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Philip Roth se retira

Philip Roth, centauro de las letras estadounidenses, el penúltimo de una estirpe de novelistas que definió el siglo XX, dice adiós. Se retira de la literatura. El anuncio fue hecho hace más de dos semanas por el propio autor a la revista francesa Les Inrockuptibles. ¿Una boutade de creador? No desde que ayer fuera confirmado el extremo por Lori Glazer, vicepresidenta de la editorial Hougton Mifflin. “Se acabó. Némesis ha sido mi último libro”, declaró Philip Roth en una entrevista que extractó la web estadounidense Salon.

A los 79 años, el autor confiesa que es consciente de que se le acaba el tiempo, por lo que ya solo relee sus novelas favoritas. Lo mismo que hace con sus libros, pero en inverso orden cronológico al que fueron creados. “Quería saber si había perdido el tiempo escribiendo”, explica en la entrevista. “La verdad”, reconoce, “es que creo que he sido exitoso”. El escritor recurre entonces al boxeador Joe Louis y su célebre cita: “hizo su trabajo lo mejor que pudo con lo que tuvo”. “Eso es exactamente lo que diría de mi trabajo”.

“He dedicado mi vida a la novela: he estudiado, he enseñado, he escrito y he leído. He dejado fuera casi todo lo demás. Ya basta. Ya no siento ese fanatismo por escribir que sentía antes”, confiesa el gran novelista. Roth, a quien se le escapa el Nobel cada año, fue galardonado con el premio Príncipe de Asturias de las Letras 2012, pero no pudo recogerlo el mes pasado en Oviedo por estar recuperándose de una intervención quirúrgica.

Irreverente, dedicado a retratar la vida de los judíos estadounidenses —en ocasiones de manera casi autobiográfica—, Roth ha publicado 31 novelas en las que ha escudriñado con maestría el alma humana y le han convertido en el máximo exponente de la herencia de la gran literatura de su país, siguiendo la estela de Fitzgerald, Hemingway o Saul Bellow.

Nacido en Newark (Nueva Jersey) el 19 de marzo de 1933, en el seno de una familia de origen judío emigrada de Ucrania, Roth publicó su primer libro, Adiós, Columbus (1959), poco después de haber cumplido los 26 años, “por ambición, para ver si podía hacerlo y por un deseo de hacerlo tan bien como pudiera”. Desde entonces, y a pesar de que en anteriores ocasiones manifestó su deseo de abandonar la escritura, ha dado títulos tan importantes como Pastoral americana (1997), novela con la que se llevó el premio Pulitzer y que precedería a Me casé con un comunista (2000) y La mancha humana (2001), que conformaron una laureada trilogía sobre la historia reciente de Estados Unidos.

Roth es de los últimos grandes escritores estadounidenses vivos junto a Thomas Pynchon, Don DeLillo y Richard Ford, tras la muerte de John Updike en 2009. Durante este siglo, cada año se ha esperado un libro suyo. Y la calidad del resultado ha sido una montaña rusa que ha terminado en lo más alto con Némesis (2011), donde aborda el problema de la culpa, con una historia desarrollada durante la Segunda Guerra Mundial. Una profusión de libros en una “incansable labor de derrotar al tiempo”, en la descripción del crítico José María Guelbenzu. Excelentes, muy buenas, buenas o regulares, el nivel más bajo de las obras de Roth es más alto que el de una gran mayoría de escritores.

Si a los autores les suele rondar la idea de que siempre hacen variaciones de la misma obra, en Roth algunas de sus últimas novelas giran alrededor de un hombre mayor que ha sido más o menos exitoso profesionalmente, hasta que se derrumba, se deprime o se decepciona de la vida y del mundo, pero que se topa con el amor, la pasión o el deseo sexual por una mujer que emerge como aparente salvadora. Una bifurcación de sensaciones y sentimientos con una presencia fuerte: la muerte.

Profesor universitario que dejó la docencia para dedicarse a la escritura, Roth es padre de criaturas memorables de la historia de la literatura contemporánea, como Nathan Zuckerman y David Kepesh.

Philip Roth ganó el Príncipe de Asturias de las Letras

El escritor norteamericano de origen judío Philip Roth fue galardonado hoy con el 
Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2012, según anunció el jurado en la ciudad de Oviedo, en el norte de España.

Roth, de 79 años, es considerado como uno de los novelistas estadounidenses más influyentes de la segunda mitad del siglo XX y su nombre suena año tras año como candidato al Premio Nobel de Literatura, según informó DPA.

Entre las novelas más conocidas de Roth figuran "El mal de Portnoy" (1969) y la "Trilogía americana", integrada por "Pastoral americana" (1997), ganadora del premio Pulitzer, "Me casé con un comunista" (1998) y "La mancha humana" (2000).

El Premio Príncipe Asturias de las Letras está dotado con 50.000 euros (62.500 dólares) y una escultura creada por el pintor y escultor español Joan Miró (1893-1983).

La ceremonia de entrega tendrá lugar en octubre en la ciudad asturiana.
Bibliografía de un gran novelista
Némesis (2011)
La humillación (2010)
El juicio de la historia: Escritos 1920-1939 (2009)
Engaño (2009)
Indignación (2009)
Lecturas de mí mismo (2008)
Nuestra pandilla (2008)
Los hechos (2008)
Sale el espectro (2007)
El profesor del deseo (2007)
Deudas y dolores (2007)
Elegía (2006)
La conjura contra América (2005)
Patrimonio. Una historia verdadera (2003)
El oficio: Un escritor, sus colegas y sus obras (2003)
El animal moribundo (2002)
La mancha humana (2000)
Me casé con un comunista (1998)
Pastoral americana (1997)
El teatro de Sabbath (1997)
Operación Shylock (1996)
Decepción (1990)
La contravida (1987)
La lección de anatomía (1983)
Zuckerman (1981)
Zuckerman encadenado (1981)
El escritor fantasma (1979)
Mi vida como hombre (1975)
La gran novela americana (1974)
El pecho (1972)
El lamento de Portnoy (1969)
Cuando ella era buena (1967)
Huida (1962)
Goodbye, Columbus (1960

El País, España, 09/11/12
 


ENTREVISTA A PHILIP ROTH


Philip Roth sacudió al mundo literario estadounidense con "La conjura contra América", un relato familiar de historia-ficción donde el famoso aviador filonazi Charles Lindbergh accede a la presidencia de EE.UU. y firma un pacto de no agresión con Hitler. El eterno candidato al Premio Nobel cuenta aquí la trastienda de esta novela, admite su fobia al éxito y comparte su trayectoria personal y literaria.

AL ALVAREZ.

Philip Roth obtuvo los premios más importantes que puede ganar un escritor estadounidense, algunos de ellos más de una vez, y hasta estuvo en la Casa Blanca, donde el ex presidente Bill Clinton le entregó la Medalla Nacional de las Artes. Sin embargo, el honor que más parece haberlo complacido es la próxima publicación de sus obras en la Library of America. Eso lo convierte oficialmente en un clásico estadounidense, junto con Herman Melville, Nathaniel Hawthorne, Henry James, F. Scott Fitzgerald y William Faulkner, y hasta ahora sólo otros dos escritores -Saul Bellow y Eudora Welty- habían sido inmortalizados de esa forma en vida. En los últimos diez años, y a una edad a la que la mayor parte de los escritores empieza a perder interés, Roth produjo una serie de libros más elaborados y poderosos que todos los que había escrito antes.

"No pierde energías, ni siquiera a esta altura -dice Aaron Ascher, viejo amigo y editor de Roth-. Es un escritor de setenta y tantos años que sigue trabajando y mejorando. Tiene problemas de espalda que le provocan mucho dolor, pero no deja de trabajar. Nunca se detiene, ni siquiera en los peores momentos".

Roth ya tiene arrugas en el rostro, la boca tensa y el pelo gris, pero sigue pareciendo un atleta: alto y delgado, hombros anchos, cabeza chica. Hasta hace poco, cuando una operación en la espalda y la artritis en el hombro lo obligaron a hacer reposo, hacía ejercicio y nadaba con regularidad, aunque siempre, por lo que parece, con el mismo propósito: no por el placer animal del ejercicio físico, sino para mantenerse en forma para las largas horas que dedica a la escritura. Trabaja de pie, se pasea mientras piensa y dice que camina casi un kilómetro por cada página que escribe. Incluso ahora que empiezan a debilitársele las articulaciones, sigue exhalando energía, pero la fuente de todo es su intelecto, que se revela en argumentación, gestos, bromas sobre cualquier tema que surja en la conversación. Tiene una gran capacidad de concentración, y nada escapa a sus penetrantes ojos negros que observan bajo un par de cejas espesas.

Siempre creyó en la separación entre arte y vida. Protege celosamente su vida privada y prefiere no trabajar en el lugar en que vive. En Connecticut, su estudio está rodeado de árboles, alejado de la casa. Hace treinta años, cuando pasaba la mitad del año en Londres, vivía en Fulham y trabajaba en un pequeño departamento en Kensington. En Nueva York, tenía dos departamentos en el Upper West Side, uno para vivir y otro para trabajar. Cuando se mudó a Connecticut, conservó el estudio de Nueva York, y es ahí donde nos encontramos para esta entrevista.

Está en un piso doce, y es un único gran ambiente con una zona de cocina, un pequeño baño y un ventanal de pared a pared con vista al panorama gótico del sur de Manhattan y al Empire State Building coronado de nubes. El atril en el que trabaja está colocado de forma perpendicular a la ventana, tal vez para evitar distracciones. Contra la pared hay una cama cubierta por un acolchado blanco. En el centro del ambiente hay un sillón con una lámpara de pie a un lado. Todo el mobiliario es de cuero, acero y vidrio, moderno y discreto. Es un lugar estrictamente de trabajo, despojado y puro, una celda monacal con una gran vista.

Eso parece irle muy bien a Roth. Una vez le pregunté qué le gustaría ser si pudiera vivir otra vez. "Sacerdote -dijo-, para deslizarme vestido con una sotana y escuchar confesiones". Tal vez se hubiera sentido raro con la sotana -se viste con sobriedad, de manera neutra, como si no quisiera llamar la atención-, y el celibato no es su estilo, pero en otros sentidos su vida es tan austera, autosuficiente y laboriosa como la de cualquier sacerdote: trabaja muchas horas, come de manera frugal, casi no bebe y se acuesta temprano.

La rutina monacal se contradice con lo que alguna vez llamó la "fama de pene enloquecido" que le valió El lamento de Portnoy, su gran panegírico de la comedia del sexo. Cuando se publicó, en 1969, parecía un epítome del espíritu anárquico de la década. Tal vez lo era, pero el propio autor era un producto de los años 50, la última generación de chicos amables, educados de forma estricta, que creían en la cultura elevada y los altos principios y vivieron bajo la sombra nuclear de la Guerra Fría hasta que las pastillas anticonceptivas y las drogas psicodélicas hicieron estallar su mundo. Portnoy causó indignación cuando se publicó, pero la verdadera furia era la de Roth, que estaba indignado porque no podía evitar ser un chico bueno por más que anhelaba ser malo.


La familia novelada

Al igual que la mayor parte de las familias judías, la de Roth era afectuosa y tempestuosa. Su padre, Herman, era un entusiasta partidario del New Deal, un hombre enérgico y apasionado que trabajaba para la Compañía de Seguros de Vida Metropolitan y había llegado a gerente de distrito, el puesto más alto al que podía aspirar un judío antes de que el Congreso aprobara la Ley de Empleo Justo después de la Segunda Guerra Mundial. El y su esposa, Beth, eran hijos de inmigrantes de Europa oriental y vivían en el sector de mayoría judía de Newark. En aquellos días, Newark era la capital comercial de Nueva Jersey, una próspera ciudad industrial. "Crecí en un barrio judío -cuenta- y nunca vi un kipah, ni barba, ni patillas, nunca, nunca, nunca, porque mi misión era vivir aquí, no ahí. No había ahí. Si le preguntaba a mi abuela de dónde era, contestaba: ''No te preocupes. Ya me olvidé''. Para los judíos, esto era Sión". Los colegios del barrio eran buenos, y Roth era un excelente alumno. Egresó con honores de Bucknell, un idílico college de Lewisberg, Pensilvania, obtuvo su maestría en la Universidad de Chicago, pasó por el ejército, del que lo dieron de baja por una lesión de columna, volvió a Chicago a hacer un doctorado y a enseñar inglés, pero lo abandonó después de un semestre. Ascher oyó hablar de él por primera vez cuando su hermana, que estudiaba en Chicago, le escribió contándole que le había subalquilado un departamento a "un tipo llamado Philip Roth, que dice que es escritor".

Pasó mucho tiempo, sin embargo, hasta que Roth empezó a escribir sobre el mundo en el que había crecido. Ninguno de sus padres -devotos y sensatos- parece haber tenido mucho en común con las cómicas pesadillas que atormentaban a Portnoy, y sólo empezaron a tener mayor presencia en la obra de su hijo una vez muertos. Su nueva novela, La conjura contra América, es, en cierto sentido, su homenaje a ellos. Cuando trabajaba en este libro, Roth le dijo a su amigo el novelista David Plante, que estaba "escribiendo sobre la mejor época de sus padres, la época de mayor plenitud". Si bien el libro resultó ser también sobre muchas otras cosas, el retrato, según Ascher, es vívido y exacto: "Herman aparece tal como era: un hombre maravilloso pero ingenuo, al que sus hijos le despertaban afecto y perplejidad. En este nuevo libro, Philip lo pone en situaciones terribles y él reacciona tal como lo habría hecho en la vida real".

La idea para esa situación terrible se le ocurrió a Roth al leer en la autobiografía de Arthur Schlesinger que el Partido Republicano había pensado nominar al famoso aviador Charles Lindbergh, que era antisemita y amigo de Hitler, como candidato a la presidencia contra F. D. Roosevelt en 1940: "Escribí al margen: ''¿Y si lo hubieran hecho?'' Luego empecé a pensar en otros ''y si'', como ''¿Y si Hitler no hubiera perdido?'' Todo eso pasaba cuando yo era chico -nací en 1933- pero me resulta muy vívido porque el mundo entraba a mi casa a través de la radio y de las reacciones de mi padre. Empezó a tener sentido como novela. Una de las razones por las que nunca podía escribir sobre cómo era nuestra vida familiar era que mis padres eran gente buena, trabajadora, responsable, y eso es aburrido para un novelista. Lo que descubrí de pronto fue que si uno ponía a esa gente decente en situaciones de presión, entonces tenía una gran historia".


