A ARSÈNE HOUSSAYE 6
I EL EXTRANJERO 7
II LA DESESPERACIÓN DE LA VIEJA 8
III EL «YO PECADOR» DEL ARTISTA 9
IV UN GRACIOSO 10
V LA ESTANCIA DOBLE 11
VI CADA CUAL, CON SU QUIMERA 13
VII EL LOCO Y LA VENUS 14
VIII EL PERRO Y EL FRASCO 15
IX EL MAL VIDRIERO 16
X A LA UNA DE LA MAÑANA 18
XI LA «MUJER SALVAJE» Y LA QUERIDITA 19
XII LAS MUCHEDUMBRES 21
XIII LAS VIUDAS 22
XIV EL VIEJO SALTIMBANQUI 24
XV EL PASTEL 26
XVI EL RELOJ 28
XVII UN HEMISFERIO EN UNA CABELLERA 29
XVIII LA INVITACIÓN AL VIAJE 30
XIX EL JUGUETE DEL POBRE 32
XX LOS DONES DE LAS HADAS 33
XXI LAS TENTACIONES, O EROS, PLUTO Y LA GLORIA 35
XXII EL CREPÚSCULO DE LA NOCHE 38
XXIII LA SOLEDAD 40
XXIV LOS PROYECTOS 41
XXV LA HERMOSA DOROTEA 43
XXVI LOS OJOS DE LOS POBRES 45
XXVII MUERTE HEROICA 47
XXVIII LA MONEDA FALSA 50
XXIX EL JUGADOR GENEROSO 52
XXX LA CUERDA 55
XXXI LAS VOCACIONES 58
XXXII EL TIRSO 61
XXXIII EMBRIAGAOS 63
XXXIV ¡YA! 64
XXXV LAS VENTANAS 66
XXXVI EL DESEO DE PINTAR 67
XXXVII LOS BENEFICIOS DE LA LUNA 68
XXXVIII ¿CUÁL ES LA VERDADERA? 69
XXXIX UN CABALLO DE RAZA 70
XL EL ESPEJO 71
XLI EL PUERTO 72
XLII RETRATOS DE QUERIDAS 73
XLIII EL TIRADOR GALANTE 76
XLIV LA SOPA Y LAS NUBES 77
XLV EL TIRO Y EL CEMENTERIO 78
XLVI EXTRAVÍO DE AUREOLA 79
XLVII LA SEÑORITA BISTURÍ 80
XLVIII ANY WHERE OUT OF THE WORLD 82
XLIX ¡MATEMOS A LOS POBRES! 84
L LOS PERROS BUENOS 86
EPÍLOGO 89
A Arsène Houssaye
Mi querido amigo, le envío una obrita que no tiene ni pies ni cabeza porque aquí todo es pies y cabeza a la vez, alternativa y recíprocamente. Considere las admirables comodidades que ofrece a todos esta combinación, a usted, a mí y al lector. Podemos cortar donde queremos, yo mi ensueño, usted el manuscrito y el lector su lectura, porque no supedito su esquiva voluntad al hilo interminable de una intriga superflua. Sustraiga una vértebra y los dos trozos de esta tortuosa fantasía se unirán sin esfuerzo. Córtelo en muchos fragmentos y verá que cada cual puede existir separado. Con la esperanza de que algunos de estos pedazos sean lo bastante vívidos para gustarle y divertirlo, me atrevo a dedicarle la serpiente entera.
Tengo una pequeña confesión que hacerle. Hojeando por lo menos una vigésima vez el famoso Gaspard et la Nuit de Aloysius Bretrand (¿acaso un libro que conocemos usted yo y algunos amigos no tiene todo el derecho a ser llamado famoso?) se me ocurrió intentar algo parecido y aplicar a la descripción de la vida moderna -mejor dicho, una vida moderna y más abstracta- el procedimiento que él aplicó a la pintura de la vida antigua, tan extrañamente pintoresca.
¿Quién no ha soñado el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo y sin rima, tan flexible y contrastada que pudiera adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones de la ensoñación y a los sobresaltos de la conciencia?
Esta obsesión nace de frecuentar las grandes ciudades, del entrecruzamiento de sus incontables relaciones. También usted, mi querido amigo, trató de traducir en canción el grito estridente del vidriero y de expresar en prosa lírica sus desoladoras resonancias cuando atraviesan las altas brumas de la calle y llegan a las buhardillas.
A decir verdad, temo que mi celo no me haya traído felicidad. Apenas iniciado el trabajo me di cuenta de que estaba muy lejos de mi misterioso y brillante modelo y que además hacía algo -si puede llamarse algo a esto- singularmente diferente. Este accidente enorgullecería a cualquier otro, pero humilla profundamente a un espíritu para quien el más grande honor del poeta es cumplir exactamente con lo que había proyectado hacer.
Su muy afectuoso C. B.
I
El extranjero
-¿A quién quieres más, hombre enigmático, dime, a tu padre, a tu madre, a tu hermana o a tu hermano?
-Ni padre, ni madre, ni hermana, ni hermano tengo.
-¿A tus amigos?
-Empleáis una palabra cuyo sentido, hasta hoy, no he llegado a conocer.
-¿A tu patria?
-Ignoro en qué latitud está situada.
-¿A la belleza?
-Bien la querría, ya que es diosa e inmortal.
-¿Al oro?
-Lo aborrezco lo mismo que aborrecéis vosotros a Dios.
-Pues ¿a quién quieres, extraordinario extranjero?
-Quiero a las nubes..., a las nubes que pasan... por allá.... ¡a las nubes maravillosas!
II
La desesperación de la vieja
La viejecilla arrugada sentíase llena de regocijo al ver a la linda criatura festejada por todos, a quien todos querían agradar; aquel lindo ser tan frágil como ella, viejecita, y como ella también sin dientes ni cabellos.
Y se le acercó para hacerle fiestas y gestos agradables.
Pero el niño, espantado, forcejeaba al acariciarlo la pobre mujer decrépita, llenando la casa con sus aullidos.
Entonces la viejecilla se retiró a su soledad eterna, y lloraba en un rincón, diciendo: «¡Ay! Ya pasó para nosotras, hembras viejas, desventuradas, el tiempo de agradar aun a los inocentes; ¡y hasta causamos horror a los niños pequeños cuando vamos a darles cariño!»
III
El «yo pecador» del artista
¡Cuán penetrante es el final del día en otoño! ¡Ay! ¡Penetrante hasta el dolor! Pues hay en él ciertas sensaciones deliciosas, no por vagas menos intensas; y no hay punta más acerada que la de lo infinito.
¡Delicia grande la de ahogar la mirada en lo inmenso del cielo y del mar! ¡Soledad, silencio, castidad incomparable de lo cerúleo! Una vela chica, temblorosa en el horizonte, imitadora, en su pequeñez y aislamiento, de mi existencia irremediable, melodía monótona de la marejada, todo eso que piensa por mí, o yo por ello -ya que en la grandeza de la divagación el yo presto se pierde-; piensa, digo, pero musical y pintorescamente, sin argucias, sin silogismos, sin deducciones.
Tales pensamientos, no obstante, ya salgan de mí, ya surjan de las cosas, presto cobran demasiada intensidad. La energía en el placer crea malestar y sufrimiento positivo. Mis nervios, harto tirantes, no dan más que vibraciones chillonas, dolorosas.
Y ahora la profundidad del cielo me consterna; me exaspera su limpidez. La insensibilidad del mar, lo inmutable del espectáculo me subleva... ¡Ay! ¿Es fuerza eternamente sufrir, o huir de lo bello eternamente? ¡Naturaleza encantadora, despiadada, rival siempre victoriosa, déjame! ¡No tientes más a mis deseos y a mi orgullo! El estudio de la belleza es un duelo en que el artista da gritos de terror antes de caer vencido.
IV
Un gracioso
Era la explosión del año nuevo: caos de barro y nieve, atravesado por mil carruajes, centelleante de juguetes y de bombones, hormigueante de codicia y desesperación; delirio oficial de una ciudad grande, hecho para perturbar el cerebro del solitario más fuerte.
Entre todo aquel barullo y estruendo trotaba un asno vivamente, arreado por un tipejo que empuñaba el látigo.
Cuando el burro iba a volver la esquina de una acera, un señorito enguantado, charolado, cruelmente acorbatado y aprisionado en un traje nuevo, se inclinó, ceremonioso, ante el humilde animal, y le dijo, quitándose el sombrero: «¡Se lo deseo bueno y feliz!» Volviose después con aire fatuo no sé a qué camaradas suyos, como para rogarles que añadieran aprobación a su contento.
El asno, sin ver al gracioso, siguió corriendo con celo hacia donde le llamaba el deber.
A mí me acometió súbitamente una rabia inconmensurable contra aquel magnífico imbécil, que me pareció concentrar en sí todo el ingenio de Francia.
V
La estancia doble
Una estancia parecida a una divagación, una estancia verdaderamente espiritual, de atmósfera quieta y teñida levemente de rosa y azul.
Toma en ella el alma un baño de pereza aromado de pesar y de deseo. Es algo crepuscular, azulado, róseo; un ensueño de placer durante un eclipse.
Tienen los muebles formas alargadas, postradas, languidecentes. Tienen los muebles aire de soñar; creeríaselos dotados de vida sonambulesca, como vegetales y minerales. Hablan las telas una lengua muda, como las flores, como los cielos, como las puestas de Sol.
Ninguna abominación artística en las paredes. En relación con el sueño puro, con la impresión no analizada, el arte definido, el arte positivo, es blasfemia. Aquí todo tiene la suficiente claridad, la deliciosa obscuridad de la armonía.
Un olor infinitesimal, exquisitamente elegido, al que se mezcla una levísima humedad, nada en la atmósfera, donde mecen al espíritu adormilado sensaciones de invernadero.
Llueve abundante muselina delante de las ventanas y delante del lecho; derramase en cascadas nivosas. En el lecho está acostado el Ídolo, la soberana de los ensueños. Pero ¿cómo está aquí? ¿Quién la trajo? ¿Qué virtud mágica la instaló en este trono de ensueño y de placer? ¿Qué importa? ¡Ahí está! La reconozco.
Esos son los ojos cuya llama atraviesa el crepúsculo, miras sutiles y tremendas que reconozco en su malicia espantosa. Atraen, subyugan, devoran las miradas del imprudente que las contempla. A menudo estudió esas estrellas negras que imponen curiosidad y admiración.
¿A qué demonio benévolo debo hallarme así, rodeado de misterio, de silencio, de paz y de perfumes? ¡Oh beatitud! Lo que solemos llamar vida, aun en su más dichosa expansión, nada tiene de común con la vida suprema, que ahora conozco y saboreo de minuto en minuto, de segundo en segundo.
¡No! ¡Ya no hay minutos, ya no hay segundos! Desapareció el tiempo; reina la Eternidad, una eternidad de delicias.
Pero un golpe terrible, pesado, resonó en la puerta, y, como en sueños infernales, me ha parecido recibir un golpe de azadón en el estómago.
Luego ha entrado un espectro. Es un alguacil que viene a torturarme en nombre de la ley, una infame concubina que viene a dar gritos de miseria y a echar las liviandades de su existencia sobre los dolores de la mía, o el ordenanza de un director de periódico que viene a pedir más original.
La estancia paradisíaca, el ídolo, la soberana de los ensueños, la Sílfide, como decía Renato el grande, toda aquella magia desapareció al golpe brutal del espectro.
¡Horror! ¡Ya recuerdo!, ¡ya recuerdo! ¡Sí! Este desván, esta morada del Eterno hastío, es la mía. ¡Estos son los muebles necios, polvorientos, descantillados; la chimenea sin llama y sin ascua, mancillada por los escupitajos; las tristes ventanas llenas de polvo en que trazó surcos la lluvia; los manuscritos llenos de tachones, sin concluir; el calendario en que el lápiz marcó las fechas siniestras!
Y este perfume de otro mundo, del que me embriagué con sensibilidad perfeccionada, ¡ay!, reemplazado está por un fétido olor a tabaco, mezclado con no sé que nauseabundo moho. Aquí se respira ahora lo rancio de la desolación.
En este mundo estrecho, pero tan henchido de repugnancia, sólo un objeto conocido me sonríe: la ampolla de láudano, vieja y terrible amiga, como todas las amigas; ¡ay!, fecunda en caricias y traiciones.
¡Ah, sí! El tiempo reapareció; el tiempo reina ya como soberano; y con el horrible viejo volvió todo su acompañamiento de recuerdos, pesares, espasmos, miedos, angustias, pesadillas, cóleras y neurosis.
Os aseguro que ahora los segundos están acentuados fuerte y solemnemente; que cada uno al saltar del reloj dice: «¡Soy la Vida, la insoportable, la implacable Vida!»
No hay más que un segundo en la vida humana que tenga por misión el anuncio de una buena nueva, la buena nueva que a todos los causa inexplicable miedo.
¡Sí!, el Tiempo reina; ha recobrado la dictadura brutal. Me azuza como a un buey, con su doble aguijón: «¡Arre, borrico! ¡Suda, esclavo! ¡Vive condenado!»
VI
Cada cual, con su quimera
Bajo un amplio cielo gris, en una vasta llanura polvorienta, sin sendas, ni césped, sin un cardo, sin una ortiga, tropecé con muchos hombres que caminaban encorvados.
Llevaba cada cual, a cuestas, una quimera enorme, tan pesada como un saco de harina o de carbón, o la mochila de un soldado de infantería romana.
Pero el monstruoso animal no era un peso inerte; envolvía y oprimía, por el contrario, al hombre, con sus músculos elásticos y poderosos; prendíase con sus dos vastas garras al pecho de su montura, y su cabeza fabulosa dominaba la frente del hombre, como uno de aquellos cascos horribles con que los guerreros antiguos pretendían aumentar el terror de sus enemigos.
Interrogué a uno de aquellos hombres preguntándole adónde iban de aquel modo. Me contestó que ni él ni los demás lo sabían; pero que, sin duda, iban a alguna parte, ya que les impulsaba una necesidad invencible de andar.
Observación curiosa: ninguno de aquellos viajeros parecía irritado contra el furioso animal, colgado de su cuello y pegado a su espalda; hubiérase dicho que lo consideraban como parte de sí mismos. Tantos rostros fatigados y serios, ninguna desesperación mostraban; bajo la capa esplenética del cielo, hundidos los pies en el polvo de un suelo tan desolado como el cielo mismo, caminaban con la faz resignada de los condenados a esperar siempre.
Y el cortejo pasó junto a mí, y se hundió en la atmósfera del horizonte, por el lugar donde la superficie redondeada del planeta se esquiva a la curiosidad del mirar humano.
Me obstiné unos instantes en querer penetrar el misterio; mas pronto la irresistible indiferencia se dejó caer sobre mí, y me quedó más profundamente agobiado que los otros con sus abrumadoras quimeras.
VII
El loco y la Venus
¡Qué admirable día! El vasto parque desmaya ante la mirada abrasadora del Sol, como la juventud bajo el dominio del Amor.
El éxtasis universal de las cosas no se expresa por ruido ninguno; las mismas aguas están como dormidas. Harto diferente de las fiestas humanas, ésta es una orgía silenciosa.
Diríase que una luz siempre en aumento da a las cosas un centelleo cada vez mayor; que las flores excitadas arden en deseos de rivalizar con el azul del cielo por la energía de sus colores, y que el calor, haciendo visibles los perfumes, los levanta hacia el astro como humaredas.
Pero entre el goce universal he visto un ser afligido.
A los pies de una Venus colosal, uno de esos locos artificiales, uno de esos bufones voluntarios que se encargan de hacer reír a los reyes cuando el remordimiento o el hastío los obsesiona, emperejilado con un traje brillante y ridículo, con tocado de cuernos y cascabeles, acurrucado junto al pedestal, levanta los ojos arrasados en lágrimas hacia la inmortal diosa.
Y dicen sus ojos: Soy el último, el más solitario de los seres humanos, privado de amor y de amistad; soy inferior en mucho al animal más imperfecto. Hecho estoy, sin embargo, yo también, para comprender y sentir la inmortal belleza. ¡Ay! ¡Diosa! ¡Tened piedad de mi tristeza y de mi delirio!»
Pero la Venus implacable mira a lo lejos no sé qué con sus ojos de mármol.
VIII
El perro y el frasco
-Lindo perro mío, buen perro, chucho querido, acércate y ven a respirar un excelente perfume, comprado en la mejor perfumería de la ciudad.
Y el perro, meneando la cola, signo, según creo, que en esos mezquinos seres corresponde a la risa y a la sonrisa, se acerca y pone curioso la húmeda nariz en el frasco destapado; luego, echándose atrás con súbito temor, me ladra, como si me reconviniera.
-¡Ah miserable can! Si te hubiera ofrecido un montón de excrementos los hubieras husmeado con delicia, devorándolos tal vez. Así tú, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, a quien nunca se ha de ofrecer perfumes delicados que le exasperen, sino basura cuidadosamente elegida.
IX
El mal vidriero
Hay naturalezas puramente contemplativas, impropias totalmente para la acción, que, sin embargo, merced a un impulso misterioso y desconocido, actúan en ocasiones con rapidez de que se hubieran creído incapaces.
El que, temeroso de que el portero le dé una noticia triste, se pasa una hora rondando su puerta sin atreverse a volver a casa; el que conserva quince días una carta sin abrirla o no se resigna hasta pasados seis meses a dar un paso necesario desde un año antes, llegan a sentirse alguna vez precipitados bruscamente a la acción por una fuerza irresistible, como la flecha de un arco. El moralista y el médico, que pretenden saberlo todo, no pueden explicarse de dónde les viene a las almas perezosas y voluptuosas tan súbita y loca energía, y cómo, incapaces de llevar a término lo más sencillo y necesario, hallan en determinado momento un valor de lujo para ejecutar los actos más absurdos y aun los más peligrosos.
Un amigo mío, el más inofensivo soñador que haya existido jamás, prendió una vez fuego a un bosque, para ver, según decía, si el fuego se propagaba con tanta facilidad como suele afirmarse. Diez veces seguidas fracasó el experimento; pero a la undécima hubo de salir demasiado bien.
Otro encenderá un cigarro junto a un barril de pólvora, para ver, para saber, para tentar al destino, para forzarse a una prueba de energía, para dárselas de jugador, para conocer los placeres de la ansiedad, por nada, por capricho, por falta de quehacer.
Es una especie de energía que mana del aburrimiento y de la divagación; y aquellos en quien tan francamente se manifiesta suelen ser, como dije, las criaturas más indolentes, las más soñadoras.
Otro, tímido hasta el punto de bajar los ojos aun ante la mirada de los hombres, hasta el punto de tener que echar mano de toda su pobre voluntad para entrar en un café o pasar por la taquilla de un teatro, en que los taquilleros le parecen investidos de una majestad de Minos, Eaco y Radamanto, echará bruscamente los brazos al cuello a un anciano que pase junto a él, y le besará con entusiasmo delante del gentío asombrado...
¿Por qué? ¿Por qué..., porque aquella fisonomía le fue irresistiblemente simpática? Quizá; pero es más legítimo suponer que ni él mismo sabe por qué.
Más de una vez he sido yo víctima de ataques e impulsos semejantes, que nos autorizan a creer que unos demonios maliciosos se nos meten dentro y nos mandan hacer, sin que nos demos cuenta, sus más absurdas voluntades.
Una mañana me levanté desapacible, triste, cansado de ocio y movido, según me parecía, a llevar a cabo algo grande, una acción de brillo. Abrí la ventana. ¡Ay de mí!
(Observad, os lo ruego, que el espíritu de mixtificación, que en ciertas personas no es resultante de trabajo o combinación alguna, sino de inspiración fortuita, participa en mucho, aunque sólo sea por el ardor del deseo, del humor, histérico al decir de los médicos, satánico según los que piensan un poco mejor que los médicos, que nos mueve sin resistencia a multitud de acciones peligrosas e inconvenientes.)
La primera persona que vi en la calle fue un vidriero, cuyo pregón, penetrante, discordante, subió hacia mí a través de la densa y sucia atmósfera parisiense. Imposible me sería, por lo demás, decir por qué me acometió, para con aquel pobre hombre, un odio tan súbito como despótico.
«¡Eh, eh!» -le grité que subiese-. Entretanto reflexionaba, no sin cierta alegría, que, como el cuarto estaba en el sexto piso y la escalera era harto estrecha, el hombre haría su ascensión no sin trabajo y darían más de un tropezón las puntas de su frágil mercancía.
Presentose al cabo: examiné curiosamente todos sus vidrios y le dije: «¿Cómo? ¿No tiene cristales de colores? ¿Cristales rosa, rojos, azules; cristales mágicos, cristales de paraíso? ¿Habrá imprudencia? ¿Y se atreve a pasear por los barrios pobres sin tener siquiera cristales que hagan ver la vida bella? Y le empujé vivamente a la escalera, donde, gruñendo, dio un traspiés.
Me llegué al balcón y me apoderé de una maceta chica, y cuando él salió del portal dejé caer perpendicularmente mi máquina de guerra encima del borde posterior de sus ganchos, y, derribado por el choque, se le acabó de romper bajo las espaldas toda su mezquina mercancía ambulante, con el estallido de un palacio de cristal partido por el rayo.
Y embriagado por mi locura, le grité furioso: «¡La vida bella, la vida bella!»
Tales chanzas nerviosas no dejan de tener peligro y suelen pagarse caras. Pero ¡qué le importa la condenación eterna a quien halló en un segundo lo infinito del goce!
X
A la una de la mañana
¡Solo por fin! Ya no se oye más que el rodar de algunos coches rezagados y derrengados. Por unas horas hemos de poseer el silencio, si no el reposo. ¡Por fin desapareció la tiranía del rostro humano, y ya sólo por mí sufriré!
¡Por fin! Ya se me consiente descansar en un baño de tinieblas. Lo primero, doble vuelta al cerrojo. Me parece que esta vuelta de llave ha de aumentar mi soledad y fortalecer las barricadas que me separan actualmente del mundo.
¡Vida horrible! ¡Ciudad horrible! Recapitulemos el día: ver a varios hombres de letras, uno de los cuales me preguntó si se puede ir a Rusia por vía de tierra -sin duda tomaba por isla a Rusia-; disputar generosamente con el director de una revista, que, a cada objeción, contestaba: «Este es el partido de los hombres honrados»; lo cual implica que los demás periódicos están redactados por bribones; saludar a unas veinte personas, quince de ellas desconocidas; repartir apretones de manos, en igual proporción, sin haber tomado la precaución de comprar unos guantes; subir, para matar el tiempo, durante un chaparrón, a casa de cierta corsetera, que me rogó que le dibujara un traje de Venustre; hacer la rosca al director de un teatro, para que, al despedirme, me diga: «Quizá lo acierte dirigiéndose a Z...; es, de todos mis autores, el más pesado, el más tonto y el más célebre; con él podría usted conseguir algo. Háblele, y allá veremos»; alabarme -¿por qué?- de varias acciones feas que jamás cometí y negar cobardemente algunas otras fechorías que llevó a cabo con gozo, delito de fanfarronería, crimen de respetos humanos; negar a un amigo cierto favor fácil y dar una recomendación por escrito a un tunante cabal. ¡Uf! ¿Se acabó?
Descontento de todos, descontento de mí, quisiera rescatarme y cobrar un poco de orgullo en el silencio y en la soledad de la noche. Almas de los que amé, almas de los que canté, fortalecedme, sostenedme, alejad de mí la mentira y los vahos corruptores del mundo; y vos, Señor, Dios mío, concededme la gracia de producir algunos versos buenos, que a mí mismo me prueben que no soy el último de los hombres, que no soy inferior a los que desprecio.
XI
La «mujer salvaje» y la queridita
«En verdad, querida, me molestáis sin tasa y compasión; diríase, al oíros suspirar, que padecéis más que las espigadoras sexagenarias y las viejas pordioseras que van recogiendo mendrugos de pan a las puertas de las tabernas.
Si vuestros suspiros expresaran siquiera remordimiento, algún honor os harían; pero no traducen sino la saciedad del bienestar y el agobio del descanso. Y, además, no cesáis de verteros en palabras inútiles: ¡Quiéreme! ¡Lo necesito «tanto»! ¡Consuélame por aquí, acaríciame por «allá»! Mirad: voy a intentar curaros; quizá por dos sueldos encontremos el modo, en mitad de una fiesta y sin alejarnos mucho.
«Contemplemos bien, os lo ruego, esta sólida jaula de hierro tras de la cual se agita, aullando como un condenado, sacudiendo los barrotes como un orangután exasperado por el destierro, imitando a la perfección ya los brincos circulares del tigre, ya los estúpidos balanceos del oso blanco, ese monstruo hirsuto cuya forma imita asaz vagamente la vuestra.
«Ese monstruo es un animal de aquellos a quienes se suelen llamar «¡ángel mío!», es decir, una mujer. El monstruo aquél, el que grita a voz en cuello, con un garrote en la mano, es su marido. Ha encadenado a su mujer legítima como a un animal, y la va enseñando por las barriadas, los días de feria, con licencia de los magistrados; no faltaba más.
¡Fijaos bien! Veis con qué veracidad -¡acaso no simulada!- destroza conejos vivos y volátiles chillones, que su cornac le arroja. «Vaya -dice éste-, no hay que comérselo todo en un día»; y tras las prudentes palabras le arranca cruelmente la presa, dejando un instante prendida la madeja de los desperdicios a los dientes de la bestia feroz, quiero decir de la mujer.
¡Ea!, un palo para calmarla; porque está flechando con ojos terribles de codicia el alimento arrebatado. ¡Dios eterno! El garrote no es garrote de comedia. ¿Oísteis sonar la carne, a pesar de la pelambrera postiza? Por eso ahora se le saltan los ojos de la cabeza y aúlla muy naturalmente. En su rabia, centellea toda, como hierro en el yunque.
¡Tales son las costumbres conyugales de estos dos descendientes de Eva y de Adán, obras de vuestras manos, Dios mío! Incontestablemente, desdichada es esta mujer, aunque, en último término, quizá los goces titilantes de la gloria no lo sean desconocidos. Desdichas más irremediables hay que no tienen compensación. Pero en el mundo adonde la arrojaron, nunca pudo ella pensar que una mujer mereciera otro destino.
¡Hablemos ahora vos y yo, preciosa querida! A la vista de los infiernos que pueblan el mundo, ¿qué he de pensar yo de vuestro lindo infierno, si vos no descansáis más que sobre telas tan suaves como vuestra piel, y sólo coméis carnes cocidas, cuyos pedazos se cuida de trinchar un doméstico hábil?
¿Y qué pueden significar para mí todos esos suspirillos que os hinchan el pecho perfumado, robusta coqueta? ¿Y todas esas afectaciones aprendidas en los libros, y esa infatigable melancolía, hecha para inspirar a los espectadores un sentimiento en todo distinto de la compasión? A la verdad, me entran ganas algunas veces de enseñaros lo que es la verdadera desdicha.
Viéndoos así, hermosa delicada mía, con los pies en el fango, vueltos vaporosamente los ojos al cielo, como para pedirle rey, se os tomara con verosimilitud por una rana joven invocando al ideal. Si despreciáis la viga -lo que yo soy ahora, como sabéis-, cuidado con la grúa que ha de mascaros, tragaros y mataros a su gusto.
Por poeta que sea, no soy tan cándido como quisierais creer, y si harto a menudo me cansáis con vuestros primorosos lloriqueos, he de trataros como a mujer salvaje, o arrojaros por la ventana como botella vacía.»
XII
Las muchedumbres
No a todos les es dado tomar un baño de multitud; gozar de la muchedumbre es un arte; y sólo puede darse a expensas del género humano un atracón de vitalidad aquel a quien un hada insufló en la cuna el gusto del disfraz y la careta, el odio del domicilio y la pasión del viaje.
Multitud, soledad: términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. El que no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en una muchedumbre atareada.
Goza el poeta del incomparable privilegio de poder a su guisa ser él y ser otros. Como las almas errantes en busca de cuerpo, entra cuando quiere en la persona de cada cual. Sólo para él está todo vacante; y si ciertos lugares parecen cerrársele, será que a sus ojos no valen la pena de una visita.
El paseante solitario y pensativo saca una embriaguez singular de esta universal comunión. El que fácilmente se desposa con la muchedumbre, conoce placeres febriles, de que estarán eternamente privados el egoísta, cerrado como un cofre, y el perezoso, interno como un molusco. Adopta por suyas todas las profesiones, todas las alegrías y todas las miserias que las circunstancias le ofrecen.
Lo que llaman amor los hombres es sobrado pequeño, sobrado restringido y débil, comparado con esta inefable orgía, con esta santa prostitución del alma, que se da toda ella, poesía y caridad, a lo imprevisto que se revela, a lo desconocido que pasa.
Bueno es decir alguna vez a los venturosos de este mundo, aunque sólo sea para humillar un instante su orgullo necio, que hay venturas superiores a la suya, más vastas y más refinadas. Los fundadores de colonias, los pastores de pueblos, los sacerdotes misioneros, desterrados en la externidad del mundo, conocen, sin duda, algo de estas misteriosas embriagueces; y en el seno de la vasta familia que su genio se formó, alguna vez han de reírse de los que les compadecen por su fortuna, tan agitada, y por su vida, tan casta.
XIII
Las viudas
Dice Vauvenargues que en los jardines públicos hay paseos frecuentados principalmente por la ambición venida a menos, por los inventores desgraciados, por las glorias abortadas, por los corazones rotos, por todas esas almas temblorosas y cerradas en que rugen todavía los últimos suspiros de una tempestad, que se alejan de la insolente mirada de los satisfechos y de los ociosos. En estos refugios umbríos se dan cita los lisiados por la vida.
A esos lugares, sobre todo, gustan el poeta y el filósofo de dirigir sus ávidas conjeturas. Pasto cierto hay en ellos. Porque si algún paraje desdeñan visitar, es, sobre todo, como insinué hace un momento, la alegría de los ricos. Tal turbulencia en el vacío nada tiene que les atraiga. Por el contrario, siéntense irresistiblemente arrastrados hacia todo lo débil, lo arruinado, lo contristado, lo huérfano.
Una mirada experta nunca se engaña. En esas facciones rígidas o abatidas, en esos ojos hundidos y empañados o brillantes con los últimos fulgores de la lucha, en esas arrugas hondas y múltiples, en ese andar tan lento o tan brusco, al instante descifra las innumerables leyendas del amor engañado, de la abnegación incomprendida, de los esfuerzos sin recompensa, del hambre y del frío soportados humilde y silenciosamente.
¿Visteis alguna vez en esos bancos solitarios viudas pobres? Enlutadas o no, fácil es conocerlas. Además, siempre hay en el luto del pobre algo a faltar, una ausencia de armonía que le infunde mayor desconsuelo. Se ve obligado a escatimar en su dolor. El rico lleva el suyo de bote en bote.
¿Qué viuda es más triste y entristecedora, la que tira de la mano de un niño, con el que no puede compartir su divagación, o la que está sola del todo? No sé... Una vez llegué a seguir durante largas horas a una vieja afligida de tal especie; tiesa, erguida, con un corto chal gastado, llevaba en todo su ser una altanería de estoica.
Estaba evidentemente condenada por una soledad absoluta a los hábitos de un solterón, y el carácter masculino de sus costumbres ponía una sazón misteriosa en su austeridad. No sé en qué café miserable ni de qué manera almorzó. La seguí al gabinete de lectura y la espié mucho tiempo, mientras que buscaba en las gacetas con ojos activos, quemados tiempo atrás por las lágrimas, noticias de interés poderoso y personal.
Al cabo, por la tarde, bajo un cielo de otoño encantador, uno de esos cielos de que bajan en muchedumbre pesares y recuerdos, sentose aparte en un jardín, para escuchar, lejos del gentío, un concierto de esos con que la música de los regimientos regala al pueblo parisiense.
Aquel era, sin duda, el exceso de la vieja inocente -o de la vieja purificada-, el bien ganado consuelo de uno de esos pesados días sin amigo, sin charla, sin alegría, sin confidente, que Dios dejaba caer sobre ella, quizá desde muchos años antes, trescientas sesenta y cinco veces al año.
Otra más:
Nunca pude contener una mirada, si no de universal simpatía, por lo menos curiosa, a la muchedumbre de parias que se apretujan en torno al recinto de un concierto público. Lanza la orquesta, a través de la noche, cantos de fiesta, de triunfo o de placer. Los vestidos de las mujeres arrastran rebrillando; crúzanse las miradas; los ociosos, cansados de no hacer nada, se balancean, fingen saborear, indolentes, la música. Aquí nada que no sea rico, venturoso; nada que no respire e inspire despreocupación y gozo de dejarse vivir; nada, salvo el aspecto de aquella turba que se apoya allá, en la valla exterior, cogiendo gratis, a merced del viento, un jirón de música y mirando la centelleante hornaza interior.
Siempre ha sido interesante el reflejo de la alegría del rico en el fondo de los ojos del pobre. Pero aquel día, a través del pueblo vestido de blusa y de indiana, vi un ser cuya nobleza formaba llamativo contraste con toda la trivialidad del contorno.
Era una mujer alta, majestuosa y de nobleza tal en todo su porte, que no guardo recuerdo de semejante suya en las colecciones de las aristocráticas bellezas del pasado. Un perfume de altanera virtud emanaba de toda su persona. Su faz, triste y enflaquecida, casaba perfectamente con el luto riguroso de que iba vestida. También, como la plebe con que se había mezclado sin verla, miraba al mundo luminoso con ojos profundos, y, gacha suavemente la cabeza, escuchaba.
¡Visión singular! «De seguro -me dije-, esa pobreza, si hay tal pobreza, no ha de admitir la economía sórdida; una tan noble faz me lo fía. ¿Por qué, pues, permanece voluntariamente en un medio en el que es mancha tan llamativa?»
Pero, al pasar curioso junto a ella, creí adivinar la razón. La viuda alta llevaba de la mano un niño, vestido, como ella, de negro; por módico que fuese el precio de la entrada, bastaba acaso aquel precio para pagar un día las necesidades de la criatura, o, mejor tal vez, una superfluidad, un juguete.
Y se habrá vuelto a su casa a pie, meditando y soñando, sola, porque el niño es travieso, egoísta, no tiene dulzura ni paciencia, y ni siquiera puede, como el puro animal, como el gato y el perro, servir de confidente a los dolores solitarios.
XIV
El viejo saltimbanqui
Por doquiera se ostentaba, se derramaba, se solazaba el pueblo en holgorio. Era una solemnidad de esas que, con mucha antelación, son esperanza de los saltimbanquis, de los prestidigitadores, de los domadores de bichos y de los vendedores ambulantes, para compensar los malos tiempos del año.
En días así, el pueblo me parece que se olvida de todo, del dolor y del trabajo; se vuelve como los niños. Para los chiquillos es día de asueto, es el horror de la escuela aplazado por veinticuatro horas. Para los mayores es un armisticio concertado con las potencias maléficas de la vida, un alto en la contienda y la lucha universal.
Hasta el hombre de mundo y el hombre dado a trabajos espirituales escapan difícilmente a la influencia del júbilo popular. Absorben sin querer su parte de esa atmósfera de despreocupación. Por lo que a mí toca, no dejo nunca, como buen parisiense, de pasar revista a todas las barracas que se pavonean en esas épocas solemnes.
Hacíanse, en verdad, competencia formidable: chillaban, mugían, aullaban. Era una mezcolanza de gritos, detonaciones de cobre y explosiones de cohetes. Titiriteros y payasos ponían convulsiones en los rasgos de sus rostros atezados y curtidos por el viento, la lluvia y el sol; soltaban, con aplomo de comediantes seguros del efecto, chistes y chuscadas, de una comicidad sólida y densa como la de Molière... Los Hércules, orgullosos de la enormidad de sus miembros, sin frente y sin cráneo, como orangutanes, se hinchaban majestuosamente bajo las mallas lavadas la víspera para la solemnidad. Las bailarinas, hermosas como hadas o princesas, saltaban y hacían cabriolas al fulgor de las linternas, que les llenaba de chispas el faldellín.
No había más que luz, polvo, gritos, gozo, tumulto; gastaban unos, ganaban otros, alegres unos y otros por igual. Colgábanse los niños de la falda de sus madres para conseguir una barra de caramelo, o se subían en hombros de sus padres para ver bien a un escamoteador relumbrante como una divinidad. Y por todas partes circulaba, dominando todos los perfumes, un olor a frito, que era como el incienso de la fiesta.
Al extremo, al último extremo de la fila de barracas, como si, vergonzoso, se hubiera él mismo desterrado de todos aquellos esplendores, vi a un pobre saltimbanqui, encorvado, caduco, decrépito, a la ruina de un hombre, recostado en un poste de su choza; choza más miserable que la del salvaje embrutecido, harto bien iluminada todavía en su desolación por dos cabos de vela corridos y humeantes.
Por dondequiera, gozo, lucro, liviandad; por dondequiera, certidumbre del pan de mañana; por dondequiera, explosión frenética de la vitalidad. Aquí, miseria absoluta, miseria embozada, para colmo de horror, en harapos cómicos, en contraste traído, más que por el arte, por la necesidad. ¡No se reía aquel desgraciado! No lloraba, no bailaba, no gesticulaba, no gritaba, no cantaba ninguna canción, alegre ni lamentable, ni imploraba tampoco. Estaba mudo, inmóvil; había renunciado, abdicado... Su destino estaba cumplido.
Pero, ¡qué mirada profunda, inolvidable, paseaba por el gentío y las luces, cuyas olas movedizas iban a pararse a pocos pasos de su repulsiva miseria! Sentí que la mano terrible de la histeria me oprimía la garganta, y me pareció que me ofuscaban los ojos lágrimas rebeldes, de las que se niegan a caer.
¿Qué haría yo? ¿Para qué preguntar al infortunado qué curiosidad, qué maravilla podría enseñar en aquellas tinieblas malolientes, detrás de la cortina desgarrada? No me atrevía, a la verdad; y aunque la razón de mi timidez haya de moveros a risa, confesaré que temí humillarle. Acababa por fin de resolverme a dejar al paso algún dinero en una tabla de aquéllas, esperando que adivinara mi intento, cuando un gran reflujo de gente, causado no sé por qué perturbación, hubo do arrastrarme lejos de allí.
Y al marcharme, obsesionado por aquella visión, traté de analizar mi dolor súbito, y me dije: ¡Acabo de ver la imagen del literato viejo, superviviente de la generación de que fue entretenimiento brillante; del poeta viejo sin amigos, sin familia, sin hijos, degradado por la miseria y por la ingratitud pública, en la barraca donde no quiere entrar ya la gente olvidadiza!
XV
El pastel
Viajaba. El paisaje en medio del cual me había colocado tenía grandeza y nobleza irresistibles. Algo de ellas se comunicó sin duda en aquel momento a mi alma. Revoloteaban mis pensamientos con ligereza igual a la de la atmósfera; las pasiones vulgares, como el odio y el amor profano, aparecíanseme ya tan alejadas como las nubes que desfilaban por el fondo de los abismos, a mis pies; mi alma parecíame tan vasta y pura como la cúpula del cielo que me envolvía; el recuerdo de las cosas terrenales no llegaba a mi corazón sino debilitado y disminuido, como el son de la esquila de los rebaños imperceptibles que pasan lejos, muy lejos, por la vertiente de otra montaña. Sobre el lago pequeño, inmóvil, negro por su inmensa profundidad, pasaba de vez en cuando la sombra de una nube, como el reflejo de la capa de un gigante aéreo que volara cruzando el cielo. Y recuerdo que aquella sensación solemne y rara, causada por un gran movimiento perfectamente silencioso, me llenaba de una alegría mezclada con miedo. En suma, que me sentía, gracias a la embriagadora belleza que me rodeaba, en paz perfecta conmigo mismo y con el universo; y aun sospecho que en mi perfecta beatitud y en mi total olvido de todo el mal terrestre, había llegado a no encontrar tan ridículos a los periódicos que pretenden que el hombre nació bueno, cuando, renovadas las exigencias de la materia implacable, pensé en reparar la fatiga y en aliviar el apetito despierto por tan larga ascensión. Saqué del bolsillo un buen pedazo de pan, una taza de cuero y un frasco de cierto elixir que los farmacéuticos de aquellos tiempos solían vender a los turistas, para mezclarlo, llegada la ocasión, con agua de nieve.
