SOCIEDAD › TEXTO DIGITAL, TEXTO IMPRESO
Cómo se lee ahora
Por Sonia Santoro
“La lectura digital no sustituye a la lectura impresa” es una de las conclusiones del libro Leer/navegar en Internet. Las formas de lectura en la computadora, de Francisco Albarello (Editorial La Crujía), que se presentó en la Feria del Libro. Lo interesante es que lo dice en base a una compleja investigación sobre el uso de la computadora que hacen chicos y docentes, tanto varones como mujeres, de escuelas públicas y privadas de la ciudad de Buenos Aires, encuestados pero también entrevistados en profundidad para lo que en principio fue una tesis de doctorado.
“La pantalla y el impreso como dispositivos de lectura establecen relaciones diferentes con los lectores e invitan a leer de distinto modo, aunque estas maneras no se oponen sino que se complementan”, dice Albarello entre las conclusiones. Y establece un cuadro donde compara los dos soportes. Mientras la pantalla permite una “lectura superficial”, da una “mayor gratificación sensorial” pero al mismo tiempo “se lee apurado”, en el impreso la lectura es “profunda”, hay “mayor implicación de la imaginación” y “se lee tranquilo”. Además, mientras la pantalla permite una “lectura abierta” (hipertexto) y “entrecortada” (enlaces), en el impreso la lectura es “limitada” y “continuada”.
“La pantalla te hace por ahí acelerar la lectura, no leés por ahí tan profundo, a mí me dan algo para leer en una hoja y lo leo detallado, en una pantalla por ahí lo leés todo apurado, lo leés sin pensar mucho, sin carburar mucho”, dice Alejo, de 17 años, uno de los encuestados.
La investigación incluyó 37 entrevistas en profundidad a chicos que van a la escuela y tienen entre 14 y 18 años, y a docentes de más de 27 años, de la ciudad de Buenos Aires. También se basó en una encuesta a una muestra representativa de 330 jóvenes de escuelas privadas y públicas y de diferentes niveles socioeconómicos de la ciudad. Y por último se analizaron las sesiones de Internet de los entrevistados.
Un 77,6 por ciento de los estudiantes encuestados prefiere leer en pantalla por la posibilidad de hacer varias cosas a la vez, principalmente chatear. Y el 44,8 por ciento dice que no lee porque “se duermen o se aburren”. Los diversos estímulos que ofrece la pantalla son los que atraen a los jóvenes, mientras que para los adultos muchas veces es una molestia. Sin embargo, para los jóvenes también es contradictorio lo que genera, ya que reconocen que esa gran cantidad de estímulos son los que también les hacen perderse o dejar de leer, como dice Mariano, de 16 años: “Con todas esas cosas que están alrededor tuyo, estás escuchando música o te están hablando, capaz que ibas por una línea, y por ahí te olvidaste y tenés que ir buscando”.
Otra de las conclusiones es que los modos de lectura de la pantalla dependen de la edad. Durante las sesiones de Internet, Albarello observó que mientras los jóvenes prefieren el chat, los adultos eligen el correo electrónico. “Mientras que el ritual del chat pasa por ver quién está conectado, saber quién está hablando, decidir si se va a hablar o no con ese contacto y mantener varias conversaciones a la vez; el ritual del e-mail consiste en mantener limpia la casilla de correo, decidir responder o no teniendo en cuenta el criterio temporal (los mensajes de mayor o menor antigüedad), discriminar el tipo de correo y –en algunos casos, gestionar las dos o más cuentas que tiene el usuario–”, explica Albarello.
La investigación plantea además que Internet desplazó a la TV como actividad principal. En eso coincidieron un 58,5 por ciento de los adultos y un 51,5 por ciento de los jóvenes. “La tele básicamente la uso... es el medio que menos me informa, si bien miro algún programa periodístico, algún noticiero, creo que la tele es el que menos, menos me enriquece formativamente hablando, en ese sentido me parece que Internet, al ser yo el editor o al ser yo el actor principal sobre el medio, elijo”, dice Marcelo, de 39 años.
Paradójicamente, mirar televisión es lo que más se hace mientras se usa Internet, sobre todo en el caso de los jóvenes (un 79,7 por ciento)
Internet cambia la forma de leer... ¿y de pensar? Google ya es parte de tu memoria
Nicholas Carr, |
Un mundo distraído
La tercera parte de la población mundial ya es 'internauta'. La revolución digital crece veloz. Uno de sus grandes pensadores, Nicholas Carr, da claves de su existencia en el libro 'Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?' El experto advierte de que se "está erosionando la capacidad de controlar nuestros pensamientos y de pensar de forma autónoma".
Sin tiempo para pensar
Internet cambia la forma de leer... ¿y de pensar?