La voz del pequeño Roth

Ejercer presión sobre la gente, los hechos y su propia experiencia, es una de las muchas soluciones que se le ocurrieron a Roth para el problema al que dedicó su vida: cómo transformar la vida en arte. "Tengo que tener algo que hacer que me absorba por completo -explica-. Sin eso, la vida me resulta un infierno. No puedo estar ocioso y lo único que sé hacer es escribir. Si tuviera alguna enfermedad que me impidiera escribir, me volvería loco. No tengo otros intereses. Lo que me interesa es la solución de los problemas que se presentan al escribir un libro. Eso es lo que evita que mi cerebro quede girando en falso como la rueda de un auto en la nieve. Algunos hacen crucigramas para satisfacer su necesidad de mantener la mente ocupada. Yo, en cambio, siento una imperiosa necesidad de solucionar el trabajo. El clisé es que el escritor soluciona el problema de su vida en sus libros. No es así. Lo que hace es tomar de la vida algo que le interesa y luego solucionar el problema del libro, que es: ¿cómo se escribe sobre esto? El compromiso es con el problema que plantea el libro, no con los problemas que se toman de la vida. Esos no se solucionan; quedan olvidados en el gigantesco problema de encontrar la manera de escribir sobre ellos".

Sus soluciones al problema adoptaron muchas formas, así como una larga serie de narradores. Decepción, por ejemplo, está escrita por completo en diálogo, como una obra teatral. Operación Shylock es un juego en el que hay que descubrir a Roth, ya que hay un falso Philip que finge ser el verdadero hasta que ninguno de los dos está seguro de quién es quién. El problema técnico de La conjura contra América era menos engañoso, pero igualmente difícil de solucionar: si bien es un libro de Roth, el Roth que narra tiene siete años: "Antes de eso contaba con cerebros brillantes que narraban la historia, y ahora tenía que hacerlo a través de un chico. Nunca escribí ''Lo que sabía Maisie'', y esto era algo así como ''Lo que sabía el pequeño Philip''. ¿Cómo hacerlo sin ponerme un chaleco de fuerza? La respuesta resultó ser muy simple: si se tiene a un chico en el centro del libro, se tiene un problema, pero éste desaparece cuando se trata de un chico entre chicos. Una vez que descubrí eso, se acabó el problema. Tenía el punto de vista de un chico, pero ya no era un chico el que contaba el libro, sino que lo contaba un adulto que recordaba cómo era su familia cuando él era chico".

A Roth nunca le interesaron mucho la experimentación y las teorías estéticas, y cuando habla de solucionar una historia, lo hace como un artesano, con una conciencia práctica de los materiales que utiliza y las técnicas necesarias para hacer el trabajo. En El escritor fantasma, el escritor que envejece, El Lonoff, le dice a Nathan Zuckerman, de veintitrés años, que "tiene la voz más irresistible que encontré en años. No me refiero a estilo (...) sino a voz; algo que empieza en la parte posterior de las rodillas y llega hasta más arriba de la cabeza". La voz es, en ese sentido, el vehículo por el que un escritor manifiesta su fuerza, y Roth es todo voz. El estilo, en el sentido formal, florido, le resulta aburrido. Tiene, escribió una vez, una gran "resistencia a la metáfora melancólica y a la analogía poetizada". Su prosa es inmaculada pero curiosamente simple y nada ostentosa, tan natural como la respiración. Cuando se lo lee, es siempre la historia lo que está ante nosotros, nunca el estilo.

Su voz suena tan espontánea, que el lector desprevenido puede suponer que está leyendo una confesión en lugar de un trabajo de ficción. Y eso, para Roth, es un insulto al trabajo que dedica a su obra. También lo relaciona con el culto a la fama, y eso es algo contra lo que luchó durante toda su carrera.

"Uno sueña con la diosa Fama -escribió Peter de Vries-, y termina con la puta Publicidad". Roth se enredó primero con la puta cuando Adiós, Colón llevó a los rabinos a condenarlo por ser "un judío que se auto odia" y él contestó escribiendo Huida, la más convencional de sus novelas, como si quisiera demostrar que era tan serio y meritorio como se esperaba que fueran los escritores en la década del 50. Ser un buen chico, sin embargo, no se condecía con su inventiva cómica surrealista ni con los problemas que tenía en un difícil primer matrimonio con Margaret Williams. Cuando por fin fusionó comedia y furia y produjo El lamento de Portnoy, el escritor serio volvió a encontrarse cara a cara con la puta Publicidad, que esta vez no lo soltaría.


La pesadilla del éxito

"En 1969 escribí Portnoy. No sólo lo escribí -eso fue fácil-, sino que también me convertí en el autor de El lamento de Portnoy, y lo que enfrenté en público fue la trivialización de todo". En lugar de leérselo como alguien que llevaba a cabo juegos brillantes con la realidad en la tradición de Kafka y Gogol, Roth provocó escándalo e indignación y conquistó fama de best-séller en su peor versión. Según Ascher, "los ataques fueron terribles, sobre todo por parte de los judíos. Tuvo que hacer frente a la pesadilla de un gran éxito. Eso lo indignaba y lo ponía a la defensiva, de modo que se cerró. Pero el problema del gran éxito lo hizo mejorar como escritor. Sin eso, habría sido diferente".

La reacción inmediata de Roth fue negarse a toda aparición en público y retirarse a Yaddo, la casa del escritor en el norte del estado de Nueva York. Esconderse fue fácil, pero disfrazar su característica voz fue un problema más complicado. Su solución fue convertirse en ventrílocuo: narradores con una vida cotidiana parecida a la suya, pero que la veían de otra forma y la transformaban en otra cosa: un Nathan Zuckerman desengañado y recio que detecta todas las debilidades y no perdona ninguna; el estudioso David Kepesh, un profesor al que le suceden cosas extrañas cuando se suelta, pero al que la literatura le gusta tanto como las mujeres; un personaje llamado Philip Roth, cuya relación con el autor es una fuente de misterio para ambos. Roth me dijo, a propósito del presidente Bush, que el cristianismo renacido es la versión del hombre ignorante de la vida intelectual. De igual manera, leer ficción como si se tratara de confesiones es la estética del hombre ignorante, y Roth se burla de eso de muchas formas. En Contravida, el panegirista lo dice de manera pomposa pero clara en el entierro de Zuckerman: "Lo que la gente envidia en el novelista (...) es su capacidad de autotransformación teatral, la forma en que puede diluir y hacer ambigua su relación con una vida real por medio del talento. El exhibicionismo del artista superior se relaciona con su imaginación; la ficción es para él al mismo tiempo una hipótesis divertida y una suposición seria, una forma imaginativa de investigar; todo lo que el exhibicionismo no es. Contra lo que suele creerse, es la distancia entre la vida del escritor y su novela lo que constituye el aspecto más curioso de su imaginación".


La lente de la historia

Mientras sentía que aún tenía tiempo, Roth escribió una extraordinaria serie de novelas acerca de cómo era vivir en los Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX. Comenzó a ver a su país con otra mirada, a través de la lente de la historia.

En los años 50, cuando Roth estaba empezando y la literatura se consideraba la más noble de las vocaciones, los mejores escritores respondían de forma muy introspectiva a todo lo que pasaba en el exterior. Todo eso cambió, piensa Roth, cuando Kennedy fue asesinado en 1963: "Fue un acontecimiento tan sorprendente, que nuestros receptores históricos se activaron. Lo que pasó en los últimos cuarenta años -la guerra de Vietnam, la revolución social de los años 60, el retroceso republicano de los 80 y los 90- fue tan determinante, que los hombres y mujeres inteligentes y con sensibilidad literaria sienten que lo más importante de su vida es lo que nos pasó de forma colectiva: las nuevas libertades, el desafío a las viejas convenciones, la prosperidad. Sobre eso escribí en Pastoral americana, Me casé con un comunista y La mancha humana, una trilogía donde la gente se prepara para vivir de determinada forma y espera que esa vida tenga determinadas dificultades. Luego los ciega el presente, y la historia los alcanza de formas para las que no están preparados. ''La historia es algo muy repentino''; así es como lo describo. Me refiero al centro del fuego histórico y a cómo el humo de ese fuego llega a nuestras casas".

La vejez y sus humillaciones, dice, son igualmente impredecibles. "¿Quién iba a saber cómo sería envejecer? -explica-. Debemos tener una pantalla biológica en relación con la vejez. Uno no la entiende hasta que llega a eso. Así como los animales no entienden la muerte, el animal humano no entiende la vejez. Cuando escribí ese libro sobre mi padre en la vejez, Patrimonio, pensaba que sabía de qué hablaba, pero no era así. En este nuevo libro volví a presentar a mis padres, pero esta vez en su momento más pleno. En nuestra casa había una energía extraordinaria".

También fue la atmósfera en que el talento de Roth empezó a florecer. En su adolescencia, cuando su hermano mayor, Sandy, estudiaba arte en Brooklyn, la mayor parte de los fines de semana él y sus amigos se reunían en la casa de Newark de Roth: "A mi madre le encantaba. Eran ocho o diez chicos, todos muy distintos, pero tenían en común un gran sentido del humor. Sigo viendo a algunos de ellos, y recuerdan cómo se reían en nuestra casa; se reían, comían y se reían. Fue una época increíble, una verdadera explosión de camaradería. Lo nuestro era la comedia de tener entre quince y veinte años: muchas ganas, poca actividad. Creo que eso fue lo que incubó todo".

Y tal vez lo siga siendo, de manera fantasmal. "Roth suele visitar la tumba de sus padres en Nueva Jersey -informa Plante-. Se sienta ante la tumba y llora. Luego empieza a hablarles, y ellos contestan. Después empieza a bromear con ellos. Tienen una conversación divertida y él se va sintiéndose mejor".

(c) The Guardian y Clarín, noviembre 2005, traducción Joaquín Ibarburu
 




Candidato al Premio Nobel de Literatura, ganador del Pulitzer y del National Book Award, el autor de El Teatro de Sabbath entrega un nuevo eslabón de su saga sobre la memoria y la moral norteamericanas. Así como antes abordó la Caza de Brujas, la Guerra de Vietnam y los conflictos raciales, ahora Roth -de origen judío- se pregunta: ¿Qué habría pasado si Charles Lindbergh, héroe de la aviación de Estados Unidos y simpatizante nazi, hubiera llegado a la Presidencia en 1940? La respuesta es una de las novelas más aplaudidas de este auténtico clásico contemporáneo.

Philip Roth suele inventarse a sí mismo una y otra vez. En cada una de sus novelas el escritor estadounidense juega a ser otro. Escribe autobiografías distintas, mundos que acaso no conoce, historias que no ha vivido y miedos que no ha enfrentado. Y en su último libro ello es más evidente que nunca. "En La Conjura contra América, me llevo a toda mi familia. Me pregunto: ¿Qué pasaría si...?, y busco una respuesta comprensible".

¿Qué habría pasado si Charles Lindbergh, héroe de la aviación norteamericana, hubiera llegado a Presidente? Esa es la pregunta que se hace Roth en su última novela. Y no es una interrogante descabellada: en 1940, la Convención Nacional Republicana consideró la posibilidad de candidatear a la Casa Blanca al aviador, célebre por haber sido el primero en cruzar el Atlántico.

Apuesto y glamoroso, Lindbergh no sólo era un héroe; también parecía una estrella pop. Pero había un detalle complicado: era antisemita, simpatizaba con Hitler y había recibido con gusto una medalla al mérito de Hermann Goering, mariscal del Tercer Reich y el hombre que planeó el exterminio judío.

Naturalmente, Lindbergh no fue el candidato, pero en La Conjura contra América Roth lo lleva a la Casa Blanca y juega con la historia universal.

El terror y la sonrisa

Nacido en Newark (1933), en la última década Philip Roth se ha transformado en una suerte de gran cronista -crítico, agudo y divertido- de la sociedad norteamericana. Con su trilogía La América Perdida -integrada por Pastoral Americana, Me Casé con un Comunista y La Mancha Humana- este descendiente de judíos que satiriza a los judíos ha compuesto una saga provocativa y a menudo corrosiva sobre algunos de los hechos más sensibles de la memoria y la moral estadounidenses: Vietnam, los conflictos raciales, la Caza de Brujas y el escándalo Lewinsky.

Candidato permanente al Nobel (de hecho, "suena" para el que se entrega la próxima semana), ganador del Pulitzer y el National Book Award, Roth -dice el crítico Harold Bloom- "puede ser el artista más fino entre los escritores norteamericanos desde William Faulkner y Henry James". Y es probable que no exagere.

Si antes viajó al pasado colectivo, Roth vuelve ahora a su infancia. Mezcla de este modo sus recuerdos con la ficción: imagina que en las elecciones de 1940 Franklin Delano Roosevelt es derrotado por Lindbergh.

El laboratorio de ficciones está operando: ¿Qué habría pasado conLindbergh en la Casa Blanca? EE.UU. no habría intervenido en la II Guerra, supone Roth. Y Lindbergh habría perseguido a los judíos.

En la novela el flamante Presidente firma tratados de no agresión con Alemania y Japón, desarrolla una política de restricción de las libertades individuales y pone en práctica un plan para desarticular las comunidades judías.

El narrador de la historia es un niño llamado Philip Roth, que vive con sus padres y su hermano en Newark y es el testigo de este paulatino desastre. Un desastre que llega a la intimidad de la familia: Hermann, el padre, pierde su trabajo y su hermano Sandy cae en la red de Lindbergh.

Todo se complica aún más cuando el Presidente desaparece: los judíos son los sospechosos más evidentes y los antisemitas se sienten con vía libre para desatar su odio.

En toda su obra, Roth ha escapado a la victimización de los judíos. Y aquí, aunque toca por primera vez el tema, busca una solución diferente. "Tenía que dar con la justa medida. No quería campos de concentración. Quería idear una versión estadounidense, una versión en la que también hubiera lugar para la sonrisa. Y quería que al principio no estuviese nada claro si las acciones del gobierno de Lindbergh formaban parte de una persecución planificada de los judíos o no", dice. "Quería describir la inseguridad que experimenta un judío en semejante situación. Estoy seguro de que no existe un solo judío inteligente en todo el mundo que no se haya visto inmerso en una situación como ésta alguna vez y no haya pensado: eso esconde una actitud antisemita, para luego llegar a una conclusión distinta: No, no y no, ha sido una reacción exagerada de mi parte, no debería ser tan susceptible".

Clásico

La Conjura contra América recibió el espaldarazo de la crítica y fue considerado uno de los mejores libros publicados en 2004 en Estados Unidos. Pero hubo quienes vieron en esta novela un paralelo con la administración Bush y la restricción de libertades post 11-S. Una lectura que a Roth no le agrada, porque "corre el riesgo de dejar en segundo plano el tema principal del libro: una familia judía que vive en un país, Estados Unidos, que pierde progresivamente sus valores más auténticos y está devastado por un crescendo de acontecimientos trágicos".

De cualquier modo, lo claro es que Philip Roth, a los 72 años, ha entregado una de sus obras más notables y se eleva como un clásico en vida. Así lo consideró, al menos, la Library of America, la colección más exclusiva de Estados Unidos, integrada por autores de la categoría de Melville. Mayor honor si se considera que sólo dos escritores fueron admitidos mientras vivían: Eudora Welty y Saul Bellow. Pero él se lo toma con distancia, como en su propia obra: "El placer inicial es maravilloso. Pero al cabo de un rato, es otra edición de un libro".

www.quepasa.cl, fecha edición: 09-10-2005, Stgo. Domingo 30 de octubre de 2005.
 




