ROMAN GUBERN |
Pocos mitos han hecho correr tanta tinta como el del vampiro, con sus múltiples significados e implicaciones, amén de la fascinación que ejerce sobre la imaginación popular. Su gran complejidad deriva de sus orígenes multicausales, que aquí trataremos de exponer sintéticamente y con cierto orden. El vampiro europeo tiene una matriz balcánica y campesina y su designación con tal nombre surge a inicios del siglo XVIII, procedente de la palabra húngara vampir —común con el serbocroata—, pues antes se les conocía con otros nombres, como upierz, upires, striger, etc., según los lugares. Este origen se debe a que se trata de una leyenda primordialmente eslava y magiar, que proliferó en Hungría de 1730 a 1735. Cada sociedad europea modificó al vampiro, sus características y atributos, para acomodarlo a su cultura local. Pero muestran algunos rasgos comunes y en Europa oriental se creía que eran candidatos firmes a vampiros, tras fallecer, los suicidas, los excomulgados, los apóstatas, los perjuros, los niños que morían sin bautizar, quienes no recibieron ritos funerarios religiosos, quienes practicaban la brujería, etc. Y en Bulgaria se creía que el vampiro era consecuencia de la negativa del alma a admitir la muerte de su cuerpo.1 A pesar de su variedad y sus particularismos locales, el potente mito de Drácula, formalizado en 1897, ha contribuido a homogeneizar la diversidad vampirística en la cultura popular, la ha reducido y ha tendido a crear un patrón arquetípico único y universal.
Pero los vampiros, con nombres diversos, se hallan en las tradiciones griega, china, árabe, hindú, etc., mostrando la universalidad de su figura. En la Mesopotamia del año 2300 antes de Jesucristo circulaba ya un demonio chupador de sangre llamado Akakarm. Los griegos designaron a estos personajes lamias. Frazer, en La rama dorada, relata numerosos ritos relacionados con prácticas vampíricas. Así, en Grecia, en la India y en Indonesia la succión de sangre de ciertos animales sacrificados producía un estado de inspiración clarividente,2 mientras que los «sacerdotes fetiches» de Loango, que padecían severos tabúes alimenticios, podían en cambio beber sangre fresca3 y los aborígenes australianos se cortaban y vertían su sangre en las tumbas de sus amigos para ayudarles a renacer.4 Es fama que Faustina, la esposa del emperador Marco Antonio, bebía la sangre de gladiadores moribundos para asegurar su fertilidad. En algunos países los guerreros bebían la sangre de los enemigos muertos en el campo de batalla para fortalecerse, según una creencia caníbal muy común que pretendía que la ingesta de sangre o carne de una persona permitía apropiarse de los atributos vitales del muerto. En algunas culturas médicas del pasado se creyó que los epilépticos podían curarse si bebían sangre de un criminal decapitado. Los aztecas ofrecían el corazón sangrante de sus víctimas a sus dioses y derramaban su sangre en la cabeza de sus ídolos, para complacerles, y en once cuentos de Las mil y una noches aparecen vampiros de ambos sexos. Este mito dionisiaco y multifacético sería luego reciclado por el temor satánico que habita en el pathos cristiano.
El vampirismo hematófago se basa en una lógica fisiológica meridiana: puesto que las personas se debilitan o mueren al perder sangre, deben fortalecerse o resucitar al recibirla. La succión vampírica viene a ser una transfusión por vía oral y es interesante observar que el vampiro se especializa en la succión de sangre arterial (como la de la yugular), por ser sangre oxigenada, en detrimento de la sangre venosa. Esta ecuación que convierte a la sangre en energía vital se hallaba ya en la Biblia, pues en el Deuteronomio (12: 23) se lee que «la sangre es vida», sentencia que Bram Stoker puso precisamente en boca de Renfield, un siervo de Drácula.5 Y en el Levítico (17: 11) Jehová afirma que «la vida de la carne está en la sangre». Y más tarde, en el Evangelio de Juan (6: 54), Jesucristo reitera que «quien coma mi carne y beba mi sangre tendrá una vida eterna». Por lo tanto, también el judaísmo y el cristianismo participaron de la concepción de la sangre como energía vital, con una fuerte impregnación sagrada.
En la historia europea se hallan casos flagrantes de vampirismo, tal vez el más famoso el de la condesa Erzsébet Báthory, quien vivió en el castillo de Csejthe, en los pequeños Cárpatos fronterizos con Eslovaquia. Tras la muerte de su marido en 1604 su miedo a envejecer se exasperó e hizo asesinar a unas seiscientas cincuenta muchachas vírgenes para bañarse en su sangre, en la creencia de que así preservaría su juventud. Condenada a reclusión perpetua en su castillo, falleció en agosto de 1614. Su historia ha sido llevada varias veces al cine. La productora británica Hammer Films lo hizo en Countess Dracula (1971), dirigida por el húngaro Peter Sasdy y con Ingrid Pitt como protagonista. Al año siguiente Jorge Grau rodó la coproducción hispano-italiana Ceremonia sangrienta, protagonizada por Lucía Bosé. Y puede considerarse en cierto modo una versión modernizada del caso I vampiri (1956), film codirigido por los italianos Mario Bava y Riccardo Freda y en el que la duquesa Margarita (Gianna Maria Canale), con la complicidad de un médico (Antoine Balpétré), hacía desangrar cuerpos de muchachas, arrojadas después al Sena, para preservar con su fluido vital su juventud. De Fritz Haarmann, llamado «vampiro de Hannover», y de Peter Kürten, bautizado «vampiro de Dusseldorf», nos hemos ocupado ya en el séptimo capítulo.
El mito del muerto-viviente, que está en el origen del vampirismo, se asentó en la Europa medieval durante las grandes epidemias, en las que sus víctimas eran enterradas precipitadamente, a veces antes de morir, de modo que los más afortunados podían escapar de sus toscas tumbas, provocando espanto en sus conocidos; o bien al abrir sus ataúdes se comprobaba que su cuerpo se había movido, en un desesperado intento por huir de su tumba, o había mordido el sudario en su desesperación, o había arañado la madera, o su propio rostro, etc. A estos casos hay que añadir los cadáveres desfigurados por mordeduras de ratas —atribuidas a vampiros—, animales que proliferaron precisamente durante la llamada «peste negra» (peste bubónica, transmitida por roedores y pulgas), cuyo período crítico se extendió de 1343 a 1348, pero con recaídas a lo largo de tres siglos, y que se saldó con veinticinco millones de muertos en el continente. De la Gran Plaga de Londres (1665), con sus enterrados prematuros y sus muertos que se alzaban del lecho, nos ha dejado Daniel Defoe un relato tremendo en su Diario de un año de la peste (1722). A estas situaciones colectivas excepcionales hay que añadir, en épocas en que las comprobaciones médicas eran muy imperfectas, la tragedia de los enterrados vivos, entre ellos las víctimas de la catalepsia (o muerte aparente). Tras percibir ruidos en el cementerio eran desenterrados, para comprobar con espanto que su cuerpo se había movido o su expresión estaba desencajada. En 1896, cuando Stoker estaba escribiendo su Drácula, el doctor Frantz Hartmann publicó en Londres su libro Premature Burial, narrando muchos casos terribles de este tipo. Habría que añadir todavía la prolongada actividad de los ladrones de cadáveres en cementerios, para investigación o prácticas de anatomía, que conducían también a descubrir ataúdes inexplicablemente vacíos. Así se fue forjando la leyenda de los muertos vivientes.
Este mito era, en realidad, una derivación de la creencia cristiana en la brujería como actividad de origen diabólico, pues vampirismo y brujería compartían su común tronco satánico. A instancia del poco ejemplar papa Inocencio VIII, los dominicos Johann Sprenger, de la Universidad de Colonia, y Heinrich Kraemer, de la Universidad de Salzburgo, redactaron el Malleus maleficarum [Martillo de maleficios], manual canónico publicado en 1486 y usado por los inquisidores —tanto católicos como protestantes— para perseguir a los responsables de actividades diabólicas y muy especialmente de la brujería, autorizando para ello el recurso a la tortura. De su influencia da idea el que conociera veintiocho ediciones hasta 1600, aunque siguió utilizándose hasta principios del siglo XVIII. La coincidencia de católicos y protestantes en la obsesión antidemoníaca es interesante, ya que existían matices no pequeños en los diagnósticos vampíricos. Así, en la creencia medieval acerca de muertos inquietos en su tumba o errantes por sus alrededores convergían las supersticiones paganas y la doctrina católica del purgatorio, para explicar su inquietud transitoria, pero la doctrina del purgatorio era negada en cambio por el protestantismo.
Las explicaciones de los ritos contra los vampiros también tenían su lógica peculiar. Según algunos tratados, la estaca clavada en el corazón del vampiro conseguía clavar su alma al suelo, por lo que ya no podía incordiar más a los mortales (hasta 1824 no se abolió en Inglaterra una ley que obligaba a clavar una estaca en el corazón de los suicidas). Esta lógica es concordante con una práctica funeraria en Rumania, donde se plantaba a veces un abeto cerca o sobre las tumbas para luchar contra el vampirismo, en la creencia de que así se ataba al muerto a la tierra con sus raíces.6 El primer tratado general sobre vampirismo fue Magia Posthuma (1706), de Karl Ferdinand Schertz, en el siglo que vivió el apogeo de la obsesión vampírica.
En el siglo de la Ilustración se asistió, en efecto, a una verdadera eclosión vampírica, pero también a su definitivo descrédito, aunque en Bulgaria hubo todavía, en 1863, una tardía plaga de vampirismo en ciertas zonas rurales. Con razón podría escribir Collin de Plancy a principios del siguiente siglo en su Diccionario infernal (1803): «Los vampiros no se han mostrado con todo su brillo en los siglos bárbaros y entre los pueblos salvajes, sí que se han manifestado en el siglo de Diderot y de los Voltaire, en la Europa que se dice civilizada.»7 Algunos informes doctos del siglo XVIII sobre el vampirismo en Europa central, encargados por las autoridades, señalaban ya como uno de sus factores que sus poblaciones estaban mal alimentadas y eran supersticiosas, lo que implicaba el reconocimiento del subjetivismo en su creencia. Mientras la Iglesia romana en el siglo XVIII, tras una fase de credulidad, acabó por negar la realidad del vampirismo, la Iglesia ortodoxa griega siguió admitiéndolo, lo que causó no pocas confusiones. Un buen exponente de la postura de la Iglesia romana lo suministró el libro del abate benedictino Agustin Calmet titulado Dissertation sur les apparitions des demons et des esprits et sur les revenants et vampires de Hongrie, de Bohemie, de Moravie et de Silesie (1746), que conoció tres reediciones. Calmet propuso en su libro tres explicaciones posibles para el vampirismo: eran enterrados vivos que salían de sus sepulturas, eran casos de regreso a la vida autorizados por Dios, o bien eran un prodigio del demonio. Pero su documentado libro, que constituye una verdadera mina de información sobre la cuestión, se muestra generalmente escéptico acerca de esta superstición popular. No deja Calmet de compilar los ritos para exterminar al vampiro: desenterrar el cadáver para empalarlo, cortarle la cabeza, quemarlo o sacarle el corazón. Y también recoge un mucho menos conocido preventivo contra el monstruo: amasar harina con sangre de un vampiro para hacer pan y consumirlo diariamente. Es decir, una especie de antihostia de propiedades homeopáticas.
Los naturalistas europeos que en el siglo XVIII estudiaron los murciélagos hematófagos americanos les llamaron vampiros, extrapolando las características de los chupadores de sangre humanos, cuya leyenda conocían. En Drácula, un personaje alude a este quiróptero americano que lame la sangre de mamíferos y ataca a los ganados en aquel continente, afirmando que presenció en la pampa argentina a una yegua desangrada por un vampiro.8 Y Van Helsing califica a Drácula, en el mismo libro, de «bestia».9 En realidad, era una designación redundante, pues el vampiro se ha asimilado reiteradamente al murciélago, que sale de noche y duerme de día. A diferencia de otros animales voladores, el murciélago común y el murciélago hematófago americano son mamíferos, como el hombre: son mamíferos voladores, que encarnan un sueño humano ancestral, del que Ícaro fue buena muestra. Según algunas tradiciones cristianas, en las ceremonias de exorcismo el demonio sale volando de la boca del poseído en forma de murciélago. Y al demonio se le representa en la iconografía cristiana con alas de murciélago, que contrastan con las esbeltas alas de cisne de los ángeles. De su dieta sanguínea derivaría, según la leyenda, su aliento fétido. El vampiro se transforma también con frecuencia en lobo, animal depredador temido por los campesinos y que vincula este mito con el del licántropo, al que nos hemos referido ya en el décimo capítulo. Más tarde, el evolucionismo darwiniano pareció dar consistencia al temor a la regresión del hombre hacia la bestialidad, a modo de retrometamorfosis vital.
