NIKOLAS ROSE ¿Cómo se debería hacer una historia del yo?




El ser humano no es la base eterna de la historia y la cultura humanas sino un artefacto histórico y cultural. Este es el mensaje de una cantidad de disciplinas que, de modos diferentes, señalaron la especificidad de nuestra concepción moderna occidental de la persona. En estas sociedades, se sugiere, la persona es construida a la manera de un yo, una entidad naturalmente única y discreta, en la que los límites del cuerpo, como por definición, encierran la vida interior de la psiquis donde se inscriben las experiencias de la biografía individual. Pero las sociedades occidentales presentan la originalidad de construir la persona como un locus natural de creencias y deseos, con capacidades inherentes, como el origen incontrastable de acciones y decisiones, como un fenómeno estable que muestra consistencia en distintos contextos y momentos. Estas sociedades tienen también la originalidad de fundamentar y justificar en dicha concepción de la persona, los aparatos utilizados para la regulación de la conducta. Por ejemplo, es en base a esta idea del yo que opera gran parte del sistema legal penal con sus nociones de responsabilidad e intencionalidad. Nuestros sistemas morales son análogamente originales, desde una perspectiva histórica, en su valoración de la autenticidad y la emotividad. Históricamente, no es menos original que la política en nuestras sociedades le otorgue tanta preponderancia a los derechos individuales, elecciones individuales y libertades individuales. Es en estas sociedades que la psicología nació como disciplina científica, como conocimiento positivo del individuo y como una manera particular de decir la verdad acerca del hombre y actuar sobre él. Más aún, o al menos así parecería, en estas sociedades, los seres humanos han llegado a comprenderse y relacionarse como seres “psicológicos”, a interrogarse y narrarse en términos de una “vida interior” psicológica que alberga los secretos de su identidad, que deben ser descubiertos y realizados, siendo ésta la vara con la que se ha de juzgar lo que es vivir una vida “auténtica”.
¿Cómo se debería escribir la historia de este “régimen del yo” contemporáneo? Quisiera proponer un abordaje particular a esta temática, un abordaje que llamo una “genealogía de la subjetivación”.(1) Esta denominación puede no ser la más feliz pero la creo importante. Su importancia radica, en parte, en indicar lo que esta empresa no es. Por un lado, no es un intento de escribir una historia de los cambios en la concepción de persona, la forma en que se la ha pensado desde la filosofía, la cultura y demás. Los historiadores y los filósofos por largo tiempo se han dedicado a escribir ese tipo de narrativa que es indudablemente significativa e instructiva (ejemplo de ello es Taylor 1989, véase el enfoque diferente de Tully, 1993). Lo que me interesa no son las “nociones de persona” sino las prácticas con las que se entiende y se actúa sobre las personas, en relación con la criminalidad, la salud y enfermedad, las relaciones familiares, la productividad, el rol militar, etc. No es acertado suponer que a partir de un recorrido por las nociones de hombre en cosmología, filosofía, estética o literatura, se puedan derivar pruebas acerca de los presupuestos que moldean la conducta de los seres humanos en esos terrenos y prácticas mundanos (véase Dean, 1994). Si bien una genealogía de la subjetivación se interesa por cómo se concibe al hombre, no es, sin embargo, una historia de las ideas: su campo de investigación es el de las prácticas y las técnicas, y el del pensamiento en tanto busca hacerse técnico.
Asimismo, se debe diferenciar mi abordaje de los intentos de escribir una historia de la persona como una entidad psicológica y de estudiar cómo los distintos momentos históricos producen hombres con distintas características psicológicas y emociones, con creencias y patologías diferentes. Semejante proyecto de una historia de la persona es ciertamente imaginable y algo parecido a esta aspiración moldea una cantidad de recientes estudios psicológicos, algunos de los cuales comentaré aquí. También ha inspirado a varias investigaciones sociológicas recientes. Pero estos análisis presuponen un modo de pensar que es en sí mismo un resultado de la historia y que no surge sino hasta el siglo XIX. Ya que es sólo en ese momento histórico, y en un espacio geográfico específico y limitado, que se entendió a los seres humanos en términos de individuos con un yo, dotados de una interioridad, de una “psicología” estructurada por la interacción entre una experiencia de vida particular y ciertas leyes o procesos generales del animal humano.
Una genealogía de la subjetivación toma esta comprensión individualizada, interiorizada, totalizada y psicologizada de lo que es ser humano como el lugar de un problema histórico y no como la base de una narrativa histórica. Esta genealogía emprende un recorrido por los modos en que surge el régimen moderno del yo, no como el resultado de algún proceso gradual de esclarecimiento, en que los seres humanos con la ayuda de los esfuerzos científicos llegan por fin a reconocer su verdadera naturaleza, sino a partir de una cantidad de prácticas y procesos contingentes, en todo caso, menos refinados y dignificados. Escribir esta genealogía busca desmontar los modos en que el yo, que funciona como un ideal regulatorio en tantos aspectos de nuestro estilo de vida contemporáneo (no meramente en nuestras relaciones pasionales con el otro, sino en los proyectos de planificación de vida, la forma en que administramos organizaciones industriales y otros tipos de organizaciones, nuestros sistemas de consumo, muchos de nuestros géneros literarios y de produccción estética), es una suerte de plano de proyección “irreal”,(2) constituido de un modo que algo contingente y desordenado, en el cruce de un espectro de historias distintas: de las formas de pensamiento, de las técnicas de regulación, de los problemas de organización, etc.
Dimensiones de la relación consigo mismo Una genealogía de la subjetivación es una genealogía de lo que se podría denominar, siguiendo a Michel Foucault, la ‘relación con nosotros mismos” (Foucault, 1986b).(3) Su campo de investigación abarca la forma en que los seres humanos han prestado interés a sí mismos y a los demás en distintos lugares, ámbitos y momentos. Para exponerlo de un modo más elegante, podríamos decir que es una genealogía de la “relación del ser consigo mismo” y de las formas técnicas que asumió esta relación. Es decir que el ser humano es aquel tipo de criatura cuya ontología es histórica, y la historia de los seres humanos requiere, por lo tanto, una investigación de las técnicas intelectuales y prácticas que involucraron los instrumentos con los que se ha constituido históricamente: se trata de analizar “las problematizaciones a través de las cuales el ser se ofrece a ser necesariamente pensado – y las prácticas en base a las cuales se configuran tales problematizaciones” (Foucault, 1985, p. 11; véase Jambet, 1992). Por lo tanto, esta genealogía no se centra en la “historia de la persona” sino en la genealogía de las relaciones que los seres humanos han establecido con sí mismos, en las que han llegado a relacionarse consigo en tanto yoes. Estas relaciones son construidas e históricas, pero no se las debe comprender ubicándolas en algún dominio amorfo de la cultura. Por el contrario, se las debe abordar desde la perspectiva del “gobierno” (Foucault, 1991; véase Burchell, Gordon y Miller, 1991). Digamos que la relación con nosotros mismos ha adoptado la forma que tiene porque ha sido objeto de toda una variedad de regímenes más o menos racionalizados que han pretendido moldear la forma en que entendemos y conducimos nuestra existencia como seres humanos, en nombre de ciertos objetivos (masculinidad, feminidad, honor, decoro, civilidad, disciplina, distinción, eficiencia, armonía, realización, virtud, placer) cuya lista es tan diversa y heterogénea como interminable.
