Llega caminando al centro Azkuna de Bilbao. La imponente construcción de ladrillo era hasta hace poco un enorme almacén de vino. Hoy, entre sus singulares columnas, se esconden una biblioteca, una piscina, un cine, un restaurante y un espacio de exposiciones. En la entrada, se exhiben unas rocas de carbón negro que emiten, cuando se tocan, una nota musical, como un eco. Terry Tempest Williams (Corona, 1955) las acaricia cada vez que pasa. «Para mí, es la prueba de que la naturaleza muerta está viva. Las rocas esconden fósiles, secretos ancestrales de siglos de erosión». Habla de forma pausada, como queriendo que cada palabra se quede escrita en el aire. La escritora estadounidense acaba de publicar «Refugio» (Errata Naturae, 2018), que narra, en primera persona, una lucha epopéyica por la defensa del medio ambiente.
Eres un personaje más. Reflexionas sobre los efectos de las pruebas nucleares en el desierto de Utah y cómo afectó a la naturaleza, y a tu madre, que enfermó de cáncer. Los protagonistas de las historias siempre tienen un cambio sin marcha atrás, una epifanía, como decía James Joyce. ¿Cuál fue la tuya?
Cuando, en 1988, decido cruzar la línea y cometer desobediencia civil en nombre de mi madre, mi abuela y las mujeres de mi familia que pertenecen a la «tribu de las mujeres con un solo pecho», que murieron de cáncer por las radiaciones de las pruebas nucleares en el desierto. Me detuvieron y, cuando la agente me esposó, abrió mi pernera y se encontró con un lápiz y un papel. Y me preguntó: «¿Qué es esto?». Yo le respondí: «Armas». Se produjo un cruce de miradas, lo devolvió a mi bota y me dejó ir como diciendo: «A pesar de que estás infringiendo la ley, te dejaré que escribas tu historia y este será nuestro secreto». En aquel momento, me convertí en escritora. Como escritoras, somos testigos en actos de resistencia para contar la verdad sobre nuestras vidas.
Desde entonces, ha habido muchos más episodios de desobediencia civil. En febrero de 2016, decidiste pujar en una subasta en la que se vendían terrenos para extraer gas. Pagaste con tu tarjeta miles de hectáreas para protegerlas. Aquello no sentó muy bien.
Las tierras son espacios abiertos de democracia. La democracia demanda participación y hablar alto sobre lo que importa. No podemos rendirnos, tenemos que estar vigilantes, levantar la voz. No solo por nosotros y nuestra generación, sino por las que vienen. El mundo se está muriendo y, en Estados Unidos, hay una Administración muy agresiva que está cargándose décadas de legislación, como la Ley Federal de Agua Limpia, las leyes que protegen el aire, las especies en peli- gro de extinción… Es un tiempo descorazonador. Existe impunidad para contaminar los ríos, se hacen pruebas nucleares en el desierto, hay minas de uranio que siguen emitiendo radiación y a nadie le importa que, a pocos kilómetros, haya una reserva india… ¿A quién beneficia que vayamos hacia atrás?
¿A Donald Trump? Le has escrito una carta para reclamar la protección de las tierras sagradas de los indios navajos. Denuncias que, a pocos metros, acaban de sellar con cemento una mina de uranio. Ahora estás peleándolo en el juzgado.
«Hay impunidad para hacer pruebas nucleares, aunque a pocos kilómetros viva gente»
Barack Obama protegió las casi 500.000 hectáreas del monumento nacional de Bears Ears al final de su mandato como homenaje a las tribus de Utah. Trump lo ha reducido un 85%, a 81.000. No existen precedentes. Está destrozando los monumentos y parques nacionales, porque dice que no los necesitamos. Pero lo que no dice es para qué los necesitan ellos: para fracking [extracción de gas por fracturación hidráulica]. Ha abolido la ley federal que protegía estos espacios. Son tierras sagradas, reservas. Ha abierto casi mil hectáreas para empresas petroleras, de gas, de uranio, de carbón; las radiaciones mataron a mi familia. Ha ignorado a la comunidad india; es racismo estructural. Estoy trabajando con las tribus para intentar pararlo en el juzgado. Por suerte, su Gobierno es un revulsivo: se están uniendo varias generaciones para pararlo y muchos Gobiernos locales se están levantando para defender la tierra: California, Washington, Massachusetts. Se ha dado el primer caso de un juez que ha dejado en libertad a unos activistas ambientales porque consideraba que su batalla era un «caso de necesidad».
Tendemos a pensar que la naturaleza y la vida es de color verde, azul… Tu hogar está en una superficie árida, rojiza, donde la vegetación no se deja ver con facilidad. En ese terreno precisamente, es donde empezó tu amor por la tierra, tu historia de activismo ambiental. ¿Hasta qué punto marcó tu personalidad crecer en el desierto?