Google ya es parte de tu memoria
El correo electrónico parpadea con un mensaje inquietante: "Twitter te echa de menos. ¿No tienes curiosidad por saber las muchas cosas que te estás perdiendo? ¡Vuelve!". Ocurre cuando uno deja de entrar asiduamente en la red social: es una anomalía, no cumplir con la norma no escrita de ser un voraz consumidor de twitters hace saltar las alarmas de la empresa, que en su intento por parecer más y más humana, como la mayoría de las herramientas que pueblan nuestra vida digital, nos habla con una cercanía y una calidez que solo puede o enamorarte o indignarte. Nicholas Carr se ríe al escuchar la preocupación de la periodista ante la llegada de este mensaje a su buzón de correo. "Yo no he parado de recibirlos desde el día que suspendí mis cuentas en Facebook y Twitter. No me salí de estas redes sociales porque no me interesen. Al contrario, creo que son muy prácticas, incluso fascinantes, pero precisamente porque su esencia son los micromensajes lanzados sin pausa, su capacidad de distracción es enorme".Y esa distracción constante a la que nos somete nuestra existencia digital, y que según Carr es inherente a las nuevas tecnologías, es sobre la que este autor que fue director del Harvard Business Review y que escribe sobre tecnología desde hace casi dos décadas nos alerta en su tercer libro, Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus)
Cuando Carr (1959) se percató, hace unos años, de que su capacidad de concentración había disminuido, de que leer artículos largos y libros se había convertido en una ardua tarea precisamente para alguien licenciado en Literatura que se había dejado mecer toda su vida por ella, comenzó a preguntarse si la causa no sería precisamente su entrega diaria a las multitareas digitales: pasar muchas horas frente a la computadora, saltando sin cesar de uno a otro programa, de una página de Internet a otra, mientras hablamos por Skype, contestamos a un correo electrónico y ponemos un link en Facebook. Su búsqueda de respuestas le llevó a escribir Superficiales... (antes publicó los polémicos El gran interruptor. El mundo en red, de Edison a Google y Las tecnologías de la información. ¿Son realmente una ventaja competitiva?), "una oda al tipo de pensamiento que encarna el libro y una llamada de atención respecto a lo que está en juego: el pensamiento lineal, profundo, que incita al pensamiento creativo y que no necesariamente tiene un fin utilitario. La multitarea, instigada por el uso de Internet, nos aleja de formas de pensamiento que requieren reflexión y contemplación, nos convierte en seres más eficientes procesando información pero menos capaces para profundizar en esa información y al hacerlo no solo nos deshumanizan un poco sino que nos uniformizan". Apoyándose en múltiples estudios científicos que avalan su teoría y remontándose a la célebre frase de Marshall McLuhan "el medio es el mensaje", Carr ahonda en cómo las tecnologías han ido transformando las formas de pensamiento de la sociedad: la creación de la cartografía, del reloj y la más definitiva, la imprenta. Ahora, más de quinientos años después, le ha llegado el turno al efecto Internet.
Pero no hay que equivocarse: Carr no defiende el conservadurismo cultural. Él mismo es un usuario compulsivo de la web y prueba de ello es que no puede evitar despertar a su ordenador durante una breve pausa en la entrevista. Descubierto in fraganti por la periodista, esboza una tímida sonrisa, "¡lo confieso, me has cazado!". Su oficina está en su residencia, una casa sobre las Montañas Rocosas, en las afueras de Boulder (Colorado), rodeada de pinares y silencio, con ciervos que atraviesan las sinuosas carreteras y la portentosa naturaleza estadounidense como principal acompañante.
PREGUNTA. Su libro ha levantado críticas entre periodistas como Nick Bilton, responsable del blog de tecnología Bits de The New York Times, quien defiende que es mucho más natural para el ser humano diversificar la atención que concentrarla en una sola cosa.
RESPUESTA. Más primitivo o más natural no significa mejor. Leer libros probablemente sea menos natural, pero ¿por qué va a ser peor? Hemos tenido que entrenarnos para conseguirlo, pero a cambio alcanzamos una valiosa capacidad de utilización de nuestra mente que no existía cuando teníamos que estar constantemente alerta ante el exterior muchos siglos atrás. Quizás no debamos volver a ese estado primitivo si eso nos hace perder formas de pensamiento más profundo.
P. Internet invita a moverse constantemente entre contenidos, pero precisamente por eso ofrece una cantidad de información inmensa. Hace apenas dos décadas hubiera sido impensable.
R. Es cierto y eso es muy valioso, pero Internet nos incita a buscar lo breve y lo rápido y nos aleja de la posibilidad de concentrarnos en una sola cosa. Lo que yo defiendo en mi libro es que las diferentes formas de tecnología incentivan diferentes formas de pensamiento y por diferentes razones Internet alienta la multitarea y fomenta muy poco la concentración. Cuando abres un libro te aíslas de todo porque no hay nada más que sus páginas. Cuando enciendes el ordenador te llegan mensajes por todas partes, es una máquina de interrupciones constantes.
P. ¿Pero, en última instancia, cómo utilizamos la web no es una elección personal?
R. Lo es y no lo es. Tú puedes elegir tus tiempos y formas de uso, pero la tecnología te incita a comportarte de una determinada manera. Si en tu trabajo tus colegas te envían treinta e-mails al día y tú decides no mirar el correo, tu carrera sufrirá. La tecnología, como ocurrió con el reloj o la cartografía, no es neutral, cambia las normas sociales e influye en nuestras elecciones.
P. En su libro habla de lo que perdemos y aunque mencione lo que ganamos apenas toca el tema de las redes sociales y cómo gracias a ellas tenemos una herramienta valiosísima para compartir información.
R. Es verdad, la capacidad de compartir se ha multiplicado aunque antes también lo hacíamos. Lo que ocurre con Internet es que la escala, a todos los niveles, se dispara. Y sin duda hay cosas muy positivas. La Red nos permite mostrar nuestras creaciones, compartir nuestros pensamientos, estar en contacto con los amigos y hasta nos ofrece oportunidades laborales. No hay que olvidar que la única razón por la que Internet y las nuevas tecnologías están teniendo tanto efecto en nuestra forma de pensar es porque son útiles, entretenidas y divertidas. Si no lo fueran no nos sentiríamos tan atraídos por ellas y no tendrían efecto sobre nuestra forma de pensar. En el fondo, nadie nos obliga a utilizarlas.
P. Sin embargo, a través de su libro usted parece sugerir que las nuevas tecnologías merman nuestra libertad como individuos...
R. La esencia de la libertad es poder escoger a qué quieres dedicarle tu atención. La tecnología está determinando esas elecciones y por lo tanto está erosionando la capacidad de controlar nuestros pensamientos y de pensar de forma autónoma. Google es una base de datos inmensa en la que voluntariamente introducimos información sobre nosotros y a cambio recibimos información cada vez más personalizada y adaptada a nuestros gustos y necesidades. Eso tiene ventajas para el consumidor. Pero todos los pasos que damos online se convierten en información para empresas y Gobiernos. Y la gran pregunta a la que tendremos que contestar en la próxima década es qué valor le damos a la privacidad y cuánta estamos dispuestos a ceder a cambio de comodidad y beneficios comerciales. Mi sensación es que a la gente le importa poco su privacidad, al menos esa parece ser la tendencia, y si continúa siendo así la gente asumirá y aceptará que siempre están siendo observados y dejándose empujar más y más aún hacia la sociedad de consumo en detrimento de beneficios menos mensurables que van unidos a la privacidad.