Uno de los motivos para hacer hincapié en este punto es diferenciar mi abordaje de una serie de análisis recientes que, de modo explícito o implícito, conciben las formas cambiantes de subjetividad o identidad como consecuencias de transformaciones sociales y culturales más amplias: modernidad, modernidad tardía, la sociedad del riesgo (Bauman, 1991; Beck, 1992; Giddens, 1991, Lash y Friedman, 1992). Estos trabajos continúan una larga tradición de narrativas que se pueden remontar por lo menos a Jacob Burckhardt, historias del ascenso del individuo como consecuencia de la transformación social general: de la tradición a la modernidad, del feudalismo al capitalismo, de la Gemeinschaft a la Gesellschaft, de la solidaridad mecánica a la orgánica, etc. (Burckhardt, [1860] 1990). Este tipo de análisis concibe los cambios en el modo en que los seres humanos se entienden y actúan sobre sí mismos como el resultado de acontecimientos históricos “más fundamentales”, localizados en otros ámbitos: en los regímenes de producción, en el cambio tecnológico, en las transformaciones demográficas o de las formas de familia, en la “cultura”. No cabe duda de que los acontecimientos en estos ámbitos tienen importancia en relación con el problema de la subjetivación, pero independientemente de cuán significativos puedan ser, lo importante es insistir en que tales cambios no transforman los modos de ser humano en virtud de alguna “experiencia” generada por ellos. Querría argumentar que las cambiantes relaciones de la subjetivación no pueden establecerse mediante derivación o interpretación de otras formas culturales o sociales. Asumir explícita o implícitamente que esto es posible es suponer la continuidad de los seres humanos como sujetos de la historia, esencialmente dotados de la capacidad de dar sentido (Véase Dean 1994). Sin embargo, los modos en que los hombres “dan sentido a su experiencia” tienen su propia historia. Los dispositivos de “producción de sentido” (grillas de visualización, vocabularios, normas y sistemas de juicio) producen experiencia; y no son en sí productos de la experiencia (Véase Joyce, 1994). Estas técnicas intelectuales no vienen listas para usar, sino que deben ser inventadas, refinadas y estabilizadas para que se las disemine e implante de modos distintos en diferentes prácticas (en las escuelas, las familias, en las calles, los ámbitos de trabajo y los tribunales). Si utilizamos el término “subjetivación” para designar todos esos procesos y prácticas heterogéneas por medio de las cuales los seres humanos llegan a relacionarse consigo mismos y con los demás como sujetos con ciertas características, es porque la subjetivación tiene su propia historia. Y la historia de la subjetivación es más práctica, más técnica y menos unificada de lo que los relatos sociológicos permiten entrever. 
De este modo, una genealogía de la subjetivación se centra directamente en las prácticas que ubican a los seres humanos en determinados “regímenes de la persona”. No escribe una historia continua del yo, sino que recorre más bien la diversidad de las versiones del “ser persona” (carácter, personalidad, identidad, reputación, honor, ser ciudadano, individuo, normal, loco, paciente, cliente, marido, madre, hija) así como las normas, técnicas y relaciones de autoridad dentro de las que éstas han circulado en las prácticas legales, domésticas, industriales y otras para actuar sobre la conducta de las personas. Una investigación de este tipo puede avanzar por varios caminos que se conectan entre sí.

Problematizaciones
Cabe preguntarse dónde, cómo y quiénes problematizan los aspectos del ser humano, en virtud de cuál sistema de juicio y en relación con qué intereses lo hacen. Para tomar algunos ejemplos pertinentes, se podrían considerar los modos en que el lenguaje de la constitución y el carácter llegan a operar en la temática de la caída y degeneración urbana articulada por psiquiatras, reformistas urbanos y políticos en las últimas décadas del siglo XIX, o bien los modos en que el vocabulario de la adaptación y la inadaptación llegan a utilizarse para problematizar la conducta en ámbitos tan diversos como el lugar de trabajo, el tribunal y la escuela en las décadas de 1920 y 1930. Plantear el tema de esta forma significa poner énfasis en la primacía de lo patológico sobre lo normal en la genealogía de la subjetivación: nuestros vocabularios y técnicas de la persona en general no han surgido de un campo de reflexión sobre el individuo normal, el carácter normal, la personalidad normal, la inteligencia normal, sino que la noción misma de normalidad surgió a partir del interés por las formas de conducta, pensamiento y expresión consideradas problemáticas o peligrosas. (Véase Rose, 1985a). Este es un punto a la vez metodológico y epistemológico: en la genealogía de la subjetivación, el sitio de honor no lo ocupan los filósofos y sus reflexiones acerca de la naturaleza de la persona, la voluntad, la conciencia, la moralidad y temas por el estilo, sino más bien las prácticas cotidianas donde la conducta se volvió problemática para los demás y para uno mismo, junto con los textos y programas mundanos (sobre administración del hospicio, tratamiento médico de la mujer, regímenes aconsejables para la crianza de los niños, nuevas ideas en la administración del lugar de trabajo, mejoramiento de la autoestima) que buscan tornar estos problemas intelegibles y, al mismo tiempo, manejables.(4)
Tecnologías
Preguntémonos qué medios se inventaron para gobernar al ser humano, para moldear o adaptar su conducta en las direcciones deseadas y cómo hubo programas que buscaron concretar esto en determinadas formas técnicas. La noción de tecnología puede parecer antitética a la esfera de lo humano, en la medida que más de una crítica se funda en el argumento de la indebida tecnologización de la humanidad. Sin embargo, el hecho de que nos experimentemos a nosotros mismos como un cierto tipo de persona (criaturas de la libertad, de las faculdades personales, de la autorrealización) es el resultado de una variedad de tecnologías del hombre; tecnologías que toman como objeto los modos de ser humano.(5) Al decir tecnología nos referimos a todo montaje estructurado por una racionalidad práctica gobernada por una meta más o menos consciente. Las tecnologías humanas son ensamblamientos híbridos de conocimientos, instrumentos, personas, sistemas de juicio, construcciones y espacios sustentados a nivel programático por ciertos presupuestos y objetivos respecto de los seres humanos. Se puede considerar la escuela, la prisión, el asilo como ejemplos de un tipo de tecnologías, que Foucault denomina disciplinarias, y que operan en términos de una detallada estructuración del espacio, del tiempo y de las relaciones entre los individuos mediante procedimientos de vigilancia jerárquica y sanción normalizadora, mediante intentos de plegar estos juicios a los procedimientos y juicios que utiliza el individuo para la conducción de su propia conducta (Foucault, 1977; véase Markus, 1993, para un examen de la forma espacial de tales ensamblamientos). Un segundo ejemplo de una tecnología móvil y multivalente es la de la relación pastoral, una relación de guía espiritual entre una figura de autoridad y un miembro de su grey, que comprenden técnicas como la confesión y el develamiento de sí, la ejemplaridad y el disciplinamiento inculcados en la persona a través de una cantidad de esquemas de autoexamen, autosospecha, autodevelamiento, autodesciframiento y autocuidado. Al igual que la disciplina, la tecnología pastoral puede articularse en numerosas formas distintas: en la relación clérigo-feligrés, terapeuta-paciente, trabajador social-consultante, así como en la relación del sujeto “educado” consigo mismo. No se deberían considerar las relaciones de subjetivación disciplinaria y pastoral como histórica o éticamente opuestas: los regímenes establecidos en la escuela, el asilo y la prisión abarcan a ambas. Quizás la insistencia en una analítica de las tecnologías de lo humano sea la característica más distintiva del abordaje que estoy propugnando. Este análisis no parte de la consideración de que la tecnologización de la conducta humana sea maligna. Las tecnologías humanas producen y enmarcan a los seres humanos como un determinado tipo de ser cuya existencia es a la vez posibilitada y gobernada por su organización en un campo tecnológico. 