El vampiro y el hombre-lobo comparten el contagio a través del mordisco y su resultante metamorfosis identitaria, de modo que su sangría corrompe el alma y altera las condiciones físicas de la víctima. Y su mito ficcional se asienta en una estructura expansiva de tipo contagioso, como la peste, con la que el vampirismo ha sido con frecuencia comparado. Cuando el conde Drácula llega a Londres distribuye cajas con tierra por diversos lugares de la ciudad, para facilitar su irradiación pestífera y consolidar así su expansiva cofradía sanguinaria.
Pero el vampiro, mito polivalente donde los haya, es también un símbolo de las fricciones entre la naturaleza animal y cultural del hombre, interpretadas a la luz de la teología cristiana. Puesto que la única finalidad natural de la vida es su perpetuación, el vampiro formula la contradicción entre el deseo innato y egoísta de inmortalidad, ya proclamado en la era alquimista, y la demonización de tal deseo, proscrito por la cultura eclesiástica. En el siglo XIX se asistiría a nuevas formulaciones terroríficas de esta aspiración, como hizo Poe en El caso del señor Valdemar (The Facts in the Case of M. Valdemar), donde el narrador conseguía suspender el proceso mortal del moribundo Valdemar durante meses, mediante su energía hipnótica.
Ahora bien, si en la Iglesia romana el cuerpo incorrupto ha sido tradicionalmente percibido como signo de santidad, en la Iglesia ortodoxa oriental ha representado en cambio una señal diabólica, reveladora de un alma en pena condenada a no encontrar el reposo eterno. En este caso, la inmortalidad, sueño ancestral del hombre, no aparece como premio o privilegio, sino como condena o castigo, pues la muerte no ha liberado al alma de su envoltorio carnal.
El vampiro es un no-muerto (undead, en inglés), lo que supone un concepto paradójico o contradictorio, porque los no- muertos son muertos en vida o vivos que están muertos. A diferencia de los fantasmas y los espectros, el vampiro posee un cuerpo, pero es un cuerpo muerto. Tras el primer encuentro de Jonathan Harker con Drácula, anota en su diario que «su mano estaba fría como el hielo y más bien parecía la mano de un muerto»,10 señalando luego su «palidez extraordinaria».11 Su reposo diurno en el ataúd disipa toda duda y el hedor de los recintos en que reposa lo corrobora, sugiriendo de nuevo su asociación al tema de la peste. El mito del vampiro quiebra, en definitiva, la dualidad vida-muerte del cristianismo y la convierte en un inquietante monismo.
Ante el cadáver vampirizado de Lucy, el doctor Van Helsing le dice a Arthur: «Es su cuerpo y, no obstante, no lo es.»12 En efecto, el vampiro no es un muerto típico, pues ha sufrido una mutación de identidad que le ha convertido en un alma en pena, condenada a una dolorosa inmortalidad y privada del reposo de ultratumba, hasta que el rito apropiado (la estaca en el corazón, la decapitación, la cremación) le permita acceder al verdadero reposo de la verdadera muerte. Cuando Van Helsing ha destruido ritualmente a la Lucy vampirizada, poco después de la frase anterior, añade: «Ahora es una verdadera muerta de Dios, ¡y su alma está con Él!»13
Muchos signos delatan que el vampiro es un alma. Cuando el segundo oficial del Deméter intenta apuñalar al conde Drácula en la cubierta de su barco, «el cuchillo lo atravesó como si allí sólo hubiera aire».14 Además, los vampiros, por la misma razón, no se reflejan en los espejos ni proyectan sombra. Leonard Wolf, en buen racionalista, atribuye su falta de reflejo en los espejos a que: 1) tendemos a no creer en ellos; 2) nos negamos a ver aspectos de nosotros mismos que son propios de los vampiros.15 Pero, en la lógica de la fabulación, hay que reiterar que no se reflejan en los espejos porque son almas. Una tradición veda asegura, nos recordó Otto Rank, que cuando alguien no puede ver su imagen en un espejo es que está muerto.16 Lo mismo ocurre con la carencia de sombra, si bien el cine ha prescindido usualmente de esta característica, tanto por razones fotográficas prácticas, como por el valor fotogénico y simbólico de la sombra en la pantalla, como pronto descubrió Murnau en su Nosferatu.
En el vampiro se confunden las figuras nefandas del alma en pena y del demonio, o de un emisario o servidor suyo, en un nuevo capítulo de la lucha metafísica entre el bien y el mal. En la novela Drácula las observaciones en este sentido son numerosísimas. Jonathan Harker anota que «el rojo fulgor que [los ojos de Drácula] despedían era espeluznante, como si en ellos ardieran las llamas del infierno».17 Y el vampiro le mira «con una malévola sonrisa que parecía venir de las profundidades del infierno».18 El doctor Seward observa, por su parte, que los ojos de la vampirizada Lucy «parecían despedir chispas procedentes del fuego del infierno».19 Por añadidura, los vampiros temen al crucifijo, les ahuyenta el agua bendita, pueden ser destruidos por una bala de plata bendecida y se ocultan a la luz del sol (símbolo de la divinidad), que además los destruye.
El vampiro ofrece también un llamativo simbolismo sexual. Acostumbra a ser un personaje físicamente atractivo, o por lo menos ejerce una extraña atracción/repulsión sobre sus víctimas, reforzando su fascinación a veces por su capacidad hipnótica. Con frecuencia es un aristócrata elegante (como Lord Ruthven y el conde Drácula) y su actuación depredadora tiene lugar durante la noche, el momento privilegiado para el amor. Su rito consiste en un beso en el que sus largos caninos fálicos penetran la piel de su víctima (preferentemente heterosexual, a partir de Drácula), haciendo manar su sangre, como en un acto de desfloración, que chupa a continuación. Las víctimas caen en un estado de languidez y sueño tras el beso, reminiscente del post-coitum y, cuando han probado varias veces esta caricia bucal, buscan con afán repetir la experiencia, abriendo ventanas o retirando crucifijos para facilitar la llegada del vampiro. La escena en que Drácula se abre una vena del pecho y empuja la cabeza de Mina Harker para que le chupe la sangre, evoca intensamente la iconografía de una felación.20
Ya nos hemos referido al «mordisco erótico» en el octavo capítulo y sólo resta añadir aquí que el mordisco del vampiro —un típico acto de sadismo oral— encarna el acto sexual impronunciable en contextos culturales puritanos, pero a la vez lo presenta como acto nefando y condenable, en una asociación contundente del placer físico y de la perdición moral, por no mencionar el contagio vampírico que puede asociarse a la transmisión de enfermedades venéreas, como la sífilis, que durante siglos supuso una forma de condenación irremisible. El contenido erótico de la actividad vampírica es tan evidente, que Roman Polanski bromeó en El baile de los vampiros (The Fearless Vampire Killers, 1967) con un vampiro afeminado y homosexual —interpretado por Ian Quarrier—, que causó hilaridad en el público.
Todo lo dicho vale igualmente para la vampira, como la deseable Carmilla, de la que pronto nos ocuparemos, o las tres hembras que en el castillo de Drácula están a punto de abalanzarse sobre Jonathan Harker, respetando también la norma heterosexual. Y cuando Lucy es vampirizada en la novela de Stoker y se entrega a la depredación paidofílica, el doctor Seward observa que la habitual pureza de Lucy se transforma en una «desenfrenada voluptuosidad» y que en sus pupilas brillan «la salacidad y el fuego infernal».21 Joan Prat ha observado pertinentemente que el vampiro es selectivo con las mujeres.22 A las campesinas, después de chuparles la sangre, generalmente las deja morir. Pero la seducción de las de alto estatus social es más elaborada y acaban por convertirse a su vez en vampiras y cómplices suyas.
El neurólogo Juan Gómez-Alonso llevó a cabo un estudio meticuloso acerca de los síntomas propios del vampirismo, Hegando a la conclusión de que el rechazo de la luz solar (fotofobia), al agua (hidrofobia), a los espejos, el salir de noche o la hiperactividad sexual, atribuidos al vampiro, son síntomas propios de tres enfermedades distintas: la rabia (o hidrofobia), la esquizofrenia y la porfiria, poniendo especial énfasis en la primera de ellas. Gómez-Alonso distingue entre el «vampiro yacente» y el «vampiro errante»,23 que es el que le interesa especialmente. La aversión a los espejos y la inversión del ritmo vigilia-sueño son propias de la esquizofrenia. La porfiria —que el bioquímico David H. Dolphin ha postulado en 1985 como explicativa del mito vampírico— es el nombre genérico dado a un grupo de enfermedades hereditarias caracterizadas por la sobreproducción por el organismo de porfirinas, el pigmento ferroso de la hemoglobina, que transporta oxígeno a los glóbulos rojos. Uno de sus síntomas es la fotofobia, pues la piel del porfírico es dañada gravemente por la luz solar, que le causa lesiones cutáneas y hasta aumento del vello (lo que explicaría el mito de la licantropía), además de la anemia y, eventualmente, la aparición de delirios.
Pero Gómez-Alonso concede especial protagonismo a la rabia o hidrofobia, que conoció brotes epidémicos importantes en Europa a principios del siglo XVIII, irradiada desde Europa oriental. La rabia produce en sus pacientes, en efecto, ataques de agresividad acompañados de mordiscos, hipersexualidad, ansiedad, vagabundeo y alteración del ciclo vigilia-sueño. En los ataques, el paciente muestra sus labios retraídos que descubren sus dientes, la saliva no puede ser tragada, por lo que espumajean y vomitan un fluido sanguinolento, manifestándose también fotofobia y fobia a los espejos. Por otra parte, la rabia no solamente la transmiten los cánidos (perros, lobos) con sus mordiscos, como comúnmente se cree, sino también los murciélagos y murciélagos hematófagos (vampiros americanos), lo que parece altamente significativo.
Pero es interesante observar algunas convergencias de los datos clínicos con el universo simbólico. Así, la fobia del vampiro al agua (como las víctimas de rabia) converge con la significación del agua como símbolo tradicional de pureza, además de ser apagadora del fuego (del infierno), dando plena coherencia al mito. Y si siempre se ha afirmado que la aversión del vampiro a los ajos es en razón de su mal olor, podemos añadir —nunca lo hemos visto citado antes— el uso tradicional de esta planta para hacer descender la presión sanguínea, lo que parece un arma eficaz contra él. De este hipotensor casero dice el folklore terapéutico español:
Con el ajo
la presión abajo.
Fue Goethe quien hizo literariamente respetable el tema del vampirismo, un tema que era hasta entonces sólo objeto de leyendas y cuentos populares, al reelaborar un relato de la Grecia clásica en su balada «La novia de Corinto», remozado por leyendas eslavas y húngaras, escrita en junio de 1797. Su poema está protagonizado por una novia cristiana que sale de su tumba para buscar la sangre de su amado pagano y de otros jóvenes, para que prolongue su existencia. Sorprendida por su madre, le dice:24
La tumba abandoné, de hallar ansiosa
a ese novio perdido y la caliente
sangre del corazón sorberle toda.
Luego buscaré otro corazón juvenil,
y así todos mi sed han de extinguir.
