiar por el olfato, con todo lo que a partir de él nos sugería la imaginación. La realidad sin embargo no resultaba tan terrible. De las ventanas, a un nivel sobre la acera de la calle, parpadeaban algunas luces. Nuestro guía abrió la puerta sin más ceremonia y nos hizo entrar en una pequeña habitación de aspecto pulcro, llena hasta arriba del humo de las pipas de opio –el cual recuerda un poco al de las nueces tostadas, no siendo desagradable en absoluto.
En medio vimos una mesa grande a cuyos lados habían dispuesto filas de dobles literas, cada una con una estera y con troncos de madera redondos en los que se había abierto un hueco, rellenando luego algunos de ellos con cojines y almohadillas. Casi todas estas literas estaban ocupadas por un chino, muchas por dos, en este caso separados entre sí por una bandeja con una lámpara y una caja llena de esa pasta negra y semilíquida que es el opio. Aunque los que estaban allí habían ya fumado de él, aquella tarde era todavía demasiado pronto como para que el narcótico hubiese producidos sus efectos y todos estaban despiertos, charlando, riendo y en apariencia, disfrutando los unos de la compañía de los otros.
El más grande de aquellos chinos yacía sobre una de las literas y preparaba su primera pipa del día. Cuando nos acercamos levantó la vista asintiendo con la cabeza, y luego continuó tranquilamente con su tarea. Nosotros nos dedicamos a observar con curiosidad su modus operandi. La pipa consistía en una pequeña cazoleta, no más grande que el dedal de un niño, con un orificio al fondo del tamaño de la cabeza de un alfiler. Esta cazoleta está sujeta en uno de sus lados a una larga caña de bambú. El fumador, tras tomar un poco de la pasta de opio sirviéndose de un alambre, coloca este sobre el fuego de la lámpara metiéndolo luego en la pipa e inhalando con fuerza, lo retiene en sus pulmones durante un momento y lo expulsa luego por la nariz, tras absorber el fatal residuo; porque el opio es un veneno acumulativo, y una vez nuestro cuerpo se ha saturado de él no permite más fuga que la de la muerte.
La pequeña carga que constituye “una pipa” pronto se agota. El fumador entonces, alargando todo lo que puede la última inhalación, se apresta a preparar otra, y luego otra, y otra, mientras sus músculos se lo permitan. Al final su mano se desploma, dejando caer la pipa. Su cabeza se apoya en el tronco y se sume en un pesado estupor, el rostro espectralmente blanco, los ojos turbios y sin vida, la respiración estentórea, la mente vagando por esas visiones que De Quincey reveló al mundo en su libro “Confesiones de un fumador de opio”.
Observando al corpulento chino, con su expresión inteligente y su pulcro vestido, tratamos de advertir en él esta aborrecible transformación, sintiéndonos algo culpables cuando levantó la mirada y nos ofreció la pipa encendida: “¿Quieren fumaaaar…?”. Declinamos su ofrecimiento y él nos acercó el cable con la pequeña bola de opio en el extremo para que la oliéramos. Nos sobresaltó entonces descubrir que, bajo él, en el fondo de su litera, se acurrucaban otras dos personas. Estos dos chinos estaban fumando también y sus ojos entornados seguían todos nuestros movimientos como los de un tigre que acecha a su presa. No dijeron una sola palabra, pero nuestro amigo de arriba respondió a todas nuestras preguntas con una actitud resuelta y desenfadada, no carente de cierto amistoso desdén.
Al decirle adiós, sus ojos nos siguieron y pudimos oírle reír con algo parecido al desprecio. Tal vez, como reza el dicho in vino veritas, hay algo en los primeros estadios de la intoxicación con opio que hace desaparecer el disimulo y el disfraz. Esa risa burlona me hizo pensar que esos chinos quizá alcanzaban esos estados que persiguen los poetas, cuando tratan de dar con el significado que se oculta detrás de nuestra gris e insulsa realidad.
Echamos un vistazo a otra de las habitaciones. Era más pequeña y parecía mejor amueblada; sus literas empotradas mostraban cómodos colchones en los que tumbarse, vacíos a esas horas, así como todo el resto del material de rigor: bandejas con su correspondiente lámpara, pipas, y el bol de opio. Nuestro guía nos informó con tono interesante que el edificio disponía todavía de otros fumaderos a los que resulta imposible acceder a no ser que uno sea un iniciado, y en los que un poco más tarde es posible hallar a hombres jóvenes y a mujeres “tan blancos como ustedes”, sin una gota de sangre mongola en sus venas que pueda servir de disculpa o justificación.
“¿Americanos respetables, acaso?”, le preguntó uno de nosotros con incredulidad, y el detective, con mirada de esfinge, le respondió:
“Depende de lo que entienda usted por “respetable”. No sé si algunas de las damas de las que les hablo serían admitidas en sociedad, pero por lo que respecta a los hombres… Bueno, muchas señoras se sorprenderían si supieran a qué dedican el resto de la noche muchos de estos caballeros con los que han charlado y bailado en los teatros”
“Si Asmodeo se acercase a San Francisco, nos tomase del brazo y nos invitase a un viaje aéreo sobre la ciudad, permitiéndonos ver lo que sucede tras los tejados de las casas y edificios, seríamos testigos de escenas muy extrañas”, asintió pensativamente el poeta que nos acompañaba; y el oficial Mackenzie, adoptando una de sus expresiones inteligentes, añadió:
“Personalmente no sé mucho de viajes aéreos con demonios, pero si le gusta el riesgo y se anima usted, le apuesto a que puedo mostrarle cosas igual de asombrosas y extrañas cuando dejemos a estas damas que nos acompañan”.



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