Autoridades
Preguntémonos ahora a quién se le confiere o quién reclama la capacidad de decir la verdad del hombre, su naturaleza y problemas y qué caracteriza las verdades sobre las personas a las que se les confiere tal autoridad. ¿Mediante qué aparatos se autorizan estas autoridades: universidades, aparato legal, iglesias, política? ¿Hasta qué punto la autoridad de la autoridad descansa en una apelación al saber positivo, a la sabiduría y la virtud, a la experiencia y el juicio práctico, a la capacidad de resolver conflictos? ¿Cómo se gobiernan las autoridades mismas: por los códigos legales, el mercado, los protocolos de la burocracia, la ética profesional? Interroguemos cuál es la relación entre las autoridades y los que están sujetos a ellas: el clérigo y el feligrés, el doctor y el paciente, el gerente y el empleado, el terapeuta y el cliente. En mi opinión, este hincapié en la heterogeneidad de las autoridades, más que en la singularidad del “poder”, es el rasgo distintivo de este tipo de genealogías. Estas genealogías intentan diferenciar las distintas personas, cosas, dispositivos, asociaciones, modalidades de pensamiento, tipos de juicio que buscan, reclaman o adquieren autoridad o a los que ésta les es conferida. Relevan las diferentes configuraciones de autoridad y subjetividad, así como los distintos vectores de fuerza y contrafuerza que se instalaron y devinieron posibles. Buscan asimismo explorar la variedad de formas en las que se ha autorizado a la autoridad, sin reducirlas a una intervención encubierta del estado o a procesos de iniciativa moral y estudiando particularmente, en cambio, las relaciones entre las capacidades de las autoridades y los regímenes de verdad. 

Teleologías
Cabe preguntarse por las formas de vida que constituyen las metas, los ideales o los modelos de las distintas prácticas de trabajo sobre las personas: el profesional que ejerce su vocación con sabiduría y desapasionamiento; el viril guerrero que persigue una vida de honor arriesgando calculadamente su cuerpo; el padre responsable que lleva una vida de prudencia y moderación; el trabajador que acepta su parte con una docilidad fundada en la creencia en la inviolabilidad de la autoridad o en una recompensa en otra vida; la buena esposa que cumple con sus quehaceres domésticos con callada y modesta eficiencia; el empresario que se esfuerza por obtener mejoras a largo plazo en su “calidad de vida”; el amante apasionado y diestro en las artes del placer. ¿Cuáles son los códigos de conocimiento que fundan estos ideales y a qué valoraciones éticas están ligados? Contra quienes sugieren que en cada cultura se privilegia un modelo único de persona, es importante enfatizar la heterogeneidad y la especificidad de los ideales o modelos de ser persona, desplegados en las distintas prácticas, y las formas en que se articulan en relación con problemas y soluciones específicos de la conducta humana. En mi opinión, sólo desde esta perspectiva se puede identificar la peculiaridad de los intentos programáticos de instalar un modelo único de individuo como ideal ético para ámbitos y prácticas distintos. Por ejemplo, las sectas puritanas estudiadas por Weber hacían intentos originales por asegurar un modelo de comportamiento individual en términos del yo, de sobriedad, deber y modestia aplicado a prácticas tan diversas como entretenimientos populares y labores dentro del hogar (ver Weber, [1905] 1976). En nuestra propia época, la economía, en la forma de un modelo de racionalidad económica y elección racional, y la psicología, en la forma de un modelo de individuo psicológico, han sentado las bases para similares intentos de unificación de la conducta de vida en torno a un modelo único de subjetividad correcta. Pero se debe concebir la unificación de la subjetivación como el objetivo de programas específicos o el presupuesto de formas de pensar específicas y no como una característica de las culturas humanas.

Estrategias
Ahora pasemos a inquirir sobre cómo los procedimientos que regulan las capacidades de las personas se vinculan a objetivos morales, sociales o políticos más amplios respecto de las características deseables y no deseables para la población, la mano de obra, la familia y la sociedad. Resultan de especial importancia en este estudio las divisiones y relaciones que se establecen entre las modalidades del gobierno de la conducta que se consideran políticas y aquellas que se ejercen por medio de formas de autoridad y de aparatos que se consideran no políticas, ya sea el conocimiento técnico de expertos, el conocimiento jurídico de los tribunales, el conocimiento organizacional de los ejecutivos o el conocimiento “natural” de la madre y la familia. Un rasgo típico de las racionalidades de gobierno que se consideran “liberales” es la simultánea delimitación de la esfera de lo político por referencia al derecho de otros ámbitos (siendo el mercado, la sociedad civil y la familia los tres más comunmente desplegados) y la invención de una variedad de técnicas que intentarían actuar sobre los sucesos de estos ámbitos sin quebrar su autonomía. Es por esta razón que los conocimientos y formas de pericia sobre las características internas de los ámbitos a gobernar, asumen una especial importancia en las estrategias y programas normativos liberales, ya que estos ámbitos no se deben “dominar” por medio de la norma, sino que se deben conocer, comprender y relacionar de tal modo que los sucesos en el interior de los mismos (productividad y condiciones de contratación, asociaciones civiles, formas de crianza de los niños y de organización de las relaciones conyugales y las finanzas del hogar) apoyen y no se contrapongan a los objetivos políticos.(6) En el caso que estudiamos aquí, las características de las personas, como esos “individuos libres” sobre quienes descansa el liberalismo para lograr legitimidad y funcionalidad políticas, revisten una importancia especial. Bien se podría decir que el campo estratégico general de todos los programas de gobierno que se consideran liberales se ha definido por el problema de cómo poder gobernar individuos libres de modo tal que ejerzan correctamente su libertad.

El gobierno de los otros y el gobierno de sí
Cada una de estas líneas de investigación está inspirada en gran medida en la obra de Michel Foucault. Surgen especialmente a partir de las sugeriencias foucaultianas en relación con una genealogía del arte de gobierno (donde se concibe al gobierno, de un modo general, abarcando todos esos programas y estrategias más o menos racionalizadas para la “conducción de la conducta”) y su concepción de la gubernamentalidad que se refiere al surgimiento de racionalidades políticas o mentalidades normativas, en las que la norma se vuelve un asunto de calculada gestión de los asuntos de todos y cada uno para lograr determinados objetivos deseables (Foucault, 1991; ver la discusión de la noción de gobierno en Gordon, 1991). Gobierno no indica aquí una teoría sino cierta perspectiva a partir de la cual se puede hacer inteligible la diversidad de intentos de las autoridades de distinto tipo de actuar sobre las acciones de los otros, en relación con objetivos de prosperidad nacional, armonía, virtud, productividad, orden social, disciplina, emancipación, autorrealización, etc. Esta perspectiva también dirige nuestra atención a los modos en que las estrategias de conducción de la conducta tan frecuentemente operan mediante intentos de moldear lo que Foucault llama las “tecnologías del yo” (“mecanismos de autogobierno”), o los modos en que los individuos se experimentan, entienden, juzgan y conducen (Foucault, 1986a,1986b, 1988). Las tecnologías del yo adoptan la forma de la elaboración de ciertas técnicas para la conducción de la relación consigo mismo, por ejemplo, requieren que uno se relacione consigo epistemológicamente (conócete a tí mismo), despóticamente (domínate) o de otros modos (cuídate). Se concretan en ciertas prácticas técnicas: confesión, escritura de un diario, discusión en grupos, el programa de los doce pasos de Alcohólicos Anónimos. Las mismas siempre se practican bajo la autoridad real o imaginada de algunos regímenes de verdad y de algún individuo con autoridad, ya sea teológica y pastoral, piscológica y terapeútica, o bien disciplinaria y tutelar.