Partía tranquilamente el pan, cuando un ruido muy leve me hizo levantar los ojos. Ante mí estaba una criaturilla desharrapada, negra, desgreñada, cuyos ojos hundidos, fríos y suplicantes, devoraban el pedazo de pan. Y le oí suspirar en voz baja y ronca la palabra ¡pastel! No pude contener la risa al oír el apelativo con que se dignaba honrar a mi pan casi blanco. Cortó una buena rebanada y se la ofrecí. Acercose lentamente, sin quitar los ojos del objeto de su codicia; luego, echando mano al pedazo, retrocedió vivamente, como si hubiese temido que mi oferta no fuese sincera, o que me fuese a volver atrás.
Pero en el mismo instante le derribó otro chiquillo salvaje, que no sé de dónde salía, tan perfectamente semejante al primero, que se le hubiera podido tomar por hermano gemelo suyo. Juntos rodaron por el suelo, disputándose la preciada presa, sin que ninguno de ellos quisiera, indudablemente, sacrificar la mitad a su hermano. Exasperado el primero, agarró del pelo al segundo; cogiole éste una oreja entro los dientes, y escupió un pedacito ensangrentado, con un soberbio reniego dialectal. El propietario legítimo del pastel trató de hundir las menudas garras en los ojos del usurpador; éste, a su vez, aplicó todas sus fuerzas a estrangular al adversario con una mano, mientras que con la otra intentaba meterse en el bolsillo el galardón del combate. Pero, reanimado por la desesperación, levantose el vencido y echó a rodar por el suelo al vencedor de un cabezazo en el estómago. ¿Para qué describir una lucha horrorosa, que duró, en verdad, más tiempo del que parecían prometer las fuerzas infantiles? Viajaba el pastel de mano en mano y cambiaba a cada momento de bolsillo; pero, ¡ay!, iba cambiando también de volumen; y cuando, por fin, extenuados, jadeantes, ensangrentados, paráronse, en la imposibilidad de seguir, no quedaba, a decir verdad, motivo ninguno de batalla; el pedazo de pan había desaparecido y estaba desparramado en migajas, semejantes a los granos de arena con que se mezclaban.
Tal espectáculo había llenado de bruma el paisaje, y el gozo tranquilo en que se solazaba mi alma, antes de haber visto a los hombrecillos, había desaparecido por entero; me quedé mucho tiempo triste, repitiéndome sin cesar: ¡Conque hay un país soberbio en que al pan le llaman 'pastel', golosina tan rara que basta para engendrar una guerra perfectamente fratricida!»
XVI
El reloj
Los chinos ven la hora en los ojos de los gatos. Cierto día, un misionero que se paseaba por un arrabal de Nankin advirtió que se le había olvidado el reloj, y le preguntó a un chiquillo qué hora era.
El chicuelo del Celeste Imperio vaciló al pronto; luego, volviendo sobre sí, contestó: «Voy a decírselo.» Pocos instantes después presentose de nuevo, trayendo un gatazo, y mirándole, como suele decirse, a lo blanco de los ojos, afirmó, sin titubear: «Todavía no son las doce en punto.» Y así era en verdad.
Yo, si me inclino hacia la hermosa felina, la bien nombrada, que es a un tiempo mismo honor de su sexo, orgullo de mi corazón y perfume de mi espíritu, ya sea de noche, ya de día, en luz o en sombra opaca, en el fondo de sus ojos adorables veo siempre con claridad la hora, siempre la misma, una hora vasta, solemne, grande como el espacio, sin división de minutos ni segundos, una hora inmóvil que no está marcada en los relojes, y es, sin embargo, leve como un suspiro, rápida como una ojeada.
Si algún importuno viniera a molestarme mientras la mirada mía reposa en tan deliciosa esfera; si algún genio malo e intolerante, si algún Demonio del contratiempo viniese a decirme: «¿Qué miras con tal cuidado? ¿Qué buscas en los ojos de esa criatura? ¿Ves en ellos la hora, mortal pródigo y holgazán?» Yo, sin vacilar, contestaría: «Sí; veo en ellos la hora. ¡Es la Eternidad!»
¿Verdad, señora, que éste es un madrigal ciertamente meritorio y tan enfático como vos misma? Por de contado, tanto placer tuve en bordar esta galantería presuntuosa, que nada, en cambio, he de pediros.
XVII
Un hemisferio en una cabellera
Déjame respirar mucho tiempo, mucho tiempo, el olor de tus cabellos; sumergir en ellos el rostro, como hombre sediento en agua de manantial, y agitarlos con mi mano, como pañuelo odorífero, para sacudir recuerdos al aire.
¡Si pudieras saber todo lo que veo! ¡Todo lo que siento! ¡Todo lo que oigo en tus cabellos! Mi alma viaja en el perfume como el alma de los demás hombres en la música.
Tus cabellos contienen todo un ensueño, lleno de velámenes y de mástiles; contienen vastos mares, cuyos monzones me llevan a climas de encanto, en que el espacio es más azul y más profundo, en que la atmósfera está perfumada por los frutos, por las hojas y por la piel humana.
En el océano de tu cabellera entreveo un puerto en que pululan cantares melancólicos, hombres vigorosos de toda nación y navíos de toda forma, que recortan sus arquitecturas finas y complicadas en un cielo inmenso en que se repantiga el eterno calor.
En las caricias de tu cabellera vuelvo a encontrar las languideces de las largas horas pasadas en un diván, en la cámara de un hermoso navío, mecidas por el balanceo imperceptible del puerto, entre macetas y jarros refrescantes.
En el ardiente hogar de tu cabellera respiro el olor del tabaco mezclado con opio y azúcar; en la noche de tu cabellera veo resplandecer lo infinito del azul tropical; en las orillas vellosas de tu cabellera me emborracho con los olores combinados del algodón, del almizcle y del aceite de coco.
Déjame morder mucho tiempo tus trenzas, pesadas y negras. Cuando mordisqueo tus cabellos elásticos y rebeldes, me parece que como recuerdos.
XVIII
La invitación al viaje
Hay un país soberbio, un país de Jauja -dicen-, que sueño visitar con una antigua amiga. País singular, anegado en las brumas de nuestro Norte, y al que se pudiera llamar el Oriente de Occidente, la China de Europa: tanta carrera ha tomado en él la cálida y caprichosa fantasía; tanto la ilustró paciente y tenazmente con sus sabrosas y delicadas vegetaciones.
Un verdadero país de Jauja, en el que todo es bello, rico, tranquilo, honrado; en que el lujo se refleja a placer en el orden; en que la vida es crasa y suave de respirar; de donde están excluídos el desorden, la turbulencia y lo improvisto; en que la felicidad se desposó con el silencio; en que hasta la cocina es poética, pingüe y excitante; en que todo se te parece, ángel mío.
¿Conoces la enfermedad febril que se adueña de nosotros en las frías miserias, la ignorada nostalgia de la tierra, la angustia de la curiosidad? Un país hay que se te parece, en que todo es bello, rico, tranquilo y honrado, en que la fantasía edificó y decoró una China occidental, en que la vida es suave de respirar, en que la felicidad se desposó con el silencio. ¡Allí hay que irse a vivir, allí es donde hay que morir!
Sí, allí hay que irse a respirar, a soñar, a alargar las horas en lo infinito de las sensaciones. Un músico ha escrito la Invitación al vals; ¿quién será el que componga la invitación al viaje que pueda ofrecerse a la mujer amada, a la hermana de elección?
Sí, en aquella atmósfera daría gusto vivir; allá, donde las horas más lentas contienen más pensamientos, donde los relojes hacen sonar la dicha con más profunda y más significativa solemnidad.
En tableros relucientes o en cueros dorados con riqueza sombría, viven discretamente unas pinturas beatas, tranquilas y profundas, como las almas de los artistas que las crearon. Las puestas del Sol, que tan ricamente colorean el comedor o la sala, tamizadas están por bellas estofas o por esos altos ventanales labrados que el plomo divide en numerosos compartimientos. Vastos, curiosos, raros son los muebles, armados de cerraduras y de secretos, como almas refinadas. Espejos, metales, telas, orfebrería, loza, conciertan allí para los ojos una sinfonía muda y misteriosa; y de todo, de cada rincón, de las rajas de los cajones y de los pliegues de las telas se escapa un singular perfume, un vuélvete de Sumatra, que es como el alma de la vivienda.
Un verdadero país de Jauja, te digo, donde todo es rico, limpio y reluciente como una buena conciencia, como una magnífica batería de cocina, como una orfebrería espléndida, como una joyería policromada. Allí afluyen los tesoros del mundo, como a la casa de un hombre laborioso que mereció bien del mundo entero. País singular, superior a los otros, como lo es el Arte a la Naturaleza, en que ésta se reforma por el ensueño, en que está corregida, hermoseada, refundida.
¡Busquen, sigan buscando, alejen sin cesar los límites de su felicidad esos alquimistas de la horticultura! ¡Propongan premios de sesenta y de cien mil florines para quien resolviere sus ambiciosos problemas! ¡Yo ya encontró mi tulipán negro y mi dalia azul!
Flor incomparable, tulipán hallado de nuevo, alegórica dalia, allí, a aquel hermoso país tan tranquilo, tan soñador, es adonde habría que irse a vivir y a florecer, ¿no es verdad? ¿No te encontrarías allí con tu analogía por marco y no podrías mirarte, para hablar, como los místicos, en tu propia correspondencia?
¡Sueños! ¡Siempre sueños!, y cuanto más ambiciosa y delicada es el alma tanto más la alejan de lo posible los sueños. Cada hombre lleva en sí su dosis de opio natural, incesantemente segregada y renovada, y, del nacer al morir, ¿cuántas horas contamos llenas del goce positivo, de la acción bien lograda y decidida? ¿Viviremos jamás, estaremos jamás en ese cuadro que te pintó mi espíritu, en ese cuadro que se te parece?
Estos tesoros, estos muebles, este lujo, este orden, estos perfumes, estas flores milagrosas son tú. Son tú también estos grandes ríos, estos canales tranquilos. Los enormes navíos que arrastran, cargados todos de riquezas, de los que salen los cantos monótonos de la maniobra, son mis pensamientos, que duermen o ruedan sobre tu seno. Tú los guías dulcemente hacia el mar, que es lo infinito, mientras reflejas las profundidades del cielo en la limpidez de tu alma hermosa; y cuando, rendidos por la marejada y hastiados de los productos de Oriente, vuelven al puerto natal, son también mis pensamientos, que tornan, enriquecidos de lo infinito, hacia ti.
XIX
El juguete del pobre
Quiero dar idea de una diversión inocente. ¡Hay tan pocos entretenimientos que no sean culpables!
Cuando salgáis por la mañana con decidida intención de vagar por la carretera, llenaos los bolsillos de esos menudos inventos de a dos cuartos, tales como el polichinela sin relieve, movido por un hilo no más; los herreros que martillan sobre el yunque; el jinete de un caballo, que tiene un silbato por cola; y por delante de las tabernas, al pie de los árboles, regaládselos a los chicuelos desconocidos y pobres que encontréis. Veréis cómo se les agrandan desmesuradamente los ojos. Al principio no se atreverán a tomarlos, dudosos de su ventura. Luego, sus manos agarrarán vivamente el regalo, y echarán a correr como los gatos que van a comerse lejos la tajada que les disteis, porque han aprendido a desconfiar del hombre.
En una carretera, detrás de la verja de un vasto jardín, al extremo del cual aparecía la blancura de un lindo castillo herido por el sol, estaba en pie un niño, guapo y fresco, vestido con uno de esos trajes de campo, tan llenos de coquetería.
El lujo, la despreocupación, el espectáculo habitual de la riqueza, hacen tan guapos a esos chicos, que se les creyera formados de otra pasta que los hijos de la mediocridad o de la pobreza.
A su lado, yacía en la hierba un juguete espléndido, tan nuevo como su amo, brillante, dorado, vestido con traje de púrpura y cubierto de penachos y cuentas de vidrio. Pero el niño no se ocupaba de su juguete predilecto, y ved lo que estaba mirando:
Del lado de allá de la verja, en la carretera, entre cardos y ortigas, había otro chico, sucio, desmedrado, fuliginoso, uno de esos chiquillos parias, cuya hermosura descubrirían ojos imparciales, si, como los ojos de un aficionado adivinan una pintura ideal bajo un barniz de coche, lo limpiaran de la repugnante pátina de la miseria.
A través de los barrotes simbólicos que separaban dos mundos, la carretera y el castillo, el niño pobre enseñaba al niño rico su propio juguete, y éste lo examinaba con avidez, como objeto raro y desconocido. Y aquel juguete que el desharrapado hostigaba, agitaba y sacudía en una jaula, era un ratón vivo. Los padres, por economía, sin duda, habían sacado el juguete de la vida misma.
Y los dos niños se reían de uno a otro, fraternalmente, con dientes de igual blancura.
XX
Los dones de las hadas
Había gran asamblea de hadas para proceder al reparto de dones entre todos los recién nacidos llegados a la vida en las últimas veinticuatro horas.
Todas aquellas antiguas y caprichosas hermanas del Destino; todas aquellas madres raras del gozo y del dolor, eran muy diferentes: tenían unas aspecto sombrío y ceñudo; otras, aspecto alocado y malicioso; unas, jóvenes que habían sido siempre jóvenes; otras, viejas que habían sido siempre viejas.
Todos los padres que tienen fe en las hadas habían acudido, llevando cada cual a su recién nacido en brazos.
Los dones, las facultades, los buenos azares, las circunstancias invencibles habíanse acumulado junto al tribunal, como los premios en el estrado para su reparto. Lo que en ello había de particular era que los dones no servían de recompensa a un esfuerzo, sino, por el contrario, eran una gracia concedida al que no había vivido aún, gracia capaz de determinar su destino y convertirse lo mismo en fuente de su desgracia que de su felicidad.
Las pobres hadas estaban ocupadísimas, porque la multitud de solicitantes era grande, y la gente intermediaria puesta entre el hombre y Dios está sometida, como nosotros, a la terrible ley del tiempo y de su infinita posteridad, los días, las horas, los minutos y los segundos.
En verdad, estaban tan azoradas como ministros en día de audiencia o como empleados del Monte de Piedad cuando una fiesta nacional autoriza los desempeños gratuitos. Hasta creo que miraban de tiempo en tiempo la manecilla del reloj con tanta impaciencia como jueces humanos que, en sesión desde por la mañana, no pueden por menos de soñar con la hora de comer, con la familia y con sus zapatillas adoradas. Si en la justicia sobrenatural hay algo de precipitación y de azar, no nos asombremos de que ocurra lo mismo alguna vez en la justicia humana. Seríamos nosotros, en tal caso, jueces injustos.
También se cometieron aquel día ciertas ligerezas que podrían llamarse raras si la prudencia, más que el capricho, fuese carácter distintivo y eterno de las hadas.
Así, el poder de atraer mágicamente a la fortuna se adjudicó al único heredero de una familia riquísima, que, por no estar dotada de ningún sentido de caridad y tampoco de codicia ninguna por los bienes más visibles de la vida, habían de verse más adelante prodigiosamente enredados entre sus millones.
Así, se dio el amor a la Belleza y a la Fuerza poética al hijo de un sombrío pobretón, cantero de oficio, que de ninguna manera pedía favorecer las disposiciones ni aliviar las necesidades de su deplorable progenitura.
Se me olvidaba deciros que el reparto, en casos tan solemnes, es sin apelación, y que no hay don que pueda rehusarse.
Levantábanse todas las hadas, creyendo cumplida su faena, porque ya no quedaba regalo ninguno, largueza ninguna que echar a toda aquella morralla humana, cuando un buen hombre, un pobre comerciantillo, según creo, se levantó, y cogiendo del vestido de vapores multicolores al hada que más cerca tenía, exclamó:
«¡Eh! ¡Señora! ¡Que nos olvida! Todavía falta mi chico. No quiero haber venido en balde.»
El hada podía verse en un aprieto, porque nada quedaba ya. Acordose a tiempo, sin embargo, de una ley muy conocida, aunque rara vez aplicada, en el mundo sobrenatural habitado por aquellas deidades impalpables amigas del hombre y obligadas con frecuencia a doblegarse a sus pasiones, tales como las hadas, gnomos, las salamandras, las sílfides, los silfos, las nixas, los ondinos y las ondinas -quiero decir de la ley que concede a las hadas, en casos semejantes, o sea en el caso de haberse agotado los lotes, la facultad de conceder otro, suplementario y excepcional, siempre que tenga imaginación bastante para crearlo de repente.
Así, pues, la buena hada contestó, con aplomo digno de su rango: «¡Doy a tu hijo..., le doy... el don de agradar!»
«Pero, ¿agradar cómo? ¿Agradar?... ¿Agradar por qué?» -preguntó tenazmente el tenderillo, que sin duda sería uno de esos razonadores tan abundantes, incapaz de levantarse hasta la lógica de lo absurdo.
«¡Porque sí! ¡Porque sí!» -replicó el hada colérica, volviéndole la espalda; y al incorporarse al cortejo de sus compañeras, les iba diciendo-: «¿Qué os parece ese francesito vanidoso, que quiere entenderlo todo, y que, encima de lograr para su hijo el don mejor, aun se atreve a preguntar y a discutir lo indiscutible?»
XXI
Las tentaciones, o Eros, Pluto y la Gloria
Dos satanes y una diablesa, no menos extraordinaria, subieron la pasada noche por la escalera misteriosa con que el infierno asalta la flaqueza del hombre dormido y se comunica en secreto con él. Y vinieron a colocarse gloriosamente delante de mí, en pie, como sobre un estrado. Un esplendor sulfúreo emanaba de los tres personajes, que resaltaban así en el fondo opaco de la noche. Tenían aspecto tan altivo y dominante, que al pronto los tomé a los tres por verdaderos dioses.
La cara del primer Satán era de sexo ambiguo, y había también, en las líneas de su cuerpo, la malicia de los antiguos Bacos. Sus bellos ojos lánguidos, de color tenebroso e indeciso, parecían violetas cargadas aún de las densas lágrimas de la tempestad, y sus labios, entreabiertos, pebeteros cálidos, de los que se exhalaba un bienoliente perfume; y cada vez que suspiraba, insectos almizclados iluminábanse en revoloteo al ardor de su hálito.
Arrollábase a su túnica de púrpura, a manera de cinturón, una serpiente de tonos cambiantes que, levantando la cabeza, volvía languideciente hacia él los ojos de brasa. De ese vivo cinturón colgaban, alternados con ampollas colmadas de licores siniestros, cuchillos brillantes o instrumentos de cirugía. Tenía en la mano derecha otra ampolla, cuyo contenido era de un rojo luminoso, con estas raras palabras por etiqueta: «Bebed; esta es mi sangre, cordial perfecto»; en la izquierda, un violín, que le servía, sin duda, para cantar sus placeres y sus dolores y para extender el contagio de su locura en noches de aquelarre.
Arrastraban de sus tobillos delicados varios eslabones de una cadena de oro rota, y cuando la molestia que le producía le obligaba a bajar los ojos al suelo, contemplaba vanidoso las uñas de sus pies, brillantes y pulidas como bien labradas piedras.
Me miró con ojos de inconsolable desconsuelo, que vertían embriaguez insidiosa, y me dijo con voz de encanto: «Si quieres, si quieres, te haré señor de las almas, y serás dueño de la materia viva, más que el escultor pueda serlo del barro, y conocerás el placer, sin cesar renaciente, de salir de ti mismo para olvidarte en los otros y de atraer las almas hasta confundirlas con la tuya.»
Y yo le contesté: «¡Mucho te lo agradezco! De nada me sirve esa pacotilla de seres que no valen sin duda más que mi pobre yo. Aunque algo me avergüence el recuerdo, nada puedo olvidar; y si no te hubiese conocido, viejo monstruo, tus cuchillos misteriosos, tus ampollas equívocas, las cadenas que te traban los pies, son símbolos que explican con claridad bastante los inconvenientes de tu amistad. Guárdate tus regalos.»
El segundo Satán no tenía el aspecto a la vez trágico y sonriente, ni las buenas maneras insinuantes, ni la belleza delicada y perfumada del otro. Era un hombre basto, de rostro grueso y sin ojos, cuya pesada panza se desplomaba sobre sus muslos, cuya piel estaba toda dorada e ilustrada, como por un tatuaje, con multitud de figurillas movedizas, que representaban las formas múltiples de la miseria universal Había hombrecillos macilentos que se colgaban voluntariamente de un clavo; había gnomos chicos y deformes, flacos, que pedían limosna más con los ojos suplicantes que con las manos trémulas, y también madres viejas con abortos agarrados a las tetas extenuadas, y otros muchos más había.
El gordo Satán se golpeaba con el puño la inmensa panza, de donde salía entonces un largo y resonante tintineo de metal, que terminaba en un vago gemido hecho de numerosas voces humanas. Y se reía, mostrando impúdico los dientes estropeados, con enorme risa imbécil, como ciertos hombres de todos los países cuando han comido demasiado bien.
Y éste me dijo: «Puedo darte lo que todo lo consigue, lo que vale por todo, lo que a todo reemplaza!» Y se golpeó el vientre monstruo, cuyo eco sonante sirvió de comentario a las palabras groseras.
Me volví con repugnancia y contesté: «No necesito, para mi goce, la miseria de nadie; y no quiero riqueza entristecida, como papel de habitaciones, por todas las desdichas representadas en tu piel.»
Por lo que toca a la diablesa, mentiría yo si no confesara que a primera vista hallé raro encanto en ella. Para definir tal encanto no lo podría comparar a nada mejor que al de las bellísimas mujeres maduras, que, sin embargo, ya no envejecen, y cuya hermosura conserva la magia penetrante de las ruinas. Tenía a la vez aspecto imperioso y desmadejado, y sus ojos, a pesar del cansancio, conservaban fuerza fascinadora. Lo que más me llamó la atención fue el misterio de su voz, en la que encontraba el recuerdo de las contraltos más deliciosas y un poco también de la ronquera de las gargantas lavadas sin cesar por el aguardiente.
«¿Quieres conocer mi poderío? -dijo la falsa diosa con su voz encantadora y paradójica-. Escucha.»
Y se llevó a los labios una trompeta gigantesca y llena de cintas como un mirlitón, con los títulos de todos los periódicos del universo, y a través de la trompeta gritó mi nombre, que rodó así por el espacio con el ruido de cien mil truenos, y volvió a mí repercutido por el eco más lejano del planeta.
«¡Diablo -salté, casi subyugado-, eso es bonito!» Pero al examinar más atentamente al marimacho seductor me pareció reconocerla vagamente, por haberla visto brincar con algunos pilletes conocidos míos; y el ronco sonar del cobre me trajo a los oídos no sé qué recuerdo de trompeta prostituida.
Por eso respondí, con todo mi desdén: «¡Vete! ¡No estoy guisado para casarme con la querida de algunos que no quiero nombrar!»
Tenía yo derecho, ciertamente, a estar orgulloso de tan valerosa abnegación. Mas, por desgracia, me despertó y todas mis fuerzas me abandonaron. «En verdad -me dije-, muy aletargado tenía que estar para mostrar tales escrúpulos. ¡Ay! ¡Si pudiesen volver cuando estoy despierto, no me las daría de tan delicado!»
Y los invoqué en alta voz, suplicándoles que me perdonaran, ofreciéndoles que me deshonraría lo más a menudo que fuese necesario para merecer sus favores; pero les había ofendido gravemente, sin duda, porque no han vuelto jamás.
XXII
El crepúsculo de la noche
Va cayendo el día. Una gran paz llena las pobres mentes, cansadas del trabajo diario, y sus pensamientos toman ya los colores tiernos o indecisos del crepúsculo.
Sin embargo, desde la cima de la montaña llega hasta mi balcón, a través de las nubes transparentes del atardecer, un gran aullido, compuesto de una multitud de gritos discordes que el espacio transforma en lúgubre armonía, como de marea ascendente o de tempestad que empieza.
¿Quiénes son los infortunados a quien la tarde no calma, y toman, como los búhos, la llegada de la noche por señal de aquelarre? Este siniestro ulular nos llega del negro hospital encaramado en la montaña, y al atardecer, fumando y contemplando el reposo del valle inmenso erizado de casas en que cada ventana nos dice: «¡Aquí está la paz ahora; aquí está la alegría de la familia!», puedo, cuando el viento sopla de arriba, mecer mi pensamiento, asombrado en esa imitación de las armonías infernales.
El crepúsculo excita a los locos. Recuerdo que tuve dos amigos a quien el crepúsculo ponía malos. Uno, desconociendo entonces toda relación de amistad y cortesía, maltrataba como un salvaje al primero que llegaba. Le he visto tirar a la cabeza de un camarero un pollo excelente, porque se imaginó ver en él no sé que jeroglífico insultante. El atardecer, premisor de los goces profundos, le echaba a perder lo más suculento.
El otro, ambicioso herido, se iba volviendo, conforme bajaba la luz, más agrio, más sombrío, más reacio. Indulgente y sociable durante el día, era despiadado de noche; y no sólo con los demás, sino consigo mismo esgrimía rabiosamente su manía crepuscular.
El primero murió loco, incapaz de reconocer a su mujer y a su hijo; el segundo lleva en sí la inquietud de un malestar perpetuo, y aunque le gratificaran con todos los honores que pueden conferir repúblicas y príncipes, creo que el crepúsculo encendería en él aun el ansia abrasadora de distinciones imaginarias. La noche, que ponía tinieblas en su mente, trae luz a la mía; y, aunque no sea raro ver a la misma causa engendrar dos efectos contrarios, ello me tiene siempre lleno de intriga y de alarma.
¡Oh noche! ¡Oh refrescantes tinieblas! ¡Sois para mí señal de fiesta interior, sois liberación de una angustia! ¡En la soledad de las llanuras, en los laberintos pedregosos de una capital, centelleo de estrellas, explosión de linternas, sois el fuego de artificio de la diosa Libertad!
¡Crepúsculo, cuán dulce y tierno eres! Los resplandores sonrosados que se arrastran aún por el horizonte, como agonizar del día bajo la opresión victoriosa de su noche, las almas de los candelabros que ponen manchas de un rojo opaco en las últimas glorias del Poniente, los pesados cortinajes que corro una mano invisible de las profundidades del Oriente, inician todos los sentimientos complicados que luchan dentro del corazón del hombre en las horas solemnes de la vida.
Tomaríasele también por uno de esos raros trajes de bailarina en que la gasa transparente y sombría deja entrever los esplendores amortiguados de una falda brillante, como bajo el negro presente se trasluce el delicioso pasado, y las estrellas vacilantes de oro y de plata que la salpican representan esas luces de la fantasía que no se encienden bien sino en el luto profundo de la Noche.
XXIII
La soledad
Un gacetillero filántropo me dice que la soledad es mala para el hombre; y en apoyo de su tesis cita, como todos los incrédulos, palabras de los padres de la Iglesia.
Sé que el Demonio frecuenta gustoso los lugares áridos, y que el espíritu del asesinato y de la lubricidad se inflama maravillosamente en las soledades. Pero sería posible que esta soledad sólo fuese peligrosa para el alma ociosa y divagadora, que la puebla con sus pasiones y con sus quimeras.
Cierto que un charlatán, cuyo placer supremo consiste en hablar desde lo alto de una cátedra o de una tribuna, correría fuerte peligro al volverse loco furioso en la isla de Robinsón. No exigiré a mi gacetillero las animosas virtudes de Crusoe; pero le pido que no entable acusación contra los enamorados de la soledad y del misterio.
Hay en nuestras razas parlanchinas individuos que aceptarían con menor repugnancia el suplicio supremo si se les permitiera lanzar desde lo alto del patíbulo una copiosa arenga, sin miedo de que los tambores de Santerre les cortasen intempestivamente la palabra.
No los compadezco, porque adivino que sus efusiones oratorias les procuran placeres iguales a los que otros sacan del silencio y del recogimiento; pero los desprecio.
Deseo, ante todo, que mi gacetillero maldito me dejo divertirme a mi gusto. «Pero ¿no siente usted nunca -me dice, en tono nasal archiapostólico- necesidad de compartir sus goces?» ¡Miren el sutil envidioso! ¡Sabe que desdeño los suyos y viene a insinuarse en los míos, el horrible aguafiestas!
«¡La desgracia grande de no poder estar solo!...» -dice en algún lado La Bruyère, como para avergonzar a todos los que corren a olvidarse entre la muchedumbre, temerosos, sin duda, de no poder soportarse a sí mismos.
«Casi todas nuestras desgracias provienen de no haber sabido quedarnos en nuestra habitación» -dice otro sabio, creo que Pascal, llamando así a la celda del recogimiento a todos los alocados que buscan la dicha en el movimiento y en una prostitución que llamaría yo fraternitaria, si quisiera hablar la hermosa lengua de mi siglo.
XXIV
Los Proyectos
Decíase él, paseando por un vasto parque solitario: «¡Cuán bella estaría con un traje de corto, complicado y fastuoso, bajando, a través de la atmósfera de una bella tarde, los escalones de mármol de un palacio, frente a extensas praderas de césped y de estanques! ¡Porque tiene naturalmente aspecto de princesa!»
Al pasar más tarde por una callo detúvose ante una tienda de grabados, y como hallara en una carpeta una estampa, representación de un paisaje tropical, se dijo: «¡No! No es en un palacio donde yo quisiera poseer su amada existencia. No estaríamos en casa. Además, las paredes, acribilladas de oro, no dejarían sitio para colgar su imagen; en las solemnes galerías no hay un rincón para la intimidad. Decididamente, ahí es donde habría que irse para cultivar el ensueño de mi vida.»
Y mientras analizaba con los ojos los detalles del grabado, proseguía naturalmente. «A la orilla del mar, una hermosa cabaña de madera, envuelta por todos estos árboles raros y relucientes, cuyos nombres olvidé...; en la atmósfera, un aroma embriagador, indefinible...; en la cabaña, un poderoso perfume de rosas y de almizcle...; más lejos, detrás de nuestro breve dominio, puntas de mástiles mecidos por la marea...; en derredor, más allá de la estancia, iluminada por una luz rosa, tamizada por las cortinillas, decorada con esterillas frescas y flores mareantes y con raros asientos de un rococó portugués, de madera pesada y tenebrosa -en donde ella descansaría, tan quieta, tan bien abanicada, fumando tabaco levemente opiáceo-; más allá de la varenga, el bullicio de los pájaros, ebrios de luz, y el parloteo de las negritas... Y por la noche, para hacer compañía a mis sueños, el cantar quejumbroso de los árboles de música, de los filaos melancólicos. Sí; ahí tengo, en verdad, el fondo que buscaba. ¿Para qué quiero un palacio?»
Y más allá, caminando por una gran avenida, vio una posada limpita, con una ventana avivada por unas cortinas de indiana multicolor, a la que asomaban dos cabezas risueñas. Y en seguida: «Muy vagabundo tiene que ser mi pensamiento -se dijo- para ir a buscar tan lejos lo que tan cerca está de mí. Placer y ventura se hallan en la primera posada que se ve, en la posada del azar, tan fecunda en voluptuosidades. Un buen fuego, lozas vistosas, cena aceptable, vino áspero, cama muy ancha, con colgaduras algo toscas, pero nuevas. ¿Qué hay mejor?»
Y cuando volvió a casa, a la hora en que los consejos de la sabiduría no están ya apagados por el zumbido de la vida exterior, se dijo:»Tuve hoy, en sueños, tres domicilios en los que hallé un mismo goce. ¿Para qué forzar al cuerpo a cambiar de sitio, si mi alma viaja tan de prisa? ¿Y para qué ejecutar proyectos, si es ya el proyecto en sí goce suficiente?»
XXV
La hermosa Dorotea
Agobia el Sol a la ciudad con su luz recta y terrible; la arena resplandece y el mar espejea. Cobardemente se rinde el mundo estupefacto y duerme la siesta, siesta que es una especie de muerte sabrosa en que el dormido, despierto a medias, saborea los placeres de su aniquilamiento.
Sin embargo, Dorotea, fuerte y altiva como el Sol, avanza por la calle desierta, único ser vivo a esta hora bajo el inmenso azul, y forma en la luz una mancha brillante y negra.
Avanza, balanceando muellemente el torso tan fino sobre las caderas tan anchas. Su vestido de seda ajustado, de tono claro y rosa, contrasta vivamente con las tinieblas de su piel, moldeando con exactitud su tallo largo, su espalda hundida y su pecho puntiagudo.
La sombrilla roja, tamizando la luz, proyecta en su rostro sombrío el afeite ensangrentado de sus reflejos.
El peso de su enorme cabellera casi azul echa atrás su cabeza delicada y le da aire de triunfo y de pereza. Pesados pendientes gorjean secretos en sus orejas lindas.
De tiempo en tiempo, la brisa del mar levanta un extremo de su falda flotante y deja ver la pierna luciente y soberbia; y su pie, semejante a los pies de las diosas de mármol que Europa encierra en sus museos, imprime fielmente su forma en la arena menuda. Porque Dorotea es tan prodigiosamente coqueta, que el gusto de verse admirada vence en ella al orgullo de la libertad, y aunque es libre, anda sin zapatos.
Avanza así, armoniosamente, dichosa de vivir, sonriente, con blanca sonrisa, como si viese a lo lejos, en el espacio, un espejo que reflejara su porte y su hermosura.
A la hora en que los mismos perros gimen de dolor al sol que los muerde, ¿qué poderoso motivo hace andar así a la perezosa Dorotea, hermosa y fría como el bronce?
¿Por qué dejó la estrecha cabaña, tan coquetamente dispuesta con flores y esterillas, que a tan poca costa le forman tocador perfecto; donde halla tanto placer en estarse peinando, en fumar, en que le den aire o en mirarse en el espejo de sus anchos abanicos de plumas, mientras el mar, que azota la playa a cien pasos de allí, da a sus divagaciones indecisas un poderoso y monótono acompañamiento, y la marmita de hierro, en que está puesto a cocer un guisado de cangrejos con arroz y azafrán, le envía, desde el fondo del patio, sus perfumes excitantes?
Quizá tiene cita con algún ofícialillo que en playas lejanas oyó a sus compañeros hablar de la famosa Dorotea. Infaliblemente, la sencilla criatura le pedirá que le describa el baile de la Ópera, y le preguntará si se puede ir descalza, como a la danza del domingo, en que hasta las viejas cafrinas se ponen borrachas y furiosas de gozo, y también si las bellas señoras de París son todas más guapas que ella.
A Dorotea todos la admiran y la halagan, y sería perfectamente feliz si no tuviese que amontonar piastra sobre piastra para el rescate de su hermanita, que tendrá once años, y ya está madura y es tan hermosa. ¡Lo conseguirá sin duda la buena Dorotea! ¡El amo de la niña es tan avaro! Demasiado avaro para comprender otra hermosura que la de los escudos.
XXVI
Los ojos de los pobres
¡Ah!, queréis saber por qué hoy os aborrezco. Más fácil os será comprenderlo, sin duda, que a mí explicároslo; porque sois, creo yo, el mejor ejemplo de impermeabilidad femenina que pueda encontrarse.
Juntos pasamos un largo día, que me pareció corto. Nos habíamos hecho la promesa de que todos los pensamientos serían comunes para los dos, y nuestras almas ya no serían en adelante más que una; ensueño que nada tiene de original, después de todo, a no ser que, soñándolo todos los hombres, nunca lo realizó ninguno.
Al anochecer, un poco fatigada, quisisteis sentaros delante de un café nuevo que hacía esquina a un bulevar, nuevo, lleno todavía de cascotes y ostentando ya gloriosamente sus esplendores, sin concluir. Centelleaba el café. El gas mismo desplegaba todo el ardor de un estreno, e iluminaba con todas sus fuerzas los muros cegadores de blancura, los lienzos deslumbradores de los espejos, los oros de las medias cañas y de las cornisas, los pajes de mejillas infladas arrastrados por los perros en traílla, las damas risueñas con el halcón posado en el puño, las ninfas y las diosas que llevaban sobre la cabeza frutas, pasteles y caza; las Hebes y las Ganimedes ofreciendo a brazo tendido el anforilla de jarabe o el obelisco bicolor de los helados con copete: la historia entera de la mitología puesta al servicio de la gula.
Enfrente mismo de nosotros, en el arroyo, estaba plantado un pobre hombre de unos cuarenta años, de faz cansada y barba canosa; llevaba de la mano a un niño, y con el otro brazo sostenía a una criatura débil para andar todavía. Hacía de niñera, y sacaba a sus hijos a tomar el aire del anochecer. Todos harapientos. Las tres caras tenían extraordinaria seriedad, y los seis ojos contemplaban fijamente el café nuevo, con una admiración igual, que los años matizaban de modo diverso.
Los ojos del padre decían: «¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! ¡Parece como si todo el oro del mísero mundo se hubiera colocado en esas paredes!» Los ojos del niño: «¡Qué hermoso!, ¡qué hermoso!; ¡pero es una casa donde sólo puede entrar la gente que no es como nosotros!» Los ojos del más chico estaban fascinados de sobra para expresar cosa distinta de un gozo estúpido y profundo.
Los cancioneros suelen decir que el placer vuelve al alma buena y ablanda los corazones. Por lo que a mí toca, la canción dijo bien aquella tarde. No sólo me había enternecido aquella familia de ojos, sino que me avergonzaba un tanto de nuestros vasos y de nuestras botellas, mayores que nuestra sed. Volvía yo los ojos hacia los vuestros, querido amor mío, para leer en ellos mi pensamiento; me sumergía en vuestros ojos tan bellos y tan extrañamente dulces, en vuestros ojos verdes, habitados por el capricho e inspirados por la Luna, cuando me dijisteis: «¡Esa gente me está siendo insoportable con sus ojos tan abiertos como puertas cocheras! ¿Por qué no pedís al dueño del café que los haga alejarse?»
¡Tan difícil es entenderse, ángel querido, y tan incomunicable el pensamiento, aun entre seres que se aman!
XXVII
Muerte heroica
Fanciullo era un admirable bufón, casi un amigo del príncipe. Mas, para las personas consagradas a lo cómico por profesión, lo serio tiene atractivos fatales, y por raro que pueda parecer que las ideas de patria y de libertad se apoderen despóticamente del cerebro de un histrión, un día Fanciullo tomó parte en cierta conspiración tramada por algunos señores descontentos.
En todas partes hay hombres de bien que denuncian al Poder los individuos de humor atrabiliario, que quieren desposeer a los príncipes y operar, sin consultarla, la mudanza de una sociedad. Los señores en cuestión fueron detenidos, y con ellos Fanciullo, y condenados a muerte cierta.
Gustoso creería yo que al príncipe llegó a enfadarlo aquello de encontrar entre los rebeldes a su comediante favorito. El príncipe no era ni mejor ni peor que los demás; pero una sensibilidad excesiva le hacía en muchos casos más cruel y más déspota que todos sus semejantes. Apasionado por las bellas artes, y además entendido en ellas como pocos, mostrábase verdaderamente insaciable de placeres. Harto indiferente con relación a los hombres y a la moral, artista verdadero en persona, no conocía enemigo más peligroso que el aburrimiento, y los esfuerzos raros que hacía para huir de este tirano del mundo o vencerle le hubieran atraído ciertamente, por parte de un historiador severo, el epíteto de monstruo, si hubiera dejado que en sus dominios se escribiese algo que no tendiera únicamente al placer o al asombro, que es una de las más delicadas formas del placer. La gran desdicha de aquel príncipe fue no tener nunca un teatro suficientemente vasto para su genio. Hay Nerones jóvenes que se ahogan en límites sobrado estrechos; los siglos por venir han de ignorar siempre su nombre y su buena voluntad. La Providencia, imprevisora, había dado a aquél facultades mayores de sus estados.
Corrió de repente la voz de que el soberano quería otorgar gracia a todos los conjurados; y origen de tal rumor fue el anuncio de un gran espectáculo en que Fanciullo había de representar uno de sus papeles principales y mejores, y al que asistirían también, según informes, los caballeros condenados; signo evidente, agregaban los espíritus superficiales, de las tendencias generosas del príncipe ofendido.