P. Entonces... ¿nos dirigimos hacia una sociedad tipo Gran Hermano?
R. Creo que nos encaminamos hacia una sociedad más parecida a lo que anticipó Huxley en Un mundo feliz que a lo que describió Orwell en 1984.Renunciaremos a nuestra privacidad y por tanto reduciremos nuestra libertad voluntaria y alegremente, con el fin de disfrutar plenamente de los placeres de la sociedad de consumo. No obstante, creo que la tensión entre la libertad que nos ofrece Internet y su utilización como herramienta de control nunca se va a resolver. Podemos hablar con libertad total, organizarnos, trabajar de forma colectiva, incluso crear grupos como Anonymous pero, al mismo tiempo, Gobiernos y corporaciones ganan más control sobre nosotros al seguir todos nuestros pasos online y al intentar influir en nuestras decisiones.
P. Wikipedia es un buen ejemplo de colaboración a gran escala impensable antes de Internet. Acaba de cumplir diez años...
R. Wikipedia encierra una contradicción muy clara que reproduce esa tensión inherente a Internet. Comenzó siendo una web completamente abierta pero con el tiempo, para ganar calidad, ha tenido que cerrarse un poco, se han creado jerarquías y formas de control. De ahí que una de sus lecciones sea que la libertad total no funciona demasiado bien. Aparte, no hay duda de su utilidad y creo que ha ganado en calidad y fiabilidad en los últimos años.
P. ¿Y qué opina de proyectos como Google Books? En su libro no parece muy optimista al respecto...
R. Las ventajas de disponer de todos los libros online son innegables. Pero mi preocupación es cómo la tecnología nos incita a leer esos libros. Es diferente el acceso que la forma de uso. Google piensa en función desnippets, pequeños fragmentos de información. No le interesa que permanezcamos horas en la misma página porque pierde toda esa información que le damos sobre nosotros cuando navegamos. Cuando vas a Google Books aparecen iconos y links sobre los que pinchar, el libro deja de serlo para convertirse en otra web. Creo que es ingenuo pensar que los libros no van a cambiar en sus versiones digitales. Ya lo estamos viendo con la aparición de vídeos y otros tipos de media en las propias páginas de Google Books. Y eso ejercerá presión también sobre los escritores. Ya les ocurre a los periodistas con los titulares de las informaciones, sus noticias tienen que ser buscables, atractivas. Internet ha influido en su forma de titular y también podría cambiar la forma de escribir de los escritores. Yo creo que aún no somos conscientes de todos los cambios que van a ocurrir cuando realmente el libro electrónico sustituya al libro.
P. ¿Cuánto falta para eso?
R. Creo que tardará entre cinco y diez años.
P. Pero aparatos como el Kindle permiten leer muy a gusto y sin distracciones...
R. Es cierto, pero sabemos que en el mundo de las nuevas tecnologías los fabricantes compiten entre ellos y siempre aspiran a ofrecer más que el otro, así que no creo que tarden mucho en hacerlos más y más sofisticados, y por tanto con mayores distracciones.
P. El economista Max Otte afirma que pese a la cantidad de información disponible, estamos más desinformados que nunca y eso está contribuyendo a acercarnos a una forma de neofeudalismo que está destruyendo las clases medias. ¿Está de acuerdo?
R. Hasta cierto punto, sí. Cuando observas cómo el mundo del softwareha afectado a la creación de empleo y a la distribución de la riqueza, sin duda las clases medias están sufriendo y la concentración de la riqueza en pocas manos se está acentuando. Es un tema que toqué en mi libro El gran interruptor. El crecimiento que experimentó la clase media tras la II Guerra Mundial se está revirtiendo claramente.
P. Internet también ha creado un nuevo fenómeno, el de las microcelebridades. Todos podemos hacer publicidad de nosotros mismos y hay quien lo persigue con ahínco. ¿Qué le parece esa nueva obsesión por el yo instigado por las nuevas tecnologías?
R. Siempre nos hemos preocupado de la mirada del otro, pero cuando te conviertes en una creación mediática -porque lo que construimos a través de nuestra persona pública es un personaje-, cada vez pensamos más como actores que interpretan un papel frente a una audiencia y encapsulamos emociones en pequeños mensajes. ¿Estamos perdiendo por ello riqueza emocional e intelectual? No lo sé. Me da miedo que poco a poco nos vayamos haciendo más y más uniformes y perdamos rasgos distintivos de nuestras personalidades.
P. ¿Hay alguna receta para salvarnos'?
R. Mi interés como escritor es describir un fenómeno complejo, no hacer libros de autoayuda. En mi opinión, nos estamos dirigiendo hacia un ideal muy utilitario, donde lo importante es lo eficiente que uno es procesando información y donde deja de apreciarse el pensamiento contemplativo, abierto, que no necesariamente tiene un fin práctico y que, sin embargo, estimula la creatividad. La ciencia habla claro en ese sentido: la habilidad de concentrarse en una sola cosa es clave en la memoria a largo plazo, en el pensamiento crítico y conceptual, y en muchas formas de creatividad. Incluso las emociones y la empatía precisan de tiempo para ser procesadas. Si no invertimos ese tiempo, nos deshumanizamos cada vez más. Yo simplemente me limito a alertar sobre la dirección que estamos tomando y sobre lo que estamos sacrificando al sumergirnos en el mundo digital. Un primer paso para escapar es ser conscientes de ello. Como individuos, quizás aún estemos a tiempo, pero como sociedad creo que no hay marcha atrás.
