Cien años de Los Heraldos Negros
Como advierte Roberto Alifano, este año se cumple el centenario de un título cardinal en la poesía del siglo XX. También se cumplen ochenta años de la muerte de César Vallejo, cuya influencia y huella se acentúan con el paso del tiempo: un autor de hondura y tono excepcional, referencia ineludible para todo lector de este género, y de acuerdo con un crítico citado en estas páginas, “el más grande poeta del siglo XX en todos los idiomas”.
En Santiago de Chuco, un pueblo andino ubicado en la zona alta del departamento de La Libertad, en Perú, el 16 de marzo de 1892, nació a la vida, y sin duda a la inmortalidad, César Abraham Vallejo Mendoza, que perdura en nosotros como César Vallejo, considerado uno de los mayores innovadores de la poesía del siglo XX (en opinión del crítico Thomas Merton, “el más grande poeta católico desde Dante, y por católico entiendo universal” y según Martin Seymour-Smith, “el más grande poeta del siglo XX en todos los idiomas”). Era hijo de Francisco de Paula Vallejo Benítez y María de los Santos Mendoza Gurrionero. Descendía de abuelas indígenas y abuelos gallegos, y fue el menor de once hermanos. Sus padres querían dedicarlo al sacerdocio, lo que él en su primera infancia aceptó de muy buena gana; de ahí que existan tantas referencias bíblicas y litúrgicas en sus primeros poemas.
En 1910 se matriculó en la Facultad de Letras de la Universidad Nacional de Trujillo, pero debido a problemas económicos debió retornar a su pueblo, con el propósito de trabajar y ahorrar para continuar luego sus estudios. Un año después viajó a Lima para matricularse en la Facultad de Medicina de San Fernando, pero nuevamente abandonó el claustro universitario; en parte por razones económicas y también por su desilusión de dicha carrera. Consiguió un empleo como preceptor de los hijos de un rico hacendado, pero por muy pocos meses. De regreso a Trujillo, trabajó como ayudante de cajero en una hacienda azucarera, donde fue testigo de la cruel explotación de los peones indios. El testimonio que dejó es elegiaco.
Corre el año 1918 cuando regresa a Lima. Obtiene por esa época el cargo de profesor en el Colegio Nacional de San Juan, donde tuvo como alumno al que sería uno de los más altos exponentes de la corriente indigenista en la narrativa peruana, Ciro Alegría. También frecuentará celebridades como Antenor Orrego, periodista, filósofo y político aprista (que prologó Trilce, en 1922, su segundo poemario), y Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador, ideólogo y dirigente máximo, hasta su muerte, del APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana). En ese medio, alentado por sus amigos, publicará este primer libro de poemas, de raigambre aún modernista, aunque comienza ya a sentirse la independencia de Vallejo, y la asunción y modificación personal de ciertos rigores de aquel movimiento. Todo ello matizado por una clara intención autóctona, que empieza a revelar el deseo de fusión natural y vivencial con el mundo indígena.
Será así que Los heraldos negros, ese primer libro de César Vallejo, publicado en 1918, constituye a la vez el comienzo de la búsqueda de una diferenciación expresiva muy personal. El volumen empieza con un poema que emociona de tan desgarrador y es ápice de su originalidad estética:
Hay golpes en la vida, tan fuertes…
[¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como
[si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… ¡Yo no sé!
Son pocos; pero son… Abren zanjas
[oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo
[más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros
[Atilas;
o los heraldos negros que nos
[manda la Muerte…
Las páginas del volumen están todas impregnadas, además, por el recuerdo de las dos Marías que incidieron en la vida del poeta. Una, su madre, doña María de los Santos; la otra, María Rosa Sandoval, su musa inspiradora. Hay en algunos versos menos un reclamo que una imprecación a Dios; y acaso no es aventurado afirmar que en la composición “Los dados eternos”, lo resume todo:
Dios mío, estoy llorando el ser que
[vivo;
me pesa haber tomádote tu pan;
pero este pobre barro pensativo
no es costra fermentada en
[tu costado:
¡tú no tienes Marías que se van!
La tal María Rosa Sandoval, después de más de un año de romance, desaparece sin dejar huella. Se sabrá por un biógrafo del poeta que emigró hacia otro sitio para alejarse casi heroicamente y no entristecerlo, ya que padecía de una enfermedad mortal: la tuberculosis terminó con su vida a los pocos meses.
Desde ese primer poemario, César Vallejo será el poeta que se muere con su prójimo. El siempre dolorido protagonista que se asume en el otro. Basta con recordar “El pan nuestro”:
Se quisiera tocar todas las puertas,
y preguntar por no sé quién; y luego
ver a los pobres, y, llorando quedos,
dar pedacitos de pan fresco a todos…
Luego publicará Trilce, obra que significa ya la creación de un lenguaje poético muy personal, coincidiendo con la irrupción del vanguardismo a nivel mundial. En 1923 dará a la prensa su primera obra narrativa: Escalas, colección de estampas y relatos, pero el incomparable poeta seguirá creciendo en sus versos.