Por parte de un hombre tan natural y voluntariamente excéntrico, todo era posible, hasta la virtud, hasta la clemencia, sobre todo si pensaba encontrar en ella placeres inesperados. Mas para los que, como yo, habían podido penetrar más adentro en las profundidades de aquella alma curiosa y enferma, era infinitamente más probable que el príncipe quisiera juzgar del valor de los talentos escénicos de un hombre condenado a muerte. Quería aprovechar la ocasión para hacer un experimento fisiológico de interés capital, y comprobar hasta qué punto las facultades habituales de un artista podían alterarse o modificarse ante la situación extraordinaria en que él se encontraba; después de esto, ¿existía en su alma una intención más o menos resuelta de clemencia? Punto es éste que jamás ha podido aclararse.
Llegó, al cabo, el gran día, y la reducida corte desplegó todas sus pompas; difícil sería concebir, sin haberlo visto, cuántos esplendores puede ostentar la clase privilegiada de un Estado con recursos restringidos en una verdadera solemnidad. Aquélla era doblemente verdadera; lo primero, por la magia del lujo desplegado, y después, por el interés moral y misterioso que llevaba consigo.
Maese Fanciullo sobresalía, ante todo, en los papeles mudos, o poco cargados de palabras, que suelen ser los principales en esos dramas de magia, cuyo objeto es representar simbólicamente el misterio de la vida. Entró en escena con ligereza y con perfecta soltura, y ello contribuyó a fortalecer en el noble auditorio la idea de benignidad y de perdón.
Cuando de un comediante se dice: «Ese es un buen comediante», se echa mano de una fórmula que implica que, tras el personaje, se deja adivinar el cómico, es decir, el arte, el esfuerzo, la voluntad. Pues si un comediante llega a ser, con relación al personaje que está encargado de expresar, lo que las mejores estatuas antiguas, milagrosamente animadas, vivas, andantes, videntes, podrían ser, con respecto a la idea general y confusa de belleza, ése sería, a no dudar, caso singular y totalmente improvisto. Fanciullo fue aquella noche una perfecta idealización, que era imposible no suponer viva, posible, real. El bufón iba, venía, reía, lloraba, entraba en convulsión, con una indestructible aureola en derredor de la cabeza, aureola invisible para todos, pero visible para mí, que unía en extraña amalgama los rayos del arte con la gloria del martirio. Fanciullo introducía, por no sé qué gracia especial suya, lo divino y lo sobrenatural, hasta en las bufonadas más extravagantes. Tiembla mi pluma, y lágrimas de emoción siempre presente se me suben a los ojos cuando intento describiros aquella inolvidable velada. Demostrábame Fanciullo, de manera perentoria, irrefutable, que la embriaguez del arte es más apta que otra cualquiera para velar los terrores del abismo; que el genio puede representar la comedia al borde de la tumba con una alegría que no le deje ver la tumba, perdido como está en un paraíso que excluye toda idea de tumba y destrucción.
Todo aquel público, por estragado y frívolo que fuese, pronto sintió el omnipotente dominio del artista. Nadie soñó ya en muerte, luto o suplicio. Cada cual se abandonó, sin inquietud, a los placeres múltiples que da la vista de una obra maestra de arte vivo. Las explosiones de gozo y admiración sacudieron varias veces las bóvedas del edificio con la energía de un trueno continuo. Hasta el príncipe, embriagado, mezcló su aplauso al de su corte.
Sin embargo, para los ojos clarividentes, su embriaguez no carecía de mezcla. ¿Sentíase vencido en su poderío de déspota? ¿Humillado en su arte de atemorizar corazones y embotar ánimos? ¿Frustrado en sus esperanzas y afrentado en sus previsiones? Tales supuestos, no exactamente justificados, pero no en absoluto injustificables, cruzaron por mi mente mientras contemplaba yo el rostro del príncipe, en el que una palidez nueva iba a juntarse sin cesar con su habitual palidez, como nieve sobre nieve. Apretábanse cada vez con más fuerza sus labios, y sus ojos se iluminaban con fuego interior, semejante al de los celos y al del odio, hasta cuando aplaudía ostensiblemente los talentos de su antiguo amigo, el extraño bufón, que tan bien bufoneaba con la muerte. En determinado momento vi a su alteza inclinarse hacia un pajecillo, colocado detrás de él, y hablarle al oído. La cara traviesa del lindo muchacho se iluminó con una sonrisa, y salió vivamente después del palco principesco, cual si fuera a cumplir un encargo urgente.
Pocos minutos más tarde, un silbido agudo, prolongado, interrumpió a Fanciullo en uno de sus mejores momentos, y desgarró a la vez oídos y corazón del artista. Del sitio de donde había brotado aquella inesperada desaprobación, un muchacho se precipitaba al pasillo ahogando la risa.
Fanciullo, sacudido, despertando de su sueño, cerró primero los ojos, los volvió a abrir casi enseguida, agrandados desmesuradamente, abrió luego la boca como para respirar convulso, vaciló un poco hacia adelante, otro poco hacia atrás, y cayó después muerto de repente en las tablas.
El silbido, rápido como el acero, ¿había frustrado en realidad al verdugo? ¿Había el príncipe mismo advertido toda la homicida eficacia de su treta? Permitida está la duda. ¿Tuvo sentimiento por su querido e inimitable Fanciullo? Dulce y legítimo es creerlo.
Los caballeros culpables habían gozado por última vez del espectáculo de la comedia. Aquella misma noche fueron borrados de la vida.
Desde entonces acá, varios mimos, justamente apreciados en diferentes países, han venido a representar ante la corte de ***, pero ninguno de ellos ha podido reanimar los maravillosos talentos de Fanciullo ni levantarse hasta el mismo favor.
XXVIII
La moneda falsa
Conforme nos alejábamos del estanco, mi amigo iba haciendo una cuidadosa separación de sus monedas; en el bolsillo izquierdo del chaleco deslizó unas moneditas de oro; en el derecho, plata menuda; en el bolsillo izquierdo del pantalón, un puñado de cobre, y, por último, en el derecho, una moneda de plata de dos francos que había examinado de manera particular:
«¡Singular y minucioso reparto!» -dije para mí.
Nos encontramos con un pobre que nos tendió la gorra temblando. Nada conozco más inquietador que la elocuencia muda de esos ojos suplicantes que tienen a la vez, para el hombre sensible que sabe leer en ellos, tanta humildad y tantas reconvenciones. Encuentra algo próximo a esa profundidad de asentimiento complicado en los ojos lacrimosos de los perros cuando se les azota.
El don de mi amigo fue mucho más considerable que el mío, y lo dije: «Hace bien; después del placer de asombrarse, no lo hay mayor que el de causar una sorpresa.» «Era la moneda falsa», me contestó tranquilamente, como para justificar su prodigalidad.
Pero en mi cerebro miserable, siempre ocupado en buscar lo que no se halla (¡qué abrumadora facultad me ha regalado la Naturaleza!), entró de repente la idea de que semejante conducta por parte de mi amigo sólo tenía excusa en el deseo de crear un acontecimiento en la vida de aquel infeliz, y quizá el de conocer las distintas consecuencias, funestas o no, que una moneda falsa puede engendrar en manos de un mendigo. ¿No podía multiplicarse en piezas buenas? ¿No podía llevarle asimismo a la cárcel? Un tabernero, un panadero, por ejemplo, le mandarían acaso detener por monedero falso, o como a expendedor de moneda falsa. También podría ocurrir que la moneda falsa fuese, para un pobre especulador insignificante, germen de la riqueza de algunos días. Y así mi fantasía progresaba, prestando alas a la mente de mi amigo y sacando todas las deducciones posibles de todas las hipótesis posibles.
Pero él rompió bruscamente mi divagación recogiendo mis propias palabras: «Sí, estáis en lo cierto; no hay placer más dulce que el de sorprender a un hombre dándole más de lo que espera.»
Le miré a lo blanco de los ojos y me quedé asustado al ver que en los suyos brillaba un incontestable candor. Entonces vi claro que había querido hacer al mismo tiempo una caridad y un buen negocio; ganarse cuarenta sueldos y el corazón de Dios; alcanzar económicamente el paraíso; lograr, en fin, gratis, credencial de hombre caritativo. Casi le hubiera perdonado el deseo del goce criminal de que le supuse capaz poco antes; me hubiera parecido curioso, singular, que se entretuviera en comprometer a los pobres; pero nunca le perdonaré la inepcia de su cálculo. No hay excusa para la maldad; pero el que es malo, si lo sabe, tiene algún mérito; el vicio más irreparable es el de hacer el mal por tontería.
XXIX
El jugador generoso
Ayer, entre la muchedumbre del bulevar, sentí que me rozaba un ser misterioso que siempre tuve deseo de conocer, y a quien reconocí en seguida, aunque no le hubiese visto jamás. Había, sin duda, en él para conmigo un deseo análogo, porque al pasar me lanzó significativamente un guiño, al que me di prisa por obedecer. Le seguí con atención, y pronto bajé detrás de él a una mansión subterránea deslumbradora, en que brillaba un lujo del cual ninguna de las habitaciones superiores de París podría ofrecer ejemplo aproximado. Parecíame raro que hubiese podido yo pasar tan a menudo cerca de aquel misterioso cobijo sin adivinar su entrada. Reinaba allí una atmósfera exquisita, aunque de mareo, que casi hacía olvidar instantáneamente todos los fastidiosos horrores de la vida; respirábase allí una sombría beatitud, análoga a la que debieron de sentir los comedores de loto cuando, al desembarcar en una isla encantada, iluminada por los resplandores de una eterna prima tarde, sintieron nacer dentro de sí el sonido adormecedor de las cascadas melodiosas, el deseo de no volver a ver nunca sus penates, a sus mujeres, a sus hijos, y de no tomar nunca a mecerse en las altas olas del mar.
Había allí rostros extraños de hombres y de mujeres, señalados por una hermosura fatal, que me parecía haber ya visto en épocas y en países que no podía recordar exactamente, y antes me inspiraban fraternal simpatía que ese temor nacido de ordinario al aspecto de lo desconocido. Si intentara definir de un modo cualquiera la expresión singular de sus miradas, diría que nunca vi ojos en que más enérgicamente brillara el horror del hastío y el deseo inmortal de sentirse vivir.
Mi huésped y yo éramos ya, cuando nos sentamos, antiguos y perfectos amigos. Comimos y bebimos sin tasa toda clase de vinos extraordinarios, y lo que es más extraordinario aún, me pareció, después de varias horas, que yo no estaba más borracho que él. Sin embargo, el juego, placer sobrehumano, había interrumpido con diversos intervalos nuestras libaciones frecuentes, y tengo que deciros que me había jugado y perdido el alma, mano a mano, con una despreocupación y una ligereza heroicas. El alma es cosa tan impalpable, tan inútil a menudo, y en ocasiones tan molesta, que, al perderla, no sentí más que una emoción algo menor que si se me hubiera extraviado, yendo de paseo, una tarjeta de visita.
Fumamos largamente algunos cigarros cuyo sabor y aroma incomparables daban al alma la nostalgia de países y de venturas desconocidos, y embriagado de tantas delicias, me atreví, en un acceso de familiaridad que no pareció desagradarle, a exclamar, echando mano a una copa llena hasta el borde: «¡A vuestra salud, inmortal viejo Chivo!»
Hablamos también del Universo, de su creación y de su destrucción futura; de la idea grande del siglo, es decir, del progreso y de la perfectibilidad, y, en general, de todas las formas de la infatuación humana. Tratándose de esto, su alteza no agotaba las chanzas ligeras e irrefutables, expresándose con una suavidad de dicción y una tranquilidad en la chacota que no he visto nunca en ninguno de los más célebres conversadores de la Humanidad. Me explicó lo absurdo de las diferentes filosofías que se habían posesionado hasta entonces del cerebro humano, y hasta se dignó declararme, en confianza, algunos principios fundamentales cuyos beneficios y propiedad no me conviene compartir con nadie. No se quejó en lo más mínimo de la mala reputación de que goza en todas las partes del mundo; me aseguró que él, en persona, era el mayor interesado, en destruir la superstición, y llegó a confesarme que no había temido por su propio poder más que una vez sola, el día en que oyó decir desde el púlpito a un predicador más listo que sus cofrades: «Queridos hermanos, no olvidéis nunca, cuando oigáis elogiar el progreso de las luces, que la más bonita astucia del diablo está en persuadiros de que no existe.»
El recuerdo de aquel célebre orador nos llevó naturalmente al asunto de las academias; mi extraño huésped me afirmó que no tenía a menos, en muchos casos, inspirar la pluma, la palabra, la conciencia de los pedagogos, y que asistía siempre en persona, aunque invisible, a todas las sesiones académicas.
Animado por tantas bondades, le pedí noticias de Dios y le pregunté si le había visto recientemente. Me contestó con un despego matizado de alguna tristeza: «Nos saludamos si nos vemos; pero como dos caballeros ancianos que no hubieran conseguido apagar del todo el recuerdo de pasadas rencillas en una cortesía innata.»
Es dudoso que su alteza haya dado jamás audiencia tan larga a un simple mortal, y yo temía estar abusando. Por fin, cuando la trémula aurora blanqueaba los cristales, aquel famoso personaje, cantado por tantos poetas y servido por tantos filósofos, que, sin saberlo, trabajan por su gloria, me dijo: «Quiero que tenga buen recuerdo de mí, y voy a demostrarle que yo, de quien tan mal se habla, soy algunas veces un buen diablo, para servirme de una locución vulgar. En compensación por la pérdida irremediable de su alma, le doy la puesta que hubiese ganado si la suerte se hubiera declarado en favor suyo, es decir, la posibilidad de aliviar y de vencer, durante toda la vida, esa rara afección del hastío, fuente de todas vuestras enfermedades y de todos vuestros miserables progresos. Nunca formulará deseo que yo no le ayude a realizar; reinará sobre todos sus vulgares semejantes; tendrá buena provisión de halagos y aun de adoraciones; la plata, el oro, los diamantes, los palacios de magia saldrán a buscarle, y le rogarán que los acepte, sin que haya necesidad de esfuerzo para guardarlos; cambiará de patria y de país tan a menudo como su fantasía se lo ordene; se emborrachará de placeres, sin cansancio, en países encantadores donde siempre hace calor y donde las mujeres huelen tan bien como las flores, etcétera, etc... -añadió levantándose y despidiéndome con amable sonrisa.
Si no hubiera sido por temor a humillarme delante de tan numerosa asamblea, de buena gana hubiese yo caído a los pies del generoso jugador, para darle gracias por su munificencia inaudita., Pero, poco a poco, luego que le hube dejado, fue volviendo a mi seno la desconfianza incurable; no me atreví ya a creer en felicidad tan prodigiosa, y mientras me acostaba, rezando una vez más, por un resto de costumbre imbécil, repetíame medio dormido: «¡Dios mío! ¡Señor Dios mío! ¡Haced que el diablo me cumpla su palabra!»
XXX
La cuerda
A Édouard Manet.
«Las ilusiones -me decía un amigo- son tan innumerables quizá como las relaciones de los hombres entre sí o de los hombres con las cosas.» Y cuando la ilusión desaparece, es decir, cuando vemos al ser o el hecho tal como existe fuera de nosotros, experimentamos un raro sentimiento complicado, mitad pesar por la desaparición del fantasma, mitad agradable sorpresa ante la novedad, ante la realidad del hecho. Si existe un fenómeno evidente, trivial, siempre parecido y de naturaleza ante la cual sea imposible equivocarse, es el amor materno. Tan difícil es suponer una madre sin amor materno como una luz sin calor. ¿No será, por tanto, perfectamente legítimo atribuir al amor materno todas las acciones y las palabras de una madre relativas a su hijo? Pues oíd, sin embargo, esta breve historia, en la que me he dejado engañar singularmente por la ilusión más natural.
Mi profesión de pintor me mueve a mirar atentamente las caras, las fisonomías que se atraviesan en mi camino, y ya sabéis el goce que sacamos de semejante facultad, que hace la vida más viva a nuestros ojos y más significativa que para los demás hombres. En el barrio apartado en que vivo, que tiene todavía vastos trechos de hierba entro las casas, he solido observar a un niño cuya fisonomía ardiente y traviesa, más que la de los otros, me sedujo desde el primer momento. Más de una vez me sirvió de modelo, y le transformé, ya en gitanillo, ya en ángel, ya en amor mitológico. Lo di a llevar el violín del vagabundo, la corona de espinas y los clavos de la Pasión, y la antorcha de Eros. Acabé por tomar gusto tan vivo a la gracia de aquel chicuelo, que un día fui a pedir a sus padres, unos pobres, que me lo cedieran, prometiendo que le vestiría bien y le daría algún dinero, y no le impondría más trabajo que el de limpiar los pinceles y hacer algunos recados. El niño, en cuanto se le lavó, se quedó hecho un encanto, y la vida que junto a mí llevaba lo parecía un paraíso en comparación con la que hubiera tenido que soportar en el tugurio paterno. Sólo tendré que añadir que el muñequillo me asombró algunas veces con crisis singulares de tristeza precoz, y que pronto empezó a manifestar afición inmoderada por el azúcar y los licores, tanto, que un día en que pude comprobar, no obstante mis repetidas advertencias, un nuevo latrocinio de tal género cometido por él, le amenacé con devolvérselo a sus padres. Luego salí, y mis asuntos me retuvieron bastante rato fuera de casa.
¿Cuál no sería mi horror y mi asombro cuando, al volver a ella, lo primero que me atrajo mi vista fue mi muñequillo, el travieso compañero de mi vida, colgado de un tablero de este armario? Los pies casi tocaban al suelo; una silla, derribada sin duda de una patada, estaba caída cerca de él; la cabeza se apoyaba convulsa en el hombro; la cara hinchada y los ojos desencajados con fijeza espantosa me produjeron, al pronto, la ilusión de la vida. Descolgarle, no era tarea tan fácil como pudierais creer. Estaba ya tieso, y sentía yo repugnancia inexplicable en dejarle caer bruscamente al suelo. Había que sostenerle en peso con un brazo, y con la mano del otro cortar la cuerda. Pero con eso no estaba hecho todo; el pequeño monstruo había empleado un cordel muy fino, que había penetrado hondamente en las carnes, y ya era preciso buscar la cuerda, con unas tijeras muy finas, entre los rebordes de la hinchazón, para libertar el cuello.
Se me olvidó deciros que antes pedí socorro; pero todos los vecinos se negaron a darme ayuda, fieles así a las costumbres del hombre civilizado, que nunca quiere, no sé por qué, tratos con ahorcados. Vino, por fin, un médico, y declaró que el niño estaba muerto desde hacía varias horas. Cuando, más tarde, tuvimos que desnudarle para el entierro, la rigidez cadavérica era tal, que, desesperado de doblar los miembros, tuvimos que rasgar y cortar los vestidos para quitárselos.
Al comisario, a quien, como es natural, hube de declarar el accidente, me miró de reojo y me dijo «¡El asunto no está claro!», movido, sin duda, por un inveterado deseo y un hábito profesional de infundir temor, valga por lo que valiere, lo mismo a inocentes que a culpables.
Un paso supremo había que dar aún, y sólo de pensarlo sentía yo angustia terrible: había que avisar a los padres. Los pies se negaban a llevarme. Por fin tuvo ánimos. Pero, con gran asombro mío, la madre se quedó impasible, sin que brotase una lágrima de sus ojos. Achaqué tal extrañeza al horror mismo que debía de sentir, y recordé la máxima conocida: «Los dolores más terribles son los dolores mudos.» El padre se contentó con decir, con aspecto entre embrutecido y ensimismado: «¡Después de todo, así es mejor; tenía que acabar mal!»
Entretanto, el cuerpo estaba tendido en un sofá, y, con ayuda de una criada, ocupábame yo en los últimos preparativos, cuando la madre entró en mi estudio. Quería, según indicó, ver el cadáver de su hijo. A la verdad, yo no podía impedir que se embriagase de su infortunio, ni negarle aquel supremo y sombrío consuelo. En seguida me pidió que le enseñara el armario de que se había ahorcado el niño. «¡Ah! ¡No, señora -le contesté-; le haría daño!» Y como involuntariamente se volviesen hacia el armario mis ojos, eché de ver con repugnancia, mixta de horror y de cólera, que el clavo se había quedado en el tablero, con un largo trozo de cuerda colgando todavía. Me lancé vivamente a arrancar aquellos últimos vestigios de la desgracia, y cuando iba a tirarlos por la ventana, abierta, la pobre mujer me cogió del brazo y me dijo con voz irresistible: «¡Señor, déjemelo! ¡Se lo ruego! ¡Se lo suplico!»
La desesperación -así lo pensé - de tal modo la había enloquecido, que se enamoraba con ternura de lo que sirvió de instrumento de muerte a su hijo; quería conservarlo como reliquia horrible y amada. Y se apoderó del clavo y del cordel.
¡Por fin, por fin se acabó todo! Ya no me quedaba más que ponerme a trabajar de nuevo, con mayor viveza todavía que la habitual, para rechazar poco a poco aquel pequeño cadáver, que se metía entre los repliegues de mi cerebro, y cuyo fantasma me cansaba con sus ojazos fijos. Pero al día siguiente recibí un montón de cartas: una de inquilinos de la casa, otras de casas vecinas; una del piso primero, otra del segundo, otra del tercero, y así sucesivamente; unas en estilo semichistoso, como si trataran de disfrazar con una chacota aparente la sinceridad de la petición; otras de una pesadez descarada y sin ortografía, pero todas dirigidas a lo mismo, esto es: a lograr de mí un trozo de la funesta y beatífica cuerda. Entre los firmantes había, fuerza es decirlo, más mujeres que hombres; pero no todos, creedlo, pertenecían a la clase ínfima y vulgar. He conservado las cartas.
Entonces, súbitamente se hizo la luz en mi cerebro, y comprendí por qué la madre insistió tanto para arrancarme el cordel y con qué tráfico se proponía encontrar consuelo.
XXXI
Las vocaciones
En un hermoso jardín, donde los rayos del sol otoño parecían rezagarse a gusto, bajo un cielo verdoso ya, con nubes de oro flotantes como continentes viajeros, cuatro bellos niños, cuatro muchachos, cansados sin duda del juego, hablaban entre sí.
Uno decía: «Ayer me llevaron al teatro. En palacios grandes y tristes, al fondo de los cuales se ve el mar y el cielo, unos hombres y unas mujeres, serios y tristes también, pero más hermosos y mucho mejor vestidos que los que solemos ver, hablan con voz que es un cantar. Amenázanse, suplican, se angustian y se llevan la mano con frecuencia a un puñal atravesado en el cinto. ¡Ay, qué bonito es! Las mujeres son mucho más guapas y más altas que las que vienen a casa a vernos, y, por terrible que sea el aspecto que les den sus ojazos hundidos y sus mejillas arrebatadas, nadie puede por menos de quedarse encantado al verlas. Infunden miedo, ganas de llorar, y, sin embargo, se goza tanto... Y lo más singular es que entran ganas de ir vestido como ellos, de hacer y decir lo mismo, de hablar con la misma voz...»
Uno de aquellos cuatro niños, que desde hacía unos segundos no escuchaba ya el discurso de su compañero y observaba con fijeza asombrosa no sé qué parte del cielo, dijo de repente: «¡Mirad, mirad... allá lejos! ¿Le veis? Está sentado en aquella nubecilla sola, en aquella nubecilla de color de fuego, que anda despacito. Él también parece que nos mira.»
«Pero ¿quién?» -preguntaron los demás.
«¡Dios! -contestó con acento de convicción entera-. ¡Ay! Ya está muy lejos; dentro de poco no podréis verle ya. Está sin duda de viaje, visitando todos los países. Mirad, va a pasar por detrás de aquella hilera de árboles que está casi en el horizonte..., y ahora baja por detrás del campanario... ¡Ay, ya no se le ve!»
Y el niño permaneció mucho tiempo vuelto del mismo lado, fijos en la línea que separa la tierra del cielo los ojos, en que brillaba una inefable expresión de éxtasis y de pesar.
«¡Será tonto, con ese Dios que nadie más que él ha visto! -dijo entonces el tercero, cuya personilla se señalaba por una vivacidad y una vitalidad singulares-. Yo voy a contaros cómo me pasó una cosa que no os ha pasado nunca a vosotros, y que tiene mayor interés que vuestro teatro y vuestras nubes. Hace unos días, mis padres me llevaron consigo a viajar, y como en la posada donde hicimos alto no había cama bastantes para todos, resolvieron que yo durmiese en el mismo lecho de mi criada.»
Llamó más cerca de sí a sus compañeros, y habló con voz más baja:
«Es curioso el efecto que causa no estar acostado solo y hallarse en un lecho con la criada, en tinieblas. Como no me dormía, me entretuve, mientras dormía ella, en pasarle las manos por los brazos, por el cuello y por los hombros. Tiene los brazos y el cuello mucho más gruesos que todas las demás mujeres, y la piel tan suave, tan suave, que parece papel de cartas o papel de seda. Tanto gusto me daba, que hubiera seguido por mucho tiempo, si no me hubiese dado miedo; lo primero, miedo de despertarla, y, después, miedo de no sé qué. Metí en seguida la cabeza entre sus cabellos, que le caían por la espalda, espesos como una crin, y olían tan bien, os lo aseguro, como las flores del jardín a estas horas. ¡Probad, cuando podáis, a hacer lo mismo, y ya veréis!»
El joven autor de tan prodigioso relato tenía, durante la narración, desencajados los ojos por una especie de estupor ante lo que aún sentía, y los rayos del sol poniente, deslizándose a través de los bucles rojizos de su cabellera enmarañada, encendían en derredor de ella como una aureola sulfúrea de pasión. Fácil era de adivinar que aquel no había de pasarse la vida buscando a la Divinidad en las nubes, y que la encontraría a menudo en otras partes.
Por último, el cuarto dijo: «Ya sabéis que yo en casa no suelo divertirme; al teatro nunca me llevan; mi tutor es avaro en demasía; Dios no se ocupa de mí ni de mi aburrimiento, y no tengo criada guapa que me duerma. Muchas veces he creído que encontraría gusto en andar siempre adelante, en línea recta, sin saber adónde, sin que a nadie le cause inquietud, y en ver siempre nuevos países. Nunca estoy bien en ninguna parte, y siempre creo que estaría mejor en otra parte que no allí donde estoy. Pues, bueno; en la última feria del pueblo vecino, vi tres hombres que viven como yo querría vivir. Vosotros no reparasteis en ellos. Eran altos, casi negros y muy altivos, aunque harapientos, con trazas de no necesitar de nadie. Sus ojazos sombríos se volvieron todo brillantez mientras tocaban música, una música tan sorprendente que da gana ya de bailar, ya de llorar o de las dos cosas al mismo tiempo; se volvería uno como loco si lo escuchara mucho rato. Uno, arrastrando el arco sobre el violín, parecía cantar una pena, y otro, haciendo saltar el martillito sobre las cuerdas de un piano corto colgado a su cuello de una correa, parecía burlarse del lamento de su vecino, en tanto que el tercero juntaba de vez en cuando los platillos con violencia extraordinaria. Tan contentos estaban de sí mismos, que siguieron tocando su música de salvajes aun después que se hubo dispersado la muchedumbre. Recogieron, por último, sus cuartos, se echaron los bártulos a la espalda y se fueron. Yo, por saber dónde vivían, los seguí de lejos hasta el lindero del bosque; sólo allí llegué a comprender que no vivían en ninguna parte.
«Entonces dijo uno: «¿Hay que abrir la tienda?»
«No, nada de eso -contestó otro- ¡Está la noche tan hermosa!»
El tercero contaba lo recaudado, y decía: «Esa gente no siente la música, y sus mujeres bailan como los osos. Por fortuna, antes de un mes estaremos en Austria, donde hallaremos un pueblo más amable.»
«Más valdría quizá que fuésemos a España, porque ya se va pasando la estación; huyamos antes de las lluvias y no nos mojemos más el gaznate» -dijo uno de los otros.
«Todo lo recuerdo, como veis. En seguida se bebió cada cual una taza de aguardiente y se durmieron, vuelta la frente a las estrellas. Al principio me entró deseo de pedirles que me llevaran consigo y me enseñaran a tocar sus instrumentos; pero no me atreví, sin duda porque siempre es muy difícil decidirse por cualquier cosa, y también porque temía que me volviesen a coger antes de haber salido de Francia.»
El aspecto poco interesado de los otros tres compañeros me llevó a pensar que aquel muchacho era ya un incomprendido. Le miraba con atención; tenía en los ojos y en la frente ese no sé qué precozmente fatal que suele alejar a la simpatía, y que, no sé por qué, excitaba la que hay en mí, hasta tal punto, que se me ocurrió por un instante la extraña idea de que podía yo tener un hermano que yo mismo no conocía.
Habíase puesto el Sol. La noche solemne ocupaba ya su lugar. Separáronse los niños, yéndose cada cual, sin saberlo, según las circunstancias y los azares, a madurar su destino, a escandalizar al prójimo y a gravitar hacia la gloria o hacia el deshonor.
XXXII
El tirso
A Franz Liszt.
¿Qué es un tirso? Según el sentido moral y poético, es un emblema sacerdotal en manos de los sacerdotes o de las sacerdotisas que celebran a la divinidad, cuyos intérpretes y servidores son. Pero, físicamente, no es más que un palo, un sencillo palo, percha de lúpulo, rodrigón de viña, seco, duro y derecho. En derredor de ese palo, en meandros caprichosos, juegan como locos tallos y flores, sinuosas y huidizas éstas, inclinados aquéllos como campanas o copas vueltas del revés. Una gloria asombrosa mana de tal complejidad de líneas y de colores, tiernas o brillantes. ¿No se diría que la curva y la espiral hacen la corte a la línea recta, bailando en torno suyo con adoración muda? ¿No se diría que todas esas corolas delicadas, todos esos cálices, explosiones de aromas y de color, ejecutan un fandango místico en derredor del pelo hierático? ¿Y cuál es, sin embargo, el mortal imprudente que se atrevería a decidir si las flores y los pámpanos se han hecho para el palo, o si el palo no es más que el pretexto para mostrar la hermosura de pámpanos y flores? El tirso es la representación de vuestra asombrosa dualidad, maestro poderoso y venerando, caro bacante de la belleza misteriosa y apasionada. Jamás la ninfa exasperada por Baco invencible, sobre las cabezas de sus compañeras enloquecidas sacudió el tirso con tanto vigor y capricho como vos agitáis vuestro genio sobre los corazones de vuestros hermanos. El palo es vuestra voluntad recta, firme e inquebrantable; las flores son el paseo de vuestra fantasía en derredor de vuestra voluntad; es el elemento femenino que ejecuta en redor del macho sus prestigiosas piruetas. Línea recta y línea de arabesco, intención y expresión, rigidez de la voluntad, sinuosidad del verbo, unidad del propósito, variedad de los medios, amalgama todopoderosa o indivisible del genio, ¿qué analítico tendrá el detestable valor de dividiros y separaros?
¡Querido Liszt: a través de las brumas y más allá de los ríos, por encima de las ciudades en que los pianos cantan vuestra gloria y la imprenta traduce vuestro saber, dondequiera que os halléis vos, en los esplendores de la ciudad eterna o en las nieblas de los países soñadores consolados por Gambrinus, improvisando cantos de deleite o de dolor inefable o confiando al papel vuestras meditaciones abstrusas, cantor del placer y de la angustia eternos, filósofo, poeta y artista, yo os saludo en la inmortalidad!
XXXIII
Embriagaos
Hay que estar siempre borracho. Todo consiste en eso: es la única cuestión. Para no sentir la carga horrible del Tiempo, que os rompe los hombros y os inclina hacia el suelo, tenéis que embriagaros sin tregua.
Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, de lo que queráis. Pero embriagaos.
Y si alguna vez, en las gradas de un palacio, sobre la hierba verde de un foso, en la tristona soledad de vuestro cuarto, os despertáis, diminuida ya o disipada la embriaguez, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al ave, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle la hora que es; y el viento, la ola, la estrella, el ave, el reloj, os contestarán: «¡Es hora de emborracharse! Para no ser esclavos y mártires del Tiempo, embriagaos, embriagaos sin cesar. De vino, de poesía o de virtud; de lo que queráis.»
XXXIV
¡Ya!
Cien veces había brotado ya el Sol radiante o contristado de la cuba inmensa del mar, cuyos bordes apenas se dejan ver; cien veces se había vuelto a sumergir, centelleante o lúgubre, en su inmenso baño vespertino. Desde muchos días atrás podíamos contemplar el otro lado del firmamento y descifrar el alfabeto celeste de los antípodas. Y cada uno de los pasajeros gemía y gruñía. Hubiérase dicho que la profundidad de la tierra lo exasperaba el sufrimiento. «¿Cuándo -decían- acabaremos de dormir un sueño sacudido por las olas, turbado por un viento que ronca más alto que nosotros?»
Había quien pensaba en su hogar, quien echaba de menos a su mujer infiel y basta y a su prole chillona. Tan enloquecidos estaban todos por la imagen de la tierra ausente, que, a mi parecer, hubieran comido hierba con más entusiasmo que los animales.
Por fin, fue señalada una orilla, y vimos, al acercarnos, que era una tierra magnífica, deslumbradora. Parecía que las músicas de la vida se desprendiesen de ella en vago murmullo, y que en aquellas costas, ricas en verdor de toda especie, se exhalase hasta muchas leguas más allá delicioso aroma de flores y frutas.
Pronto se tornaron todos felices, abdicando su mal humor cada cual. Todas las riñas se olvidaron, todas las ofensas recíprocas quedaron perdonadas, borráronse de la memoria los desafíos concertados y los rencores se desvanecieron como el humo.
Yo solo estaba triste, inconcebiblemente triste. Semejante al sacerdote a quien arrancaran su divinidad, no podía yo, sin desconsoladora amargura, desprenderme de aquel mar tan monstruosamente seductor, de aquel mar tan infinitamente, variado en su espantosa sencillez, que parece contener en sí, y representar en sus juegos, en su porte, en sus cóleras y sonrisas, los humores, las agonías y los éxtasis de todas las almas que han vivido, viven y vivirán.
Al despedirme de tan incomparable hermosura, sentíame abatido hasta la muerte; por eso cuando cada uno de mis compañeros dijo: ¡Por fin! Yo, sólo pude dar un grito: ¡Ya!
Era, pues, la tierra, la tierra con su ruido, sus pasiones, sus comodidades, sus fiestas; era una tierra magnífica, henchida de promesas, que nos enviaba un misterioso perfume de rosas y almizcle, y de donde las músicas de la vida llegaban hasta nosotros en aromoso murmullo.
XXXV
Las ventanas
El que desde afuera mira por una ventana abierta, nunca ve tantas cosas como el que mira una ventana cerrada. No hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo, más tenebroso, más deslumbrador, que una ventana iluminada por una vela. Lo que se puede ver al sol, siempre es menos interesante que lo que pasa detrás de un vidrio. En aquel agujero negro o luminoso vive la vida, sueña la vida, padece la vida.
Mas allá de las olas de los tejados, veo una mujer, madura y arrugada ya, pobre, inclinada siempre sobre algo, sin salir nunca. Con su rostro, con su vestido, con su gesto, con casi nada, he reconstruido la historia de aquella mujer, o, mejor, su leyenda, y a veces me la cuento a mí mismo llorando.
Si hubiera sido un pobre viejo, yo hubiese reconstruido la suya con la misma facilidad.
Y me acuesto, orgulloso de haber vivido y padecido en seres distintos de mí.
Acaso me digáis: «¿Estás seguro de que tal leyenda sea la verdadera?» ¿Qué importa lo que pueda ser la realidad colocada fuera de mí si me ayudó a vivir, a sentir que soy y lo que soy?
XXXVI
El deseo de pintar
¡Desdichado tal vez el hombre, pero dichoso el artista desgarrado por el deseo!
Ardiendo estoy por pintar a la que tan raras veces se me apareció para huir tan de prisa, como una cosa bella que se ha de echar de menos tras el viajero arrebatado en la noche. ¡Cuánto tiempo hace ya que desapareció!
Es hermosa y más que hermosa: es sorprendente. Lo negro en ella abunda; y es nocturno y profundo cuanto inspira. Sus ojos son de astros en que centellea vagamente el misterio, y su mirada ilumina como el relámpago: es una explosión en las tinieblas.
La compararía a un sol negro si se pudiese concebir un astro negro capaz de verter luz y felicidad. Pero hace pensar más a gusto en la luna, que indudablemente la señaló con su temible influjo; no en la luna blanca de los idilios, semejante a una novia fría, sino en la luna siniestra y embriagadora, colgada del fondo de una noche de tempestad y atropellada por las nubes que corren; no en la luna apacible y discreta, visitadora del sueño de los hombres puros, sino en la luna arrancada del cielo, vencida y rebelde, a quien los brujos tesalios obligan duramente a danzar sobre la hierba aterrorizada.
En su estrecha frente moran la voluntad tenaz y el amor a la presa. Sin embargo, en la parte baja de ese rostro inquietador, donde las móviles aletas de la nariz aspiran lo desconocido y lo imposible, estalla, con gracia inexpresable, la risa de un boca grande, roja y blanca y deliciosa, que hace soñar en el milagro de una soberbia flor abierta en un terreno volcánico.
Hay mujeres que inspiran deseos de vencerlas o de gozarlas; pero ésta infunde el deseo de morir lentamente ante sus ojos.
XXXVII
Los beneficios de la Luna
La Luna, que es el capricho mismo, se asomó por la ventana mientras dormías en la cuna, y se dijo: «Esa criatura me agrada.»
Y bajó muellemente por su escalera de nubes y pasó sin ruido a través de los cristales. Luego se tendió sobre ti con la ternura flexible de una madre, y depositó en tu faz sus colores. Las pupilas se te quedaron verdes y las mejillas sumamente pálidas. De contemplar a tal visitante, se te agrandaron de manera tan rara los ojos, tan tiernamente te apretó la garganta, que te dejó para siempre ganas de llorar.
Entretanto, en la expansión de su alegría, la Luna llenaba todo el cuarto como una atmósfera fosfórica, como un veneno luminoso; y toda aquella luz viva estaba pensando y diciendo: «Eternamente has de sentir el influjo de mi beso. Hermosa serás a mi manera. Querrás lo que quiera yo y lo que me quiera a mí: al agua, a las nubes, al silencio y a la noche; al mar inmenso y verde; al agua informe y multiforme; al lugar en que no estés; al amante que no conozcas; a las flores monstruosas; a los perfumes que hacen delirar; a los gatos que se desmayan sobre los pianos y gimen como mujeres, con voz ronca y suave.
«Y serás amada por mis amantes, cortejada por mis cortesanos. Serás reina de los hombres de ojos verdes a quienes apreté la garganta en mis caricias nocturnas; de los que quieren al mar, al mar inmenso, tumultuoso y verde; al agua informe y multiforme, al sitio en que no están, a la mujer que no conocen, a las flores siniestras que parecen incensarios de una religión desconocida, a los perfumes que turban la voluntad y a los animales salvajes y voluptuosos que son emblema de su locura.»
Y por esto, niña mimada, maldita y querida, estoy ahora tendido a tus pies, buscando en toda tu persona el reflejo de la terrible divinidad, de la fatídica madrina, de la nodriza envenenadora de todos los lunáticos.
XXXVIII
¿Cuál es la verdadera?
Conocí a una tal Benedicta, que llenaba la atmósfera de ideal y cuyos ojos derramaban deseo de grandeza, de hermosura, de gloria, de todo lo que lleva a creer en la inmortalidad.
Pero la milagrosa muchacha era bella en demasía para vivir mucho tiempo; así, murió algunos días después de haberla conocido yo, y yo mismo la enterré, un día en que la primavera agitaba su incensario hasta los cementerios. Yo fui quien la enterró, bien guardada en un féretro de madera perfumada, incorruptible como los cofres de la India.
Y como los ojos se me quedaran clavados en el lugar donde hundí mi tesoro, vi súbitamente una criaturilla que se parecía de modo singular a la difunta, y que, pisoteando la tierra fresca con violencia histérica y rara, decía soltando la risa: «¡La verdadera Benedicta soy yo! ¡Soy yo, valiente bribona! Y en castigo de tu locura y de tu ceguera, me querrás como soy.»
Pero yo, furioso, contesté: «¡No!, ¡no!, ¡no!» Y para acentuar mejor mi negativa, di tan fuerte golpe en la tierra con el pie, que la pierna se me hundió hasta la rodilla en la sepultura reciente, y, como lobo cogido en la trampa, sigo preso, tal vez para siempre, en la fosa de mi ideal.
XXXIX
Un caballo de raza
Es muy fea. ¡Y sin embargo, es deliciosa!