¿Está Google volviéndonos estúpidos? Por Nicholas Carr y un (Libro completo)
¿Está Google volviéndonos estúpidos? • Nunca un sistema de comunicación ha ejercido una influencia tan amplia sobre nuestros pensamientos como hace hoy Internet. Pero a pesar de todo lo que se ha escrito sobre la Red, se ha pensado poco en cómo exactamente nos está reprogramando. La ética intelectual de la Red sigue siendo oscura
“Dave, para. Para, por favor. Para, Dave. ¿Vas a parar, Dave?” Así suplica la supercomputadora HAL al implacable astronauta Dave Bowman en una famosa y fantásticamente conmovedora escena casi al final de 2001: Una odisea del espacio de Stanley Kubrick. Bowman, tras haber sido enviado a la muerte en el espacio interplanetario por la máquina descompuesta, está tranquila y fríamente desconectando los circuitos de memoria que controlan su “cerebro” artificial. “Dave, estoy perdiendo la mente —dice HAL, con tristeza—. Me estoy dando cuenta. Lo estoy sintiendo.”
Yo también me estoy dando cuenta, lo estoy sintiendo. En los últimos años he tenido la incómoda sensación de que alguien, o algo, ha estado jugueteando con mi cerebro, cambiando el esquema de su circuito neural, reprogramando la memoria. No es que esté
perdiendo la mente —hasta donde puedo decir—, pero me está cambiando. No estoy pensando del modo que antes lo hacía.
Me doy cuenta sobre todo cuando leo. Antes me era fácil sumergirme en un libro o en un artículo largo. Mi mente quedaba atrapada en la narración o en los giros de los argumentos y pasaba horas paseando por largos tramos de prosa. Ahora casi nunca es así. Ahora mi concentración casi siempre comienza a disiparse después de dos o tres páginas. Me pongo inquieto, pierdo el hilo, comienzo a buscar otra cosa que hacer. La lectura profunda que me venía de modo natural se ha convertido en una lucha.
Creo que sé qué está pasando. Desde hace ya más de una década, he estado pasando mucho tiempo en línea, buscando y navegando y a veces añadiendo a la gran base de datos de Internet. La red ha sido una bendición para mí como escritor. Puedo hacer en minutos la investigación que en un tiempo requería días en salas de la biblioteca o de las publicaciones periódicas. Unas pocas búsquedas en Google, algunos “clics” rápidos en hiperenlaces(1) y obtengo el dato revelador o la cita sucinta que andaba buscando. Incluso sin estar trabajando, es muy probable que esté hurgando en la espesura de la información de la Red: leyendo y escribiendo correos, escaneando titulares y blogs,viendo videos y escuchando podcasts o sencillamente saltando de enlace en enlace. (A diferencia de las notas al pie, a las que muchas veces se asimilan, los hiperenlaces no sólo señalan obras que guardan relación con el tema, sino que lo lanzan a uno a ellas.)
Para mí, como para otros, la Red se está convirtiendo en un medio universal, el conducto de casi toda la información que fluye a mis ojos y oídos y entra en mi mente. Las ventajas de tener acceso inmediato a un almacén tan increíblemente rico de información son muchas y éstas han sido ampliamente descritas y debidamente aplaudidas. Clive Thomson escribió en Wired: “La retentiva perfecta de la memoria de silicón puede ser una enorme ayuda al pensamiento.”
Pero la ayuda tiene un precio. Como señaló el teórico de los medios de difusión Marshall McLuhan en los años sesenta, éstos no son sólo canales pasivos de información. Suministran la materia para el pensamiento, pero también conforman el proceso del pensamiento. Y lo que la Red parece estar haciendo es socavar mi capacidad de concentración y contemplación. Mi mente espera ahora captar la
información del modo en que la Red la distribuye: en una corriente de partículas en rápido movimiento. En un tiempo fui un submarinista en el mar de palabras. Ahora me deslizo por la superficie como un tipo en una moto acuática. No soy el único. Cuando les menciono mis problemas con la lectura a amigos y
conocidos —la mayoría de ellos hombres de letras— muchos dicen estar experimentando algo similar. Mientras más usan la Red, más tienen que luchar para concentrarse en escritos largos. Algunos de los bloggers que sigo también han comenzado a mencionar el fenómeno. Scout Karp, quien escribe un blog sobre los medios de difusión en línea, confesó hace poco que ha dejado por completo de leer libros. “Hice el master en literatura en la universidad y era un voraz lector de libros —escribió—. ¿Qué ha pasado?” Y especula la respuesta: “¿Y si todo lo que leo es en la red, no se debe a que la forma en que leo haya cambiado, o sea, que esté sólo en busca
de comodidad, sino porque mi forma de PENSAR ha cambiado?”
Bruce Friedman, quien escribe regularmente blogs sobre el uso de las computadoras en la medicina, también ha descrito la forma en que Internet ha cambiado sus hábitos mentales. “He perdido casi por entero la capacidad de leer y absorber un artículo largo en la red o impreso”, escribió a principios de año.Friedman, patólogo miembro de larga data de la facultad de la Escuela de Medicina de
la Universidad de Michigan, amplió su comentario en una conversación telefónica conmigo. Su forma de pensar, dijo, ha tomado una calidad de “staccato”, que refleja la forma en que escanea con rapidez pasajes cortos de texto de muchas fuentes en línea. “Ya no puedo volver a leer La guerra y la paz —admitió—. He perdido la capacidad de hacerlo. Me resulta difícil absorber incluso un blog de más de tres o cuatro párrafos. Lo leo por encima.”
Las anécdotas por sí solas no demuestran mucho. Y todavía estamos en espera de experimentos neurológicos y psicológicos a largo plazo que brinden una imagen definitiva de la forma en que el uso de Internet afecta la cognición. Pero un estudio recién publicado de los hábitos de investigación en línea, realizado por académicos del University College de Londres, indican que muy bien podemos estar en medio de un cambio radical en la forma en que leemos y pensamos. Como parte de un programa de investigación de cinco años, los estudiosos examinaron registros de computación que documentan el comportamiento de visitantes de dos populares sitios de investigación, uno operado por la Biblioteca Británica y el otro por un consorcio educacional del Reino Unido, que brindan acceso a artículos de revistas, libros electrónicos y otras fuentes de información escrita. Encontraron que las personas
que usan los sitios exhibían “una forma de actividad como de quien está echando una ojeada”, en que saltaban de una fuente a otra y pocas veces regresaban a una que ya hubieran visitado. Típicamente leían sólo una o dos páginas de un artículo o libro antes de “saltar” a otro sitio. A veces salvaban un artículo largo, pero no hay pruebas de que regresaran a él y lo leyeran de verdad. Los autores del estudio informan: Es evidente que los usuarios no leen en línea en el sentido tradicional; de hecho hay indicios de que están surgiendo nuevas formas de “leer” según los usuarios navegan horizontalmente por los títulos, los índices y los resúmenes buscando ganar rapidez. Casi parece que van en línea para evitar leer en el sentido tradicional.