"Tenemos que estar agradecidos por cada momento en que la historia le deja a uno en paz"

Se ha hecho esperar, pero la próxima semana aparece al fin en España La conjura contra América, la novela con la que hace un año Philip Roth sacudió los cimientos del mundo literario norteamericano. El eterno candidato al premio Nobel se lanza con un relato familiar de historia-ficción sobre qué hubiese ocurrido si en 1942, en plena II Guerra Mundial, Roosevelt hubiese sido derrotado en las urnas por Charles Lindbergh, héroe de la aviación filonazi y aislacionista que firma un pacto de no agresión con Hitler. El Cultural ha conversado con el escritor sobre el libro, al tiempo que adelantamos dos fragmentos de la novela, que publica Mondadori la próxima semana.

–¿En qué consiste ser judío?

–No pienso responder a esa pregunta.

–¿Porque no tiene respuesta?

–No, existe una respuesta. Pero habría que escribir un libro. Cosa que ya ha hecho mucha gente. Lea 20 ó 25 libros y trate de componer una respuesta. Eso que llamamos "judío" no existe en absoluto.

La actitud despectiva de Israel

–Entonces ¿de qué estamos hablando cuando hablamos de judíos?

–Hablamos de innumerables tipos de judíos. Estos tipos están muy influenciados por los países donde viven. Por ejemplo, a los israelíes les resulta dificilísimo entender la clase de vida que llevan los judíos en Estados Unidos. La ideología israelí se diferencia tanto de la de los judíos estadounidenses que hasta los israelíes carentes de ideología son incapaces de imaginarse viviendo aquí. Incluso gente como Amos Oz o Jehoshua tienen una actitud despectiva hacia los judíos estadounidenses. Es algo absolutamente disparatado.

–¿Cuáles son los rasgos distintivos de la vida judía en Estados Unidos?

–Su variedad. El que a la mayoría de los judíos estadounidenses les importa un comino el hecho de ser judíos. Eso fastidia lo indecible a los israelíes. ¡Y el éxito! Lo que han conseguido los judíos en EE.UU. y cómo lo han hecho constituye uno de los logros más grandes de la historia del pueblo judío desde tiempos de los romanos. Llegaron aquí a decenas de miles, la mayoría entre 1890 y 1910, sin dinero, sin un idioma con el que hacerse entender y fueron capaces de lograr este éxito colosal. Y no me estoy refiriendo a la riqueza. Fue un éxito colosal el que los judíos encontraran un lugar donde vivir felices. Y es un éxito que aún perdura.

–En La conjura contra América describe una versión alternativa del curso de la historia, Franklin D. Roosevelt no sale reelegido en 1940 y el nuevo presidente es Charles Lindbergh, un antisemita declarado que firma un tratado de paz con Hitler. ¿En el verdadero Estados Unidos no hubo nunca el menor rastro de ese antisemitismo latente y finalmente manifiesto que usted describe con tanta precisión en su libro?

–Por supuesto que había antisemitismo en Estados Unidos. Los años 30 fueron una mala época para los judíos en cualquier lugar del mundo. Sin embargo, en Estados Unidos no llegó a repetirse lo que sucedió en Europa. Ése es el asunto que más me interesaba mientras escribía esta novela: el hecho de que aquí no hubiera ocurrido una catástrofe. La racha de suerte con que la historia obsequió a los judíos en este país. Y ahora ha dado comienzo la segunda oleada de suerte: Estados Unidos ha abierto sus puertas a los hispanos y a los asiáticos, y los judíos han dejado de ser considerados una minoría. La mayoría de los estadounidenses menores de 40 años no son capaces de identificar como tal un nombre judío. Los judíos somos ahora uno de tantos.
¿Puede imaginarse la dicha que eso representa? A lo mejor el futuro depara una tragedia al pueblo judío en este país, pero tengo serias dudas. A los judíos les gusta Estados Unidos y la democracia estadounidense, y a la democracia estadounidense le gustan los judíos.

-¿Cree que el nacionalsocialismo fue un fenómeno alemán y, entre otras cosas, ése es el motivo por lo que no pudo arraigar en Estados Unidos?

-Si está dispuesto a pasar las tres próximas horas, qué digo horas, los tres próximos días debatiendo, entonces podemos abordar el tema de por qué no se produjo aquí una catástrofe similar a la europea. Pero permítame simplificar un poco la cuestión: si el nacionalsocialismo no llegó a cuajar en Estados Unidos, con todas las consecuencias que eso habría acarreado para los judíos, fue porque en 1932 salió elegido presidente el demócrata Roosevelt y no el republicano Herbert Hoover. Si los republicanos hubiesen ganado las elecciones de 1932 no habrían hecho nada para atajar la crisis económica y ésta habría empeorado aún más. Se habría producido una sublevación y el ejército la habría reprimido rápidamente con derramamiento de sangre. Y es posible que eso hubiera abierto las puertas a la imposición de la ley marcial y a la implantación de un régimen totalitario. Lo que no sé es si ése habría sido o no un régimen antisemita. Desde luego, Hoover no era un fascista. Pero creo que los sectores antisemitas de la población se habrían unido a la dictadura y quizá hubieran obtenido alguna recompensa a cambio. Pero esto es mucho especular y para eso ya está mi novela.

Contra el victimismo judío

–En La conjura contra América, los judíos son víctimas de la represión bajo el gobierno de Lindbergh. Sin embargo, los protagonistas judíos de sus primeras novelas intentaban escapar a la desesperada al destino judío de convertirse en víctimas. ¿Qué ha sentido como escritor al probar esta nueva variante?

–Al principio me resistía a escribir este libro precisamente porque no quería que todo girara en torno a una atormentada familia judía. La condición de víctima de los judíos nunca ha sido un elemento integrante de mi escritura, jamás se ha convertido en una obsesión personal. Así que me dije: "¿Qué demonios estás haciendo? Si eso es lo último sobre lo que te gustaría escri-
bir". Pero al final transigí. Pensé: "Limítate a hacerlo y a ver qué pasa". A partir de ese momento concentré todos mis esfuerzos en presentar todo de la manera más realista posible. Estaba claro que ése era uno de mis objetivos al escribir esta novela, ser tan fiel a la verdad como fuera posible. A excepción, naturalmente, de la ficción central de convertir a Lindbergh en presidente. El Newark que describo es el Newark en el que me he criado. La familia que retrato es mi familia inmersa en una situación ficticia.

–En principio, las trabas que han de afrontar sus protagonistas a lo largo de la novela parecen mucho más inofensivas que la persecución de los judíos en Alemania.

–Tenía que dar con la justa medida. No quería campos de concentración. Quería idear una versión estadounidense, una versión en la que también hubiera lugar para la sonrisa. Y quería que al principio no estuviese nada claro si las acciones del gobierno de Lindbergh formaban parte de una persecución planificada de los judíos o no. Sandy, el hermano de Philip, es enviado a Kentucky a pasar las vacaciones con una familia de granjeros cristianos en el marco de un programa de actividades del Gobierno. Regresa sano y salvo, se ha divertido mucho, ha comido cerdo y le han tratado bien: ¿qué hay de antisemita en ello? El padre insiste, pero Sandy le tacha de paranoico. Quería describir la inseguridad que experimenta un judío en semejante situación. Estoy seguro de que no existe un solo judío inteligente en todo el mundo que no se haya visto inmerso en una situación como ésta alguna vez y no haya pensado: "Eso esconde una actitud antisemita", para luego llegar a una conclusión distinta: "No, no y no, ha sido una reacción exagerada por mi parte, no debería ser tan susceptible".

Lindbergh el aislacionista

–¿Por qué Lindbergh no dejó de ser un héroe para los estadounidenses a pesar de su antisemitismo?

–Los únicos que se escandalizaron por el antisemitismo de Lindbergh fueron los propios judíos. Por eso todavía se le considera un héroe en este país. Pero no he pretendido cambiar esta actitud con mi libro. Mi libro es pura especulación. Además, bajo el Gobierno de mi presidente Lindbergh tampoco hay fascismo. Su Estados Unidos es una democracia de derechas que firma un tratado de paz con Alemania para mantener al país al margen de la guerra que se está librando en Europa. Me he cuidado mucho de convertir a Lindbergh en un fascista. Se trata de un político de derechas, un aislacionista que ha sido elegido presidente por el pueblo estadounidense.

–¿Por qué hace desaparecer a Lindbergh al final de la novela?

–Porque me gustaban las posibilidades narrativas que surgían en cuanto Lindbergh se perdía junto con su avión: su desaparición da pie a que la gente haga conjeturas delirantes. Yo he vivido el asesinato de Kennedy y sé lo que ocurre tras la muerte repentina de un personaje importante. Es un momento en el que todo es posible. Un momento en el que un país es capaz de seguir los derroteros más dispares. En mi novela se responsabiliza a los judíos de la desaparición de Lindbergh. Burton K. Wheeler se convierte en presidente e implanta la ley marcial y los antisemitas se sienten libres para hacer lo que siempre les ha gustado hacer. Surge una teoría sobre una supuesta conspiración que acaba teniendo consecuencias fatales. Por si todavía no lo sabíamos, el 11-S dejó bien claro que nada más producirse grandes acontecimientos trágicos empiezan a circular miles de teorías sobre conspiraciones.

–Siempre ha ideado historias de ficción, pero en este libro escribe por vez primera historia ficticia. ¿Qué le ha parecido la experiencia?

–Francamente buena. ¿A usted no le gustaría jugar con la historia universal? Desgraciadamente, la mayoría de los críticos literarios estadounidenses han malinterpretado el libro desde casi todos los puntos de vista. Entre otras cosas, han dado por supuesto que yo quería denunciar algo o a alguien: a Lindbergh, a Wheeler, a Estados Unidos, qué se yo. Por supuesto, eso no es más que una completa bobada. Aunque en realidad no es de extrañar que se digan semejantes necedades dado el nivel que tiene la crítica literaria en este país. Eso demuestra una vez más lo bien que leen los críticos los textos que reseñan. Los peores son los de "The New York Times". Y seguro que no me cree si le digo que son así hasta donde me alcanza la memoria. Pero ésa es otra historia.

Un caos inmenso

–Cuando leemos libros de historia, ésta aparece como algo muy ordenado, como una sucesión exacta de causas y efectos. Pero el presente es un caos inmenso. ¿Le molesta a usted este caos?

–¿Quiere decir que si yo también tengo miedo? Sí. Por supuesto, no experimentamos el presente como historia. Lo experimentamos como aquello que ocurre en el momento. El momento próximo es totalmente imprevisible. Traté de este mismo hecho en La mancha humana. En La conjura... lo vuelvo a hacer: la historia entra precipitadamente en la habitación de uno como un caballo desbocado. Pero se lo repito: uno no trata de arreglárselas con la historia sino con el caballo en la habitación. Uno está completamente desamparado. La familia Roth de mi novela lleva ese desamparo hasta la desesperación. Nos puede pasar lo mismo a cada uno de nosotros. En el fondo tenemos que estar agradecidos por cada momento en el que la historia le deja a uno en paz.

–¿En qué medida la escritura representa para usted un medio no sólo para inventar historias alternativas, como en esta novela, sino también autobiografías alternativas?

–A decir verdad, la pregunta ya contiene la respuesta. Sí, una y otra vez he creado en mis novelas autobiografías alternativas. En esto probablemente no me diferencio demasiado de la mayoría de escritores. Creamos mundos que no hemos visitado, crisis que no hemos vivido, peligros con los que no nos hemos enfrentado. Uno se traslada al laboratorio. En La conjura contra América, me llevo a toda mi familia. Me pregunto: "¿qué pasaría si...?", y busco una respuesta comprensible.

La pérdida de memoria

–Así que su vida le proporciona la materia a su escritura. ¿No teme que esa materia se agote? También tiene una fuente limitada de experiencias.

–La pregunta me hace estremecer. Podría ser. Por otra parte, no creo que sea la materia la que acabe con los escritores. Más bien creo que esto guarda relación con la pérdida de la memoria inmediata, un fenómeno bastante frecuente en la vejez. Afortunadamente por ahora sólo tengo dificultades para acordarme de los nombres. Pero sé de un escritor que no puede recordar lo que ha escrito el día anterior. Es horrible. Hay que releer las últimas 50 páginas o más para reconstruir el momento al que has llegado. Por supuesto, a uno le gustaría que saliera bien, pero el problema reside en que ya no se puede establecer la relación con el todo. Uno se pierde en los instantes.

It ain"t pretty, you know. Feo, ¿verdad? ¿Qué edad tiene usted?
- Treinta y uno, pero mi cerebro ya es un colador.
- Existe un viejo dicho, se lo debería apuntar y colgarlo en el ordenador: You ain't seen nothing yet. Todavía no ha visto nada.
- Si lo cuelgo en el ordenador estaré deprimido los próximos cincuenta años.
- No lo creo. Sólo trabajará un poco más rápido.
- ¿La muerte es algo que le preocupe?
- Oh, gee, what do you think? ¿Qué piensa entonces? ¿Casi no le preocupa la muerte?
- En realidad no. Si me muero mañana, me muero de todas maneras, me haya preocupado hoy o no.
- Esto sólo puede decirlo una persona de 31 años.

–En La conjura contra América elabora un retrato muy preciso del Newark de los años 30 y 40. ¿Regresó usted para esta novela al lugar de su infancia para refrescarse la memoria?

–Siempre he vuelto a visitar Newark a lo largo de los años. Se dio la feliz coincidencia que la revista suiza "Du" quisiera dedicarme un número. Aquella gente quería ver la casa donde nací, así que organizamos una excursión de un día a Newark. Era julio y hacía un calor infernal. Newark es hoy una de las zonas más peligrosas de América. Pero la calle en la que crecí volvió a ser habitable gracias al dinero del Estado. Está casi igual que durante mi infancia.

–¿Y la casa?

–Llamamos y le pregunté a la inquilina si me daba permiso para ver el piso en el que crecí, que significaba mucho para mí. Fue muy, muy amable. Dijo que sí. Avisó al hombre que ahora vive en el piso y pude entrar. Se lo digo: fue uno de los momentos más bellos de mi vida. El piso estaba como lo recordaba: el suelo de parquet, el rincón, sobre cuyo suelo caía la luz del sol. La capa de pintura de las paredes, que es demasiado gruesa porque se pintaron con excesiva frecuencia. De repente, todo volvía a estar allí. Aquello no me bastaba en absoluto, e incluso pregunté si podía abrir armarios. Pero ahora veía a mi madre otra vez delante de mí, cómo trasteaba allí dentro. No me quería ir de ninguna manera y buscaba todas las excusas imaginables para quedarme un rato más. Le hubiera pagado con mucho gusto al inquilino del piso y me hubiera mudado al momento. Nuestro alquiler ascendía a 48 dólares y supuse que el inquilino ahora no debía de pagar mucho más. Fue una experiencia espectacular.

–Así que ¿pudo usted disponer de amplios recursos para La conjura contra América?