Ese mismo año partirá hacia Europa, para no volver más a su patria. Hasta su muerte residió mayormente en París, con algunas breves estancias en Madrid y en otras ciudades europeas por las que estuvo de paso. Vivió del periodismo y complementó esa tarea con trabajos de traducción y docencia.
En la última etapa de su vida no publicó libros de poesía, aunque escribió una serie de poemas que aparecerían póstumamente. Se abocó, en cambio, a concebir textos en prosa: la novela proletaria El tungsteno (Madrid, 1931) y el libro de crónicas Rusia un par de años después, un volumen de crónicas y reportajes donde reúne sus impresiones sobre los alcances de la revolución comunista en suelo ruso, fruto de sus viajes a lo largo de la Unión Soviética.
Rusia llegó incluso a merecer la recomendación de la Asociación del Mejor Libro del Mes, integrada por escritores de gran talla e insospechables, políticamente hablando, como Azorín, Ramón Pérez de Ayala, Enrique Díez Canedo y Ricardo Baeza. Antes del fin de ese año se habían ya agotado tres ediciones casi consecutivas, lo que demuestra el gran éxito editorial que constituyó en su momento lo que hoy denominaríamos un bestseller. Por entonces escribió también su cuento más famoso, Paco Yunque, que saldría a luz años después de su muerte.
“Residió mayormente en París, con algunas breves estancias en Madrid y en otras ciudades europeas por las que estuvo de paso. Vivió del periodismo y complementó esa tarea con trabajos de traducción y docencia.”
Sus poemas póstumos fueron agrupados en dos volúmenes: Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz, publicados en 1939 gracias al empeño de su viuda, Georgette Marie Philippart Travers, su viuda, que conocí en Lima, a principios de la década de 1980, cuando colaboré en el diario La Crónica, que dirigía mi amigo Augusto Tamayo Vargas.
Los primeros tiempos del poeta en París fueron de estrechez económica, al punto que muchas veces tuvo que dormir a la intemperie. Durante esos años inicia su amistad con el escritor español Juan Larrea y con el poeta chileno Vicente Huidobro. El primero será su fiel divulgador; fundará en la Universidad de Córdoba, en la Argentina, la “Cátedra César Vallejo”. En esa ardua bohemia de París conocerá además a Louis Aragon, a Pablo Neruda y a Tristan Tzara, que estarán a su lado en los momentos difíciles.
La poesía reunida en estos últimos volúmenes es de corte social, con esporádicos temas de actitud ideológica. Para muchos críticos, los Poemas humanos constituyen lo mejor de su obra poética, que lo han hecho merecedor del calificativo de “poeta universal”. Yo tengo como uno de mis libros de cabecera un pequeño volumen con su Obra poética, que me obsequió su viuda en Lima, editado artesanalmente por la distribuidora Inca.
En España, aparta de mí este cáliz, hay un poema, que junto a Los heraldos negros, me parece de los más emotivos y vibrantes de la poesía de todos los tiempos. Me refiero al que dedicara al obrero ferroviario Pedro Rojas:
Solía escribir con su dedo grande en
[el aire:
“¡Viban los compañeros!” Pedro
[Rojas,
de Miranda de Ebro, padre y
[hombre,
marido y hombre, ferroviario y
[hombre,
padre y más hombre. Pedro y sus
[dos muertes.
Papel de viento, lo han matado:
[¡pasa!
Pluma de carne, lo han matado:
[¡pasa!
¡Abisa a todos compañeros pronto!
Palo en el que han colgado su
[madero,
lo han matado;
¡lo han matado al pie de su dedo
[grande!
¡Han matado, a la vez, a Pedro,
[a Rojas!…
En esa composición desgarradora, César Vallejo muere —y nos hace morir— con el militante revolucionario. “¡Vivan los compañeros!” es la consigna que, suponemos, pintó con faltas de ortografía sobre una pared el obrero ferroviario; de ahí la intencionada falta de ortografía en la palabra “vivan” que nos llama la atención.
Dolorido, castigado por una vida que le fue difícil, César Vallejo murió en París una lluviosa tarde de abril de 1938, a los 46 años. En un soneto memorable, unos meses antes anunciaba su muerte:
Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París —y no me corro—
tal vez un jueves, como es hoy, de
[otoño.
Jueves será, porque hoy, jueves, que
[proso
estos versos, los húmeros me he
[puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he
[vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.
César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro
también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos
[húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos…
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