El primer relato extenso en lengua inglesa inspirado en el vampirismo fue The Vampire, del doctor John William Polidori, quien acompañó a Lord Byron en el viaje a Europa que acabó recalando en la Villa Diodati, donde se forjó también el mito de Frankenstein. Polidori no hizo más que desarrollar el esquema o borrador incipiente propuesto por Byron en aquel concurso literario y su relato apareció en abril de 1819 en el New Monthly Magazine, firmado por Byron, aunque no era su autor. Como el viaje de Polidori y Byron por el continente hizo que su relación se enfriase por su incompatibilidad de caracteres, y lo acabasen separadamente, se ha afirmado que Polidori tomó a Byron como modelo para su aristocrático y cruel vampiro. Dos años después de publicado este texto Polidori —que era tío del poeta y pintor Dante Gabriel Rossetti— se quitó la vida ingiriendo ácido prúsico. The Vampire se convertiría en una de las matrices de la literatura fantástica de terror en el romanticismo inglés.
El protagonista de The Vampire es Lord Ruthven, de quien el autor escribe que «a pesar del tinte cadavérico de su semblante, que nunca adquiría un color más vivo, ni el del sonrojo de la modestia, ni el de las llamas del amor, su fisonomía era hermosa».25 Es decir, hace compatible la condición cadavérica y el atractivo sexual, como es frecuente en los vampiros. En el relato, el joven Aubrey acompaña a Lord Ruthven en un viaje por Europa (como hicieron Byron y Polidori) y va descubriendo paulatinamente el carácter perverso de su personalidad, por lo que se separa de él y sigue el viaje solo (como ocurrió con Byron y Polidori). En Grecia Aubrey se enamora de la joven Ianthe, pero es asesinada por un vampiro, que no es otro que Lord Ruthven. Por entonces averigua que el aristócrata ha llegado a Grecia y vuelven a encontrarse, en una escena en que Ruthven consuela a Aubrey. Pero el lord es herido en una escaramuza con unos ladrones y luego muere, aunque su cadáver pronto desaparece. Aubrey regresa a Londres y allí Lord Ruthven le asedia, hasta provocarle tal alteración que es confiado a la vigilancia de unos tutores, quienes le encierran en una habitación vigilada. Durante su postración su hermana se promete al conde de Mardsen, pero Aubrey se da cuenta de que este nombre encubre a Lord Ruthven. Intenta que la boda se aplace, sin conseguirlo. Aubrey muere tras la boda, después de desvelar a sus tutores la identidad maligna de Lord Ruthven. Los tutores tratan de localizarle, pero encuentran que su hermana ya ha muerto.
Polidori describe en The Vampire un caso de paranoia, con coloración homosexual, pues el joven protagonista admira al libertino vampiro y esta admiración le lleva a acompañarle en su viaje por Europa, iniciativa que le resultará funesta, pues su maldición no dejará de perseguirle a él y a sus seres queridos. Lord Ruthven —que atormenta a los seres que ama, característica que heredarán Carmilla y Drácula— supuso una nueva formulación del Doppelgänger, de la doble identidad, pues el vampiro es un muerto, pero se parece y actúa como un ser vivo. Por otra parte, su estatuto aristocrático y su porte elegante proponen una insidiosa fractura entre apariencia y realidad, en un caso típico de doble vida secreta, que aquí enmascara una actividad asesina.
Lord Ruthven gozó en su tiempo de una popularidad equivalente a la que alcanzaría Drácula en el siglo siguiente. El texto de Polidori entusiasmó a Charles Nodier, quien escribió la secuela Laure Ruthven (1820) y además convirtió a su vampiro en el protagonista del melodrama Le Vampire, que se estrenó con gran éxito en París, en el Théâtre de la Porte-Saint-Martin, el 13 de junio de 1820, con música de Alexandre Piccini. Fue traducido al inglés y estrenado en la English Opera House de Londres en agosto de 1820. Y, basado en el drama de Nodier, en 1828 se estrenó en Leipzig la ópera Der Vampyr, con música de Heinrich Marschner y libreto de W. A. Wohlbrück, con Lord Ruthven actuando en Hungría.
El filón vampírico, cada vez más alejado del original de Polidori, se prolongó hasta la segunda mitad del siglo. En 1851 Alejandro Dumas (padre) escribió el drama en cinco actos Le Vampire, estrenado en el Ambigu-Comique de París el 20 de diciembre de 1851. Siguió otra versión de Scribe y Mélesville, Le Vampire, en la que Lord Ruthven actuaba en Hungría. De 1852 fue The Vampire, de Dion Boucicault, estrenado en el Princess Theatre el 19 de junio. Y en 1861 apareció la balada Il Vampiro, representada en Milán.
El vampiro quedó así definitivamente instalado en la literatura romántica europea y, entre sus tratamientos aparecidos en el último tercio del siglo, descuella con brillantez la novela Carmilla (1872), del irlandés Joseph Sheridan Le Fanu, que Leonard Wolf ha considerado su «más densa, intrigante y perfecta ficción».26 Carmilla ha recibido mucha atención por su audaz tratamiento de una pasión lésbica, que constituía en la época un categórico tabú sexual, añadiendo una transgresión erótica (el lesbianismo) a otra transgresión (el vampirismo). Pero Carmilla es también notable por su visión trágica y desesperada del amor pues, como escribe Wolf, «Le Fanu admite que el abrazo del vampiro es la mejor metáfora para los éxtasis y agonías del amor».27 La acción de Carmilla transcurre en un castillo de Estiria (Austria) y es narrada en primera persona por su protagonista, Laura, diez años después de acontecida. A diferencia de Drácula, la protagonista no se encamina hacia la residencia del vampiro, sino que es el vampiro el que llega del exterior, en forma de una atractiva muchacha cuyo carruaje sufre un accidente y es recogida en el castillo de la protagonista. A partir de ahí Le Fanu desarrolla la historia de una intensa pasión amorosa entre dos mujeres jóvenes, en la que Carmilla Karnstein, la hermosa vampira, fascina a Laura y le va sorbiendo su vida, hasta que es desenmascarada por el general Spielsdorf, quien ha perdido a su sobrina, víctima del mismo maleficio obrado por la joven Millarca. Finalmente, en las ruinas del castillo de los Karnstein se localiza el ataúd de Mircalla, condesa de Karnstein, cuyo cadáver es destruido con el ritual apropiado. Su poder vampírico estaba condicionado a que sus apariencias tuviesen siempre un nombre con las mismas letras: Carmilla, Millarca, Mircalla.
La descripción que Le Fanu hace de la relación entre Laura y Carmilla deja pocos equívocos, pues Laura reconoce que «era como el ardor de un amante. (...) Sus labios cálidos recorrían mi mejilla con besos y susurraba, casi en sollozos: “Eres mía, has de ser mía, y tú y yo somos una para siempre.” Entonces se reclinaba en su silla, con las manos sobre sus ojos, y me dejaba temblando».28 Como consecuencia de esta relación, Laura enferma de placer, con síntomas como pupilas dilatadas, ojeras, palidez y debilidad.29 Más tarde, el barón de Vordenburg, experto en vampirismo, confirmará: «el vampiro es propenso a ser víctima de pasiones vehementes, semejantes al amor».30
En 1931 el realizador danés Carl Dreyer se inspiró muy libremente en esta novela para rodar en Francia su film La bruja vampiro (Vampyr), aunque despojó de toda connotación erótica la relación vampírica entre dos mujeres —que nunca aparecen juntas—, subrayando en cambio su aspecto demoníaco. En el film David Gray (Julian West, seudónimo del productor del film, el barón Nicolás de Gunzburg), un joven estudioso de lo sobrenatural, llega a una posada solitaria cerca del pueblo de Courtempierre y asiste a extraños sucesos. Un anciano que vive en un castillo (Maurice Schutz), cuya hija Léone (Sybille Schmitz) está muy enferma, muere de un ataque al corazón. Léone es en realidad víctima de una anciana bruja vampiro que le chupa la sangre. Un cochero aparece muerto en el pescante de su vehículo. David se presta a dar sangre a la moribunda Léone y, aquella misma noche, impide que ingiera un veneno, proporcionado por su médico, para suicidarse. Luego descubre, con la ayuda de un sirviente, el ataúd donde se halla la bruja vampiro, que resulta ser Marguerite Chopin, fallecida en el pueblo el siglo anterior, a quien se le atribuyó el origen de una plaga y la Iglesia negó los sacramentos. Le clavan una estaca en el corazón y Léone se restablece. El malvado doctor perece sepultado en un depósito de harina —el simbolismo benéfico del trigo mata al cómplice vampírico—, cuya blanca pureza contrasta con la negrura de su alma.
Film lacónico y eminentemente visual, rodado con una cámara muy móvil —lo que era inusual en 1931—, recreó magistralmente un clima de pesadilla, presentando unas figuras fugaces y misteriosas: el anciano con la guadaña (alegoría de la muerte), el guarda cojo, el malvado doctor, etc. Al margen de toda lógica y convención de género, Dreyer mostró el vampirismo, como escribió Carlos Clarens, como «una enfermedad del alma».31 Dreyer desarrolló en su film la imaginería del Doppelgänger en dos ocasiones. En la primera, la sombra del guarda cojo va a sentarse en el mismo banco en que ya está sentado el guarda (sin sombra). En la segunda, más elaborada, el protagonista se queda dormido en un banco del parque, se desdobla nor sobreimpresión, pasea y ve cómo su cuerpo inmóvil y con los ojos muy abiertos yace dentro de un ataúd y es llevado a su entierro, mostrado en visión subjetiva desde el interior del ataúd. Pasa ante el banco en que David sigue durmiendo y éste se despierta. De manera que el protagonista aparece triplicado, durmiendo en el banco (visión objetiva), deambulando y en el interior del ataúd (desdoblamiento onírico).
Carmilla inspiró también, siempre con gran libertad, a otros realizadores, que manifestaron explícitamente el contenido lesbiano del texto original. De 1960 fue Et mourir de plaisir, de Roger Vadim, en la que la voz en off de Millarca, que vivió hace quinientos años, comenta la historia contemporánea, que transcurre en una casa de campo en Italia, en donde viven el conde Leopoldo (Mel Ferrer), su prometida Giorgia (Elsa Martinelli) y la austríaca Carmilla von Karnstein (Annette Vadim). Durante una fiesta mundana, unos fuegos pirotécnicos destruyen el castillo de los Karnstein, debido a los explosivos que se conservaban allí desde la guerra. Carmilla va por la noche a ver sus ruinas, desciende a la cripta, abre una tumba y es poseída o reemplazada por la vampira Millarca. A partir de entonces desplegará su actividad vampírica desangrando a una sirvienta de la casa, atrayendo a Leopoldo y manifestando su deseo vampírico hacia Giorgia. Al final muere de un modo atípico, prendida en unas alambradas en el curso de unas maniobras militares en la región. La rubia protagonista vistió durante casi toda la película un traje blanco, para resaltar sobre su tela el rojo de la sangre.
En 1972 Vicente Aranda rodó en inglés La novia ensangrentada, que fantaseó sobre el llamado complejo de Judit, es decir, sobre la agresividad femenina contra el hombre, derivada del deseo y la angustia producida por la pérdida de su virginidad. Sus protagonistas son una pareja recién casada, formada por Susan (Maribel Martín) y su marido (Simón Andreu), quien tras la boda trata a su joven esposa con cierta violencia. Van a pasar su luna de miel a un caserón familiar del marido, en cuyo sótano se ocultan los retratos de las mujeres de la familia, entre ellas el de Mircalla Karnstein, con un cuchillo en la mano, quien en el siglo XVIII asesinó a su marido en la noche de bodas, aunque el cuadro no tiene cara, pues muestra un orificio en el óvalo del rostro. Poco a poco, la presencia de Carmilla (Alexandra Bastedo) va hechizando a Susan, aunque al principio su esposo atribuye su inquietud a meras pesadillas nocturnas, que le llevan a consultar a su médico. Un día el marido encuentra semienterrada en la playa a una bella mujer y la lleva a su caserón como invitada. Se trata, naturalmente, de Carmilla. Allí Susan la reconoce, al comprobar que sus peculiares anillos son como los del retrato del sótano. Carmilla vampiriza a Susan para que mate a su marido con el mismo cuchillo que ella utilizó en su noche de bodas. El médico familiar, intrigado por su conducta, la espía y asiste a un encuentro erótico nocturno de ambas mujeres, pero es asesinado por ellas, quienes matan también al guarda de la finca, pero fracasan en su intento de asesinar al marido. Éste las encuentra finalmente juntas en el interior de un ataúd, las acribilla a balazos y luego les arranca sus corazones. La novia ensangrentada se desarrolló en una zona deliberadamente ambigua entre el sueño o la alucinación y la realidad, que invertía progresivamente el inicial rol amenazador del marido —percibido como tal por su angustiada esposa—, para desembocar en el furor destructivo de las dos vampiras confabuladas contra él.