A partir de estas consideraciones surgen varias cuestiones.

La primera surge en relación con la ética misma. En obras posteriores, Foucault utilizó la noción de “ética” como una designación genérica de sus investigaciones respecto de la genealogía de las formas actuales de “cuidado” de sí (Foucault, 1979b, 1986a, 1986n; véase Minson, 1993). Foucault distingue las prácticas éticas del campo de la moral, en tanto los sistemas morales son generalmente sistemas universales de mandato e interdicción (haz esto o no hagas lo otro) y frecuentemente articulados en relación con algún código relativamente formalizado. La ética, por otro lado, se refiere al ámbito de tipos específicos de consejos prácticos acerca de cómo cuidar de sí, prestarse atención solícita y conducirse en varios aspectos de la existencia cotidiana. Los distintos períodos culturales, argumentaba Foucault, se distinguieron por la importancia dada en las prácticas de regulación de la conducta a los mandatos morales y a los repertorios prácticos de consejos éticos. No obstante, se podría emprender una genealogía de nuestro sistema moral contemporáneo que, sugería Foucault, alentaba a los seres humanos a relacionarse consigo como sujetos de una “sexualidad” y a “conocerse” a través de una hermenéutica del yo, a explorar, descubrir, revelar y vivir a la luz de los deseos que conforman su verdad. Esta genealogía alteraría la apariencia de esclarecimiento que revistió este sistema, explorando la forma en que ciertas formas de prácticas espirituales ubicables en la ética de griegos, romanos y primeros cristianos se incorporaron al poder pastoral y, posteriormente, a las prácticas de tipo educativo, médico y psicológico (Foucault, 1986b, pág. 11).
El abordaje que vengo delineando claramente deriva, en gran medida, de la forma en que Foucault pensó estas cuestiones. No obstante, me gustaría desarrollar sus argumentos en varios sentidos. En primera instancia, como ya ha sido señalado, la noción de “tecnologías del yo” puede prestarse a confusión. El yo no constituye el objeto transhistórico de las técnicas de ser humano sino sólo una forma en que los hombres se han propuesto comprenderse y relacionarse consigo mismos (Hadot, 1992). Estas relaciones se postulan, en las distintas prácticas, en términos de individualidad, carácter, constitución, reputación, personalidad y nociones similares, que ni son meramente diferentes versiones de un yo, ni se suman para constituir un yo. Además, debe quedar abierto como un tema de investigación histórica en qué medida nuestra relación contemporánea con nosotros mismos (interioridad, autoexploración, autorrealización y demás) toma de hecho el tema de la sexualidad y el deseo como su punto de anclaje. En otra parte sugerí que el yo, en sí mismo, devino objeto de valoración, un régimen de subjetivación en que el deseo se ha liberado de su dependencia a la ley de una sexualidad interna y se ha transformado en una variedad de pasiones a través de las cuales descubrir y realizar la identidad del yo (Rose, 1990).
Sugeriría asimismo que es necesario extender el análisis de las relaciones entre gobierno y subjetivación más allá del campo de la ética, si por tal entendemos todos los estilos de relacionarse consigo que se estructuran por la división entre lo verdadero y lo falso, y lo permitido y lo prohibido. Es necesario estudiar el gobierno de esta relación también desde otros ejes.
Uno de estos ejes tiene que ver con el intento de inculcar una determinada relación consigo a través de las transformaciones de las “mentalidades” o de lo que uno podría llamar “técnicas intelectuales” (lectura, memoria, escritura, habilidad numérica, y demás) (Véanse algunos importantes ejemplos en Eisenstein, 1979 y Goody y Watt, 1963). Por ejemplo, especialmente en el curso del siglo XIX en Europa y los Estados Unidos, se ve el desarrollo de una cantidad de proyectos para la transformación del intelecto al servicio de ciertos objetivos, buscando en cada caso imponer una determinada relación consigo mismo a través de la implantación de ciertas capacidades de lectura, escritura y cálculo. Podríamos citar a modo de ejemplo la forma en que en las últimas décadas del siglo XIX, educadores republicanos en los Estados Unidos promovían las aptitudes para el cálculo numérico, en especial las habilidades numéricas que se verían facilitadas por la decimalización, con miras a generar un tipo determinado de relación con sí mismo y con el mundo en aquellos que contaran con estas aptitudes. Un yo numérico sería un yo calculador que establecería una relación prudente con el futuro, la formulación de presupuestos, el comercio, la política y la conducta en la vida en general (Cline-Cohen, 1982, págs. 148-9; véase Rose, 1991).
Un segundo eje estaría relacionado con la corporalidad o las técnicas del cuerpo. Por supuesto, investigadores provenientes de la antropología y de otras disciplinas han investigado en detalle el moldeamiento cultural de los cuerpos (comportamiento, expresión de las emociones y demás) en tanto difieren de una cultura a otra y dentro cada cultura, entre géneros, edades, status, grupos, etc. Marcel Mauss proporciona el relato clásico de las formas en que el cuerpo como instrumento técnico se organiza de modos diferentes en culturas distintas: formas diferentes de caminar, sentarse, cavar, marchar. (Mauss, 1979a; véase Bourdieu, 1977). Sin embargo, una genealogía de la subjetivación no está interesada en la relatividad cultural de las aptitudes corporales en sí misma; se interesa, en cambio, por las formas en que se han diseñado e implantado los distintos regímenes del cuerpo en intentos racionalizados de producir una determinada relación consigo mismo y con los demás. Norbert Elias ha dado muchos ejemplos importantes de las formas en que códigos explícitos de conducta corporal (modales, etiqueta y autoobservación de las funciones y actos corporales) se imponían a los individuos según la posición ocupada en el aparato de la corte de Luis XIV a mediados del siglo XVIII (Elias, 1983; véase también Elias, 1978; Osborne 1996). El disciplinamiento del cuerpo del individuo patológico en la prisión y el asilo del siglo XIX no sólo implicaba su organización dentro de un régimen externo de vigilancia jerárquica y sanción normalizadora, y su montaje a través de regímenes moleculares que regían la movilidad en el tiempo y en el espacio: también se buscaba imponer una relación interna entre el individuo patológico y su cuerpo, en que el comportamiento corporal al mismo tiempo manifestase y mantuviese un cierto dominio disciplinado ejercido por la persona sobre sí misma (Foucault, 1967, 1977; véase también en Smith, 1992, una historia de la noción de “inhibición” y su relación con la preocupación victoriana respecto de la manifestación externa de determinación y dominio de sí a través del ejercicio del control sobre el cuerpo). Una relación análoga, aunque significativamente distinta, con el cuerpo fue un elemento clave en el cultivo de sí de cierta imagen estética en la Europa del siglo XIX, encarnada en estilos de vestidos así como en la práctica de determinadas técnicas corporales, como la natación, que producirían y mostrarían una determinada relación con lo natural (Sprawson, 1992). Los teóricos del género han comenzado a analizar los modos en que la exteriorización apropiada de la identidad sexual estuvo históricamente vinculada con inculcar ciertas técnicas del cuerpo (Brown, 1989; Butler, 1990; Bordo, 1993). Ciertas formas de comportarse, caminar, correr, sostener la cabeza y colocar brazos y piernas no son sólo culturalmente relativas o adquiridas en la socialización de género, sino que constituyen regímenes del cuerpo que buscan subjetivar en términos de una cierta verdad de género, inscribiendo una determinada relación consigo mismo en un régimen corporal; régimen que se prescribe, racionaliza y enseña en manuales de consejos, etiqueta y modales, y se impone tanto por la sanción como por la seducción. (Ver los estudios recopilados por Bremer y Roodemburg, 1991).