El Tiempo y el Amor la han señalado con sus garras y la han enseñado cruelmente lo que cada minuto y cada beso se llevan de juventud y de frescura.
Es verdaderamente fea; es hormiga, araña, si queréis hasta esqueleto: ¡pero también es brebaje, magisterio, hechizo! En suma, es exquisita.
No pudo el Tiempo romper la armonía chispeante de su andar y la elegancia indestructible de su armazón. El Amor no pudo alterar la suavidad de su hálito infantil, y el tiempo nada arrancó de su abundante crin que exhala en leonados perfumes toda la vitalidad endiablada del Mediodía francés: Nimes, Aix, Arles, Aviñón, Narbona, Tolosa, ¡ciudades benditas del sol, enamoradas y encantadoras!
En vano la mordieron con buenos dientes el Tiempo y el Amor; en nada amenguaron el encanto vago, pero eterno, de su pecho de doncel.
Gastada quizá, pero no fatigada, y siempre heroica, hace pensar en esos caballos de raza fina que los ojos del verdadero aficionado distinguen aunque vayan enganchados a un coche de alquiler o a un lento carromato.
¡Y es, además, tan dulce y ferviente! Quiere como se quiere en otoño; diríase que la proximidad del invierno prende en su corazón un fuego nuevo, y nada de fatigoso hubo jamás en lo servil de su ternura.
XL
El espejo
Un hombre espantoso entra y se mira al espejo.
«¿Por qué se mira al espejo si no ha de verse en él más que con desagrado?»
El hombre espantoso me contesta: «Señor mío, según los principios inmortales del ochenta y nueve, todos los hombres son iguales en derechos; así, pues, tengo derecho a mirarme; con agrado o con desagrado, ello no compete más que a mi conciencia.»
En nombre del buen sentido, yo tenía razón, sin duda; pero, desde el punto de vista de la ley, él no estaba equivocado.
XLI
El Puerto
Un puerto es morada encantadora para un alma cansada de las luchas de la vida. La amplitud del cielo, la arquitectura móvil de las nubes, el colorido cambiante del mar, el centelleo de los faros, son prisma adecuado maravillosamente para distraer los ojos sin cansarlos nunca. Las formas esbeltas de los navíos de aparejo complicado, a los que la marejada imprime oscilaciones armoniosas, sirven para mantener en el alma el gusto del ritmo y de la belleza. Y además, sobre todo, hay una suerte de placer misterioso y aristocrático, para el que ya no tiene curiosidad ni ambición, en contemplar, tendido en la azotea o apoyado de codos en el muelle, todos los movimientos de los que se van y de los que vuelven, de los que tienen todavía fuerza para querer, deseo de viajar o de enriquecerse.
XLII
Retratos de queridas
En un gabinete de hombres solos, es decir, en la sala de fumar perteneciente a un elegante garito, cuatro hombres fumaban y bebían. No eran precisamente jóvenes ni viejos, guapos ni feos; pero, viejos o jóvenes, ostentaban esa distinción no despreciable de los veteranos del goce, ese indescriptible no sé qué, esa tristeza fría y burlona que dice claramente: «Hemos vivido con intensidad y buscamos algo que pudiéramos querer y estimar.»
Uno de ellos guió la conversación al tema de las mujeres. Más filosófico hubiera sido no decir nada de eso; pero hay personas de ingenio que, después de haber bebido, no menosprecian las conversaciones triviales. Oyen al que habla como se oiría música de baile.
-Todos los hombres -decía aquél- han pasado por la edad de Querubín. Es la época en que, a falta de dríadas, se da un abrazo sin repugnancia al tronco de una encina. Es el primer escalón del amor. En el segundo escalón se empieza a elegir. Estar en disposición de deliberar ya es decadencia. Entonces se busca decididamente la hermosura. Yo, señores, me glorío de haber llegado mucho tiempo a la época climatérica del tercer escalón, en que la misma hermosura no basta si no la sazonan perfumes, aderezos, etc. Hasta confesaré que en ocasiones, como a felicidad desconocida, aspiro a cierto cuarto escalón que ha de señalar calma absoluta. Pero en toda mi vida, salvo en la edad de Querubín, he sido más sensible que otro cualquiera a la enervadora necedad, a la medianía irritante de las mujeres. Lo que sobre todo me gusta en los animales es el candor. Juzgad, pues, cuánto me haría pasar mi última querida.
Era bastarda de príncipe. Guapa, no hay que decirlo. Si no, ¿me hubiera acercado a ella? Pero echaba a perder esa gran cualidad con una ambición indecorosa y deforme. ¡Era mujer que gustaba de echárselas de hombre! «¡Usted no es hombre! ¡Ah, si yo fuera hombre! ¡Entre nosotros dos, yo soy el hombre!» Tales eran los estribillos insoportables que salían de aquella boca, cuando yo hubiese querido que sólo echase a volar canciones. A propósito de un libro, de una poesía, de una ópera, cuando se me escapaba mi admiración: «¿Cree que eso está muy bien? -decía al punto-. ¿Usted qué sabe de lo que es estar bien?» -y empezaba a argüir.
Un día se dedicó a la química; de tal modo, que entre mi boca y la suya encontré en adelante una mascarilla de cristal. Y, con todo ello, muy gazmoña. Si la atropellaba alguna vez con ademán amoroso en demasía, le entraba la convulsión como a una sensitiva violada...
-Y ¿cómo acabó aquello? -dijo uno de los otros-. No le creí con tanta paciencia.
-Dios -prosiguió él- trajo el remedio para la enfermedad. Un día me encontré a aquella Minerva, hambrienta de vigor ideal, de palique con un criado, y en situación que me obligaba a retirarme discretamente para que no se ruborizasen. Por la noche los despedí a los dos, pagándoles lo devengado de su salario.
-Pues yo -dijo entonces el interruptor- sólo de mí puedo quejarme. La felicidad se vino a vivir a mi casa y yo no la reconocí. El Destino, en estos últimos tiempos, me había otorgado el goce de una mujer que era la más suave, la más sumisa, la más abnegada criatura. ¡Siempre a punto! ¡Y sin entusiasmo! «Quiero, ya que le gusta» -solía ser su respuesta-. Si dierais de palos a esa pared o este sofá, más suspiros sacaríais de ellos que los transportes del más insensato amor sacaban del seno de mi querida. Después de un año de vida común, me confesó que no había gozado nunca. Me dio repugnancia aquel duelo desigual, y la muchacha incomparable se casó. Más tarde me dio la ocurrencia de verla, y enseñándome seis hermosos niños, me dijo: «Pues bueno, querido amigo, la esposa es aún tan virgen como lo fue su querida.» Nada había cambiado en aquella persona. A veces la echo de menos: hubiera debido casarme con ella.»
Echáronse a reír los demás, y un tercero dijo a su vez:
-Yo, señores, he conocido placeres que quizá vosotros habéis desdeñado. Quiero hablar de lo cómico en el amor, de un carácter cómico que no excluye la admiración. Yo admiré más a mi última querida, me parece, de lo que vosotros hayáis podido aborrecer o amar a las vuestras. Y todos la admiraban lo mismo que yo. Cuando entrábamos en un restaurante, al cabo de pocos minutos todos se olvidaban de comer para contemplarla. Hasta los mozos y la señorita del mostrador sentían aquel éxtasis contagioso que los llevaba a descuidar sus obligaciones. En suma: que viví algún tiempo mano a mano con un fenómeno vivo. Comía, mascaba, molía, devoraba, tragaba, pero con el porte más ligero y despreocupado del mundo. Así me tuvo por mucho tiempo en éxtasis. Poseía una manera dulce, soñadora, inglesa y novelesca de decir: «¡Tengo hambre!», y lo repetía día y noche, enseñando los más lindos dientes, que os hubiesen enternecido y regocijado a la vez. Hubiera yo podido hacer fortuna enseñándola por las ferias como monstruo polífago. La alimentaba bien, y, sin embargo, me abandonó.
-¿Por un contratista de víveres, sin duda?
-Algo por el estilo: una especie de empleado de intendencia que, con cierta varita de virtudes que él poseía, dio tal vez a la pobre criatura la ración de varios soldados. Tal supuse yo por lo menos.
-Yo -dijo el cuarto- he padecido sufrimientos atroces por lo contrario de lo que se le suele echar en cara a la hembra egoísta. ¡Mal aconsejados me parecéis vosotros, harto afortunados mortales, cuando os quejáis de las imperfecciones de vuestras queridas!
Díjose aquello, en tono sobrado serio, por un hombre de aspecto tranquilo y reposado, de fisonomía casi clerical, infelizmente iluminada por unos ojos de color gris claro, ojos cuya mirada dice: «Quiero», o «Es necesario», o «Nunca perdono.»
-Si usted, G..., con lo nervioso que es, y ustedes, K... y J..., con su flojedad y ligereza, se hubiesen arrimado a cierta mujer que yo conozco, o hubieran echado a correr o se habrían muerto. Yo, como ven, he sobrevivido. Figúrense una persona incapaz de cometer un error de sentimiento o de cálculo; figúrense una serenidad desoladora de carácter, una abnegación sin comedia y sin énfasis, una dulzura sin debilidad, una energía sin violencia. La historia de mi amor se parece a un viaje interminable por una superficie pura y tersa como un espejo, vertiginosamente monótono, que reflejara todos mis sentimientos y mis gestos con la exactitud irónica de mi propia conciencia, de suerte que no podía permitirme gesto o sentimiento que no fuese razonable sin ver inmediatamente la muda reconvención de mi inseparable espectro. El amor se me aparecía como una tutela. ¡Cuántas tonterías evitó que hiciese, con lo que siento no haberlas cometido! ¡Cuántas deudas pagadas contra mi voluntad! Me privaba de todos los beneficios que hubiera podido yo sacar de mi propia locura. Con ley fría e infranqueable se atravesaba en todos mis caprichos. Para colmo de horror, ni agradecimiento exigía una vez pasado el peligro. ¡Cuántas veces me tuve que contener para no agarrarla del cuello, gritándole: «¡Pero sé imperfecta, miserable, para que pueda yo quererte sin malestar y sin cólera!» Durante algunos años la admiré, con el corazón henchido de aborrecimiento. Pero, en fin, el muerto no soy yo.
-¡Ah! dijeron los otros-. ¿Conque ha muerto ella?
-Sí; aquello no podía continuar. El amor se me había vuelto pesadilla abrumadora. Vencer o morir, como dice la Política; tal alternativa me imponía el destino. Un anochecer, en un bosque, a la orilla de una charca..., después de un paseo melancólico en que los ojos de ella reflejaban la dulzura del cielo, y mi corazón estaba como el infierno, crispado...
-¿Qué?
-¿Cómo?
-¿Qué va usted a decirnos?
-Era inevitable. Tengo demasiado sentimiento de la equidad para pegar, ultrajar o despedir a un servidor irreprochable. Pero había que concertar ese sentimiento con el horror que aquel ser me inspiraba; desembarazarme de tal ser sin faltarle al respeto. ¿Qué iba a hacer con ella yo, si era perfecta?
Los tres compañeros miraron al otro con mirada vaga y levemente entontecida, como si fingieran no entender y confesaran implícitamente que, por su parte, no se sentían capaces de acción tan rigurosa, aunque estuviese, por lo demás, perfectamente explicada.
Mandaron llevar en seguida otras botellas para matar el tiempo, que tiene vida tan dura, y acelerar la vida, que va tan despacio.
XLIII
El tirador galante
Cuando el carruaje pasaba por el bosque, mandó parar en las cercanías de un tiro, diciendo que le sería grato tirar unas balas para matar el Tiempo. Matar a ese monstruo, ¿no es la ocupación más ordinaria y más legítima de cada cual? Y ofreció galantemente la mano a su querida, deliciosa y execrable mujer, a aquella mujer misteriosa a quien debía tantos placeres, tantos dolores, y acaso también gran parte de su genio.
Algunas balas fueron a dar lejos del blanco; una, hasta se clavó en el techo, y como la criatura encantadora se echara a reír locamente, burlándose de la torpeza de su esposo, éste se volvió brusco hacia ella, y le dijo: «Mira aquella muñeca, allá, a la derecha, la de la nariz arremangada, de rostro tan altivo. Pues bueno, ángel mío: me figuro que eres tú.» Y, cerrando los ojos, disparó. La muñeca quedó decapitada en seco.
Entonces, inclinándose hacia su querida, su deliciosa, su execrable mujer, su inevitable y despiadada musa, y besándole respetuosamente la mano, añadió: «¡Ay ángel mío, cuánto te agradezco mi habilidad!»
XLIV
La sopa y las nubes
Mi amada locuela me invitaba a comer, y por la ventana abierta del comedor iba yo contemplando las movedizas arquitecturas que Dios hace con los vapores, las construcciones maravillosas de lo impalpable. Y me decía, a través de mi contemplación: «Todas esas fantasmagorías son casi tan bellas como los ojos de mi hermosa amada, la locuela monstruosa de ojos verdes.»
De pronto, sentí una violenta puñada en la espalda y oí una voz ronca y encantadora, una voz histérica y como enronquecida por el aguardiente, la voz de mi chiquilla amada, que decía «¿Cuándo acabas de comerte la sopa, o... mercader de nubes?»
XLV
El tiro y el cementerio
A la vista del cementerio, Bebidas.» ¡Muestra singular -díjose nuestro paseante-, pero buena para excitar la sed! De fijo que el dueño de esta taberna sabe apreciar a Horacio y a los poetas discípulos de Epicuro Quizá hasta conoce el profundo refinamiento de los antiguos egipcios, para quien no había buen festín sin esqueleto o sin un emblema cualquiera de la brevedad de la vida.»
Y entró, se bebió un vaso de cerveza frente a las sepulturas y se fumó lentamente un cigarro. Luego tuvo la ocurrencia de bajar a aquel cementerio de hierba tan alta, tan invitadora, y en que reinaba un sol tan rico.
En efecto, la luz y el calor eran rabiosos y hubiérase dicho que el sol, ebrio, se revolcaba cuan largo era sobre una alfombra de flores magníficas, alimentadas por la destrucción. Un inmenso rumor de vida llenaba el aire -la vida de los infinitamente pequeños-, cortado a intervalos regulares por el crepitar de los disparos de un tiro próximo, que estallaban como la explosión de los tapones del champaña en el zumbido de una sinfonía con sordina.
Entonces, bajo el sol que le calentaba los sesos y en la atmósfera de los ardientes perfumes de la muerte, oyó que una voz cuchicheaba en la tumba donde se había sentado, y la voz decía: «¡Malditos vuestros blancos y vuestras escopetas, turbulentos vivos, que tan poco os cuidáis de los difuntos y de su divino reposo! ¡Malditas vuestras ambiciones, malditos vuestros cálculos, impacientes mortales, que venís a estudiar el arte de matar junto al santuario de la Muerte! ¡Si supierais cuán fácil de ganar es el premio, cuán fácil de tocar es la meta, y cómo todo es nada, menos la Muerte, no os fatigaríais tanto, laboriosos vivos, y menos a menudo vendríais a turbar el sueño de los que tanto tiempo ha dieron en el blanco, en el único blanco verdadero de la detestable vida!»
XLVI
Extravío de aureola
-Pero, ¿cómo? ¿Vos por aquí, querido? ¡Vos en un lugar de perdición! ¡Vos, el bebedor de quintas esencias! ¡Vos, el comedor de ambrosía! En verdad, tengo de qué sorprenderme.
---Querido, ya conocéis mi terror de caballos y de coches. Hace un momento, mientras cruzaba el bulevar, a toda prisa, dando zancadas por el barro, a través de ese caos movedizo en que la muerte llega a galope por todas partes a la vez, la aureola, en un movimiento brusco, se me escurrió de la cabeza al fango del macadán. No he tenido valor para recogerla. He creído menos desagradable perder mis insignias que romperme los huesos. Y además, me he dicho, no hay mal que por bien no venga. Ahora puedo pasearme de incógnito, llevar a cabo acciones bajas y entregarme a la crápula como los simples mortales. ¡Y aquí me tenéis, semejante a vos en todo, como me estáis viendo!
-Por lo menos deberíais poner un anuncio de la aureola, o reclamarla en la comisaría.
-No, a fe mía. Me encuentro bien aquí. Vos sólo me habéis reconocido. Por otra parte, la dignidad me aburre. Luego, estoy pensando con alegría que algún mal poeta la recogerá y se la pondrá en la cabeza impúdicamente. ¡Qué gozo hacer a un hombre feliz! ¡Y, sobre todo, feliz al que me dé risa! ¡Pensad en X o en Z! ¡Vaya! ¡Sí que va a ser gracioso!
XLVII
La señorita Bisturí
Cuando llegaba yo al extremo del arrabal, a los destellos del gas sentí que un brazo se escurría suavemente por debajo del mío, y oí una voz que al oído me decía:
-Es usted médico, ¿verdad?
Miré; era una chica alta, robusta, de ojos muy abiertos, con ligero afeite; sus cabellos flotaban al viento, como las cintas de su gorra.
-No, no soy médico. Déjeme pasar.
-Sí. Usted es médico. Se lo conozco. Venga a mi casa. Quedará contento de mí. ¡Ande!
-Sí, sí; ya iré a verla, pero más tarde, después del médico. ¡Qué diablo!...
-¡Ah, ah! -lanzó, sin soltar mi brazo, con una carcajada-. Es usted un médico bromista; he conocido varios por el estilo. Venga.
Me gusta con pasión el misterio, porque siempre tuve la esperanza de aclararlo. Así, pues, me dejé arrastrar por la compañera, o más bien, por aquel enigma inesperado.
Omito la descripción del tugurio; la podrían encontrar en varios conocidísimos poetas franceses. Sólo -detalle que no advirtió Regnier- dos o tres retratos de doctores célebres estaban colgados de la pared.
¡Qué mimos recibí! Buen fuego, vino caliente, cigarros; y al ofrecerme aquellas cosas tan buenas, mientras ella encendía también un cigarro, la chistosa criatura me decía:
-Figúrese usted que está en su casa, amigo mío; póngase cómodo. Así recordará el hospital y los buenos tiempos de la juventud. ¡Anda! ¿De dónde ha sacado estas canas? No estaba usted así, no hará mucho todavía, cuando era interno de L... Recuerdo que en las operaciones graves usted me asistía. ¡Aquél era un hombre amigo de cortar, de sajar y raspar! Usted le iba dando los instrumentos, las hilas y las esponjas. ¡Y con qué orgullo decía, una vez hecha la operación, mirando el reloj de bolsillo: «¡Cinco minutos, señores!» ¡Oh! Yo voy por todas partes. Ya conozco yo a todos esos caballeros.
Algunos instantes después, tuteándome, volvía a su estribillo y me decía:
-Eres médico. ¿Verdad, gatito mío?
Aquella muletilla ininteligible me hizo ponerme en pie de un brinco.
-¡No! -grité furioso.
-Pues serás cirujano...
-¡No, no! Como no sea para cortarte la cabeza...
-Espera -continuó-. Vas a ver.
Y de un armario sacó un legajo de papeles, que no era sino una colección de retratos de los médicos ilustres de entonces, litografiados por Maurin, que muchos años he visto expuesta en el Quai Voltaire.
-Mira. ¿Reconoces a éste?
-Sí; es X. Además, tiene el nombre debajo; pero lo conozco personalmente.
-¡Ya decía yo! Mira. Aquí está Z, el que decía en clase, hablando de X: «Ese monstruo, que lleva en la cara lo negro de su alma.» ¡Y todo porque no era de su opinión en cierto asunto! ¡Qué risa levantaba todo esto en la escuela por aquel entonces! ¿Te acuerdas? Mira: éste es K, el que denunciaba al Gobierno a los insurrectos que curaba en el hospital. Eran tiempos de motines. ¿Cómo podrá tener tan poco corazón un hombre tan guapo? Aquí tienes ahora a W, un médico inglés famoso; lo pesqué cuando vino a París. Parece una señorita, ¿verdad?
Y, corno yo tocase un paquete atado con un bramante que había sobre el velador:
-Espera un poco -dijo-, éstos son los internos, y los del paquete, los externos.
Desplegó en forma de abanico un montón de fotografías que representaban caras más jóvenes.
-Cuando nos volvamos a ver, me darás tu retrato, ¿verdad, querido?
-Pero -le dije, siguiendo yo a mi vez con mi idea fija-, ¿por qué crees que soy médico?
-¡Eres tan simpático y tan bueno con las mujeres!
-¡Lógica singular! -dije para mis adentros.
-¡Oh, no suelo engañarme! He conocido muchísimos. Tanto me gustan esos caballeros que, aun sin estar enferma, voy a verlos muchas veces nada más que por verlos. Hay quien me dice fríamente: «¡Usted no tiene enfermedad ninguna!» Pero otros hay que me comprenden, porque les hago gestos.
-¿Y cuando no te comprenden?...
-¡Hombre! Como les he molestado inútilmente, les dejo diez francos encima de la chimenea. ¡Son tan buenos y tan cariñosos esos hombres! He descubierto en la Pitié un chico interno, bonito como un ángel, y ¡tan bien educado! ¡Lo que trabaja el pobre chico! Sus compañeros me han dicho que no tiene un cuarto, porque sus padres son pobres y no pueden enviarle nada. Eso me ha dado confianza. Después de todo, bastante guapa ya soy, aunque no demasiado joven. Le he dicho: «Ven a verme, ven a verme a menudo. Y por mí no te apures; yo no necesito dinero.» Pero ya comprenderás que se lo he dado a entender con muchos miramientos; no se lo dije así, en crudo; ¡tenía tanto miedo de humillarle al pobrecillo! Pues bueno, ¿creerás que tengo un capricho tonto y que no me atrevo a decírselo? ¡Quisiera que viniese a verme con el estuche y el delantal, hasta un poco manchado de sangre!...
Lo dijo en tono muy cándido, como un hombre sensible diría a una cómica de la que estuviese enamorado: «Quiero verla vestida con el traje que saca en ese famoso papel que ha creado.»
Siguiendo en mi obstinación, continué:
-¿Puedes acordarte de la época y de la ocasión en que ha nacido en ti esa pasión tan especial?
Difícilmente conseguí que me entendiera, pero lo logré al cabo. Solo que entonces me contestó con aire tristísimo, y, si no recuerdo mal, hasta apartando de mí los ojos:
-No sé..., no me acuerdo...
¿Qué rarezas no encuentra uno en una gran ciudad, cuando sabe andar por ella y mirar? En la vida, los monstruos inocentes pululan. ¡Señor, Dios mío! ¡Vos, el Creador; Vos, el Maestro; Vos, que hicisteis la ley y la libertad; Vos, el Soberano que deja hacer; Vos, el Juez que perdona; Vos, que estáis lleno de motivos y de causas, y que habéis puesto acaso en mi espíritu el gusto por el horror para convertir mi corazón, como la salud en la punta de una cuchilla; Señor, apiadaos, apiadaos de los locos y de las locas! ¡Oh, Creador! ¿Pueden existir monstruos ante los ojos de Aquel que sólo sabe por qué existen, cómo se han hecho y cómo hubieran podido no hacerse?
XLVIII
Any Where Out of the World
(En cualquier parte, fuera del mundo)
Hospital es la vida en que cada enfermo está poseído del deseo de cambiar de cama. Este querría padecer junto a la estufa y aquél cree que se curaría frente a la ventana.
A mí me parece que estaría bien allí donde no estoy, y esa idea de mudanza es una de las que discuto sin cesar con mi alma.
«Dime, alma mía, pobre alma enfriada, ¿qué te parecería vivir en Lisboa? Allí hará calor, y te estirarás como un lagarto. La ciudad está a la orilla del agua; dicen que está edificada en mármol, y que tanto odia el pueblo a lo vegetal, que arranca todos los árboles. Ese es un paisaje para tu gusto, un paisaje hecho con luz y con mineral, y lo líquido para reflejarlo.»
Mi alma no contesta.
«Puesto que tanto te gusta el reposo, con el espectáculo del movimiento, ¿quieres venirte a Holanda, tierra beatífica? Tal vez te divirtieras en ese país cuya imagen has admirado tantas veces en los museos. ¿Qué te parecería Rotterdam, a ti que gustas de los bosques de mástiles y de los navíos amarrados al pie de las casas?...»
Mi alma sigue muda.
«¿Te sonreiría tal vez Batavia? Encontraríamos en ella, desde luego, el espíritu de Europa enlazado con la belleza tropical.»
Ni una palabra. ¿Se me habrá muerto el alma?
«¿Conque a tal punto de embotamiento has llegado que sólo en tu mal te recreas? Si así es, huyamos hacia los países que son analogía de la muerte. ¡Ya tengo lo que nos conviene, pobre alma! Haremos los baúles para Borneo. Vámonos aún más allá, al último extremo del Báltico; más lejos aun de la vida, si es posible; instalémonos en el Polo. Allí el sol no roza más que oblicuamente la tierra, y las lentas alternativas de la luz y la obscuridad suprimen la variación y aumentan la monotonía, que es la mitad de la nada. Allí podremos tomar largos baños de tinieblas, en tanto que, para divertirnos, las auroras boreales nos envíen de tiempo en tiempo sus haces sonrosados, como reflejos de un fuego artificial del infierno.»
Al cabo, mi alma hace explosión, y sabiamente me grita: «¡A cualquier parte! ¡A cualquier parte! ¡Con tal que sea fuera de este mundo!»
XLIX
¡Matemos a los pobres!
Durante quince días me recluí en la habitación, rodeado de los libros de moda entonces -hará diez y seis o diez y siete años-; quiero decir de los libros en que se trata del arte de hacer a los pueblos dichosos, buenos y ricos en veinticuatro horas. Había, pues, digerido -es decir, tragado- todas las elucubraciones de esos contratistas de la felicidad pública de los que aconsejan a todos los pobres que se hagan esclavos y de los que llegan a persuadirles de que todos son reyes destronados-. No habrá de causar sorpresa que estuviese yo entonces en una disposición de espíritu cercana del vértigo o de la estupidez.
Únicamente me había parecido que sentía, confinado en el fondo de mi intelecto, el germen obscuro de una idea superior a todas las fórmulas de buena mujer, cuyo diccionario había recorrido yo no hacía mucho. Pero no era más que la idea de una idea, algo infinitamente vago.
Y salí con una gran sed. Porque el gusto apasionado de las malas lecturas engendra una necesidad en proporción de aire libre y de refrescos.
A punto de entrar en la taberna, un mendigo me alargó el sombrero, con una de esas miradas inolvidables que derribarían tronos si el espíritu moviese la materia y si los ojos de un magnetizador hiciesen madurar las uvas.
Al mismo tiempo oí una voz que me cuchicheaba al oído, una voz que reconocí perfectamente: era la de un Ángel bueno o la de un Demonio bueno, que a todas partes me acompaña. Puesto que Sócrates tenía su Demonio bueno, ¿por qué no había yo de tener mi Ángel bueno, y por qué no tendría, como Sócrates, el honor de alcanzar mi certificado de locura, firmado por el sutil Lélut y por el avispado Baillarger?
Esta diferencia existe entre el Demonio de Sócrates y el mío; que el de Sócrates no se le manifestaba sino para defender, avisar o impedir, y el mío se digna aconsejar, sugerir, persuadir. El pobre Sócrates no tenía más que un Demonio prohibitivo; el mío es gran afirmador, el mío es Demonio de acción, Demonio de combate.
Su voz, pues, me cuchicheaba esto: «Sólo es igual a otro quien lo demuestra, y sólo es digno de libertad quien sabe conquistarla.»
Inmediatamente me arrojé sobre mi mendigo. De un solo puñetazo le hinché un ojo, que en un segundo se volvió del tamaño de una pelota. Me partí una uña al romperle dos dientes, y como no me sentía con fuerza bastante, porque soy delicado de nacimiento y me he ejercitado poco en el boxeo, para matar al viejo con rapidez, le cogí con una mano por la solapa del vestido, le agarré del pescuezo con la otra y empecé a sacudirle vigorosamente la cabeza contra la pared. He de confesar que antes había inspeccionado los alrededores en una ojeada, para comprobar que en aquel arrabal desierto me encontraba, por tiempo bastante largo, fuera del alcance de todo agente de policía.
Como en seguida, de un puntapié en la espalda, bastante enérgico para romperle los omoplatos, acogotara al débil sexagenario, me apoderé de una gruesa rama que estaba caída y le golpeé con la energía obstinada de los cocineros que quieren ablandar un biftec.
De repente -¡Oh milagro!, ¡oh goce del filósofo que comprueba lo excelente de su teoría!- vi que la vieja armazón de huesos se volvía, se levantaba con energía, que nunca hubiera sospechado yo en máquina tan descompuesta, y con una mirada de odio que me pareció de buen agüero, el decrépito malandrín se me echó encima, me hinchó ambos ojos, me rompió cuatro dientes, y con la misma rama me sacudió leña en abundancia. Con mi enérgica medicación le había devuelto el orgullo y la vida.
Hícele señas entonces, para darle a entender que yo daba por terminada la discusión, y, levantándome tan satisfecho como un sofista del Pórtico, le dije: «¡Señor mío, es usted igual a mí! Concédame el honor de compartir conmigo mi bolsa; y acuérdese, si es filántropo de veras, que a todos sus colegas, cuando la pidan limosna, hay que aplicarles la teoría que he tenido el dolor de ensayar en sus espaldas.»
Me juró que se daba cuenta de mi teoría y que sería obediente a mis consejos.
L
Los perros buenos
A M. Joseph Stevens.
Nunca me avergoncé, ni aun delante de los escritores jóvenes de mi siglo, de admirar a Buffon; mas hoy no he de llamar en mi ayuda al alma de ese pintor de la Naturaleza pomposa. No.
De más buena gana me dirigiría a Sterne, para decirle: «¡Baja del Cielo, o sube hasta mí de los Campos Elíseos, para inspirarme en favor de los perros buenos, de los pobres perros, un canto digno de ti, sentimental, bromista, bromista incomparable! Vuelve a horcajadas en el asno famoso que te acompaña siempre en la memoria de la posteridad; y, sobre todo, que no se lo olvide al asno traer, delicadamente suspenso entre sus labios, el inmortal macarrón!»
¡Atrás la musa académica! Nada quiero con semejante vieja gazmoña. Invoco a la musa familiar, a la ciudadana, a la viva, para que me ayude a cantar a los perros buenos, a los pobres perros, a los perros sucios, a los que todos echan, como a pestíferos y piojosos, excepto el pobre con quien se han asociado y el poeta que los mira con ojos fraternos.
¡Malhaya el perro hermosote, el gordo cuadrúpedo, danés, king-charles, dogo o faldero, tan encantado consigo mismo, que se lanza indiscretamente a las piernas o a las rodillas del visitante, como si estuviera seguro de agradar, turbulento como un niño, necio como una loreta, a veces arisco e insolente como un criado! ¡Malhayan sobre todo esas serpientes de cuatro patas, temblorosas y desocupadas, que se llaman galgos, y que ni siquiera dan albergue en su hocico puntiagudo al suficiente olfato para seguirle la pista a un amigo, ni en la cabeza plana la inteligencia bastante para jugar al dominó!
¡A la perrera todos esos aburridos parásitos!
¡Vuélvanse a la perrera sedosa y mullida! Yo canto al perro sucio, al perro pobre, al perro sin domicilio, al perro corretón, al perro saltimbanqui, al perro cuyo instinto, como el del pobre, el del gitano y el del histrión, está maravillosamente aguijado por la necesidad, madre tan buena, verdadera patrona de las inteligencias!
Canto a los perros calamitosos, ya sean de los que van errantes, solitarios, por los barrancos sinuosos de las inmensas ciudades, ya de los que dijeron al hombre abandonado con ojos pestañeantes e ingeniosos: «Llévame contigo, y con nuestras dos miserias haremos acaso una especie de felicidad.»
«¿Adónde van los perros? -decía, años ha, Néstor Roqueplán en un folletón inmortal que ha olvidado sin duda, y del cual puede ser que sólo Sainte-Beuve y yo nos acordemos hoy todavía.»
¿Adónde van los perros, preguntáis, hombres sin atención? Van a sus quehaceres.
Citas de negocios, citas de amor. A través de la bruma, a través de la nieve, a través del barro, bajo la canícula que muerde, bajo la lluvia que chorrea, van, vienen, trotan, pasan por debajo de los coches, excitados por las pulgas, la pasión, la necesidad o el deber. Como nosotros, se levantaron de mañanita y se buscan la vida o corren a sus quehaceres.
Los hay que duermen en una ruina de suburbio, y vienen, un día y otro, a hora fija, a reclamar la espórtula a la entrada de una cocina del Palais Royal; otros que acuden en tropel, desde más de cinco leguas, para compartir la comida que les preparó la caridad de ciertas doncellas sexagenarias, que entregan a los animales el corazón desocupado, porque los hombres ya no lo quieren.
Otros que, como negros cimarrones, enloquecidos de amor, dejan en ciertos días su vivienda para venir a la ciudad a corretear durante una hora en derredor de una perra guapa, algo negligente de su tocado, pero altanera y agradecida.
Y todos son puntualísimos, sin cuadernos, notas ni carteras.
¿Conocéis; Bélgica, la perezosa, y habéis admirado, como yo, a esos perros vigorosos enganchados a la carretilla de los carniceros, de la lechera, del panadero, y que demuestran con sus ladridos triunfantes el placer orgulloso que sienten al rivalizar con los caballos?
¡Mirad ahora a dos que pertenecen a un orden más civilizado todavía! Permitidme que os introduzca en el cuarto del saltimbanqui ausente. Una cama, de madera pintada, sin cortinas; unas mantas que arrastran, mancilladas por las chinches; dos sillas de paja, una estufa de hierro, uno o dos instrumentos de música, descompuestos. ¡Qué triste mobiliario! Pero mirad, os lo ruego, aquellos dos personajes inteligentes, vestidos con trajes a la vez raídos y suntuosos, con gorros de trovador o de militar, que vigilan con atención de brujos la obra sin nombre puesta a cocer en la estufa encendida, con una larga cuchara en medio, que se yergue, plantada como uno de esos mástiles anuncio de edificio terminado.
¿No será justo que comediantes tan celosos no se pongan en camino sin echarse al estómago el lastre de una sopa fuerte y sólida? ¿Y no perdonaréis un poco de sensualidad a esos pobretes, que han de afrontar todo el día la indiferencia del público y las injusticias de un director, que se toma la parte más abultada y se come él solo más sopa que cuatro comediantes?
¡Cuántas veces contemplé, sonriente y enternecido, a todos esos filósofos de cuatro patas, esclavos complacientes, sumisos o abnegados, que e l diccionario de la República podría calificar igualmente de oficiosos, si la República, harto ocupada de la felicidad de los hombres, tuviese tiempo para respetar el honor de los perros!
¡Y cuántas veces he pensado que habrá tal vez en alguna parte -¡quién sabe, después de todo!-, para recompensar tantos ánimos, tanta paciencia y labor, un paraíso especial para los perros buenos, para los pobres perros, para los perros sucios y desolados! ¡Swedenborg afirma que hay uno para los turcos y otro para los holandeses!
Los pastores de Virgilio y de Teócrito esperaban, en premio de sus cantos alternativos, un buen queso, una flauta del mejor artífice o una cabra de tetas hinchadas. El poeta que ha cantado a los pobres perros tuvo por recompensa un hermoso chaleco, todo de un color, rico y marchito a la vez, que hace pensar en los soles de otoño, en la belleza de las mujeres maduras y en los veranillos de San Martín.
Ninguno de los presentes en la taberna de la calle de Villa-Hermosa olvidará la petulancia con que el pintor se despojó del chaleco en favor del poeta; también comprendió que era bueno y honrado cantar a los pobres perros.
Tal un magnífico tirano italiano, del buen siglo, ofrecía al divino Aretino ya una daga con ornato de pedrería, ya un manto de corte, a cambio de un precioso soneto o de un curioso poema satírico.
Y cuantas veces el poeta se pone el chaleco del pintor, se ve obligado a pensar en los perros buenos, en los perros filósofos, en los veranillos de San Martín y en la belleza de las mujeres muy maduras.
Epílogo
A la montaña he subido, satisfecho el corazón.
En su amplitud, desde allí, puede verse la ciudad:
un purgatorio, un infierno, burdel, hospital, prisión.
Florece como una flor allí toda enormidad.
Tú ya sabes, ¡oh Satán, patrón de mi alma afligida,
que yo no subí a verter lágrimas de vanidad.
Como el viejo libertino busca a la vieja querida,
busqué a la enorme ramera que me embriaga como un vino,
que con su encanto infernal rejuvenece mi vida.
Ya entre las sábanas duermas de tu lecho matutino,
de pesadez, de catarro, de sombra, o ya te engalanes
con los velos de la tarde recamados de oro fino,
te amo, capital infame. Vosotras, ¡oh cortesanas!,
y vosotros, ¡oh bandidos!, brindáis a veces placeres
que nunca comprende el necio vulgo de gentes profanas.
o Petits Poèmes en Prose
LE SPLEEN DE PARIS O PETITS POEMES EN PROSE 90
A ARSÈNE HOUSSAYE 91
I L'ETRANGER 92
II LE DESESPOIR DE LA VIEILLE 93
III LE CONFITEOR DE L'ARTISTE 94
IV UN PLAISANT 95
V LA CHAMBRE DOUBLE 96
VI CHACUN SA CHIMERE 98
VII LE FOU ET LA VENUS 99
VIII LE CHIEN ET LE FLACON 100
IX LE MAUVAIS VITRIER 101
X A UNE HEURE DU MATIN 103
XI LA FEMME SAUVAGE 104
XII LES FOULES 106
XIII LES VEUVES 107
XIV LE VIEUX SALTIMBANQUE 109
XV LE GATEAU 111
VI L'HORLOGE 113
XVII UN HEMISPHERE DANS UNE CHEVELURE 114
XVIII L'INVITATION AU VOYAGE 115
XIX LE JOUJOU DU PAUVRE 117
XX LES DONS DES FEES 118
XXI LES TENTATIONS OU EROS, PLUTUS ET LA GLOIRE 120
XXII LE CREPUSCULE DU SOIR 122
XXIII LA SOLITUDE 124
XXIV LES PROJETS 125
XXV LA BELLE DOROTHEE 127
XXVI LES YEUX DES PAUVRES 129
XXVII UNE MORT HEROÏQUE 131
XXVIII LA FAUSSE MONNAIE 134
XXIX LE JOUEUR GENEREUX 136
XXX LA CORDE 138
XXXI LES VOCATIONS 141
XXXII LE THYRSE 144
XXXIII ENIVREZ-VOUS 145
XXXIV DEJA 146
XXXV LES FENETRES 147
XXXVI LE DESIR DE PEINDRE 148
XXXVII LES BIENFAITS DE LA LUNE 149
XXXVIII LAQUELLE EST LA VRAIE ? 150
XXXIX UN CHEVAL DE RACE 151
XL LE MIROIR 152
XLI LE PORT 153
XLII PORTRAITS DE MAITRESSES 154
XLIII LE GALANT TIREUR 157
XLIV LA SOUPE ET LES NUAGES 158
XLV LE TIR ET LE CIMETIERE 159
XLVI PERTE D'AUREOLE 160
XLVII MADEMOISELLE BISTOURI 161
XLVIII N'IMPORTE OU HORS DU MONDE 163
XLIX ASSOMMONS LES PAUVRES ! 164
L LES BONS CHIENS 166
EPILOGUE 169
A Arsène Houssaye
Mon cher ami, je vous envoie un petit ouvrage dont on ne pourrait pas dire, sans injustice, qu'il n'a ni queue, ni tête, puisque tout, au contraire y est à la fois tête et queue, alternativement et réciproquement. Considérez, je vous prie, quelles admirables commodités cette combinaison nous offre à tous, à vous, à moi et au lecteur. Nous pouvons couper où nous voulons, moi ma rêverie vous le manuscrit, le lecteur sa lecture. Enlevez une vertèbre, et les deux morceaux de cette tortueuse fantaisie se rejoindront sans peine. Hachez-la en nombreux fragments, et vous verrez que chacun peut exister à part. Dans l'espérance que quelques-uns de ces tronçons seront assez vivants pour vous plaire et vous amuser, j'ose vous dédier l'ensemble du serpent. J'ai une petite confession à vous faire. C'est en feuilletant, pour la vingtième fois au moins, le fameux Gaspard de la nuit d'Aloysius Bertrand (un livre connu de vous, de moi, et de quelques-uns de nos amis, n'a-t-il pas tous les droits d'être appelé fameux ?), que l'idée m'est venue de tenter quelque chose d'analogue, et d'appliquer à la description de la vie moderne, ou plutôt d'une vie moderne et plus abstraite, le procédé qu'il avait appliqué à la peinture de la vie ancienne, si étrangement pittoresque. Quel est celui de nous qui n'a pas, dans ses jours d'ambition, rêvé le miracle d'une prose poétique, musicale sans rythme et sans rime, assez souple et assez heurtée pour s'adapter aux mouvements lyriques de l'âme, aux ondulations de la rêverie, aux soubresauts de la conscience ? C'est surtout de la fréquentation des villes énormes, c'est du croisement de leurs innombrables rapports que naît cet idéal obsédant.