–Lo veía todo muy claro. Una única oportunidad para escribir esta novela. Todo suena muy sentimental, pero no creo haber transfigurado el lugar de mi infancia o mi propia infancia. Crecí realmente muy protegido. Vivíamos en un barrio estupendo, un barrio de trabajadores con buenas escuelas y vecinos amables. Tenía amigos increíbles y la vida de la comunidad judía –en esta zona de Newark prácticamente sólo vivían judíos– era enormemente rica. Hubo la guerra, por supuesto, pero como todos los que me rodeaban se portaban tan admirablemente, de niños jamás tuvimos miedo de verdad.

–Sin embargo, el Philip de su novela se siente tan desesperado en dos ocasiones que intenta escapar. ¿Más tarde no se atrevió usted nunca a hacerlo?

–No. Yo era un jovencito amable, a quien le gustaba su casa, su cocina, su madre y su cama. Aún me gustaría tener todo aquello. No, nunca pensé en escaparme. Pero cuando terminé el instituto estaba decidido a dejar aquella pequeña co-
munidad, como la mayoría de jóvenes. Durante un año estuve en el colegio de Newark por motivos económicos. Después fui a un colegio en Pensilvania, y aquello fue el principio de mi independencia. Tenía una curiosidad inaudita y empecé a leer libros en serio. Sabía que Estados Unidos ofrecía algo más que la comodidad de Newark. De Pensilvania me fui a Chicago para seguir estudiando, luego me enrolé en el ejército, más tarde partí hacia Italia con una beca, hasta que al final aterricé en Connecticut. Lo que quería decir: nunca tuve la intención de romper la relación con mi familia o con mi pasado. Quería marcharme, pero por curiosidad, no por despecho.

–No ha vuelto a vivir jamás en Newark.

–Lo gracioso es que dejé mi casa para salir por el mundo, y después he pasado el resto de mi vida escribiendo sobre mi casa.

–Ha aclarado repetidamente que no escribió La conjura contra América con la intención de dibujar un retrato de la situación política actual en Estados Unidos. Pero, ¿qué aspecto tendrían Estados Unidos y el mundo si no hubieran ocurrido los atentados del 11-S?

–(Un silencio muy largo) No lo sé. Lo único que sé es que este Gobierno, hasta el 11-S, tenía un perfil del todo mediocre. Se esperaban cuatro aburridos años bajo una Administración ineficaz, que hubiera concentrado toda su energía en hacer aún más ricos a los más ricos de Estados Unidos y a engrandecer aún más a las grandes multinacionales. Este Gobierno todavía trabaja en ello y lo seguirá haciendo. Intenta desmontar todos los avances de la era Roosvelt, el New Deal. Intenta eliminar todo lo que recuerde ligeramente a un Estado del bienestar. Por supuesto, eso es criminal. Si no hubieran ocurrido los hechos del 11-S... pero el fascismo fundamentalista islámico se hubiera hecho oír. De todas maneras, se habría producido un enfrentamiento entre Estados Unidos y el Islam, y entre el Islam y Europa. Así que el mundo tal vez no tenga un aspecto tan distinto.

Afganistán e Iraq

–¿Y las guerras en Afganistán e Iraq?

–Sin el 11-S probablemente no hubiéramos vivido ninguna guerra en Afganistán. Evidentemente, Bush quería declarar la guerra a Iraq desde que empezó su mandato. Aun sin los atentados, este Gobierno hubiera encontrado pretextos para ocasionar daños en el mundo, los que actualmente está causando.

SACHA VERNA
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Supongamos que Franklin Delano Roosevelt hubiese perdido su reelección en 1940 a manos del entonces héroe norteamericano Charles Lindbergh, conocido tanto por sus proezas aéreas y sus desgracias personales como por su aislacionismo y antisemitismo. Y que Lindbergh hubiese hecho un pacto con Hitler y hubiese dejado afuera de la Segunda Guerra a su país, mientras puertas adentro el fantasma del nazismo empezaba a recorrer las calles de Estados Unidos. Eso mismo supuso Philip Roth en su flamante y celebrada La conjura contra América (Mondadori). A continuación, él mismo explica lo que hizo, por qué lo hizo, cómo lo hizo y para qué lo hizo. Y –de paso– recorre las similitudes y diferencias de este libro con los de Kafka y Orwell.

"En 1984, Orwell no escribió una profecía sino una historia futurista de terror que contenía una advertencia política. Divisó un enorme cambio en el futuro con consecuencias horrendas para todos; yo intenté fabular sobre un pequeño cambio en el pasado con consecuencias horrendas para unos pocos. El imaginó una distopía; yo, una ucronía."

POR PHILIP ROTH

En diciembre del año 2000 estaba leyendo las pruebas de la autobiografía de Arthur Schlesinger y me sentí especialmente atraído por su descripción de los acontecimientos que tuvieron lugar entre finales de los años ’30 y principios de los ’40, sucesos que incidieron en su juventud, primero durante sus viajes por Europa y, también más tarde, de regreso a Cambridge, Massachusetts.

A mí también me habían afectado aunque, por aquel entonces, apenas era un niño. El ancho mundo penetraba en nuestro hogar a diario a través de los boletines radiofónicos que mi padre escuchaba con regularidad, de los periódicos que traía a casa al final del día y de las conversaciones que mantenía con amigos y familiares –que mostraban su tremenda preocupación por lo que tenía lugar en Europa y aquí, en Norteamérica–. Antes incluso de ir al colegio, algo sabía ya acerca del antisemitismo nazi y del norteamericano, atizado, de una u otra manera, por figuras eminentes como Henry Ford y Charles Lindbergh, quienes, por aquellos años, junto con estrellas de cine como Chaplin o Valentino, se contaban entre las mayores celebridades del siglo a escala internacional. El genio del motor a combustión, Ford, y el as de la aeronáutica, Lindbergh –y el pastor nacional de la propaganda antisemita, el cura locutor Charles Coughlin-eran anatemas para mi padre y su círculo de amistades. Prácticamente nadie en nuestro barrio judío poseía un Ford, pese a ser el coche más popular del país.

Me topé con una frase en la que Schlesinger comentaba que hubo algunos republicanos aislacionistas deseosos de promover a Lindbergh como candidato a la presidencia en 1940. Eso era todo cuanto había, esa única frase sobre Lindbergh y un hecho del que no tenía conocimiento. Esto me hizo pensar qué habría pasado si lo hubieran hecho, y anoté la pregunta en el margen. Entre la escritura de ese interrogante y el libro finalizado transcurrieron tres años de trabajo, pero así nació la idea.

LA RESPONSABILIDAD INELUDIBLE
Sin embargo, la mayor recompensa al escribir la historia y lo que le otorga su pathos no fue la resurrección de mi familia hacia 1941 sino la invención de la familia que vive en el piso de abajo, los trágicos Wishnow, en quienes el peso del antisemitismo recae con toda su fuerza. La invención, particularmente, del benjamín de los Wishnow, Seldon, ese niño agradable, solitario y menudo de tu clase al que siempre evitabas, cuando tú también eras niño, porque exigía de ti una forma de amistad que alguien de su misma edad no podía soportar. El es la responsabilidad de la que no te puedes desprender. Cuanto más deseas perderlo de vista, menos puedes, y cuanto menos puedes, más lo deseas. Y que el pequeño de los Roth quiera sacárselo de encima es lo que conduce a la tragedia del libro. Seldon Wishnow no es, como Philip, el pequeño de los Roth, un simple niño de 9 años que se enfrenta demasiados problemas, sino la figura más trágica del libro, un confiado niño norteamericano que sufre una experiencia cercana a la de los judíos europeos. No es el chico que sobrevive a la confusión para contar el relato sino aquel cuya infancia es destruida. Es quien enlaza lo trivial con lo trágico en el libro; lejos de limitarme, su presencia me brindó la latitud.

ORWELL Y YO
El libro arrancó de manera inadvertida, al modo de un experimento improvisado. No lo tenía en la cabeza ni era el tipo de obra que pretendía escribir. El tema, por no hablar del método, jamás se me habría ocurrido por mí mismo. Con frecuencia escribo sobre cosas que no acontecieron, pero nunca sobre hechos históricos que no tuvieron lugar. En aquellos tiempos existieron la institucionalizada discriminación antisemita de la jerarquía protestante; el virulento odio hacia los judíos del Bund germano-norteamericano y del Frente Cristiano; la repugnante supremacía cristiana predicada por Henry Ford, el padre Coughlin y el reverendo Gerald L.K. Smith; el ocasional desprecio a los judíos expresado por periodistas como Westbrook Pegler y Fulton Lewis, y el antisemitismo ciegamente narcisista y ario del propio Lindbergh. Pero en Estados Unidos no triunfaron, si bien muchas de las cosas que no acontecieron aquí sí lo hicieron en otros lados. El y si... de Norteamérica fue la realidad de otros. Todo lo que he hecho ha sido despojar el pasado de su fatalidad, mostrando cómo las cosas podrían haber sido diferentes.

Pero no disponía de modelos literarios para recrear el pasado. Estaba familiarizado con títulos que imaginaban el futuro, sobre todo con 1984, pero, por mucho que lo admire, no me tomé la molestia de releerlo. En 1984 –escrito en 1948 y publicado un año después–, Orwell presupone una gigantesca catástrofe histórica que vuelve su mundo irreconocible. Tanto la Alemania hitleriana como la Rusia stalinista brindaban modelos anclados en el siglo XX para semejante catástrofe. Sin embargo, mi talento no está hecho para fabular sobre eventos a gran escala. Proyecté algo pequeño, lo suficientemente pequeño para ser creíble, o al menos eso esperaba; algo que hubiese podido ocurrir en las elecciones a la presidencia norteamericana de 1940, momento en que el país estaba ferozmente dividido entre republicanos aislacionistas –quienes, no faltos de razón, no querían formar parte de una segunda guerra europea, y que con probabilidad representaban a una ligera mayoría de la población– y demócratas intervencionistas –que no necesariamente deseaban ir a la guerra, mas pensaban que Hitler debía ser detenido antes de que invadiera y conquistara Inglaterra, y Europa acabara siendo por entero fascista en sus manos–. Willkie no era el republicano llamado a vencer a Roosevelt en 1940, porque él mismo era intervencionista. Pero, ¿y si Lindbergh se hubiese presentado? Con su aura joven y varonil. Con todo su glamour y su celebridad, encarnación práctica del primer gran héroe norteamericano que deleitó al país en el marco de la emergente sociedad del espectáculo. Y con unas inamovibles convicciones aislacionistas que lo comprometían a mantener nuestra nación fuera de esa horrible contienda... No creo inverosímil un resultado electoral como el que propongo en el libro: Lindbergh privando a Roosevelt de su tercer mandato. Orwell estaba lejos de la plausibilidad al dibujar el mundo como lo hizo, pero era consciente de ello. Su libro no era una profecía. Era una historia futurista de terror que contenía, por descontado, una advertencia política. Orwell divisó un enorme cambio en el futuro con consecuencias horrendas para todos; yo intenté fabular sobre un pequeño cambio en el pasado con consecuencias horrendas para unos pocos. El imaginó una distopía; yo, una ucronía.

EL ANFITRION DE VON RIBBENTROP

¿Por qué elegí a Lindbergh? Reitero que no era descabellado verlo como candidato y vencedor electoral. Pero lo postulé como líder político en una novela en la que deseaba que los judíos norteamericanos sintiesen la presión de una genuina amenaza antisemita. Lindbergh se distinguió no sólo por su aislacionismo sino por su actitud racista hacia los judíos –que se refleja de forma nada ambigua en sus discursos, diarios y correspondencia–. En el fondo de su corazón, Lindbergh creía en la supremacía blanca y –dejando a un lado casos aislados de amistad con judíos sueltos, por ejemplo Harry Guggenheim– no consideraba a los judíos, tomados como grupo, en un mismo plano de igualdad genética, moral o cultural que los nórdicos blancos como él, y tampoco ciudadanos norteamericanos deseables, si no era en pequeñas cantidades. Todo esto no significa que, si hubiera llegado a la presidencia, se habría vuelto contra ellos y los habría perseguido abiertamente, pero el caso es que tampoco procede así en mi novela. En ella no importa tanto lo que hace (que es muy poco: firmar el pacto de no agresión con Hitler pocas semanas después de la toma de posesión, dar luz verde a una embajada nazi en Washington y, un año después, ejercer de anfitrión junto a su esposa en una cena oficial en honor de Von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores de Hitler) como lo que los judíos norteamericanos sospechan, con acierto o no, que sería capaz de hacer, a la luz de sus declaraciones públicas, más concretamente su vilipendio de los judíos, en el transcurso de una intervención radiofónica nacional, cuando los definió como belicistas extranjeros indiferentes a los intereses de Estados Unidos. Este discurso lo ofreció en Des Moines el 11 de septiembre de 1941 en el marco de un mitin de la campaña América Primero; en mi libro lo adelanté un año, pero no alteré su contenido ni su impacto.

KAFKA Y YO

Algunos lectores van a desear tomarse este libro como un roman à clef sobre el momento actual que atraviesa Norteamérica. Eso sería un error. Me propuse hacer exactamente lo que he hecho; reconstruir cómo podrían haber sido los años que van de 1940 a 1942 en el caso de que Lindbergh, en vez de Roosevelt, hubiese sido escogido presidente en las elecciones de 1940. No estoy fingiendo estar interesado en aquellos dos años, realmente lo estoy. Resultaron turbulentos en Estados Unidos porque fueron catastróficos en Europa. Todos mis esfuerzos imaginativos se encaminaron a reflejar esa realidad con plena intensidad, y no tanto para iluminar el presente a partir del pasado sino para iluminar el pasado a partir del pasado. Quise situar a mi familia frente a esta contingencia, imaginar precisamente cómo habría reaccionado en el caso de que la historia hubiese salido de la forma desviada en que la he presentado en el libro, y se hubiese visto superada por las fuerzas que he dispuesto contra ella. Fuerzas dispuestas contra ella entonces, no ahora.

Los libros de Kafka jugaron un papel relevante en la imaginación de los escritores checos que se opusieron al gobierno títere de Rusia en la Checoslovaquia comunista de los años ’60 y ’70, un fenómeno que alarmó al gobierno y lo llevó a prohibir la venta y la discusión de sus obras, que retiró de los estantes de las librerías. Obviamente no había sido con la intención de inspirar a esos futuros escritores que Kafka había escrito El proceso y El castillo a principios del siglo XX. La literatura da lugar a todo tipo de usos, tanto públicos como privados, pero uno no debe confundir esos usos con la realidad que un autor ha conseguido esforzadamente verter en una obra de arte. Dicho sea de paso, aquellos escritores praguenses eran bien conscientes de estar violando con plena voluntad la integridad de la implacable imaginación de Kafka, pese a lo cual siguieron adelante –y con toda su energía– con la explotación de sus libros, y se sirvieron de ellos para sus propósitos políticos durante una terrible crisis nacional.

