Contra el cine reúne los guiones cinematográficos del filósofo francés, en los que es posible apreciar la misma clarividencia de sus textos filosóficos, de gran vigencia aún hoy.
El autor de "La sociedad del espectáculo". |
Pocas veces la premonición caló tan hondo como en el exhaustivo escrutinio ensayado por Guy Debord en su obra magna, abocada a un entonces flamante estado de cosas que ahora se multiplica en redes, cámaras y pantallas al límite de la implosión: La sociedad del espectáculo. Publicada un año antes de las revueltas de Mayo de 1968 –a las que voluntariamente inspiró–, allí dictamina un nuevo orden internacional de posguerra en que la experiencia deviene irreversiblemente mediada por el consumo alienado de imágenes-mercancía.
Ya sea en burocracias totalitarias o gobiernos liberales (en los que se encuadra como concentrado y difuso, respectivamente), el espectáculo unifica el tiempo histórico con la emergencia de la economía –y su énfasis abstracto en el valor de cambio– como modo de dominación autónomo. Es decir, desprendido de la burguesía y objetivado en una realidad que, paradójicamente, deviene irreal, abastecida de entretenimiento, información y publicidad. La política, el urbanismo, la vida cotidiana, el arte y toda manifestación humana –incluyendo las proclamas proletarias de izquierda– sucumben al dictado no viviente de las apariencias.
Antes de volverse exponente canónico-secreto de la crítica social de siglo XX, La sociedad del espectáculo se imaginó película. Además de considerarse un estratega, Debord decía ser cineasta, habiéndose apropiado del séptimo arte como vehículo alternativo de las intervenciones agitadoras del movimiento situacionista. Tres largometrajes y tres cortos realizados entre 1952 y 1978, cuyos guiones acaban de reunirse en castellano en Contra el cine, reflejan la expresión literalmente visible de esa vanguardia tardía que comandó Debord.
Herencia heterodoxa de Hegel, Marx, Henri Lefebvre y György Lukács, del dadaísmo y el surrealismo, el situacionismo supuso el último intento legítimo de fundir arte y vida al comando de consignas como la experimentación urbana, la construcción de situaciones o la recontextualización formal. Tal afán subversivo encontró su ebullición colectiva en Mayo de 1968, eco revolucionario que selló la época así como la pronta disolución del situacionismo. Más que en sus textos, el cine de Debord condensa el sinsabor de la contienda generacional aplacada en sintonía con la mofa iconoclasta, el aforismo anarco-filosófico y la precognición espectral.
Sus primeros filmes son sin embargo amagues tempranos de aquella combustión, siendo en especial Aullidos a favor de Sade (1952) un feroz petardo de bienvenida: suscrito al letrismo de Isidore Isou, que propugnaba reducir los lenguajes artísticos a sus componentes esenciales, Debord alterna una pantalla en blanco con voces burlonamente inconexas (“Dime, ¿te acostaste con Françoise?”, “Artículo 516. Todos los bienes son muebles e inmuebles”, “Pero no se habla de Sade en esta película”) con mudas pantallas en negro; el silencio final se prolonga veinticuatro minutos y provoca la escandalosa suspensión de la proyección durante el estreno en el cineclub del Musée de l’Homme en París, donde incluso algunos letristas se indignan.
Allí Debord asentaba su posición radicalmente negativa con respecto al medio artístico-técnico empleado: “No hay film. El cine ha muerto. Ya no puede haber films. Si ustedes quieren, pasemos al debate”. Entre el Cuadrado negro sobre fondo blanco de Kazimir Malevich y el contemporáneo “no hay banda” lyncheano, la irreverencia ontológica del realizador francés retorna en sus siguientes películas siempre alertando sobre la falsedad del cine, tentáculo retiniano clave de la sociedad espectacular.
De allí que la metodología implementada a partir de los cortometrajes Sobre el pasaje de algunas personas a través de una unidad de tiempo bastante corta (1959) y Crítica de la separación (1961) sea la del desvío situacionista: la expropiación de retazos de filmes, documentales, emisiones televisivas, obras musicales, publicaciones y frases de pensadores o novelas para hacerlos operar invertidos en otro contexto, evidenciando así la gramática imperante.
Secuencias de Johnny Guitar, Shangai Gesture y Río Grande, registros de Stalin, Hitler, Mao Zedong, Marilyn Monroe y Los Beatles, alzamientos, represiones y guerras, astronautas y cover girls, composiciones de Michel Corrette y la voz monótona de Debord leyendo extractos de su manifiesto se suceden y yuxtaponen en La sociedad del espectáculo (1973), acaso primera adaptación cinematográfica de un texto teórico. La invectiva se remata con Refutación de todos los juicios, tanto elogiosos como hostiles, que se hicieron hasta ahora sobre el film La sociedad del espectáculo (1975), ataque de Debord a sus reseñadores -presas de páginas conformistas- con una virulencia jocosa afín a ¡Despidan a esos desgraciados! de Jack Green.
A pesar de su desprecio por quienes observaban cierto lirismo en sus filmes, el cineasta concibe con In girum imus nocte et consumimur igni (1978) un collage conmovedor y definitivo de la juventud y sus sueños nunca del todo extinguidos. “Giramos en la noche y somos consumidos por el fuego” sentencia el título-palíndromo que enlaza asimismo con el “A retomar desde el comienzo” del cierre: la cinta se eterniza en loop hasta el acaecer de la liberación histórica en un gesto de montaje mesiánico compartido con el Godard reciente.
En sus últimos diez años de vida y en coherencia con su ética opaca, Debord quitó sus films de circulación. Hoy es el espectáculo integrado informático que él auguró el que lo devuelve como rebelde futuro.
Contra el cine, Guy Debord. Trad. Víctor Goldstein. Caja Negra, 256 págs.
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