Gracias a la ubicuidad del texto en Internet, por no mencionar la popularidad de los mensajes de texto en los teléfonos celulares, pudiéramos estar leyendo más hoy que en los años setenta u ochenta, cuando la televisión era nuestro medio preferido. Pero es un tipo distinto de lectura y detrás de él hay un tipo distinto de pensamiento… tal vez incluso un nuevo sentido del ser. “No sólo somos lo que leemos —dice Maryanne Wolf, psicóloga del desarrollo de la Universidad de Tufts y autora de Proust and the Squid: The Story and Science of the Reading Brain (Proust y el calamar: La historia y la ciencia del cerebro lector)—. Somos como leemos.” A Woolf le preocupa que el estilo de lectura que promueve la Red, un estilo que coloca la “eficiencia” y la “inmediatez” por encima de todo lo demás, esté debilitando tal vez nuestra capacidad para el tipo de lectura profunda que emergió cuando una tecnología anterior, la prensa impresa, hizo comunes y corrientes las largas y complejas obras de prosa. Cuando leemos en línea, dice, tendemos a convertirnos en “meros descodificadores de información”. Nuestra capacidad de interpretar textos, de hacer las
ricas conexiones mentales que se forman cuando leemos con profundidad y sin distracción, sigue en gran medida desconectada.
Leer, explica Wolf, no es una habilidad instintiva de los seres humanos. No está grabada en nuestros genes del modo que lo está el discurso. Tenemos que enseñar a nuestras mentes a traducir los caracteres simbólicos que vemos al lenguaje que comprendemos.
Y los demás medios u otras tecnologías que usamos al aprender y practicar el arte de la lectura desempeñan un papel importante en la conformación de los circuitos neurales que se encuentran en el interior de nuestros cerebros. Los experimentos demuestran que los lectores de ideogramas, como los chinos, desarrollan un sistema de circuitos mentales para la lectura muy diferente del sistema que se encuentra en quienes, como nosotros, cuya lengua escrita emplea el alfabeto. Las variaciones se extienden a lo largo de muchas regiones del cerebro, incluidas las que rigen funciones cognitivas tan esenciales como la memoria y la interpretación de estímulos visuales y auditivos. Podemos también prever que los circuitos tejidos por nuestro uso de la Red sean distintos a los tejidos por nuestra lectura de libros y otras obras impresas.
En algún momento de 1882, Friedrich Nietzsche compró una máquina de escribir: una Malling-Hansen Writing Bal, para mayor precisión. Le fallaba la vista y mantener los ojos enfocados en la página se le había hecho agotador y doloroso y muchas veces le
provocaba fuertes dolores de cabeza. Se había visto obligado a reducir su escritura y temía que pronto le sería necesario abandonarla. La máquina de escribir lo rescató, al menos de momento. Una vez dominada la mecanografía al tacto, podía escribir con los ojos cerrados, usando sólo las yemas de los dedos. Las palabras podían fluir de nuevo de su mente a la página.
Pero la máquina tuvo un efecto más sutil sobre su obra. Uno de los amigos de Nietzsche, un compositor, observó un cambio en su estilo de escribir. Su prosa, ya de por sí tersa, se había hecho más comprimida, más telegráfica. “Puede que con este instrumento incluso te adaptes a nuevos giros idiomáticos —le escribió el amigo en una carta observando que, en su propia obra, sus “«ideas» en música y lenguaje solían depender de la calidad de la pluma y el papel”.—Tienes razón —repuso Nietzsche—, nuestro equipo de escribir participa en la formación de nuestros pensamientos.
Bajo el influjo de la máquina, escribe el académico alemán de los medios de difusión Friedrich A. Kittler, la prosa de Nietzsche “cambió de argumentos a aforismos, de pensamientos a juegos de palabras, del estilo retórico al telegráfico.”
El cerebro humano es casi infinitamente maleable. La gente pensaba que nuestro engranaje mental —las densas conexiones que se forman entre los 100 billones de neuronas que se encuentran dentro de nuestros cráneos— estaba en gran medida fijado para el momento en que alcanzábamos la edad adulta. Pero los investigadores del cerebro han descubierto que no es así. James Olds, profesor de neurociencia que dirige el Instituto Krasnow de Estudios Avanzados en la Universidad George Mason, afirma que incluso la mente adulta “es muy plástica”. Las neuronas normalmente rompen conexiones viejas y forman nuevas. Según Olds, “el cerebro tiene la capacidad de reprogramarse a la carrera, cambiando la forma en que funciona.”
Según usamos lo que el sociólogo Daniel Bell ha llamado nuestras “tecnologías individuales” —los instrumentos que amplían nuestras capacidades mentales más bien que físicas— inevitablemente comenzamos a adoptar las cualidades de esas tecnologías.
El reloj mecánico, que comenzó a usarse corrientemente en el siglo XIV, brinda un ejemplo convincente. En Technics and Civilization (Técnicas y civilización), el historiador y crítico de la cultura Lewis Mumford describió la forma en que el reloj “desasoció el tiempo de los sucesos humanos y contribuyó a crear la idea de un mundo independiente de secuencias matemáticamente mensurables”. El “marco abstracto de tiempo dividido” se convirtió en “el punto de referencia de la acción y el pensamiento”.