Estos comentarios deberían dar una idea de la heterogeneidad de los vínculos entre el gobierno de los demás y el gobierno de sí. Es importante enfatizar otros dos aspectos de esta heterogeneidad. El primero está relacionado con la diversidad de los modos en que se impone cierta relación consigo. Existe la tentación de concentrarse en los elementos del autodominio y las restricciones sobre los propios deseos e instintos implicados en varios regímenes de subjetivación, prohibiciones destinadas a controlar o civilizar una naturaleza interna que resulta desmesurada. Ciertamente se puede observar esta temática en muchos de los debates del siglo XIX sobre ética y carácter tanto para las clases dominantes como para las clases obreras respetables, un paradójico “despotismo del yo” en el corazón de las doctrinas liberales de la libertad individual. (Derivo esta formulación de Valverde, 1996; véase Valverde, 1991). Sin embargo, existen muchas otras formas en que se puede establecer la relación consigo mismo y aún dentro del ejercicio del dominio, existe una variedad de configuraciones mediante las cuales se puede alentar el dominio de sí (Véase Sedgwick, 1993). Dominar la propia voluntad al servicio del carácter inculcando hábitos y rituales de autonegación, prudencia y previsión, por ejemplo, es distinto de dominar el propio deseo trayendo las raíces del mismo a la conciencia a través de una hermenéutica reflexiva con el fin de liberarse de las consecuencias autodestructivas de la represión, proyeccción e identificación.
Más aún, la forma misma de la relación puede variar. Puede ser una relación de conocimiento, como el mandato de conocerse del que Foucault hace el recorrido desde la confesión cristiana hasta las técnicas psicoterapéuticas contemporáneas: en este caso los códigos del conocimiento son inevitablemente provistos no por la introspección pura sino por una instrospección signada en un vocabulario particular de sentimientos, creencias, pasiones, deseos, valores y de acuerdo con un determinado código explicativo, derivado de alguna fuente de autoridad. Puede ser también una relación de preocupación y solicitud, como en los proyectos del cuidado de sí en los que se actúa sobre el cuerpo, que debe ser nutrido, protegido y salvaguardado con regímenes dietarios, reducción del estrés al mínimo y autoestima. Análogamente, también varía la relación con la autoridad. Considérese, por ejemplo, algunas de las cambiantes configuraciones de autoridad en el gobierno de la locura y la salud mental: la relación de dominio que se ejerció entre el doctor del asilo y el loco en la medicina moral de finales del siglo XVIII; la relación de disciplina y autoridad institucional que se estableció entre el médico y el interno en el asilo del siglo XIX; la relación pedagógica que se estableció, en la primera mitad del siglo XX, entre los higienistas mentales y los niños, padres, alumnos y maestros, trabajadores y gerentes, generales y soldados, sobre quienes buscaban actuar; la relación de seducción, conversión y ejemplariedad que se establece entre el psicoterapeuta y el paciente en la actualidad.
A pesar de que las relaciones consigo mismo impuestas en un momento histórico dado puedan ser similares en numerosos sentidos (por ejemplo, la noción victoriana de carácter se trasladó ampliamente a muchas prácticas distintas), resultará evidente, a partir de la exposición precedente, que cartografiar la topografía de la subjetivación queda pendiente como una tarea de investigación empírica. Por ende, no se trata de narrar una historia general de la idea de persona o de yo, sino de rastrear las formas técnicas aplicadas a la relación consigo mismo en distintas prácticas, legal, militar, industrial, familiar, económica. Y aún dentro de cualquier práctica, se debe suponer que la heterogeneidad es más común que la homogeneidad; considérese, por ejemplo, las muy distintas configuraciones del ser persona en el aparato legal en un momento dado, la diferencia entre la noción de estátus y reputación tal como funcionó en los procesos civiles en el siglo XIX y la elaboración simultánea de una nueva relación con el criminal como una personalidad patológica en los tribunales penales y en el sistema carcelario (Ver Pasquino, 1991).
Nuestra propia actualidad ciertamente aparece marcada por cierto nivelamiento de esas diferencias, de forma tal que los presupuestos de diversas prácticas sobre los seres humanos comparten un cierto aire de familia: los seres humanos como yoes con autonomía, elección y responsabilidad sobre sí, dotados de una aspiración psicológica de autorrealización, que llevan su vida, real o potencialmente, como una especie de empresa de sí. Pero es justamente éste el punto de partida de una investigación genealógica. Nos preguntaremos: ¿de qué modos se montó este régimen del yo, en qué condiciones y en relación con cuáles demandas y formas de autoridad? Sin duda en los últimos cien años hemos presenciado una proliferación de saberes expertos sobre la conducta humana: economistas, administradores, contadores, abogados, orientadores, terapeutas, médicos, antropólogos, profesionales de ciencias políticas, expertos en política social y disciplinas afines. Pero argumentaría que la “unificación” de los regímenes de subjetivación en términos del yo tiene mucho que ver con el ascenso de una forma particular de saber experto positivo acerca del ser humano: el de las disciplinas psi y su “generosidad”. Por generosidad me refiero, contrariamente a las opiniones tradicionales sobre la exclusividad del conocimiento profesional, a que la psicología estuvo feliz y de hecho ansiosa por “ofrecerse”: prestar sus vocabularios, explicaciones y tipos de juicio a otros grupos profesionales y a implantarlos en los pacientes. (Véase Rose, 1992b; ver Capítulo 4 de este volumen). Las disciplinas psi, en parte como consecuencia de su heterogeneidad y falta de paradigma único, han adquirido una particular capacidad de penetración en relación con las prácticas para la conducción de la conducta. No sólo pudieron proveer toda una variedad de modelos de ser un yo [selfhood], sino también recetas para el gobierno de las personas que pueden ser puestas en práctica por profesionales de distintos ámbitos. Su potencia se vió incrementada aún más por la capacidad de complementar esas cualidades practicables con una legitimidad que derivaba de su reinvindicación de decir la verdad sobre los seres humanos. Rápidamente, se diseminaron por su posibilidad de ser traducidos a programas destinados a reconfiguar los mecanismos de autoconducción de los individuos, ya sea en la clínica, el aula, el consultorio, la columna de consejos de alguna revista o los programas donde la gente se confiesa por televisión. Ciertamente, es verdad que las disciplinas psi no gozan de la alta estima del público y que muchas veces sus profesionales son blanco de bromas. Pero no habría que dejarse llevar por este dato, lo psi se ha vuelto imprescindible para poder concebir el ser persona, experimentarse uno mismo y a los demás como personas, como también gobernarse a sí mismo o a los demás.