El libro incluye un epílogo de veintisiete páginas con condensada información histórica y biográfica, lo que yo llamo la "verdad cronológica" de aquellos años. Ninguna otra de mis obras ha adjuntado nada que se parezca a este furgón de cola, pero me sentí obligado a señalar dónde las vidas y hechos auténticos habían sido claramente manipulados en pro de mis intenciones ficcionales. No deseo que en la mente del lector se produzca confusión alguna acerca de dónde acaban los hechos históricos y empieza la imaginación, de forma que, en el epílogo, ofrezco un breve informe de aquella época tal y como fue. Quiero dejar claro que no he arrastrado a figuras históricas reales, bajo sus propios nombres, a mi relato, atribuyéndoles puntos de vista gratuitos o forzándolos a comportarse de forma reprobable (sí inesperada, sorpresiva, bella, chocante, pero no reprobable). Charles Lindbergh, Anne Morrow Lindbergh, Henry Ford, el alcalde La Guardia, Walter Winchell, Franklin Delano Roosevelt, el senador de Montana, Burton Wheeler; el secretario de Interior, Harold Ickes; el gángster de Newark, Longy Zwillman; el rabino de Newark, Joachim Prinz... Yo tuve que creer que, dadas las circunstancias que había imaginado, cada uno de ellos bien podría haber hecho o dicho algo muy similar a lo que les hice hacer o decir; de lo contrario, no podría haber escrito el libro. Presento 27 páginas de evidencia documental que respaldan una irrealidad histórica de 362, con la esperanza de alejar al libro de la fábula.

CUANDO LA EPICA ES DESASTRE

La historia pide cuentas a todos, lo sepan o no, les guste o no. En libros recientes, incluyendo el presente, he tomado este simple hecho de la vida y lo he magnificado, a la luz de los momentos críticos que he atravesado como norteamericano del siglo XX. Nací en 1933: el año en que Hitler llegaba al poder, Roosevelt inauguraba su presidencia, Fiorello La Guardia era escogido alcalde de Nueva York y Meyer Ellenstein se convertía en alcalde de Newark –el primer y único alcalde judío de mi ciudad–. De niño, en el aparato de radio de la sala de estar de mi casa, escuchaba las voces del Führer y del norteamericano padre Coughlin lanzando sus diatribas antisemitas. Combatir y ganar la Segunda Guerra Mundial fue el gran tema nacional entre diciembre de 1941 y agosto de 1945, en el corazón de mis años escolares. La Guerra Fría y la cruzada anticomunista ensombrecieron mis años de instituto y universidad, de la misma forma que el descubrimiento de la monstruosa verdad sobre el Holocausto y el inicio del terror de la era atómica. La guerra de Corea, que acabó poco antes de que fuera llamado a filas, y la de Vietnam, con todo el revuelo doméstico que desencadenó –junto con los asesinatos de líderes políticos norteamericanos– monopolizaron mi atención cada uno de los días en que estuve en la treintena.

Y ahora Aristófanes, que seguramente debe ser Dios, nos ha dado a George W. Bush, un hombre incapacitado para llevar adelante una ferretería y mucho menos una nación como ésta. El me ha reafirmado en la máxima que ha sobrevolado la escritura de todos mis libros y que ha convertido nuestras vidas como norteamericanos en tan precarias como las de cualquiera: todas las garantías son provisionales, incluso aquí, en una democracia con doscientos años de vida. Pese a contar los norteamericanos con una poderosa república armada hasta los dientes, estamos en una emboscada tendida por la imprevisibilidad de la historia.

¿Puedo concluir con una cita de mi libro? "Lo implacablemente imprevisto, que había dado un vuelco erróneo, era lo que en la escuela estudiábamos como historia, una historia inocua, donde todo lo inesperado en su época está registrado en la página como inevitable. El terror de lo imprevisto es lo que oculta la ciencia de la historia, que transforma el desastre en épica." Al escribir estos libros he intentado reconvertir la épica en desastre, tal y como lo padecieron –sin conocimiento previo, sin preparación– personas cuyas expectativas como norteamericanos, si bien ni inocentes ni ilusorias, se encaminaban a algo muy diferente de lo que obtuvieron.

Traducción: Antonio Lozano

Fuente: Página/12, 30/10/05


Por Manuel Górriz Villarroya, Turia nº 75 , junio-octubre 2005

1. Nieto de judíos europeos, que habían llegado a los Estados Unidos en una de las oleadas migratorias del siglo XIX , e hijo de un agente de seguros de ascendencia austrohúngara, Philip (Milton) Roth nació hace 71 años en Newark, New Jersey, un escenario adecuado para sus primeras obras. Tras una infancia rendida al béisbol en un barrio de clase media baja, en 1954 se gradúa en Inglés por la Universidad de Bucknell, magna cum laude , y es seleccionado para la «Phi Beta Kappa», reputada sociedad de sobresalientes. Luego sigue estudios de posgrado en la Universidad de Chicago, donde conoce al que será su maestro, Saul Bellow, y a la que será su primera mujer, Margaret Martinson. Mientras tanto se ha alistado en el ejército, del que sería licenciado a causa de una lesión durante el periodo de instrucción, ha comenzado a dar clases y a publicar relatos y críticas para varias revistas, incluso reseñas de películas en The New Republic , formulando sus ambiciones culturales en oposición directa al filisteísmo de la época. En 1959 reúne algunas historias de las que habían aparecido en Paris Review , Esquire o The New Yorker y, junto con una novela corta, las publica bajo el título de Adiós, Colón ( Goodbye, Columbus ), por el que recibe su primer Premio Nacional del Libro. En la «novella» se relata el amor frustrado de una pareja de jóvenes que, procedentes de la burguesía judía, adoptan el estilo de vida americano, y en el conjunto queda estampado el sello temático de su escritura: la percepción ingeniosamente irónica del absurdo de la vida. Ese mismo año se casa, pero el matrimonio sólo iba durar hasta 1963, y después de separarse de su esposa, ésta moriría en 1968, a causa de un accidente de tráfico. La primera novela es Huida ( Letting Go , 1962), un relato académico acerca de judíos intelectuales y estudiantes atormentados por problemas político-metafísicos, si bien el verismo documentalista despliega un complejo contexto relacional en la América moderna.
De las alusiones a Henry James pasamos a la tradición naturalista, ahora en un territorio «gentil» y con una voz narrativa insólita: Lucy Nelson, una joven del medio oeste implicada en una cruzada moral, afronta un melodrama familiar destructivo, intentando reformar primero a su padre y, luego, a su marido; en todo caso, Cuando ella era buena ( When She Was Good , 1967) constituye un ataque radical contra la hipocresía de la pequeña comunidad, uno de los pocos que cobra vigor sin recurrir al sensacionalismo barato. El escritor sigue compatibilizando su oficio con la enseñanza. Hasta que se retire en 1992, habrá trabajado en las universidades de Chicago, Iowa, Princeton, New York y Pennsylvania, principalmente. Consciente de que un aula es el mejor lugar para hablar de literatura, al explicar una obra tratará de extraer lo máximo de ella. En 1969 se produce un cambio decisivo en su carrera con la publicación de El lamento de Portnoy ( Portnoy's Lament ), un texto confesional que mezcla humor irreverente y psicoanálisis, una fantasía de onanismo y culpabilidad que establece una visión resuelta de la sexualidad, vigente desde entonces en la narrativa de Roth. Con el escándalo llega el renombre internacional, el éxito de la crítica y de las ventas..., una postura incómoda que también habría de ser novelada.
Roth logra escapar de la fama refugiándose primero en Yaddo, la residencia para artistas de Saratoga Springs, y luego en una vieja granja de Connecticut. En los años setenta experimentará con varias fórmulas humorísticas, como vemos en Nuestra pandilla ( Our Gang , 1971), El pecho ( The Breast , 1972) o La gran novela americana ( The Great American Novel , 1973). La primera es una reconvención paródica de Richard Nixon, por medio de una sátira política de imaginación exacerbada: descubrimos a Trick E. Dixon, cínico en grado sumo, luchando contra los Boy Scouts , declarando la guerra a la Dinamarca pornográfica y, al final, compitiendo con Satanás por la presidencia del infierno. La segunda es una interpretación superrealista del deseo sexual verificada mediante una fábula de metamorfosis: quizá sea un sueño, o un efecto de la locura, o la consecuencia de haber incidido demasiado en el universo de Kafka, Swift y Gogol, pero el caso es que el profesor David Kepesh se ha transformado en un gran seno de setenta kilos. Algunos personajes y motivos se repiten en El profesor del deseo ( The Professor of Desire , 1977), que no es una secuela –la acción tiene lugar varios años antes–, ni un antecedente, aunque el héroe, ahora becario Fulbright en Londres, inicia su búsqueda de la felicidad a través de la satisfacción sexual. La tercera sigue haciendo uso de la caricatura y la alegoría a expensas de la verosimilitud, con el fin de establecer un paralelismo entre el declive de un gran equipo deportivo y los acontecimientos sociopolíticos contemporáneos, pues el béisbol es la mitología, la suprema ficción de la cultura americana, la «literatura de la infancia» del autor. Mi vida como hombre ( My Life as a Man , 1974) significa un regreso a contenidos más introspectivos, así como convenientes a la novela social, pero también constituye el arranque de una ficción autorreflexiva y posmoderna. La trama se sustenta en dos «ficciones útiles» acerca de un personaje llamado Nathan Zuckerman, variaciones de la frustración personal y literaria de Peter Tarnopol, el narrador, quien protagoniza la «historia real» que compone el texto principal. No ha de sorprendernos el hecho de que este autor ficcional haya nacido en New Jersey, haya sido premiado en 1959, se haya divorciado y haya muerto su ex mujer, haya pasado por una colonia de escritores, haya visitado al psicoanalista..., pues lo que se toma directamente de la vida simplemente ayuda a fijar el nivel de realidad del libro. He ahí el desafío de la imaginación y el principio de una metanarrativa que preludia creaciones en las que «Philip Roth» será un personaje del escritor Philip Roth. De momento, a finales de la década surge su narrador medular, un alter ego que dará lugar a diez volúmenes vinculados: dos trilogías, un epílogo y una obra independiente.
En la primera de las llamadas «novelas de Zuckerman» – El escritor fantasma ( The Ghost Writer , 1979) , acusado de parodiar a sus correligionarios judíos, Nathan lleva a efecto un «rito de confirmación» y busca consejo en su ídolo, E.I. Lonoff, un venerado novelista ruso judío que ahora vive recluido en Massachussets. De nuevo dos historias, la «real» –la del intermediario entre el emisor y la narración– y la «ficticia», útil para poder fantasear con la supervivencia de Anne Frank. La serie continúa en los ochenta con Zuckerman ( Zuckerman Unbound , 1981) y La lección de anatomía ( The Anatomy Lesson , 1983). En la primera, el ya célebre novelista ha de enfrentarse a la fama y a su familia; tiene que habérselas con un ambiente de desilusión, cuando no de coacción, y con un «doble» de sus obsesiones.

2. En la segunda, afligido por una extraña enfermedad que lo mantiene dolorido y prácticamente postrado, el narrador se pasa el tiempo buscando remedios, viendo a médicos, sometiéndose a tratamientos e imaginando las posibles causas psicosomáticas de la afección, como el sentimiento de culpa que le provoca su éxito, penas que no puede ahogar del todo con las mujeres. Zuckerman completará su «educación» en Praga, lugar al que Roth había acudido durante varias primaveras, con objeto de observar la deplorable situación de los escritores checos y contrastarla con la suya propia. Allí y entonces se originó la secuencia [ 4 ] : primero, el joven creador en ciernes, cargado de propósito moral; luego, el hombre que adquiere una prominencia insólita como consecuencia de ciertos excesos artísticos; finalmente, el escritor perplejo, atrapado en sus propias contradicciones, que no puede eludir su destino. El conjunto se cierra temporalmente con Contravida ( The Counterlife , 1986), el libro más experimental de todos. Una estructura acabada, que distingue varios estratos en la metaficción, da la primera oportunidad al autor para acometer un análisis sistemático de lo que significa ser judío a finales del siglo XX . Las posiciones encontradas de Nathan y su hermano, Henry, exteriorizan la dicotomía entre los judíos de América y los judíos de Israel. A medida que progresa el nivel de la ficción, se eleva la intensidad autobiográfica, pero los «hechos» pueden no ser la «verdad».
Uno no acepta que las fantasías del otro no sean «reales» y éste se niega a dejar de vivir en la ficción. Y es que la imaginación y la experiencia se hallan tan entrelazadas que resulta muy difícil separarlas, tanto en la literatura como en la vida. De la década de 1990 destacamos primero dos obras que siguen profundizando en esta cuestión. Patrimonio ( Patrimony , 1991) es una «historia verdadera», según reza el subtítulo, que convierte al autor en biógrafo de su padre, Herman Roth, un viudo de ochenta y seis años, otrora fuerte, vital, terco y encantador, que lucha por su vida contra un tumor cerebral. El entorno de confusión y ansiedad, el paisaje de muerte y deterioro motivan un relato equilibrado por la nobleza y el amor de un hijo narrador que resiste una experiencia nueva de la que «no hay que olvidar nada». Operation Shylock (1993) se subtitula «Una confesión», pero bien podría tratarse de una novela de espías, un thriller político, una especulación sobre la identidad o una simple alucinación. En 1988, un novelista judeoamericano llamado Philip Roth se está recuperando en Nueva York de los perniciosos efectos secundarios de un somnífero, cuando le avisan de que un doble desconocido ha robado su nombre, ha usurpado su biografía y va por el mundo haciéndose pasar por él, de suerte que «el otro» Philip Roth se encuentra en Jerusalén, siguiendo el juicio de John Demjanjuk [ 5 ] y propagando la doctrina del «diasporismo», según la cual, los judíos deben abandonar Israel y regresar a su verdadera patria, que es Europa. El problema habrá de complicarse con el concurso de la OLP y el Mossad. Al final, el autor decide suprimir el capítulo 11, en el que concluía la operación, y explicarlo todo en un epílogo cuyo epígrafe advierte que «las palabras, por lo general, sólo sirven para echarlo todo a perder». Y, para acabarlo de arreglar, en una última nota se previene al lector de que «esta confesión es falsa». Uno se pregunta si se refiere a la propia nota o a la novela que la precede. Hablando de intertextualidad, conviene recordar aquí que Roth se ha casado en 1990 con Claire Bloom, la actriz inglesa con la que estaba viviendo desde 1976, pero en 1994 se separan y, dos años después, la que había protagonizado varios guiones y «adaptaciones» del escritor publica Leaving a Doll's House ( Abandonando una casa de muñecas ), una memoria que atribuye a su ex marido un destacado papel de misógino egocéntrico. Son los tiempos de la televisión «confesional» y de las peleas conyugales lucrativas, una buena sazón para esa mixtura de realidad y ficción que puede tener consecuencias en algún contexto posterior, también corrompido por una delicada actriz. Para ello hay que esperar a que reaparezca Nathan Zuckerman en una segunda trilogía que ha sido denominada «americana» e «histórica» [ 6 ] .
En efecto, las relaciones entre el individuo y la historia son ahora más precisas, al tiempo que la «serie histórica» –los determinantes socioeconómicos– cobra mayor relevancia en la caracterización de los «materiales» del texto. El consabido personaje sale de sí mismo y se precipita en el contexto: sigue siendo el narrador, pero ya no es el héroe, pues ha descubierto que existen otros, así que el protagonista va a ser un conocido, un profesor o un vecino. Aquel joven disipado y presto a la aventura sexual, ahora entrado en años y con problemas de próstata, prácticamente retirado, como testigo de su circunstancia, se dedica a escribir relatos de individuos señalados que representarán los conflictos culturales de algunos periodos decisivos en la historia americana, como son los años sesenta con la guerra de Vietnam, los cincuenta con el macartismo y los noventa con el escándalo Lewinsky, respectivamente.
Así pues, Pastoral Americana ( American Pastoral , 1997), premio Pulitzer, es una crónica del ascenso y la caída de Seymour Levov, antigua celebridad deportiva, casado con la Miss New Jersey de 1949, padre de familia modélico, laborioso y dinámico en los negocios, constructor de un paraíso que va a ser completamente aniquilado cuando su hija, la que fuera la niña de sus ojos, activista convertida al terrorismo, hace estallar una bomba: con el edificio de correos vuelan todos los triunfos e ideales de su familia. El sueño americano se trueca en pesadilla, como la de Me casé con un comunista ( I Married a Communist , 1998): en la era McCarthy, un actor de la radio, Ira Ringlod, será excluido, perseguido y arruinado cuando su esposa, una actriz de cine mudo, publique una memoria acusándolo de ser un espía de la Unión Soviética. En fin, La mancha humana ( The Human Stain , 2000) muestra cómo la torpe coyuntura de lo políticamente correcto genera una nueva «caza de brujas».