El tictac metódico del reloj contribuyó al surgimiento de la mente científica y del científico, pero también se llevó algo. Como observó el difunto científico de computación del MIT(2) Joseph Weizenbaum en su libro de 1976, Computer Power and Human Reason: From Judgment to Calculation (El poder de la computadora y la razón humana: del juicio al cálculo), la concepción del mundo que surgió del empleo extendido de los instrumentos de llevar el tiempo “sigue siendo una versión empobrecida del antiguo, porque descansa en un rechazo de las experiencias directas que formaban la base de la antigua realidad y, de hecho, la constituían.” Al decidir cuándo comer, trabajar, dormir, levantarse, dejamos de escuchar a nuestros sentidos y comenzamos a obedecer el reloj.
El proceso de adaptación a nuevas tecnologías intelectuales se refleja en las cambiantes metáforas que usamos para explicarnos a nosotros mismos. Cuando llegó el reloj mecánico, las personas comenzaron a pensar que sus cerebros operaban “como mecanismos de relojería”. Hoy, en la era del software, hemos llegado a pensar que operan “como computadoras”. Pero los cambios, nos dicen las neurociencias, son mucho más profundos que la metáfora. Gracias a la plasticidad de nuestro cerebro, la adaptación se produce también en el nivel biológico.
Internet promete tener efectos de especial alcance en la cognición. En un trabajo publicado en 1936, el matemático británico Alan Turing demostró que era posible programar una computadora digital, que en aquella época existía sólo como máquina teórica, para que realizara la función de cualquier otro dispositivo de procesamiento de información. Eso es lo que estamos presenciando hoy. Internet, un sistema de computación inconmensurablemente poderoso, está subsumiendo la mayoría de nuestras otras tecnologías intelectuales. Se está convirtiendo en nuestro mapa y nuestro reloj, nuestra imprenta y nuestra máquina de escribir, nuestra calculadora y nuestro teléfono,nuestro radio y nuestra televisión.
Cuando la Red absorbe un medio, ese medio se recrea a la imagen de la Red. Inyecta el contenido del medio con hiperenlaces, anuncios de parpadeo y otras baratijas digitales y rodea el contenido con el contenido de todos los demás medios que ha absorbido. Un mensaje nuevo de correos, por ejemplo, puede anunciar su llegada mientras estamos revisando los últimos titulares de un sitio de prensa. El resultado es dispersar nuestra atención y difundir nuestra concentración. Tampoco termina la influencia de la Red en los márgenes de la pantalla de la computadora. Al irse sintonizando las mentes de las personas al enloquecido conjunto de medios de Internet, los medios tradicionales deben adaptarse a las nuevas expectativas del público. Los programas de televisión añaden textos que se deslizan por la pantalla y anuncios que surgen de repente; revistas y diarios acortan sus artículos, introducen resúmenes en cápsulas y rellenan sus páginas con fragmentos de información fáciles de rastrear.
Cuando en marzo de este año The New York Times decidió dedicar la segunda y tercera páginas de cada edición a resúmenes de artículos, su director de diseño Tom Bodkin explicó que los “atajos” darían a los lectores atribulados un “tanteo” rápido de las
noticias del día ahorrándoles el método “menos eficiente” de volver las páginas y leer los artículos. Los medios antiguos tienen poca opción más que jugar con las reglas de los medios nuevos.
Nunca ha desempeñado un sistema de comunicación tantos papeles en nuestras vidas —o ejercido una influencia tan amplia sobre nuestros pensamientos— como hace hoy Internet. Pero, a pesar de todo lo que se ha escrito sobre la Red, se ha pensado poco en cómo exactamente nos está reprogramando. La ética intelectual de la Red sigue siendo oscura. Aproximadamente por el tiempo en que Nietzsche comenzó a usar su máquina de escribir, un joven serio llamado Frederick Winslow Taylor fue con un cronómetro a la planta Midvale Steel de Filadelfia y comenzó una histórica serie de experimentos destinada a mejorar la eficiencia de sus maquinistas. Con aprobación de los propietarios de Midvale, tomó a un grupo de obreros, los puso a trabajar en varias máquinas de elaborado de metales y registró y midió el tiempo de cada uno de sus movimientos así como las operaciones de las máquinas. Dividiendo cada tarea en una secuencia de pequeños pasos discretos y luego ensayando formas distintas de realizar cada una,
Taylor creó un conjunto de instrucciones precisas —un “algoritmo” pudiéramos decir hoy— de cómo debía trabajar cada obrero.
Los empleados de Midvale rezongaron sobre el estricto régimen nuevo, diciendo que los convertía en poco más que autómatas, pero la productividad de la fábrica se disparó.
Más de cien años después de la invención del motor de vapor, la Revolución Industrial al fin había encontrado sus bases filosóficas y su filósofo. La apretada coreografía industrial de Taylor —su “sistema”, como le agradaba llamarlo— fue aceptada por fabricantes de todo el país y, con el tiempo, de todo el mundo. Procurando la mayor rapidez, eficiencia y producción, los dueños de fábricas utilizaban los estudios de tiempo y movimiento para organizar el trabajo y configurar las tareas de sus trabajadores.
El objetivo, como definió Taylor en su célebre tratado de 1911, The Principles of Scientific Management (Los principios de la gestión moderna), era identificar y adoptar, para cada tarea, “un mejor método” de trabajo y con ello efectuar “la sustitución gradual
de la ciencia por la regla empírica en todas las artes mecánicas”. Una vez que se aplicara este sistema en todos los actos de trabajo manual, aseguró Taylor a sus seguidores, brindaría una reestructuración no sólo de la industria, sino de la sociedad, creando la utopía de la eficiencia perfecta. “En el pasado el hombre había sido lo primero —declaró—, en el futuro lo será el sistema.”
El sistema de Taylor sigue en gran medida con nosotros: sigue siendo la ética de la manufactura industrial. Y ahora, gracias al creciente poder que los ingenieros en computación y codificadores de software ejercen sobre nuestras vidas intelectuales, la ética de Taylor comienza a regir también la esfera de la mente. Internet es una máquina diseñada para la recolección, transmisión y manipulación automatizada de información y sus legiones de programadores están concentrados en encontrar el “mejor método
único” —el algoritmo perfecto— para llevar a cabo cada movimiento mental de lo que hemos llegado a describir como “trabajo de conocimiento”.