El paisaje nos imprime carácter, igual que nuestros padres. Los escritores por aquí suelen decir que, una vez que has ido al desierto, entras como bajo el influjo de un hechizo y cualquier otro paisaje se vuelve un escenario. Es un paisaje abierto, te obliga a estar expuesto, no tienes sitio donde esconderte. Las piedras cuentan una historia sobre la tierra. Nací en California, rodeada de océano, y crecí junto al Gran Lago Salado, en Salt Lake City. Pertenezco a dos organismos de agua: el de la Madre Tierra y el del vientre mi madre. Ahora vivo en Castle Valley. Me encanta ese paisaje erosionado, lleno de cañones. Es difícil, con temperaturas extremas, pero muy dinámico. El viento rompe las piedras y crea arcos y ventanas a través de las rocas. Nos mudamos de Salt Lake City porque queríamos una vida más salvaje.
En España, empieza a imponerse la tendencia a recuperar esa «vida salvaje». Está habiendo un éxodo intermitente a las zonas rurales. ¿Crees que esa es la solución, dejar el centro de las ciudades?
No siempre la solución está ahí, y, desde luego, no en la periferia de las ciudades. No siempre es más ecológico. En el suroeste americano, hay poblaciones muy extensas como Phoenix, Tulsa, Alburquerque o Salt Lake City que requieren coger el coche y tienen un gasto de agua enorme, porque están en el desierto. ¡Hay quien planta jardines y campos de golf! En estos sitios, veo difícil que se creen espacios de encuentro. Una de las cosas que más me gustaban de España cuando viví aquí era el uso extraordinario del espacio público: me encanta cómo la gente vive en las calles. Yo pasé el duelo de mi madre en Madrid, en el Prado, en las tertulias del Círculo de Bellas Artes, en la Plaza Mayor… En Estados Unidos, este concepto no existe todavía, aunque está cambiando.
¿Cómo deberían ser las ciudades para establecer esos espacios de encuentro y que la vida se dé de forma más armónica, respetando el aire, el agua y la tierra?
«Los jóvenes españoles estáis de vuelta a la tierra, queriendo cambiar el mundo»
Muchas ciudades se están volviendo más sostenibles, más ecológicas, y creo que es muy prometedor. He escuchado el caso de Madrid y su alcaldesa, por ejemplo: es valiente lo que está haciendo con las eléctricas. Estamos intentando cambiar los sitios donde vivimos, hacerlos más familiares, más humanos; en las áreas rurales, existen más espacios para respirar, un centro de la comunidad. Las mejores vacunas para las ciudades son las comunidades, hay que dar más valor al papel de los urbanistas. Hay buenos ejemplos, como Bilbao. Cuando vine aquí la primera vez, el Guggenheim parecía un shock en la ciudad. El río estaba contaminado, era muy industrial. He vuelto y parece que la ciudad ha renacido alrededor del museo, les ha hecho sentirse orgullosos e inspirados. Es muy emocionante ver cómo las ciudades se van volviendo más habitables en su estética, revitalizando lo industrial, como este edificio, el Azkuna, o La Alhóndiga.
Mencionas a los urbanistas y arquitectos: muchos de ellos trabajan para cambiar la forma en que nos relacionamos con el espacio público. Existen cada vez más jóvenes contra este sistema que premia construir casas sin límite y que nos llevó a la crisis que se cebó con su sector. ¿Hemos despertado por fin?
Las generaciones más jóvenes quieren vivir en un mundo más básico, más armónico. España es un gran ejemplo. Perdisteis vuestros sueños y vuestras expectativas, así que estáis de vuelta a la tierra, queriendo cambiar el mundo. Pasa igual en China, donde los jóvenes creen que los mayores les han quitado su futuro, cargándose el aire que respiran. Y, en Estados Unidos, los jóvenes también están protagonizando un movimiento climático muy potente. Y está habiendo más conciencia sobre la enfermedad, sobre por qué enfermamos, que está obligando a repensar la alimentación, lo que se le hace a la tierra. Tengo serias dudas de que sea un accidente que haya tantos casos de cáncer. En nuestros cuerpos, sabemos que hay algo que no funciona bien y queremos sobrevivir. No me sorprende tampoco que los niños tengan más conciencia ambiental que sus padres. Eso es evolución.
¿Es una nueva forma de darwinismo?