La productora británica Hammer inició en 1970 su ciclo de películas inspiradas en los personajes de Sheridan Le Fanu con la coproducción con Estados Unidos The Vampire Lovers, de Roy Ward Baker, con Ingrid Pitt en el papel de Mircalla/Carmilla Karnstein, quien emerge de su tumba para vengar los muertos de su familia, hasta que el barón Hartog (Douglas Wilmer) le clava una estaca en el corazón y el general Spielsdorf (Peter Cushing), padre de una de sus víctimas, le corta la cabeza. Al año siguiente aparecieron dos títulos más. En Lust for a Vampire (1971), de Jimmy Sangster, Mircalla (Yutte Stensgaard) y un joven estudioso de lo sobrenatural (Michael Johnston) que va a investigar la leyenda de los Karnstein se conocen y viven una historia de amor, de la que el joven sale con vida. En Dráculay las mellizas (Twins of Evil, 1971), de John Hough, Ivíircalla Karnstein (Katya Keith) vuelve a la vida en el castillo de su familia durante unos ritos oficiados por su último superviviente (Damien Thomas), a quien ella inicia en los placeres del vampirismo. Su oponente es Gustav Weil (Peter Cushing), jefe de un grupo puritano dedicado a la caza de brujas, quien acaba por sucumbir de un hachazo en la espalda.
El príncipe de los vampiros
Publicada en mayo de 1897, la novela Drácula, del irlandés Bram (Abraham) Stoker, entronizó a su protagonista como el indiscutido príncipe de los vampiros. También el origen de Drácula derivó de una pesadilla de Stoker, a causa de una mala digestión, corroborando —tras los casos de Mary Shelley y de Stevenson— el poder de la inspiración onírica. Irlanda poseía, como todos los países, su propia tradición de vampirismo local. El vampiro irlandés se llamaba Dearg-due, es decir, «chupador de sangre roja».32 Pero además de las fuentes objetivas del personaje, que pronto examinaremos, se ha especulado acerca de los elementos biográficos que pudieron nutrir la fantasía del autor. Se ha señalado, por ejemplo, que Stoker, de mala salud, padeció repetidas sangrías médicas en su infancia. Y su doble vida le hizo contraer una sífilis que acabó por conducirle a la tumba.
Al preparar su novela, Stoker pudo obtener muchas informaciones acerca de la significación supersticiosa de la sangre en diferentes culturas de La rama dorada, que se publicó en 1890. También por entonces había puesto Krafft-Ebing en circulación los conceptos de sadismo y masoquismo y, en el capítulo dedicado al sadismo, expuso en detalle el caso del asesino vampírico Vincent Verzeni, quien al morder y chupar la sangre de sus víctimas gozaba de una eyaculación. En su primer proyecto, hacia 1890, la acción de la novela debería tener lugar en la Estiria austríaca, como Carmilla, y, como la novela de Le Fanu, estuvo narrada a través de testimonios en primera persona. Barbara Belford ha señalado, por otra parte, las afinidades de Drácula con Macbeth, pues ambas obras se centran en un castillo aislado en el que recala un extraño y es «visitado» en un sueño.33 Y si Stoker nunca viajó a Rumania ni a Transilvania, dedicó seis años de su vida a documentarse y escribir su novela. A la inspiración onírica inicial, en efecto, añadió Stoker una amplia investigación folklórica y etnográfica sobre el mito en la biblioteca del British Museum y a través de sus conversaciones con Arminius Vámbery, catedrático de lenguas orientales en la Universidad de Budapest, a quien conoció en 1890.
Leyendo acerca de la cultura de los Cárpatos —amplia área montañosa conocida como Transilvania o «más allá de los bosques», zona agreste asolada por epidemias, guerras y supersticiones— tuvo conocimiento Stoker de la familia Draculesti y averiguó que Drácula significaba, en el lenguaje de Valaquia, demonio. Le gustó su sonoridad y su significado y lo adoptó para su protagonista. Se fijó en particular en Vlad III Dracul, príncipe rumano del siglo XV, señor de Valaquia entre 1448 y 1476, guerrero de atroz crueldad, pero héroe en la lucha contra los turcos. No consta que Vlad Dracul practicase el vampirismo y es sabido que su tormento predilecto era el empalamiento de sus víctimas, por lo que ha pasado a la historia como Vlad Tepes (el Empalador) Drácula. De manera que el conde Drácula de la novela tiene unos cuatrocientos años. Vlad Tepes Drácula tenía nariz aguileña, bigote espeso y cejas pobladas, tal como Stoker describe a su protagonista, si bien la nariz ganchuda le otorga también el aire de un rico judío de Europa oriental, percibido con connotaciones sociales negativas desde la cultura cristiana. Es sabido que tradicionalmente en Occidente el enemigo ancestral, desde los hunos a los turcos, ha procedido de Oriente. Aprovechando tal fijación, Stoker tomó un personaje histórico arcaico de un mundo mágico y satánico de Transilvania, lo extrajo de su contexto y lo trasplantó al Londres moderno, provocando un choque cultural.
La acción de Drácula transcurre entre mayo y noviembre, en menos de siete meses. Su arquitectura se basa en dos itinerarios inversos. En el primero, Jonathan Harker va desde Inglaterra hasta Transilvania, en una misión inmobiliaria que pronto se desborda para convertirse en un inesperado viaje iniciático. En el segundo, Drácula hace el itinerario inverso, de Transilvania a Londres, para consumar un proyecto criminal. Pero su fracaso le obliga a un inesperado regreso a los Cárpatos, para refugiarse y protegerse. Mina Harker observará pertinentemente que su retirada es similar a la de Vlad Tepes Drácula ante las tropas turcas.34
Fiel a la propuesta de Carmilla, como dijimos, Stoker volvió a utilizar el relato en primera persona en plural, a través de diarios personales, cartas, informes médicos, diarios de navegación y crónicas periodísticas, lo que segmenta la intriga en un zigzag cronológico y de puntos de vista diversos, lo que ha hecho que su puzzle textual sea poco idóneo para ser adaptado por el cine. Por eso, la primera versión hollywoodense del mito, que catapultó al actor Bela Lugosi, adaptó la versión teatral muy simplificada de la novela, debida a Hamilton Deane y John L. Balderston.
Drácula tiene mucho de novela detectivesca, en la que poco a poco van encajando todas las piezas del misterio. La novela avanza, en efecto, mientras Stoker administra astutamente los conocimientos y la ignorancia de los diversos personajes. El lector intuye o sabe más sobre el malvado conde, desde el principio del libro, que los personajes de la novela, quienes irán lenta y laboriosamente descubriendo su verdadera identidad. Jonathan Harker percibe el primer signo inquietante sobre Drácula cuando comprueba que no se refleja en el pequeño espejo que usa para afeitarse. En el capítulo siguiente lo descubrirá descansando en su ataúd. Esta asimetría, ventajosa para el lector, permite establecer un suspense muy eficaz, pues el lector conoce —gracias a la suma de puntos de vista diversos— los peligros que los personajes ignoran. Esto vuelve a ocurrir tras la llegada de Drácula a Inglaterra, pues Harker, que conoce el peligro, está retenido en una clínica de Budapest. Mina, su esposa, no averigua los detalles de la traumática desventura que su marido padeció en mayo en los Cárpatos hasta el mes de septiembre. Y Van Helsing no entiende la enfermedad de Lucy hasta que lee el diario de Jonathan, lo que ilumina las actividades criminales del vampiro. De manera que la sagacidad de Van Helsing, que le convierte en un «detective psíquico» al decir de Barbara Belford, permite desenmascarar al vampiro.
Drácula permite efectuar una interesante lectura sociopolítica del mito si se toma al conde de los Cárpatos como un representante de la nobleza latifundista y agraria que explota y «chupa la sangre» a los pobres campesinos. Mito de la Europa campesina, su figura patriarcal y tiránica acaba por entrar en colisión con los representantes de la cultura urbana y de la ciencia, es decir, de la modernidad posfeudal. El viaje de Drácula desde su solitario castillo en la primitiva y olvidada Transilvania al moderno Londres, corazón del mundo industrial en el siglo XIX, es muy explícito acerca de sus ambiciones expansionistas, mediante la irradiación de la sociedad secreta formada por sus víctimas transformadas en nuevos vampiros y aliados suyos.
El señor feudal de los Cárpatos que protagoniza Drácula ilustra meridianamente la actitud de rechazo de los habitantes de las grandes ciudades finiseculares hacia el atrasado y oscuro mundo rural (en contraste con la actual ecofilia urbana y con su síndrome del week-end silvestre). Esta percepción era por otra parte congruente con la tradición occidental que había acuñado la palabra despectiva «villano» a partir de villanus, que en el bajo latín designaba al habitante de la villa o del campo, al campesino, al que se percibía como rudo, inculto y desagradable. También la palabra «pagano» proviene de pagus, de distrito rural, ya que tras el edicto de Constantino, a diferencia de las poblaciones urbanas, los campesinos incultos seguían creyendo en supersticiones politeístas y mágicas. Y esta acepción es tan pertinente para calificar a los pobres campesinos Cárpatos que creían en el vampirismo, como lógico que los gitanos, percibidos como desclasados asociales de la cultura urbana, fueran presentados por Stoker como aliados de Drácula.
En Drácula, la modernidad urbana y la ciencia están representadas por el doctor Abraham Van Helsing (a quien Stoker bautizó con su mismo nombre de pila) y su colaborador, el doctor John Seward, director de un manicomio y quien graba su diario en un fonógrafo, del que Mina Harker manifiesta que no había visto todavía ninguno (como muchos lectores de la novela en la época de su publicación). Pero Van Helsing —tal vez inspirado en el erudito Arminius Vámbery—, el representante holandés de la ciencia, se halla entre tradición y modernidad, pues si bien practica eficazmente transfusiones de sangre, no desdeña consultar viejos tratados de la era precientífica, utiliza ajos y hostias consagradas contra el vampiro, y ostenta un nombre de poderosa carga bíblica: el del patriarca que por orden de Yahvé guió al pueblo elegido a su destino. Y así Drácula, el terrateniente feudal transilvano en el Londres industrializado, comprueba que, lejos de su guarida, se vuelve vulnerable. Es un solitario individualista que se enfrenta a un equipo organizado de cinco personas, basado en la división del trabajo, y en el que figuran dos médicos. Por eso el perverso señor feudal acabará por ser derrotado por las fuerzas de la razón ilustrada y de la modernidad.
Joan Prat ha evocado, con motivo de este conflicto, la rebelión filial colectiva contra el patriarca de la horda primitiva, postulada por Freud en Totem y tabú, al analizar la alianza masculina contra Drácula, con el objeto de defender la propiedad de sus mujeres (Lucy y Mina) de su furor posesivo, culminando el combate con la ritual «muerte del padre» o tiranicidio tribal.35
Drácula propone, como ya ha quedado entendido, un subtexto intensamente erótico, convenientemente disfrazado para burlar la represión de la cultura victoriana. El conde tiene un comportamiento polígino, como suele ocurrir con los vampiros, alérgicos a la monogamia, y la historia de Drácula, más que una gran historia de amor —como ha proclamado a veces la publicidad cinematográfica de sus adaptaciones— es una historia de libertinaje, de modo que un hilo subterráneo conecta al castillo de Drácula, sede de placeres inconfesables, y el castillo de Selliny de Les 120 journées de Sodome, de Sade. Drácula es un libertino sadiano, que busca su placer en la agresión heterosexual sin fines reproductivos. Más ajustado fue por eso el eslogan publicitario del Drácula (1931) de Tod Browning, que rezaba the strangest love story of all, al introducir una sugerencia de misterio y perversión.