Permítaseme volver sobre el tema de la diversidad de regímenes de subjetivación. Otra dimensión de la heterogeneidad surge de que las formas de gobernar a los demás están vinculadas no sólo a la subjetivación del gobernado, sino también a la subjetivación de aquellos que gobernarán la conducta. Así Foucault argumenta que la problematización del sexo entre los hombres, para los griegos, estaba vinculada a la demanda de que aquel que iba a ejercer autoridad sobre los demás debía ser capaz primero de ejercer el dominio sobre sus propias pasiones y apetitos, ya que sólo no siendo esclavo de sí se era competente para ejercer la autoridad sobre los demás. (Véase Foucault, 1988; Mineson, 1993, págs. 20-1). Peter Brown señala el trabajo requerido de un joven de las clases privilegiadas en el Imperio Romano del siglo II a quien se le aconsejaba deshacerse de sus aspectos “suaves” o “femeninos” (en su andar, en el ritmo de su hablar, su autocontrol) a fin de mostrarse capaz de ejercer autoridad sobre los demás (Brown, 1989, pág. 11). Gerhard Oestreich sugiere que el retorno a la ética estóica en los siglos XVII y XVIII en Europa surgió como respuesta a las críticas de osificación y corrupción lanzadas a la autoridad: las virtudes del amor, la confianza, la reputación, la amabilidad, las facultades espirituales, el respeto por la justicia y otras por el estilo iban a convertirse en los medios utilizados por las autoridades para renovarse (Oestreich, 1982, pág. 87). Stephan Collini describió nuevos modos en que las clases intelectuales victorianas se problematizaban en términos de cualidades como determinación y altruismo: se interrogaban, con permanente ansiedad, sobre la debilidad de la voluntad y encontraban en ciertas formas de labor social y filantrópica, un antídoto para la duda de sí (Collini, 1991, comentado en Osborne, 1996). Al tiempo que estos mismos intelectuales victorianos problematizaban todo los aspectos de la vida social en términos de carácter moral, amenazas al carácter, debilidad de carácter y necesidad de promover el buen carácter, y argumentaban que las virtudes del carácter (autoconfianza, sobriedad, independencia, autoconstricción, respetabilidad, mejora de sí) se debían inculcar en los demás mediante actos positivos del estado y de los hombres de estado, estaban haciendo sobre sí mismos, como sujetos, un trabajo ético correlativo pero diferente (Collini, 1979, págs. 29-32). Análogamente, a lo largo de todo el siglo XIX, se ve el surgimiento de programas bastante nuevos de reforma de la autoridad secular dentro del servicio estatal, el aparato del gobierno colonial y la organizaciones de la industria y la política, en los que el rol de empleado del estado, burócrata y gobernador colonial constituirán el blanco de todo un nuevo régimen ético de desinterés, justicia, respeto por las normas, distinción entre el desempeño de un cargo y las pasiones privadas, y mucho más (Weber, 1978; véase Hunter, 1993a, b, c; Minson, 1993; du Gay,1995; Osborne, 1994). Y por supuesto, muchos de los que estaban sujetos al gobierno de estas autoridades (oficiales autóctonos en las colonias, esposas de las clases respetables, padres, maestros, trabajadores, institutrices) fueron a su vez convocados a cumplir su papel en el moldeamiento de las personas así como en inculcarles cierta relación consigo mismos.
Desde esta perspectiva, ya no resulta sorprendente que los seres humanos a menudo se encuentren resistiendo las formas de ser persona que se les exigió que adoptaran. La resistencia (si por tal entendemos la oposición a un régimen particular de conducir la propia conducta) no requiere de una teoría de la agencia. No necesitan ser explicadas las fuerzas inherentes que, dentro de cada ser humano, aman la libertad, buscan ampliar facultades y capacidades o luchan por la emancipación, y que son anteriores a las demandas de la civilización y la disciplina y entran en conflicto con ellas. No se necesita una teoría de la agencia para dar cuenta de la resistencia más de lo que se podría necesitar de una epistemología para dar cuenta de la producción de efectos de verdad. Los seres humanos no son los sujetos unificados de algún régimen coherente de gobierno que produce personas tal como las sueña. Por el contrario, los hombres viven sus vidas moviéndose constantemente en distintas prácticas que los subjetivan de modos distintos. Dentro de estas distintas prácticas, las personas se relacionan entre sí como tipos de seres humanos distintos, presuponen ser clases de personas distintas y actúan como si lo fueran. Las técnicas de relacionarse consigo, como un sujeto con capacidades únicas, merecedor de respeto, chocaron con las prácticas de relacionarse consigo como blanco de disciplina, deber y docilidad. La demanda humanista que reclama descifrarnos en términos de la autenticidad de los propios actos choca con la demanda política o institucional de que nos gobernemos por la responsabilidad colectiva en una toma de decisión organizada, aún cuando se esté personalmente en contra. La demanda ética de sufrir nuestras penas en silencio y encontrar la manera de continuar resulta problemática desde la perspectiva de una ética pasional que nos obliga a revelarnos haciendo uso de un particular vocabulario de emociones y sentimientos.
La existencia de la contestación, el conflicto y la oposición, en prácticas que conducen la conducta de las personas, no sorprende ni requiere apelar a las cualidades particulares de la agencia humana, salvo, en el sentido mínimo de que el ser humano (como todo) supera todo intento de pensarlo; si bien el ser humano es necesariamente pensado, no existe en la forma del pensamiento.(7) Es de este modo que en cualquier ámbito o campo dado, los seres humanos utilizan programas concebidos para un fin al servicio de otros fines. Por ejemplo, psicólogos, reformadores administrativos, sindicatos y trabajadores han recurrido al vocabulario de la psicología humanística para criticar las prácticas de administración basadas en el estudio psicofisiológico o disciplinario de las personas. Durante las últimas dos décadas, reformadores de las prácticas en bienestar social y en medicina se han inclinado por la noción de los seres humanos como sujetos de derechos en contra de las prácticas que presuponen que los seres humanos son sujetos de asistencia. De este complejo y discutido campo de oposiciones, alianzas y disparidades de regímenes de subjetivación provienen acusaciones de falta de humanidad, críticas, reclamos de reformas, programas alternativos y la invención de nuevos regímenes de subjetivación.
Si optamos por llamar resistencia a algunas dimensiones de estos conflictos, esto es en sí una cuestión de perspectiva: requiere que emitamos un juicio. Vana es la queja de que semejante perspectiva no deja un lugar desde donde hacer una crítica ética y evaluar posturas éticas. La historia de todos los intentos de fundamentar la ética sin apelar a algún garante trascendental es suficientemente clara: no puede terminar con los conflictos sobre los regímenes de la persona, sino simplemente ocupar un lugar más dentro del campo de disputa. (Ver MacIntyre, 1981).