I
L'étranger
Qui aimes-tu le mieux, homme énigmatique, dis ? Ton père, ta mère, ta soeur ou ton frère?
- Je n'ai ni père, ni mère, ni soeur, ni frère.
- Tes amis ?
- Vous vous servez là d'une parole dont le sens m'est restée jusqu'à ce jour inconnu.
- Ta patrie ?
- J'ignore sous quelle latitude elle est située.
- La beauté ?
- Je l'aimerais volontiers, déesse et immortelle.
- L'or ?
- Je le hais comme vous haïssez Dieu.
- Eh ! qu'aimes-tu donc, extraordinaire étranger ?
- J'aime les nuages. Les nuages qui passent... là-bas...là-bas les merveilleux nuages !
II
Le désespoir de la vieille
La petite vieille ratatinée se sentit toute réjouie en voyant ce joli enfant à qui chacun faisait fête, à qui tout le monde voulait plaire ; ce joli être si fragile comme elle, la petite vieille, et, comme elle aussi, sans dents et sans cheveux. Et elle s'approcha de lui, voulant lui faire des risettes et des mines agréables. Mais l'enfant épouvanté se débattait sous les caresses de la bonne femme décrépite, et remplissait la maison de ses glapissements. Alors la bonne vieille se retira dans sa solitude éternelle, et elle pleurait dans un coin, se disant : - " Ah ! pour nous, malheureuses vieilles femelles, l'âge est passé de plaire, même aux innocents ; et nous faisons horreur aux petits enfants que nous voulons aimer.
III
Le confiteor de l'artiste
Que les fins de journées d'automne sont pénétrantes ! Ah ! pénétrantes jusqu'à la douleur ! car il est de certaines sensations délicieuses dont le vague n'exclut pas l'intensité ; et il n'est pas de pointe plus acérée que celle de l'infini. Grand délice que celui de noyer son regard dans l'immensité du ciel et de la mer ! Solitude, silence, incomparable chasteté de l'azur ! une petite voile frissonnante à l'horizon, et qui, par sa petitesse et son isolement, imite mon irrémédiable existence, mélodie monotone de la houle, toutes ces choses pensent par moi, ou je pense par elles ( car dans la grandeur de la rêverie, le moi se perd vite !) ; elles pensent, dis-je, mais musicalement et pittoresquement, sans arguties, sans syllogismes, sans déductions. Toutefois, ces pensées, qu'elles sortent de moi ou s'élancent des choses, deviennent bientôt trop intenses. L'énergie dans la volupté crée un malaise et une souffrance positives. Mes nerfs trop tendus ne donnent plus que des vibrations criardes et douloureuses. Et maintenant la profondeur du ciel me consterne; sa limpidité m'exaspère. L'insensibilité de la mer, l'immuabilité du spectacle, me révoltent... Ah ! faut-il éternellement souffrir, ou fuir éternellement le beau ? Nature enchanteresse sans pitié, rivale toujours victorieuse, laisse-moi ! Cesse de tenter mes désirs et mon orgueil ! L'étude du beau est un duel où l'artiste crie de frayeur avant d'être vaincu.
IV
Un plaisant
C'était l'explosion du nouvel an : chaos de boue et de neige, traversé de mille carrosses, étincelant de joujoux et de bonbons, grouillant de cupidités et de désespoirs, délire officiel d'une grande ville fait pour troubler le cerveau du solitaire le plus fort. Au milieu de ce tohu-bohu et de ce vacarme, un âne trottait vivement, harcelé par un malotru armé d'un fouet. Comme l'âne allait tourner l'angle d'un trottoir, un beau monsieur ganté, verni, cruellement cravaté et emprisonné dans des habits tout neufs, s'inclina cérémonieusement devant l'humble bête, et lui dit, en ôtant son chapeau : " je vous la souhaite bonne et heureuse ! " puis se retourna vers je ne sais quels camarades avec un air de fatuité, comme pour les prier d'ajouter leur approbation à son contentement. L'âne ne vit pas ce beau plaisant, et continua de courir avec zèle où l'appelait son devoir. Pour moi,je fus pris subitement d'une incommensurable rage contre ce magnifique imbécile, qui me parut concentrer en lui tout l'esprit de la France.
V
La chambre double
Une chambre qui ressemble à une rêverie, une chambre véritablement spirituelle, où l'atmosphère stagnante est légèrement teintée de rose et de bleu. L'âme y prend un bain de paresse, aromatisé par le regret et le désir. - c'est quelque chose de crépusculaire, de bleuâtre et de rosâtre ; un rêve de volupté pendant une éclipse. Les meubles ont des formes allongés, prostrées, alanguies. Les meubles ont l'air de rêver ; on les dirait doués d'une vie somnambulique, comme le végétal et le minéral. Les étoffes parlent une langue muette, comme les fleurs, comme les ciels, comme les soleils couchants. Sur les murs nulle abomination artistique. Relativement au rêve pur, à l'impression non analysée, l'art défini, l'art positif est un blasphème. Ici, tout a la suffisante clarté et la délicieuse obscurité de l'harmonie. Une senteur infinitésimale du choix le plus exquis à laquelle se mêle une très légère humidité nage dans cette atmosphère, où l'esprit sommeillant est bercé par des sensations de serre chaude. La mousseline pleut abondamment devant fenêtres et devant le lit ; elle s'épanche en cascades neigeuses. Sur ce lit est couchée l'idole, la souveraine des rêves. Mais comment est-elle ici ? Qui l'a amenée ? quel pouvoir magique l'a installée sur ce trône de rêverie et de volupté ? Qu'importe ? la voilà ! je la reconnais. Voilà bien ces yeux dont la flamme traverse le crépuscule ; ces subtiles et terribles mirettes, que je reconnais à leur effrayante malice ! Elles attirent, elles subjuguent, elles dévorent le regard de l'imprudent qui les contemple. Je les ai souvent étudiées, ces étoiles noires qui commandent la curiosité et l'admiration. A quel démon bienveillant dois-je d'être ainsi entouré de mystère, de silence, de paix et de parfums ? O béatitude ! ce que nous nommons généralement la vie, même dans son expansion la plus heureuse, n'a rien de commun avec cette vie suprême dont j'ai maintenant connaissance et que je savoure minute par minute, seconde par seconde ! Non! il n'est plus de minutes, il n'est plus de secondes ! Le temps a disparu ; c'est l'éternité qui règne, une éternité de délices. Mais un coup terrible, lourd, a retenti à la porte, et, comme dans les rêves infernaux, il m'a semblé que je recevais un coup de pioche dans l'estomac. Et puis un spectre est entré. C'est un huissier qui vient me torturer au nom de la loi ; une infâme concubine qui vient crier misère et ajouter les trivialités de sa vie aux douleurs de la mienne ; ou bien le saute-ruisseau d'un directeur de journal qui réclame la suite du manuscrit. La chambre paradisiaque, l'idole, la souveraine des rêves, la Sylphide, comme disait le grand René, toute cette magie a disparu au coup brutal frappé par le spectre. Horreur! je me souviens! je me souviens! Oui! ce taudis, ce séjour de l'éternel ennui, est bien le mien. Voici les meubles sots, poudreux, écornés : la cheminée sans flamme et sans braise souillée de crachats ; les tristes fenêtres où la pluie a tracé des sillons dans la poussière ; les manuscrits, raturés ou incomplets ; l'almanach où le crayon a marqué les dates sinistres. Et ce parfum d'un autre monde, dont je m'enivrais avec une sensibilité perfectionnée, hélas ! il est remplacé par une fétide odeur de tabac mêlée à je ne sais quelle nauséabonde moisissure. On respire ici maintenant le ranci de la désolation. Dans ce monde étroit, mais si plein de dégoût, un seul objet connu me sourit : la fiole de laudanum ; une vieille et terrible amie ; comme toutes les amies, hélas! féconde en caresses et en traîtrises. Oh ! oui ! le temps a reparu ; le temps règne en souverain maintenant, et avec le hideux vieillard est revenu tout son démoniaque cortège de souvenirs, de regrets, de spasmes, de peurs, d'angoisses, de cauchemars, de colères et de névroses. Je vous assure que les secondes maintenant sont fortement et solennellement accentuées, et chacune, en jaillissant de la pendule, dit : "je suis la vie, l'insupportable, l'implacable vie !" Il n'y a qu'une seconde dans la vie humaine qui ait mission d'annoncer une bonne nouvelle, la bonne nouvelle qui cause à chacun une inexplicable peur. Oui! le temps règne; il a repris sa brutale dictature. Et il me pousse, comme si j'étais un boeuf, avec son double aiguillon. - "Et hue donc! bourrique! sue donc, esclave! vis donc, damné!"
VI
Chacun sa chimère
Sous un grand ciel gris, dans une grande plaine poudreuse, sans chemin, sans gazon, sans un chardon, sans une ortie, je rencontrai plusieurs hommes qui marchaient courbés. Chacun d'eux portait sur son dos une énorme chimère, aussi lourde qu'un sac de farine ou de charbon, ou le fourniment d'un fantassin romain. Mais la monstrueuse bête n'était pas un poids inerte ; au contraire, elle enveloppait et opprimait l'homme de ses muscles élastiques et puissants ; elle s'agrafait avec ses deux vastes griffes à la poitrine de sa monture ; et sa tête fabuleuse surmontait le front de l'homme, comme un de ces casques horribles par lesquels les anciens guerriers espéraient ajouter à la terreur de l'ennemi. Je questionnai l'un de ces hommes, et je lui demandai où ils allaient ainsi. Il me répondit qu'il n'en savait rien, ni lui, ni les autres ; mais qu'évidemment ils allaient quelque part, puisqu'ils étaient poussés par un invincible besoin de marcher. Chose curieuse à noter : aucun de ces voyageurs n'avait l'air irrité contre la bête féroce suspendue à son cou et collée à son dos ; on eût dit qu'il la considérait comme faisant partie de lui-même. Tous ces visages fatigués et sérieux ne témoignaient d'aucun désespoir ; sous la coupole spleenétique du ciel, les pieds plongés dans la poussière d'un sol aussi désolé que ce ciel, ils cheminaient avec la physionomie résignée de ceux qui sont condamnés à espérer toujours. Et le cortège passa à côté de moi et s'enfonça dans l'atmosphère de l'horizon, à l'endroit où la surface arrondie de la planète se dérobe à la curiosité du regard humain. Et pendant quelques instants je m'obstinai à vouloir comprendre ce mystère ; mais bientôt l'irrésistible indifférence s'abattit sur moi, et j'en fus plus lourdement accablé qu'ils ne l'étaient eux-mêmes par leurs écrasantes chimères.
VII
Le Fou et la Vénus
Quelle admirable journée ! Le vaste parc se pâme sous l'oeil brûlant du soleil, comme la jeunesse sous la domination de l'amour. L'extase universelle des choses ne s'exprime par aucun bruit; les eaux elles-mêmes sont comme endormies. Bien différentes des fêtes humaines, c'est ici une orgie silencieuse. On dirait qu'une lumière toujours croissante fait de plus en plus étinceler les objets ; que les fleurs excitées brûlent du désir de rivaliser avec l'azur du ciel par l'énergie de leurs couleurs, et que la chaleur, rendant visibles les parfums, les fait monter vers l'astre, comme des fumées. Cependant, dans cette jouissance universelle, j'ai aperçu un être affligé. Aux pieds d'une colossale Vénus, un de ces fous artificiels, un de ces bouffons volontaires chargés de faire rire les rois quand le remords ou l'ennui les obsède, affublé d'un costume éclatant et ridicule, coiffé de cornes et de sornettes, tout ramassé contre le piédestal, lève des yeux pleins de larmes vers l'immortelle déesse. Et ses yeux disent : "je suis le dernier et le plus solitaire des humains, privé d'amour et d'amitié, et bien inférieur en cela au plus imparfait des animaux. Cependant je suis fait, moi aussi, pour comprendre et sentir l'immortelle beauté ! Ah ! déesse ! Ayez pitié de ma tristesse et de mon délire. Mais l'implacable Vénus regarde au loin je ne sais quoi avec ses yeux de marbre.
VIII
Le chien et le flacon
Mon beau chien, mon bon chien, mon cher toutou, approchez et venez respirer un excellent parfum acheté chez le meilleur parfumeur de la ville et le chien, en frétillant de la queue, ce qui est, je crois, chez ces pauvres êtres, le signe correspondant du rire et du sourire, s'approche et curieusement son nez humide sur le flacon débouché ; puis, reculant soudainement avec effroi, il aboie contre moi, en manière de reproche. Ah ! misérable chien, si je vous avais offert un paquet d'excréments, vous l'auriez flairé avec délices et peut-être dévoré. Ainsi, vous-même, indigne compagnon de ma triste vie, vous ressemblez au public, à qui il ne faut jamais présenter des parfums délicats qui l'exaspèrent, mais des ordures soigneusement choisies.
IX
Le mauvais vitrier
Il y a des natures purement contemplatives et tout à fait impropres à l'action qui cependant, sous une impulsion mystérieuse et inconnue, agissent quelquefois avec une rapidité dont elles se seraient crues elles-mêmes incapables. Tel qui, craignant de trouver chez son concierge une nouvelle chagrinante, rôde lâchement devant sa porte sans oser rentrer, tel qui garde quinze jours une lettre sans la décacheter, ou ne se résigne qu'au bout de six mois à opérer une démarche nécessaire depuis un an, se sentent quelquefois brusquement précipités vers l'action par une force irrésistible comme la flèche d'un arc. Le moraliste et le médecin, qui prétendent tout savoir, ne peuvent pas expliquer d'où vient si subitement une si folle énergie à ces âmes paresseuses et voluptueuses, et comment, incapables d'accomplir les choses les plus simples et les plus nécessaires, elles trouvent à une certaine minute un courage de luxe pour exécuter les actes LES PLUS absurdes et souvent même LES PLUS dangereux. Un de mes amis, le plus inoffensif rêveur qui ait existé, a mis une fois le feu à une forêt pour voir, disait-il, si le feu prenait avec autant de facilité qu'on l'affirme généralement. Dix fois de suite, l'expérience manqua ; mais, à la onzième, elle réussit beaucoup trop bien. Un autre allumera un cigare à côté d'un tonneau de poudre, pour voir, pour savoir, pour tenter la destinée, pour se contraindre lui-même à faire preuve d'énergie, pour faire le joueur, pour connaître les plaisirs de l'anxiété, pour rien, par caprice, par désoeuvrement. C'est une espèce d'énergie qui jaillit de l'ennui et de la rêverie ; et ceux en qui elle se manifeste si inopinément sont, en général, comme je l'ai dit, les plus indolents et les plus rêveurs des êtres. Un autre, timide à ce point qu'il baisse les yeux même devant les regards des hommes, à ce point qu'il lui faut rassembler toute sa pauvre volonté pour entrer dans un café ou passer devant le bureau d'un théâtre, où les contrôleurs lui paraissent investis de la majesté de Minos, d'Eaque et de Rhadamanthe, sautera brusquement au cou d'un vieillard qui passe à côté de lui et l'embrassera avec enthousiasme devant la foule étonnée. Pourquoi ? parce que... parce que cette physionomie lui était irrésistiblement symphatique ? peut-être ; mais il est plus légitime de supposer que lui-même il ne sait pas pourquoi. J'ai été plus d'une fois victime de ces crises et de ces élans, qui nous autorisent à croire que des démons malicieux se glissent en nous et nous font accomplir, à notre insu, leurs plus absurdes volontés. Un matin je m'étais levé maussade, triste, fatigué d'oisiveté, et poussé me semblait - il, à faire quelque chose de grand, une action d'éclat ; et j'ouvris la fenêtre, hélas ! ( observez, je vous prie, que l'esprit de mystification qui, chez quelques personnes, n'est pas le résultat d'un travail ou d'une combinaison, mais d'une inspiration fortuite, participe beaucoup, ne fût-ce que par l'ardeur du désir, de cette humeur, hystérique selon les médecins, satanique selon ceux qui pensent un peu mieux que les médecins, qui nous pousse sans résistance vers une foule d'actions dangereuses ou inconvenantes La première personne que j'aperçus dans la rue, ce fut un vitrier dont le cri perçant, discordant, monta jusqu'à moi à travers la lourde et sale atmosphère parisienne. Il me serait d'ailleurs impossible de dire pourquoi je fus pris à l'égard de ce pauvre homme, d'une haine aussi soudaine que despotique. "- Hé! hé!" et je lui criai de monter. Cependant je réfléchissais non sans quelque gaieté, que, la chambre étant au sixième étage et l'escalier fort étroit, l'homme devait éprouver quelque peine à opérer son ascension et accrocher en maints endroits les angles de sa fragile marchandise. Enfin il parut ; j'examinai curieusement toutes ses vitres, et je lui dis : "Comment ? vous n'avez pas de verres de couleur ? des verres roses, rouges, bleus, des vitres magiques, des vitres de paradis ? imprudent que vous êtes, vous osez vous promener dans des quartiers pauvres, et vous n'avez pas même de vitres qui fassent voir la vie en beau !" Et je le poussai vivement dans l'escalier, où il trébucha en grognant. Je m'approchai du balcon et je me saisis d'un petit pot de fleurs, et quand l'homme reparut au débouché de la porte, je laissai tomber perpendiculairement mon engin de guerre sur le rebord postérieur de ses crochets ; et le choc le renversant, il acheva de briser sous son dos toute sa pauvre fortune ambulatoire qui rendit le bruit éclatant d'un palais de cristal crevé par la foudre. Et, ivre de ma folie, je lui criai furieusement : " La vie en beau ! la vie en beau ! " Ces plaisanteries nerveuses ne sont pas sans péril, et on peut souvent les payer cher. Mais qu'importe l'éternité de la damnation à qui a trouvé dans une seconde l'infini de la jouissance ?
X
A une heure du matin
Enfin ! seul ! On n'entend plus que le roulement de quelques fiacres attardés et éreintés. Pendant quelques heures, nous possèderons le silence, le repos. Enfin ! la tyrannie de la face humaine a disparu, et je ne souffrirai plus que par moi-même. Enfin ! il m'est donc permis de me délasser dans un bain de ténèbres ! D'abord, un double tour à la serrure. Il me semble que ce tour de clef augmentera ma solitude et fortifiera les barricades qui me séparent actuellement du monde. Horrible vie ! Horrible ville ! Récapitulons la journée : avoir vu plusieurs hommes de lettres, dont l'un m'a demandé si l'on pouvait aller en Russie par voie de terre ( il prenait sans doute la Russie pour une île ); avoir disputé généreusement contre le directeur d'une revue, qui à chaque objection répondait : "C'est ici le parti des honnêtes gens", ce qui implique que tous les autres journaux sont rédigés par des coquins ; avoir salué une vingtaine de personnes, dont quinze me sont inconnues ; avoir distribué des poignées de main dans la même proportion, et cela sans avoir pris la précaution d'acheter des gants ; être monté pour tuer le temps, pendant une averse, chez une sauteuse qui m'a prié de lui dessiner un costume de Vénustre ; avoir fait ma cour à un directeur de théâtre, qui m'a dit en me congédiant : " Vous feriez peut-être bien de vous adresser à Z... ; c'est le plus lourd, le plus sot et le plus célèbre de tous mes auteurs ; avec lui vous pourriez peut-être aboutir à quelque chose. Voyez- le, et puis nous verrons " ; m'être vanté ( pourquoi ? ) de plusieurs vilaines actions que je n'ai jamais commises, et avoir lâchement nié quelques autres méfaits que j'ai accomplis avec joie, délit de fanfaronnade, crime de respect humain ; avoir refusé à un ami un service facile, et donné une recommandation écrite à un parfait drôle ; ouf ! est-ce bien fini ? Mécontent de tous et mécontent de moi, je voudrais bien me racheter et m'enorgueillir un peu dans le silence et la solitude de la nuit. Ames de ceux que j'ai aimés, âmes de ceux que j'ai chantés, fortifiez - moi, soutenez - moi, éloignez de moi le mensonge et les vapeurs corruptrices du monde ; et vous, seigneur mon dieu ! accordez-moi la grâce de produire quelques beaux vers qui me prouvent à moi-même que je ne suis pas le dernier des hommes, que je ne suis pas inférieur à ceux que je méprise !
XI
La Femme sauvage
" Vraiment, ma chère, vous me fatiguez sans mesure et sans pitié ; on dirait, à vous entendre soupirer, que vous souffrez plus que les glaneuses sexagénaires et que les vieilles mendiantes qui ramassent des croûtes de pain à la porte des cabarets. O si au moins vos soupirs exprimaient le remords, ils vous feraient quelque honneur ; mais ils ne traduisent que la satiété du bien-être et l'accablement du repos. Et puis, vous ne cessez de vous répandre en paroles inutiles : " Aimez - moi bien ! j'en ai tant besoin ! Consolez - moi par-ci, caressez - moi par là !" Tenez, je veux essayer de vous guérir ; nous en trouverons peut- être le moyen, pour deux sols, au milieu d'une fête, et sans aller bien loin. " Considérons bien, je vous prie, cette solide cage de fer derrière laquelle s'agite, hurlant comme un damné, secouant les barreaux comme un orang-outang exaspéré par l'exil, imitant, dans la perfection, tantôt les bonds circulaires du tigre, tantôt les dandinements stupides de l'ours blanc, ce monstre poilu dont la forme imite assez vaguement la vôtre. " Ce monstre est un de ces animaux qu'on appelle généralement " mon ange ! " c'est-à-dire une femme. L'autre monstre, celui qui crie à tue-tête, un bâton à la main, est un mari. Il a enchaîné sa femme légitime comme une bête, et il la montre dans les faubourgs, les jours de foire, avec permission des magistrats, cela va sans dire. " Faites bien attention ! Voyez avec quelle voracité ( non simulée peut-être ! ) elle déchire des lapins vivants et des volailles piaillantes que lui jette son cornac. " Allons, dit- il, il ne faut pas manger tout son bien en un jour ", et, sur cette sage parole, il lui arrache cruellement la proie, dont les boyaux dévidés restent un instant accrochés aux dents de la bête féroce, de la femme, veux - je dire. " Allons ! un bon coup de bâton pour la calmer ! car elle darde des yeux terribles de convoitise sur la nourriture enlevée. Grand Dieu ! le bâton n'est pas un bâton de comédie, avez-vous entendu résonner la chair, malgré le poil postiche ? Aussi les yeux lui sortent maintenant de la tête, elle hurle plus naturellement. Dans sa rage, elle étincelle tout entière, comme le fer qu'on bat. " Telles sont les moeurs conjugales de ces deux descendants d'Eve et d'Adam, ces oeuvres de vos mains, ô mon Dieu ! Cette femme est incontestablement malheureuse, quoique après tout, peut-être, les jouissances titillantes de la gloire ne lui soient pas inconnues. Il y a des malheurs plus irrémédiables, et sans compensation. Mais dans le monde où elle a été jetée, elle n'a jamais pu croire que la femme méritait une autre destinée. Maintenant, à nous deux, chère précieuse! A voir les enfers dont le monde est peuplé, que voulez-vous que je pense de votre joli enfer, vous qui ne reposez que sur des étoffes aussi douces que votre peau, qui ne mangez que de la viande cuite, et pour qui un domestique habile prend soin de découper les morceaux ? Et que peuvent signifier pour moi tous ces petits soupirs qui gonflent votre poitrine parfumée, robuste coquette ? Et toutes ces affectations apprises dans les livres, et cette infatigable mélancolie, faite pour inspirer au spectateur un tout autre sentiment que la pitié ? En vérité, il me prend quelquefois envie de vous apprendre ce que c'est que le vrai malheur. " A vous voir ainsi, ma belle délicate, les pieds dans la fange et les yeux tournés vaporeusement vers le ciel, comme pour lui demander un roi, on dirait vraisemblablement une jeune grenouille qui invoquerait l'idéal. Si vous méprisez le soliveau ( ce que je suis maintenant, comme vous savez bien ), gare la grue qui vous croquera, vous gobera et vous tuera à son plaisir ! " Tant poète que je sois, je ne suis pas aussi dupe que vous voudriez le croire, et si vous me fatiguez trop souvent de vos précieuses pleurnicheries, je vous traiterai en femme sauvage, ou je vous jetterai par la fenêtre, comme une bouteille vide.
XII
Les Foules
Il n'est pas donné à chacun de prendre un bain de multitude : jouir de la foule est un art ; celui-là seul peut faire, aux dépens du genre humain, une ribote de vitalité, à qui une fée a insufflé dans son berceau le goût du travestissement et du masque, la haine du domicile et la passion du voyage. Multitude, solitude : termes égaux et convertibles par le poète actif et fécond. Qui ne sait pas peupler sa solitude, ne sait pas non plus être seul dans une foule affairée. Le poète jouit de cet incomparable privilège, qu'il peut à sa guise être lui-même et autrui. comme ces âmes errantes qui cherchent un corps, il entre, quand il veut, dans le personnage de chacun. Pour lui seul, tout est vacant ; et si de certaines places paraissent lui être fermées, c'est qu'à ses yeux elles ne valent pas la peine d'être visitées. Le promeneur solitaire et pensif tire une singulière ivresse de cette universelle communion. celui-là qui épouse facilement la foule connaît des jouissances fiévreuses, dont seront éternellement privés l'égoïste, fermé comme un coffre, et le paresseux, interné comme un mollusque. Il adopte comme siennes toutes les professions, toutes les joies et toutes les misères que la circonstance lui présente. Ce que les hommes nomment amour est bien petit, bien restreint et bien faible, comparé à cette ineffable orgie, à cette sainte prostitution de l'âme qui se donne tout entière, poésie et charité, à l'imprévu qui se montre, à l'inconnu qui passe. Il est bon d'apprendre quelquefois aux heureux de ce monde, ne fût-ce que pour humilier un instant leur sot orgueil, qu'il est des bonheurs supérieurs au leur, plus vastes et plus raffinés. Les fondateurs de colonies, les pasteurs de peuples, les prêtres missionnaires exilés au bout du monde, connaissent sans doute quelque chose de ces mystérieuses ivresses ; et, au sein de la vaste famille que leur génie s'est faite, ils doivent rire quelquefois de ceux qui les plaignent pour leur fortune si agitée et pour leur vie si chaste.
XIII
Les Veuves
Vauvenargues dit que dans les jardins publics il est des allées hantées principalement par l'ambition déçue, par les inventeurs malheureux, par les gloires avortées, par les coeurs brisés, par toutes ces âmes tumultueuses et fermées, en qui grondent encore les derniers soupirs d'un orage, et qui reculent loin du regard insolent des joyeux et des oisifs. Ces retraites ombreuses sont les rendez-vous des éclopés de la vie. C'est surtout vers ces lieux que le poète et le philosophe aiment diriger leurs avides conjectures. Il y a là une pâture certaine. Car s'il est une place qu'ils dédaignent de visiter, comme je l'insinuais tout à l'heure, c'est surtout la joie des riches. Cette turbulence dans le vide n'a rien qui les attire. Au contraire, ils se sentent irrésistiblement entraïnés vers tout ce qui est faible, ruiné, contristé, orphelin. Un oeil expérimenté ne s'y trompe jamais. Dans ces traits rigides ou abattus, dans ces yeux caves et ternes, ou brillants des derniers éclairs de la lutte, dans ces rides profondes et nombreuses, dans ces démarches si lentes ou si saccadées, il déchiffre tout de suite les innombrables légendes de l'amour trompé, du dévouement méconnu, des efforts non récompensés, de la faim et du froid humblement, silencieusement supportés. Avez-vous quelquefois aperçu des veuves sur ces bancs solitaires, des veuves pauvres ? Qu'elles soient en deuil ou non, il est facile de les reconnaître. D'ailleurs, il y a toujours dans le deuil du pauvre quelque chose qui manque, une absence d'harmonie qui le rend plus navrant. Il est contraint de lésiner sur sa douleur. Le riche porte la sienne au grand complet. Quelle est la veuve la plus triste et la plus attristante, celle qui traîne à sa main un bambin avec qui elle ne peut pas partager sa rêverie, ou celle qui est tout à fait seule ? Je ne sais... Il m'est arrivé une fois de suivre pendant de longues heures une vieille affligée de cette espèce ; celle-là roide, droite, sous un petit châle usé, portait dans tout son être une fierté de stoïcienne. Elle était évidemment condamnée, par une absolue solitude, à des habitudes de vieux célibataire, et le caractère masculin de ses moeurs ajoutait un piquant mystérieux à leur austérité. Je ne sais dans quel misérable café et de quelle façon elle déjeuna. Je la suivis au cabinet de lecture ; et je l'épiai longtemps pendant qu'elle cherchait dans les gazettes, avec des yeux actifs, jadis brûlés par les larmes, des nouvelles d'un intérêt puissant et personnel. Enfin dans l'après-midi, sous un ciel d'automne charmant, un de ces ciels d'où descendent en foule les regrets et les souvenirs, elle s'assit à l'écart dans un jardin, pour entendre, loin de la foule, un de ces concerts dont la musique des régiments gratifie le peuple parisien. C'est sans doute là la petite débauche de cette vieille innocente (ou de cette vieille purifiée), la consolation bien gagnée d'une de ces lourdes journées sans ami, sans causerie, sans joie, sans confident, que Dieu laissait tomber sur elle, depuis bien des ans peut-être ! trois cent soixante-cinq fois par an. Une autre encore : Je ne puis jamais m'empêcher de jeter un regard, sinon universellement sympathique, au moins curieux, sur la foule de parias qui se pressent autour de l'enceinte d'un concert public. L'orchestre jette à travers la nuit des chants de fête, de triomphe ou de volupté. Les robes traînent en miroitant ; les regards se croisent ; les oisifs, fatigués de n'avoir rien fait, se dandinent, feignant de déguster indolemment la musique. Ici rien que de riche, d'heureux ; rien qui ne respire et n'inspire l'insouciance et le plaisir de se laisser vivre ; rien, excepté l'aspect de cette tourbe qui s'appuie là-bas sur la barrière extérieure, attrapant gratis, au gré du vent, un lambeau de musique, et regardant l'étincelante fournaise intérieure. C'est toujours quelque chose d'intéressant que ce reflet de la joie du riche au fond de l'oeil du pauvre. Mais ce jour-là, à travers ce peuple vêtu de blouses et d'indienne, j'aperçus un être dont la noblesse faisait un éclatant contaste avec toute la trivialité environnante. C'était une femme grande, majestueuse, et si noble dans tout son air, que je n'ai pas souvenir d'avoir vu sa pareille dans les collections des aristocratiques beautés du passé. Un parfum de hautaine vertu émanait de toute sa personne. Son visage, triste et amaigri, était en parfaite accordance avec le grand deuil dont elle était revêtue. Elle aussi, comme la plèbe à laquelle elle s'était mêlée et qu'elle ne voyait pas, elle regardait le monde lumineux avec un oeil profond, et elle écoutait en hochant doucement la tête. Singulière vision ! "A coup sûr, me dis-je, cette pauvreté -là, si pauvreté il y a, ne doit pas admettre l'économie sordide ; un si noble visage m'en répond. Pourquoi donc reste - t - elle volontairement dans un milieu où elle fait une tache si éclatante?" Mais en passant curieusement auprès d'elle, je crus en deviner la raison. La grande veuve tenait par la main un enfant comme elle vêtu de noir ; si modique que fût le prix d'entrée, ce prix suffisait peut-être pour payer un des besoins du petit être, mieux encore, une superfluité, un jouet. Et elle sera rentrée à pied, méditant et rêvant, seule, toujours seule ; car l'enfant est turbulent, égoïste, sans douceur et sans patience ; et il ne peut même pas, comme le pur animal, comme le chien et le chat, servir de confident aux douleurs solitaires.
XIV
Le vieux saltimbanque
Partout s'étalait, se répandait, s'ébaudissait le peuple en vacances. C'était une de ces solennités sur lesquelles, pendant un long temps, comptent les saltimbanques, les faiseurs de tours, les montreurs d'animaux et les boutiquiers ambulants, pour compenser les mauvais temps de l'année. En ces jours - là il me semble que le peuple oublie tout, la douleur et le travail ; il devient pareil aux enfants. Pour les petits c'est un jour de congé, c'est l'horreur de l'école renvoyée à vingt-quatre heures. Pour les grands c'est un armistice conclu avec les puissances malfaisantes de la vie, un répit dans la contention et la lutte universelles. L'homme du monde lui-même et l'homme occupé de travaux spirituels échappent difficilement à l'influence de ce jubilé populaire. Ils absorbent, sans le vouloir, leur part de cette atmosphère d'insouciance. Pour moi, je ne manque jamais, en vrai Parisien, de passer la revue de toutes les baraques qui se pavanent à ces époques solennelles. Elles se faisaient en vérité, une concurrence formidable : elles piaillaient, beuglaient, hurlaient. C'était un mélange de cris, de détonations de cuivre et d'explosions de fusées. Les queues-rouges et les Jocrisses convulsaient les traits de leurs visages basanés, racornis par le vent, la pluie et le soleil ; ils lançaient, avec l'aplomb des comédiens sûrs de leurs effets, des bons mots et des plaisanteries d'un comique solide et lourd comme celui de Molière. Les Hercules, fiers de l'énormité de leurs membres, sans front et sans crâne, comme les orangs-outangs, se prélassaient majestueusement sous les maillots lavés la veille pour la circonstance. Les danseuses, belles comme des fées ou des princesses, sautaient et cabriolaient sous le feu des lanternes qui remplissaient leurs jupes d'étincelles. Tout n'était que lumière, poussière, cris, joie, tumulte ; les uns dépensaient, les autres gagnaient, les uns et les autres également joyeux. Les enfants se suspendaient aux jupons de leurs mères pour obtenir quelque bâton de sucre, ou montaient sur les épaules de leurs pères pour mieux voir un escamoteur éblouissant comme un dieu. Et partout circulait, dominant tous les parfums, une odeur de friture qui était comme l'encens de cette fête. Au bout, à l'extrême bout de la rangée de baraques, comme si, honteux, il s'était exilé lui-même de toutes ces splendeurs, je vis un pauvre saltimbanque, voûté, caduc, décrépit, une ruine d'homme, adossé contre un des poteaux de sa cahute ; une cahute plus misérable que celle du sauvage le plus abruti, et dont deux bouts de chandelles, coulants et fumants, éclairaient trop bien encore la détresse. Partout la joie, le gain, la débauche ; partout la certitude du pain pour les lendemains ; partout l'explosion frénétique de la vitalité. Ici la misère absolue, la misère affublée, pour comble d'horreur, de haillons comiques, où la nécessité, bien plus que l'art, avait introduit le contraste. Il ne riait pas, le misérable ! Il ne pleurait pas, il ne dansait pas, il ne gesticulait pas, il ne criait pas ; il ne chantait aucune chanson, ni gaie, ni lamentable, il n'implorait pas. Il était muet et immobile. Il avait renoncé, il avait abdiqué. Sa destinée était faite. Mais quel regard profond, inoubliable, il promenait sur la foule et les lumières, dont le flot mouvant s'arrêtait à quelques pas de sa répulsive misère ! Je sentis ma gorge serrée par la main terrible de l'hystérie, et il me sembla que mes regards étaient offusqués par ces larmes rebelles qui ne veulent pas tomber. Que faire ? A quoi bon demander à l'infortuné quelle curiosité, quelle merveille il avait à montrer dans ces ténèbres puantes, derrière son rideau déchiqueté ? En vérité, je n'osais; et dût la raison de ma timidité vous faire rire, j'avouerai que je craignais de l'humilier. Enfin, je venais de me résoudre à déposer en passant quelque argent sur une de ses planches, espérant qu'il devinerait mon intention, quand un grand reflux de peuple, causé par je ne sais quel trouble, m'entraîna loin de lui. Et, m'en retournant, obsédé par cette vision, je cherchai à analyser ma soudaine douleur, et je me dis : Je viens de voir l'image du vieil homme de lettres qui a survécu à la génération dont il fut le brillant amuseur ; du vieux poète sans amis, sans famille, sans enfants, dégradé par sa misère et par l'ingratitude publique et dans la baraque de qui le monde oublieux ne veut plus entrer !
XV
Le Gâteau
Je voyageais. Le paysage au milieu duquel j'étais placé était d'une grandeur et d'une noblesse irrésistibles. Il en passa sans doute en ce moment quelque chose dans mon âme. Mes pensées voltigeaient avec une légèreté égale à celle de l'atmosphère ; les passions vulgaires, telles que la haine et l'amour profane, m'apparaissaient maintenant aussi éloignées que les nuées qui défilaient au fond des abîmes sous mes pieds ; mon âme me semblait aussi vaste et aussi pure que la coupole du ciel dont j'étais enveloppé ; le souvenir des choses terrestres n'arrivaient à mon coeur qu'affaibli et diminué, comme le son de la clochette des bestiaux imperceptibles qui paissaient loin, bien loin, sur le versant d'une autre montagne. Sur le petit lac immobile, noir de son immense profondeur, passait quelquefois l'ombre d'un nuage, comme le reflet du manteau d'un géant aérien volant à travers le ciel. Et je me souviens que cette sensation solennelle et rare, causée par un grand mouvement parfaitement silencieux, me remplissait d'une joie mêlée de peur. Bref, je me sentais, grâce à l'enthousiasmante beauté dont j'étais environné, en parfaite paix avec moi-même et avec l'univers ; je crois même que, dans ma parfaite béatitude et dans mon total oubli de tout le mal terrestre, j'en étais venu à ne plus trouver ridicules les journaux qui prétendent que l'homme est né bon ; quand, la matière incurable renouvelant ses exigences, je songeai à réparer la fatigue et à soulager l'appétit causés par une si longue ascension. Je tirai de ma poche un gros morceau de pain, une tasse de cuir et un flacon d'un certain élixir que les pharmaciens vendaient en temps-là aux touristes pour le mêler à l'occasion avec de l'eau de neige. Je découpais tranquillement mon pain, quand un bruit très léger me fit lever les yeux. Devant moi se tenait un petit être déguenillé, noir, ébouriffé, dont les yeux creux, farouches et comme suppliants, dévoraient le morceau de pain. Et je l'entendis soupirer, d'une voix basse et rauque, le mot : gâteau ! Je ne pus m'empêcher de rire en entendant l'appellation dont il voulait bien honorer mon pain presque blanc, et j'en coupais pour lui une belle tranche que je lui offris. Lentement il se rapprocha, ne quittant pas des yeux l'objet de sa convoitise ; puis, happant le morceau avec sa main, se recula vivement, comme s'il eût craint que mon offre ne fût pas sincère ou que je m'en repentisse déjà. Mais au même instant il fut culbuté par un autre petit sauvage, sorti je ne sais d'où, et si parfaitement semblable au premier qu'on aurait pu le prendre pour son frère jumeau. Ensemble ils roulèrent sur le sol, se disputant la précieuse proie, aucun n'en voulant sans doute sacrifier la moitié pour son frère. Le premier exaspéré, empoigna le second par les cheveux; celui-ci lui saisit l'oreille avec les dents, et en cracha un petit morceau sanglant avec un superbe juron patois. Le légitime propriétaire du gâteau essaya d'enfoncer ses petites griffes dans les yeux de l'usurpateur ; à son tour celui-ci appliqua toutes ses forces à étrangler son adversaire d'une main, pendant que de l'autre, il tâchait de glisser dans sa poche le prix du combat. Mais, ravivé par le désespoir, le vaincu se redressa et fit rouler le vainqueur par terre d'un coup de tête dans l'estomac. A quoi bon décrire une lutte hideuse qui dura en vérité plus longtemps que leurs forces enfantines ne semblaient le promettre? Le gâteau voyageait de main en main et changeait de poche à chaque instant ; mais hélas ! il changeait aussi de volume, et lorsque enfin, exténués, haletants, sanglants, ils s'arrêtèrent par impossibilité de continuer, il n'y avait plus, à vrai dire, aucun sujet de bataille ; le morceau de pain avait disparu, et il était éparpillé en miettes semblables aux grains de sable auxquels il était mêlé. Ce spectacle m'avait embrumé le paysage, et la joie calme où s'ébaudissait mon âme avant d'avoir vu ces petits hommes avait totalement disparu; j'en restai triste assez longtemps, me répétant sans cesse : " Il y a donc un pays superbe où le pain s'appelle gâteau, friandise si rare qu'elle suffit pour engendrer une guerre parfaitement fratricide !"