Drácula lleva una doble vida, como era obligado por la represión sexual victoriana, pues el aristócrata educado oculta a un libertino sádico. Pero Drácula (y eso le aleja de su contemporáneo Dorian Gray) no es homosexual. La escena en que tres vampiras van a gozar voluptuosamente en su castillo del cuerpo de Jonathan Harker es, en este aspecto, muy significativa. El conde las ahuyenta y las vampiras le acusan de que nunca ama, pero Drácula responde: «Sí, yo también soy capaz de amar. Vosotras mismas pudisteis comprobarlo en el pasado.»36 De lo que se infiere que Drácula sólo ama a las mujeres vivas que todavía no se han convertido en vampiras. Después de ahuyentarlas, Stoker no indica que el conde las sustituya en su agresión oral a Jonathan, como hará en cambio Tod Browning en su película.
En su relación con las mujeres Drácula, en vez de darles su semen, les quita su sangre, y los hombres, coaligados contra él, tratan de restituirla con sus transfusiones. Ambas operaciones están teñidas, por demás, de una emotividad que las erotiza profundamente. La extracción de sangre está acompañada de una apasionada penetración (dental) y la transfusión sanguínea constituye una forma de unión fisiológica que, en algunas culturas, se asocia a una ceremonia de boda. Un obvio mérito —para el lector actual— de la actividad mordedora de Drácula es que tiene el resultado de erotizar a sus reprimidas víctimas femeninas. En el caso de Lucy, le conduce incluso a la paidofilia, pues se pone a perseguir niños inocentes para pervertirlos como vampiros.
La hipersexualidad de Drácula está asociada coherentemente a su condición demoníaca. Al llegar a Inglaterra se instala en la abandonada abadía de Carfax, colocando sus ataúdes en su capilla, lo que le otorga el atributo de profanador y hasta de Anticristo. El doctor Seward observa que el aire de su residencia londinense huele a azufre y, al final, Van Helsing percibirá en su castillo vapores sulfurosos, confirmando su condición demoníaca. Cuando Drácula comparece ante Renfield, encerrado en el manicomio, le ofrece vidas animales y humanas por los siglos de los siglos «si te postras de rodillas y me adoras»,37 parafraseando a Satanás cuando tentó a Jesucristo en el desierto (Mateo, 4: 9). Y cuando se abre una vena del pecho y obliga a Mina a beber su sangre vuelve a sugerir su condición de Anticristo, pues en la iconografía cristiana se adoptó la imagen del pelícano como símbolo de Cristo, ya que alimenta a sus polluelos con los peces que lleva en su bolsa laríngea, lo que fue erróneamente interpretado como si se desgarrara el pecho para alimentar con sangre a sus hijos. Por eso no ha de extrañar que Abraham Van Helsing, a pesar de su nombre judío, utilice reiteradamente hostias consagradas como eficaz arma contra Drácula y contra la vampirizada Lucy. Cuando toca con una hostia la frente de Mina, en proceso de vampirización, quema su carne como si fuera un trozo de metal al rojo vivo y le deja una cicatriz, una «marca de Caín». Pero al extinguirse Drácula la cicatriz desaparece de su frente.
La condición demoníaca de Drácula está asociada a sus apariencias o metamorfosis animales. Jonathan Harker le ve arrastrarse por los muros de su castillo al modo reptiliano y el conde le manifiesta su complicidad con los lobos, a los que designa cariñosamente como «criaturas de la noche». Cuando su barco llega al puerto de Whitby, en Inglaterra, salta de su cubierta en forma de perro, pero en otras ocasiones se manifiesta como murciélago. Como antes dijimos, sus víctimas son siempre femeninas, lo que introduce un factor de bestialismo en su relación. En su penoso proceso de vampirización, Lucy reproduce el mito arcaico de la doncella apresada por el dragón. Cuando duerme, intenta quitarse el collar de ajos que le ha puesto Van Helsing, pues su voluntad está anulada. Pero cuando está despierta se lo vuelve a poner. Refiriéndose a su evolución mórbida, Van Helsing diagnostica con amargura. «Si sólo fuera eso [la muerte], lo dejaría todo como está y permitiría que descansara en paz»,38 porque el vampirismo significa, dice más tarde, una «muerte aplazada durante siglos».39 Cuando Lucy, ya en el umbral de su condición vampírica, va a morir, se cierran los orificios de las heridas en su cuello. Su siguiente víctima es Mina Harker, quien cual un Jekyll angustiosamente consciente de su inestable dualidad, sabe que se debate entre el ser humano y el vampiro y pide a sus amigos que la maten cuando la segunda identidad venza a la primera. Pero Mina saldrá triunfante de la prueba.
El vampiro demostraría ser un sujeto de larga y densa vida multimediática. La publicación de Drácula coincidió con la exhibición en la New Gallery de Londres del cuadro titulado The Vampire, obra de Philip Burne-Jones (hijo del pintor prerrafaelita Edward), que mostraba a una mujer sentada altivamente al borde de un lecho, mirando con una sonrisa suficiente a un hombre exangüe que yacía en él, víctima de su mordedura. Era una perfecta imagen de la mujer devoradora de hombres o vampiresa, contemporánea de la Lulú que estaba gestando por entonces Frank Wedekind. Rudyard Kipling, primo del pintor, escribió para el catálogo de la exposición un poema alusivo titulado también «The Vampire». El tema de este poema se convirtió en la pieza teatral titulada A Fool There Was (1906) y luego en novela (1909), de la mano de Porter Emerson Browne. En 1913 el productor cinematográfico William Selig lanzó el film The Vampire, que convirtió a la actriz Alice Hollister en la primera vampiresa oficial del cine norteamericano, y dos años después interpretaría a María Magdalena, la pecadora arrepentida, en Del pesebre a la cruz o Jesús de Nazaret (From the Manger to the Cross), de Sidney Olcott. Un poco después, el productor William Fox compró los derechos de A Fool There Was y contrató por cien dólares semanales a la incipiente actriz teatral Theodosia Goodman, que acababa de actuar como figurante en el film The Stain (1914), de Frank Powell, y le cambió el nombre por Theda Bara, anagrama de Arab Death, porque según la leyenda publicitaria que se fabricó habría nacido en el Sahara de los amores prohibidos de un oficial francés y una muchacha árabe, que murió al darle a luz y de quien heredó sus poderes mágicos.40 Bara protagonizó así A Fool There Was, que se rodó en el otoño de 1914 y se estrenó en enero de 1915, convirtiéndola de inmediato en un sex-symbol que encarnaría luego en la pantalla a Carmen, Madame DuBarry, Camille, Salomé y Cleopatra.
Tras la génesis de la vampiresa cinematográfica, nuevo nombre acuñado para designar la femme fatale de la cultura occidental, el realizador francés Louis Feuillade rodó para la productora Gaumont un serial de diez episodios titulado Les Vampires (1915-16), nombre de una banda de malhechores enfundados en ceñidos uniformes negros, que entusiasmó a los futuros poetas del surrealismo. La serie no presentaba ningún acto de vampirismo, pero demostraba con elocuencia cómo había arraigado esta expresión en la cultura de masas.
En 1920 apareció en Hungría la primera película basada en la novela de Stoker, titulada Drakula, dirigida por Károly Lajthay y de la que actualmente no se conserva ninguna copia. Desde esta fecha hasta hoy se han rodado varios centenares de versiones de este mito —acaso el más filmado de la historia del cine— y aquí sólo examinaremos las que consideramos más significativas. La primera es, por supuesto, la alemana Nosferatu (1921), de F. W. Murnau y con guión de Henrik Galeen, de quienes no sabemos si vieron la producción húngara recién citada, aunque se sabe que se eligió este título y se cambiaron los nombres de los personajes para eludir el pago de derechos de autor, lo que no evitó un posterior litigio judicial. Nosferatu es infiel al argumento de Stoker, pero es fiel a la atmósfera angustiosa de la novela. El rótulo que abre el film lo presenta como «Una crónica de la Gran Muerte en Wisbarg en el año 1843» y, en efecto, cuando el barco de Nosferatu llega al puerto báltico expande la peste, tema en el que el director hace mucho énfasis, mostrando cortejos de hombres por las calles, portando ataúdes a cuestas.
Hemos dicho que Nosferatu es infiel a la intriga literaria, porque no aparecen las figuras de los doctores Seward y Van Helsing, la esposa del viajero protagonista (Ellen, esposa de Hutter) es la que padece el sonambulismo y no Lucy, como en la novela, personaje inexistente en la película. El rol de Renfield en la novela lo desempeña en Nosferatu un agente inmobiliario de aspecto siniestro apellidado Knack (interpretado por Alexander Granach), quien recibe el encargo de Nosferatu de comprar una casa y envía para ello a Hutter a Transilvania; más tarde enloquecerá y será internado en un manicomio. El vampiro tampoco huye al final a su castillo y no es ejecutado por la acción de los hombres, en un desenlace muy distinto al del libro.
Murnau optó por ofrecer una imagen demoníaca y repelente del conde Orlock (interpretado por Max Schreck), muy distinta de la que Hollywood pondrá en circulación diez años más tarde. Stoker describió a un Drácula con cabello y grueso bigote (como el príncipe Vlad Tepes Drácula), de los que el conde de Murnau carece. Pero de su descripción tomó las cejas muy pobladas, la nariz aguileña, la boca cruel con dientes que le sobresalen, uñas largas y afiladas, las orejas puntiagudas y la palidez. Y a diferencia de los vampiros posteriores, se caracterizó por una gran rigidez corporal, que le deshumanizaba. En su primera aparición en el castillo emergía ante Hutter de una oscuridad con connotaciones infernales, para recortarse sobre el fondo negro y situarse bajo un arco. Se tomó la licencia de hacer que el vampiro proyectara sombra y se reflejara fugazmente en el espejo en la escena final. Del uso de la sombra hizo Murnau una virtud estética muy congruente con su expresionismo. Cuando el conde sube por la escalera de la casa de Ellen, su amenazadora sombra, distorsionada, le precede en el encuadre, sugiriendo su inquietante simbolismo jungiano. Y ya en su habitación, la sombra de su mano, cual una garra, se cierne sobre el corazón de la mujer amenazada.
Desmarcándose del canon del expresionismo cinematográfico al que pertenecía, Murnau salió del estudio e hizo que la fotografía de Fritz Arno Wagner convirtiera los paisajes naturales —las montañas, los árboles— en entornos amenazadores, como ocurre también en el texto de Stoker. Y este naturalismo le llevó a insertar en su film unos breves documentales de una planta carnívora devorando una mosca y de un pólipo transparente —«espectral», según el rótulo— usando sus tentáculos contra una presa. Pero, en contraste con este naturalismo, Murnau hace que el carruaje en el que Hutter se encamina hacia el castillo corra en movimiento acelerado, tal vez para traducir con fidelidad la frase de Stoker «continuamos viajando velozmente en la oscuridad».41 Y utilizó película negativa para expresar tal vez el paso del mundo real al ultrarreal. En esta parte de la película insertó Murnau un rótulo que conmovió a los surrealistas franceses: «Cuando hubo cruzado el puente, los fantasmas salieron a su encuentro.»
Los cambios más significativos afectaron al matrimonio protagonista, formado por Thomas Hutter (Gustav von Wangenheim) y Ellen (Greta Schroeder). Lo primero que llama la atención es que el rostro de Hutter tiene cierta dulzura femenina, mientras que el de Ellen exhibe dureza masculina. A diferencia de lo que ocurre en la novela, el conde muerde a Hutter, y se omite, en cambio, el episodio del acoso de las tres vampiras. En la escena en que Hutter se corta un dedo del que mana sangre (episodio que no figura en la novela) y el conde mira con fascinación y deseo aquel dedo enhiesto que se apresta a chupar, resulta difícil no pensar que el homosexual Murnau estaba proponiendo una felación (basta comparar esta escena con la equivalente en la versión de Tod Browning de 1931).
El conde se instala delante de la casa de los Hutter y espía a Ellen obsesivamente, quien acaba por convertirse en una víctima sacrificial altruista, pues su entrega retiene al vampiro hasta el alba en su dormitorio, de modo que la luz del sol le disuelve, mientras ella muere. Muere en un acto de autosacrificio para salvar a toda la comunidad.
En el año 2000 el director norteamericano E. Elias Merhige realizó La sombra del vampiro (Shadow of the Vampire), donde recreó la producción de Nosferatu por parte de Murnau (John Malkovich), aunque concediendo a su protagonista (Willem Dafoe) la desconcertante condición de vampiro auténtico.