Estamos evolucionando como especie. Todas las especies lo hacen si se les deja. El problema es que a muchas no se les da la oportunidad. Hay muchos animales que no evolucionan, que se extinguen, y están dejando de aparecer especies nuevas, lo que es un drama del que se habla poco. Esta evolución no solo es ecológica o social, también es espiritual. Uno no puede visitar los Pirineos y quedarse indiferente. Siente humildad, conexión, como me pasa a mí en el Gran Cañón. En un mundo globalizado, el idioma que compartimos es el del corazón, y ese idioma se activa cuando salimos a la naturaleza. La tierra tiene fiebre, eso es el calentamiento global, y queremos ayudarla y ayudarnos. Tomar decisiones que cambien nuestra vida, hacer sacrificios y comprometernos con una forma de vida más sostenible. Por ejemplo, venir aquí en avión fue una decisión meditada por su coste ambiental, pero me sentía en el deber de participar en este debate.
¿Otra de esas decisiones importantes fue no tener hijos?
La superpoblación es un debate polémico y frecuente en el mundo ecologista, pero, además, en mi caso, como miembro de la comunidad mormona, es un estigma: solo eres valorada como mujer si tienes hijos. Yo no creo que tengas que dar a luz para considerarte madre. ¿Es que no puedo ejercer la maternidad sobre una idea, sobre una creación, sobre un proyecto? Los indios navajos tienen dos figuras para las madres: las «madres maíz», que dan a luz a niños, y las «madres arcoiris», que dan a luz a ideas…
Se define como mormona no practicante. Entiendo que la publicación de ‘Refugio’, donde habla de Dios como la madre celestial y da una versión tan libre sobre los valores espirituales, no debió ser fácil… ¿Cómo reaccionaron?
«Donald Trump ha despojado a los indios navajos del 85% de sus tierras»
Me llamaron a una audiencia privada con el máximo dirigente en Utah. Me dijo que había alguna gente que no estaba contenta con el libro, que había faltado al respeto a la jerarquía. Después, empezó a hablar sobre la maternidad. Me preguntó si mi marido y yo queríamos convertirnos en una especie en extinción como los pájaros de mi libro. «¿Elegís ser estériles como el desierto en el que vivís?», me dijo, y sacó mis informes médicos (¡tenía mis informes médicos!) y me habló sobre el riesgo de padecer cáncer si no me quedaba embarazada antes de los 30. Me quedé en shock. Le dije que yo elegía ser madre arcoiris y conseguí que me bendijera con salud y libertad. Finalmente, sí fui madre, a los 50 adopté a mi traductora, nacida en Ruanda, de 24 años.
Es una firme defensora del trabajo en red para cambiar la sociedad en la que vivimos… ¿A qué se refiere?
Soy una escritora con una voz que me ha facilitado las cosas. Sin ella, no habría sido posible llegar al Congreso, ayudar a los indios, que se me tuviera en cuenta. Los escritores que escribimos sobre estos temas, los activistas, nos apoyamos, lloramos mucho, pero, sobre todo, tenemos una comunidad detrás y siempre remamos juntos. Hay que compartir información, historias, confianza: así pueden funcionar las redes. Así, cuando las cosas se pongan difíciles y haya que tomar decisiones, seréis muchos. Y eso es lo que me encanta de España: en cualquier momento, la gente se echa a la calle. Tenéis esa reputación, sed inteligentes y aprovechadla para defender la tierra.
Ha sido una de las escritoras invitadas a la última edición del festival de literatura ‘Gutun Zuria’, Regreso a la naturaleza, ¿utopía o realidad?, en la línea de los textos del filósofo ambientalista Henry David Thoreau, autor de ‘La desobediencia civil’. ¿Podrán las historias que ahora llegan al gran público cambiar el mundo?
Las historias han salvado mi vida. Como Silent Spring [escrito por Rachel Carson en 1962], que dibuja un mundo sin pájaros por culpa de los pesticidas, o Walden, de Thoreau. Creo que los libros, las historias, pueden cambiar muchas vidas. Ofrecen nuevas posibilidades, pueden despertarnos, alertarnos sobre algunos de los peligros. Y no solo la narrativa. La poesía hace que mi corazón se relaje, me permite respirar de una forma más profunda. Los libros pueden cambiarnos y cambiar cosas. Este festival de literatura ha sido un ejemplo. Necesitamos cambiar la historia que vivimos y crear nuevas, más profundas, que nos anclen a la tierra más que arrancarnos de ella de cuajo.
Terry Tempest Williams acaba la charla con un abrazo y una foto, y emprende, andando muy despacio, el camino de vuelta. Pero antes, posiblemente convencida de que nadie la observa ya, toca una vez más las rocas que le devuelven una melodía, como deseándole un buen viaje de vuelta al desierto, a la tierra por la que pelea cada día. En la atmósfera, su discurso deja un poso de calma, de que todo es posible si vivimos más cerca de la tierra. Y, en el tintero, una última frase: «Me gusta poner los pies en la tierra y notar sus latidos y los míos propios. Existimos juntos, estamos hechos de polvo de estrellas».
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