VI
L'Horloge
Les Chinois voient l'heure dans l'oeil des chats. Un jour un missionnaire, se promenant dans la banlieue de Nankin, s'aperçut qu'il avait oublié sa montre, et demanda à un petit garçon quelle heure il était. Le gamin du céleste Empire hésita d'abord ; puis, se ravisant, il répondit : "Je vais vous le dire." Peu d'instants après, il reparut, tenant dans ses bras un fort gros chat, et le regardant, comme on dit, dans le blanc des yeux il affirma sans hésiter : Il n'est pas encore tout à fait midi."Ce qui était vrai. Pour moi, si je me penche vers la belle Féline, la si bien nommée, qui est à la fois l'honneur de son sexe, l'orgueil de mon coeur et le parfum de mon esprit, que ce soit la nuit, que ce soit le jour, dans la pleine lumière ou dans l'ombre opaque, au fond de ses yeux adorables je vois toujours l'heure distinctement, toujours la même, une heure vaste, solennelle, grande comme l'espace, sans division de minutes ni de secondes, - une heure immobile qui n'est pas marquée sur les horloges, et cependant légère comme un soupir, rapide comme un coup d'oeil. Et si quelque importun venait me déranger pendant que mon regard repose sur ce délicieux cadran, si quelque génie malhonnête et intolérant, quelque démon du contre - temps venait me dire : " Que regardes-tu là avec tant de soin ? Que cherches- tu dans les yeux de cet être ? Y vois-tu l'heure, mortel prodigue et fainéant ? " Je répondrais sans hésiter : "Oui, je vois l'heure ; il est l'éternité !" N'est-ce pas, madame, que voici un madrigal vraiment méritoire, et aussi emphatique que vous-même ? En vérité, j'ai eu tant de plaisir à broder cette prétentieuse galanterie,que je ne vous demanderai rien en échange.
XVII
Un hémisphère dans une chevelure
Laisse-moi respirer longtemps, longtemps, l'odeur de tes cheveux, y plonger tout mon visage, comme un homme altéré dans l'eau d'une source, et les agiter avec ma main comme un mouchoir odorant, pour secouer des souvenirs dans l'air Si tu pouvais savoir tout ce que je vois ! tout ce que je sens! tout ce que j'entends dans tes cheveux ! mon âme voyage sur le parfum comme l'âme des autres hommes sur la musique. Tes cheveux contiennent tout un rêve, plein de voilures et de mâtures, ils contiennent de grandes mers dont les moussons me portent vers de charmants climats, où l'espace est plus bleu et plus profond, où l'atmosphère est parfumée par les fruits, par les feuilles et par la peau humaine. Dans l'océan de ta chevelure, j'entrevois un port fourmillant de chants mélancoliques, d'hommes vigoureux de toutes nations et de navires de toutes formes découpant leurs architectures fines et compliquées sur un ciel immense où se prélasse l'éternelle chaleur. Dans les caresses de ta chevelure, je retrouve les langueurs des longues heures passées sur un divan, dans la chambre d'un beau navire, bercées par le roulis imperceptible du port, entre les pots de fleurs et les gargoulettes rafraîchissantes. Dans l'ardent foyer de ta chevelure, je respire l'odeur du tabac mêlée à l'opium et au sucre ; dans la nuit de ta chevelure, je vois resplendir l'infini de l'azur tropical ; sur les rivages duvetés de ta chevelure, je m'enivre des odeurs combinées du goudron, du musc et de l'huile de coco. Laisse-moi mordre longtemps tes tresses lourdes et noires. Quand je mordille tes cheveux élastiques et rebelles, il me semble que je mange des souvenirs.
XVIII
L'invitation au voyage
Il est un pays superbe, un pays de Cocagne, dit-on, que je rêve de visiter avec une vieille amie. Pays singulier, noyé dans les brumes de notre Nord, et qu'on pourrait appeler l'Orient de l'Occident, la Chine de l'Europe, tant la chaude et capricieuse fantaisie s'y est donné carrière, tant elle l'a patiemment et opiniâtrement illustré de ses savantes et délicates végétations. Un vrai pays de cocagne, où tout est beau, riche, tranquille, honnête; où le luxe a plaisir à se mirer dans l'ordre ; où la vie est grasse et douce à respirer ; d'où le désordre, la turbulence et l'imprévu sont exclus ; où le bonheur est marié au silence; où la cuisine elle-même est poétique, grasse et excitante à la fois; où tout vous ressemble, mon cher ange. Tu connais cette maladie fiévreuse qui s'empare de nous dans les froides misères, cette nostalgie du pays qu'on ignore, cette angoisse de la curiosité ? Il est une contrée qui te ressemble, où tout est beau, riche, tranquille et honnête, où la fantaisie a bâti une Chine occidentale, où la vie est douce à respirer, où le bonheur est marié au silence. C'est là qu'il faut aller vivre, c'est là qu'il faut aller mourir ! Oui c'est là qu'il faut aller respirer, rêver et allonger les heures par l'infini des sensations. Un musicien a écrit l'Invitation à la valse ; quel est celui qui composera l'Invitation au voyage, qu'on puisse offrir à la femme aimée, à la soeur d'élection ? Oui, c'est dans cette atmosphère qu'il ferait bon vivre,- là-bas, où les heures plus lentes contiennent plus de pensées, où les horloges sonnent le bonheur avec une plus profonde et plus significative solennité. Sur des panneaux luisants, ou sur des cuirs dorés et d'une richesse sombre, vivent discrètement des peintures béates, calmes et profondes, comme les âmes des artistes qui les créèrent. Les soleils couchants, qui colorent si richement la salle à manger ou le salon, sont tamisés par de belles étoffes ou par ces hautes fenêtres ouvragées que le plomb divise en nombreux compartiments. Les meubles sont vastes, curieux, bizarres, armés de serrures et de secrets comme des âmes raffinées. Les miroirs les métaux, les étoffes, l'orfèvrerie et la faïence y jouent pour les yeux une symphonie muette et mystérieuse; et de toutes choses, de tous les coins, des fissures des tiroirs et des plis des étoffes s'échappe un parfum singulier, un revenez-y de Sumatra, qui est comme l'âme de l'appartement. Un vrai pays de cocagne, te dis-je, où tout est riche, propre, luisant, comme une belle conscience, comme une magnifique batterie de cuisine, comme une splendide orfèvrerie, comme une bijouterie barriolée ! Les trésors du monde y affluent, comme dans la maison d'un homme laborieux et qui a bien mérité du monde entier. Pays singulier, supérieur aux autres, comme l'art l'est à la nature, où celle-ci est reformée par le rêve, où elle est corrigée, embellie, refondue. Qu'ils cherchent, qu'ils cherchent encore, qu'ils reculent sans cesse les limites de leur bonheur,ces alchimistes de l'horticulture! Qu'ils proposent des prix de soixante et de cent mille florins pour qui résoudra leurs ambitieux problèmes! Moi, j'ai trouvé ma tulipe noire et mon dahlia bleu ! Fleur incomparable, tulipe retrouvée, allégorique dahlia, c'est là, n'est-ce-pas, dans ce beau pays si calme et si rêveur, qu'il faudrait aller vivre et fleurir ? Ne serais-tu pas encadrée dans ton analogie, et ne pourrais-tu pas te mirer, pour parler comme les mystiques, dans ta propre correspondance ? Des rêves ! toujours des rêves ! et plus l'âme est ambitieuse et délicate, plus les rêves l'éloignent du possible. Chaque homme porte en lui sa dose d'opium naturel, incessamment sécrétée et renouvelée, et, de la naissance à la mort, combien comptons-nous d'heures remplies par la jouissance positive, par l'action réussie et décidée ? Vivrons-nous jamais, passerons-nous jamais dans ce tableau qu'a peint mon esprit, ce tableau qui te ressemble ? Ces trésors, ces meubles, ce luxe, cet ordre, ces parfums, ces fleurs miraculeuses, c'est toi. C'est encore toi, ces grands fleuves et ces canaux tranquilles. Ces énormes navires qu'ils charrient, tout chargés de richesses, et d'où montent les chants monotones de la manoeuvre, ce sont mes pensées qui dorment ou qui roulent sur ton sein. Tu les conduis doucement vers la mer qui est l'Infini, tout en réfléchissant les profondeurs du ciel dans la limpidité de ta belle âme ; - et quand, fatigués par la houle et gorgés des produits de l'Orient, ils rentrent au port natal, ce sont encore mes pensées enrichies qui reviennent de l'infini vers toi.
XIX
Le joujou du pauvre
Sur une route, derrière la grille d'un vaste jardin, au bout duquel apparaissait la blancheur d'un joli château frappé par le soleil, se tenait un enfant beau et frais, habillé de ces vêtements de campagne si pleins de coquetterie. Le luxe, l'insouciance et le spectacle habituel de la richesse rendent ces enfants-là si jolis, qu'on les croirait faits d'une autre pâte que les enfants de la médiocrité ou de la pauvreté. A côté de lui gisait sur l'herbe un joujou splendide, aussi frais que son maître, verni, doré, vêtu d'une robe pourpre, et couvert de plumets et de verroteries. Mais l'enfant ne s'occupait pas de son joujou préféré, et voici ce qu'il regardait: De l'autre côté de la grille, sur la route, entre les chardons et les orties, il y avait un autre enfant, sale, chétif, fuligineux, un de ces marmots-parias dont un oeil impartial découvrirait la beauté, si, comme l'oeil du connaisseur devine une peinture idéale sous un vernis de carrossier, il le nettoyait de la répugnante patine de la misère. A travers ces barreaux symboliques séparant deux mondes, la grande route et le château, l'enfant pauvre montrait à l'enfant riche son propre joujou, que celui-ci examinait avidement comme un objet rare et inconnu. Or, ce joujou, que le petit souillon agaçait, agitait et secouait dans une boîte grillée, c'était un rat vivant ! Les parents, par économie sans doute, avaient tiré le joujou de la vie elle-même. Et les deux enfants se riaient l'un à l'autre fraternellement, avec des dents d'une égale blancheur.
XX
Les Dons des Fées
C'était grande assemblée des Fées, pour procéder à la répartition des dons parmi tous les nouveau-nés, arrivés à la vie depuis vingt-quatre heures. Toutes ces antiques et capricieuses Soeurs du Destin, toutes ces Mères bizarres de la joie et de la douleur, étaient fort diverses : les unes avaient l'air sombre et rechigné, les autres, un air folâtre et malin ; les unes, jeunes, qui avaient toujours été jeunes ; les autres, vieilles, qui avaient toujours été vieilles. Tous les pères qui ont foi dans les Fées étaient venus, chacun apportant son nouveau-né dans ses bras. les Dons, les Facultés, les bons Hasards, les Circonstances invincibles, étaient accumulés à côté du tribunal, comme les prix sur l'estrade, dans une distribution de prix. Ce qu'il y avait ici de particulier, c'est que les Dons n'étaient pas la récompense d'un effort, mais tout au contraire une grâce accordée à celui qui n'avait pas encore vécu, une grâce pouvant déterminer sa destinée et devenir aussi bien la source de son malheur que de son bonheur. Les pauvres Fées étaient très affairées ; car la foule des solliciteurs était grande, et le nombre intermédiaire placé entre l'homme et Dieu est soumis comme nous à la terrible loi du Temps et de son infinie postérité, les Jours, les Heures, les Minutes, les Secondes. En vérité, elles étaient aussi ahuries que des ministres un jour d'audience, ou des employés du Mont-de-Piété quand une fête nationale autorise les dégagements gratuits. Je crois même qu'elles regardaient de temps à autre l'aiguille de l'horloge avec autant d'impatience que des juges humains qui, siégeant depuis le matin, ne peuvent s'empêcher de rêver au dîner, à la famille et à leurs chères pantoufles. Si, dans la justice surnaturelle, il y a un peu de précipitation et de hasard, ne nous étonnons pas qu'il en soit de même quelquefois dans la justice humaine. Nous serions nous-mêmes, en ce cas, des juges injustes. Aussi furent commises ce jour-là quelques bourdes qu'on pourrait considérer comme bizarres, si la prudence, plutôt que le caprice, était le caractère distinctif, éternel des Fées. Ainsi la puissance d'attirer magnétiquement la fortune fut adjugée à l'héritier unique d'une famille très riche, qui, n'étant doué d'aucun sens de charité, non plus que d'aucune convoitise pour les biens les plus visibles de la vie, devait se trouver plus tard prodigieusement embarrassé de ses millions. Ainsi furent donnés l'amour du Beau et la Puissance poétique au fils d'un sombre dieu, carrier de son état, qui ne pouvait, en aucune façon, aider les facultés, ni soulager les besoins de sa déplorable progéniture. J'ai oublié de vous dire que la distribution, en ces cas solennels, est sans appel, et qu'aucun don ne peut être refusé. Toutes les Fées se levaient, croyant leur corvée accomplie; car il ne restait plus aucun cadeau, aucune largesse à jeter à tout ce fretin humain, quand un brave homme, un pauvre petit commerçant, je crois, se leva, et empoignant par sa robe de vapeurs multicolores la Fée qui était le plus à sa portée, s'écria : " Eh! madame! vous nous oubliez! Il y a encore mon petit ! Je ne veux pas être venu pour rien. " La Fée pouvait être embarrassée; car il ne restait plus rien. Cependant elle se souvint à temps d'une loi bien connue, quoique rarement appliquée, dans le monde surnaturel, habité par ces déités impalpables, amies de l'homme, et souvent contraintes de s'adapter à ses passions, telles que les Fées, les Gnomes, les Salamandres, les Sylphides, les Sylphes, les Nixes, les Ondins et les Ondines, - je veux parler de la loi qui concède aux Fées, dans un cas semblable à celui-ci, c'est-à-dire le cas d'épuisement des lots, la faculté d'en donner encore un, supplémentaire et exceptionnel, pourvu toutefois qu'elle ait l'imagination suffisante pour le créer immédiatement. Donc la bonne Fée répondit, avec un aplomb digne de son rang : " Je donne à ton fils... je lui donne... le Don de plaire ! " " Mais plaire comment? plaire...? plaire pourquoi? demanda opiniâtrement le petit boutiquier, qui était sans doute un de ces raisonneurs si communs, incapables de s'élever jusqu'à la logique de l'Absurde. " Parce que! parce que! " répliqua la Fée courroucée, en lui tournant le dos ; et rejoignant le cortège de ses compagnes, elle leur disait : " Comment trouvez-vous ce petit Français vaniteux, qui veut tout comprendre et qui ayant obtenu pour son fils le meilleur des lots, ose encore interroger et discuter l'indiscutable ?
XXI
Les Tentations ou Eros, Plutus et la Gloire
Deux superbes Satans et une Diablesse, non moins extraordinaire, ont la nuit dernière monté l'escalier mystérieux par où l'Enfer donne assaut à la faiblesse de l'homme qui dort, et communique en secret avec lui. Et ils sont venus se poser glorieusement devant moi, debout comme sur une estrade. Une splendeur sulfureuse émanait de ces trois personnages, qui se détachaient ainsi du fond opaque de la nuit. Ils avaient l'air si fier et si plein de domination, que je les pris d'abord tous les trois pour de vrais Dieux. Le visage du premier Satan était d'un sexe ambigu, et il y avait aussi, dans les lignes de son corps, la mollesse des anciens Bacchus. Ses beaux yeux languissants, d'une couleur ténébreuse et indécise, ressemblaient à des violettes chargées encore des lourds pleurs de l'orage, et ses lèvres entrouvertes à des cassolettes chaudes, d'où s'exhalait la bonne odeur d'une parfumerie ; et à chaque fois qu'il soupirait, des insectes musqués s'illuminaient, en voletant, aux ardeurs de son souffle. Autour de sa tunique de pourpre était roulé, en manière de ceinture, un serpent chatoyant qui, la tête relevée, tournait langoureusement vers lui ses yeux de braise. A cette ceinture vivante étaient suspendus, alternant avec des fioles pleines de liqueurs sinistres, de brillants couteaux et des instruments de chirurgie. Dans sa main droite il tenait une autre fiole dont le contenu était d'un rouge lumineux, et qui portait pour étiquette ces mots bizarres : " Buvez, ceci est mon sang, un parfait cordial "; dans la gauche, un violon qui lui servait sans doute à chanter ses plaisirs et ses douleurs, et à répandre la contagion de sa folie dans les nuits de sabbat. A ses chevilles délicates traînaient quelques anneaux d'une chaîne d'or rompue, et quand la gêne qui en résultait le forçait à baisser les yeux vers la terre, il contemplait vaniteusement les ongles de ses pieds, brillants et polis comme des pierres bien travaillées. Il me regarda avec ses yeux inconsolablement navrés, d'où s'écoulait une insidieuse ivresse, et il me dit d'une voix chantante : " Si tu veux, si tu veux, je te ferai le seigneur des âmes, et tu seras le maître de la matière vivante, plus encore que le sculpteur peut l'être de l'argile ; et tu connaîtras le plaisir, sans cesse renaissant, de sortir de toi-même pour t'oublier dans autrui, et d'attirer les autres âmes jusqu'à les confondre avec la tienne. " Et je lui répondis : " Grand merci ! je n'ai que faire de cette pacotille d'êtres qui, sans doute, ne valent pas mieux que mon pauvre moi. Bien que j'aie quelque honte à me souvenir, je ne veux rien oublier; et quand même je ne te connaîtrais pas, vieux monstre, ta mystérieuse coutellerie, tes fioles équivoques, les chaînes dont tes pieds sont empêtrés, sont des symboles qui expliquent assez clairement les inconvénients de ton amitié. Garde tes présents. " Le second Satan n'avait ni cet air à la fois tragique et souriant, ni ces belles manières insinuantes, ni cette beauté délicate et parfumée. C'était un homme vaste, à gros visage sans yeux, dont la lourde bedaine surplombait les cuisses, et dont toute la peau était dorée et illustrée, comme d'un tatouage, d'une foule de petites figures mouvantes représentant les formes nombreuses de la misère universelle. Il y avait de petits hommes efflanqués qui se suspendaient volontairement à un clou; il y avait de petits gnomes difformes, maigres, dont les yeux suppliants réclamaient l'aumône mieux encore que eurs mains tremblantes; et puis de vieilles mères portant des avortons accrochés à leurs mamelles exténuées. Il y en avait encore bien d'autres. Le gros Satan tapait avec son poing sur son immense ventre, d'où sortait alors un long et retentissant cliquetis de métal, qui se terminait en un vague gémissement fait de nombreuses voix humaines. Et il riait, en montrant impudemment ses dents gâtées, d'un énorme rire imbécile, comme certains hommes de tous les pays quand ils ont trop bien dîné. Et celui-là me dit : " Je puis te donner ce qui obtient tout, ce qui vaut tout, ce qui remplace tout ! " Et il tapa sur son ventre monstrueux, dont l'écho sonore fit le commentaire de sa grossière parole. Je me détournai avec dégoût et je répondis : "Je n'ai besoin, pour ma jouissance, de la misère de personne ; et je ne veux pas d'une richesse attristée, comme un papier de tenture, de tous les malheurs représentés sur ta peau. " Quant à la Diablesse, je mentirais si je n'avouais pas qu'à première vue je lui trouvai un bizarre charme. Pour définir ce charme, je ne saurais le comparer à rien de mieux qu'à celui des très-belles femmes sur le retour, qui cependant ne vieillissent plus, et dont la beauté garde la magie pénétrante des ruines. Elle avait l'air à la fois impérieux et dégingandé, et ses yeux, quoique battus, contenaient une force fascinatrice. Ce qui me frappa le plus, ce fut le mystère de sa voix, dans laquelle je retrouvais le souvenir des contralti les plus délicieux et aussi un peu de l'enrouement des gosiers incessamment lavés par l'eau-de-vie. " Veux-tu connaître ma puissance? " dit la fausse déesse avec sa voix charmante et paradoxale. " Ecoute. " Et elle emboucha alors une gigantesque trompette, enrubannée, comme un mirliton, des titres de tous les journaux de l'univers, et à travers cette trompette elle cria mon nom, qui roula ainsi à tra- vers l'espace avec le bruit de cent mille tonnerres, et me revint répercuté par l'écho de la plus lointaine planète. " Diable! " fis-je, à moitié subjugué, " voilà qui est précieux ! " Mais en examinant plus attentivement la séduisante virago, il me sembla vaguement que je la reconnaissais pour l'avoir vue trinquant avec quelques drôles de ma connaissance; et le son rauque du cuivre apporta à mes oreilles je ne sais quel souvenir d'une trompette prostituée. Aussi je répondis, avec tout mon dédain : " Va- t'en ! Je ne suis pas fait pour épouser la maîtresse de certains que je ne veux pas nommer. " Certes, d'une si courageuse abnégation j'avais le droit d'être fier. Mais malheureusement je me réveillai, et toute ma force m'abandonna. " En vérité, me dis-je, il fallait que je fusse bien lourdement assoupi pour montrer de tels scrupules. Ah ! s'ils pouvaient revenir pendant que je suis éveillé, je ne ferais pas tant le délicat ! " Et je les invoquai à haute voix, les suppliant de me pardonner, leur offrant de me déshonorer aussi souvent qu'il le faudrait pour mériter leurs faveurs ; mais je les avais sans doute fortement offensés, car ils ne sont jamais revenus.
XXII
Le crépuscule du soir
Le jour tombe. Un grand apaisement se fait dans les pauvres esprits fatigués du labeur de la journée ; et leurs pensées prennent maintenant les couleurs tendres et indécises du crépuscule. Cependant du haut de la montagne arrive à mon balcon, à travers les nues transparentes du soir, un grand hurlement, composé d'une foule de cris discordants, que l'espace transforme en une lugubre harmonie, comme celle de la marée qui monte ou d'une tempête qui s'éveille. Quels sont les infortunés que le soir ne calme pas, et qui prennent, comme les hibous, la venue de la nuit pour un signal de sabbat ? Cette sinistre ululation nous arrive du noir hospice perché sur la montagne ; et, le soir, en fumant et en contemplant le repos de l'immense vallée, hérissée de maisons dont chaque fenêtre dit : " C'est ici la paix maintenant ; c'est ici la joie de la famille!" je puis, quand le vent souffle de là-haut, bercer ma pensée étonnée à cette imitation des harmonies de l'enfer. Le crépuscule excite les fous.- Je me souviens que j'ai eu deux amis que le crépuscule rendait tout malades. L'un méconnaissait alors tous les rapports d'amitié et de politesse, et maltraitait, comme un sauvage, le premier venu. Je l'ai vu jeter à la tête d'un maître d'hôtel un excellent poulet, dans lequel il croyait voir je ne sais quel insultant hiéroglyphe. Le soir, précurseur des voluptés profondes, lui gâtait les choses les plus succulentes. L'autre, un ambitieux blessé, devenait, à mesure que le jour baissait, plus aigre, plus sombre, plus taquin. Indulgent et sociable encore pendant la journée, il était impitoyable le soir; et ce n'était pas seulement sur autrui, mais aussi sur lui-même, que s'exerçait rageusement sa manie crépusculeuse. Le premier est mort fou, incapable de reconnaître sa femme et son enfant ; le second porte en lui l'inquiétude d'un malaise perpétuel, et fût-il gratifié de tous les honneurs que peuvent conférer les républiques et les princes, je crois que le crépuscule allumerait encore en lui la brûlante envie de distinctions imaginaires. La nuit, qui mettait ses ténèbres dans leur esprit, fait la lumière dans le mien ; et, bien qu'il ne soit pas rare de voir la même cause engendrer deux effets contraires, j'en suis toujours comme intrigué et alarmé. O nuit ! ô rafraîchissantes ténèbres ! vous êtes pour moi le signal d'une fête intérieure, vous êtes la délivrance d'une angoisse ! Dans la solitude des plaines, dans les labyrinthes pierreux d'une capitale, scintillement des étoiles, explosion des lanternes, vous êtes le feu d'artifice de la déesse Liberté ! Crépuscule, comme vous êtes doux et tendre ! Les lueurs roses qui traînent encore à l'horizon comme l'agonie du jour sous l'oppression victorieuse de la nuit, les feux des candélabres qui font des taches d'un rouge opaque sur les dernières gloires du couchant, les lourdes draperies qu'une main invisible attire des profondeurs de l'Orient,imitent tous les sentiments compliqués qui luttent dans le coeur de l'homme aux heures solennelles de la vie. On dirait encore une de ces robes étranges de danseuses, où une gaze transparente et sombre laisse entrevoir les splendeurs amorties d'une jupe éclatante, comme sous le noir présent transperce le délicieux passé ; et les étoiles vacillantes d'or et d'argent, dont elle est semée, représentent ces feux de la fantaisie qui ne s'allument bien que sous le deuil profond de la Nuit.
XXIII
La solitude
Un gazetier philanthrope me dit que la solitude est mauvaise pour l'homme et à l'appui de sa thèse, il cite, comme tous les incrédules, des paroles des Pères de l'Eglise; Je sais que le Démon fréquente volontiers les lieux arides, et que l'Esprit de meurtre et de lubricité s'enflamme merveilleusement dans les solitudes. Mais il serait possible que cette solitude ne fût dangereuse que pour l'âme oisive et divagante qui la peuple de ses passions et de ses chimères. Il est certain qu'un bavard, dont le suprême plaisir consiste à parler du haut d'une chaire ou d'une tribune, risquerait fort de devenir fou furieux dans l'île de Robinson. Je n'exige pas de mon gazetier les courageuses vertus de Crusoé, mais je demande qu'il ne décrète pas d'accusation les amoureux de la solitude et du mystère. Il y a dans nos races jacassières, des individus qui accepteraient avec moins de répugnance le supplice suprême, s'il leur était permis de faire du haut de l'échafaud une copieuse harangue, sans craindre que les tambours de Santerre ne leur coupassent intempes- tivement la parole. Je ne les plains pas, parce que je devine que leurs effusions oratoires leur procurent des voluptés égales à celles que d'autres tirent du silence et du recueillement ; mais je les méprise. Je désire surtout que mon maudit gazetier me laisse m'amuser à ma guise. " Vous n'éprouvez donc jamais, - me dit-il, avec un ton de nez très apostolique, -le besoin de partager vos jouissances"? Voyez-vous le subtil envieux! Il sait que je dédaigne les siennes, et il vient s'insinuer dans les miennes, le hideux trouble-fête ! "Ce grand malheur de ne pouvoir être seul !..." dit quelque part La Bruyère, comme pour faire honte à tous ceux qui courent s'oublier dans la foule, craignant sans doute de ne pouvoir se supporter eux-mêmes. " Presque tous nos malheurs nous viennent de n'avoir pas su rester dans notre chambre ", dit un autre sage, Pascal, je crois, rappelant ainsi dans la cellule du recueillement tous ces affolés qui cherchent le bonheur dans le mouvement et dans une prostitution que je pourrais appeler fraternitaire, si je voulais parler la belle langue de mon siècle.
XXIV
Les Projets
Il se disait, en se promenant dans un grand parc solitaire : " Comme elle serait belle dans un costume de cour, compliqué et fastueux, descendant, à travers l'atmosphère d'un beau soir, les degrés de marbre d'un palais, en face des grandes pelouses et des bassins ! Car elle a naturellement l'air d'une princesse." En passant plus tard dans une rue, il s'arrêta devant une boutique de gravures, et, trouvant dans un carton une estampe représentant un paysage tropical, il se dit : " Non ! ce n'est pas dans un palais que je voudrais posséder sa chère vie. Nous n'y serions pas chez nous. D'ailleurs ces murs criblés d'or ne laisseraient pas une place pour accrocher son image ; dans ces solennelles galeries, il n'y a pas un coin pour l'intimité. Décidément, c'est là qu'il faudrait demeurer pour cultiver le rêve de ma vie. " Et, tout en analysant des yeux les détails de la gravure, il continuait mentalement : " Au bord de la mer, une belle case en bois, enveloppée de tous ces arbres bizarres et luisants dont j'ai oublié les noms..., dans l'atmosphère, une odeur enivrante, indéfinissable..., dans la case un puissant parfum de rose et de musc..., plus loin, derrière notre petit domaine, des bouts de mâts balancés par la houle..., autour de nous, au-delà de la chambre éclairée d'une lumière rose tamisée par les stores, décorée de nattes fraîches et de fleurs capiteuses, avec de rares sièges d'un rococo portuguais, d'un bois lourd et ténébreux ( où elle reposerait si calme, si bien éventée, fumant le tabac légèrement opiacé !), au-delà de la varangue, le tapage des oiseaux ivres de lumières, et le jacassement des petites négresses..., et, la nuit, pour servir d'accompagnement à mes songes, le chant plaintif des arbres à musique, des mélancoliques filaos ! Oui, en vérité, c'est bien là le décor que je cherchais. Qu'ai-je à faire de palais? " Et plus loin, comme il suivait une grande avenue, il aperçut une auberge proprette, où d'une fenêtre égayée par des rideaux d'indienne bariolée se penchaient deux têtes rieuses. Et tout de suite : " Il faut, - se dit-i , - que ma pensée soit une grande vagabonde pour aller chercher si loin ce qui est si près de moi. Le plaisir et le bonheur sont dans la première auberge venue, dans l'aubergedu hasard, si féconde en voluptés. Un grand feu, des faïences voyantes, un souper passable, un vin rude, et un lit très-large avec des draps un peu âpres, mais frais ; quoi de mieux? " Et en rentrant seul chez lui, à cette heure où les conseils de la Sagesse ne sont plus étoués par les bourdonnements de la vie extérieure, il se dit : " J'ai eu aujourd'hui, en rêve, trois domiciles où j'ai trouvé un égal plaisir. Pourquoi contraindre mon corps à changer de place, puisque mon âme voyage si lestement? Et à quoi bon exécuter des projets, puisque le projet est en lui-même une jouissance suffisante? "
XXV
La belle Dorothée
Le soleil accable la ville de sa lumière droite et terrible; le sable est éblouissant et la mer miroite. Le monde stupéfié s'affaisse lâchement et fait la sieste, une sieste qui est une espèce de mort savoureuse où le dormeur, à demi éveillé, goûte les voluptés de son anéantissement. Cependant Dorothée, forte et fière comme le soleil, s'avance dans la rue déserte, seule vivante à cette heure sous l'immense azur, et faisant sur la lumière une tache éclatante et noire. Elle s'avance, balançant mollement son torse si mince sur ses hanches si larges. Sa robe de soie collante, d'un ton clair et rose, tranche vivement sur les ténèbres de sa peau et moule exactement sa taille longue, son dos creux et sa gorge pointue. Son ombrelle rouge, tamisant la lumière, projette sur son visage sombre le fard sanglant de ses reflets. Le poids de son énorme chevelure presque bleue tire en arrière sa tête délicate et lui donne un air triomphant et paresseux. De lourdes pendeloques gazouillent secrètement à ses mignonnes oreilles. De temps en temps la brise de mer soulève par le coin sa jupe flottante et montre sa jambe luisante et superbe ; et son pied, pareil aux pieds des déesses de marbre que l'Europe enferme dans ses musées, imprime fidèlement sa forme sur le sabIe fin. Car Dorothée est si prodigieusement coquette que le plaisir d'être admirée l'emporte chez elle sur l'orgueil de l'affranchie, et, bien qu'elle soit libre, elle marche sans souliers. Elle s'avance ainsi, harmonieusement, heureuse de vivre et souriant d'un blanc sourire, comme si elle apercevait au loin dans l'espace un miroir reflétant sa démarche et sa beauté. A l'heure où les chiens eux-mêmes gémissent de douleur sous le soleil qui les mord, quel puissant motif fait donc aller ainsi la paresseuse Dorothée, belle et froide comme le bronze? Pourquoi a-t-elle quitté sa petite case si coquettement arrangée, dont les fleurs et les nattes font à si peu de frais un parfait boudoir; où elle prend tant de plaisir à se peigner, à fumer, à se faire éventer ou à se regarder dans le miroir de ses grands éventails de plumes, pendant que la mer, qui bat la plage à cent pas de là, fait à ses rêveries indécises un puissant et monotone accompagnement, et que la marmite de fer, où cuit un ragoût de crabes au riz et au safran, lui envoie, du fond de la cour, ses parfums excitants? Peut-être a-t-elle un rendez-vous avec quelque jeune officier qui, sur des plages lointaines, a entendu parler par ses camarades de la célèbre Dorothée. Infailliblement elle le priera, la simple créature, de lui décrire le bal de l'Opéra, et lui demandera si on peut y aller pieds nus, comme aux danses du dimanche, où les vieilles Cafrines elles-mêmes deviennent ivres et furieuses de joie ; et puis encore si les belles dames de Paris sont toutes plus belles qu'elle. Dorothée est admirée et choyée de tous, et elle serait parfaitement heureuse si elle n'était obligée d'entasser piastre sur piastre pour racheter sa petite soeur qui a bien onze ans, et qui est déjà mûre, et si belle. Elle réussira sans doute, la bonne Dorothée; le maître de l'enfant est si avare, trop avare, pour comprendre une autre beauté que celle des écus!
XXVI
Les yeux des pauvres
Ah ! vous voulez savoir pourquoi je vous hais aujourd'hui. Il vous sera sans doute moins facile de le comprendre qu'à moi de vous l'expliquer ; car vous êtes, je crois, le plus bel exemple d'imperméabilité féminine qui se puisse rencontrer. Nous avions passé ensemble une longue journée qui m'avait paru courte. Nous nous étions bien promis que toutes nos pensées nous seraient communes à l'un et à l'autre, et que nos deux âmes désormais n'en feraient plus qu'une ; - un rêve qui n'a rien d'original, après tout, si ce n'est que, rêvé par tous les hommes, il n'a été réalisé par aucun. Le soir, un peu fatiguée, vous voulûtes vous asseoir devant un café neuf qui formait le coin d'un boulevard neuf, encore tout plein de gravois et montrant déjà glorieusement ses splendeurs inachevées. Le café étincelait. Le gaz, lui-même, y déployait toute l'ardeur d'un début, et éclairait de toutes ses forces les murs aveuglants de blancheur, les nappes éblouissantes des miroirs, les ors des baguettes et des corniches, les pages aux joues rebondies traînés par des chiens en laisse, les dames riant au faucon perché sur leur poing, les nymphes et les déesses portant sur leur tête des fruits, des pâtés et du gibier, les Hébés et les Ganymèdes présentant à bras tendu la petite amphore à bavaroises ou l'obélisque bicolore des glaces panachées ; toute l'histoire et toute la mythologie mises au service de la goinfrerie. Droit devant nous, sur la chaussée, était planté un brave homme d'une quarantaine d'années, au visage fatigué, à la barbe grisonnante, tenant d'une main un petit garçon et portant sur l'autre bras un petit être trop faible pour marcher. Il remplissait l'office de bonne et faisait prendre à ses enfants l'air du soir. Tous en guenilles. Ces trois visages étaient extraordinairement sérieux, et ces six yeux contemplaient fixement le café nouveau avec une admiration égale, mais nuancée diversement par l'âge. Les yeux du père disaient :" Que c'est beau ! que c'est beau ! on dirait que tout l'or du pauvre monde est venu se porter sur ces murs." - Les yeux du petit garçon : " Que c'est beau ! que c'est beau ! mais c'est une maison où peuvent seuls entrer les gens qui ne sont pas comme nous." Quant aux yeux du plus petit, ils étaient trop fascinés pour exprimer autre chose qu'une joie stupide et profonde. Les chansonniers disent que le plaisir rend l'âme bonne et amollit le coeur. La chanson avait raison ce soir-là, relativement à moi. Non seulement j'étais attendri par cette famille d'yeux, mais je me sentais honteux de nos verres et de nos carafes, plus grands que notre soif. Je tournais mes regards vers les vôtres, cher amour, pour y lire ma pensée plongeais dans vos yeux si beaux et si bizarrement doux, dans vos yeux verts habités par le caprice et inspirés par la Lune, quand vous me dîtes : " ces gens me sont insupportables avec les yeux ouverts comme des portes cochères ! Ne pourriez-vous pas prier le maître du café de les éloigner d'ici ?" Tant il est difficile de s'entendre, mon cher ange, et tant la pensée est incommunicable, même entre gens qui s'aiment !