La primera versión teatral inglesa de Drácula —pues la que preparó Stoker no consiguió prosperar en los escenarios— fue de Hamilton Deane en 1924 y en su estreno el autor interpretó a Van Helsing. Luego el texto se escenificó en Broadway, en una versión revisada por John L. Balderston, y para cuyo estreno en 1927 se eligió al actor húngaro Bela Lugosi (Béla Blasko), nacido en 1882, de modo que tenía entonces cuarenta y cinco años.
Fue este texto el que se utilizó para confeccionar el guión del Drácula producido en 1931 por la Universal, dirigido por Tod Browning y de nuevo en el papel del vampiro Bela Lugosi, un actor con experiencia en el cine desde 1923. Según Clarens, fue esta película la que restableció el significado original de la palabra vampiro, que el lanzamiento publicitario de Theda Bara y sus secuelas habían distorsionado.42 Esta versión también acarreó numerosas licencias, pues Lucy se convirtió en hija del doctor Seward, y es Renfield (y no Harker) quien viaja al castillo de Drácula, donde es también acosado por tres vampiras y sucumbe al maleficio del conde, convirtiéndose en su alucinado sirviente. Viaja con el conde a Londres y, al llegar su barco con todos los tripulantes muertos, es internado en la clínica psiquiátrica del doctor Seward (Herbert Bunston). Drácula conocerá al doctor en un palco teatral, donde también iniciará el proceso de vampirización de su hija Lucy (Frances Dade), convertida pronto en su víctima, cuya autopsia revelará una mordedura en el cuello. Las sospechas del profesor Van Helsing (Edward Van Sloan) acerca de la naturaleza vampírica de Drácula se confirman cuando comprueba que su imagen no se refleja en el espejo que hay en la tapa de una pitillera. Para entonces, Drácula ha iniciado ya su proceso de vampirización de Mina (Helen Chandler), a quien su novio, John Harker (David Manners), y Van Helsing intentan proteger con dificultad. Van Helsing consigue resistir el poder hipnótico del conde y hacerle frente con un crucifijo y luego impide que Mina muerda el cuello de su novio, como le ha ordenado Drácula, bajo forma de murciélago. Van Helsing y Harker siguen a Renfield por la noche y éste les conduce hasta la cripta en la que se hallan Drácula y Mina. Van Helsing clava una estaca en el corazón del conde, cuando reposa en su ataúd, y en ese momento Mina parece despertar de un trance y es abrazada por Harker, con quien se marcha del lugar.
Aunque este Drácula acusó su origen teatral, la presencia, la mirada, la voz aterciopelada y la dicción húngara de Lugosi cautivaron al público, que convirtió a la película en la más taquillera del año. El tratamiento expresionista de la fotografía del alemán Karl Freund contribuyó a realzar su fascinación. Freund, por ejemplo, iluminó los ojos del vampiro con dos estrechos haces de luz dirigidos a través de dos agujeros perforados en un cartón, traduciendo visualmente la observación de Stoker de que Harker sólo ve «el destello de un par de ojos muy brillantes, que a la luz del farol me parecieron rojos».43 Lugosi sería recordado a lo largo de toda su carrera como el conde Drácula ideal y murió en 1956 —poseído patológicamente por la identidad del vampiro—, cuando estaba a punto de iniciarse el ciclo hematófago de la productora británica Hammer Films. Su imagen elegante y exótica contribuyó a erotizar la atmósfera de un film en el que los mordiscos fueron suprimidos mediante elipsis, en fuera de campo o absorbidos por oportunos fundidos.
Siguiendo una práctica común en los primeros años del cine sonoro, la Universal rodó al mismo tiempo una versión de este Drácula en castellano, para los mercados hispanohablantes, dirigida por un George Melford que no sabía español, con el papel del conde confiado al cordobés Carlos Villanas (nacido en 1892, con diez años menos que Lugosi) y el de Eva (mutación de Mina) a la mexicana Lupita Tovar. Si la versión de Browning duró 71 minutos, ésta se extendió hasta 104 minutos, dando como resultado una cinta menos elíptica y con muchos más emplazamientos —incluyendo más primeros planos— y mayor movilidad de la cámara. El resultado es una narración mejor contada y detallada que la de Browning, extremo en que coinciden los críticos e historiadores norteamericanos, aunque es obvio que le falta la presencia fascinante de Lugosi. Algunas pequeñas diferencias entre ambas versiones, pero de significación argumental relevante, evidencian que se quiso acentuar el tremendismo de esta versión para públicos latinos. Así, las tres vampiras que atacan a Harker en el castillo no son ahuyentadas por Drácula, por lo que se infiere que le muerden. Y la vampirizada Eva (Mina) llega a morder a Harker durante su conversación en un sofá, en primer plano, mientras que en la versión en inglés se oculta este momento y se oye en off la voz del novio gritando: «¡No, Mina, no!»
De 1933 fue la producción Sombras trágicas, ¿vampiros? (The Vampire Bat), un film de serie B de la productora norteamericana Majestic, dirigido por Frank Strayer y protagonizado por Lionel Atwill y Fay Wray, en el que un científico enloquecido y telépata comete asesinatos para obtener sangre para sus experimentos biológicos. En 1935 Tod Browning recuperó al protagonista de su reciente éxito, esta vez para la MetroGoldwyn-Mayer, en La marca del vampiro (Mark of the Vampire), pero el resultado fue una frustrante incongruencia, pues la intriga vampírica era desvelada, en los últimos minutos, como una mera simulación para desenmascarar a un asesino, de manera que Bela Lugosi y dos comparsas suyos resultaban ser actores que fingían ser vampiros. La hija de Drácula (Dracula’s Daughter, 1936), de Lambert Hillyer, se inspiró en el primer capítulo, finalmente suprimido, de la novela Drácula, y que se publicó de modo póstumo con el título Dracula’s Guest. Esta producción de la Universal cerró el ciclo vampírico de la empresa en la anteguerra al mostrar cómo, al morir Drácula, su hija trataba inútilmente de reprimir sus inclinaciones. Reaparecía Van Helsing (Edward Van Sloan) como su destructor, en una obra de coloración lesbiana, pues las víctimas de la vampira (Gloria Holden) eran sólo mujeres (Nan Grey, Marguerite Churchill). El realizador alemán Robert Siodmak dirigió en Estados Unidos para la Universal Son of Dracula (1943), cuya acción transcurría en Louisiana, donde llegaba en busca de sangre nueva el hijo del vampiro, el conde Anthony Alucard (Lon Chaney, Jr.) —con las letras de su apellido invertidas para disimular su identidad—, invitado por Kay (Louise Albritton), joven descendiente de una rica familia local que aspira a conseguir la inmortalidad. Pero su enamorado Frank (Robert Paige) y un profesor vampirólogo desenmascaran la conspiración y los destruyen. La Columbia produjo en 1944 The Return of the Vampire, de Lew Landers y de nuevo con Bela Lugosi: en 1918, el vampiro rumano Armand Tesla (Lugosi), auxiliado por el hombre-lobo Andreas (Matt Willis), provoca el terror en Londres. Pero dos científicos, Sir John Ainsley (Roland Varno) y Lady Jane (Frieda Inescort), consiguen clavarle un hierro en el corazón, no sin que antes haya vampirizado a Niki, la hija pequeña del doctor. Años más tarde, un bombardeo durante la Segunda Guerra Mundial, que afecta al cementerio, permite que el vampiro sea liberado del clavo que le paralizó. Haciéndose pasar por un científico, Tesla se infiltra en el equipo que dirige Lady Jane, rapta a Niki y la lleva a su panteón, pero en el último momento Andreas se subleva contra su dominador, le acorrala con un crucifijo y le clava un hierro en el corazón, antes de morir en un bombardeo del cementerio. Las referencias a la guerra, alguna frase significativa de Tesla (como «controle la mente y controlará el cuerpo») y su insidiosa infiltración en un equipo científico respetable autorizan a ver en el film advertencias y connotaciones antinazis, como señaló Edgar Lander en su ensayo sobre Lugosi.44
En los años cincuenta se produjo la eclosión del ciclo vampírico de la Hammer Films, que supuso el lanzamiento del atractivo actor Christopher Lee (nacido en 1922) al estrellato, dirigido por Terence Fisher en unas películas cuya incorporación del color permitió potenciar el dramatismo de la sangre en unas escenografías más suntuosas y en un clima erótico mucho más explícito, debido al relajamiento censor en la época. El simbolismo de la sangre como fuente de vida, el sadismo, la necrofilia y el goce femenino se harían a partir de entonces mucho más patentes, en unos films en el que los senos femeninos, escasamente cubiertos, parecían llamar más la atención de los vampiros que los cuellos de sus víctimas. Drácula (Dracula, 1957), de Terence Fisher, abrió el ciclo mostrando cómo Jonathan Harker (John Van Eyssen) viaja al castillo de Drácula (Christopher Lee) para trabajar como bibliotecario y es mordido por una vampira. Consigue destruirla, pero su grito mortal despierta al conde en su ataúd, quien vampiriza a Harker. Su colega Van Helsing (Peter Cushing) descubre que su amigo se ha convertido en vampiro y le libera con una estaca en el corazón. Drácula se venga en Lucy (Carol Marsh), novia de Harker, y Mina (Melissa Stribling), esposa de su hermano, quien consigue resistir su agresión ayudada por Van Helsing. Drácula rapta a Mina, la lleva a su castillo y pretende enterrarla viva, pero es salvada por Van Helsing y por su marido, quienes consiguen que, acorralado por un crucifijo, el vampiro sea arrinconado bajo un rayo de luz solar que le convierte en polvo.
En los Estados Unidos, el prolífico Roger Corman produjo y dirigió con muy bajo presupuesto un film que pertenece a este ciclo, Not of this Earth (1956), en el que un extraterrestre (Paul Birch) viaja a nuestro planeta para averiguar si la sangre humana puede reemplazar la de su raza y convertir así a la Tierra en un gigantesco banco de sangre para curar sus enfermedades. Entre sus extravagancias figuró la transfusión, por error, de sangre de un perro rabioso a una extraterrestre. Al final, el vampiro era destruido, pero inmediatamente reemplazado por otro extraterrestre con la misma misión. En esta década se asistió también a la aparición de algunas parodias sobre el mito, como la italiana Tempi duri per i vampiri (1959), de Steno, con el cómico Renato Rascel y Christopher Lee como protagonistas. También es reseñable la emergencia en estos años de un ciclo vampírico de producción mexicana, con títulos como El vampiro (1957) y El ataúd del vampiro (1957), díptico de Fernando Méndez con Abel Salazar y Germán Robles en el papel del monstruo. En este densísimo ciclo, pródigo en extravagancias que rozan a veces el surrealismo involuntario, se pueden recordar El mundo de los vampiros (1961) y El Santo contra las mujeres vampiro (1962), de Alfonso Corona Blake, El vampiro sangriento (1962) y La invasión de los vampiros (1962), del español exiliado Miguel Morayta, y Santo y el tesoro de Drácula (1968), de Rene Cardona. Sobre este ciclo ha escrito atinadamente Pere Gimferrer: «Estos productos, que en el contexto mexicano representan simplemente uno de los niveles más bajos del cine de consumo, adquieren, exhibidos en Europa, una significación distinta. Su primitivismo, insólito completamente en el cine de hoy, es comparable al de los films en episodios de Feuillade o los viejos seriales americanos.»45
Los años sesenta debutaron con un título clave, la producción italiana La máscara del demonio (La maschera del demonio, 1960), de Mario Bava e inspirada en Los Vij, de Nicolás Gógol, que expuso perfectamente la conexión que antaño enlazó a la brujería con el vampirismo, en una expresiva plástica en blanco y negro. La acción se inicia en el siglo XVII en Moldavia, cuando la Inquisición condena y hace ejecutar por brujería a la princesa Asa (Barbara Steele) y su amante, el príncipe Igor (Arturo Dominici). Dos siglos después, un médico y su ayudante pasan por el lugar y la herida que se causa accidentalmente el doctor Kruvajan (Andrea Cecchi), que derrama sangre sobre el cadáver de Asa, la resucita. Asa resucita a su vez a Igor, vampiriza al doctor Kruvajan y se interfiere en la vida de sus descendientes en el castillo familiar, pues desea recuperar su belleza perdida apoderándose del cuerpo de la joven Katia (Barbara Steele), después de haber vampirizado a su padre. La actuación del joven médico Andrei (John Richardson), auxiliado por un pope, consigue desbaratar la conspiración, de modo que cuando Asa es quemada por bruja en la hoguera, el cuerpo de Katia recupera la vida y puede unir su destino a Andrei.