Notas:

[ 4 ] Ver la entrevista de Mervyn Rothstein, «The Unbounded Spirit of Philip Roth», en The New York Times , August 1, 1985.
[ 5 ] Un trabajador de la industria automovilística de Cleveland acusado de ser el Iván el Terrible de Treblinka. Tal como advierte la nota a pie de página en el «Prefacio» de la edición española (Alfaguara, 1996), «Demjanjuk fue devuelto a los Estados Unidos en septiembre de 1993, por falta de pruebas concluyentes. Quienes llevaron el caso ante la justicia israelí siguen afirmando su culpabilidad. Yoram Sheftel, abogado de Demjanjuk, ha publicado, en Victor Gollancz, Londres (1993), un libro titulado The Demjanjuk Affair ». Hay otro incidente que parece haber inspirado al autor. Lo relata el novelista Richard Elman, atribulado al ver que la bella actriz que ha seducido se despide de él, por la mañana, convencida de que ha pasado la noche con Philip Roth. Así pues, la fascinación por los dobles implica interesantes aspectos que tienen que ver con la intertextualidad y la «heteroglosia».
[ 6 ] Ken Gordon, «The Zuckerman Books», en Salon.com.

3. No podemos ignorar las facetas de Philip Roth como editor y ensayista, muy relacionadas entre sí. Desde que se inauguró en 1974 hasta 1989, ha dirigido una serie de Penguin, «Writers from the Other Europe», que ha acercado al público anglosajón la obra de escritores como Milan Kundera, Primo Levi, Bruno Schulz u otros con los que el novelista conversó en sus frecuentes viajes a la Europa del Este. Las comparaciones eran inevitables y, por ende, una expresión de respeto y homenaje –incluso un cierto ademán de expiación [ 7 ] – del que tiene la suerte de poder enseñar, escribir y expresarse libremente por aquellos colegas que murieron en la guerra, sufrieron el martirio en los campos de concentración, fueron prohibidos o tuvieron que escribir en secreto y publicar con seudónimos, siempre perseguidos e intimidados en un medio hostil. Todo ello queda patente en Reading Myself and Others (1975), una colección de entrevistas y ensayos que el autor aprovecha para «imaginar a los judíos» o proyectar a Kafka en su profesor de hebreo, pero, sobre todo, para vincular una vez más la experiencia vital con el proceso creativo, tanto el propio como el extraño. En una compilación más reciente – El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras ( Shop Talk: A Writer and His Colleagues and Their Work , 2001)– encontramos conversaciones e intercambio epistolar con otros autores, como Isaac B. Singer, Edna O'Brien..., así como ensayos previamente divulgados en The New York Times Book Review , The New York Review of Books , The New Yorker o Vanity Fair , y que vuelven a examinar la importancia de la religión, la política y la historia en la creación literaria. Las entrevistas de los escritores checos, Ivan Klima y Milan Kundera, proporcionan una interesante visión de la lucha que determina su literatura. Las conversaciones con Primo Levi y Aharon Appelfeld ofrecen un valioso enfoque de la singularidad biográfica que da forma sustancial a la escritura.
Además hay dos retratos, breves pero espléndidos, de sendos amigos, Malamud y el pintor Philip Guston, este último también «colabora» con unas originales ilustraciones. Finalmente, sobresale una discusión valorativa de las obras de Bellow. Cuando Albert Goldman anuncia, en el número de la revista Life correspondiente al 7 de febrero de 1969, la inminente aparición de la tercera novela de Roth –420.000 copias vendidas en un año–, ciertamente, antes que crítica, está haciendo historia. Habla del advenimiento de un nuevo héroe americano, Alexander Portnoy, como salvador y víctima propiciatoria de los sesenta, destinado a cargar con todos los pecados del hombre moderno, obsesionado por el sexo, y a expiarlos en una crucifixión tragicómica.
Hace saber que el evangelio que verifica la pasión de ese mesías apócrifo es un relato psicótico, cuyo título insinúa un triple juego de palabras, para significar que el protagonista es un lamentador, un amante y un enfermo. Y certifica que tan grande es la fama de la novela, incluso antes de su publicación, que está siendo aclamada como el libro de la década y como una obra maestra en la tradición de Huckleberry Finn [ 8 ] . Portnoy's Complaint es un monólogo ininterrumpido que registra las confesiones íntimas de un paciente, Alex, en el diván de su psiquiatra, el Dr. Spielvogel –una buena fórmula para intercambiar y confundir los reinos de la fantasía y la realidad–. En una presentación autobiográfica, coherente y lineal, aunque sin renunciar a la libre asociación de ideas, la primera persona narrativa repasa su vida desde la infancia, la somete a una crítica rigurosa y halla la causa de sus neurosis en una educación estricta y en un medio familiar opresivo, como corresponde a la circunstancia de la clase media judía en la Nueva Jersey de los años cuarenta: un padre pasivo, débil y sumiso, tanto en su casa como en la compañía de seguros donde trabaja, y una madre posesiva, dominante, histérica y supersticiosa –la quintaesencia de la «madre judía»–, tan profundamente clavada en la conciencia de su hijo que, durante el primer año de la escuela, éste creía verla disfrazada en cada una de sus maestras. Cargado de culpas e inseguridades, pasa la mitad de su adolescencia encerrado en el cuarto de baño, disparando su «taco» en la taza del retrete, o en el cesto de la ropa sucia, o contra el espejo del botiquín...La masturbación obsesiva se lleva a cabo en cualquier lugar y de todas las formas posibles, hasta con una porción de hígado recién comprada en la carnicería. La ansiedad se transforma en irritación, la cual da lugar a la paranoia y ésta al sentimiento de culpabilidad que desemboca en una farsa antisemítica desesperada. Lo que pide Portnoy, una y otra vez, es que lo saquen del papel que está representando, el del hijo ahogado en el chiste judío; lo que busca el paciente es consuelo psíquico y redención moral: «Doctor Spielvogel, this is my life, my only life, and I'm living it in the middle of a Jewish joke! I am the son in the Jewish joke – only it ain't no joke! Please, who crippled us like this? Who made us so morbid and hysterical and weak? Why, why are they screaming still, ‘Watch out! Don't do it! Alex –no!' and why, alone on my bed in New York, why am I still hopelessly beating my meat? Doctor, what do you call this sickness I have? Is this the Jewish suffering I used to hear so much about? Is this what has come down to me from the pogroms and the persecution? from the mockery and abuse bestowed by the goyim over these two thousand lovely years?» [ 9 ] .
Se ha graduado en Derecho con el mejor expediente académico de su promoción. A los veinticinco años ya era asesor especial de un Subcomité de Vivienda del Congreso. Ahora tiene treinta y tres, y es el Subdelegado de Igualdad de Oportunidades para la ciudad de Nueva York. Pero la culpabilidad malogra sus éxitos. Como se aclara en la entrada de un diccionario ficticio que sirve de epígrafe a la obra, este desorden emocional hace que los impulsos altruistas y éticos se enfrenten continuamente con los instintos sexuales extremos. Y en una cita del supuesto psicoanalista Spielvogel se añade que, si bien son abundantes los actos de exhibicionismo, voyeurismo, fetichismo, coito oral..., dada la «moralidad» del paciente, ni la fantasía ni la acción producenuna gratificación sexual genuina; antes bien, engendran sentimientos imperiosos de vergüenza y de terror al justo castigo, particularmente en forma de castración. Así que Alex se entrega a sus aventuras (y desventuras) de sexo compulsivo con tal variedad de chicas «gentiles» –La Mona, La Calabaza, La Peregrina– que cree estar descubriendo América: «What I'm saying, Doctor, is that I don't seem to stick my dick up these girls, as much as I stick it up their backgrounds –as though through fucking I will discover America. Conquer America– maybe that's more like it. Columbus, Captain Smith, Governor Winthrop, General Washington –now Portnoy. As though my manifest destiny is to seduce a girl from each of the forty-eight states. As for Alaskan and Hawaiian women, I really have no feelings either way, no scores to settle, no coupons to cash in, no dreams to put to rest –who are they to me, a bunch of Eskimos and Orientals?» [ 10 ] .

Notas:

[ 7 ] Hermione Lee, «‘You Must Change Your Life'»: Mentors, Doubles and Literary Influences in the Search for Self», en Harold Bloom, ed., Philip Roth , p. 69. En otro lugar, el novelista contrasta las consecuencias que se derivan de su escritura y de la de su amigo Kundera, por ejemplo, y concluye: «en mi situación todo vale y nada importa; en su situación nada vale y todo importa». Michiko Kakutani, «Is Roth Really Writing About Roth?», en The New York Times , May 11, 1981.
[ 8 ] En Alan Cooper, «The Alex Perplex», en Harold Bloom, ed., Philip Roth's Portnoy's Complaint, Chelsea House Publishers, Philadelphia, 2004, pp. 141-142.
[ 9 ] Philip Roth, Portnoy's Complaint , Vintage, London, 1999, pp. 36-37. «Doctor Spielvogel, ésta es mi vida, mi única vida, ¡y la estoy viviendo en medio de un chiste judío! Yo soy el hijo del chiste judío ...¡sólo que no soy ningún chiste! Por favor, ¿quién nos ha lisiado de esta manera? ¿Quién nos hizo tan morbosos, e histéricos, y débiles? ¿Por qué, por qué están gritando todavía: "¡Cuidado! ¡No lo hagas, Alex! ¡No!", y, por qué, a solas en mi cama en Nueva York, por qué estoy todavía batiendo tan desesperadamente mi carne? ¿Es éste el sufrimiento judío de que tanto he oído hablar? ¿Es esto lo que ha llegado hasta mí desde lo pogromos y las persecuciones, de las burlas y los insultos inferidos por los goyim a lo largo de estos dos mil años?». Philip Roth, El lamento de Portnoy , Punto de Lectura, Barcelona, 2000, pp. 57-58.
[ 10 ] Vid. Philip Roth, Portnoy's Compaint , p. 235. «Lo que estoy diciendo, doctor, es que parece no tanto que hundo la verga en esas muchachas como que la hundo en sus orígenes, como si mediante el acceso sexual descubriese yo América. Conquistase América, quizá eso es más exacto. Colón, capitán Smith, gobernador Winthrop, general Washington..., ahora Portnoy. Como si mi destino manifiesto fuera seducir a una muchacha de cada uno de los cuarenta y ocho Estados. En cuanto a las mujeres de Alaska y las de Hawai, realmente no abrigo sentimientos de ninguna clase, no tengo cuentas que saldar ni sueños que aplacar... ¡qué son para mí un puñado de esquimales y orientales?». Vid. Philip Ruth, El lamento de Portnoy , pp. 292-293.