La sede de Google, en Moutain View, California —el Googleplex— es el santuario supremo de Internet y la religión que se practica dentro de sus paredes es el taylorismo. Google, al decir de su ejecutivo principal, Eric Schmidt, es “una compañía fundada en torno a la ciencia de la medición” y se esfuerza en “sistematizar todo” lo que hace. Según el Harvard Business Review, haciendo uso de los terabytes de datos de conducta que recoge mediante su motor de búsqueda(3) y otros sitios, realiza miles de experimentos diarios y utiliza los resultados para refinar los algoritmos que controlan cada vez más la forma en que las personas encuentran información y extraen significado de ella. Lo que Taylor hizo para el trabajo manual, Google lo está haciendo para el trabajo mental.
La compañía ha declarado que su misión es “organizar la información mundial y hacerla universalmente accesible y útil”. Procura desarrollar “el motor de búsqueda perfecto” al que define como algo que “entiende exactamente lo que uno quiere decir y le devuelve exactamente lo que desea”. Al entender de Google, la información es un tipo de producto, un recurso utilitario que puede extraerse y procesarse con eficiencia industrial. Mientras más sean las piezas de información a las que uno pueda “acceder” y mientras con mayor rapidez podamos extraer lo esencial de ellas, más productivos nos hacemos como pensadores.
¿Dónde termina esto? Sergey Brin y Larry Page, los dotados jóvenes que fundaron Google cuando hacían su doctorado en ciencias de computación en Stanford, hablan con frecuencia de su deseo de convertir su motor de búsqueda en una inteligencia artificial, una máquina al estilo de HAL que sea posible conectar directamente a nuestros cerebros. “El motor de búsqueda supremo es tan inteligente como las personas… o más—afirmó Page hace unos años en un discurso—. Para nosotros, trabajar en búsqueda es
una forma de trabajar en inteligencia artificial.”
En una entrevista concedida a Newsweek en 2004, Brin comentó: “No hay dudas de que si uno tuviera toda la información del mundo unida directamente al cerebro, o un cerebro artificial que fuera más listo que el propio, estaría uno mejor.” El año pasado Page dijo en una convención de científicos que Google “en realidad trata de construir una inteligencia artificial y de hacerlo en gran escala”.
Una ambición de este tipo es natural, incluso admirable, para un par de genios matemáticos con vastas cantidades de dinero a su disposición y un pequeño ejército de científicos de computación en su empleo. Google, una empresa fundamentalmente científica, está motivada por un deseo de usar la tecnología, en palabras de Eric Schmidt, “para solucionar problemas que nunca antes se han solucionado” y la inteligencia artificial es el problema más difícil que hay. ¿Por qué no habrían de ser Brin y Page quienes lo resolvieran? De todos modos, su suposición fácil de que estaríamos “mucho mejor” si una inteligencia artificial complementara, o incluso sustituyera, nuestros cerebros resulta inquietante. Ésta indica una creencia en que la inteligencia es producto de un proceso
mecánico, una serie de pasos discretos que es posible aislar, medir, optimizar. En el mundo de Google, el mundo en que entramos al entrar en línea, hay poco espacio para la falta de claridad de la contemplación. La ambigüedad no es una apertura para la visión, sino una falla que debe arreglarse. El cerebro humano es sólo una computadora anticuada que necesita un procesador más rápido y un disco duro mayor. La idea de que nuestras mentes deben operar como máquinas de procesamiento de datos de alta velocidad no sólo está incorporada al funcionamiento de Internet, sino que es
también el modelo comercial reinante de la red. Mientras con mayor rapidez naveguemos por la Red —mientras más enlaces podamos cliquear y más páginas veamos— más oportunidades ganan Google y otras empresas de recopilar información sobre nosotros y alimentarnos anuncios.
La mayoría de los propietarios de Internet comercial tienen interés financiero en recopilar los mendrugos de datos que dejamos atrás cuando revoloteamos de enlace en enlace… mientras más mendrugos, mejor. Lo último que desean estas empresas es fomentar la lectura pausada o el pensamiento concentrado, lento. Es interés económico suyo llevarnos a la distracción. Puede que yo sea sólo una persona que se preocupa más de lo debido. Del mismo modo que existe una tendencia a glorificar el avance tecnológico, existe una tendencia opuesta a esperar lo peor de todo instrumento o máquina nueva. En la Fedra de Platón, Sócrates se lamentaba del desarrollo de la escritura. Temía que, según las personas comenzaran a confiar en la palabra escrita como sustituto del
conocimiento que antes llevaban dentro de las cabezas, en palabras de uno de los personajes del diálogo, “dejaran de ejercitar su memoria y se hicieran olvidadizas”. Y como podrían “recibir una cantidad de información sin instrucción adecuada”, se les “considerara muy conocedores cuando la mayoría es bien ignorante”. Estarían “llenas de la presunción de sabiduría en lugar de verdadera sabiduría”. Sócrates no se equivocaba —la nueva tecnología muchas veces tuvo los efectos que temió—, pero fue miope. No podía prever las muchas formas en que la escritura y la lectura servirían para extender la información, estimular ideas nuevas y expandir el conocimiento (cuando no la sabiduría) humana. La llegada de la imprenta de Gutenberg en el siglo XV provocó otra ronda de rechinamiento de dientes. Al humanista italiano Hieronimo Squarciafico le preocupaba que a disponibilidad fácil de los libros condujera a pereza intelectual, haciendo a los hombres “menos estudiosos” y debilitando sus mentes. Otros aducían que los libros y publicaciones impresas baratas socavarían la autoridad religiosa, degradarían el trabajo de eruditos y escribas y extenderían la sedición y el libertinaje. Como observa el profesor de la Universidad de Nueva York Clay Shirky: “La mayoría de los argumentos que se opusieron a la imprenta fueron correctos, incluso proféticos.” Pero, de nuevo, los agoreros no fueron capaces de imaginar la miríada de bendiciones que brindaría la palabra impresa. De modo que sí, deben mostrarse escépticos hacia mi escepticismo. Puede que aquellos que descarten a quienes critican Internet por considerarlos luditas o nostalgistas tengan