La Hammer prosiguió su ciclo vampírico con cuatro films. Las novias de Dracula (Brides of Dracula, I960), de Terence Fisher, introdujo importantes variaciones arguméntales al mito, al narrar cómo el barón Meinster (David Peel), tras una vida desordenada, se convierte en vampiro en Transilvania. Su siniestra madre (Martita Hunt) le encadena en el castillo familiar y le procura periódicamente víctimas femeninas. La joven Marianne (Yvonne Monlaur), al pasar una noche en el castillo, descubre al atractivo barón y, atraída por él, le ayuda a evadirse. El doctor Van Helsing (Peter Gushing), advertido por el cura del pueblo, interviene para evitar el ataque del vampiro a Marianne, utilizando agua bendita y acorralándole bajo la cruz que forman las aspas de un molino iluminadas por la luz lunar (retomando así un motivo de la versión del Frankenstein de 1931). El incendio del molino destruirá al final al vampiro y a sus discípulos. En Drácula, príncipe de las tinieblas (Dracula, Prince of Darkness, 1965), Terence Fisher inició la acción en el punto en que la dejó su Drácula de 1957, con el conde reducido a cenizas. Luego, dos parejas inglesas que efectúan sus vacaciones en los Cárpatos visitan imprudentemente el viejo castillo de Drácula. Su mayordomo Klove (Philip Latham) mata a uno de los visitantes y vierte su sangre sobre las cenizas de Drácula (Christopher Lee) para que resucite, tras lo cual el vampiro ataca y transforma en vampira a una de las visitantes, Helen (Barbara Shelley). Ambos van a un monasterio para vampirizar a la otra pareja que allí se ha refugiado, pero Helen será destruida por una estaca en el pecho y Drácula, refugiado en su ataúd, se hundirá en el agua. En Drácula vuelve de la tumba (Dracula Has Risen from the Grave, 1968), de Freddie Francis, el vampiro (Christopher Lee) resucita de una tumba de hielo gracias a la sangre de un sacerdote herido al que ha esclavizado y tiene como oponente a un obispo (Rupert Davies), acabando empalado en una gran cruz. Finalmente, en El poder de la sangre de Drácula (Taste the Blood of Dracula, 1969), del húngaro Peter Sasdy, en la Inglaterra victoriana tres hombres de negocios y un aristócrata depravado (Ralph Bates), entregados a juegos satánicos, consiguen resucitar a Drácula (Christopher Lee) en una capilla, utilizando su sangre coagulada. El vampiro se interfiere en sus vidas familiares y reemplaza su autoridad paterna, provocando el caos y la destrucción de la célula familiar, hasta que es destruido por el joven héroe (Anthony Corland).
Al margen de este ciclo merecen ser mencionados otros títulos notables en esta década. El primero es Las tres caras del miedo (I tre volti della paura, 1963), film italiano de terror de Mario Bava formado por tres sketches, en el segundo de los cuales —Los Wurdulak, basado en Tolstói— Boris Karloff interpreta a Gorka, el patriarca de una familia campesina que ha partido de viaje para destruir a un bandido turco vampirizado. Ha advertido a sus familiares que si tarda cinco días en regresar no le abran, pues sin duda entonces se habrá convertido también él en vampiro. Vuelve al quinto día, con la cabeza del turco como trofeo, y sus familiares le acogen con dudas y temor, pues dice que no tiene apetito y su aspecto es inquietante. Por la noche ataca a su pequeño nieto Iván, quien se convierte a su vez en vampiro, pero su madre se niega a que se le traspase el corazón. De este modo todos los miembros de la familia acaban por ser vampirizados, incluida su hija Sdenka (Suzy Anderson), que había huido de la casa con un forastero enamorado (Mark Damon), quien también acaba sucumbiendo al maleficio.
Mucho menos convencionales resultaron otros dos títulos. Uno fue una producción underground rodada en 16 milímetros y en blanco y negro, titulada Batman Dracula, realizada en Nueva York en el verano de 1964 por Andy Warhol, con Jack Smith en el papel del vampiro, cuya difusión ha sido limitadísima, pero cuya existencia revela la fascinación que el personaje ha ejercido en uno de los fundadores del pop-art. El segundo es el alemán Jonathan. Los vampiros no mueren (Jonathan, 1969), primera realización de un Hans W. Geissendörfer formado en la televisión, interpretado por Jürgen Jung, Use Künkela y Oscar von Schab, y que constituye una parábola antinazi y antitotalitaria protagonizada por Jonathan, un joven campesino en una región centroeuropea, que padece la explotación feudal de una despótica comunidad de vampiros. Se juramenta con sus compañeros campesinos para liberar a los prisioneros de un castillo dominado por una comunidad de adeptos al vampirismo, lo consiguen y arrojan a los déspotas al mar.
En los años setenta el ciclo vampírico de la Hammer prosiguió, aunque también se asistió a su ocaso definitivo. En Las cicatrices de Drácula (The Scars of Dracula, 1970), de Roy Ward Baker y con Christopher Lee, que se iniciaba con la resurrección de Drácula, la degradación del mito se evidenció en la escena en que el vampiro azota y apuñala a una víctima, contraviniendo su propia naturaleza. Drácula 1973 (Dracula A.D. 1972, 1971), de Alan Gibson, se situó en el Londres contemporáneo y en un ambiente pop: un discípulo de Drácula llamado Johnny Alucard (Christopher Neame) organiza un rito negro en una vieja iglesia desafectada de Chelsea y aparece Drácula (Christopher Lee), a quien hará frente Van Helsing (Peter Cushing) y evitará que se vengue en su nieta Jessica (Stephanie Beacham), que ha sido atraída hacia el rito maléfico por Alucard. Y en Dracula is Dead and Well and Living in London (1973), de Alan Gibson, la policía pide ayuda a Van Helsing (Peter Cushing) para investigar una misa negra, con un ministro del gobierno como participante. Descubre que Drácula (Christopher Lee) está detrás del caso y que prepara un golpe de Estado contra el régimen británico y una epidemia de peste negra, pero consigue salvar a su sobrina Jessica (Joanna Lumley) del altar sacrificial y reduce al vampiro a polvo.
En una década pródiga en transgresiones apareció también la cinta norteamericana Blacula (1972), de William Crain, con un vampiro negro (William Marshall) depredando a los habitantes de Los Ángeles, film exitoso que tuvo una secuela en Scream, Blacula, Scream (1973), de Bob Kelljan y de nuevo con William Marshall. Decantados hacia el experimentalismo, el catalán Pere Portabella aprovechó la producción de El conde Drácula, del prolífico Jesús Franco y con Christopher Lee, para rodar de modo muy libre un documental en blanco y negro acerca de aquella producción, que tituló Vampir (1970), mientras que el vasco Iván Zulueta efectuó en Arrebato (1979) una brillante y angustiosa reflexión poética acerca de la capacidad de vampirización, hasta provocar la muerte, de la cámara cinematográfica. No faltaron tampoco las parodias. En Dracula, père et fils (1979) efectuó el francés Edouard Molinaro una sátira de las desventuras de Drácula padre (Christopher Lee) e hijo (Bernard Menez), convertidos en rivales por una bella mujer (MarieHeléne Breillat). Stan Dragoti mostró en Amor al primer mordisco (Love at First Bite, 1979) al conde Vladimir Drácula (George Hamilton) expulsado de la Rumania comunista e instalado en Nueva York, en donde se enamora de una modelo (Susan St. James), a quien seduce y convierte en vampiro.
Las dos películas más importantes de la década aparecieron en 1979. Nosferatu, producida, escrita y dirigida por Werner Herzog, constituyó una relectura existencialista y pesimista del film homónimo de Murnau, tomado como su referente cultural explícito, pues incluso imita los encuadres y la composición de muchos de sus planos, aunque esta vez sean en color. Pero hay diferencias muy relevantes con aquel título clásico. Presenta Herzog a un conde Drácula (Klaus Kinski) bisexual, muy pálido, calvo y de grandes orejas deformes, pero de aspecto melancólico, pues padece la tragedia de una existencia ilimitada, sin reposo y sin amor. A Jonathan (Bruno Ganz) le dice: «No poder envejecer es terrible. La muerte no es lo peor. Hay cosas más terribles que la muerte. ¿Se imagina usted vivir durante siglos? Experimentar todos los días las mismas banales experiencias.» Y más tarde se queja a su esposa Lucy (no Mina, interpretada por Isabelle Adjani): «La muerte es cruel por ser inesperada. Pero la muerte no lo es todo. Es más cruel no poder morir. Quisiera poder participar del amor que hay entre usted y Jonathan (...). La ausencia de amor es el dolor más profundo.» Lucy intenta convencer al escéptico y pasivo Van Helsing (Walter Ladengast) de que la ayude a destruir al vampiro, que ha expandido las ratas y la peste por la ciudad de Bismark, pero el médico rehúsa. Entonces Lucy decide sacrificarse, atrae al vampiro hasta su dormitorio para que chupe su sangre y le retiene hasta el alba, para que la luz del sol le destruya. Así lo hace y ella muere, pero por entonces Jonathan se ha convertido ya en un vampiro que toma el relevo de Drácula y se aleja del lugar al galope, para seguir expandiendo el mal. De manera que si Lucy es la heroína altruista de este hermoso film trágico, Van Helsing es desmitificado como un incompetente y Jonathan Harker acaba encarnando el mal no derrotado.
Rodada en Inglaterra en 1979, Drácula (Drácula), de John Badham, se permitió muchas estimulantes licencias en relación con la novela. Para encarnar al conde se eligió a Frank Langella, quien lo había interpretado ya en el teatro y ofreció un vampiro joven, elegante, atractivo, seductor y desenvuelto, muy distinto de sus tortuosos o enfáticos congéneres. La película omitió la primera parte del libro, pues comenzó con la llegada del barco que transporta a Drácula a las costas de Inglaterra y Jonathan Harker (Trevor Eve) se presentaba en el puerto como su apoderado. La primera víctima del vampiro era Mina Van Helsing (Jan Francis) y, al morir, el doctor Seward (Donald Pleasence) avisaba a su padre (Laurence Olivier), quien viajaba a Inglaterra. Luego le tocaba el turno a Lucy (Kate Nelligan), hija del doctor Seward y novia de Harker, lo que provocaba un agudo y novedosos conflicto de celos entre Harker y Drácula. Cuando el conde y Lucy huían en barco con destino a Rumania, los dos médicos y Harker le daban alcance, los hallaban juntos en un ataúd y conseguían izar al conde hasta que le alcanzaba la luz del sol y le destruía. Lucy recuperaba entonces su estado normal, pero al ver que el conde se convertía en un murciélago que se alejaba, sonreía maliciosamente. A señalar que Badham se permitió la audacia de mostrar algunos planos como puntos de vista subjetivos de Drácula, en el contexto de una puesta en escena suntuosa y elegante. Relectura provocativa del mito, en la que Robin Wood encontró «matices fascistas»,46 Badham hizo de Drácula un personaje byroniano, un irresistible seductor erótico inmune a la usura del tiempo, que conseguía huir en el último momento, mientras Van Helsing, en el curso de la pelea final, era en cambio empalado en su lugar.
Un tratamiento muy libre e inspirado del mito ofreció la producción británica The Hunger (1983), de Tony Scott, deambientación contemporánea. Miriam (Catherine Deneuve) posee, desde su pasado en Egipto, la capacidad de regenerarse mediante la sangre fresca y su amor mantiene también rejuvenecido a su amante, John Blaylock (David Bowie), con quien convive desde hace trescientos años. Pero su creciente interés hacia la doctora Sarah Roberts (Susan Saradon), especialista en la lucha contra el envejecimiento, le hace desinteresarse de John, quien empieza a envejecer y muere. Miriam comunica su secreto a Sarah, pero ésta rehusa utilizar el procedimiento después de haberlo probado una vez y se suicida. Pero los amantes de Miriam se vengan y Sarah resucita, pues ha adquirido la vida eterna.
