«El espejo (Zerkalo)», de Andrei Tarkovski: el cine como memoria universal
Pedro A. Cruz Sánchez
Realizado en 1974, tras el ambicioso y costoso proyecto de Solaris (Solaris; 1972), El espejo (Zerkalo), supuso el mayor fracaso comercial de la carrera de Tarkovski, quien, a raíz del desengaño que constituyó este gran revés, estuvo rondando durante algún tiempo la posibilidad de abandonar definitivamente la dirección cinematográfica. La calificación de «elitista» y «poco comprensible» que recibió por parte de las autoridades culturales soviéticas conllevó el que el film apenas si encontrara distribución y que, por tanto, permita ser clasificado como una realización maldita y marginada.
Pese a tal y decisiva circunstancia, difícilmente se podrá hallar, en la corta filmografía de Tarkovski, una obra tan directa, compleja y estremecedora como ésta. En ella, el tema -tan caro al director ruso- del «retorno a sí mismo» encuentra una concreción definitiva y pletórica en excepcionales hallazgos, a los que no cabe considerar sino como aportaciones determinantes para la iluminación de su complejo y, en ocasiones, mal estudiado ideario. De hecho, si con alguna idea nos tuviéramos que quedar ya desde un principio es que, en este su cuarto largometraje, Tarkovski nos muestra el largo y tortuoso camino que ha de recorrer el individuo para llegar a ese sutil y, al mismo tiempo, grandioso punto en el que «todo él se recobra como unidad».
Diríase, por este motivo, que Alexei, el protagonista y alter ego del director en el film, se hace eco en todo momento de aquella esclarecedora afirmación de Tarkovski según la cual «el autoconocimiento ético-moral sigue siendo la experiencia clave de cada persona, una experiencia que tiene que hacer siempre de nuevo él solo»1. El beneficio que, mediante su fructuosa realización, aspira a obtener este complicado personaje de tal «autoconocimiento» no es otro que la «representación diáfana de sí mismo», o, lo que es lo mismo, la «objetivación de su ser en tanto que entidad descifrada». Recuérdese, en este sentido, la opinión de Kierkegaard de que «en cada hombre hay algo que en algún grado le impide hacerse totalmente transparente a sí mismo... Pero quien no puede revelarse, no puede amar, y quien no puede amar, es el más infeliz de todos»2. Es, en virtud de tal presupuesto, que en «El espejo interiorizar es sinónimo de transparentar»; y «transparentar» para, con la nueva claridad conseguida, descubrir una serie de «leyes universales» cuyo discernimiento es arrastrado por ese «movimiento de retorno» sobre el que se centra la narración.
Pero, para que todo este arduo proceso de «autoconocimiento» hasta ahora referido sea factible, condición sine qua non es que el sujeto en cuestión, el protagonista del film, haya de querer sincerarse consigo mismo y, por extensión, con el espectador. Para hacernos saber su decisión afirmativa al respecto, Tarkovski introduce un esclarecedor prólogo, en el que asistimos a la sorprendente curación, por hipnosis, de un muchacho tartamudo. Con frecuencia, el espectador de este largometraje se ha mostrado un tanto desconcertado por la brusquedad y la falta de relación con el resto de la historia que, aparentemente, caracterizan a dicha secuencia. Aunque nada más lejos de la realidad, ya que, a poco que nos preguntemos mínimamente por el significado de este pasaje, descubriremos sin dificultad alguna que lo que la curación por hipnosis mostrada en él nos quiere indicar es, ante todo, la disposición a hablar claramente, sin tapujos de ninguna clase, del director y su personaje principal. La recuperación, efectivamente, del «habla fluida» por parte del citado muchacho supone la confirmación definitiva de Tarkovski de que se halla dispuesto a revelar su interioridad, a sincerarse; en definitiva, a exorcizar todos aquellos fantasmas, recuerdos y demás inquietudes que han ido creciendo en él durante muchos años.