XXVII
Une mort héroïque
Fancioulle était un admirable bouffon. et presque un des amis du Prince. Mais pour les personnes vouées par état au comique, les choses sérieuses ont de fatales attractions, et, bien qu'il puisse paraître bizarre que les idées de patrie et de liberté s'emparent despotiquement du cerveau d'un histrion, un jour Fancioulle entra dans une conspiration formée par quelques gentilshommes mécontents. Il existe partout des hommes de bien pour dénoncer au pouvoir ces individus d'humeur atrabilaire qui veulent déposer les princes et opérer, sans la consulter, le déménagement d'une société. Les seigneurs en question furent arrêtés, ainsi que Fancioulle, et voués à une mort certaine. Je croirais volontiers que le Prince fut presque fâché de trouver son comédien favori parmi les rebelles. Le Prince n'était ni meilleur ni pire qu'un autre ; mais une excessive sensibilité le rendait, en beaucoup de cas, plus cruel et plus despote que tous ses pareils. Amoureux passionné des beaux-arts, excellent connaisseur d'ailleurs, il était vraiment insatiable de voluptés. Assez indifférent relativement aux hommes et à la morale, véritable artiste lui-même, il ne connaissait d'ennemi dangereux que l'Ennui, et les efforts bizarres qu'il faisait pour fuir ou pour vaincre ce tyran du monde lui auraient certainement attiré, de la part d'un historien sévère, l'épithète de " monstre ", s'il avait été permis, dans ses domaines, d'écrire quoi que ce fût qui ne tendît pas uniquement au plaisir ou à l'étonnement, qui est une des formes les plus délicates du plaisir. Le grand malheur de ce Prince fut qu'il n'eût jamais un théâtre assez vaste pour son génie. Il y a des jeunes Nérons, qui étouffent dans des limites trop étroites, et dont les siècles à venir ignoreront toujours le nom et la bonne volonté. L'imprévoyante Providence avait donné à celui-ci des facultés plus grandes que ses Etats. Tout d'un coup le bruit courut que le souverain voulait faire grâce à tous les conjurés ; et l'origine de ce bruit fut l'annonce d'un grand spectacle où Fancioulle devait jouer l'un de ses principaux et de ses meilleurs rôles, et auquel assisteraient même, disait-on, les gentilshommes condamnés ; signe évident, ajoutaient les esprits superficiels, des tendances généreuses du Prince offensé. De la part d'un homme aussi naturellement et volontairement excentrique, tout était possible, même la vertu, même la clémence, surtout s'il avait pu espérer d'y trouver des plaisirs inattendus. Mais pour ceux qui, comme moi, avaient pu pénétrer plus avant dans les profondeurs de cette âme curieuse et malade, il était infiniment plus probable que le Prince voulait juger de la valeur des talents scéniques d'un homme condamné à mort. Il voulait profiter de l'occasion pour aire une expérience physiologique d'un intérêt capital, et vérifier Jusqu'à quel point les facultés habituelles d'un artiste pouvaient être altérées ou modifiées par la situation extraordinaire où il se trouvait ; au-delà, existait-il dans son âme une intention plus ou moins arrêtée de clémence ? C'est un point qui n'a jamais pu être éclairci. Enfin, le grand jour arrivé, cette petite cour déploya toutes ses pompes, et il serait difficile de concevoir, à moins de l'avoir vu, tout ce que la classe privilégiée d'un petit Etat, à ressources restreintes, peut montrer de splendeurs pour une vraie solennité. Celle-là était doublement vraie, d'abord par la magie du luxe étalé, ensuite par l'intérêt moral et mystérieux qui y était attaché. Le sieur Fancioulle excellait surtout dans les rôles muets ou peu chargés de paroles, qui sont souvent les principaux dans ces drames féeriques dont l'objet est de représenter symboliquement le mystère de la vie. Il entra en scène légèrement et avec une aisance parfaite, ce qui contribua à fortifier dans le noble public, l'idée de douceur et de pardon. Quand on dit d'un comédien : " Voilà un bon comédien ", on se sert d'une formule qui implique que sous le personnage se laisse encore deviner le comédien : c'est-à-dire l'art, l'effort, la volonté. r, si un comédien arrivait à être, relativement au personnage qu'il est chargé d'exprimer, ce que les meilleures statues de l'antiquité, miraculeusement animées, vivantes, marchantes, voyantes, seraient relativement à l'idée générale et confuse de beauté, ce serait là, sans doute, un cas singulier et tout à fait imprévu. Fancioulle fut, ce soir-là, une parfaite idéalisation qu'il était impossible de ne pas supposer vivante, possible, réelle. Ce bouffon allait, venait, riait, pleurait, se convulsait, avec une indestructible auréole autour de la tête, auréole invisible pour tous, mais visible pour moi, et où se mêlaient, dans un étrange amalgame, les rayons de l'Art et la Gloire du Martyre. Fancioulle introduisait, par je ne sais quelle grâce spéciale, le divin et le surnaturel, jusque dans les plus extravagantes bouffonneries. Ma plume tremble et des larmes d'une émotion toujours présente me montent aux yeux pendant que je cherche à vous décrire cette inoubliable soirée. Fancioulle me prouvait d'une manière péremptoire, irréfutable, que l'ivresse de l'Art est plus apte que toute autre à voiler les terreurs du gouffre; que le génie peut jouer la comédie au bord de la tombe avec une joie qui l'empêche de voir la tombe, perdu, comme il est, dans un paradis excluant toute idée de tombe et de destruction. Tout ce public, si blasé et frivole qu'il pût être, subit bientôt la toute-puissante domination de l'artiste. Personne ne rêva plus de mort, de deuil, ni de supplices. Chacun s'abandonna, sans inquiétude, aux voluptés multipliées que donne la vue d'un chef-d'oeuvre d'art vivant. Les explosions de la joie et de l'admiration ébranlèrent à plusieurs reprises les voûtes de l'édifice avec l'énergie d'un tonnerre continu. Le Prince lui-même, enivré, mêla ses applaudissements à ceux de sa cour. Cependant, pour un oeil clairvoyant, son ivresse, à lui, n'était pas sans mélange. Se sentait-il vaincu dans son pouvoir de despote ? humilié dans son art de terrifier les coeurs et d'engourdir les esprits? frustré de ses espérances et bafoué dans ses prévisions? De telles suppositions non exactement justifiées, mais non absolument injustifiables, traversèrent mon esprit pendant que je contemplais le visage du Prince, sur lequel une pâleur nouvelle s'ajoutait sans cesse à sa pâleur habituelle, comme la neige s'ajoute à la neige. Ses lèvres se resserraient de plus en plus, et ses yeux s'éclairaient d'un feu intérieur semblable à celui de la jalousie et de la rancune, même pendant qu'il applaudissait ostensiblement les talents de son vieil ami, l'étrange bouffon, qui bouffonnait si bien la mort. A un certain moment, je vis Son Altesse se pencher vers un petit page, placé derrière elle, et lui parler à l'oreille. La physionomie espiègle du joli enfant s'illumina d'un sourire; et puis il quitta vivement la loge princière comme pour s'acquitter d'une commission urgente. Quelques minutes plus tard un coup de sifflet aigu, prolongé, interrompit Fancioulle dans un de ses meilleurs moments, et déchira à la fois les oreilles et les coeurs. Et de l'endroit de la salle d'où avait jailli cette désapprobation inattendue, un enfant se précipitait dans un corridor avec des rires étouffés. Fancioulle, secoué, réveillé dans son rêve, ferma d'abord les yeux, puis les rouvrit presque aussitôt, démesurément agrandis, ouvrit ensuite la bouche comme pour respirer convulsivement, chancela un peu en avant, un peu en arrière, et puis tomba raide mort sur les planches. Le sifflet, rapide comme un glaive, avait-il réellement frustré le bourreau? Le Prince avait-il lui-même deviné toute l'homicide efficacité de sa ruse? Il est permis d'en douter. Regretta-t-il son cher et inimitable Fancioulle? Il est doux et légitime de le croire. Les gentilshommes coupables avaient joui pour la dernière fois du spectacle de la comédie. Dans la même nuit ils furent effacés de la vie. Depuis lors, plusieurs mimes, justement appréciés dans différents pays, sont venus jouer devant la cour de ???; mais aucun d'eux n'a pu rappeler les merveilleux talents de Fancioulle, ni s'élever jusqu'à la même faveur.
XXVIII
La fausse monnaie
Comme nous nous éloignions du bureau de tabac, mon ami fit un soigneux triage de sa monnaie ; dans la poche gauche de son gilet il glissa de petites pièces d'or; dans la droite, de petites pièces d'argent; dans la poche de sa culotte, une masse de gros sols, et enfin, dans la droite, une pièce d'argent de deux francs qu'il avait particulièrement examinée. " Singulière et minutieuse répartition! " me dis-je en moi-même. Nous fîmes la rencontre d'un pauvre qui nous tendit sa casquette en tremblant. - Je ne connais rien de plus inquiétant que l'éloquence muette de ces yeux suppliants, qui contiennent à la fois, pour l'homme sensible qui sait y lire, tant d'humilité, tant de reproches. Il trouve quelque chose approchant cette profondeur de sentiment compliqué, dans les yeux larmoyants des chiens qu'on fouette. L'offrande de mon ami fut beaucoup plus considérable que la mienne, et je lui dis : " Vous avez raison ; après le plaisir d'être étonné, il n'en est pas de plus grand que celui de causer une surprise. - C'était la pièce fausse ", me répondit-il tranquillement, comme pour se justifier de sa prodigalité. Mais dans mon misérable cerveau, toujours occupé à chercher midi à quatorze heures (de quelle fatigante faculté la nature m'a fait cadeau ! ), entra soudainement cette idée qu'une pareille conduite, de la part de mon ami, n'était excusable que par le désir de créer un événement dans la vie de ce pauvre diable, peut-être même de connaître les conséquences diverses, funestes ou autres, que peut engendrer une pièce fausse dans la main d'un mendiant. Ne pouvait-elle pas se multiplier en pièces vraies ? ne pouvait-elle pas aussi le conduire en prison ? Un cabaretier, un boulanger, par exemple, allait peut-être le faire arrêter comme faux monnayeur ou comme propagateur de fausse monnaie. Tout aussi bien la pièce fausse serait peut-être, pour un pauvre petit spéculateur, le germe d'une richesse de quelques jours. Et ainsi ma fantaisie allait son train, prêtant des ailes à l'esprit de mon ami et tirant toutes les déductions possibles de toutes les hypothèses possibles. Mais celui-ci rompit brusquement ma rêverie en reprenant mes propres paroles : " Oui, vous avez raison; il n'est pas de plaisir plus doux que de surprendre un homme en lui donnant plus qu'il n'espère. " Je le regardais dans le blanc des yeux, et je fus épouvanté de voir que ses yeux brillaient d'une incontestable candeur. Je vis alors clairement qu'il avait voulu faire à la fois la charité et une bonne affaire; gagner quarante sols et le coeur de Dieu emporter le paradis économiquement; enfin attraper gratis un brevet d'homme charitable. Je lui aurais presque pardonné le désir de la criminelle jouissance dont je le supposais tout à l'heure capable; j'aurais trouvé curieux, singulier, qu'il s'amusât à compromettre les pauvres ; mais je ne lui pardonnerai jamais l'ineptie de son calcul. On n'est jamais excusable d'être méchant, mais il y a quelque mérite à savoir qu'on l'est; et le plus irréparable des vices est de faire le mal par bêtise.
XXIX
Le joueur généreux
Hier, à travers la foule du boulevard, je me suis senti frôlé par un Etre mystérieux que j'avais toujours désiré connaître, et que je reconnus tout de suite, quoique je ne l'eusse jamais vu. Il y avait sans doute chez lui, relativement à moi, un désir analogue, car il me fit, en passant, un clignement d'oeil significatif auquel je me hâtai d'obéir. Je le suivis attentivement, et bientôt je descendis derrière lui dans une demeure souterraine, éblouissante, où éclatait un luxe dont aucune des habitations supérieures de Paris ne pourrait fournir un exemple approchant. Il me parut singulier que j'eusse pu passer si souvent à côté de ce prestigieux repaire sans en deviner l'entrée. Là régnait une atmosphère exquise, quoique capiteuse, qui faisait oublier presque instantanément toutes les fastidieuses horreurs de la vie ; on y respirait une béatitude sombre, analogue à celle que durent éprouver les mangeurs de lotus quand, débarquant dans une île enchantée éclairée des lueurs d'une éternelle après-midi ils sentirent naître en eux, aux sons assoupissants des mélodieuses cascades, le désir de ne jamais revoir leurs pénates, leurs femmes, leurs enfants, et de ne jamais remonter sur les hautes lames de la mer. Il y avait là des visages étranges d'hommes et de femmes marqués d'une beauté fatale, qu'il me semblait avoir vus déjà à des époques et dans des pays dont il m'était impossible de me souvenir exactement, et qui m'inspiraient plutôt une sympathie fraternelle que cette crainte qui naît ordinairement à l'aspect de l'inconnu Si je voulais essayer de définir d'une manière quelconque l'expression singulière de leurs regards, je dirais que jamais je ne vis d'yeux brillant plus énergiquement de l'horreur de l'ennui et du désir immortel de se sentir vivre. Mon hôte et moi, nous étions déjà, en nous asseyant, de vieux et parfaits amis. Nous mangeâmes, nous bûmes outre mesure de toutes sortes de vins extraordinaires, et, chose non moins extraordinaire, il me semblait, après plusieurs heures, que je n'étais pas plus ivre que lui. Cependant le jeu, ce plaisir surhumain, avait coupé à divers intervalles nos fréquentes libations, et je dois dire que j'avais joué et perdu mon âme avec une insouciance et une légèreté héroïques. L'âme est une chose si impalpable, si souvent inutile, et quelquefois si gênante que je n'éprouvai, quant à cette perte, qu'un peu moins d'émotion que si j'avais égaré, dans une promenade, ma carte de visite. Nous fumâmes longuement quelques cigares dont la saveur et le parfum incomparables donnaient à l'âme la nostalgie de pays et de bonheurs inconnus et, enivré de toutes ces délices, j'osai, dans un accès de familiarité qui ne parut pas lui déplaire, m'écrier, en m'emparant d'une coupe pleine jusqu'au bord : " A votre immortelle santé, vieux bouc !" Nous causâmes aussi de l'univers, de sa création et de sa future destruction ; de la grande idée du siècle, c'est à dire du progrès et de la perfectibilité, et, en général, de toutes les formes de l'infatuation humaine. Sur ce sujet-là, Son altesse ne tarissait pas en plaisanteries légères et irréfutables, et elle s'exprimait avec une suavité de diction et une tranquillité dans la drôlerie que je n'ai trouvées dans aucun des plus célèbres causeurs de l'humanité. Elle m'expliqua l'absurdité des différentes philosophies qui avaient jusqu'à présent pris possession du cerveau humain, et daigna même me faire confidence de quelques principes fondamentaux dont il ne me convient pas de partager les bénéfices et la propriété avec qui que ce soit. Elle ne se plaignit en aucune façon de la mauvaise réputation dont elle jouit dans toutes les parties du monde, m'assura qu'elle était, elle-même, la personne la plus intéressée à la destruction de la superstition, et m'avoua qu'elle n'avait eu peur, relativement à son propre pouvoir, qu'une seule fois, c'était le jour où elle avait entendu un prédicateur, plus subtil ques ses confrères, s'écrier en chaire : " Mes chers frères, n'oubliez jamais, quand vous entendrez vanter le progrès des lumières, que la plus belle des ruses du diable est de vous persuader qu'il n'existe pas !" Encouragé par tant de bontés, je lui demandai des nouvelles de dieu, et s'il l'avait vu récemment. Il me répondit, avec une insouciance nuancée d'une certaine tristesse : " Nous nous saluons quand nous nous rencontrons, mais comme deux vieux gentilhommes, en qui une politesse innée ne saurait éteindre tout à fait le souvenir d'anciennes rancunes." Il est douteux que Son altesse ait jamais donné une si longue audience à un simple mortel, et je craignais d'abuser. Enfin, comme l'aube frissonnante blanchissait les vitres, ce célèbre personnage, chanté par tant de poètes et servi par tant de philosophes qui travaillent à sa gloire sans le savoir, me dit : " je veux que vous gardiez de moi un bon souvenir, et vous prouver que moi, dont on dit tant de mal, je suis quelquefois bon diable, pour me servir d'une de vos locutions vulgaires. Afin de compenser la perte irrémédiable que vous avez faite de votre âme, je vous donne l'enjeu que vous auriez gagné si le sort avait été pour vous, c'est-à-dire la possibilité de soulager et de vaincre, pendant toute votre vie, cette bizarre affection de l'ennui, qui est la source de toutes vos maladies et de tous vos misérables progrès. Jamais un désir ne sera formé par vous, que je ne vous aide à le réaliser ; vous régnerez sur vos vulgaires semblables ; vous serez fourni de flatteries et même d'adorations ; l'argent, l'or, les diamants, les palais féeriques, viendront vous chercher et vous prieront de les accepter, sans que vous ayez fait un effort pour les gagner ; vous changerez de patrie et de contrée aussi souvent que votre fantaisie vous l'ordonnera ; vous vous soûlerez de voluptés, sans lassitude, dans des pays charmants où il fait toujours chaud et où les femmes sentent aussi bon que les fleurs, - et caetera, et caetera...", ajouta-t-il en se levant et en me congédiant avec un bon sourire. Si ce n'eût été la crainte de m'humilier devant une aussi grande assemblée, je serais volontiers tombé aux pieds de ce joueur généreux, pour le remercier de son inouïe munificence. Mais peu à peu, après que je l'eus quitté, l'incurable défiance rentra dans mon sein ; je n'osais plus croire à un si prodigieux bonheur, et, en me couchant, faisant encore ma prière par un reste d'habitude imbécile, je répétais dans un demi-sommeil : " mon Dieu ! seigneur, mon Dieu ! faites que le diable me tienne sa parole !
XXX
La corde
A Edouard Manet.
" Les illusions, - me disait mon ami, - sont aussi innombrables peut-être que les rapports des hommes entre eux, ou des hommes avec les choses. Et quand l'illusion disparaît, c'est-à-dire quand nous voyons l'être ou le fait tel qu'il existe en dehors de nous, nous éprouvons un bizarre sentiment, compliqué moitié de regret pour le fantôme disparu, moitié de surprise agréable devant la nouveauté, devant le fait réel. S'il existe un phénomène évident, trivial, toujours semblable, et d'une nature à laquelle il soit impossible de se tromper, c'est l'amour maternel. Il est aussi difficile de supposer une mère sans amour maternel qu'une lumière sans chaleur; n'est-il donc pas parfaitement légitime d'attribuer à l'amour maternel toutes les actions et les paroles d'une mère, relatives à son enfant ? Et cependant, écoutez cette petite histoire, où j'ai été singulièrement mystifié par l'illusion la plus naturelle." Ma profession de peintre me pousse à regarder attentivement les visages, les physionomies qui s'offrent dans ma route, et vous savez quelle jouissance nous tirons de cette faculté qui rend à nos yeux la vie plus vivante et plus significative que pour les autres hommes. Dans le quartier reculé que j'habite, et où de vastes espaces gazonnés séparent encore les bâtiments, j'observai souvent un enfant dont la physionomie ardente et espiègle, plus que toutes les autres, me séduisit d'abord. Il a posé plus d'une fois pour moi, et je l'ai transformé tantôt en petit bohémien, tantôt en ange, tantôt en Amour mythologique. Je lui ai fait porter le violon du vagabond, la Couronne d'Epines et les Clous de la Passion, et la Torche d'Eros. Je pris enfin à toute la drôlerie de ce gamin un plaisir si vif, que je priai un jour ses parents, de pauvres gens, de vouloir bien me le céder, promettant de bien l'habiller, de lui donner quelque argent et de ne pas lui imposer d'autre peine que de nettoyer mes pinceaux et de faire mes commissions. Cet enfant, débarbouillé, devint charmant, et la vie qu'il menait chez moi lui semblait un paradis, comparativement à celle qu'il aurait subie dans le taudis paternel. Seulement je dois dire que ce petit bonhomme m'étonna quelquefois par des crises singulières de tristesse précoce, et qu'il manifesta bientôt un goût immodéré pour le sucre et les liqueurs ; si bien qu'un jour où je constatai que, malgré mes nombreux avertissements, il avait encore commis un nouveau larcin de ce genre, je le menaçai de le renvoyer à ses parents. Puis je sortis, et mes affaires me retinrent assez longtemps hors de chez moi. " Quels ne furent pas mon horreur et mon étonnement quand, rentrant à la maison, le premier objet qui frappa mon regard fut mon petit bonhomme, l'espiègle compagnon de ma vie, pendu au panneau de cette armoire ! Ses pieds touchaient presque le plancher; une chaise, qu'il avait sans doute repoussée du pied, était renversée à côté de lui ; sa tête était penchée convulsivement sur une épaule; son visage, boursouflé, et ses yeux, tout grands ouverts avec une fixité effrayante, me causèrent d'abord l'illusion de la vie. Le dépendre n'était pas une besogne aussi facile que vous pouvez le croire. Il était déjà fort raide, et j'avais une répugnance inexplicable à le faire brusquement tomber sur le sol. Il fallait le soutenir tout entier avec un bras, et, avec la main de l'autre bras, couper la corde. Mais cela fait, tout n'était pas fini; le petit monstre s'était servi d'une ficelle fort mince qui était entrée profondément dans les chairs, et il fallait maintenant, avec de minces ciseaux, chercher la corde entre les deux bourrelets de l'enflure, pour lui dégager le cou. " J'ai négligé de vous dire que j 'avais vivement appelé au secours ; mais tous mes voisins avaient refusé de me venir en aide, fidèles en cela aux habitudes de l'homme civilisé, qui ne veut jamais, je ne sais pourquoi, se mêler des affaires d'un pendu. Enfin vint un médecin qui déclara que l'enfant était mort depuis plusieurs heures. Quand plus tard, nous eûmes à le déshabiller pour l'ensevelissement, la rigidité cadavérique était telle que, désespérant de fléchir les membres, nous dûmes lacérer et couper les vêtements pour les lui enlever. " Le commissaire, à qui, naturellement, je dus déclarer l'accident, me regarda de travers, et dit : " Voilà qui est louche ! " mû sans doute par un désir invétéré et une habitude d'état de faire peur, à tout hasard, aux innocents comme aux coupables. " Restait une tâche suprême à accomplir, dont la seule pensée me causait une angoisse terrible : il fallait avertir les parents. Mes pieds refusaient de m'y conduire. Enfin j'eus ce courage. Mais à mon grand étonnement, la mère fut impassible, pas une larme ne suinta du coin de son oeil. J'attribuai cette étrangeté à l'horreur même qu'elle devait éprouver, et je me souvins de la sentence connue : " Les douleurs les plus terribles sont les douleurs muettes." Quant au père, il se contenta de dire d'un air moitié abruti, moitié rêveur : " Après tout, cela vaut peut-être mieux ainsi; il aurait toujours mal fini ! " " Cependant le corps était étendu sur mon divan, et, assisté d'une servante, je m'occupais des derniers préparatifs, quand la mère entra dans mon atelier. Elle voulait, disait-elle, voir le cadavre de son fils. Je ne pouvais pas, en vérité, l'empêcher de s'enivrer de son malheur et lui refuser cette suprême et sombre consolation. Ensuite elle me pria de lui montrer l'endroit où son petit s'était pendu. " Oh ! non ! madame, - lui répondis-je, - cela vous ferait mal. " Et comme involontairement mes yeux se tournaient vers la funèbre armoire, je m'aperçus, avec un dégoût mêlé d'horreur et de colère, que le clou était resté fiché dans la paroi, avec un long bout de corde qui traînait encore. Je m'élançai vivement pour arracher ces derniers vestiges du malheur, et comme j'allais les lancer au dehors par la fenêtre ouverte, la pauvre femme saisit mon bras et me dit d'une voix irrésistible : " Oh ! monsieur ! laissez-moi cela ! je vous en prie ! je vous en supplie ! " Son désespoir l'avait, sans doute, me parut-il, tellement affolée, qu'elle s'éprenait de tendresse maintenant pour ce qui avait servi d'instrument à la mort de son fils, et le voulait garder comme une horrible et chère relique. - Et elle s'empara du clou et de la ficelle. " Enfin! enfin! tout était accompli. Il ne restait plus qu'à me remettre au travail, plus vivement encore que d'habitude, pour chasser peu à peu ce petit cadavre qui hantait les replis de mon cerveau, et dont le fantôme me fatiguait de ses grands yeux fixes. Mais le lendemain je reçus un paquet de lettres : les unes, des locataires de ma maison, quelques autres des maisons voisines ; l'une, du premier étage; l'autre du second; l'autre, du troisième, et ainsi de suite, les unes en style demi-plaisant, comme cherchant à déguiser sous un apparent badinage la sincérité de la demande ; les autres, lourdement effrontées et sans orthographe mais toutes tendant au même but, c'est-à-dire à obtenir de moi un morceau de la funeste et béatifique corde. Parmi les signataires il y avait, je dois le dire, plus de femmes que d'hommes ; mais tous, croyez-le bien, n'appartenaient pas à la classe infime et vulgaire. J'ai gardé ces lettres. " Et alors, soudainement, une lueur se fit dans mon cerveau, et je compris pourquoi la mère : tenait tant à m'arracher la ficelle et par quel commerce elle entendait se consoler."
XXXI
Les Vocations
Dans un beau jardin où les rayons d'un soleil automnal semblaient s'attarder à plaisir, sous un ciel déjà verdâtre où des nuages d'or flottaient comme des continents en voyage, quatre beaux enfants, quatre garçons, las de jouer sans doute, causaient entre eux. L'un disait : " Hier on m'a mené au théâtre. Dans des palais grands et tristes, au fond desquels on voit la mer et le ciel, des hommes et des femmes, sérieux et tristes aussi, mais bien plus beaux et bien mieux habillés que ceux que nous voyons partout, parlent avec une voix chantante. Ils se menacent, ils supplient, ils se désolent, et ils appuient souvent leur main sur un poignard enfoncé dans leur ceinture. Ah ! c'est bien beau ! Les femmes sont bien plus belles et bien plus grandes que celles qui viennent nous voir à la maison et, quoique avec leurs grands yeux creux et leurs joues enflammées elles aient l'air terrible, on ne peut pas s'empêcher de les aimer. On a peur, on a envie de pleurer, et cependant l'on est content... Et puis, ce qui est plus singulier, cela donne envie d'être habillé de même, de dire et de faire les mêmes choses, et de parler avec la même voix..." L'un des quatre enfants, qui depuis quelques secondes n'écoutait plus le discours de son cama- rade et observait avec une fixité étonnante je ne sais quel point du ciel, dit tout à coup : " Regardez, regardez là-bas... ! Le voyez-vous? Il est assis sur ce petit nuage isolé, ce petit nuage couleur de feu, qui marche doucement. Lui aussi, on dirait qu'il nous regarde." " Mais qui donc? " demandèrent les autres. " Dieu! " répondit-il avec un accent parfait de conviction. " Ah ! il est déjà bien loin ; tout à l'heure, vous ne pourrez plus le voir. Sans doute il voyage, pour visiter tous les pays. Tenez, il va passer derrière cette rangée d'arbres qui est presque à l'horizon... et maintenant il descend derrière le clocher... Ah ! on ne le voit plus! " Et l'enfant resta longtemps tourné du même côté, xant sur la ligne qui sépare la terre du ciel des yeux où brillait une inexplicable expression d'extase et de regret. " Est-il bête, celui-là, avec son bon Dieu, que lui seul peut apercevoir! " dit alors le troisième, dont toute la petite personne était marquée d'une vivacité et d'une vitalité singulières. " Moi, je vais vous raconter comment il m'est arrivé quelque chose qui ne vous est jamais arrivé, et qui est un peu plus intéressant que votre théâtre et vos nuages. - Il y a quelques jours, mes parents m'ont emmené en voyage avec eux, et, comme dans l'auberge où nous nous sommes arrêtés, il n'y avait pas assez de lits pour nous tous, il a été décidé que je dormirais dans le même lit que ma bonne. " - Il attira ses camarades près de lui, et parla d'une voix plus basse. - " Ca fait un singulier effet, allez, de n'être pas couché seul et d'être dans un lit avec sa bonne, dans les ténèbres. Comme je ne dormais pas, je me suis amusé, pendant qu'elle dormait, à passer ma main sur ses bras, sur son cou et sur ses épaules. Elle a les bras et le cou bien plus gros que toutes les autres femmes, et la peau en est si douce, si douce, qu'on dirait du papier à lettre ou du papier de soie. J'y avais tant de plaisir que j'aurais longtemps continué, si je n'avais pas eu peur, peur de la réveiller d'abord, et puis encore peur de je ne sais quoi. Ensuite j'ai fourré ma tête dans ses cheveux qui pendaient dans son dos, épais comme une crinière, et ils sentaient aussi bon, je vous assure, que les fleurs du jardin, à cette heure-ci. Essayez, quand vous pourrez, d'en faire autant que moi, et vous verrez! " Le jeune auteur de cette prodigieuse révélation avait, en faisant son récit, les yeux écarquillés par une sorte de stupéfaction de ce qu'il éprouvait encore, et les rayons du soleil couchant, en glissant à travers les boucles rousses de sa chevelure ébouriffée, y allumaient comme une auréole sulfureuse de passion. Il était facile de deviner que celui-là ne perdrait pas sa vie à chercher la Divinité dans les nuées, et qu'il la trouverait fréquemment ailleurs. Enfin le quatrième dit : " Vous savez que je ne m'amuse guère à la maison; on ne me mène jamais au spectacle ; mon tuteur est trop avare : Dieu ne s'occupe pas de moi et de mon ennui, et je n'ai pas une belle bonne pour me dorloter. Il m'a souvent semblé que mon plaisir serait d'aller toujours droit devant moi, sans savoir où, sans que personne s'en inquiète, et de voir toujours des pays nouveaux. Je ne suis jamais bien nulle part, et je crois toujours que je serais mieux ailleurs que là où je suis. Eh bien! j'ai vu, à la dernière foire du village voisin, trois hommes qui vivent comme je voudrais vivre. Vous n'y avez pas fait attention, vous autres. Ils étaient grands, presque noirs et très fiers, quoique en guenilles, avec l'air de n'avoir besoin de personne. Leurs grands yeux sombres sont devenus tout à fait brillants pendant qu'ils faisaient de la musique; une musique si surprenante qu'elle donne envie tantôt de danser, tantôt de pleurer, ou de faire les deux à la fois, et qu'on deviendrait comme fou si on les écoutait trop longtemps. L'un, en traînant son archet sur son violon, semblait raconter son chagrin, et l'autre, en faisant sautiller son petit marteau sur les cordes d'un petit piano suspendu à son cou par une courroie, avait l'air de se moquer de la plainte de son voisin, tandis que le troisième choquait de temps à autre ses cymbales avec une violence extraordinaire. Ils étaient si contents d'eux-mêmes, qu'ils ont continué à jouer leur musique de sauvages, même après que la foule s'est dispersée. Enfin ils ont ramassé leurs sous, ont chargé leur bagage sur leur dos, et sont partis. Moi, voulant savoir où ils demeuraient, je les ai suivis de loin, jusqu'au bord de la forêt, où j'ai compris seulement alors qu'ils ne demeuraient nulle part. Alors l'un a dit : " Faut-il déployer la tente? " Ma foi ! non! " a répondu l'autre, " il fait une si belle nuit! " Le troisième disait en comptant la recette : " Ces gens-là ne sentent pas la musique, et leurs femmes dansent comme des ours. Heureusement, avant un mois nous serons en Autriche, où nous trouverons un peuple plus aimable. " " Nous ferions peut-être mieux d'aller vers l'Espagne, car voici la saison qui s'avance ; fuyons avant les pluies et ne mouillons que notre gosier ", a dit un des deux autres. " J'ai tout retenu, comme vous voyez. Ensuite ils ont bu chacun une tasse d'eau-de-vie et se sont endormis, le front tourné vers les étoiles. J'avais eu d'abord envie de les prier de m'emmener avec eux et de m'apprendre à jouer de leurs instruments ; mais je n'ai pas osé, sans doute parce qu'il est toujours très difficile de se décider à n'importe quoi, et aussi parce quej'avais peur d'être rattrapé avant d'être hors de France. " L'air peu intéressé des trois autres camarades me donna à penser que ce petit était déjà un incompris. Je le regardais attentivement ; il y avait dans son oeil et dans son front ce je ne sais quoi de précocement fatal qui éloigne généralement la sympathie, et qui, je ne sais pourquoi, excitait la mienne, au point que j'eus un instant l'idée bizarre que je pouvais avoir un frère à moi-même inconnu. Le soleil s'était couché. La nuit solennelle avait pris place. Les enfants se séparèrent, chacun allant, à son insu, selon les circonstances et les hasards, mûrir sa destinée, scandaliser ses proches et graviter vers la gloire ou vers le déshonneur.
XXXII
Le thyrse
A FRANZ LISZT
Qu'est-ce qu'un thyrse ? Selon le sens moral et poétique, c'est un emblème sacerdotal dans la main des prêtres ou des prêtresses célébrant la divinité dont ils sont les interprètes et les serviteurs. Mais physiquement ce n'est qu'un bâton, un pur bâton, perche à houblon, tuteur de vigne, sec. dur et droit. Autour de ce bâton, dans des méandres capricieux, se jouent et folâtrent des tiges et des fleurs, celles-ci sinueuses et fuyardes, celles-là penchées comme des cloches ou des coupes renversées. Et une gloire étonnante jaillit de cette complexité de lignes et de couleurs, tendres ou éclatantes. Ne dirait-on pas que la ligne courbe et la spirale font leur cour à la ligne droite et dansent autour dans une muette adoration? Ne dirait-on pas que toutes ces corolles délicates, tous ces calices, explosions de senteurs et de couleurs, exécutent un mystique fandango autour du bâton hiératique? Et quel est, cependant, le mortel imprudent qui osera décider si les fleurs et les pampres ont été faits pour le bâton, ou si le bâton n'est que le prétexte pour montrer la beauté des pampres et des fleurs ? Le thyrse est la représentation de votre étonnante dualité, maître puissant et vénéré, cher Bacchant de la Beauté mystérieuse et passionnée. Jamais nymphe exaspérée par l'invincible Bacchus ne secoua son thyrse sur les têtes de ces compagnes affolées avec autant d'énergie et de caprice que vous agitez votre génie sur les coeurs de vos frères. - Le bâton, c'est votre volonté, droite, ferme et inébranlable; les fleurs, c'est la promenade de votre fantaisie autour de votre volonté; c'est l'élément féminin exécutant autour du mâle ses prestigieuses pirouettes. Ligne droite et ligne arabesque, intention et expression, raideur de la volonté, sinuosité du verbe, unité du but, variété des moyens, amalgame tout-puissant et indivisible du génie, quel analyste aura le détestable courage de vous diviser et de vous séparer? Cher Liszt, à travers les brumes, par-delà les fleuves, par-dessus les villes où les pianos chantent votre gloire, où l'imprimerie traduit votre sagesse, en quelque lieu que vous soyez, dans les splendeurs de la ville éternelle ou dans les brumes des pays rêveurs que console Gambrinus, improvisant des chants de délectation ou d'ineffable douleur, ou confiant au papier vos méditations abstruses, chantre de la Volupté et de l'Angoisse éternelles, philosophe, poète et artiste, je vous salue en l'immortalité !
XXXIII
Enivrez-vous
Il faut être toujours ivre. Tout est là : c'est l'unique question. Pour ne pas sentir l'horrible fardeau du temps qui brise vos épaules et vous penche vers la terre, il faut vous enivrer sans trêve. Mais de quoi? De vin, de poésie ou de vertu, à votre guise. Mais enivrez - vous. Et si quelquefois, sur les marches d'un palais, sur l'herbe verte d'un fossé, dans la solitude morne de votre chambre, vous vous réveillez, l'ivresse déjà diminuée ou disparue, demandez au vent, à la vague, à l'étoile, à l'oiseau, à l'horloge, à tout ce qui fuit, à tout ce qui gémit, à tout ce qui roule, à tout ce qui chante, à tout ce qui parle, demandez quelle heure il est ; et le vent, la vague, l'étoile, l'oiseau, l'horloge, vous répondront : "Il est l'eure de s'enivrer ! Pour n'être pas les esclaves martyrisés du temps, enivrez-vous sans cesse ! De vin, de poésie ou de vertu, à votre guise.
XXXIV
Déjà
Cent fois déjà le soleil avait jailli, radieux ou attristé, de cette cuve immense de la mer dont les bords ne se laissent qu'à peine apercevoir ; cent fois il s'était replongé, étincelant ou morose, dans son immense bain du soir Depuis nombre de jours, nous pouvions contempler l'autre côté du firmament et déchiffrer l'alphabet céleste des antipodes. Et chacun des passagers gémissait et grognait. On eût dit que l'approche de la terre exaspérait leur souffrance." Quand donc ", disaient-ils, " cesserons-nous de dormir un sommeil secoué par la lame, troublé par un vent qui ronfle plus haut que nous ? quand pourrons-nous manger de la viande qui ne soit pas salée comme l'élément infâme qui nous porte ? quand pourrons-nous digérer dans un fauteuil immobile ?" Il y en avait qui pensaient à leur foyer, qui regrettaient leurs femmes infidèles et maussades, et leur progéniture criarde. Tous étaient si affolés par l'image de la terre absente, qu'ils auraient, je crois, mangé de l'herbe avec plus d'enthousiasme que les bêtes. Enfin un rivage fut signalé; et nous vîmes, en approchant, que c'était une terre magnifique, éblouissante. Il semblait que les musiques de la vie s'en détachaient en un vague murmure, et que de ces côtes, riches en verdures de toute sorte, s'exhalait, jusqu'à plusieurs lieues, une délicieuse odeur de fleurs et de fruits. Aussitôt chacun fut joyeux, chacun abdiqua sa mauvaise humeur. Toutes les querelles furent oubliées, tous les torts réciproques pardonnés ; les duels convenus furent rayés de la mémoire, et les rancunes s'envolèrent comme des fumées. Moi seul j'étais triste, inconcevablement triste. semblable à un prêtre à qui on arracherait sa divinité, je ne pouvais, sans une navrante amertume, me détacher de cette mer si infiniment variée dans son effrayante simplicité, et qui semble contenir en elle et représenter par ses jeux, ses allures, ses colères et ses sourires, les humeurs, les agonies et les extases de toutes les âmes qui ont vécu, qui vivent et qui vivront. En disant adieu à cette incomparable beauté, je me sentais abattu jusqu'à la mort ; et c'est pourquoi, quand chacun de mes compagnons dit : "enfin !" je ne pus crier que : "déjà !" Cependant c'était la terre, la terre avec ses bruits, ses passions, ses commodités, ses fêtes ; c'était une terre riche et magnifique, pleine de promesses, qui nous envoyait un mystérieux parfum de rose et de musc, et d'où les musiques de la vie nous arrivaient en un amoureux murmure.
XXXV
Les Fenêtres
Celui qui regarde du dehors à travers une fenêtre ouverte, ne voit jamais autant de choses que celui qui regarde une fenêtre fermée. Il n'est pas d'objet plus profond, plus mystérieux, plus profond, plus fécond, plus ténébreux, plus éblouissant, qu'une fenêtre éclairée d'une chandelle. Ce qu'on peut voir au soleil est toujours moins intéressant que ce qui se passe derrière une vitre. Dans ce trou noir ou lumineux vit la vie, rêve la vie, souffre la vie. Par delà des vagues de toits, j'aperçois une femme mûre, ridée déjà, pauvre, toujours penchée sur quelque chose, et qui ne sort jamais. Avec son visage, avec son vêtement, avec son geste, avec presque rien, j'ai refait l'histoire de cette femme, ou plutôt sa légende, et quelquefois je me la raconte à moi-même en pleurant. Si c'eût été un pauvre vieux homme, j'aurais refait la sienne tout aussi aisément. Et je me couche, fier d'avoir vécu et souffert dans d'autres que moi-même. Peut-être me direz-vous : "Es-tu sûr que cette légende soit la vraie ?" Qu'importe ce que peut être la réalité placée hors de moi, si elle m'a aidé à vivre, à sentir que je suis et ce que je suis ?
XXXVI
Le Désir de peindre
Malheureux peut être l'homme, mais heureux l'artiste que le désir déchire. Je brûle de peindre celle qui m'est apparue si rarement et qui a fui si vite comme une belle chose regrettable derrière le voyageur emporté dans la nuit. Comme il y a longtemps déjà qu'elle a disparu! Elle est belle, et plus que belle ; elle est surprenante. En elle le noir abonde et tout ce qu'elle inspire est nocturne et profond. Ses yeux sont deux antres où scintille vaguement le mystère, et son regard illumine comme l'éclair: c'est une explosion dans les ténèbres. Je la comparerais à un soleil noir, si l'on pouvait concevoir un astre noir versant la lumière et le bonheur, mais elle fait plus volontiers penser à la lune qui sans doute l'a marquée de sa redoutable influence ; non pas la lune blanche des idylles qui ressemble à une froide mariée, mais la lune sinistre et enivrante suspendue au fond d'une nuit orageuse et bousculée par les nuées qui courent ; non pas la lune paisible et discrète visitant le sommeil des hommes purs, mais la lune arrachée du ciel vaincue et révoltée que les sorcières thessaliennes contraignent durement à danser sur l'herbe terrifiée ! Dans son petit front habitent la volonté tenace et l'amour de la proie. Cependant au bas de ce visage inquiétant où des narines mobiles aspirent l'inconnu et l'impossible, éclate avec une grâce inexprimable le rire d'une grande bouche, rouge et blanche,et délicieuse qui fait rêver au miracle d'une superbe fleur éclose dans un terrain volcanique. Il y a des femmes qui inspirent l'envie de les vaincre et de jouir d'elles mais celle-ci donne le désir de mourir lentement sous son regard.
XXXVII
Les Bienfaits de la Lune
La lune qui est le caprice même regarda par la fenêtre pendant que tu dormais dans ton berceau, et se dit : " Cette enfant me plaît " Et elle descendit moelleusement son escalier de nuages, et passa sans bruit à travers les vitres. Puis elle s'étendit sur toi avec la tendresse souple d'une mère et elle déposa ses couleurs sur ta face. Tes prunelles en sont restées vertes et tes joues extraordinairement pâles. C'est en contemplant cette visiteuse que tes yeux se sont si bizarrement agrandis ; et elle t'a si tendrement serrée à la gorge que tu en as gardé pour toujours l'envie de pleurer. Cependant dans l'expansion de sa joie, la lune remplissait toute la chambre comme une atmosphère phosphorique, comme un poison lumineux et toute cette lumière vivante pensait et disait: " Tu subiras éternellement l'influence de mon baiser. Tu seras belle à ma manière ; tu aimeras ce que j'aime et ce qui m'aime: l'eau, les nuages, le silence et la nuit ; la mer immense et verte ; l'eau informe et multiforme, le lieu où tu ne seras pas; l'amant que tu ne connaîtras pas ; les fleurs monstrueuses ; les parfums qui font délirer ; les chats qui se pâment sur les pianos et qui gémissent comme des femmes, d'une voix rauque et douce ! "Et tu seras aimée de mes amants, courtisée par mes courtisans Tu seras la reine des hommes aux yeux verts dont j'ai serré aussi la gorge dans mes caresses nocturnes ; de ceux-là qui aiment la mer, la mer immense, tumultueuse et verte, l'eau informe et multiforme, le lieu où ils ne sont pas ; la femme qu'ils ne connaissent pas ; les fleurs sinistres qui ressemblent aux encensoirs d'une religion inconnue, les parfums qui troublent la volonté, et les animaux sauvages et voluptueux qui sont les emblèmes de leur folie ! Et c'est pour cela, maudite chère enfant gâtée que je suis maintenant couché à tes pieds, cherchant dans toute ta personne le reflet de la redoutable divinité, de la fatidique marraine, de la nourrice empoisonneuse de tous les lunatiques !