En 1992 apareció la ambiciosa realización de Francis Ford Coppola Drácula (Bram Stoker’s Dracula). Aunque su publicidad insistió en que se trataba de la primera versión fiel al texto de Stoker —como sugería su título original—, su limitado recurso a la correspondencia y al diario personal de los protagonistas, como en la novela, no bastó para garantizar tal fidelidad. Se trató, en efecto, de una versión muy personal de Coppola, suntuosa y técnicamente muy brillante, mucho más romántica y grandilocuente que el texto original. Comenzó con un prólogo en el siglo XV que muestra al príncipe Vlad Drácula (Gary Oldman) guerreando contra los turcos y el suicidio de su esposa Elisabeta (Wynona Ryder), a quien se le hace creer que el príncipe ha muerto. Este episodio determina que Drácula, desesperado, reniegue de Dios, clave su espada en un crucifijo y selle su destino como vampiro. La acción salta al Londres de 1897, para seguir la conocida intriga novelesca. Pero Coppola recrea sus personajes, ambientes y situaciones. Así, Drácula tiene en su castillo un aire démodé y vagamente rococó, con su peinado dieciochesco y su manto escarlata. En un toque original, lame la sangre de la navaja de afeitar de Jonathan Harker (Keanu Reeves). La aparición de las tres vampiras se convierte en una movida orgía. Ya en Inglaterra, la escena en que Lucy comparte un banco junto al vampiro, atisbada por Mina, se convierte en un coito con una bestia repugnante. Mientras Jonathan demora su regreso a Inglaterra, retenido por la voluptuosidad de las vampiras que viven en el castillo del conde. Pero el cambio más profundo y significativo tiene lugar en la relación entre Mina y el conde. Ambos acuden a una sesión londinense del incipiente cinematógrafo —novedad de la época y del film— y la irrupción de un gran perro en la sala, en el que concurren las caricias de ambos, inicia su complicidad sentimental, que llega a convertirse en un verdadero idilio, que empalidece la relación de Mina y Jonathan, ya casados. La elección de los mismos actores para interpretar el prólogo y la historia londinense da a la relación amorosa entre Drácula y Elisabeta-Mina la coloración de un destino ineluctable. Su historia adúltera culmina cuando el conde hace que Mina beba la sangre de su pecho. Y en el desenlace en Transilvania Mina besa al conde agonizante, mientras la voz en off de sus pensamientos dice: «Allí, en presencia de Dios, entendí por fin cómo mi amor podía librarme del poder de las tinieblas. El amor es más poderoso que la muerte.» El conde se transfigura en noble príncipe y ella le hunde una espada en el corazón y le decapita. De este modo reutiliza Coppola en su desenlace una metamorfosis maravillosa, propia de los cuentos de hadas infantiles, aunque negando la felicidad absoluta que es propia de aquel género.
Entrevista con el vampiro (Interview with a Vampire, 1994) fue una adaptación por parte de Neil Jordan de una novela de 1976 de Anne Rice, también guionista de la película, que se iniciaba en una habitación en el San Francisco contemporáneo, en la que un periodista (Christian Slater) entrevistaba ante una grabadora magnetofónica al vampiro Louis (Brad Pitt), quien remontaba su relato autobiográfico a su plantación en Nueva Orleans en 1791, cuando perdió a su esposa e hijo durante un parto. Desesperado, sólo piensa en reunirse con ellos, cuando Lestat (Tom Cruise), un vampiro cruel y refinado, le propone la vida eterna y vagabunda propia de su especie mediante su «don oscuro» (dark gift). Louis acepta y efectúan sus correrías sangrientas en burdeles o salones de alta sociedad, hasta que en el curso de una epidemia Louis muerde a la niña Claudia (Kirsten Dunst), cuando su madre acaba de morir por la peste, y Lestat le da su sangre para convertirla definitivamente en vampira. Claudia se incorpora así a la pareja, en la que la relación primitiva de fuerte coloración homosexual se enriquece con tonalidades ahora netamente paidofílicas. Pero Claudia se siente frustrada porque su cuerpo no crece y no adquiere bellas formas de mujer, mientras los celos y las desavenencias desgarran al trío. Después de intentar destruir al autoritario Lestat, Louis y Claudia le abandonan en medio de un gigantesco incendio y huyen a Europa. En el París de 1870 conocen al exquisito Armand (Antonio Banderas), el vampiro más antiguo del mundo, de cuatrocientos años, que regenta el Teatro de los Vampiros. Claudia y Louis son capturados por los miembros de su compañía: la primera muere en el fondo de un pozo al alcanzarle la luz solar y Louis es salvado in extremis de un ataúd hermético y de la luz del amanecer por Armand. Louis vaga por Europa, regresa a Estados Unidos y puede ver de nuevo amaneceres gracias a las pantallas de cine, en Amanecer (Sunrise, 1927) de Murnau, Lo que le viento se llevó (Gone with the Wind, 1939), etc., primero en blanco y negro y luego en color. En la primavera de 1988 regresa a Nueva Orleans y se encuentra con un Lestat de aspecto deteriorado. Louis le dice al periodista que se siente vacío, pero el reportero, fascinado por su historia, considera la posibilidad de seguirle en sus correrías. Louis reacciona con violencia y el periodista huye y sube en su coche, pero allí le aguarda Lestat, que le asalta y le muerde. Entrevista con el vampiro fue un film brillante y tenebroso que, sobre un fondo de feroz amoralidad destructiva, expuso la soledad y los sufrimientos de un vampiro posmoderno, inseguro y melancólico, narrados en primera persona.
Drácula, un muerto muy contento y feliz (Dracula, Dead and Loving it, 1995) fue una parodia dirigida por Mel Brooks, con Leslie Nielsen en el papel de Drácula, que tuvo escaso éxito. Basado en una novela de John Steakley, Vampiros (Vampires, 1998), de John Carpenter, desarrolló con ingenio una especie de western vampírico al mostrar a un grupo de mercenarios, capitaneados por Jack Crow (James Woods) y comanditados por un cardenal (Maximilian Schell), decididos a exterminar a una colonia de vampiros que ha anidado en una granja aislada del Oeste. Tras una espectacular batida en su guarida, el equipo de cazavampiros celebra en un motel una fiesta con varias prostitutas, hasta que irrumpe un poderoso vampiro en el lugar y efectúa un ataque devastador, que deja el lugar sembrado de cadáveres. Jack y su compañero Montoya (Daniel Baldwin) logran escapar ilesos de la matanza, en compañía de la prostituta Katrina (Sheryl Lee), que ha sido mordida por el vampiro. Jack va a informar al cardenal de lo sucedido y averigua que aquel potente vampiro es Valek (Thomas Ian Griffith), un sacerdote que fue condenado por herejía y enviado a la hoguera hace cuatrocientos años, y que él fue el primer vampiro y maestro vampírico creado por la Iglesia católica. El cardenal le ordena que le persiga y le asigna un sacerdote para que le acompañe. Entretanto Katrina, vigilada por Montoya en la habitación de un hotel, da muestras de una vampirización progresiva y es capaz de conectar telepáticamente con las percepciones de Valek, quien ha secuestrado a un sacerdote para averiguar el paradero de la cruz de Béziers, talismán que mediante una ceremonia le concederá la invulnerabilidad y la posibilidad de sobrevivir a la luz solar. Ayudado por otros vampiros, Valek localiza la cruz de Béziers en un convento franciscano y la arrebata, refugiándose luego con los suyos en una vieja cárcel abandonada. Jack y Montoya efectúan una batida en la cárcel, pero al ponerse el sol deben abandonarla. Es entonces cuando los vampiros salen de su refugio para celebrar la ceremonia sacrílega de la cruz de Béziers y apresan a Jack, pues necesitan su sangre para llevarla a cabo. Ante la sorpresa de Jack y del sacerdote que le acompaña ven aparecer al cardenal entre los vampiros, quien les confiesa que teme a la muerte y desea garantizar su inmortalidad como uno de ellos. Pero Montoya y el cura conseguirán liberar a Jack y éste acabará por destruir a Valek clavándole la cruz de Béziers en el pecho. Pocas veces se han expuesto tan nítidamente las implicaciones religiosas del vampirismo.
NOTAS
1. The Natural History of the Vampires, de Anthony Masters, Rupert Hart-Davis, Londres, 1972, p. 68.
2. La rama dorada, de J. G. Frazer, Fondo de Cultura Económica, México, 1956, pp. 125-126.
3. Ibidem, p. 284.
4. Ibidem, p. 404.
5. The Annotated Dracula, de Bram Stoker, con introducción y notas de Leonard Wolf, Clarkson N. Potter Inc., Nueva York, 1975, p. 209.
6. À la recherche de Dracula, de Raymond McNally y Radu Florescu, Robert Laffont, Pan’s, 1973, p. 163.
7. Diccionario infernal, de Collin de Plancy, op. cit., p. 792.
8. The Annotated Dracula, op. cit., pp. 309 y 365.
9. Ibidem, p. 211.
10. Ibidem, p. 20.
11. Ibidem, p. 22.
12. Ibidem, p. 192.
13. Ibidem, p. 195.
14. Ibidem, p. 86.
15. Ibidem, p. 27, nota 22.
16. The Double. A Psychoanalytical Study, op. cit., 1971, p. 66.
17. The Annotated Dracula, op. cit., p. 41.
18. Ibidem, p. 54.
19. Ibidem, p. 190.
20. Ibidem, p. 249 y 255.
21. Ibidem, p. 189.
22. Las raíces del miedo. Antropología del cine de terror, de Román Gubern y Joan Prat, Tusquets, Barcelona, 1979, p. 56.
23. Los vampiros a la luz de la medicina, de Juan Gómez-Alonso, Neuropress, Vigo, 1995, p. 176.
24. Obras completas, de J. W. Goethe, traducción de Rafael Cansinos Asséns, tomo I, Aguilar, Madrid, 1957, p. 798.
25. The Vampire, de John W. Polidori, incluida en apéndice en Frankenstein or the Modern Prometeus, op. cit., p. 236.
26. Carmilla and other 12 classic tales of mystery, de Sheridan Le Fanu, con introducción de Leonard Wolf, Signet Classic, Harmondsworth, 1996, p. XVI.
27. Ibidem, p. XVII.
28. Ibidem, p. 290.
29. Ibidem, pp. 307-308.
30. Ibidem, p. 340.
31. Horror Movies, de Carlos Clarens, Seeker and Warburg, Londres, 1967, p. 135.
32. The Natural History of the Vampires, op. cit., p. 136.
33. Bram Stoker. A Biography of the author of Dracula, de Barbara Belford, Weidenfeld and Nicolson, Londres, 1996, pp. 208-209.
34. The Annotated Dracula, op. cit., p. 300.
35. Las raíces del miedo. Antropología del cine de terror, op. cit., pp. 66-71.
36. The Annotated Dracula, op. cit., pp. 41-42.
37. Ibidem, p. 247.
38. Ibidem, p. 138.
39. Ibidem, p. 325.
40. The Celluloid Sacrifice. Aspects of Sex in the Movies, de Alexander Walker, Michael Joseph, Londres, 1966, pp. 21-23; Vamp. The Rise and Fall of Theda Bara, de Eve Golden, Emprise Publishing, Nueva York, 1998, pp. 27-33.
41. The Annotated Dracula, op. cit., p. 16.
42. Horror Movies, op. cit., p. 79.
43. The Annotated Dracula, op. cit., p. 13.
44. Bela Lugosi. Biografía de una metamorfosis, de Edgar Lander, Anagrama, Barcelona, 1987, p. 67.
45. «Cine fantástico y terrorífico», de Pere Gimferrer, en El Cine. Enciclopedia del 7o Arte, tomo III, Buru Lan, San Sebastián, 1972, p. 50.
46. The International Dictionary of Films and Filmmakers. Films, de Christopher Lyon, ed., Perigee, Nueva York, 1985, p. 327.
De Roman Gubern, Máscaras de la ficción.
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