Ni qué decir tiene que esta decisión de hablar «claro y fuerte» conlleva un contundente acto de libertad que, por supuesto, no está exento de connotaciones históricas y sociales. La férrea dictadura comunista que, en aquellos tiempos, sufría la URSS, y cuyos métodos coercitivos Tarkovski tanto criticó, convertían, ciertamente, este acto de sinceridad en algo más que una mera sucesión de acontecimientos autobiográficos, sin ningún otro tipo de implicaciones ni compromisos. Para Tarkovski, la libertad es el don más importante que le ha sido concedido al hombre, y estar desprovisto de ella supone, prácticamente, morir en vida. Por eso resulta primordial recuperarla con prontitud y ejercerla limpio de todo temor; punto este en el que cobra inusitada importancia la hipnosis, no sólo como estado por el que el individuo corta todas las ataduras sociales que le impiden «transparentarse», sino también como condición que ha de caracterizar la aprehensión del film por parte del espectador. Desde la óptica del director de Stalker (Stalker; 1979), se confirma fundamental el hecho de que el público pueda despojarse de los modos tradicionales de ver el cine, pues, de no ser así, una obra como El espejo, cuya estructura es fruto de una continua «dislocación temporal» provocada por los distintos «movimientos internos» originados por la memoria y el espíritu, quedaría cerrada, hermética para éste. No en vano este prólogo del film, ideado para «invocar» a la palabra, a la propia interioridad del sujeto narrador, es explicado por el mismo director en su diario a partir de una «confesión» insertada por Herman Hesse en el epígrafe de su libro Demian, y que viene a decir: «yo no pretendía más que intentar vivir lo que quería espontáneamente salir de mí. ¿Por qué era tan difícil?»3.
Como se desprende de esta alusión realizada por Tarkovski a las palabras del escritor alemán, lo que se busca con la citada secuencia inicial no es sino provocar la salida espontánea -es decir, no racional, no predeterminada- de todo aquello que constituye el ser del protagonista, por lo que nos encontraremos, por un lado, con una lógica y absoluta ruptura de la linealidad narrativa y, por otro, con el surgimiento de un concepto como el de «naturalismo espiritual», empleado por el realizador para definir su complejo mundo de alucinaciones4.
Ahora bien, si importante es hacer hincapié en la idea de «palabra» en tanto que instrumento encargado de revelar la interioridad del protagonista, no menos primordial resulta una segunda acepción de la misma, que la transforma en el agente encargado de conectar una generación con otra. Conviene recordar, en este sentido, que uno de los objetivos principales del cine de Tarkovski es -como sugieren los historiadores húngaros Kovàcs y Szilágyi- el retorno al «ideal artístico clásico de la cultura rusa, encarnado por la literatura del siglo XIX, y que la vanguardia de los años 20 había negado»5. Esta reivindicación de la «continuidad cultural rusa» halló un periodo de fuerte resonancia en los años 60, donde el anhelo de un «cine ruso», en oposición a la realidad de un «cine soviético», fue adquiriendo, con el paso del tiempo, más y más cuerpo. Para Tarkovski, al igual que para otros intelectuales del momento, la iconoclastia enarbolada por la vanguardia soviética aparecía como una amenaza para la transmisión a generaciones venideras de la tradición cultural rusa; aspecto este que le lleva a convertir un film, en principio autobiográfico, como El espejo, en un constante «diálogo entre generaciones» que, debido a una suerte de total identificación, acaban por reflejarse las unas a las otras. Se infiere por esta razón que el espejo al que hace referencia el título del film no es otro que la «palabra», entendida como aquel ejercicio que, al practicarse libremente generación tras generación, «refleja» y, por ende, garantiza su transmisión en el futuro de unas determinadas raíces culturales.
Revelador, a tal respecto, se confirma un fragmento del texto de Ossip Mandelstam La naturaleza del verbo, anotado por Tarkovski en su diario, y que afirma:
«Una lengua tan orgánica y perfectamente estructurada no es solamente una vía de entrada en la historia, es la historia misma. Para Rusia, ser cortada de la historia, ser excluida del reino de la continuidad y de la necesidad históricas, de la libertad y de la lógica, supondría ser cortada de la lengua. El mutismo de dos o tres generaciones conduciría a Rusia a una muerte histórica. E inversamente, ser cortado de la lengua significaría para nosotros ser cortados de la historia.»6
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Este deseo de «continuidad histórica», de establecimiento de una relación especular entre una generación y otra, no encuentra únicamente en la palabra, en la lengua, en el mismo «acto de hablar en libertad» un modo infalible de realización, ya que, consolidándolo y convirtiéndose también en una «manera de proyectarse en el futuro», se halla otro concepto privilegiado y esencial dentro del ideario tarkovskiano: el de sacrificio. Efectivamente, no son pocas las ocasiones en las que el director, en sus diferentes y múltiples escritos, ha aludido al sacrificio en tanto que medio por el que el hombre, trabajando de manera abnegada para la obtención de un fruto que revierta en generaciones venideras, ve su esfuerzo presente perpetuado en el tiempo y, en consecuencia, acaba por eternizarse. Recuérdese, en lo que a esto respecta, la secuencia del hospital, acaecida al final del film, y en la que se observa al protagonista-narrador Alexei consumir los instantes postreros de su vida. Justo en los últimos segundos de la misma, y después de dirigirse a sus familiares allí presentes con la desgarradora y conmovedora súplica: «Déjenme en paz; yo sólo quise ser feliz», Tarkovski se recrea en un hecho decididamente trascendental para la comprensión del film; a saber, cómo el moribundo personaje agarra con su mano un pájaro que se hallaba sobre su cama y, tras sostenerlo durante algunos instantes con su puño cerrado, lo suelta, echando éste a volar hasta salir de pantalla.