la razón y de nuestras mentes hiperactivas, alimentadas de datos, surja una era dorada de descubrimiento intelectual y sabiduría universal. Pero, de nuevo, la Red no es el alfabeto y aunque pueda sustituir a la imprenta produce algo por completo diferente. El tipo de lectura profunda que promueve una secuencia de páginas impresas es valiosa no sólo por el conocimiento que adquirimos de las palabras del autor, sino por las vibraciones intelectuales que esas palabras desencadenan en nuestras propias mentes. En los espacios de calma abiertos por la lectura sostenida, sin distracción, de un libro o, si a eso vamos, por cualquier otro acto de contemplación, realizamos nuestras asociaciones, trazamos nuestras propias inferencias y analogías, promovemos nuestras propias ideas. La lectura profunda, como afirma Maryanne Wolf, es indistinguible del pensamiento profundo. Si perdemos esos espacios de quietud o los llenamos de “contenido”, sacrificaremos
algo importante no sólo de nuestro propio ser, sino de nuestra cultura. En un ensayo reciente, el dramaturgo Richard Foreman describió con elocuencia lo que está en juego: “Procedo de una tradición de cultura occidental en que el ideal (mi ideal) era la
estructura compleja, densa, como una catedral de la personalidad de alta educación y expresión, el hombre o mujer que llevaba dentro de sí una versión individualmente construida y singular del patrimonio completo de Occidente.[Pero ahora] veo dentro de todos nosotros (yo incluido) la sustitución de la compleja densidad interna por un nuevo tipo de ser que evoluciona bajo la presión de la sobrecarga de información y la tecnología de lo “instantáneamente disponible”.Según se nos drena de nuestro “repertorio interno de denso patrimonio cultural”, concluyó Foreman, nos arriesgamos a convertirnos en “gente tan extendida y fina como una crepa según nos conectamos con la vasta red de información a la que se accede tan sólo tocando un botón.”
Me persigue esa escena de 2001. Lo que la hace tan conmovedora, y tan extraña, es la respuesta emocional de la computadora al desmonte de su mente: su desesperación cuando se va oscureciendo un circuito tras otro, su súplica infantil al astronauta —“Lo estoy sintiendo. Lo estoy sintiendo. Tengo miedo”— y su reversión final a lo que sólo puede recibir el nombre de estado de inocencia. La emanación de sentimientos de HAL contrasta con la impasibilidad que caracteriza a las figuras humanas del film, que hacen lo que tienen que hacer con eficiencia casi robótica. Sus pensamientos y acciones parecen preparados de antemano, como si siguieran los pasos de un algoritmo.
En el mundo de 2001, las personas se han hecho tan similares a máquinas que el carácter más humano resulta ser la máquina. Esa es la esencia de la oscura profecía de Kubrick: según confiemos en las computadoras para mediar nuestra comprensión del mundo es nuestra propia inteligencia la que se aplana hasta convertirse en inteligencia artificial.
---------------------------------------
El libro más reciente de Nicholas Carr, The Big Switch: Rewiring the World, from
Edison to Google, se publicó en el año 2008.
Notas:
1.- Hyperlink (hiperenlace, hipervínculo, nexo) Puntero existente en un documento
hipertexto que apunta (enlaza) a otro documento que puede ser o no otro documento
hipertexto. [Fuente: RFCALVO]
2.- Instituto Tecnológico de Massachussets.
3.- Search engine (motor de búsqueda, buscador, indexador de información) Servicio
WWW que permite al usuario acceder a información sobre un tema determinado
contenida en un servidor de información Internet (WWW, FTP, Gopher, Usenet,
Newsgroups...) a través de palabras de búsqueda introducidas por él. Los más conocidos
son Yahoo, WebCrawler, Lycos, Altavista, DejaNews... En España empiezan a existir
indexadores en lengua castellana, con nombres tan castizos como Ole y Ozú. [Fuente:
RFCALVO].
LIBRO COMPLETO pdf ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?'
SUPERFICIALE
biblio3.url.edu.gt/Libros/2014/Superficiales-Carr-2010.pdf
biblio3.url.edu.gt/Libros/2014/Superficiales-Carr-2010.pdf
Un mundo distraído
La tercera parte de la población mundial ya es 'internauta'. La revolución digital crece veloz. Uno de sus grandes pensadores, Nicholas Carr, da claves de su existencia en el libro 'Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?' El experto advierte de que se "está erosionando la capacidad de controlar nuestros pensamientos y de pensar de forma autónoma".
El correo electrónico parpadea con un mensaje inquietante: "Twitter te echa de menos. ¿No tienes curiosidad por saber las muchas cosas que te estás perdiendo? ¡Vuelve!". Ocurre cuando uno deja de entrar asiduamente en la red social: es una anomalía, no cumplir con la norma no escrita de ser un voraz consumidor de twitters hace saltar las alarmas de la empresa, que en su intento por parecer más y más humana, como la mayoría de las herramientas que pueblan nuestra vida digital, nos habla con una cercanía y una calidez que solo puede o enamorarte o indignarte. Nicholas Carr se ríe al escuchar la preocupación de la periodista ante la llegada de este mensaje a su buzón de correo. "Yo no he parado de recibirlos desde el día que suspendí mis cuentas en Facebook y Twitter. No me salí de estas redes sociales porque no me interesen. Al contrario, creo que son muy prácticas, incluso fascinantes, pero precisamente porque su esencia son los micromensajes lanzados sin pausa, su capacidad de distracción es enorme". Y esa distracción constante a la que nos somete nuestra existencia digital, y que según Carr es inherente a las nuevas tecnologías, es sobre la que este autor que fue director del Harvard Business Review y que escribe sobre tecnología desde hace casi dos décadas nos alerta en su tercer libro,Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?(Taurus).
0 Comentarios