Los pliegues del alma
Pero, ¿no es que el tipo de fenómenos que he venido comentando resultan de interés precisamente debido a que nos producen como seres humanos con un determinado tipo de subjetividad? Ciertamente ésta es la opinión de muchos investigadores, de Norbert Elias a las teóricas feministas contemporáneas que se apoyan en el psicoanálisis para fundamentar un relato de los modos en que ciertas prácticas del yo se inscribieron en el cuerpo y en el alma del sujeto definido por el género (por ejemplo: Butler, 1993; Probyn, 1993). Para algunos este camino parece libre de problemas. Elias, por ejemplo, no dudaba que los seres humanos fueran criaturas habitadas por una psicodinámica psicoanalítica y que era ésta la que proveía la base material para la inscripción de la civilidad en el alma del sujeto social (Elias, 1978). Por mi parte, ya he sugerido que semejante opinión resulta paradójica porque requiere que adoptemos una verdad histórica reciente acerca de los seres humanos (concebida en las postrimerías del siglo XIX) como la base universal para investigar la historicidad del ser humano. Para otros, es necesario hacer una elección de este tipo si se quiere evitar representar al ser humano como un mero objeto pasivo, siempre maleable por procesos históricos, y si lo que se busca es tener un relato de la agencia y la resistencia y ubicar además un punto desde donde evaluar un régimen del ser persona respecto de otro (véase un ejemplo de esta argumentación en Fraser, 1989). Ya he expresado mi opinión en el sentido de que no se necesita este tipo de teoría para dar cuenta del conflicto y la contestación y que la base ética aparentemente estable provista por cualquier teoría dada del ser humano resulta ilusoria. No hay otra opción que entrar en un debate que no se puede definir apelando a la naturaleza esencial y universal del ser humano como sujeto de derechos, de libertad, de autonomía o de lo que sea. Cabe preguntarse entonces si es posible escribir una genealogía de la subjetivación sin una metapsicología. Mi opinión es que sí es posible.
Una genealogía de este tipo, sugiero, requiere sólo una noción mínima o débil del material humano sobre el que se escribe la historia (Véase Patton, 1994). No nos interesa la construcción social o histórica de la persona o la narración del nacimiento de la identidad del yo moderno. Nuestro interés recae en cambio en la diversidad de estrategias y tácticas de subjetivación operadas y desplegadas en distintas prácticas, en momentos diferentes y en relación con distintas clasificaciones y diferenciaciones de las personas. El ser humano no es una entidad con una historia sino más bien el blanco de una multiplicidad de tipos de trabajo, pensable más como una latitud o una longitud donde se intersectan distintos vectores a velocidades diferentes. La “interioridad” que tantos se sienten obligados a diagnosticar no es la del sistema psicológico sino la de una superficie discontínua, una especie de plegamiento de la exterioridad.
Esta noción de plegamiento, la tomo un tanto libremente de la obra de Gilles Deleuze (Deleuze, 1988, 1990a, 1992a; ver también Probyn, 1993, págs. 128-34). El concepto de pliegue o de doblez sugiere un modo de poder concebir el comienzo de la existencia de una internalidad en el ser humano sin postular una interioridad previa y sin tener que adoptar una versión particular de la ley de esta interioridad, cuya historia buscamos diagnosticar y poner en cuestión. El pliegue indica una relación sin un interior esencial, donde lo que está “dentro” es simplemente un pliegue del exterior. Estamos familiarizados con la idea de que regiones del cuerpo que comúnmente nos representamos como parte de nuestra interioridad (el tracto digestivo, los pulmones) no son sino invaginaciones de un afuera. Esto no hace que dejemos de investirlos de afectos personales y culturales y de valores en términos de una imagen corporal aparentemente inmutable que es tomada como la norma de nuestra percepción de los contornos y los límites de nuestra corporalidad. Quizás podamos pensar el poder que los modos de subjetivación tienen sobre los seres humanos en función de este plegamiento. Los pliegues incorporan sin totalizar, internalizan sin unificar, reúnen discontínuamente en forma de dobleces que configuran superficies, espacios, flujos y relaciones.
Dentro de una genealogía de la subjetivación, lo que se puede plegar sería cualquier cosa que pueda adquirir autoridad: mandamientos, consejos, técnicas, pequeños hábitos de pensamiento y emoción, una variedad de rutinas y normas para ser humano: los instrumentos a través de los cuales un ser humano se constituye en distintas prácticas y relaciones. Estos plegamientos se estabilizan parcialmente, a tal punto que los seres humanos han llegado a imaginarse como sujetos de una biografía, a utilizar ciertas “artes de la memoria” para dotar de estabilidad a estas biografías, a emplear cierto vocabulario y explicaciones para que les resulten inteligibles. Esto es indicativo de la necesidad de ampliar los límites de la metáfora del pliegue, en tanto las líneas de estos pliegues no atraviesan un dominio colindante con los límites carnales de la epidermis humana. Los seres humanos son puestos en lugar y en acto a través de un régimen de dispositivos, miradas y técnicas que se extienden más allá de los límites de la carne. La memoria de la propia biografía no es una simple capacidad psicológica sino que está organizada por rituales de narración de historias, apoyada en artefactos como los álbumes de fotografías y demás. Los regímenes de la burocracia no son simplemente procedimientos éticos plegados en el alma, sino que ocupan una matriz de oficinas, archivos, máquinas de escribir, hábitos de cálculo del tiempo, repertorios conversacionales, técnicas de notación. Los regímenes de la pasión no son simplemente pliegues afectivos en el alma, sino que se ejercen en ciertos espacios recluidos o valorizados, mediante un equipamiento sensualizado de camas, telas y sedas, rutinas de vestirse y desvestirse, dispositivos estetizados para brindar música y luz, formas de repartir el tiempo y demás (Véase Ranum, 1989). El ser como plegamiento no es asunto de cuerpos sino de ámbitos ensamblados.
Podemos contraponer este tipo de espacialización del ser humano a la narrativización emprendida por sociólogos y filósofos de la modernidad y la posmodernidad. Con ello queremos decir que necesitamos hacer que el ser humano resulte inteligible en términos de ensamblamientos. (Este argumento se encuentra desarrollado en el Capítulo 8). Con ensamblamiento me refiero a la localización e interconexión de rutinas, hábitos y técnicas dentro de dominios de acción y de valor específicos: bibliotecas y estudios, dormitorios y saunas, tribunales y aulas, consultorios y galerías de museos, mercados y secciones en las tiendas. Los cinco tomos de la Historia de la vida Privada compilados bajo la dirección general de Phillipe Ariès y George Duby dan múltiples ejemplos de la forma en que nuevas capacidades humanas, como estilos de escritura o de sexualidad, dependen de ciertas formas de organización espacial del hábitat humano a las que también hacen surgir (Veyne, 1987; Duby, 1988; Chartier, 1989; Perrot, 1990; Prost y Vincent, 1991). Sin embargo, no hay nada privilegiado en lo que se ha dado en llamar “vida privada” respecto de la ubicación espacial de los regímenes de subjetivación, ya que al sujeto moderno se le ha requerido que identifique su subjetividad tanto en la fábrica como en la cocina, en el ámbito militar como en el estudio, en la oficina tanto como en el dormitorio. A la aparente linealidad, unidireccionalidad e irreversibilidad del tiempo podemos contraponer la multiplicidad de lugares, planos y prácticas. En cada uno de estos ensamblamientos, se activan repertorios de conductas que no se encuentran limitadas por la envoltura de la piel humana ni mantenidas en forma estable en el interior del individuo: constituyen más bien redes de tensión que atraviesan un espacio y que les confieren a los seres humanos capacidades y facultades en la medida en que éstos las capturen en ensamblamientos híbridos de conocimientos, instrumentos, vocabularios, sistemas de juicio y dispositivos técnicos. En este sentido, una genealogía de la subjetivación necesita pensar al ser humano como un tipo de “maquinación”, un híbrido de carne, artefacto, conocimiento, pasión y técnica.