4. Extraño en la cultura americana y enajenado del judaísmo, al final sus quejas se expresan con letras mayúsculas y se matizan con la ironía del complejo de Edipo. Su estancia en Israel, humillante y traumática, será la prueba final de su apostasía, pues, cuando intenta acostarse con una mujer judía, que tal vez le recuerda a su madre, se muestra impotente. Y la novela se cierra con unas palabras significativas en boca del psicoanalista, el narratario, que habla por primera y última vez: «Bien, ahora quizá podamos empezar. ¿Sí?». El autor implícito se distancia del narrador: el texto confesional –«la poesía de la experiencia»– como ejercicio preliminar de «retórica de la neurosis» queda inconcluso, en todo caso.
La utilización de un lenguaje lascivo y las escenas de sexo hicieron que muchos consideraran el libro pornográfico y ofensivo. A este respecto, el autor ya aclaró algunos extremos [ 11 ] : en primer lugar, efectivamente, la obscenidad en el plano del vocabulario y la sexualidad como tema han estado disponibles desde Joyce, Henry Miller y Lawrence, y Roth se sirve de ellas por razones netamente literarias, no porque se acomoden más o menos a la práctica de una década rebelde; además, en este caso ni siquiera se busca la verosimilitud, antes bien, se pretende elevar la obscenidad a la categoría temática: Portnoy es obsceno porque desea ser salvado. El análisis de su pasión y la subsiguiente pugna con su conciencia es la sustancia de la novela. Y esa es la circunstancia en la que hay que ponderar asimismo la indignación de algunos rabinos que llamaron «antisemita» al escritor, cuando, a lo mejor, estaban ante un fenómeno de asimilación traumática.
Como oportunamente indicó Helge N. Nilsen [ 12 ] , Portnoy rechaza todo lo judaico, repudia los usos y costumbres tribuales, trata de exonerarse de una carga psicológica, procurando integrarse en un estilo de vida secular, liberal y políticamente radical. Otra cosa es que sea incapaz de esquivar una tradición, en la que ya no cree, y que, por eso mismo, sea una víctima al doble. En un contexto histórico amplio, su familia como tantas otras familias judías de los Estados Unidos, han progresado de la opresión y la miseria en Europa a la libertad y la oportunidad en América, pero esa evolución exige un precio, que el padre de Alex ha pagado y que éste trata de evitar, en vano, pues el remordimiento y la soledad serán el coste de su liberación y el efecto de su rebeldía.
Los excesos sexuales exteriorizan un denodado esfuerzo por emanciparse de su identidad. En sus relaciones con las mujeres impera el complicado vínculo maternal: la necesidad de amor es tan fuerte como el deseo de libertad y la aversión al compromiso, así que la solución más viable será la promiscuidad, con objeto de fijar esa libertad sexual que, por cierto, se manifestará utópica. Por una parte, cuando pretende a las chicas «gentiles», cree que mejorará su posibilidad de éxito si borra sus antecedentes étnicos, aunque, como amonesta su hermana, uno no puede escapar de su historial; por otra, en esas mujeres no judías persigue símbolos de posición social, supuesto un complejo de inferioridad que deriva, en parte, de sus orígenes. En sus relaciones con familias o instituciones distintas de la suya, su reacción es ambivalente.
Podemos decir que, a pesar de sí mismo, reacciona como un judío entre «gentiles», experimentando simultáneamente desprecio por su persona y orgullo por su cultura. La identificación del problema incluye, a veces, una aceptación determinista de los mismos estereotipos que rechaza con vehemencia. Finalmente, dispuesto a satisfacer el precio de la asimilación, escéptico y racionalista, comprende las motivaciones humanas, pero no puede solventar sus problemas emocionales. Queda así como un espectador impotente ante un conflicto interno que logra analizar, mas no resolver. Es el conflicto de la cultura occidental, entre el deber y el placer, entre la conciencia y la transgresión [ 13 ] .
The Human Stain es un libro que Nathan Zuckerman, el narrador superpuesto al autor implícito, empieza a concebir en el funeral de su vecino y amigo, Coleman Silk, quien dos años antes había requerido sus servicios como escritor profesional, ya que él, si escribía sobre sí mismo, no podía verificar el «distanciamiento creativo», por más que su vida fuera a constituir «un singular acto de invención». Zuckerman, ahora retirado en su cabaña de los Berkshires, incontinente e impotente a causa de una operación de próstata, sobrecogido por la historia de su amigo, lleva a cabo la tarea de descubrir las diversas capas del significado, mediante una narrativa de vaivén, alternativamente retrospectiva y sincrónica, a partir de las confesiones de Ernestine (hermana de Coleman), el borrador que éste le entregó y su propia imaginación. El extratexto nos emplaza en el verano de
1998, en terreno de la parábola política, cuando la «incontinencia carnal» de un presidente de mediana edad y el descaro de una empleada de veintiún años hicieron resurgir en América el «éxtasis de la mojigatería». Una época pertinente para que el personaje central confíe al narrador que, a sus setenta y un años, con la ayuda de Viagra, está manteniendo relaciones sexuales con una mujer de la limpieza a la que le dobla la edad. Faunia limpiaba la Universidad de Athena, en la que su amante había sido un decano eficiente y un profesor distinguido de filología clásica, hasta que se vio forzado a retirarse, dos años atrás, con su carrera y su reputación arruinadas, por utilizar la palabra «spooks» (espectros) para preguntar por dos alumnos a los que no conocía, pues, bien entrado el semestre, aún no habían aparecido por su clase. Se refería al «carácter probablemente ectoplásmico» de dos estudiantes que resultaron ser afroamericanos, ignorando que el término pudiera tener connotaciones racistas, pero la sazón era propicia para que se activara en el microcosmos del campus una campaña de controversia, resentimiento y miedo contra un hombre cuyo honor iba a ser asaltado por los guardianes de la «corrección política», capitaneados por Delphine Roux, la profesora de filología francesa versada en las últimas tendencias narratológicas, hipócrita, histérica y llena de contradicciones, en virtud de alguna de las cuales no puede admitir que desea a la persona que odia. Coleman, inicuamente juzgado y deshonrado, enloquecido por la muerte de su mujer, de la que también culpa a sus colegas de Athena, decide escribir un relato «no novelesco» sobre lo ocurrido; sin embargo, luego desecha el borrador, se libera del odio y vuelve a celebrar la vida al lado de una mujer que «ha convertido el sexo de nuevo en un vicio». En todo caso, su derrumbe es inevitable: a la persecución de su vieja enemiga feminista de la facultad, que, una vez descubierta su relación, lo acusa de abusar de una mujer maltratada e indefensa, se añade ahora el acosamiento de Lester Farley, el ex marido de Faunia, un peligroso veterano de Vietnam con trastorno de estrés postraumático. Son las consecuencias de la «mancha humana» ineludible, tal como la describe esta mujer víctima de las circunstancias, cruelmente atormentada y, sin embargo, extraordinariamente fuerte, valiéndose de la fábula del cuervo que «no tiene la voz apropiada», es decir, no conoce el lenguaje de su especie, pues ha sido criado por personas: «That's what comes of hanging around all his wife with people like us.The human stain (...) we leave a stain, we leave a trail, we leave our imprint. Impurity, cruelty, abuse, error, excrement, semen-there's no other way to be here. Nothing to do with disobedience. Nothing to do with grace or salvation or redemption. It's in everyone. Indwelling. Inherent. Defining» [ 14 ] .

Notas:

[ 11 ] Ver la entrevista de George Plimpton para The New York Times Book Review , reproducida en Harold Bloom, ed., Philip Roth's Portnoy's Complaint, pp. 5-10.
[ 12 ] Helge Normann Nilsen, «Rebellion Against Jewishness: Portnoy's Complaint », en Harold Bloom, ed., Philip Roth's Portnoy's Complain, pp. 61-70. Seguimos las perspicaces observaciones de la Dra. Nilsen, que sitúa la novela en la narrativa judeoamericana posterior a la Segunda Guerra Mundial, una literatura que refleja los cambios producidos en la sociedad americana y las vidas de los judíos como grupo racial. Por ello, en muchas de las obras se observa un conflicto básico entre la herencia étnica del héroe y el medio secularizado en el que vive.
[ 13 ] Anteriormente, Bernard F. Rogers ya había asegurado que, andando el tiempo y a juzgar por la temática, la caracterización, el lenguaje, el estilo y los recursos cómicos de la novela, Portnoy se uniría a la galería de los personajes tradicionales de la literatura norteamericana –Hawkeye, Ahab, Huck Finn y Holden Caulfield. Como todos éstos, lo que desea aquél es liberarse de la carga del pasado, del peso de una conciencia culturalmente (de)formada. Como todos ellos, éste y otros héroes de Roth buscan una satisfacción total imposible, revolviéndose ciegamente contra el mundo en el que no pueden hallar esa liberación completa. Y su reacción frente a los conflictos tradicionales –individuo/sociedad, libertad/responsabilidad, placer/deber– es la de entregarse a las fantasías evasivas tradicionales. Bernard F. Rodgers, Jr., «In the American Grain ( Portnoy's Complaint )», en Harold Bloom, ed., Philip Roth's Portnoy's Complaint, pp. 27-42.
[ 14 ] Philip Roth, The Human Stain , Vintage, London, 2001, p. 242. «...es lo que ocurre por haber estado toda su vida con gente como nosotros. La mancha humana (...) dejamos una mancha, dejamos un rastro, dejamos nuestra huella. Impureza, crueldad, abuso, error, excremento, semen..., no hay otra manera de estar aquí. No tiene nada que ver con la desobediencia. No tiene nada que ver con la indulgencia, la salvación o la redención. Está en todo el mundo, nos habita, es inherente, definitoria». Philip Roth, La mancha humana , Alfaguara, Madrid, 2004, pp. 298-299.

5. Lo que el protagonista no cuenta al narrador y lo que éste descubre cuando reconstruye la historia es un gran secreto que aquél ha ocultado celosamente durante cincuenta años a todo el mundo, incluidos su mujer, sus hijos y sus amigos: en realidad, es un afroamericano de piel clara que se ha hecho pasar por judío blanco desde que hizo el servicio militar, naturalmente negado por su propia madre y «perdido para toda su gente». La cabriola irónica es múltiple y surrealista: un hombre negro, que ha renegado de sus raíces y ha montado su vida sobre la gran mentira de que es blanco, será desacreditado públicamente por usar una expresión en su denotación correcta. El que quiso escapar de las definiciones de los demás, para tener el futuro en sus manos, no puede invocar el pasado para salvarse. La reinvención de la propia identidad, el destino alternativo y la recusación del pasado son los temas principales de la novela, que el propio Roth señala cuando retrotrae la idea original a la época de estudiante en la Universidad de Chicago. Allí y entonces tuvo una novia procedente de una familia de afroamericanos con la piel clara, y un día la madre de esta chica dijo que algunos de sus allegados «se habían perdido para los suyos», refiriéndose a que habían dejado de identificarse como negros y se habían unido al mundo de los blancos [ 15 ] . Esto impresionó profundamente al autor y dio lugar a otra historia de ascenso y caída de un héroe que no se malogra por un acto de hybris personal, como consecuencia de haber ignorado el aviso de los dioses, sino por un desajuste circunstancial. Como en otras ocasiones antedichas, discordancias del sueño americano, el personaje es devastado por el espíritu de la época, sorprendido por la trampa de la historia. Así concluye el narrador: «The man who decides to forge a distinct historical destiny, who sets out to spring the historical lock, and who does so, brilliantly succeeds at altering his personal lot, only to be ensnared by the history he hadn't quite counted on: the history that isn't yet history, the history that the clock is now ticking off, the history proliferating as I write, accruing a minute at a time and grasped better by the future than it will ever be by us. The we that is inescapable:
the present moment, the common lot, the current mood, the mind of one's country, the stranglehold of history that is one's own time. Blindsided by the terrifyingly provisional nature of everything» [ 16 ] . Sabemos que acaba de salir a luz The Plot Against America , una nueva obra de ficción histórica, una reconstrucción de hechos imaginados que plantea un destino alternativo para los Estados Unidos, a partir de una suposición aterradora: en las elecciones presidenciales de 1940, Franklin D. Roosevelt ha sido derrotado por el célebre aviador Charles A. Lindbergh, aislacionista inflexible y antisemita palmario que se mantiene neutral en la Segunda Guerra Mundial, ofrece su amistad a la Alemania nazi e instituye un clima de odio religioso que provoca el pánico al pogromo generalizado. Pero la última novela de Roth que ha llegado hasta nosotros es El animal moribundo ( The Dying Animal , 2001), título extraído de una línea de «Sailing to Byzantium», el conocido poema de Yeats que medita sobre las paradojas del tiempo y la mudanza, la vida y el arte, el amor y la vejez, el deseo y la muerte. El narrador es David Kepesh, el de la «catástrofe endocrinopática», ya septuagenario en el tiempo de la escritura, que regresa al tiempo de la historia, ocho años atrás, en 1992, mediante un soliloquio retrospectivo o, mejor, un «diálogo interiorizado» entre el yo locutor y el yo receptor. El «profesor del deseo», que imparte un seminario de crítica práctica para estudiantes de último año, mantiene vivo su apetito sexual y sigue atrayendo a muchas alumnas, sobre todo porque lo conocen de la radio y la televisión, donde hace reseñas de libros o trata temas culturales. Al término de cada curso, naturalmente después del examen final y una vez entregadas las notas, organiza en su apartamento una fiesta para los estudiantes, que siempre sale bien. En esta ocasión se deja seducir una joven voluptuosa de veinticuatro años llamada Consuela Castillo, la hija de unos ricos exilados cubanos, cautivada por los libros y los discos, la biblioteca y el piano del inteligente seductor. El culto hedonista, libre de vínculos y emancipado de responsabilidades familiares desde que huyó de su matrimonio, sacrificando el amor de su hijo en aras de la revolución sexual de los sesenta, persuadido de que «el sexo es la venganza contra la muerte», va a ver trastocada su vida de esteticismo erótico. Inmediatamente es asaltado por la preocupación, la incertidumbre, las obsesiones que no conocía, el temor a perder la chica, los celos...
«How do I capture Consuela? The thought is morally humiliating, yet there it is. I'm certainly not going to hold her by promising marriage, but how else can you hold a young woman at my age? What am I able to offer instead in this milk-and-honey society of free-market sex? And so that's when the pornography begins. The pornography of jealousy. The pornography of one's down destruction. I am rapt, I am enthralled, and yet I am enthralled outside the frame. What is it that puts me outside? It is age. The wound of age» [ 17 ] .
El error, según alegó su amigo George, ha sido violar la ley de la distancia estética, personalizar, «sentimentalizar» la experiencia con la chica, olvidando que uno está completo antes de enamorarse y el amor lo fractura. Antes de dos años, se acabará la relación y Kepesh se sumirá en la depresión. Cuando Consuela contacte con él, en la nochevieja del milenio, la historia cobra tintes de amarga pérdida. Ahora es ella quien conoce la herida de la edad: la ironía funesta la ha convertido en el «animal moribundo». El relato se cierra apelando al suceso que lo originó: un conocido contó al autor que una bella joven, con la que había tenido una intensa relación erótica diez años atrás, se presentó una noche, inopinadamente, en su casa para decirle que tenía cáncer de pecho . Al final, Consuela, a punto de ser operada y presa del pánico, llama a Kepesh para que vaya a su lado, pero alguien advierte a éste que no debe ir. De nuevo, el dilema: autonomía o sujeción. Así pues, el narrador, que en alguna otra ocasión ha abandonado el «lenguaje interior» y ha recurrido a enunciados metanarrativos, como cuando relaciona la lucha entre los puritanos de Plymouth y los licenciosos de Merry Mount con la convulsión de los sesenta, dialoga con alguien desconocido 19/pie> , quizá su yo receptor. La ley de la asociación, la transubstanciación de la experiencia, la imaginación de los recuerdos.

Notas:

[ 15 ] En la entrevista de Charles McGrath, «Zuckerman's Alter Brain», en The New York Times , May 7, 2000. Roth también pudo inspirarse en la figura de Anatole Broyard, un crítico del New York Times que murió en 1990 y cuya trayectoria vital «coincide» en lo básico con la de Coleman. En cualquier caso, si ignoramos los aspectos raciales, la historia se repite en muchas novelas del autor, como sostiene Kakutani: incluso presenta paralelismos evidentes con la vida del narrador, Nathan Zuckerman, otro muchacho sumiso de la clase media de New Jersey que se ha rebelado contra su familia y se encuentra exiliado, «unbound», arrancado de sus raíces. Michiko Kakutani, «Confronting the Failures of a Profesor Who Passes», The New York Times , May 2, 2000.
[ 16 ] Vid. Philip Roth, The Human Stain , pp. 335-336. «El hombre que decide forjarse un nítido destino histórico, que emprende la tarea de soltar el resorte histórico, y que lo logra, que consigue con brillantez alterar su suerte personal, sólo para caer en la trampa de la historia con la que no había contado: la historia que todavía no es historia, la historia que se hace ahora mismo, la historia que prolifera mientras escribo, añadiendo un minuto a la vez, y que comprenderán mejor en el futuro de lo que jamás la comprenderemos nosotros. El nosotros que es ineludible: el momento presente, la suerte común, el talante actual, la mentalidad de tu país, la llave estranguladora de la historia que es tu propio tiempo. Debilitado por la naturaleza aterradoramente provisional de todo». Philip Roth, La mancha humana , p. 409. Ciertamente, como expone Elaine Safer, la novela carece de la catarsis propia de una tragedia; más bien, se trata de una tragicomedia que, a través del humor negro, las contradicciones irónicas y la farsa, pretende satirizar la extrema propensión de la sociedad a la purificación. Y, claro, en ese contexto es obligada la referencia a cierta «mancha» en el vestido de una becaria. Elaine B. Safer, «Tragedy and Farce in Roth's The Human Stain », en Harold Bloom, ed., Philip Roth , pp. 239-257.
[ 17 ] Philip Roth, The Dying Animal , Vintage, London, 2001, pp. 40-41. «¿Cómo cautivo yo a Consuelo? La idea es moralmente humillante, pero ahí está. Ciertamente, no voy a retenerla prometiéndole matrimonio, pero ¿de qué otro modo puedes retener a una joven cuando tienes mi edad? ¿Qué puedo ofrecerle aparte de eso en esta sociedad de leche y miel de libre mercado sexual? Y ahí es donde empieza la pornografía. La pornografía de los celos. La pornografía de la autodestrucción. Estoy arrobado, estoy subyugado y, no obstante, estoy subyugado fuera del marco. ¿Qué es lo que me sitúa fuera? Es la edad. La herida de la edad». Philip Roth, El animal moribundo , Alfaguara, Madrid, 2002, pp. 52-53.