XXXVIII
Laquelle est la vraie ?
J'ai connu une certaine Bénédicta, qui remplissait l'atmosphère d'idéal, et dont les yeux répandaient le désir de la grandeur, de la beauté, de la gloire et de tout ce qui fait croire à l'immortalité. Mais cette fille miraculeuse était trop belle pour vivre longtemps ; aussi est-elle morte quelques jours après que j'eus fait sa connaissance, et c'est moi-même qui l'ai enterrée, un jour que le printemps agitait son encensoir jusque dans les cimetières. C'est moi qui l'ai enterrée, bien close dans une bière d'un bois parfumé et incorruptible comme les coffres de l'Inde. Et comme mes yeux restaient fichés sur le lieu où était enfoui mon trésor, je vis subitement une petite personne qui ressemblait singulièrement à la défunte, et qui, piétinant sur la terre fraîche, avec une violence hystérique et bizarre disait, en éclatant de rire : " C'est moi, la vraie Bénédicta ! C'est moi, une fameuse canaille ! Et pour la punition de ta folie et de ton aveuglement, tu m'aimeras telle que je suis ! " Mais moi, furieux, j'ai répondu : "non ! non ! non !" et, pour mieux accentuer mon refus, j'ai frappé si violemment la terre, que ma jambe s'est enfoncée jusqu'au genou dans la sépulture récente, et que, comme un loup pris au piège, je reste attaché, pour toujours peut-être, à la fosse de l'idéal.
XXXIX
Un Cheval de race
Elle est bien laide. elle est délicieuse pourtant ! Le Temps et l'Amour l'ont marquée de leurs griffes et lui ont cruellement enseigné ce que chaque minute et chaque baiser emportent de jeunesse et de fraîcheur. Elle est vraiment laide ; elle est fourmi, araignée, si vous voulez, squelette même ; mais aussi elle breuvage, magistère, sorcellerie ! en somme, elle est exquise. Le Temps n'a pu rompre l'harmonie pétillante de sa démarche ni l'élégance indestructible de son armature. L'Amour n'a pas altéré la suavité de son haleine d'enfant ; et le Temps n'a rien arraché de son abondante crinière d'où s'exhale en fauves parfums toute la vitalité endiablée du midi français : Nîmes, Aix, Arles, Avignon, Narbonne, Toulouse, villes bénies du soleil, amoureuses et charmantes. Le Temps et l'Amour l'ont vraiment mordue à belles dents ; ils n'ont rien diminué du charme vague, mais éternel, de sa poitrine garçonnière. Usée peut-être, mais non fatiguée, et toujours héroïque, elle fait penser à ces chevaux de grande race que l'oeil du véritable amateur reconnaît, même attelés à un carrosse de louage ou à un lourd chariot. Et puis elle est si douce et si fervente ! Elle aime comme on aime en automne ; on dirait que les approches de l'hiver allument dans son coeur un feu nouveau et la servilité de sa tendresse n'a jamais rien de fatigant.
XL
Le miroir
Un homme épouvantable entre et se regarde dans la glace. " - Pourquoi vous regardez-vous au miroir, puisque vous ne pouvez vous y voir qu'avec déplaisir ? L'homme épouvantable me répond :"Monsieur d'après les immortels principes de , tous les hommes sont égaux en droit ; donc je possède le droit de me mirer ; avec plaisir ou déplaisir, cela ne regarde que ma conscience " Au nom du bon sens, j'avais sans doute raison ; mais au point de vue de la loi, il n'avait pas tort.
XLI
Le port
Un port est un charmant séjour pour une âme fatiguée des luttes de la vie. L'ampleur du ciel, l'architecture mobile des nuages, les colorations changeantes de la mer, le scintillement des phares, sont un prisme merveilleusement propre à amuser les yeux sans jamais les lasser. Les formes élancées des navires, au gréement compliqué, auxquels la houle imprime des oscillations harmonieuses, servent à entretenir dans l'âme le goût du rythme et de la beauté. Et puis surtout, il y a une sorte de plaisir mystérieux et aristocratique pour celui qui n'a plus ni curiosité, ni ambition, à contempler, couché dans le belvédère ou accoudé sur le môle, tous ces mouvements de ceux qui partent et de ceux qui reviennent, de ceux qui ont encore la force de vouloir, le désir de voyager ou de s'enrichir.
XLII
Portraits de maîtresses
Dans un boudoir d'hommes, c'est-à-dire dans un fumoir attenant à un élégant tripot, quatre hommes fumaient et buvaient. Ils n'étaient précisément ni jeunes ni vieux, ni beaux ni laids; mais vieux ou jeunes, ils portaient cette distinction non méconnaissable des vétérans de la joie, cet indescriptible je ne sais quoi, cette tristesse froide et railleuse qui dit clairement : " Nous avons fortement vécu, et nous cherchons ce que nous pourrions aimer et estimer. " L'un d'eux jeta la causerie sur le sujet des femmes. Il eût été plus philosophique de n'en pas parler du tout ; mais il y a des gens d'esprit qui, après boire, ne méprisent pas les conversations banales. On écoute alors celui qui parle, comme on écouterait de la musique de danse. " Tous les hommes, disait celui-ci, ont eu l'âge de Chérubin: c'est l'époque où, faute de dryades, on embrasse, sans dégoût, le tronc des chênes. C'est le premier degré de l'amour. Au second degré, on commence à choisir. Pouvoir délibérer, c'est déjà une décadence. C'est alors qu'on recherche décidément la beauté. Pour moi, messieurs, je me fais gloire d'être arrivé, depuis longtemps, à l'époque climatérique du troisième degré où la beauté elle-même ne suffit plus, si elle n'est assaisonnée par le parfum, la parure, et caetera. J'avouerai même que j'aspire quelquefois, comme à un bonheur inconnu, à un certain quatrième degré qui doit marquer le calme absolu. Mais, durant toute ma vie, excepté à l'âge de Chérubin, j'ai été plus sensible que tout autre à l'énervante sottise, à l'irritante médiocrité des femmes. Ce que j'aime surtout dans les animaux, c'est leur candeur. Jugez donc combien j'ai dû souffrir par ma dernière maîtresse. " C'était la bâtarde d'un prince. Belle, cela va sans dire ; sans cela, pourquoi l'aurais je prise ? Mais elle gâtait cette grande qualité par une ambition malséante et difforme. C'était une femme qui voulait toujours faire l'homme. " Vous n'êtes pas un homme ! Ah! si j'étais un homme ! De nous deux, c'est moi qui suis l'homme! " Tels étaient les insupportables refrains qui sortaient de cette bouche d'où je n'aurais voulu voir s'envoler que des chansons. A propos d'un livre, d'un poème, d'un opéra pour lequel je laissais échapper mon admiration : " Vous croyez peut-être que cela est très fort ? disait-elle aussitôt ; " est-ce que vous vous connaissez en force ?" et elle argumentait. " Un beau jour elle s'est mise à la chimie ; de sorte qu'entre ma bouche et la sienne je trouvai désormais un masque de verre. Avec tout cela, fort bégueule. Si parfois je la bousculais par un geste un peu trop amoureux, elle se convulsait comme une sensitive violée... - Comment cela a-t-il fini ? dit l'un des trois autres. Je ne vous savais pas si patient. - Dieu, reprit-il, mit le remède dans le mal. Un jour je trouvai cette Minerve, affamée de force idéale, en tête-à-tête avec mon domestique, et dans une situation qui m'obligea à me retirer discrètement pour ne pas les faire rougir. Le soir, je les congédiai tous les deux, en leur payant les arrérages de leurs gages. - Pour moi, reprit l'interrupteur, je n'ai à me plaindre que de moi-même. Le bonheur est venu habiter chez moi, et je ne l'ai pas reconnu. La destinée m'avait, en ces derniers temps, octroyé la jouissance d'une femme qui était bien la plus douce, la plus soumise et la plus dévouée des créatures, et toujours prête ! et sans enthousiasme ! " Je le veux bien, puisque cela vous est agréable. " C'était sa réponse ordinaire. Vous donneriez la bastonnade à ce mur ou à ce canapé, que vous en tireriez plus de soupirs que n'en tiraient du sein de ma maîtresse les élans de l'amour le plus forcené. Après un an de vie commune, elle m'avoua qu'elle n'avait jamais connu le plaisir. Je me dégoûtai de ce duel inégal, et cette fille incomparable se maria. J'eus plus tard la fantaisie de la revoir, et elle me dit, en me montrant six beaux enfants : " Eh bien! mon cher ami, l'épouse est " encore aussi vierge que l'était votre maîtresse. " Rien n'était changé dans cette personne. Quelquefois je la regrette : j'aurais dû l'épouser. " Les autres se mirent à rire, et un troisième dit à son tour: " Messieurs,j'ai connu des jouissances que vous avez peut-être négligées. Je veux parler du comique dans l'amour, et d'un comique qui n'exclut pas l'admiration. J'ai plus admiré ma dernière maîtresse que vous n'avez pu, je crois, haïr ou aimer les vôtres. Et tout le monde l'admirait autant que moi. Quand nous entrions dans un restaurant, au bout de quelques minutes, chacun oubliait de manger pour la contempler. Les garçons eux-mêmes et la dame du comptoir ressentaient cette extase contagieuse jusqu'à oublier leurs devoirs. Bref, j'ai vécu quelque temps en tête-à-tête avec un phénomène vivant. Elle mangeait, mâchait, broyait, dévorait, engloutissait, mais avec l'air le plus léger et le plus insouciant du monde. Elle m'a tenu ainsi longtemps en extase. Elle avait une manière douce, rêveuse, anglaise et romanesque de dire : " J'ai faim ! " Et elle répétait ces mots jour et nuit en montrant les plus jolies dents du monde, qui vous eussent attendris et égayés à la fois. - J'aurais pu faire ma fortune en la montrant dans les foires comme monstre polyphage. Je la nourrissais bien ; et cependant elle m'a quitté... - Pour un fournisseur aux vivres, sans doute? - Quelque chose d'approchant, une espèce d'employé dans l'intendance qui, par quelque tour de bâton à lui connu, fournit peut-être à cette pauvre enfant la ration de plusieurs soldats. C'est du moins ce que j'ai supposé... - Moi, dit le quatrième, j'ai enduré des souffrances atroces par le contraire de ce qu'on reproche en général à l'égoïste femelle. Je vous trouve mal venus, trop fortunés mortels, à vous plaindre des imperfections de vos maîtresses ! " Cela fut dit d'un ton fort sérieux, par un homme d'aspect doux et posé, d'une physionomie presque cléricale, malheureusement illuminée par des yeux d'un gris clair, de ces yeux dont le regard dit : " Je veux ! " ou : " Il faut ! " ou bien : " Je ne pardonne jamais! " " Si, nerveux comme je vous connais, vous, G..., lâches et légers comme vous êtes, vous deux K... et J..., vous aviez été accouplés à une certaine femme de ma connaissance, ou vous vous seriez enfuis, ou vous seriez morts. Moi, j'ai survécu, comme vous voyez. Figurez-vous une personne incapable de commettre une erreur de sentiment ou de calcul; figurez-vous une sérénité désolante de caractère; un dévouement sans comédie et sans emphase ; une douceur sans faiblesse ; une énergie sans violence. L'histoire de mon amour ressemble à un interminable voyage sur une surface pure et polie, comme un miroir, vertigineusement monotone, qui aurait réfléchi tous mes sentiments et mes gestes avec l'exactitude ironique de ma propre conscience, de sorte que je ne pouvais pas me permettre un geste ou un sentiment déraisonnable sans apercevoir immédiatement le reproche muet de mon inséparable spectre. L'amour m'apparaissait comme une tutelle. Que de sottises elle m'a empêché de faire, que je regrette de n'avoir pas commises! Que de dettes payées malgré moi ! Elle me privait de tous les bénéfices que j'aurais pu tirer de ma folie personnelle. Avec une froide et infranchissable règle, elle barrait tous mes caprices. Pour comble d'horreur, elle n'exigeait pas de reconnaissance, le danger passé. Combien de fois ne me suis-je pas retenu de lui sauter à la gorge, en lui criant : " Sois donc imparfaite, misérable! afin que je puisse t'aimer sans malaise et sans colère. " Pendant plusieurs années, je l'ai admirée, le coeur plein de haine. Enfin, ce n'est pas moi qui en suis mort ! - Ah ! firent les autres, elle est donc morte ? - Oui ! cela ne pouvait continuer ainsi. L'amour était devenu pour moi un cauchemar accablant. Vaincre ou mourir, comme dit la Politique, telle était l'alternative que m'imposait la destinée ! Un soir, dans un bois... au bord d'une mare... après une mélancolique promenade où ses yeux, à elle, réfléchissaient la douceur du ciel, et où mon coeur, à moi, était crispé comme l'enfer...- Quoi !- Comment !- Que voulez-vous dire ?- C'était inévitable. J'ai trop le sentiment de l'équité pourbattre, outrager ou congédier un serviteur irréprochable. Maisil fallait accorder ce sentiment avec l'horreur que cet êtrem'inspirait ; me débarrasser de cet être sans lui manquer derespect. Que vouliez-vous que je fisse d'elle, puisqu'elleétait parfaite? "Les trois autres compagnons regardèrent celui-ci avec unregard vague et légèrement hébété, comme feignant de ne pascomprendre et comme avouant implicitement qu'ils ne sesentaient pas, quant à eux, capables d'une action aussirigoureuse, quoique suffisamment expliquée d'ailleursEnsuite on fit apporter de nouvelles bouteilles, pour tuerle Temps qui a la vie si dure, et accélérer la Vie qui coule silentement.
XLIII
Le galant tireur
Comme la voiture traversait le bois, il la fit arrêter dans le voisinage d'un tir, disant qu'il lui serait agréable de tirer quelques balles pour tuer le Temps. Tuer ce monstre-là, n'est-ce pas l'occupation la plus ordinaire et la plus légitime de chacun ? - Et il offrit galamment la main à sa chère, délicieuse et exécrable femme, à cette mystérieuse femme à laquelle il doit tant de plaisirs, tant de douleurs, et peut-être aussi une grande partie de son génie.Plusieurs balles frappèrent loin du but proposé ; l'une d'elles s'enfonça même dans le plafond ; et comme la charmante créature riait follement, se moquant de la maladresse de son époux, celui-ci se tourna brusquement vers elle, et lui dit : "Observez cette poupée, là-bas, à droite, qui porte le nez en l'air et qui a la mine si hautaine. Et bien ! cher ange, je me figure que c'est vous." Et il ferma les yeux et il lâcha la détente. La poupée fut nettement décapitée. Alors s'inclinant vers sa chère, sa délicieuse, son exécrable femme, son inévitable et impitoyable Muse, et lui baisant respectueusement la main, il ajouta : "Ah ! mon cher ange, combien je vous remercie de mon adresse !"
XLIV
La soupe et les nuages
Ma petite folle bien-aimée me donnait à dîner, et par la fenêtre ouverte de la salle à manger, je contemplais les mouvantes architectures que Dieu fait avec les vapeurs, les merveilleuses constructions de l'impalpable. Et je me disais à travers ma contemplation :" Toutes ces fantasmagories sont presque aussi belles que les yeux de ma belle bien-aimée, la petite folle monstrueuse aux yeux verts" Et tout à coup je reçus un violent coup de poing dans le dos, et j'entendis une voix rauque et charmante, une voix hystérique et comme enrouée par l'eau-de-vie, la voix de ma chère petite bien - aimée, qui disait :"Allez-vous bientôt manger votre soupe, sacré bougre de marchand de nuages ?
XLV
Le tir et le cimetière
A la vue du cimetière, estaminet. - "singulière enseigne, - se dit notre promeneur, - mais bien faite pour donner soif ! A coup sûr, le maître de ce cabaret sait apprécier Horace et les poètes élèves d'Epicure. Peut-être même connaît-il le raffinement profond des anciens Egyptiens, pour qui il n'y avait pas de bon festin sans squelette, ou sans un emblème quelconque de la brièveté de la vie. "Et il entra, but un verre de bière en face des tombes, et fuma lentement un cigare. Puis, la fantaisie le prit de descendre dans ce cimetière, dont l'herbe était si haute et si invitante, et où régnait un si riche soleil.
En effet, la lumière et la chaleur y faisaient rage, et l'on eût dit que le soleil ivre se vautrait tout de son long sur un tapis de fleurs magnifiques, engraissées par la destruction. Un immense bruissement de vie remplissait l'air, - la vie des infiniments petits, - coupés à intervalles réguliers par la crépitation des coups de feu d'un tir voisin, qui éclataient comme l'explosion des bouchons de champagne dans le bourdonnement d'une symphonie en sourdine.Alors, sous le soleil qui lui chauffait le cerveau et dans l'atmosphère des ardents parfums de la mort,il entendit une voix chuchoter sous la tombe où il était assis.Et cette voix disait: "Maudites soient vos cibles et vos carabines, turbulents vivants, qui vous souciez si peu des défunts et de leur divin repos! Maudites soient vos ambitions, maudits soient vos calculs, mortels impatients, qui venez étudier l'art de tuer auprès du sanctuaire de la mort ! Si vous saviez comme le prix est facile à gagner, comme le but est facile à toucher, et comme tout est néant, excepté la mort, vous ne vous fatigueriez pas tant, laborieux vivants, et vous troubleriez moins souvent le sommeil de ceux qui, depuis longtemps, ont mis dans le but, dans le seul vrai but de la détestable vie !"
XLVI
Perte d'auréole
Eh ! quoi ! vous ici, mon cher ? vous dans un mauvais lieu ! vous, le buveur de quintessences ! vous le buveur d'ambroisie ! en vérité, il y a là de quoi me surprendre.- Mon cher, vous connaissez ma terreur des chevaux et des voitures. Tout à l'heure, comme je traversais le boulevard, en grande hâte, et que je sautillais dans la boue, à travers ce chaos mouvant où la mort arrive au galop de tous les côtés à la fois, mon auréole dans un mouvement brusque a glissé de ma tête dans la fange du macadam. je n'ai pas eu le courage de la ramasser. J'ai jugé moins désagréable de perdre mes insignes que de me faire rompre les os. Et puis, me suis-je dit, à quelque chose malheur est bon. Je puis maintenant me promener incognito, faire des actions basses et me livrer à la crapule comme les simples mortels Et me voici tout semblable à vous, comme vous voyez !- Vous devriez au moins faire afficher cette auréole, ou la faire réclamer par le commissaire.- Ma foi ! non. je me trouve bien ici. vous seul, vous m'avez reconnu. D'ailleurs la dignité m'ennuie. Ensuite je pense avec joie que quelque mauvais poète la ramassera et s'en coiffera impudemment. Faire un heureux, quelle jouissance ! et surtout un heureux qui me fera rire ! Pensez à X ou à Z ! hein ! comme ce sera drôle !
XLVII
Mademoiselle Bistouri
Comme j'arrivais à l'extrémité du faubourg, sous les éclairs du gaz, je sentis un bras qui se coulait doucement sous le mien, et j'entendis une voix qui me disait à l'oreille :" Vous êtes médecin, monsieur ? " Je regardai ; c'était une grande fille, robuste, aux yeux très ouverts, légèrement fardée, les cheveux flottant au vent avec les brides de son bonnet." - Non; je ne suis pas médecin. Laissez-moi passer. - Oh ! si ! vous êtes médecin. Je le vois bien. Venez chez moi. Vous serez bien content de moi, allez ! - Sans doute, j'irai vous voir, mais plus tard, après le médecin, que diable!... - Ah! ah! - fit-elle, toujours suspendue à mon bras, et en éclatant de rire, - vous êtes un médecin farceur, j'en ai connu plusieurs dans ce genre-là. Venez. " J'aime passionnément le mystère, parce que j'ai toujours l'espoir de le débrouiller. Je me laissai donc entraîner par cette compagne, ou plutôt par cette énigme inespérée. J'omets la description du taudis ; on peut la trouver dans plusieurs vieux poètes français bien connus. Seulement, détail non aperçu par Régnier, deux ou trois portraits de docteurs célèbres étaient suspendus aux murs. Comme je fus dorloté ! Grand feu, vin chaud, cigares ; et en m'offrant ces bonnes choses et en allumant elle-même un cigare, la bouffonne créature me disait : " Faites comme chez vous, mon ami, mettez-vous à l'aise. Ca vous rappellera l'hôpital et le bon temps de la jeunesse. - Ah çà ! où donc avez-vous gagné ces cheveux blancs ? Vous n'étiez pas ainsi, il n'y a pas encore bien long- temps, quand vous étiez interne de L... Je me souviens que c'était vous qui l'assistiez dans les opérations graves. En voilà un homme qui aime couper, tailler et rogner ! C'était vous qui lui tendiez les instruments, les fils et les éponges. - Et comme, l'opération faite, il disait fièrement, en regardant sa montre : " Cinq minutes, mes- sieurs ! " - Oh ! moi, je vais partout. Je connais bien ces Messieurs. "Quelques instants plus tard, me tutoyant, elle reprenait son antienne, et me disait : " Tu es médecin, n'est-ce pas, mon chat ? " Cet inintelligible refrain me fit sauter sur mes jambes. " Non ! criai-je furieux.- Chirurgien, alors? - Non ! non ! à moins que ce ne soit pour te couper la tête! Sacré saint ciboire de sainte maquerelle ! - Attends, reprit-elle, tu vas voir. " Et elle tira d'une armoire une liasse de,papiers, qui n'était autre chose que la collection des portraits des médecins illustres de ce temps, lithographiés par Maurin, qu'on a pu voir étalée pendant plusieurs années sur le quai Voltaire. " Tiens ! le reconnais-tu celui-ci ? - Oui ! c'est X. Le nom est au bas d'ailleurs; mais je le connais personnellement.- Je savais bien ! Tiens ! voilà Z., celui qui disait à son cours, en parlant de X. : " Ce monstre qui porte sur son visage la noirceur de son âme! " Tout cela, parce que l'autre n'était pas de son avis dans la même affaire ! Comme on riait de ça à l'Ecole, dans le temps ! Tu t'en souviens? - Tiens, voilà K., celui qui dénonçait au gouvernement les insurgés qu'il soignait à son hôpital. C'était le temps des émeutes. Comment est-ce possible qu'un si bel homme ait si peu de coeur ? - Voici maintenant W., un fameux médecin anglais ; je l'ai attrapé à son voyage à Paris. Il a l'air d'une demoiselle, n'est-ce pas? " Et comme je touchais à un paquet ficelé posé aussi sur le guéridon : " Attends un peu, - dit-elle ; ça, c'est les internes, et ce paquet-ci, c'est les externes. " Et elle déploya en éventail une masse d'images photographiques, représentant des physionomies beaucoup plus jeunes." Quand nous nous reverrons, tu me donneras ton portrait, n'est-ce pas, chéri?- Mais, lui dis-je, suivant à mon tour, moi aussi, mon idée fixe, - pourquoi me crois-tu médecin ?- C'est que tu es si gentil et si bon pour les femmes ! - Singulière logique ! me dis-je à moi-même. - Oh ! je ne m'y trompe guère; j'en ai connu un bon nombre. J'aime tant ces messieurs, que, bien que je ne sois pas malade, je vais quelquefois les voir, rien que pour les voir. Il y en a qui me disent froidement : " Vous n'êtes pas malade du tout! " Mais il y en a d'autres qui me comprennent, parce que je leur fais des mines. - Et quand ils ne te comprennent pas...? - Dame! comme je les ai dérangés inutilement, je laisse dix francs sur la cheminée. - C'est si bon et si doux, ces hommes-là ! - J'ai découvert à la Pitié un petit interne, qui est joli comme un ange, et qui est poli ! et qui travaille, le pauvre garçon ! Ses camarades m'ont dit qu'il n'avait pas le sou, parce que ses parents sont des pauvres qui ne peuvent rien lui envoyer. Cela m'a donné confiance. Après tout, je suis assez belle femme, quoique pas trop jeune. Je lui ai dit : " Viens me voir, viens me voir souvent. Et avec moi, ne te gêne pas ; je n'ai pas besoin d'argent. " Mais tu comprends que je lui ai fait entendre ça par une foule de façons ; je ne lui ai pas dit tout crûment ; j'avais si peur de l'humilier, ce cher enfant ! - Eh bien ! croirais-tu que j'ai une drôle d'envie que je n'ose pas lui dire? - Je voudrais qu'il vînt me voir avec sa trousse et son tablier, même avec un peu de sang dessus! "Elle dit cela d'un air fort candide, comme un homme sensible dirait à une comédienne qu'il aimerait : " Je veux vous voir vêtue du costume que vous portiez dans ce fameux rôle que vous avez créé. " Moi, m'obstinant, je repris : " Peux-tu te souvenir de l'époque et de l'occasion où est née en toi cette passion si particulière? "Difficilement je me fis comprendre ; enfin j'y parvins. Mais alors elle me répondit d'un air très triste, et même, autant que je peux me souvenir, en détournant les yeux : " Je ne sais pas... je ne me souviens pas. "
Quelles bizarreries ne trouve-t-on pas dans une grande ville, quand on sait se promener et regarder ? La vie fourmille de monstres innocents. - Seigneur, mon Dieu! vous, le Créateur, vous, le Maître ; vous qui avez fait la Loi et la Liberté ; vous, le souverain qui laissez faire, vous, le juge qui pardonnez ; vous qui êtes plein de motifs et de causes, et qui avez peut-être mis dans mon esprit le goût de l'horreur pour convertir mon coeur, comme la guérison au bout d'une lame ; Seigneur, ayez pitié, ayez pitié des fous et des folles !
O créateur ! peut-il exister des monstres aux yeux de Celui-là seul qui sait pourquoi ils existent, comment ils se sont faits et comment ils auraient pu ne pas se faire ?
XLVIII
N'importe où hors du monde
Anywhere out of the world
Cette vie est un hôpital où chaque malade est possédé du désir de changer de lit. Celui-ci voudrait souffrir en face du poêle, et celui-là croit qu'il guérirait à côté de la fenêtre.Il me semble que je serais toujours bien là où je ne suis pas, et cette question de déménagement en est une que je discute sans cesse avec mon âme " Dis - moi mon âme, pauvre âme refroidie,que penserais-tu d'habiter Lisbonne ? Il doit y faire chaud et tu t'y ragaillardirais comme un lézard. Cette ville est au bord de l'eau ; on dit qu'elle est bâtie en marbre et que le peuple y a une telle haine du végétal,qu'il arrache tous les arbres. Voilà un paysage fait selon ton goût, un paysage fait avec la lumière et le minéral et le liquide pour les réfléchir !Mon âme ne répond pas." Puisque tu aimes tant le repos, avec le spectacle du mouvement, veux - tu venir habiter la Hollande, cette terre béatifiante ? Peut-être te divertiras - tu dans cette contrée dont tu as souvent admiré l'image dans les musées. Que penserais-tu de Rotterdam, toi qui aimes les forêts de mats et les navires amarrés au pied des maisons.Mon âme reste muette.Batavia te sourirait peut-être davantage, nous y trouverions l'esprit de l'Europe marié à la beauté tropicale
Pas un mot. - Mon âme serait - elle morte ?" En es-tu donc venue à ce point d'engourdissement que tu ne te plaises que dans ton mal ? S'il en est ainsi, fuyons vers les pays qui sont les analogies de la Mort -. Je tiens notre affaire, pauvre âme ! nous ferons nos malles pour Tornéo. Allons plus loin encore, à l'extrême bout de la Baltique ; encore plus loin de la vie, si c'est possible ; installons - nous au pôle.Là le soleil ne frise qu'obliquement la terre, et les lentes alternatives de la lumière et de la nuit suppriment la variété et augmentent la monotonie, cette moitié du néant... Là, nous pourrons prendre de longs bains de ténèbres cependant que, pour nous divertir les aurores boréales nous enverrons de temps en temps leurs gerbes roses, comme des reflets d'un feu d'artifice de l'enfer !Enfin, mon âme fait explosion et sagement elle me crie : " N'importe où ! N'importe où ! pourvu que ce soit hors de ce monde !
XLIX
Assommons les Pauvres !
Pendant quinze jours je m'étais confiné dans ma chambre, et je m'étais entouré des livres à la mode dans ce temps-là (il y a seize ou dix-sept ans) ; je veux parler des livres où il est traité de l'art de rendre les peuples heureux, sages et riches, en vingt-quatre heures. J'avais donc digéré, - avalé, veux-je dire, - toutes les élucubrations de tous ces entrepreneurs de bonheur public, - de ceux qui conseillent à tous les pauvres de se faire esclaves, et de ceux qui leur persuadent qu'ils sont tous des rois détrônés. - On ne trouvera pas surprenant que je fusse alors dans un état d'esprit avoisinant le vertige ou la stupidité.Il m'avait semblé seulement que je sentais, confiné au fond de mon intellect, le germe obscur d'une idée supérieure à toutes les formules de bonne femme dont j'avais récemment parcouru le dictionnaire. Mais ce n'était que l'idée d'une idée, quelque chose d'infiniment vague.Et je sortis avec une grande soif. Car le goût passionné des mauvaises lectures engendre un besoin proportionnel du grand air et des rafraîchissants.Comme j'allais entrer dans un cabaret, un mendiant me tendit son chapeau, avec un de ces regards inoubliables qui culbuteraient les trônes, si l'esprit remuait la matière, et si l'oeil d'un magnétiseur faisait mûrir les raisins.
En même temps, j'entendis une voix qui chuchotait à mon oreille, une voix que je reconnus bien ; c'était celle d'un bon Ange, ou d'un bon Démon, qui m'accompagne partout. Puisque Socrate avait son bon Démon, pourquoi n'aurais-je pas mon bon Ange, et pourquoi n'aurais-je pas l'honneur, comme Socrate, d'obtenir mon brevet de folie, signé du subtil Lélut et du bien avisé Baillarger ?Il existe cette différence entre le Démon de Socrate et le mien, que celui de Socrate ne se manifestait à lui que pour défendre, avertir, empêcher, et que le mien daigne conseiller, suggérer, persuader. Ce pauvre Socrate n'avait qu'un Démon prohibiteur ; le mien est un grand affirmateur. le mien est un Démon d'action, ou Démon de combat.Or, sa voix me chuchotait ceci : " Celui-là seul est l'égal d'un autre, qui le prouve, et celui-là seul est digne de la liberté, qui sait la conquérir. "Immédiatement, je sautai sur mon mendiant. D'un seul coup de poing, je lui bouchai un oeil, qui devint, en une seconde, gros comme une balle. Je cassai un de mes ongles à lui briser deux dents, et comme je ne me sentais pas assez fort, étant né délicat et m'étant peu exercé à la boxe, pour assommer rapidement ce vieillard, Je le saisis d'une main par le collet de son habit, de l'autre, je l'empoignai à la gorge, et je me mis à lui secouer vigoureusement la tête contre un mur. Je dois avouer que j'avais préalablement inspecté les environs d'un coup d'oeil, et que j'avais vérifié que dans cette banlieue déserte, je me trouvais, pour un assez long temps, hors de la portée de tout agent de police.
Ayant ensuite, par un coup de pied lancé dans le dos, assez énergique pour briser les omoplates, terrassé ce sexagénaire affaibli, je me saisis d'une grosse branche d'arbre qui traînait à terre, et je le battis avec l'énergie obstinée des cuisiniers qui veulent attendrir un beefsteak.Tout à coup, - ô miracle ! ô jouissance du philosophe qui vérifie l'excellence de sa théorie ! - je vis cette antique carcasse se retourner, se redresser avec une énergie que je n'aurais jamais soupçonnée dans une machine si singulièrement détraquée, et, avec un regard de haine qui me parut de bon augure, le malandrin décrépit se jeta sur moi, me pocha les deux yeux, me cassa quatre dents, et, avec la même branche d'arbre, me battit dru comme plâtre. - Par mon énergique médication, je lui avais donc rendu l'orgueil et la vie.
Alors, je lui fis force signes pour lui faire comprendre que je considérais la discussion comme finie, et me relevant avec la satisfaction d'un sophiste du Portique, je lui dis : " Monsieur, vous êtes mon égal ! veuillez me faire l'honneur de partager avec moi ma bourse ; et souvenez-vous, si vous êtes réellement philanthrope, qu'il faut appliquer à tous vos confrères, quand ils vous demanderont l'aumône, la théorie que j'ai eu la douleur d'essayer sur votre dos. "Il m'a bien juré qu'il avait compris ma théorie, et qu'il obéirait à mes conseils.
L
Les bons chiens
Je n'ai jamais rougi, même devant les jeunes écrivains de mon siècle, de mon admiration pour Buffon ; mais aujourd'hui ce n'est pas l'âme de ce peintre de la nature pompeuse que j'appellerai à l'aide. Non. Bien plus volontiers je m'adresserais à Sterne, et je lui dirais : " Descends du ciel, ou monte vers moi les champs Elyséens, pour m'inspirer en faveur des bons chiens, des pauvres chiens, un chant digne de toi, sentimental farceur, farceur incomparable ! Reviens à califourchon sur ce fameux âne qui t'accompagne toujours dans la mémoire de la postérité ; et surtout que cet âne n'oublie pas de porter, délicatement suspendu entre ses lèvres, son immortel macaron ! " Arrière la muse académique! Je n'ai que faire de cette vieille bégueule. J'invoque la muse familière, la citadine, la vivante, pour qu'elle m'aide à chanter les bons chiens, les pauvres chiens, les chiens crottés, ceux-là que chacun écarte, comme pestiférés et pouilleux, excepté le pauvre dont ils sont les associés, et le poète qui les regarde d'un oeil fraternel. Fi du chien bellâtre, de ce fat quadrupède, danois, king-charles, carlin ou gredin, si enchanté de lui-même qu'il s'élance indiscrètement dans les jambes ou sur les genoux du visiteur, comme s'il était sûr de plaire, turbulent comme un enfant, sot comme une lorette, quelquefois hargneux et insolent comme un domestique ! Fi surtout de ces serpents à quatre pattes, frissonnants et désoeuvrés, qu'on nomme levrettes, et qui ne logent même pas dans leur museau pointu assez de flair pour suivre la piste d'un ami, ni dans leur tête aplatie assez d'intelligence pour jouer au domino !A la niche, tous ces fatigants parasites! Qu'ils retournent à leur niche soyeuse et capitonnée! Je chante le chien crotté, le chien pauvre, le chien sans domicile, le chien flâneur, le chien saltimbanque, le chien dont l'instinct, comme celui du pauvre, du bohémien et de l'histrion, est merveilleusement aiguillonné par la nécessité, cette si bonne mère, cette vraie patronne des intelligences !Je chante les chiens calamiteux, soit ceux qui errent, solitaires, dans les ravines sinueuses des immenses villes, soit ceux qui ont dit à l'homme abandonné, avec des yeux clignotants et spirituels : " Prends-moi avec toi, et de nos deux misères nous ferons peut-être une espèce de bonheur ! " " Où vont les chiens? " disait autrefois Nestor Roqueplan dans un immortel feuilleton qu'il a sans doute oublié, et dont moi seul, et Sainte-Beuve peut-être, nous nous souvenons encore aujourd'hui.Où vont les chiens, dites-vous, hommes peu attentifs ? Ils vont à leurs affaires.Rendez-vous d'affaires, rendez-vous d'amour. A travers la brume, à travers la neige, à travers la crotte, sous la canicule mordante, sous la pluie ruisselante, ils vont, ils viennent, ils trottent, ils passent sous les voitures, excités par les puces, la passion, le besoin ou le devoir. Comme nous, ils se sont levés de bon matin, et ils cherchent leur vie ou courent à leurs plaisirs.Il y en a qui couchent dans une ruine de la banlieue et qui viennent, chaque jour, à heure fixe, réclamer la sportule à la porte d'une cuisine du Palais-Royal ; d'autres qui accourent, par troupes, de plus de cinq lieues, pour partager le repas que leur a préparé la charité de certaines pucelles sexagénaires, dont le coeur inoccupé s'est donné aux bêtes, parce que les hommes imbéciles n'en veulent plus.
D'autres qui, comme des nègres marrons, affolés d'amour, quittent, à de certains jours, leur département pour venir à la ville, gambader pendant une heure, autour d'une belle chienne, un peu négligée dans sa toilette, mais fière et reconnaissante. Et ils sont tous très exacts, sans carnets, sans notes et sans portefeuilles. Connaissez-vous la paresseuse Belgique, et avez-vous admiré comme moi tous ces chiens vigoureux attelés à la charrette du boucher, de la laitière ou du boulanger, et qui témoignent, par leurs aboiements triomphants, du plaisir orgueilleux qu'ils éprouvent à rivaliser avec les chevaux ? En voici deux qui appartiennent à un ordre encore plus civilisé ! Permettez-moi de vous introduire dans la chambre du saltimbanque absent. Un lit, en bois peint, sans rideaux, des couvertures traînantes et souillées de punaises, deux chaises de paille, un poêle de fonte, un ou deux instruments de musique détraqués. Oh ! le triste mobilier ! Mais regardez, je vous prie, ces deux personnages intelligents, habillés de vêtements à la fois éraillés et somptueux, coiffés comme des troubadours ou des militaires, qui surveillent, avec une attention de sorciers, l'oeuvre sans nom qui mitonne sur le poêle allumé, et au centre de laquelle une longue cuiller se dresse, plantée comme un de ces mâts aériens qui annoncent que la maçonnerie est achevée.N'est-il pas juste que de si zélés comédiens ne se mettent pas en route sans avoir lesté leur estomac d'une soupe puissante et solide ? Et ne pardonnerez-vous pas un peu de sensualité à ces pauvres diables qui ont à affronter tout le jour l'indifférence du public et les injustices d'un directeur qui se fait la grosse part et mange à lui seul plus de soupe que quatre comédiens ? Que de fois j'ai contemplé, souriant et attendri, tous ces philosophes à quatre pattes, esclaves complaisants, soumis ou dévoués, que le dictionnaire républicain pourrait aussi bien qualifier d'officieux, si la république, trop occupée du bonheur des hommes, avait le temps de ménager l'honneur des chiens! Et que de fois j'ai pensé qu'il y avait peut-être quelque part (qui sait, après tout ?), pour récompenser tant de courage, tant de patience et de labeur, un paradis spécial pour les bons chiens, les pauvres chiens, les chiens crottés et désolés. Swedenborg affirme bien qu'il y en a un pour les Turcs et un pour les Hollandais !
Les bergers de Virgile et de Théocrite attendaient, pour prix de leurs chants alternés, un bon fromage, une flûte du meilleur faiseur, ou une chèvre aux mamelles gonflées. Le poète qui a chanté les pauvres chiens a reçu pour récompense un beau gilet, d'une couleur, à la fois riche et fanée, qui fait penser aux soleils d'automne, à la beauté des femmes mûres et aux étés de la Saint-Martin.Aucun de ceux qui étaient présents dans la taverne de la rue Villa-Hermosa n'oubliera avec quelle pétulance le peintre s'est dépouillé de son gilet en faveur du poète, tant il a bien compris qu'il était bon et honnête de chanter les pauvres chiens.Tel un magnifique tyran italien, du bon temps, offrait au divin Arétin soit une dague enrichie de pierreries, soit un manteau de cour, en échange d'un précieux sonnet ou d'un curieux poème satirique. Et toutes les fois que le poète endosse le gilet du peintre, il est contraint de penser aux bons chiens, aux chiens philosophes, aux étés de la Saint-Martin et à la beauté des femmes très mûres.
Epilogue
Le coeur content, je suis monté sur la montagne
D'où l'on peut contempler la ville en son ampleur,
Hôpital, lupanar, purgatoire, enfer, bagne,
Où toute énormité fleurit comme une fleur.
Tu sais bien, ô Satan, patron de ma détresse,
Que je n'allais pas là pour répandre un vain pleur;
Mais comme un vieux paillard d'une vieille maîtresse,
Je voulais m'enivrer de l'énorme catin
Dont le charme infernal me rajeunit sans cesse.
Que tu dormes encor dans les draps du matin,
Lourde, obscure, enrhumée, ou que tu te pavanes
Dans les voiles du soir passementés d'or fin,
Je t'aime, ô capitale infâme ! Courtisanes
Et bandits, tels souvent vous offrez des plaisirs
Que ne comprennent pas les vulgaires profanes.
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