Conclusión
Nuestro régimen del yo actual se caracteriza por reflexionar y actuar en la totalidad de dominios, prácticas y ensamblamientos diversos en función de una “personalidad” unificada, una “identidad” a revelar, descubrir o trabajar en cada uno. Esta “maquinación” del yo en términos de identidad debe ser reconocida como un régimen de subjetivación de origen reciente. En los ensayos que siguen, sostengo que las disciplinas psi han tenido un papel central en nuestro régimen de subjetivación contemporáneo y su unificación bajo el signo del yo. Así es que una historia crítica de lo psi tomaría como objeto nuestro régimen contemporáneo del yo y de la identidad, junto con todos los juicios y jueces que lo han poblado. Esta historia describiría el rol que tuvieron las ciencias psicológicas en la genealogía de dicho régimen y las relaciones que éste construye entre lo uno y lo múltiple, lo interno y lo externo, el todo y la parte, en las clasificaciones delineadas en esta obra. Una genealogía de la contribución de la psicología a nuestro régimen del yo se conecta lateralmente con todos los movimientos políticos contemporáneos que han desafiado la categoría de identidad: la identidad de la mujer, la identidad de raza, la identidad de clase. (Véase especialmente Haraway, 1991 y Riley, 1988). Si se dejan de lado las banales celebraciones “posmodernas” de la alegría de la “diferencia”, esos desafíos están motivados en parte por la creencia de que los valores del yo y de la identidad funcionan más como obstáculos que como recursos del pensamiento crítico. La política de la identidad aún cuando no esté asociada a proyectos bárbaros para “limpiar” las diferencias, está minada por fragmentaciones internas en las que los sujetos que se suponen unificados (en tanto mujeres, negros, discapacitados, locos) se rehúsan a reconocerse con el nombre que se les da. En esta fragmentación y en estos rechazos, nos vimos forzados a reconocer que las identidades, nacional, racial, sexual, de género o de clase, típicamente fueron creada históricamente por aquellos que iban a identificarnos con el fin de problematizar, regular, vigilar, reformar, mejorar, desarrollar o aún eliminar a los identificados de ese modo. Cierto es que con frecuencia estas identidades fueron abrazadas por los que fueron identificados por esa vía para después volverlas contra los regímenes que las crearon. Pero declarar “yo soy tal nombre”: mujer, homosexual, proletario, afroamericano (o inclusive hombre, blanco, civilizado, responsable, masculino) no es una representación externa de un estado interno y espiritual sino una respuesta a la historia de esa identificación y sus ambiguos dones y legados.
Es verdad que no podemos analizar el presente en función de los pecados que puedan yacer en su genealogía. Los vocabularios que utilizamos para pensarnos surgen de nuestra historia pero no siempre conservan las marcas de su nacimiento: la historicidad de los conceptos es demasiado contingente, demasiado móvil, oportunista e innovadora para ello. Las estrategias políticas motivadas por los ideales de la identidad sin duda fueron imbuidas tan frecuentemente por los nobles valores del humanismo y su compromiso con la libertad individual como lo fueron por la voluntad de dominar o purificar en nombre de la identidad. Pero con el fin de siglo quizás sea momento de intentar contabilizar los costos y no sólo las bendiciones de nuestros proyectos de identidad. A la hora de contabilizar esos costos, un elemento pequeño pero significativo será identificar las contribuciones que la psicología hizo al régimen de la subjetivación, en tanto discurso que por aproximadamente ciento cincuenta años nos ha dicho (a veces con mandatos brutales, a veces con disquisiciones desapasionadas, otras con murmullos seductores y reconfortantes) la verdad sobre nosotros mismos.

Notas
1.- Para evitar confusiones permítaseme señalar que al término subjetivación no se lo utiliza aquí para implicar dominación por parte de otros ni subordinación a un régimen de poder extraño. Funciona aquí no como un término al servicio de la “crítica” sino como un dispositivo de pensamiento crítico: simplemente para designar procesos de configuración de cierto tipo de sujeto. A lo largo de este capítulo se tornará evidente que mi argumentación se apoya en el análisis de la subjetivación que hace Michel Foucault.
2.- Aquí hago alusión a la frase de Michel Maffesoli: “en el corazón de lo real existe entonces un “irreal” que es irreductible y cuya acción lejos está de ser desdeñable” (Maffesoli, 1991, p.12).
3.- Es importante comprender esta referencia en su forma reflexiva antes que sustantiva. En lo que sigue, la frase designa en todo momento esta relación y no implica ningún “yo” sustantivo como objeto de la relación.
4.- Se trata desde ya de una sobreargumentación. Por otra parte, sería necesario estudiar los modos en que la reflexión filosófica se organizó alrededor de los problemas de la patología (recuérdese el funcionamiento de la imagen de la estatua con las entradas sensoriales escotomizadas en un filósofo sensualista como Condillac) así como los modos en que la filosofía se inspira y se articula con los problemas del gobierno de la conducta (en Condillac, ver Rose, 1985a; en Locke, ver Tully, 1993; en Kant, ver Hunter, 1994).
5.- Recientemente se han esgrimido, en diversos ámbitos, argumentos similares respecto de la necesidad de analizar al “yo” como tecnológico. Ver especialmente la discusión en el libro de aparición reciente de Elspeth Probyn (1993). Justamente, lo que se quiere significar por “tecnológico” a menudo resulta poco claro. Más adelante en el Capítulo 8, sugiero que es necesario que el análisis de las formas tecnológicas del gobierno de la subjetividad se desarrolle en términos de la relación entre las tecnologías del gobierno de la conducta y las técnicas intelectuales, corporales y éticas que estructuran la relación del ser consigo mismo en distintos momentos y lugares.
6.- Por supuesto que esto no significa sugerir que el conocimiento y la pericia no tengan un papel central en los regímenes no liberales de gobierno de la conducta: basta pensar en el rol de doctores y administradores en la organización de los programas de exterminio masivo de la Alemania nazi, o el rol de los trabajadores del partido en las relaciones pastorales de los estados de Europa Oriental antes de su “democratización”, o bien el papel de la pericia planificadora en los regímenes de planificación centralizada como el GOSPLAN en la URSS. Sin embargo, las relaciones entre formas de conocimiento y de práctica consideradas políticas y las que reinvindican el cuño no político de sus objetos fueron, en cada caso, diferentes.
7.- No es éste el lugar para argumentar este punto, así que se me permitirá únicamente aseverar que sólo los racionalistas o los creyentes en dios, imaginan que la “realidad” existe en las formas discursivas disponibles al pensamiento. No es una cuestión que deba ser abordada reavivando los viejos debates sobre la distinción entre el conocimiento del mundo natural y del mundo social, se trata simplemente de aceptar que esto debe ser así a menos que se crea en algún poder trascendental que ha moldeado el pensamiento humano de tal modo que es homólogo a aquello que piensa. Tampoco cabe volver sobre el viejo problema de la epistemología que postula una inefable división entre el pensamiento y su objeto para luego desconcertarse con cómo uno puede “representar” al otro. Más bien se podría decir, quizás, que el pensamiento configura lo real, pero no como una “realización” del pensamiento.

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Publicado en: Nikolas Rose, Inventing our Selves, Cambridge University Press, 1996, Capítulo 1. Traducción: Ángeles López
Fuente: http://www.elseminario.com.ar/biblioteca.htm 

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