6. Notatio naturae et animadversio peperit artem.
(Cicerón, Or . 55, 183)
 
Profesor universitario, novelista, editor, ensayista..., de modales atentos, corteses, serios. Actualmente reside en Connecticut, pero ha vivido en Chicago, Nueva York, Londres y Roma. Es un cronista de la inocencia y la desilusión americanas que lleva cinco décadas transformando la experiencia en ficción, a puro de lenguaje y sensibilidad moral, convencido de que los recuerdos del pasado no son los recuerdos de los hechos, sino los recuerdos de nuestra imaginación de los hechos. Y eso que a principios de los sesenta advertía la dificultad de hacer literatura realista, pues la realidad le parecía menos «realista», más extravagante que cualquier mundo creado por el escritor: lo real superaba a lo ficticio en capacidad de sorpresa. Tan ambigua y extrema era la vida ya entonces. Sin embargo, no le ha ocurrido como a otros novelistas veteranos, cuyas dotes han menguado con el tiempo; él no sólo ha mantenido el nivel de su producción, sino que se ha superado a sí mismo, como lo demuestra el gran número de premios relevantes que recibió en la década de los noventa, así como el hecho de que se halle en la lista de candidatos escogidos para el Nobel. En veintitantas novelas de amplia gama temática y narratoria, un autor implícito que lo mismo aparece como humorista irónico que lleva a cabo meditaciones sobre la identidad, cual analista posmoderno, o realiza exploraciones sociológicas, rendirá ese delicado y raro equilibrio entre la recepción popular y la aclamación de la crítica. Si el objeto de la literatura es alterar la conciencia, producir variaciones en la visión de la realidad y poner en duda las convicciones morales, el lenguaje habrá de ser complejo y expansivo; el estilo, penetrante y reflexivo, y el destino de los personajes se enredará con las fuerzas sociales que modelan la vida cotidiana. Surgirán héroes (o antihéroes) aplastados por el espíritu de los tiempos y desgarrados por la dicotomía deber/deseo; alter egos que se llaman como el autor y vuelven su vida del revés para que podamos contemplarla y juzgarla; narradores que filtran los eventos biográficos y crean una existencia medio imaginaria a partir del drama real de la vida, pues, como afirma uno de ellos, el novelista debe ser, ante todo, un «personificador». Las historias veteadas con los asuntos vitales, a un tiempo nuestras invenciones y las invenciones de nosotros mismos, señalan el vínculo entre el individuo y su momento histórico, la relación entre lo privado y lo público.
Todo ello en manos de un escritor que considera a William Faulkner y a Saul Bellow como las piedras angulares de la literatura norteamericana del siglo XX ; el mismo que, adaptando la división de literatos que hace Philip Ravh –«pieles rojas» y «rostros pálidos»: bulliciosos y anárquicos, los primeros; estirados y mojigatos, los segundos–, propone una tercera categoría, la de «rostros rojos», como síntesis subversiva de las otras dos. Un intérprete magistral del deseo y la obsesión eróticos, aunque haya sido etiquetado de misógino. Un observador sagaz del entramado sociopolítico que, con mirada cínica y grandes dosis de ingenio –«Seriedad Absoluta y Guasa Total son mis amigos más íntimos»–, estudia la psicología judía americana, aunque también lo han llamado antisemita, tal vez porque el sarcasmo se extiende más allá. Philip Roth es uno de los principales representantes de la novela judeoamericana, una escuela de orientación urbana, norteña y liberal (o radical); de tenor irónico y humor amargo; preocupada por los temas de la identidad y la seguridad personal y moral; poblada por schlemiels o schlimazels , héroes candorosos y, no obstante, solapados; trágicamente desdichados en un dominio ridículo y absurdo; marginales quijotescamente sacrificados, desconcertados e ineficaces, pues, aunque luchan y se esfuerzan, están siempre en camino, destinados a no llegar nunca. He aquí una sugestiva sinopsis con la que el profesor Pérez Gállego introduce un estudio de la «novela judía»: «El "judío" domina la narrativa actual. Es un tópico tantas veces repetido que conviene no olvidarlo. Saul Bellow en Herzog mpuso muchos de los códigos de comportamiento moral de numerosas ovelas posteriores. Neurosis y alienación, soledad y amargura se funden en una búsqueda obsesiva de valores reales, que en autores como Malamud tampoco se encuentran y que le conduce hasta el apocalipsis que se vislumbra en God's Grace . Es la época del psicoanálisis, y Freud se funde con Borges para dar paso a la soledad que exhiben las obras de Philip Roth, Irving Shaw o Joseph Heller. El dominador y el sometido, el verdugo y la víctima, todo ello en un cuadro de nihilismo atroz donde la existencia humana es difícil y supera los postulados que ya Isaac B. Singer había marcado. La moral yiddish se enfrenta con un marco realista, donde héroes desorientados, como Moses Herzog, buscan una explicación a sus vidas» [ 1 ] .
La tradición se habría fijado con Henry Roth, Abraham Cahan, Michael Gold e Isaac Bashevis Singer, entre otros, para adquirir un nuevo sentido en la posguerra: un modo más franco y experimental, a la hora de hacer compatibles los recuerdos del holocausto con un nuevo arraigo en una sociedad abierta, como vemos en las obras de Saul Bellow o Bernard Malamud, dos de los grandes prosistas americanos actuales. Y así se empezó a hablar de la literatura del «renacimiento judío» como fenómeno sociológico y racial, una clasificación contra la que se pronunciaría el propio Bellow [ 2 ] : son los críticos y los profesores de literatura los que han metido en el mismo saco a autores muy diferentes entre sí, atendiendo sólo a su origen étnico, lo que, en cierto modo, es como encerrarlos en un gueto literario. Las técnicas artísticas son tan diversas que producen un canon ficcional muy heterogéneo, incluso en un mismo autor, lo cual dificulta la tarea de calificar sus proyectos y sus logros. Es el caso de Philip Roth, quien, como observa McDaniel [ 3 ] , ha sido llamado moralista judío y lo contrario, romántico y realista, polemista, satírico, manierista, sentimental...; ha sido aplaudido por mantener una visión social precisa y crítica, pero también acusado de ofrecer una imagen desvirtuada de la sociedad, o una perspectiva vital meramente personal. Parece que su singularidad se halla vinculada al compromiso con el realismo social: la confrontación del individuo y la comunidad; la disparidad entre el ámbito privado y el público. Las crisis que concibe son más morales que ontológicas, pues, aunque el personaje comienza con un problema de identidad o de personalidad, acaba preguntándose cuál es su relación con la sociedad. La intención es moral; el método, realista, y la temática, social; así que, antes de incluirlo en el círculo de escritores judeoamericanos y discutir si propende a una estructura cerrada o abierta, hacia el héroe víctima o el héroe activista, quizá convenga asociarlo con los novelistas de costumbres que cultivan el realismo moral, como Henry James, por ejemplo, con el que comparte la concepción artística y a cuyo modelo literario se refiere en repetidas coyunturas de intertextualidad. Y es que la literatura no sólo ha de tratar de cuestiones morales, sino que tiene como objeto elevar la conciencia del lector, mediante una exploración realista de la condición humana, a través de unos personajes que descienden al absurdo de la experiencia desde la fantasía, la metáfora o la vida misma.

Notas:

[ 1 ] Cándido Pérez Gállego, Félix Martín, Leopoldo Mateo, Literatura norteamericana actual , Cátedra, Madrid, 1986, p. 52.
[ 2 ] Vid. entrevista de Marc Saporta, Figaro Littéraire (17-3-1969), en Marc Saporta, Historia de la novela norteamericana , Júcar, Madrid, 1976, pp. 290-292.
[ 3 ] John N. McDaniel, «Distinctive Features of Roth's Artistic Vision», en Harold Bloom, ed., Philip Roth , Chelsea House Publishers, Philadelphia, 2003, pp. 41-55. El profesor de la Universidad de Tennessee, a quien debemos el primer trabajo extenso sobre Roth, presenta aquí un oportuno resumen de las características de su obra.

EL NOTABLE ESCRITOR Y SU POLEMICO LIBRO "LA CONJURA CONTRA AMERICA"


Parte de la hipótesis de que el antisemita Charles Lindberg llegara a la Presidencia

Año 1940. El aviador Charles A. Lindbergh, héroe nacional estadounidense, decide presentarse como candidato a presidente de EE.UU. por el Partido Republicano. Su principal eslogan (votar Lindbergh o votar guerra) pone el énfasis en la no intervención en la Segunda Guerra Mundial, "un conflicto europeo". El antisemita Lindbergh llega, pues, a la Casa Blanca y firma un pacto de no agresión con Hitler. Y los judíos del país empiezan a vivir episodios de discriminación, que van incrementándose progresivamente. Estamos en La conjura contra América, la apasionante novela de Philip Roth -eterno candidato al Nobel-, que edita Sudamericana en Buenos Aires esta semana. Desde Nueva York, Roth rompió su habitual hermetismo y explicó los orígenes de la singular obra que, para muchos, traza una parábola sobre Bush.

-¿Se llegó a considerar realmente la candidatura de Lindbergh?

-Fueron unos pocos republicanos, y no llegaron a comunicar su propuesta a la convención por lo que la cosa se quedó en una idea no materializada. En 1927, había piloteado el primer vuelo transatlántico sin escalas, entre Nueva York y París. Dinámico y apuesto, era un auténtico héroe.

-¿Por qué llegó a relacionarlo con el poder nazi?

-Los hechos son que en 1938 recibió la Cruz de Servicio del Aguila de manos nada menos que de Goering. Realizó significativos viajes a Alemania en los años treinta, entrevistándose con altos cargos, aunque sus defensores arguyen que era en funciones de espía. Criticaba la "propaganda judía", y se movió en los círculos proalemanes de nuestro país.

-¿Por qué los protagonistas del libro son su familia, los Roth?

-La primera idea era que Lindbergh llegara a presidente, explicado de forma tan verosímil que se impusiera como una realidad. Mi segundo objetivo: realizar un experimento de laboratorio, es decir, situar a mi familia real en ese escenario, e imaginar cómo hubieran sido sus comportamientos. Creo que por primera vez hice política-ficción...

-Ya en ese tren, ¿por qué no plasmó directamente un holocausto americano? ¿Por qué sólo manifestaciones de racismo y antisemitismo?

-¡Es América, no Europa! Lo hice así porque yo imagino que eso podía haber sucedido en mi país exactamente de ese modo, no hay un paralelo con la situación europea. Mi imaginación no puede funcionar en esa dirección, no quería inventarme campos de exterminio, quería que fuera creíble y que hubiera espacio para la sonrisa Lindbergh no es un dictador, sino un gobernante democrático de derechas que hace un pacto con Hitler. Los hechos son que Europa tuvo a Hitler y EE. UU., a Roosevelt. ¿De verdad cree que los americanos nos merecíamos tener un Hitler? EE.UU. fue muy afortunado de tener a Roosevelt entre 1933 y 1945. Fue un político democrático, que ejerció un buen gobierno y sacó al país de la depresión. Los republicanos de Hoover habrían aumentado la crisis económica. Ahí sí que veo un paralelismo en negativo con la situación actual, con la actuación de Bush ante el huracán Katrina. Si el gobierno no es necesario tal vez no deba intervenir pero, en cambio, cuando lo es, debe hacerlo fuertemente. Y este gobierno destroza todo lo que se parezca al Estado de Bienestar. Los grandes problemas los solucionan los gobiernos.

-El libro muestra la humillación cotidiana de las familias judías. ¿Vivió usted así en EE.UU.?

-No, formo parte de otra generación. El período de mayor antisemitismo en Occidente fueron los años treinta. Fueron malos años para los judíos en todo el mundo. En el caso de América, no hubo una violencia institucionalizada, pero ciertamente se dieron casos de exclusión. Supe de ello a través de historias de mi familia y del vecindario judío, siempre contadas por gente mayor. Crecí muy protegido en un barrio de trabajadores con buenas escuelas y vecinos amables; a pesar de la guerra, jamás tuvimos miedo. Pasó el tiempo, el mundo cambió, América también cambió y la discriminación sufrida por nuestros padres desapareció con los nuevos tiempos.

-Pero es la primera vez que escribe sobre los judíos enfatizando su papel de víctimas.

-Eso es probablemente cierto. Nunca ha sido una obesión mía hablar del sufrimiento de los judíos. Mis temas son los momentos históricos de América: Vietnam, la II Guerra Mundial...

-Su novela ha sido leída como una crítica a George Bush. ¿Funciona de esa misma manera para usted?

-Bush ni siquiera había nacido cuando transcurren los hechos. Mis opiniones sobre Bush son muy claras y muy contrarias, pero cuando escribo hago otra cosa. La izquierda utiliza mi novela para cargar contra Bush.

"La conjura contra América"

El temor gobierna estas memorias, un temor perpetuo. Por supuesto, no hay infancia sin terrores, pero me pregunto si no habría sido yo un niño menos asustado de no haber tenido a Lindbergh por presidente o de no haber sido hijo de judíos. En junio de 1940, cuando se produjo el primer sobresalto -la nominación por parte de la Convención Republicana en Filadelfia, de Charles A. Lindbergh, el héroe norteamericano de la aviación y de fama internacional, como candidato a la presidencia-, mi padre tenía treinta y nueve años, era agente de seguros y tenía una educación de enseñanaza media elemental, con unos ingresos de algo menos de cincuenta dólares a la semana, cantidad suficiente para pagar a tiempo las facturas básicas, pero poco más. Mi madre, que había querido estudiar magisterio pero no se lo pudo costear, que al finalizar la enseñanza secundaria había vivido en casa de su familia y trabajando como secretaria en una empresa, que había evitado que nos sintiéramos pobres durante la peor época de la Depresión, administrando el salario que mi padre le entregaba cada viernes con tanta eficiencia como la que mostraba en el manejo de la casa, tenía treinta y seis (...)

Xavi Ayén. LA VANGUARDIA Y CLARIN


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