Podríase afirmar, ante la contemplación de este pasaje, que lo que se pretende subrayar y representar mediante su cuidada y emotiva filmación es «el traspaso del testigo -la tradición cultural, la fe en las propias raíces- de una generación -la de Alexei- a otra -la de su hijo-». El pájaro que el protagonista recoge con su mano viene a representar, ciertamente, este trasvase, este acto de depositar en el futuro todo el pasado histórico y personal para de tal manera garantizar una continuidad a lo largo de todas las épocas que, en verdad, no constituye sino una declaración de esperanza en los tiempos aún por venir. Parece como si Tarkovski, a través de la proyección de su protagonista en el futuro, en la vida y realidad de sus hijos y descendientes, declarara, haciéndose eco de unas sinceras palabras de Hölderlin:
«Yo amo al género humano de los siglos venideros, pues mi esperanza más dichosa es ésa, la fe que me mantiene fuerte y activo es que mis nietos serán mejores que nosotros... Nosotros vivimos en un periodo de tiempo en que todo conduce a días mejores. Estas semillas de ilustración, esos deseos y afanes callados de los individuos para la formación del género humano se extenderán y robustecerán y llevarán frutos gloriosos.»7
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Una vez que hemos comprobado y analizado la predisposición de Tarkovski a hablar, a exteriorizar y «dejar fluir» su interioridad, pertinente es que, ahora, nos centremos en las condiciones necesarias que se han de dar para que esta «vuelta hacia sí mismo» de la que trata, en sustancia, El espejo, se lleve a cabo. Estas condiciones a las que nos referimos son principalmente dos: 1) «la enfermedad del protagonista», y 2) «el fuera de campo permanente en el que éste se encuentra».
Refiriéndonos ya, sin más dilación, a la primera de ellas, hemos de apuntar que el precario estado de salud en el que se halla Alexei lo convierte en una persona especialmente proclive a la reflexión, al cuestionamiento de todo cuanto hasta entonces había pasado desapercibido por el fuerte ruido de la cotidianeidad. La razón de aquí se radica en la serie de connotaciones que acompañan al motivo de la enfermedad en el cine de Tarkovski y que lo convierten en uno de los estados en los que el ser humano se muestra más sensibilizado y lúcido a la hora de abordar determinados asuntos que podríamos considerar de índole universal e intemporal. Compruébese si no, en referencia a esto, cómo la enfermedad, ya sea en su representación en El espejo o en otros films como Stalker (1979) o Nostalgia (Nostalghia) (1983), es siempre sinónimo de debilidad. Pero «debilidad» entendida no como una cualidad peyorativa y destructiva, sino como portadora y aportadora de una fuerza y sabiduría suplementarias, que toma su fuente de referencia de unos versos del Tao Te King de Lao Tse, anotados por el propio Tarkovski en su diario8, y en los que se puede leer:
| «El hombre cuando nace | | |
| es blando y débil, | | |
| y cuando muere | | |
| es duro y fuerte. | | |
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| Las plantas cuando nacen | | |
| son blandas y delicadas, | | |
| y cuando mueren | | |
| son secas y rígidas. | | |
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| Por eso aquéllos que son duros y fuertes | | |
| son compañeros de la muerte. | | |
| Los suaves y débiles son compañeros de la vida. | | |
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| Por eso, | | |
| siendo las armas fuertes no vencen. | | |
| Y siéndolo los árboles, son aserrados. | | |
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| Lo fuerte y lo grande están abajo. | | |
| Lo ligero y lo débil, arriba.»9 | | |
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